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miércoles, 25 de septiembre de 2019

40 aniversario del estreno de “ALIEN, EL OCTAVO PASAJERO”



Hoy se cumplen 40 años del estreno en España del clásico de Ridley Scott Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979). Para conmemorarlo, recupero los enlaces de los comentarios que dediqué en este blog al film original, a sus secuelas –Aliens (El regreso) (Aliens, 1986, James Cameron), Alien 3 (ídem, 1992, David Fincher), Alien: Resurrección (Alien: Resurrection, 1997, Jean-Pierre Jeunet)– y a sus precuelas –Prometheus (ídem, 2012), Alien: Covenant (ídem, 2017)–.


Alien, el octavo pasajero:


Aliens (El regreso):


Alien 3:


Alien: Resurrección:



Prometheus:


Alien: Covenant:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2017/05/el-alimento-de-los-dioses-alien.html


 

"Ripley". Copyright: dibujo de Dmitry Grebenkov.

viernes, 20 de septiembre de 2019

El corazón de las tinieblas del espacio: “AD ASTRA”, de JAMES GRAY



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.]


Una primera secuencia consistente en la destrucción accidental de una estación espacial en la frontera entre la atmósfera terrestre y el espacio, que además sirve de presentación del protagonista, el cosmonauta Roy McBride (Brad Pitt, mejor aquí que en la mediocre Érase una vez en... Hollywood1–). Una persecución automovilística, amenizada con un tiroteo con pistolas láser, sobre la superficie de la luna. Una situación de aterrador «suspense» a bordo de una nave espacial a la deriva y, aparentemente, sin vida a bordo. Un aterrizaje forzoso en Marte. Una pelea cuerpo a cuerpo y a gravedad cero en un cohete camino de Neptuno. Y una nueva y definitiva situación de «suspense» en el espacio, en la línea de Misión a Marte y Gravity. Estos son los peajes –por lo demás, magníficamente planteados y excelentemente filmados– que ha tenido que pagar el director y coguionista James Gray para, a cambio, poder hacer una espléndida película de ciencia ficción, adulta, densa y de elevada carga psicológica, solo apta para público mínimamente exigente.


Roy McBride es el elegido para llevar a cabo una peligrosa misión secreta: viajar hasta Neptuno, localizar la nave del así llamado Proyecto Lima, y destruirla con un arma nuclear. ¿La razón?: la nave es la causante de las explosiones cósmicas que amenazan con destruir a la Tierra a medio plazo. ¿El problema?: la sospecha de que el responsable del Proyecto Lima se ha vuelto loco, acabando con toda su tripulación. Y ese responsable no es otro que Clifford McBride (Tommy Lee Jones), el padre de Roy, quien les abandonó a él y a su madre para luego desaparecer en el espacio hace dieciséis años...


El corazón de Roy no supera las 80 pulsaciones por minuto ni tan siquiera cuando experimenta momentos de máxima tensión. Pero eso no se debe a que el protagonista sea un héroe impasible sino, más bien, alguien que ha aparcado sus emociones más íntimas para evitar que le hagan daño. Un personaje, en suma, en la línea de otros retratados por Gray en el grueso de su filmografía: recordemos Cuestión de sangre, La otra cara del crimen, La noche es nuestra o Two Lovers


Gray en esta ocasión plantea, en formato de space opera, una relectura particular del clásico de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, y de paso, una revisión en clave espacial de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), con Pitt como el nuevo Martin Sheen que tiene que matar a Lee Jones, émulo de Marlon Brando. La metáfora freudiana del deseo del hijo de matar al padre se encuentra en la base de un film con una eminente carga de subjetividad: abundan los primeros planos del protagonista y las reflexiones del mismo en voz en off (una narración over excelente, por cierto, puesto que complementa a las imágenes sin subrayarlas, tal y como asimismo hacía Apocalypse Now); todo ello narrado con un ritmo lento (para nada moroso), y sobre todo, con el apoyo sugerente de unas bellísimas imágenes que, si bien en parte beben –claro– de 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), convierten el periplo del protagonista en un simbólico viaje al interior de su propia mente, de sus propios miedos e inseguridades: los planos subjetivos, desde el punto de vista de Roy, mientras se precipita sobre la atmósfera terrestre en la primera secuencia; los rojos «infernales» que adornan su estancia en Marte, y sobre todo, la bella secuencia en la que Helen Lantos (Ruth Negga) le descubre a Roy la inquietante verdad en torno a su padre; el desplazamiento subacuático de Roy, atravesando unas aguas oscuras cogido a un cable a modo de cordón umbilical, con si fuera a nacer a un nuevo mundo, a una nueva vida... Con Ad Astra, Gray consigue algo que tan solo logró a medias en su anterior pero parcialmente fallida Z, la ciudad perdida: convertir la aventura física, exterior, del protagonista, en una aventura mental, interior, El resultado es, sencillamente, magnífico.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/09/fantasias-animadas-de-ayer-y-hoy-erase.html

sábado, 7 de septiembre de 2019

La maldición de los Bridges: “TRACK OF THE CAT”, de WILLIAM A. WELLMAN




[ADVERTENCIA:  EL PRESENTE TEXTO ES LA VERSIÓN ÍNTEGRA DE MI COMENTARIO DE ESTA PELÍCULA PUBLICADO EN “DIRIGIDO POR…”, NÚM. 501, JULIO-AGOSTO 2019, “DOSSIER TERROR ANIMAL” (1).] Cuenta Lee Server en su biografía de Robert Mitchum que Track of the Cat (1954), producción de Batjac Company, la productora de John Wayne, distribuida por Warner Bros., era un proyecto muy personal de William A. Wellman, quien desde hacía tiempo fantaseaba con la idea de rodar en color una película en blanco y negro (sic). Una novela de Walter Van Tillburg Clark, autor al que ya había adaptado en The Ox-Bow Incident (1942), convertida en guion por A.I. Bezzerides, era la excusa para hacer una película “sobre la cacería de una pantera negra asesina (…) Todos y cada uno de los elementos de la película estaban pensados a partir de un severo plan sobre el color, desde el vestuario hasta los muebles, pasando por la margarina que había encima de la mesa de la cocina; las únicas excepciones eran una camisa amarilla y el abrigo de color rojo sangre que llevaba Mitchum”. La fotografía en Technicolor del fordiano William H. Clothier, combinada con el formato Cinemascope, haría el resto (Robert Mitchum: ¡Olvídame, cariño! T&B Editores. Madrid, 2002. Págs. 277-279). El film fue un fracaso comercial, mas a pesar de ello se trata de una película excepcional, posiblemente la última gran obra de su director y una rareza sin parangón dentro del western.


Su acción se sitúa en una helada zona montañosa, lugar donde viven los Bridges, una familia cuyos lazos están muy deteriorados ya desde el inicio del relato: el padre (Philip Tongue) es un borracho; la madre (Beulah Bondi), una mujer amargada que impone una severa disciplina puritana a los suyos; Curt (Robert Mitchum), el hijo mayor y el preferido de la madre, es un cazador no menos abyecto que su progenitora, e intimida a los que le rodean; Grace (Teresa Wright), la hija, es una solterona que amenaza con convertirse en alguien como su madre; Arthur (William Hopper), el hijo mediano, es el más sensato y el único que frena los arranques de mal genio de Curt; y Harold (Tab Hunter), el hijo pequeño, es un muchacho sensible pero algo pusilánime, al que la madre y Curt tratan con notable desprecio y, en el caso de este último, haciendo gala de una envidia corrosiva, pues a pesar de su aparente debilidad Harold ha conseguido enamorar a una hermosa vecina, Gwen (Diana Lynn), con la que se ha prometido en matrimonio y que en esos instantes se encuentra alojada en casa de los Bridges. Un último personaje es Joe Sam (Carl Switzer), un anciano piel roja que trabaja para los Bridges como criado y que, en cierto sentido, es quien desencadena la acción: Joe Sam viene advirtiendo a los Bridges desde hace años que, con la caída de las primeras nieves, una pantera negra asesina acecha por los alrededores; para ahuyentar el temor supersticioso de Joe Sam, Arthur cada año le talla en madera una pequeña pantera a modo de amuleto protector, pero ese invierno todavía no ha tenido tiempo de completar la figura y corren noticias de que una pantera ha protagonizado algunos ataques por las cercanías de su granja.


Así planteada, Track of the Cat parece más bien una de las producciones de Val Lewton para la RKO en torno a personajes que se transforman en animales por culpa de una oscura maldición de origen remoto. Pero lo cierto es que, a pesar de su densa atmósfera rayana en lo sobrenatural, Wellman sitúa el relato en un terreno en el cual tiene más peso la psicología de los personajes que la amenaza, más metafórica que real, de esa pantera. Despreciando la explotación de la presencia oculta del felino a modo de amenaza externa (por más que no falten excelentes apuntes al respecto), Wellman concentra su atención en la tensión interna, cotidiana, de unos personajes que parecen a punto de explotar. Así pues, las tensas escenas familiares rodadas en interiores que, como hemos señalado, tienen una peculiar austeridad deliberadamente teatral, a tono con el singular tratamiento del color y el empleo del formato panorámico, se corresponden en cierto sentido con las escenas en exteriores, filmadas en su mayoría en escenarios naturales. Por decirlo de alguna manera, las escenas de Carl y Arthur, y tras la muerte de este último las de Carl en solitario, siguiendo el rastro del felino, funcionan a modo de liberación, de exteriorización propiamente dicha de la tensión que se vive en el hogar de los Bridges. Buscando centrar la atención en los personajes, Wellman elude mostrar al animal salvaje objeto de esa cacería mortal: la muerte de Arthur a manos de la pantera está filmada con extraordinaria habilidad, desde el punto de vista subjetivo de la fiera; cerca del final, cuando Harold abate al animal, ni siquiera en ese momento veremos su cuerpo: su muerte está resuelta fuera de campo.


Track of the Cat es una película ominosa y llena de malos augurios. Además de la presencia del anciano indio y de las tallas de la pantera hechas por Arthur, tienen una enorme fuerza dramática detalles como el del abrigo rojo de Carl: este último encuentra el cadáver de su hermano en la nieve y lo cubre con su propio abrigo, porque el caballo que tiene que transportar el cadáver de Arthur y regresar solo a la granja se niega a hacerlo dado que la ropa del difunto está impregnada con el olor de la pantera; más tarde Carl se da cuenta de que se ha olvidado las raciones que necesita para sobrevivir en la nieve en los bolsillos del abrigo que puso al cadáver de su hermano, y en el abrigo de Arthur que ahora lleva puesto encuentra, en cambio, la talla de la pantera a medio hacer y un libro de poemas de Keats: la lectura del primer verso de Posthuma (“Cuando me asalta el temor de que deje de existir…”) será el detonante del miedo que irá apoderándose progresivamente de su persona. El final de Carl será trágico y paradójico: el personaje, sin comida, sin fuego con que calentarse (ha gastado sus últimas cerillas y hasta ha quemado la talla y el libro de Keats), sin munición (en un arranque de pánico vacía todo el cargador de su winchester), ve a lo lejos la hoguera que su madre ha ordenado encender para guiarle de regreso a casa y, enloquecido por el miedo, corre hacia allí, hallando la muerte en el fondo de un barranco. Ninguna estrella de Hollywood, salvo una tan poco convencional como Robert Mitchum, se habría atrevido a interpretar tan desagradecido personaje. Otro momento extraordinario, de los mejores del cine de Wellman, reside en el entierro de Arthur: el realizador lo resuelve en virtud de un magnífico y perturbador plano subjetivo en contrapicado, desde el interior de la fosa excavada en el suelo donde será depositado el ataúd, y encuadrando de este modo a los Bridges asistiendo al sepelio: personajes malditos y miembros de una familia que, como tal, está muerta desde hace mucho tiempo.

 

martes, 3 de septiembre de 2019

Fantasías animadas de ayer y hoy: “ÉRASE UNA VEZ EN… HOLLYWOOD”, de QUENTIN TARANTINO



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Existe desde siempre dentro del cine cierta “tradición”, aunque quizá sería mejor decir costumbre, en virtud de la cual los cineastas consagrados ceden a la tentación de llevar a cabo lo que se conoce como una reflexión sobre el oficio de cineasta. Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time… in Hollywood, 2019) –o Érase una vez… en Hollywood, como se lee en la copia doblada al castellano, colocando los puntos suspensivos exactamente como en el original inglés– parece que viene a cumplir ese cupo dentro de una carrera, la de Quentin Tarantino, que por otro lado se ha construido sobre la base de una vehemente cinefilia en torno a las convenciones de géneros no solo cinematográficos sin también literarios, pero siempre sobre la base de la así llamada cultura popular, como son, a grandes rasgos, el policíaco (Reservoir Dogs), la literatura pulp (Pulp Fiction), el blaxploitation (Jackie Brown), el cine de artes marciales de Hong Kong (Kill Bill Vol. 1 & 2), el cine grindhouse (Death Proof), el bélico (Malditos bastardos1–, el eurowestern italiano (Django desencadenado2–) y el western norteamericano (Los odiosos ocho3–).


Huelga decir a estas alturas de Tarantino es un cineasta cinéfilo, y que construye sus películas sobre la base de su erudición a la hora de incluir citas visuales o musicales de los incontables films que ha devorado a lo largo de su vida, haciendo un “cine a base de cine” que le ha valido comparaciones con Jean-Luc Godard. Desde este punto de vista, las películas de Tarantino son lo que se dice “festivales para cinéfilos”, los cuales tienen ante sí dos opciones: ver sus films como recopilaciones o antologías cinéfilas, entrando sin más en el juego de reconocer tal o cual detalle sacado a su vez de tal o cual película, o ver sus films en sí mismos considerados, es decir, como ficciones fílmicas al margen del caudal de referencias cinematográficas que atesoran. Quienes me conocen ya saben que esta segunda opción es la que prefiero, puesto que siempre he sido del parecer que una película, cualquier película, tiene que “entrarme” en función de sus valores intrínsecos. Lo digo porque, advierto de entrada, el contenido cinéfilo del cine de Tarantino en general, y el de Érase una vez en… Hollywood en particular (¿cómo no va a ser cinéfilo un film que se titula así?), me resulta indiferente a la hora de valorar los méritos de sus ficciones. O, dicho de otro modo, si Reservoir Dogs, Django desencadenado, sobre todo Los odiosos ocho, y, a ratos, Malditos bastardos, me gustan y/ o me interesan, es con independencia de sus detalles cinéfilos, los cuales, a mi entender, en el cine de Tarantino no son sino meras cortinas de humo destinadas a paliar/ disimular/ esconder no pocas deficiencias narrativas y de guion, y al resto de su sobrevalorada filmografía me remito.


Es evidente, empero, que incluso en el hipotético supuesto de que los detalles para cinéfilos de sus películas no gustaran (es obvio, a estas alturas y a la vista del clamor popular, que a una inmensa mayoría de espectadores les encantan), o que sencillamente dejaran indiferente (como es mi caso), también está muy claro que es muy difícil, si no imposible, analizar el cine de Tarantino desprendiéndose por completo de esa cinefilia, dado que en sus films la misma forma parte de la entraña del relato. La cinefilia, en Tarantino, da forma al fondo y fondo a la forma, resultando prácticamente indisociables la una de la otra en virtud de una puesta en escena que fusiona esa forma y ese fondo cinéfilos con la forma y el fondo de lo que se nos relata. Citemos tres ejemplos escogidos al azar. El primero: el especialista Cliff Booth (Brad Pitt) recorre las calles de la Los Ángeles del año 1969, solo o acompañado por su amigo, el actor al que dobla en las “escenas de peligro” Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), a bordo del potente descapotable de este último; Tarantino planifica esos paseos de manera que prácticamente en cada uno de los encuadres veamos las marquesinas de los cines de Hollywood anunciando películas estrenadas en esa época: es la manera que tiene de hacer su doble juego, por un lado dar rienda suelta a su impenitente cinefilia, y por otro, expresar (demasiado) hasta qué punto es importante el cine en las vidas de Rick y Cliff, dado que del mismo depende su sustento.


El segundo: mientras Cliff propina una dura paliza al hippie de la comuna de Charles Manson (Damon Herriman) que se ha atrevido a pincharle una rueda del descapotable, una de las chicas del lugar corre a avisar a Tex Watson (Austin Butler) para que les ayude; vemos entonces cómo Tex regresa a la comuna velozmente a caballo: Tarantino planifica la cabalgata de Tex como si la misma formara parte de un western; es más: le dedica más planos de los estrictamente necesarios por el mero gusto de hacerlo: por el placer de filmar una cabalgata como-las-del-cine-de-antes; es, además, un esfuerzo narrativa y dramáticamente inútil, porque, cuando Tex llega a la comuna, Cliff ya se ha ido: la cabalgata, por tanto, es gratuita, o si se prefiere, decorativa. Como lo es, también, la mayor parte del film.


El tercero: la actriz Sharon Tate (Margot Robbie) se da una vuelta por Los Ángeles y se detiene ante un cine donde proyectan una de las últimas películas que acaba de protagonizar: La mansión de los siete placeres (The Wrecking Crew. 1968, Phil Karlson), con Dean Martin interpretando por tercera vez al apayasado agente secreto Matt Helm. Tate se sienta entre el público y disfruta, alborozada, cuando percibe que las personas presentes en la sala ríen o aplauden todas sus intervenciones en la pantalla. Evidentemente, la secuencia sirve para dibujar el carácter un tanto ingenuo y extravertido de la actriz, pero a la vez es una (otra) recreación por parte de Tarantino sobre algo, por lo demás, más que obvio: la nostalgia por las salas de “programa doble”, la evocación del cine de otra época, y en particular, de qué manera “vivía” el público esas sesiones. Algo todo lo bienintencionado que se quiera, pero que no hace más que consumir minutos y minutos de una película que anda sobrada de ellos, aunque no tanto de ideas originales. Puede alegarse que Tarantino tiene todo el derecho del mundo a planificar, filmar y montar las secuencias como le dé la gana (del mismo modo que yo lo tengo de discrepar de esa planificación, filmación y montaje), y que, a fin de cuentas, esa cinefilia, y esa forma de expresarla en pantalla, no es más que un juego sin mayor trascendencia. Si estamos de acuerdo en eso, en que no es más que un juego, podemos aceptarlo como tal, pero de ahí a efectuar toda una construcción teórica como si la cinefilia de Tarantino fuera poco menos que la Biblia en verso media un abismo. No hay casa para tanto mueble.


Dejando, pues, al margen la cinefilia de Tarantino, la cual, repito, no me parece sino un mero telón de fondo destinado a “distraer” y –horror– “divertir” a la peña, pues en eso parece haberse convertido la historia del cine, en un catálogo de chistes posmodernos ideales para la era líquida de los actuales tiempos de la Internet, lo que realmente explica Érase una vez en… Hollywood tiene muy poco interés, o como mínimo, menos de lo que se ha pregonado: la historia de la decadencia profesional y también personal de Rick Dalton, un actor de segunda fila, alcoholizado y envejecido prematuramente que va viendo cómo su carrera en Hollywood, labrada a base de papeles secundarios en películas poco relevantes (ergo, baratas) y como protagonista de una serie de televisión “del Oeste”, va cayendo en picado hasta llegar a un extremo considerado en esa época el cementerio de los elefantes para determinados intérpretes de carácter del cine norteamericano de los sesenta: irse a Italia a protagonizar spaghettis o pequeños films de espías a lo James Bond para no morirse de hambre… Hay que reconocer que esta parte de la película de Tarantino se sostiene sobre un buen trabajo interpretativo –tampoco excepcional– de Leonardo DiCaprio. Pero incluso con todo esto –lo cual, mal que le pese a Tarantino, resulta más convencional y arquetípico de lo que pretende, pues de retratos de artistas en decadencia, incluso en el contexto del “cine dentro del cine”, anda el cine sobrado–, Tarantino, como digo, no puede evitar, de nuevo, las reiteraciones. Véase, por ejemplo, la secuencia en la que Rick se cita en un restaurante con un agente de Hollywood, Marvin Schwarz (Al Pacino, aquí horrible), quien se encarga de decirle, con buenas palabras, que sus posibilidades de ser algún día una “estrella de Hollywood” están acabadas; un desesperado Rick sale del restaurante acompañado de su fiel colega Cliff, y termina llorando sobre su hombro. La idea está bien, si no fuera porque Tarantino la subraya, volviendo a insistir en ella más adelante en la secuencia –esta, con todo, mejor– en la que Rick coincide en un rodaje con una actriz infantil, Trudi (Julia Butters); Rick le explica a la niña que está leyendo una novela del Oeste, en torno a un cowboy que, como consecuencia de una mala caída, está empezando a perder empleos y que se siente un inútil: ni que decir tiene que ese paralelismo con su propia persona desata de nuevo el llanto de Rick. La idea está bien, insisto, pero su efectividad queda mermada por el hecho de habérnosla expuesto antes, convirtiéndola así en una mera reiteración.


Si, con todo, Rick Dalton acaba siendo el personaje más humano de una función no particularmente emocionante, pese a contener numerosos ingredientes para serlo, ¿qué decir del lamentable personaje de Cliff Booth, interpretado por un Brad Pitt haciendo por enésima vez de Brad Pitt? Siendo generosos, podemos entender que Tarantino utiliza a Cliff, y de paso a Pitt, como ejemplos del glamur perdido del Hollywood de la época, convirtiendo a ambos, personaje y actor, en iconos guais (cool). No se entiende de otra manera, dado que, en la práctica, Cliff, como personaje con entidad, es completamente inexistente, a no ser que entendamos que lo es alguien que se pasea por Hollywood con una eterna pose de chulo perdonavidas, del cual se nos sugiere que es un veterano condecorado de Vietnam, que no rehúye una pelea ni siquiera contra un Bruce Lee (Mike Moh) todavía más arrogante y engreído que él  –propinándole, encima, una buena paliza como nunca vimos que recibiera la malograda estrella de Operación Dragón–, que da de comer a su perra la carne prensada que sale como “cagada” de la lata de alimento para canes (execrable gag que Tarantino repite hasta el aburrimiento), o que, eso sí, demuestra una amistad sin mácula hacia Rick.


Contrariamente a lo que ha venido diciendo, la reconstrucción de la época o del cine de la época que ofrece la película no me parece convincente, empezando, sin ir más lejos, por el dibujo de Charles Manson y su tristemente célebre “familia”: Manson, como personaje, no tiene ninguna fuerza, y, en particular, sus escasas apariciones no producen la más mínima inquietud. Quizá para compensarlo, Tarantino construye una larga, larguísima secuencia de resonancias westernianas, cómo no, a lo Sergio Leone, en la cual Cliff visita el rancho de su viejo amigo George Spahn (Bruce Dern) donde Manson y los suyos tienen establecida su guarida; pero la secuencia, a pesar de su teórico atractivo, y de la contribución de sus intérpretes –en especial, Dakota Fanning, estupenda en su breve pero intensa aparición como Squeaky, una de las acólitas de Manson–, es, de nuevo, demasiado larga, y su tensión se diluye por momentos hasta, prácticamente, desaparecer. Por otro lado, figuras del mundo del espectáculo como Steve McQueen (Damian Lewis), Sam Wanamaker (Nicholas Hammond), Roman Polanski (Rafal Zawierucha), Connie Stevens (Dreama Walker), Mama Cass (Rachel Redleaf), Michelle Phillips (Rebecca Rittenhouse) o Joanna Pettet (Rumer Willis) se pasean, literalmente, por una función que resulta, desde este punto de vista, sorprendentemente superficial incluso para el cinéfilo Tarantino, quien todo lo más ofrece una convencional visualización de una de las célebres fiestas de la mansión Playboy que parece propia de Baz Luhrmann (y no lo digo como un elogio), donde, además, se nos ofrece un apunte bochornoso sobre la naturaleza “triangular” de la relación entre Sharon Tate, su marido Polanski y el examante y fiel amigo de la primera Jay Sebring (Emile Hirsch).


¿Y qué decir de los aproximadamente treinta minutos finales del film, que terminan hundiendo lo poco de creíble que a duras penas lo sostenía hasta ese momento? Resulta notorio a estas alturas –supongo– que Érase una vez en… Hollywood no es ni nunca pretendió ser una reconstrucción fiel del aterrador asesinato de Sharon Tate y sus amigos en la casa de Polanski, y que, del mismo modo que Tarantino se permitía el capricho de “matar a Hitler” en Malditos bastardos a manos de los héroes de su film, aquí hace otro tanto haciendo que Tate y sus colegas no solo sobrevivan, sino que ni tan siquiera tengan que vérselas con los matarifes enviados por Manson, los cuales son a su vez masacrados por Cliff y Rick con la inestimable ayuda de la perra del primero. Una idea que no solo no me parece en absoluto original, y que incluso me atrevería a calificarla de cobarde y timorata, con ese final a lo Walt Disney en el que Rick acaba siendo invitado por Tate, quien sabe si facilitando así el sueño imposible del protagonista de interpretar algún día una película de Polanski. Lo peor, como digo, no es que, como ocurrencia, como chiste, carezca de gracia alguna, sino que, además, da pie a una absolutamente gratuita secuencia de violencia “a lo Tarantino”, mal planteada y peor filmada, que debería haber desaparecido en la mesa de montaje. De hecho, el final idóneo para Érase una vez en… Hollywood hubiese sido cerrarla con el regreso de Rick y Cliff a América tras su estancia profesional en Italia, y eliminando a continuación y por completo el fragmento que transcurre temporalmente (rótulo) “Seis meses después”. No había nada más que contar ni nada más que añadir. Si a ello sumamos la notable vulgaridad de no pocos momentos de puesta en escena –cf. bombardeo de primeros planos para que veamos cómo se llenan unos vasos con bebidas alcohólicas; la previsible reconstrucción de reportajes y televisión en blanco y negro de la época; las asimismo interminables escenas de la visualización del (pésimo) western que Rick está rodando a las órdenes de Wanamaker; o la tópica secuencia en la que, encadenando planos desde un mismo ángulo de cámara y por corte, vemos a Rick dando rienda suelta a su frustración en su roulotte–, no podemos sino concluir que Érase una vez en… Hollywood es una tontería. Como no podía ser de otra manera, no faltan a la cita los famosos, abundantes y no menos gratuitos planos fetichistas de mujeres con los pies desnudos.


(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2016/02/el-misterio-de-la-merceria-de-minnie.html