Translate

martes, 31 de marzo de 2020

¡Está vivo! Los mundos cinematográficos de Frankenstein



[NOTA PREVIA: Conferencia impartida en catalán en la biblioteca Caterina Albert – Camp de l’Arpa de Barcelona el 14 de febrero de 2018, dentro del ciclo de las Biblioteques de Barcelona “Frankenstein, mite i cultura popular”, para conmemorar el 200 aniversario de la publicación de la primera edición de la novela de Mary Shelley. (1)] Frankenstein, o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, es una de las novelas más adaptadas de la historia del cine y la televisión. Pero también es una de las más “traicionadas” cuando se ha adaptado al audiovisual. ¿A qué se debe esa dificultad? En primer lugar, a la naturaleza intrínseca del libro. Frankenstein, o el moderno Prometeo es una de las piezas maestras de la literatura universal, un clásico incontestable, de aquellos que no se agotan con una sola lectura y que ha dado, continúa dando y seguirá dando pie a muchas interpretaciones. Su complejidad es, en principio, una dificultad añadida a la hora de transferirlo a imágenes. En segundo lugar, y no menos importante, es que la mayoría de las adaptaciones cinematográficas y también para la televisión de la novela se han caracterizado, por regla general y con algunas excepciones, por su infidelidad a la trama del libro.


Esa infidelidad al libro comenzó ya en los primeros años en que se hicieron las primeras versiones del teatro, es decir, mucho antes de que existiera el cine. Téngase en cuenta que la primera edición de la novela es de 1818. La primera versión para el teatro de Frankenstein se hizo tan solo tres años después de la publicación de la primera edición, en 1821, una versión francesa que nunca se estrenó en los escenarios y que se conserva incompleta. De hecho, la primera adaptación oficial de Frankenstein fue la que se estrenó en Londres en 1823 bajo el título de Presumption, or The Fate of Frankenstein. ¿Y por qué nos detenemos en las versiones teatrales de Frankenstein? Porque muchas de las libertades que años más tarde se tomaron muchas películas con la novela de Shelley fueron una herencia directa de las que se tomaron antes los dramaturgos con el libro. Por lo tanto, muchas de las “imprecisiones” que se tomaron después el cine y la televisión con Frankenstein ya estaban allí, en las adaptaciones teatrales. Adaptaciones teatrales por las que, por cierto, Mary Shelley nunca cobró un céntimo, ya que a principios del siglo XIX la legislación de derechos de autor seguía siendo algo prácticamente inexistente, lo que significa que cualquier autor podía adaptar Frankenstein sin necesidad de pedir permiso ni pagarle nada a su legítima autora.


Por lo tanto, el cine sacó muchas cosas del teatro, que, a la hora de la verdad, no estaban en la novela. Por ejemplo, en la versión teatral inglesa de 1823, Presumption, or The Fate of Frankenstein, ya aparece el ayudante del Dr. Frankenstein, que aquí se llama Fritz, y que en las películas a veces también se llama Fritz, o especialmente Igor, y suele ser un jorobado. Pues bien, no busquen este personaje en el libro de Shelley. No existe: es una invención del teatro, luego adoptada por el cine. Es más: en esta misma obra de teatro de 1823, el Dr. Frankenstein también exclama el famoso: “¡Está vivo!”, cuando da vida al Monstruo. Es exactamente lo mismo que exclama el doctor interpretado por Colin Clive en la famosa película de James Whale El doctor Frankenstein (Frankenstein) de 1931. De hecho, ya en 1915 hallamos una especie de versión teatral cómica, The Last Laugh, en la que el uso de la electricidad ya está muy presente como un sistema para dar vida al Monstruo, algo que en la novela de Shelley solo está insinuado pero que en el cine nos hemos hartado de ver. También hay que tener en cuenta que, a la inversa de lo que acabamos de explicar, el cine también influyó en muchas adaptaciones teatrales que se hicieron después de las primeras películas famosas basadas en Frankenstein, es decir, las que se hicieron en los Estados Unidos, producidas por la productora Universal, entre los años 30 y 40.


Pero, antes de las versiones de la Universal, las primeras versiones de Frankenstein se hicieron en la época del cine silente y en los Estados Unidos. La primera, Frankenstein’s Trestle, de 1902, es en realidad una falsa película de Frankenstein, porque no es más que un pequeño film hecho en un pequeño pueblo de New Hampshire llamado... Frankenstein. La auténtica primera versión es el Frankenstein que en 1910 produjo el famoso inventor estadounidense Thomas Alva Edison, dirigido por J. Searle Dawley y protagonizada por Charles Ogle, como el Monstruo, y August Phillips, como el Dr. Frankenstein. Aunque solo dura 16 minutos, el Frankenstein de Edison resume brevemente algunas de las ideas esenciales del libro, como la identificación entre el Monstruo y el doctor, como si ambos fueran las dos caras de una misma moneda.


Otras dos versiones silentes de Frankenstein son la también americana Life Without Soul, de 1915, dirigida por Joseph W. Smiley, y la italiana Il mostro di Frankenstein, de 1921, dirigida por Eugenio Testa. Ambas están actualmente desaparecidas, y también adaptan el libro tomándose muchas más libertades que la producida por Edison.


Llegamos al cine sonoro, y también a las primeras versiones famosas de Frankenstein, producidas por Universal Pictures y dirigidas por el cineasta británico James Whale. Estamos hablando, por supuesto, de El doctor Frankenstein, de 1931, y de La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein), de 1935, que lanzaron a la fama a uno de los mejores actores de la historia del cine fantástico, el intérprete del Monstruo de Frankenstein Boris Karloff. Destaquemos que, dejando aparte la gran interpretación de Karloff, buena parte del éxito de El doctor Frankenstein se debió al maquillaje creado por Jack Pierce, que aunque no tiene nada que ver con el Monstruo tal y como describe Mary Shelley en su novela, destaca por su genial sencillez: por ejemplo, los tornillos en el cuello, por los cuales se supone que pasa la corriente eléctrica que le da vida; o esa cabeza plana, concebida a partir de la idea de que se podría abrir, como una caja, para colocar el cerebro en el Monstruo.


El doctor Frankenstein está basada tanto en la novela de Shelley como, sobre todo, en una exitosa versión teatral de Frankenstein escrita por Peggy Webling y estrenada en 1927, lo cual explica que el libro no esté muy presente en la película e incluya gran parte de la tradición teatral en lo que se refiere a los personajes, como el jorobado Fritz, interpretado por Dwight Frye; el grito de: “¡está vivo!”, que lanza el doctor que interpreta Colin Clive; o el famoso experimento eléctrico, aquí ya muy sofisticado. Como adaptación de Shelley, lo más importante que hay que decir sobre El doctor Frankenstein es que estableció para siempre la imagen del Monstruo concebido como una especie de autómata (aquí no habla, aunque comenzará a hacerlo en La novia de Frankenstein), una máquina de matar que no parece tener sentimientos humanos, a pesar de la fuerza poética de la famosa secuencia en la que mata, inocentemente, a una niña junto al lago, convencido de que la pequeña flotará en el agua como las flores que momentos antes ambos estaban lanzando. Aunque a veces se ha acusado a El doctor Frankenstein de recoger la tesis conservadora y puritana que la propia Mary Shelley propagó en la segunda edición de su libro de 1831, según la cual el hombre nunca debería atreverse a desafiar a Dios, no es menos es cierto que, desde una perspectiva estrictamente cinematográfica, El doctor Frankenstein es una película notable, especialmente gracias a su maravillosa atmósfera gótica y barroca, inspirada en gran medida por la estética del expresionismo alemán.


El éxito de El doctor Frankenstein llevó a James Whale a realizar una continuación, La novia de Frankenstein, considerada unánimemente, y con razón, mejor que El doctor Frankenstein. La novia de Frankenstein sigue tomándose todo tipo de imprecisiones con respecto al libro, a pesar de tener el descaro de incorporar en su primera secuencia al personaje de la mismísima Mary Shelley, interpretado por la actriz Elsa Lanchester. Pero precisamente el hecho de que Lanchester interprete a Mary Shelley y también al monstruo femenino, “la novia de Frankenstein” que el médico crea para que sea la compañera de su primer Monstruo, nos permite entender mejor la sutileza de esta película, que, además de ser visualmente aún más sofisticada que El doctor Frankenstein, va más allá de los hallazgos de la primera película, erigiéndose en un magnífico poema gótico que acaba siendo más fiel al espíritu Shelley que el primer film, porque se adentra en temas de la novela como la soledad del Monstruo o la falta de comprensión del doctor hacia su creación, a la cual lanza al mundo sin darle protección, y recoge otros aspectos del libro, como la famosa secuencia del Monstruo y el anciano ciego que le acoge en su cabaña, y que muchos años más tarde sería objeto de una aguda parodia en El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974). En La novia de Frankenstein, el Monstruo exhibe, por fin, sentimientos humanos, tal y como se lee en la novela original.


El éxito de El doctor Frankenstein y La novia de Frankenstein animó a la Universal a hacer más películas sobre el doctor y su Criatura. De todas ellas, la más interesante es La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein), dirigida por Rowland V. Lee en 1939, con Boris Karloff como el Monstruo por tercera vez, y Basil Rathbone interpretando a un hijo del Dr. Frankenstein Todas las demás continuaciones, aunque tengan su gracia, no están ni mucho menos a la altura de las tres primeras: este es el caso de El fantasma de Frankenstein (The Ghost of Frankenstein) de Erle C. Kenton, de 1942, con Lon Chaney Jr. interpretando al Monstruo; Frankenstein y el hombre lobo (Frankenstein Meets the Wolf Man), de Roy William Neill, de 1943, donde el Monstruo está a cargo de Bela Lugosi, mientras que aquí Lon Chaney Jr. repite su famoso papel de licántropo; La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein), de 1944, y La mansión de Drácula (House of Dracula), de 1945, ambas también de Erle C. Kenton, donde el Monstruo está interpretado por Glenn Strange, y en las cuales ya se hizo más que evidente la fórmula de la Universal consistente en mezclar a los monstruos clásicos de las películas de terror, hasta llegar a la degeneración de esta misma fórmula con la comedia Contra los fantasmas (Abbott and Costello Meet Frankenstein), dirigida por Charles T. Barton en 1948, y protagonizada por los cómicos Bud Abbott y Lou Costello. Tenemos que darnos cuenta, llegado a este punto, que en ese momento e incluso todavía hoy se produce la famosa confusión consistente en llamar al monstruo “Frankenstein”, olvidando que Frankenstein es el apellido de su creador, el Dr. Victor Frankenstein, a veces renombrado Henry Frankenstein en algunas de las películas. Esto se debe en parte a la enorme popularidad que tuvo Boris Karloff gracias a su extraordinaria creación del Monstruo, lo cual dio pie a una asociación incorrecta entre su personalidad cinematográfica y el apellido Frankenstein. Esto es también otro antiguo legado del teatro británico del siglo XIX, donde por ejemplo un actor de esta época llamado O. Smith, que se hizo famoso por interpretar al Monstruo de Frankenstein en los escenarios, fue bautizado con el apodo popular de “Mr. Frankenstein”.


Las películas de la Universal no fueron las últimas que el cine norteamericano hizo sobre el tema. Entre los años 50, 60 y 70 se hicieron varias producciones de bajo presupuesto, películas de serie B, con resultados por lo general muy pintorescos, pero también muy mediocres. Es el caso, por ejemplo, de I Was a Teenage Frankenstein, 1957, de Herbert L. Strock, que además de ser un desastre intenta adaptar el mito creado por Mary Shelley al “cine juvenil”, entre comillas, de la época; también hallamos Frankenstein 70 (Frankenstein 1970), de 1958, dirigida por Howard W. Koch, que al menos ofrece algunas pinceladas curiosas relacionando a Frankenstein y su Monstruo con la energía atómica, y con Boris Karloff interpretando en esta ocasión al doctor; o de Frankenstein's Daughter, 1958, dirigida por Richard Cunha.


A partir de los años 60, el tema Frankenstein comenzó a degenerar rápidamente dentro del cine estadounidense de bajo presupuesto de la década, con bodrios como Frankenstein Meets the Space Monster, dirigida en 1965 por Robert Gaffney;  o incluso incursiones dentro del llamado cine nuddie, un tipo de película de bajo presupuesto y temática erótico-sexual, con desnudos pero sin sexo explícito, y a una de estas producciones fue a parar el pobre Monstruo de Frankenstein, la titulada House on Bare Mountain, dirigida por Robert L. Bare en 1962.


En los años 70, la calidad de las películas no mejora ni a tiros, como demuestra la existencia de subproductos como Drácula contra Frankenstein, de Al Adamson, realizada en 1971 (no confundir con el Drácula contra Frankenstein de Jesús Franco), aunque en esta misma década se hizo uno de los enfoques más divertidos del mito que se recuerdan junto con El jovencito Frankenstein. Me refiero a The Rocky Horror Picture Show, de Jim Sharman, realizada en 1975 y basada en la obra musical de Richard O'Brien The Rocky Horror Show, estrenada en 1973, que se convirtió en un fenómeno inusual de culto después de que su proyección en las sesiones de medianoche se convertía en un espectáculo donde el público participaba activa y espontáneamente, cantando y bailando las canciones de la película.


Mientras tanto, ¿qué había pasado en la vieja Europa? Pues algo muy interesante, pero para verlo hay que retroceder hasta la mitad de los años 50. En ese momento, una productora británica de cine de bajo presupuesto llamada Hammer Films había logrado un inusual éxito comercial a nivel internacional con una pequeña pero notable película de ciencia ficción titulada El experimento del Doctor Quatermass (Quatermass), dirigida por Val Guest en 1955. Este triunfo, que tuvo su continuidad en nuevas contribuciones de Hammer a la ciencia ficción, animó a los responsables del estudio a probar suerte con el cine de terror gótico. Y la primera prueba que hicieron, después de adquirir los derechos cinematográficos sobre Frankenstein que estaban en manos de la Universal, fue una película titulada La maldición de Frankenstein, (Curse of Frankenstein), dirigida en 1957 por uno de los mejores directores de la historia del cine: el británico Terence Fisher. El éxito mundial de La maldición de Frankenstein convirtió a Hammer Films, hasta principios de los años 70, en la productora especializada en cine fantástico más importante de su tiempo, como demostró con sus nuevas y brillantes versiones de mitos del género como el conde Drácula, el hombre lobo, la momia o el Fantasma de la Ópera, la mayoría de ellas realizadas, no por casualidad, por el mencionado Terence Fisher.


La maldición de Frankenstein supuso un cambio fundamental en el enfoque realizado por el cine sobre la novela de Mary Shelley. Si, hasta ese momento, el Monstruo, o la Criatura como también se la llama, era el eje fundamental de las producciones norteamericanas, la versión de Fisher recupera el peso del personaje del Dr. Frankenstein, aquí llamado Barón Frankenstein, el cual se beneficia extraordinariamente del trabajo de su intérprete, uno de los mejores actores de la historia del cine: el británico Peter Cushing. Y, aunque es verdad que ni La maldición de Frankenstein ni las películas posteriores que produjo Hammer sobre el mito tampoco son fieles al libro de Shelley, no es menos cierto que el ciclo Hammer sobre Frankenstein es, a día de hoy, la exploración más profunda hecha por el cine sobre los temas planteados en el libro y la versión más cercana al espíritu de las ideas de Shelley. Por lo tanto, el ciclo Frankenstein de Hammer Films se caracteriza por la personalidad que supo imprimir Peter Cushing al personaje del Barón Frankenstein, y también por la inteligencia de los guiones: La maldición de Frankenstein fue escrita por Jimmy Sangster, quien más tarde firmó el guion de una de las mejores películas fantásticas de todos los tiempos: la versión de Drácula dirigida en 1958, también, por Terence Fisher. Pero todo esto, a pesar de ser notable, no tendría el peso específico que tiene si no fuera por el gran trabajo de Fisher, cineasta con una extraordinaria capacidad que supo convertir todos sus enfoques sobre los clásicos mitos del terror hechos para Hammer en sinfonías macabras caracterizadas por un uso dramático del color, el sentido de la profundidad de los encuadres y un concepto dinámico de la composición visual. 


Fisher dirigió un total de cinco películas del ciclo Frankenstein. La maldición de Frankenstein, en 1957; Revenge of Frankenstein, en 1958; Frankenstein Created Woman, de 1966; El cerebro de Frankenstein, de 1969; y Frankenstein and the Monster from Hell, de 1973, película que cerró, prematuramente, la carrera de Fisher como director. Todas ellos ofrecen un magnífico retrato del Barón Frankenstein; en La maldición..., Frankenstein en un noble arrogante y ambicioso que está convencido de su superioridad intelectual y de que su propósito de crear al monstruo –monstruo, por cierto, interpretado por el luego famoso intérprete del Drácula de Hammer, Christopher Lee–, se erige, como digo, en un objetivo ante el cual no se detendrá ante nada y ante nadie, aunque ello suponga violar la moral y la ética de su tiempo; en Revenge..., Frankenstein continúa con ese empeño, y lo lleva lo más lejos posible, ya que al final el Barón se convierte en su propio monstruo, cuando un ayudante lo resucita de entre los muertos trasplantando su cerebro a otro cuerpo; en Frankenstein Created Woman, el Barón fabrica un monstruo muy especial, una mujer muerta que se suicidó, y a la que ha resucitado colocándole el cerebro de su amante asesinado, el cual usará ahora el cuerpo de su amada para vengarse de los hombres que les llevaron a la muerte a ambos; en El cerebro de Frankenstein, el Barón es un personaje furioso y violento que reacciona con crueldad y contundencia contra la ciencia de su tiempo, a la que considera mediocre porque es incapaz de entender la audacia de su experimento y la innovación que implica; y en Frankenstein and the Monster from Hell, el Barón trabaja en secreto en un manicomio, que se convierte en un reflejo macabro y grotesco del mundo y de la sociedad a los cuales el protagonista se enfrenta.


Hammer FIlms hizo un par más de películas de Frankenstein no dirigidas por Fisher, y que, aunque inferiores, también son muy interesantes: Evil of Frankenstein, dirigida por Freddie Francis en 1964, asimismo con Cushing como el Barón, y que tiene la curiosa peculiaridad de que recupera, en parte, la estética del Monstruo de la Universal; y El horror de Frankenstein, de 1970, dirigida por Jimmy Sangster y con el actor Ralph Bates encarnando a un nuevo y más joven doctor Frankenstein, en una película de un humor negro muy notable.


En los años 60 y 70, el mito de Frankenstein dio pie a producciones de todo tipo en todo el mundo, a menudo tan exóticas con la japonesa Furakenshutain tai chitei kaijû Baragon/ Frankenstein Conquers the World, dirigida por Ishiro Honda en 1965, y que cuenta con un  monstruo de Frankenstein de colosales proporciones, característico del subgénero japonés de monstruos gigantes, el kaiju eiga. (No olvidemos que Honda fue el director de la famosa primera película sobre Godzilla, conocida en España como Japón bajo el terror del monstruo). En Italia, sin ir tan lejos, se hicieron varias producciones sobre Frankenstein, la mayoría de ellas bastante deplorables, aunque hay que mencionar, como curiosidad, Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein), de 1973, dirigida a medias (no hay mucha unanimidad al respecto) por el estadounidense Paul Morrissey y el italiano Antonio Margheriti, y que dentro de sus discretos resultados destaca, en primer lugar, por el uso de 3D, y segundo, por su extraña estética, en un conjunto que se caracteriza por su frialdad pero que, por esa misma razón, resulta moderadamente atractiva.


Entre los años 70 y 90, ha habido varios títulos que de una manera u otra han intentado, por un lado, respetar la tradición cinematográfica del mito, y por otro, intentar aproximaciones lo más personales posible. El primero de ellos, ya mencionado, es la famosa parodia de Mel Brooks El jovencito Frankenstein, de 1974. Hay que decir que, aun tratándose de una parodia, y muy divertida, la película de Brooks demuestra un gran conocimiento sobre el mito y todos sus tratamientos cinematográficos anteriores. La película fue rodada imitando la estética de las viejas películas del Universal, de ahí que fuera filmada en blanco y negro, y el argumento viene a ser una nueva versión de La sombra de Frankenstein, de Rowland V. Lee, de la que recuperó el personaje del hijo del doctor Frankenstein, interpretado aquí por Gene Wilder, así como el del jorobado Igor, que interpreta un memorable Marty Feldman, y la parodia de la secuencia del ciego de la cabaña de La novia de Frankenstein, solo que aquí el ciego, que interpreta Gene Hackman, se lo hace pasar horriblemente mal al monstruo, que encarna un no menos magnífico Peter Boyle.


De 1976 es Victor Frankenstein (ídem), una rara coproducción británico-sueca dirigida por Calvin Floyd, con Leon Vitali interpretando al doctor y Per Oscarsson como la Criatura, que fue publicitada como la más fiel a la novela de Mary Shelley que se había hecho. Lo mismo se dijo de una miniserie de televisión dirigida por Jack Smight en 1973, Frankenstein: The True Story, de tres horas de duración, y que fue estrenada en los cines de España en una versión abreviada con el título de La verdadera historia de Frankenstein. Lo cierto es que Victor Frankenstein también es tan solo relativamente fiel al libro de la Shelley, y aunque sus resultados son interesantes, vuelve a demostrar la gran dificultad existente a la hora de adaptar la novela tal cual es.


Muy curiosa es La prometida, dirigida en 1985 por Franc Roddam, y con Sting interpretando al doctor Frankenstein. Su curiosidad, como digo, reside en que esta película es, más o menos, una especie de remake de La novia de Frankenstein, ya que empieza con el Monstruo, interpretado por Clancy Brown, ya creado, y justo en el momento en que el doctor está construyendo a su novia, que interpreta Jennifer Bels, la protagonista de la famosa Flashdance.  No es necesario decir que la creación femenina del doctor es tan bella que este decide quedársela para sí, y al Monstruo, que lo zurzan... Bromas aparte, La prometida hace alarde de una atmósfera atractiva, entre romántica y decadente, de lo que resulta una película a la que vale la pena dedicar un recuerdo.


En 1990, el veterano productor y director estadounidense Roger Corman dirigió por sorpresa la película con la que retiró del cine como realizador. Estamos hablando de Frankenstein Unbound, que en España ha circulado en formato doméstico como La resurrección de Frankenstein. Como su título original sugiere, Frankenstein Unbound no es una adaptación de la novela de Shelley, sino de un excelente libro del escritor de ciencia ficción Brian Aldiss titulado precisamente Frankenstein desencadenado. Sin embargo, pese a sus simpáticos resultados, la película de Corman desaprovecha en gran medida la novela de Aldiss, que es muy superior a la película, y no se toma la molestia de desarrollar ideas tan interesantes como la un viajero del tiempo, interpretado en la película por John Hurt, que viaja al pasado y descubre que la novela de Mary Shelley, aquí interpretada por Bridget Fonda, no es un libro de ficción, sino una obra basada en hechos reales, y que el Dr. Frankenstein, que interpreta Raúl Julia, y el Monstruo, encarnado por Nick Brimble, existieron realmente...


En 1994, y con ganas de aprovechar al máximo el éxito alcanzado con su película de 1992 Drácula de Bram Stoker, Francis Ford Coppola produjo un remake de la novela de Mary Shelley explícitamente titulado Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein). Dirigida por el cineasta irlandés Kenneth Branagh, en ese momento famoso por sus brillantes adaptaciones de obras de William Shakespeare, como Enrique V o Mucho ruido y pocas nueces, el propio Branagh asumió el papel del doctor, mientras que el Monstruo no era otro que Robert De Niro. Muy discutida en el momento de su estreno, Frankenstein de Mary Shelley decepcionó a los fans de las películas de terror porque se encontraron ante un producto que no estaba concebido para ser aterrador, sino que más bien pretendía ser un melodrama gótico suntuoso, filmado de una manera muy operística y que recalca el gusto de Branagh por hacer películas donde el cine y el teatro convergen en un estilo que podría llamarse, precisamente, cine-teatro, es decir, un cine que utiliza de manera cinematográficamente recursos formales y características estilísticas sacadas del teatro. Solo es necesario ver, sin ir más lejos, su reciente versión de Asesinato en el Orient Express. Aunque también se promocionó como la versión más fiel al libro de Shelley, y si bien se toma algunas libertades, Frankenstein de Mary Shelley es un inesperado homenaje a la novela original y está lleno de sutiles referencias a la historia personal de la escritora.


Desde el año 2000 hasta ahora, el Dr. Frankenstein y su criatura no han dejado de aparecer regularmente en el cine. Desafortunadamente, y salvo excepciones, ambos personajes se han convertido, más que nunca, en iconos pop posmodernos, lo que explicaría, tal vez, que haya habido intentos de llevar el mito creado por Shelley a formas populares de expresión como los cómics, y que estas versiones posmodernas han dado paso a sus apariciones en películas como Van Helsing (ídem), dirigida por Stephen Sommers en 2004, donde el Monstruo, que interpreta Shuler Hensley, forma parte de una especie de  cómic gigantesco pero insustancial; o como Yo, Frankenstein (I, Frankenstein), dirigida en 2014 por Stuart Bettie, donde el Monstruo, interpretado por Aaron Eckhart, es, directamente, una especie de superhéroe.


Esto no significa que no se hayan hecho algunas contribuciones valiosas al mito. Está, por ejemplo, el muy interesante Frankenstein (ídem) dirigido por Bernard Rose en 2015, una pequeña producción independiente que ambienta la novela de Mary Shelley en la actualidad, en la cual el Monstruo, que interpreta Xavier Samuel, se llama Adam, “Adán”, como el primer hombre, y es descrito como un marginal que ha sobrevivido en la calle como puede, convertido en un sintecho. En cierto sentido, podríamos decir que el mito de Frankenstein también es ahora mismo como un “sintecho” en el cine de hoy, esperando a que alguien le dé comida y cobijo, es decir, alguien que lo resucite apropiadamente. Tampoco podemos olvidarnos del interesante Victor Frankenstein (ídem) dirigido por Paul McGuigan también en 2015, con James McAvoy como el doctor y un inusual Daniel Radcliffe como Igor, su ayudante; esta vez, la historia se cuenta desde el punto de vista de Igor, lo cual introduce una perspectiva fresca y renovada a esta historia clásica, en la que incluso el Monstruo es aquí muy secundario (2). También ha habido contribuciones interesantes al mito hechas para la televisión, pero este es un tema tan largo como las adaptaciones para el cine y daría pie para otra conferencia. Sin embargo, está muy claro que los mitos clásicos de la literatura y el cine no desaparecen fácilmente; que los mitos, como dijo Italo Calvino, son siempre modernos, siempre frescos, siempre vivos, y no se agotan con una versión, y otra, y otra... El futuro, sin duda, nos traerá nuevas perspectivas sobre esa novela inagotable que es Frankenstein, o el moderno Prometeo. En su libro Frankenstein desencadenado, Brian Aldiss lo expresó mejor que nadie, en un momento en que el propio Monstruo de Frankenstein explica que nunca morirá, porque, aunque logren destruirlo, la misma humanidad que ha acabado con él llevará a cabo renovados esfuerzos para resucitarlo, ya que, una vez que ha sido desencadenado, el Monstruo de Frankenstein, el monstruo del progreso tecnológico, ya no puede volver a ser encadenado. Muchas gracias.

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2016/05/extrana-amistad-victor-frankenstein-de.html

viernes, 27 de marzo de 2020

La danza del sexo y de la muerte: “LUNAS DE HIEL”, de ROMAN POLANSKI



Lunas de hiel (Biiter Moon, 1992) no solo no me gustó la primera vez que la vi en el momento de su estreno, sino que tampoco dudé a la hora de encuadrarla junto con la para mí peor obra de su autor, Roman Polanski: ¿Qué? (Che?, 1972). Naturalmente, y dado el tiempo transcurrido desde su estreno en España, ahora mismo sería incapaz de rememorar con toda exactitud cuáles fueron los pensamientos y sensaciones que me llevaron a renegar de esta película, mas sí puedo recordar que mi rechazo se debió principalmente a su contraste con la lectura de la interesante novela de Pascal Bruckner, Luna amarga, en la cual se basa y que había leído con entusiasmo poco antes de ver el film. Ni que decir tiene que los casi treinta años transcurridos han afectado, asimismo, a mi recuerdo de dicha novela, dado que tampoco la he releído. Pero, hechas estas precisiones, creo que a pesar de ello estoy en condiciones de comprender y matizar el porqué de mi rechazo inicial hacia el film de Polanski y el porqué aquélla ha dejado paso actualmente a un considerable interés; o, dicho de otra manera, que la revisión de Lunas de hiel me ha hecho reconsiderarla bajo un prisma mucho más positivo.


Luna amarga, de Pascal Bruckner, es en cierto sentido una novela “de tesis” que describe, con todo lujo de detalles, el proceso de destrucción de una pareja de amantes por la vía del sexo. No se vea en ello un discurso moralista y reaccionario sobre la sexualidad sino, por el contrario, una sórdida digresión sobre la naturaleza humana, construida en torno a la relación que se establece entre Oscar, un aspirante a escritor de nacionalidad norteamericana que vive desde hace años en París intentando labrarse un futuro con la literatura, y Mimi, una francesa mucho más joven que él y que trabaja como bailarina y camarera. Lo que empieza siendo un romance, digamos, “puro” entre un hombre y una mujer que se atraen el uno al otro con una fuerza casi magnética, va degenerando a medida que ese primer fuego sexual se va apagando, consumido bajo el peso de la rutina y de lo ya conocido, para ir dejando paso a una vorágine sexual marcada por prácticas, sigamos diciendo, “anormales” como el masoquismo y la coprofagia. Narrada en primera persona por el personaje de Oscar, Luna amarga hace honor a su título proporcionando, mediante una prosa muy depurada, un áspero dibujo del ser humano, dando como resultado un relato marcado principalmente por dos tonalidades: la intimidad y la subjetividad.


En cambio, la película de Polanski, quien firma el guion en colaboración con Gérard Brach y John Brownjohn, y a pesar de que respeta el planteamiento íntimo y subjetivo de la novela, de manera que recoge la narración en sucesivos flashbacks que el personaje de Oscar (Peter Coyote) le relata al de Nigel (Hugh Grant) sobre su relación con Mimi (Emmanuelle Seigner), por otro lado, no respeta esas mismas tonalidades, resultando por comparación fría y cruel. Y puede que fuera ese mismo contraste entre la intimidad y subjetividad del libro y la frialdad y crueldad de la lectura llevada a cabo por Polanski lo que provocara más de un rechazo hacia Lunas de hiel, incluido el mío propio.


Estoy hablando de tonalidades. El cine de Polanski suele identificarse sobre todo por un determinado tono: una mezcla de ironía y humor negro, de distanciamiento y refinamiento estético, que da como resultado una obra a medio camino entre lo abstracto y lo grotesco. Y si, por ceñirnos a los ejemplos más famosos de su filmografía, la mirada de Polanski suele caracterizarse por su concepción cruel y sin miramientos de las debilidades del ser humano, tanto da que las mismas se enmarquen, hablando en términos muy generales, dentro de géneros o temáticas fácilmente reconocibles como el fantástico –Repulsión (Repulsion, 1965), El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967), La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), La novena puerta (The Ninth Gate, 1999)–, el thriller y/ o el cine negro –Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), Chinatown (ídem, 1974), Frenético (Frantic, 1988), El escritor (The Ghost Writer, 2010) (1), Basada en hechos reales (D’après une histoire vraie, 2017) (2)–, la comedia –Piratas (Pirates, 1986)–, el melodrama –Tess (ídem, 1979), El pianista (The Pianist, 2002)–, las adaptaciones de obras de teatro –La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994), Un dios salvaje (Carnage, 2011), La Venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013)– o de clásicos de la literatura –Oliver Twist (ídem, 2005)–, o el drama histórico –El oficial y el espía (J’accuse, 2019)–, está muy claro que Lunas de hiel no constituye ni mucho menos una excepción. Ello explica, asimismo, que la tonalidad elegida por Polanski redunde en detrimento de aquello que buena parte del público esperaba encontrar en Lunas de hiel a causa de una engañosa estrategia publicitaria: el erotismo. Bajo cierto punto de vista, no cabe imaginarse una película menos erótica que Lunas de hiel, aún estando llena de escenas cargadas de motivaciones o de sugerencias sexuales y a pesar de que el sexo y el deseo sexual sean los principales motores narrativos del relato.


Esa ausencia de calidez erótica, que todo lo más se limita a tres o cuatro apuntes, deja paso en cambio a una visualización del sexo como mero mecanismo de relación natural entre las personas, lo cual explica que muchas de sus en su momento muy celebradas escenas sexuales estén resueltas por el realizador polaco con un enorme distanciamiento. Y no me refiero solamente al hecho de que Polanski recurra en no pocas ocasiones al plano general para visualizar la actividad sexual de los personajes, o  a que eluda algunos de los fragmentos más escabrosos de la novela original en beneficio de una resolución elíptica –por ejemplo, la escena en la cual Oscar le relata a Nigel el descubrimiento de una nueva faceta de su sexualidad el día en que Mimi se orinó en su cara (sic)–, sino más bien al hecho de que, en Lunas de hiel, el sexo está definido en todo momento como algo no intrínsecamente erótico, de la misma manera que las relaciones entre los cuatro principales personajes, los ya mencionados Oscar, Mimi y Nigel, a los cuales hay que añadir a Fiona (Kristin Scott Thomas), la esposa de este último, tampoco son lo que parecen a simple vista; y no me refiero únicamente a la vieja cuestión de la falsedad de las apariencias, tan presente en el cine de Polanski como una de sus deudas implícitas con el cine de Alfred Hitchcock, sino más bien al hecho de que en Lunas de hiel, como en el grueso del cine de su autor, esas falsas apariencias encubren sórdidos secretos o calladas frustraciones: Oscar se las da de escritor, cuando lo cierto es que jamás ha conseguido publicar ni una sola de sus tres novelas inéditas, del mismo modo que Mimi siempre se define a sí misma como “bailarina” y prefiere ignorar que o bien tan solo consigue trabajo como camarera, o que Oscar la mantiene a cambio de sus favores carnales; asimismo, la flamante pareja de ingleses formada por Nigel y Fiona encubren en realidad a un matrimonio convencional, burgués y aburrido que, a la primera de cambio, juguetea con la posibilidad del adulterio, él con Mimi y ella con un galancete italiano de vía estrecha, Dado (Luca Venalli).  


En este sentido, no comparto la opinión, muy difundida en el momento del estreno de este film, de que Lunas de hiel podía verse como el proceso de seducción, degradación y casi de destrucción que una pareja “impura” –Oscar y Mimi– ejerce sobre otra “pura” –Nigel y Fiona–, por la sencilla razón de que los segundos ocultan secretos acaso no tan oscuros como los de los primeros, pero en el fondo no resultan menos infelices y desdichados que los anteriores. El encuentro entre ambas parejas se produce a bordo de un transatlántico que recorre el Mediterráneo camino de Estambul y a punto de celebrarse la nochevieja (lo cual puede verse como una especie de símbolo de la opulencia y decadencia de la clase social que viaja a bordo: no por casualidad, y en medio de una tormenta que zarandea el navío y hace vomitar a algunos comensales borrachos, Oscar grita que aquello le hace pensar en el Titanic…). Justo cuando ese encuentro tiene lugar, ambas parejas se encuentran en un punto crucial de sus relaciones: Oscar, paralítico y en silla de ruedas, es una víctima de la crueldad de Mimi, que se venga así de las humillaciones a las cuales él mismo la sometió en el pasado, y Nigel y Fiona viven lo que se conoce popularmente como la crisis del “séptimo año” de su matrimonio. De este modo, la fascinación que Nigel siente por el morboso relato íntimo de Oscar y ante la posibilidad de poder beneficiarse a la turgente Mimi (dejando así bien claro que la temperatura sexual de su relación con Fiona hace tiempo que se ha enfriado), termina derivando en un extraño juego de complicidades, de tal manera que los cuatro personajes acabarán confluyendo en el ritual erótico-mortal de Oscar y Mimi, el cual culmina con la muerte de estos dos últimos, el colofón perfecto para una relación sostenida, primero, por el sexo más enfermizo, y luego, por el odio más absoluto.


Polanski desgrana este carrusel de sexo, dolor, odio y muerte mediante una planificación, como digo, extremadamente sobria y contenida, que se sostiene, como asimismo ya he indicado, sobre la base formal del plano general y la elipsis. Ello no es obstáculo para que, en medio de ese rigor formalista (y que confiere al conjunto un exceso de rigidez, acaso ante el temor fundado del realizador de que el sexo despistara la atención del espectador, o, dicho de otra manera, que los árboles no dejaran ver el bosque), afloren algunos apuntes sofisticados que nos recuerdan el carácter un tanto surrealista del cine de su autor. Señalo, al principio del flashback en el cual Oscar rememora la primera vez que vio a Mimi en el autobús, ese magnífico primer plano de la chica, sentada en la parte trasera del vehículo y con el paisaje urbano de París circulando a sus espaldas, en un encuadre rodado de tal manera que Mimi parece “flotar” en medio de la ciudad por la cual se desplaza, una imagen que está a tono con el carácter ensoñador del recuerdo de Oscar. Ese carácter onírico reaparece, esporádicamente, en la sobreimpresión del rostro de Oscar en la ventanilla del avión de pasajeros donde Mimi ha sido introducida por el primero mediante engaños, destacando de este modo el temperamento ingenuo de la muchacha y, en cierto sentido, el final de su auténtica inocencia: cuando, en su imaginación, el rostro de su amado Oscar se desvanece de la ventanilla, en ese preciso instante “nace” la Mimi que dedicará el resto de su existencia a un único propósito: vengarse de Oscar. Similar sentimiento de extrañeza provoca la escena en la cual Oscar y Mimi descubren por primera vez las posibilidades de excitación sexual del sadomasoquismo: él se está afeitando a navaja, tal y como tiene por costumbre, y Mimi, jugando, le pide que le deje terminar de rasurarle; previsiblemente, la joven hiere levemente a Oscar en la mejilla, y entonces lame la sangre de la herida: ese pequeño dolor, y la gota de sangre de Oscar en los labios de Mimi, como si fuera una vampiresa, abre para los protagonistas una inesperada puerta a un mundo de placer y dolor.   

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/08/basada-en-hechos-reales-cloverfield.html