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martes, 31 de octubre de 2017

Crónicas vampíricas: “ENTREVISTA CON EL VAMPIRO” + “LA REINA DE LOS CONDENADOS”



Entrevista con el vampiro, de Anne Rice (o Confesiones de un vampiro, como se titulaban sus primeras ediciones españolas), no es una mala novela, pero sin lugar a dudas su calidad literaria no se encuentra a la altura de la extraordinaria popularidad que goza, sobre todo, en los Estados Unidos, donde es una intocable pieza “de culto” desde el momento mismo de su primera edición en 1976, año en el que Paramount ya llevó a cabo un primer intento de adaptación cinematográfica que contaba con guion de Frank DeFelitta y cuyos protagonistas iban a ser nada menos que Mick Jagger (Louis), David Bowie (Lestat), Jon Voight y Peter O’ Toole, bajo la dirección del británico Nicolas Roeg. Paradojas del mundo del cine, otro realizador procedente de las islas británicas, el irlandés Neil Jordan, acabaría haciéndose cargo de Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, 1994), ambiciosa superproducción de Warner Bros. en la que el autor de Mona Lisa tuvo que lidiar con no pocas dificultades y cortapisas, la primera de ellas la discutible calidad del libro de Rice que el cineasta debía respetar al máximo, de cara a no defraudar a sus numerosísimos admiradores. Aunque el guion de la película figura escrito por Rice, lo cierto es que el mismo fue obra de Jordan. Según parece, la escritora había hecho un par de guiones de cara a una adaptación cinematográfica de Entrevista con el vampiro sobre los cuales el productor David Geffen y Jordan empezaron a trabajar, a pesar de que no les gustaban. “Los guiones de Anne Rice no son satisfactorios, no resultan cinematográficos –declararía Jordan–. Creo que no ha debido escribir anteriormente muchos guiones y esa inexperiencia se nota porque resultan extremadamente teatrales”. Jordan escribió en solitario un tercer guion que sería el definitivo. Sin embargo, Rice logró salir beneficiada de la decisión arbitral adoptada al respecto por la Writers Guild of America, porque Jordan no pudo demostrar que había reescrito al menos dos tercios de un guion ya existente para tener derecho a su propio crédito como guionista.  


Por suerte, su lectura de Entrevista con el vampiro es en muchos sentidos superior a la novela de Rice en la que se inspira: allí donde la escritora ofrece una visión lánguida y existencial sobre la tragedia de unos seres que sufren la inmortalidad más como una condena que como una bendición, Jordan prefiere en cambio adentrarse en el mundo de los vampiros con una mezcla de fascinación y de malsana curiosidad hacia el entorno recargado y decadente por el que se mueven sus insólitos personajes. El resultado es una película que, por encima de sus (inevitables) servidumbres de superproducción hollywoodiense, en ocasiones parece hecha en contra de esas mismas cortapisas, e incluso contra las convenciones del género en el que se inscribe, logrando transformar en virtudes aquello que, en manos menos habilidosas, podrían haberse convertido fácilmente en defectos. No es ningún secreto para nadie que la presencia de Tom Cruise es una concesión a la comercialidad, algo que se hace patente sobre todo en las escenas finales, ausentes en la novela de Rice y añadidas aquí para darle un poco más de cancha a su estrella protagonista (las cuales, a pesar de su carácter de pegote, no dejan de tener cierta gracia: Lestat ataca al entrevistador –Christian Slater–, toma el volante de su descapotable y escucha por la radio una versión de Sympathy for the Devil, de los Rolling Stones, versionada por los Guns’n’Roses). Mas a pesar de que el famoso astro resulta completamente inadecuado para el personaje del hedonista vampiro Lestat (Rice confesaría que, cuando escribía su novela, siempre había imaginado a Rutger Hauer como el intérprete idóneo para Lestat), no es menos cierto que su labor interpretativa se revela por momentos esforzada y no exenta de sentido del riesgo. Por otro lado, Cruise cuenta con el apoyo de la buena labor de sus compañeros de reparto, desde el siempre efectivo Stephen Rea como el rencoroso no-muerto Santiago a la brillante performance, sorprendentemente madura, de la pequeña Kirsten Dunst como Claudia, la vampiresa atrapada en un cuerpo de niña, pasando por un correcto Antonio Banderas como el vampiro cuatro veces centenario Armand y, contra todo pronóstico, un Brad Pitt más entonado que de costumbre como el vampiro con remordimientos de conciencia Louis, de hecho el auténtico protagonista de relato.


También es verdad que, en ocasiones, Jordan se recrea en la exhibición de los lujosos escenarios creados por Dante Ferretti (la decoración pretende apabullar, y lo consigue), pero también sabe extraer el necesario partido de los mismos, enfocándolos a la consecución de un clima entre malsano y cotidiano. Hay que anotar al respecto los excelentes travellings con que se abre el film: el aéreo que desciende sobre un plano general nocturno del puerto de San Francisco, y el que le sigue a continuación, recorriendo a ras del suelo la fauna de borrachos, vagabundos y marginados urbanos que llenan las calles hasta detenerse en la fachada del edificio por cuya ventana se asoma… un vampiro: Louis (una ingeniosa manera de contraponer, por un lado, los “horrores” cotidianos de una gran ciudad y, por otro, los “horrores” sobrenaturales que esa misma gran ciudad también puede cobijar). Asimismo, merece una mención la resolución del viaje de Louis y Claudia por Europa a través de una elipsis visual –que parece inspirada en el Scorsese de La edad de la inocencia– en base a los tenebrosos dibujos que hace la pequeña vampiresa. En particular, la concepción del decorado del Teatro de los Vampiros de París, que enlaza coherentemente con la manera como los no-muertos gobernados por Armand disimulan su condición a los ojos del mundo, escenificando un espectáculo macabro que se diría inspirado en los auténticos shows macabros que se celebraban en el Teatro del Grand Guignol parisino en la época retratada en la película de Jordan, y gracias a los cuales se acuñaría la expresión “granguiñolesco”. 


Finalmente, hay momentos en que Entrevista con el vampiro parece ir en contra de muchas de las convenciones del cine de terror: la película no pretende “asustar” en primera instancia, sino más bien ofrecerse ante el espectador como un lujoso paseo por un mundo oscuro, tenebroso y decadente, descrito en ocasiones con buenas pinceladas de humor negro (véanse algunas de las escenas protagonizadas por Lestat, Louis y Claudia, sorprendidos en actitudes cotidianas marcadas, irónicamente, por su condición de vampiros: las muertes de la sastra o del profesor de piano; el cadáver de una mujer que, como un perverso juguete roto, esconde Claudia en el armario). Eso no significa, por descontado, que cuando conviene el film no sepa “asustar”, recordándonos que a fin de cuentas estamos presenciando una especie de cuento cruel sobre bebedores de sangre y seres inmortales que viven para asesinar y asesinan para vivir, y que forman “familias” disfuncionales o se agrupan en torno a inquietantes compañías de teatro: ahí están secuencias concebidas a modo de verdaderas sinfonías del horror, como la pelea de Lestat contra Louis y Claudia después de que estos últimos hayan intentado envenenarle (con esa memorable aparición del putrefacto Lestat tocando el piano), o el extraordinario momento en que Louis es encerrado en un ataúd de hierro mientras Claudia y Madeleine (Domiziana Giordano) son condenadas a morir abrasadas por la luz solar: el momento en que Louis descubre los cadáveres calcinados de Claudia y Madeleine, los cuales se deshacen apenas los roza, es una de las imágenes más bellas legadas por el cine fantástico de estos últimos años. Entrevista con el vampiro es una película que va ganando con el paso del tiempo, más allá de las estériles polémicas que envolvieron su preparación.


La reina de los condenados (Queen of the Damned, 2002) es una de esas secuelas que, ya desde el momento mismo del anuncio de su realización, vinieron marcadas bajo el estigma de cierta “maldición” que las convertía, automáticamente y antes siquiera de que nadie la hubiese visto, en una-mala-película. De entrada, La reina de los condenados nacía a modo de continuación “pobre” de Entrevista con el vampiro, sustituyendo al prestigioso director de la primera entrega, Neil Jordan, por el discreto y apenas desconocido realizador australiano Michael Rymer, de quien tan solo se había estrenado en España un thriller correcto pero olvidable, Juego de confidencias. Para colmo de males, la gran estrella de Entrevista con el vampiro, Tom Cruise, se negaba a repetir el papel de Lestat, el cual corría a cargo ahora de un intérprete mucho menos popular, el irlandés Stuart Townsend, y ello a pesar de que el aspecto físico de este último se aproxima todavía más al del Lestat literario que el del inadecuado Cruise. En definitiva, se trataba de una secuela hecha con menos dinero (alrededor de 35 millones de dólares, poco más de la mitad de los entre 50 y 60 millones que costó Entrevista con el vampiro), que al final se saldó con unos modestos resultados en taquilla (poco más de 30 millones recaudados solo en cines estadounidenses). Por si fuera poco, ni siquiera se trataba de una adaptación fiel de la novela homónima de Anne Rice, sino que tomaba prestadas ideas de los dos siguientes volúmenes de las Crónicas Vampíricas publicados a continuación de Entrevista con el vampiro: Lestat, el vampiro y La reina de los condenados. De hecho, en sus títulos de crédito figura únicamente como “basada en las Crónicas Vampíricas de Anne Rice”.


La sorpresa reside en que, a pesar de todos esos malos indicios, La reina de los condenados no solo no es una mala película sino, por el contrario, un film interesante que, si bien es cierto que no acaba de apurar todas sus posibilidades, dejándose en el tintero no pocas sugerencias que hubiesen merecido un mejor desarrollo y mayor profundización, al final se revela una aportación al cine de vampiros harto estimable y a ratos notable. La primera nota positiva la proporciona la forma como resuelve una de las ideas heredadas de la novela de Rice Lestat, el vampiro: la posibilidad de que el no-muerto protagonista acabe pasando desapercibido en nuestro mundo convirtiéndose en… ¡estrella de rock! ¿En qué otro ámbito podría un vampiro ser aceptado casi “normalmente” dentro de la sociedad contemporánea? Contra todo pronóstico, el proceso que convierte a Lestat en rockero está hábilmente resuelto mediante elegantes elipsis e incluso acaba teniendo cierta gracia: el Lestat de La reina de los condenados acaba siendo así el primer vampiro de estética goth de la historia del cine. Otro detalle divertido: el videoclip del grupo de rock gótico liderado por Lestat, que ilustra los títulos de crédito de la película, es en blanco y negro e imita la estética expresionista de El gabinete del Dr. Caligari.


Pero, a un nivel más profundo, la música acaba jugando un papel importante en el desarrollo del film. La primera vez que vemos a Lestat, tras haberse levantado de la tumba donde ha estado reposando durante los últimos años (lo cual encaja poco más o menos con el final propuesto por Neil Jordan en Entrevista con el vampiro), lleva consigo un violín, instrumento musical tradicionalmente vinculado, no por casualidad, con el Diablo: Sympathy for the Devil, recordemos, era la canción de los Rolling Stones que cerraba Entrevista con el vampiro. El detalle del violín juega un papel dramático relevante, dado que establece un vínculo afectivo entre Lestat y la raza humana: en el flashback que reconstruye su conversión en no-muerto a manos del “vampiro antiguo” Marius (Vincent Perez), vemos a Lestat confraternizando con una joven gitana en la playa mientras ambos interpretan una pieza musical al violín. Más adelante, el rock gótico de Lestat le sirve tanto para embelesar a los humanos (circunstancia que el vampiro aprovecha para alimentarse de la sangre de las groupies que acuden solícitas a su mansión sin tener ni idea de lo que les espera), como para captar la atención de los vampiros, a los que desafía para que salgan de su anonimato como ha hecho él. Pero las canciones de Lestat también advierten de su presencia a alguien especial: Jessica Reeves (Marguerite Moreau), una muchacha que trabaja para una organización con sede en Londres que se dedica al estudio de los fenómenos paranormales, entre ellos el de los vampiros (la escena en la que Jessica percibe la naturaleza “vampírica” de la música de Lestat es excelente: la joven estudia unos documentos mientras que, al fondo del plano, un aparato de televisión emite el videoclip de Lestat; de repente, el volumen de la canción sube, sin que Jessica haya tocado el aparato, como si esa música de repente penetrara profundamente en su mente). En uno de los momentos culminantes de la función, durante el concierto de rock ofrecido por Lestat en el Valle de la Muerte que se ve interrumpido por el ataque de una horda de vampiros sedientos de venganza, el público grita enfervorizado, ajeno a la auténtica batalla de no-muertos que se está desarrollando en el escenario.


Otro aspecto interesante, que el film tan solo desarrolla a medias, reside en el personaje de Jessica, esa joven que siendo niña perdió a sus padres (humanos) y acabó siendo adoptada y educada en sus primeros años de existencia por su tía Maharet (Lena Olin), una vampiresa que tiene el árbol genealógico de su familia grabado en su mansión y que explica que, para un vampiro, una manera de soportar el peso de la inmortalidad consiste en mantener y cuidar a una familia humana, como ha hecho ella con Jessica. La lástima es que, en contrapartida, no se profundice en el carácter de esta última: está claro que el hecho de haber sido educada por una vampiresa y sus amigos no-muertos es lo que explica que al llegar a adulta Jessica se dedique al estudio de los vampiros, pero la película no ahonda en la cuestión de que también quiera convertirse en una no-muerta, algo que dentro del género fantástico ya se había planteado en títulos como Son of Dracula (Robert Siodmak, 1943): Jessica parece demasiado normal como para querer engrosar las filas de los inmortales bebedores de sangre. A pesar de ello, esta cuestión da pie a otro momento excelente: la escena en la que Lestat, a fin de hacerle desistir a Jessica de su decisión de “vampirizarse”, la obliga a mirar cómo asesina cruel y dolorosamente a otra muchacha.


Por otra parte, todo lo relacionado con la “reina de los condenados” del título, la vampiresa milenaria Akasha, que corre a cargo de la malograda cantante y actriz Aaliyah (en el que fue su segundo y último trabajo para el cine, antes de morir prematuramente en un accidente de aviación a los 22 años de edad), resulta en contraposición menos interesante, quizá a falta de un mayor desarrollo: Akasha es una no-muerta cuya antigüedad se remonta a la época de los egipcios y sus poderes son superiores a los de cualquier otro vampiro, pero su presencia acaba siendo una excusa para crear un conflicto en relación con Lestat que, de otro modo, no tendría un rival a su altura. A pesar de ello, las escenas relacionadas con Akasha están resueltas de forma afortunada: los primeros síntomas de su resurrección, por mediación de un mordisco de Lestat en la muñeca, cuando todavía es una especie de estatua de mármol; en particular, la matanza de vampiros que provoca en el pub londinense donde suelen reunirse los no-muertos, que culmina con esa bella imagen de Akasha surgiendo intacta de entre las llamas del incendio que ella misma ha provocado (en una estampa que hace pensar en Ayesha, la famosa “diosa del fuego” surgida de la pluma de H. Rider Haggard, el creador del aventurero Allan Quatermain). En su conjunto, y a pesar de ciertas irregularidades (esas escenas oníricas, a lo videoclip, en las que Lestat ve en sus alucinaciones a Akasha y su reino de terror, las cuales parecen un tributo a la imagen “musical” de Aaliyah), La reina de los condenados acaba siendo un film sugerente y bien filmado: el plano final, con Lestat y la vampirizada Jessica paseando por el puente de Londres con la cámara a sus espaldas, mientras a su alrededor la imagen se acelera para sugerir el paso del tiempo y la imperturbabilidad de los vampiros ante el mismo, resulta memorable.  

¡¡FELIZ HALLOWEEN!!


lunes, 30 de octubre de 2017

Futuro imperfecto: “BLADE RUNNER 2049”, de DENIS VILLENEUVE



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Los puntos de conexión entre Blade Runner 2049 (ídem, 2017) y Blade Runner (ídem, 1982) son evidentes. La película dirigida por Denis Villeneuve y producida por Ridley Scott desarrolla y en algunos casos complementa muchas de las ideas y sugerencias del film original realizado por Scott aprovechando, de paso, apuntes que parecen sacados de la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, inspiración de la primera película. Blade Runner transcurría, recordemos, en el Los Ángeles del año 2019; su secuela, como su propio título indica, treinta años después. El dato no es ocioso: en esas tres décadas los replicantes han evolucionado, dejando de ser los esclavos sediciosos de antaño para convertirse en fieles servidores del sistema de represión social. Ahora hay replicantes que trabajan –o son forzados a trabajar– como cazadores de otros replicantes: como blade runners. Uno de ellos es el protagonista de este film: el agente K, a cargo del lacónico –que no mal actor– Ryan Gosling. Esto último, que nadie se asuste, no es la sorpresa final de la película; antes al contrario, se revela en la primera –y excelente– secuencia en la que K “retira”, a golpe de pistola, a un replicante rebelde, Sapper Morton (Dave Bautista), no sin antes enzarzarse en una brutal pelea cuerpo a cuerpo con este último: es evidente que los golpes que recibe K por parte de su fornido rival son necesariamente mortales para cualquier ser humano normal y corriente, pero no para un replicante de fortaleza sobrehumana. Que el nuevo blade runner sea de entrada un replicante puede entenderse como un guiño a la vieja teoría, abonada por el propio Scott, de que el protagonista de la primera película y estrella invitada de esta segunda, el blade runner Rick Deckard (Harrison Ford) también era, en realidad, un replicante.


Treinta años después, la opinión que las personas tienen acerca de los replicantes no ha mejorado. K recibe los insultos de los vecinos del bloque de apartamentos donde vive, quienes entre otras cosas le llaman –como en la primera película– “pellejudo”. Pero, a diferencia de Deckard, K no vive solo, aunque lo que tiene en su casa es una especie de simulacro de compañía: una chica llamada Joi (Ana de Armas), que no es sino una inteligencia artificial que proyecta un holograma tridimensional y a la que, en un momento dado, K le añade una actualización que permite a la muchacha “experimentar” algo parecido al sentido del tacto sobre su cuerpo translúcido, aunque tan solo sean las gotas de lluvia sobre su cuerpo. La idea guarda vagos ecos de la novela de Dick, en la cual Deckard no vive completamente solo, sino acompañado por una oveja sintética que espera poder cambiar más adelante por un animal más sofisticado. Por otro lado, si en el primer film teníamos a Tyrell (Joe Turkel), ese dios miope de grandes gafas de aumento incapaz de solidarizarse con los sentimientos de los replicantes a los que ha creado, en esta ocasión la divinidad humana creadora de una nueva generación de replicantes, Niander Wallace (Jared Leto), es directamente un ciego, no ya insensible sino inhumano: basta con ver qué hace con la replicante femenina (Sallie Harmsen) recién “nacida” que acaba de crear, y a la que asesina cruelmente apenas recién nacida porque no cumple con sus expectativas…


No cuesta ver en algunas secuencias de Blade Runner 2049 equivalencias más o menos directas de otras homólogas de Blade Runner. Primero están, por descontado, las referencias obvias: planos generales aéreos y panorámicas sobre el futurista Los Ángeles y, sobre todo, encuadres de edificios y calles abigarrados y llenos de neones y fantasiosas publicidades tridimensionales, que evocan la escenografía del clásico de Scott, si bien hay que decir en descargo de Villeneuve que en ningún momento abusa de esas imágenes y las resuelve con sentido de la funcionalidad. A ello hay que añadir la presencia subrepticia de personajes de la primera película que reaparecen en esta segunda, no solo Deckard, sino también el ahora agente de policía retirado Gaff (Edward James Olmos) –el cual, cómo no, sigue haciendo papiroflexia con pequeños trozos de papel– y… la replicante Rachael, eternamente joven gracias a una combinación de la voz y las expresiones de la actriz Sean Young, el cuerpo de la actriz Loren Peta y el CGI. Por no hablar de una secuencia final que guarda claras concomitancias con la muerte del replicante Batty (Rutger Hauer) en el primer film.


Otras referencias, en cambio, no son tan evidentes. Por ejemplo, las escenas en las que el agente K se somete a una especie de interrogatorio automatizado en una habitación aislada, destinado a asegurarse de que sigue siendo fiel a su cometido policial y que seguirá obedeciendo las órdenes de sus superiores sin rechistar, guardan ecos de las escenas del primer film en las cuales salía a relucir el famoso test de Voight-Kampff, para diferenciar a los replicantes de los humanos. Como prueba de ADN, conforme a la cual ha “retirado” con éxito a Morton, el replicante ilegal, K le arranca un ojo y se lo lleva a comisaría: recordemos la importancia que tenían los ojos –y, con ellos, la mirada– en el primer Blade Runner, que precisamente incluía en su secuencia de apertura un misterioso primer plano de un ojo en cuya pupila se reflejaba una panorámica aérea de la ciudad de Los Ángeles: Blade Runner 2049 principia con otro primer plano de un ojo, en este caso de K, dormido dentro del coche volador que le conduce hacia el refugio de Morton y que se abre, cuando se despierta, nada más llegar a su destino.


Lo menos interesante de Blade Runner 2049 reside en esa (previsible) devoción hacia la obra maestra de Scott, ante la cual el film de Villeneuve parece rendirse, a simple vista, sin tan siquiera presentar batalla (aunque luego veremos que eso no es del todo cierto). A ello hay que añadir el que, sin duda alguna, es el gran defecto de esta película, y lo que impide que vaya más allá de lo que inicialmente promete: su exceso de metraje. 164 minutos, créditos incluidos, son demasiados para narrar lo que el film narra, y hay muchos momentos –cf. entre ellos, el primer encuentro en el casino abandonado, que no tarda en derivar en pelea, entre K y Deckard– en los que resulta evidente que era necesario coger las tijeras y recortar. Todo eso con independencia de que el ritmo lento, a ratos moroso, de la función sea en la mayoría de las ocasiones fascinante; y aquí no me refiero solamente al inestimable apoyo que prestan a sus imágenes los valores de producción de la película, pues indudablemente los tiene –la fotografía de Roger Deakins y el diseño de producción de Dennis Gassner son extraordinarios–, sino a algo todavía más soterrado, más profundo. Me refiero a que, mal que pese, guste o no, y por más que la haya producido y probablemente supervisado de cerca, Blade Runner 2049 no es una película “de”, o tan solo “de” Ridley Scott, sino también y, sobre todo, de Denis Villeneuve, un realizador al que se le puede acusar de cualquier cosa, menos de impersonal y acomodaticio.


Es posible que, a la hora de la verdad, el director de tres de las mejores películas de estos últimos años, Enemy (ídem, 2013), Sicario (ídem, 2015) y La llegada (Arrival, 2016), haya tenido que plegarse a más condicionantes de producción de los que haya podido tener hasta la fecha –Blade Runner 2049 es un film de 150 millones de dólares–, pero lo cierto es que su película no es una mera continuación complaciente de Blade Runner, o lo es menos de lo que uno pueda esperar más allá de las concesiones y guiños mencionados líneas arriba. La verdad es que, en la práctica, no se lo pone fácil al espectador, o no tanto como pueda parecer. Está, de entrada, la ya mencionada cuestión de su extenso metraje, que corrige y aumenta una de las críticas que, no lo olvidemos, se le echaron en cara a Blade Runner cuando se estrenó en 1982: la de ser “demasiado lenta” y con “poca acción”. Desde este punto de vista, es coherente que la adaptación a los tiempos actuales llevada a cabo por Villeneuve, y sea idea suya o no, pase por reproducir y poner al día la sensación que produjo en mucha gente la película original, que ahora es venerada prácticamente sin excepción pero que en el momento de su estreno no lo fue tanto como ahora nos parece; sobre todo, maticemos, como ahora les parece a quienes la “descubrieron” muchos años después de su estreno, convertida ya –por más que fuera con merecimiento– en un objeto de culto a adorar sin cuestionárselo.


Lo dicho no obsta para que haya que reconocer que otro importante defecto de esta, a pesar de todo, interesante y a ratos apasionante película de Denis Villeneuve reside en ciertos cabos sueltos del guion que quedan, literalmente, en el aire, acaso de cara a una tercera película que, a causa del mediano éxito comercial de esta segunda, quizá ya no lleguemos a ver, si bien todavía es pronto para decirlo. Pienso, sobre todo, en lo relacionado con el personaje de Niander Wallace, que desaparece sin dejar rastro en la resolución de la trama; o lo que se refiere a la rebelión de replicantes liderados por Freysa (Hiam Abbas), hartos de la tiranía que la humanidad ejerce sobre ellos. Son defectos que, sin duda, contribuyen a estropear el resultado, aunque a mi entender no por completo.


Pese a todo, hay que decir, de entrada, que Blade Runner 2049 es bastante diferente del primer Blade Runner en lo que se refiere a su planteamiento. Ya hemos apuntado el renovado papel dado a los replicantes, convertidos como K en los nuevos blade runners encargados de “retirar” a sus hermanos cibernéticos. A ello podemos añadir la cuestión, que se plantea sobre todo aquí, de si los replicantes pueden tener algo parecido a un alma. Enigma que pivota alrededor de una de las preguntas clave de la trama: si el agente K es o no el hijo abandonado de la primera mujer replicante que ha podido dar a luz en la historia del mundo; yendo más lejos, se plantea la posibilidad de que K no sea sino el hijo “imposible” milagrosamente nacido de la unión entre Deckard y Rachael tras su huida de Los Ángeles en 2019. La identidad y las confusiones en torno a la misma, por cierto, se encuentran muy presentes en el cine de Villeneuve: recordemos de nuevo Enemy, Sicario, La llegada o Prisioneros (Prisoners, 2013).


Dicha cuestión no atañe solamente a K. Dos de los principales personajes femeninos, asimismo artificiales, le dan vueltas al asunto. Está por un lado la ya mencionada compañera holográfica de K, Joi, la cual da muestras inequívocas de estar enamorada del protagonista, y que –en la que sin duda es una de las mejores, más hermosas y fantastiques secuencias de toda la película– llega al extremo de llevar a cabo una audaz maniobra para complacer sexualmente a su compañero: solicitar los servicios de una prostituta replicante Mariette (Mackenzie Davis), a fin de superponer su imagen holográfica sobre la imagen real de esta última, y de este modo, hacer físicamente el amor con K. También está, por otra parte, la violenta ayudante replicante de Niander Wallace, Luv (Sylvia Hoeks), que aun siendo un fiel sicario de su amo no puede evitar, en ciertos momentos, derramar alguna que otra lágrima cuando algo o alguien le recuerda su condición de criatura artificial, de máquina cuyas emociones y sentimientos son –se supone– meras imitaciones, perfectas, pero imitaciones, a fin de cuentas, de los seres humanos. Luv es una esclava con mala conciencia de serlo.


Blade Runner 2049 es una de esas películas, cada vez más raras de ver, en las que cada secuencia empieza y termina en sí misma considerada, prácticamente con independencia de su pertenencia a un relato mayor. Comprendo que, bajo este punto de vista, puede interpretarse que es un film “mal contado”; no es así, sino que en realidad está tan solo contado de otra manera; y, además, este tipo de “narración fragmentada” (pero narración, a fin de cuentas), es asimismo muy característica de Villeneuve: recordemos, sin ir más lejos, el clímax dramático de Sicario centrado no en el personaje de la protagonista encarnada por Emily Blunt, sino en el interpretado por Benicio del Toro, prácticamente otra película, o “mini-película”, dentro de la película principal. Además, este tipo de narración encaja bien con la evolución del personaje de K, un blade runner replicante que, poco a poco, va poniendo en cuestión la aparente realidad de su situación personal y de su entorno, y que va viendo cómo el sentido de su existencia va cambiando paulatinamente; en cierto sentido, cada secuencia centrada en el protagonista es una experiencia de vida que empieza y termina y, por tanto, “cerrada” en sí misma considerada.


También resulta interesante el uso de la luz, del color y de las texturas a lo largo del relato, que van variando en función de determinadas necesidades narrativas y expresivas de la trama y, ¿por qué no?, en virtud de intuiciones poéticas difícilmente describibles (algo, asimismo, y de nuevo, nada raro en la filmografía de Villeneuve). La ya mencionada primera secuencia, la conversación y posterior pelea de K y Morton en la humilde vivienda de este último situada en las afueras de la ciudad, transcurre a medio camino entre la oscuridad y la penumbra, solo rotas por la escasa luz que entra por las ventanas: al principio de la trama, el agente K vive todavía en la “oscuridad” del cumplimiento del deber para el cual ha sido programado o creado. Es magnífico, en esta misma primera secuencia, el plano que muestra una pared de la casa progresivamente rota, hasta destrozarse por completo, como consecuencia de los brutales golpes y empujones que Morton asesta a K, indicativo –como ya hemos señalado– de la condición de replicante de K y, si se quiere, simbólicamente representativo de que K va a “romper”, de forma inconsciente, el misterio que rodea a su pasado.


Las calles de la ciudad por donde pasea K de regreso a su casa, cubiertas de neblina, o la terraza del bloque de apartamentos donde vive el protagonista –el mismo lugar, bajo la lluvia, en el que Joi y él vivirán un idílico momento de felicidad mientras prueban la “actualización táctil” incorporada a la chica holográfica–, van más allá de sus referencias a la estética “modelo Blade Runner” a la que se remiten, expresando, también, la soledad, el aislamiento y la tristeza de la existencia de su protagonista, odiado por los humanos porque no es humano, odiado por los replicantes porque “retira” a otros replicantes, y que ama y es amado por la única mujer en el mundo a la que nunca podrá –físicamente– poseer. En cambio, las luces claras y los colores pálidos reinan tanto en el apartamento de K como en las dependencias de la comisaría o en el despacho de la superiora del protagonista, la teniente Joshi (Robin Wright), mostrando la estética impersonal y el carácter insípido de unos espacios destinados a servir poco más que de dormitorios o para trabajos burocráticos, y por tanto escasos, cuando no carentes, de calidez humana.


Precisamente los colores cálidos salen a relucir tanto en las escenas que transcurren en el edificio donde vive y tiene su empresa el constructor de replicantes Niander Wallace, como en las secuencias que se desarrollan en el viejo casino abandonado donde K encuentra, por fin, a Deckard. Los tonos anaranjados, dorados y rojizos de muchas de esas escenas convierten a los escenarios donde transcurren en antesalas del Infierno, y no es para menos: el primero es el cubil “infernal” donde vive el despiadado Wallace, dios ciego creador y destructor de vida; el segundo, el desolado lugar donde Deckard, un excelente Harrison Ford, permanece en el exilio, literalmente expulsado por las circunstancias al “Infierno”, esto es, a un remoto rincón apartado y lejos de las teóricas comodidades del, supuesto, “Paraíso” de la gran ciudad. No es la única (soterrada) referencia bíblica que podemos hallar en Blade Runner 2049, si bien es verdad que algunas de ellas ya se encontraban apuntadas en la película original: el papel del Hombre como Creador-Dios; el replicante-Hombre que se rebela contra Dios; la referencia a la Inmaculada Concepción, cuando se dice que la teóricamente estéril replicante Rachael dio a luz a un hijo (antes de morir a manos de K, el replicante Morton, como luego sabremos uno de los testigos de ese acontecimiento, afirma: “He presenciado un milagro”). También resultan dignos de estima algunos extraños apuntes presentes en la, por lo demás, excesivamente larga secuencia del encuentro entre K y Deckard: la pelea a tiros y puñetazos entre estos últimos se produce en una oscura sala de fiestas, iluminada con focos de discoteca y coronada por un escenario sobre el cual canta y baila un holograma de Elvis Presley; más adelante, K descubrirá que Deckard tiene, dentro de una urna de cristal, otro holograma, en este caso de Frank Sinatra: vestigios de un pasado de la humanidad que tan solo parecen existir en la memoria de un paria apartado voluntariamente de la sociedad como Deckard.


Resulta coherente que, en el tránsito que recorre K entre el “Paraíso” y el “Infierno”, el protagonista pase por una especie de “Purgatorio”, que en el film es esa zona en los alrededores de la ciudad donde viven como salvajes aquellas personas (humanas) que malviven fuera del sistema y el orden social establecido: K visita una enorme fábrica en ruinas donde Mister Cotton (Lennie James) explota a un dickensiano ejército de pequeños huérfanos; la misma fábrica donde –en otro de los mejores y más intensos momentos de la película– K cobrará conciencia de que los recuerdos que tiene implantados en su cerebro artificial pueden ser reales (los recuerdos de un auténtico ser humano), y quizá, también propios (sus recuerdos). Un flashback nos ha mostrado un supuesto recuerdo de infancia de K, en el cual evoca –o cree evocar– el momento en que unos niños de esa misma fábrica intentaron quitarle el único objeto de valor que tenía, un caballito tallado en madera en cuyas patas hay grabada una fecha: “6.10.21” (la misma que K encontró grabada en el tronco de un árbol cerca de la casa del replicante Morton); el protagonista recorre ese mismo escenario, y Villeneuve filma la escena con solemne lentitud, repitiendo los encuadres utilizados en el flashback pero sustituyendo al niño por K, y culmina la secuencia con el hallazgo de ese juguete metido en el mismo escondrijo donde lo escondió el niño (es una pena que, al final, estropee un poco la secuencia cayendo en la tentación de insertar un primer plano del caballito de madera para que veamos que, en efecto, tiene grabado el “6.10-21”). Tanto da que luego sepamos que esos recuerdos no son realmente de K, y que, por tanto, él no es el supuesto hijo de Deckard y Rachael; lo interesante de esa secuencia reside en su carácter de construcción mental, algo que suele tener enorme peso específico en el cine de Villeneuve, tal y como ocurre asimismo en Enemy o La llegada, e incluso en la para mí peor película que le conozco, Incendies (ídem, 2010).


En cambio, y siguiendo con esa cadena de contrastes lumínicos y cromáticos, el film se abre a la luz, una luz blanca, cegadora, que no es sino la luz de la revelación, de la verdad, en otra de sus más bellas secuencias: la entrevista del agente K con la Dra. Ana Stelline (una espléndida Carla Juri, toda una revelación). La secuencia se abre de un modo intrigante: Ana camina en medio de lo que parece un bosque frondoso; de pronto, se abre una puerta detrás suyo, y entra K; descubrimos, entonces, que ese entorno forestal no es sino una realista imagen tridimensional que, una vez apagada, nos descubre que Ana se encuentra en realidad en una enorme habitación semicircular, y que un cristal la separa de K. El ambiente boscoso es reemplazado, como digo, por una luz blanca, estéril, que proporciona una atmósfera como de hospital a la secuencia, a tono con las peculiares características del personaje de Ana (se nos dice que vive aislada desde los ocho años como consecuencia de una especial sensibilidad a la atmósfera exterior). Separados por ese cristal, y usando un aparato similar a un microscopio, K pone a prueba las facultades por las cuales Ana es conocida, esto es, su habilidad para “leer” los recuerdos de otra persona –lo cual, por cierto, guarda ecos de los PreCogs de la extraordinaria Minority Report (ídem, 2002, Steven Spielberg)–, porque desea que la doctora verifique si su memoria ha sido implantada en su cerebro de replicante o si se trata de algo propio. Ana así lo hace, y dicha revelación le hace llorar, dado que se trata no de los recuerdos de K… sino los de ella misma: el niño (en realidad, niña) perseguido por sus crueles compañeros de desdicha en la fábrica: la niña nacida de la “imposible” unión entre un humano y una replicante: la hija de Deckard y Rachael.


Resulta asimismo notable el tratamiento un tanto crudo de las secuencias de acción: a la repetidamente mencionada pelea entre K y Morton con que se abre el film, cabe añadir otras no menos logradas, como el ataque que recibe el protagonista cuando atraviesa con su nave el espacio aéreo situado sobre la zona en la que viven los “salvajes”, su aterrizaje forzoso y la pelea cuerpo a cuerpo contra quienes le han derribado; y, en particular, dos momentos particularmente conseguidos: el ataque de las naves que irrumpen en el casino donde vive Deckard entrando por los ventanales; y la pelea a brazo partido entre K y Luv dentro de la nave en la cual Deckard está esposado, y que se va hundiendo poco a poco en el mar, arrastrada por un violento oleaje.


A lo afirmado todavía se puede añadir el brillo de determinados detalles e ideas de puesta en escena tales como el momento en el que Luv tortura a la teniente Joshi para que le indique sobre el paradero de K (Joshi se sirve un vaso de whisky, momento que Luv aprovecha para aplastar ese vaso y, de paso, la mano de la teniente, clavándole los cristales); la escena en que, camino de rescatar a Deckard, K se detiene, embelesado, a mirar con tristeza la gigantesca imagen tridimensional de una desnuda Joi (en realidad, una publicidad del programa informático que adquirió para paliar su soledad); o el magnífico, conciso, reencuentro final entre Deckard y su hija Ana, sorprendentemente breve colofón para una película, vuelvo a insistir, demasiado larga y que, en sus líneas generales, no termina de estar a la altura de lo que promete, pero que en ningún momento, repito, está exenta de interés.