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viernes, 30 de diciembre de 2022

Compendio de artes: “PINA”, de WIM WENDERS



Por más que, en el momento de su estreno, esta película de Wim Wenders –que, lo digo ya de entrada, me parece de lejos su mejor trabajo tras las cámaras de estos últimos años– fue promocionada como un documental, lo cierto es que Pina (ídem, 2011) va bastante más allá de los parámetros habituales de un género que en muchas, demasiadas ocasiones, suele relacionarse con conceptos tan escurridizos como “objetividad”, “imparcialidad”, “realidad” u –horror– “verdad”, siendo así que, en puridad de conceptos (y suponiendo, claro está, que se pueda ser “puro” con un film que, como este, es una mezcla de tantas cosas), lo que distingue a Pina es su carácter de ensayo audiovisual, en el cual se combinan cine, teatro, danza y documento gráfico.



Pina
es, por un lado, un reportaje y al mismo tiempo un homenaje a la bailarina y coreógrafa alemana Pina Bausch (1940-2009), fallecida como consecuencia de un cáncer de laringe durante la preproducción de esta película. Las notas de prensa afirman que Wenders estuvo a punto de desistir de la realización de la misma cuando se produjo el desgraciado óbito de Bausch, pero fue a insistencia de los miembros del cuerpo de bailarines de la compañía de esta última, la Tanztheater Wuppertal Pina Bausch, que terminó llevándolo a cabo. Ignoro si la muerte de Bausch varió sustancialmente el planteamiento que Wenders había concebido inicialmente, pero en cualquier caso nada de todo eso, inscribible en el terreno de lo anecdótico, desvirtúa las cualidades de Pina, la cual es, vuelvo a insistir, uno de los más interesantes ensayos de la carrera de su realizador y un ejemplo magnífico de reflexión sobre las frágiles fronteras que separan determinadas artes escénicas y fílmicas, entendidas todas ellas como mecanismos de representación de lo artístico, tan pronto como una cámara se “interpone” entre aquellas.



El planteamiento de Pina es sencillo y, al mismo tiempo, tremendamente complejo. El film no pretende ser una reconstrucción fidedigna de la vida y vicisitudes profesionales de la Bausch, sino que más bien intenta captar la esencia, el espíritu o el alma (táchese lo que no proceda) de la artista mediante una serie de representaciones de algunos de sus más celebrados montajes escénicos, en los cuales el teatro y la danza formaban una sola cosa –dicho muy rápidamente, los montajes de Bausch eran obras de teatro bailadas–, todo lo cual se va alternando con breves fragmentos de archivo de la Bausch, y cortas entrevistas con los miembros de su cuerpo de baile (algunos de los cuales ni siquiera comentan nada: se limitan a mirar a la cámara o a un punto indeterminado fuera de campo). Asimismo, las representaciones están o bien filmadas en un escenario teatral, o bien se trata de pequeños fragmentos rodados en escenarios reales tales como el tren elevado de la ciudad de Wuppertal y las calles adyacentes al  mismo, el campo y la montaña y jardines. 



Un experimento no-narrativo en toda regla que, en el momento de su estreno en cines, estuvo además realzado por el empleo de las 3D. De este modo, Wenders demuestra que las imágenes estereoscópicas pueden tener, como en este caso, un sentido dramático y narrativo (o, dicho de otro modo, un sentido como recurso expresivo), consiguiendo gracias a ellas el “aproximar” casi físicamente al espectador las coreografías notablemente corpóreas, muy físicas, de la malograda Bausch, y al mismo tiempo tendiendo una especie de simbólico puente entre el teatro, la danza y el cine entendidos como formas de representación artística, de manera que estos últimos quedan sutilmente vinculados entre sí y a la vez con el público al cual van dirigidos, formando una cadena de sensaciones visuales e intelectuales cuyas fronteras se difuminan podríamos decir que “mágicamente” gracias a la “magia” de las 3D: ¿hace falta recordar que ese concepto de la imagen estereoscópica como “imagen mágica” es lo que confiere todo su sentido al discurso sobre el cine como magia que planteaba Martin Scorsese en su magnífica La invención de Hugo (Hugo, 2011)?




Desde este punto de vista, Pina hace gala del mayor nivel de inventiva cinematográfica que el que suscribe haya visto en el ya veterano Wenders en ninguno de sus últimos y más bien insuficientes largometrajes de estos últimos tiempos. Sin ánimo de ser exhaustivo, anoto en primer lugar la sugerente planificación de la representación de El despertar de la primavera, la primera que tiene lugar en un escenario teatral dentro del film, en la cual la posición de la cámara ocupa el mismo lugar que un espectador en el teatro pero, al mismo tiempo, convirtiendo ese escenario teatral visto en plano general en una especie de simbólica “pantalla de cine”, así como de qué manera Wenders “rompe” con ese punto de vista del público cuando, subrepticiamente, “mete” la cámara en el escenario, destacando al respecto ese brillantísimo momento (realzado por el efecto 3D) en el cual varias bailarinas se acercan, por turnos, a la cámara portando en las manos un pañuelo rojo, el cual luego se convertirá –por mediación, en este caso, de la “magia” del corte de montaje– en el vestido rojo de una de dichas bailarinas. Apunto, asimismo, las poéticas escenas de baile en el tren elevado o en los alrededores del mismo, en las cuales esos escenarios cotidianos devienen así “escenarios teatrales” y, a la vez, “escenarios cinematográficos”. La representación, de nuevo en escenario teatral, de la obra Kontakthof, en la cual de nuevo es la “magia” del montaje la que permite que convivan en ese mismo escenario los bailarines más jóvenes de la compañía de Bausch con los más veteranos y ya retirados de la misma (lo cual refuerza, por otro lado, algo que formaba parte de la filosofía de la tristemente desaparecida coreógrafa: la idea de que la danza no era algo exclusivo de personas jóvenes, de ahí que en su compañía hubiese bailarines de edad madura). O, cerca del final, la bellísima yuxtaposición de, nuevamente, cine, teatro, danza y reportaje en ese emocionante fragmento en el cual Wenders superpone viejas imágenes de archivo de Pina Bausch y las proyecta, en forma de película, sobre el fondo del escenario del Tanztheater Wuppertal Pina Bausch. En resumidas cuentas, lo que subyace en el fondo de Pina es un singular recordatorio de que el arte en general, y una de las artes que lo componen como es el cine en particular, se nutren de un modo u otro de las demás artes, complementándose entre ellas y haciendo realidad el concepto del cine como compendio de artes.



jueves, 29 de diciembre de 2022

Programa doble: “PHANTOM FROM SPACE” + “THE ASTOUNDING SHE-MONSTER”



Hay que reconocer que la colección de películas fantásticas inéditas en España que editó en su momento la firma videográfica L’Atelier 13 se fue superando a la hora de ofrecer al público español increíbles rarezas prácticamente desconocidas por la mayoría, o cuanto menos reservadas a curiosos en general y cinéfilos en particular que a duras penas sabían de la existencia de las mismas vía información vertida en libros y en la Internet. La rareza que aquí comentamos es de campeonato: Phantom from Space (1953), subtitulada en la edición castellana en DVD de L’Atelier 13 como El fantasma del espacio, una modestísima producción de ciencia ficción cuya principal anécdota reside en el hecho de haber sido dirigida por W. Lee Wilder, nombre artístico de Wilhelm “Willie” Wilder, nacido en la localidad austrohúngara de Sucha (actual Polonia) el 22 de agosto de 1904 y fallecido en Los Ángeles el 14 de febrero de 1982, y más conocido por ser el hermano mayor del famoso cineasta Billy Wilder que por su propia carrera en el cine, tan minúscula y subvalorada que incluso en el, como siempre, interesante folleto informativo que acompañaba al DVD se advertía, muy seriamente, que Phantom from Space es, a pesar de los pesares, el mejor trabajo (es una manera de hablar…) de W. Lee Wilder. Escrita por Bill Raynor y Myles Wilder, este último hijo del realizador, Phantom from Space es una característica producción de serie B (casi serie Z, como suele decirse al hablar de un cine de muy, muy bajo presupuesto) que propone, a través del consabido relato en torno a la hipotética amenaza de un invasor extraterrestre, la enésima metáfora sobre la guerra fría y la latente –por más que nunca materializada– amenaza comunista. A pesar de tratarse de una película francamente mediocre y rutinaria como la que más, vale la pena destacar de ella algunas pequeñas curiosidades. Lo primero de todo reside en su tonalidad narrativa, casi documental, reforzada por una insistente, didáctica, a ratos pesadísima voz en off, lo cual, salvando todas las distancias del mundo (sobre todo, de calidad…), hace que el film recuerde un poco al cine negro de corte verista que practicaba la Fox por esos mismos años. Otro aspecto que llama la atención reside en el hecho de que aquí el extraterrestre –que recuerda, sospechosamente, al memorable alienígena de El enigma… de otro mundo (Christian Niby, 1951)– empieza siendo el verdugo, cometiendo unos cuantos asesinatos, y acaba siendo la víctima. En efecto: el “alien” llega a nuestro planeta tras haberse estrellado con su nave, y al principio se pasea entre nosotros portando un aparatoso traje espacial que diversos testigos de sus ataques describen, con razón, como “de buzo” (sic). Sabiendo que, de esta guisa, no puede pasar desapercibido, el ser de otro mundo se quita su traje y, desnudo, se vuelve invisible (¡); ello le ayuda a pasar inadvertido, cierto, pero también le deja indefenso y expuesto a la atmósfera de la Tierra, lo cual contribuye –como en La guerra de los mundos, de H.G. Wells– a acabar con su vida: lo mejor acaba siendo, en este sentido, la escena final, con el extraterrestre sin ropa, patético e indefenso, falleciendo delante de los ojos de los terrestres que le perseguían y que ya nada pueden hacer por él, cerrando con un toque de inesperada melancolía una película, por lo demás, perfectamente prescindible.  



The Astounding She-Monster
(1958), subtitulada como Invasora de Júpiter (?) para la edición en DVD de L’Atelier 13, es un pequeño bodrio de ciencia ficción que, viéndolo, se diría confeccionado por el tristemente célebre Edward D. Wood Jr. Y casi acertaríamos, dado que, de hacer caso al, como siempre, estupendo folleto que acompañaba a ese DVD, el mismísimo Ed Wood in person echó una mano al director del evento, el ignoto Richard V. Ashcroft (1923-1988), para ayudarle a arreglar una escena que había quedado mal (¿peor que el resto…?: ¡horror!). The Astounding She-Monster es puro delirio camp, en el cual lo más llamativo es la increíble torpeza narrativa y la excepcional tosquedad formal de una propuesta que, si no se ve, no se cree. Por poner un pequeño ejemplo, en una de las primeras escenas en las cuales aparece la mujer extraterrestre, la cual es la responsable de los principales desaguisados del argumento –e interpretada por la pin-up Shirley Kilpatrick: el folleto del DVD incluía una separata en color con fotos suyas muy ligerita de ropa—, la vemos, como digo, paseando por el bosque; la alienígena va mirando a derecha e izquierda del sendero por el que camina, y el realizador va insertando contraplanos de diversos animales de ese mismo bosque, colocados sin el menor sentido del raccord: se nota a la legua que la actriz y los insertos fueron filmados por separado y luego montados en paralelo de cualquier manera. Lo único que hace llevadera esta minucia de, por suerte, tan solo 62 minutos de duración, reside en que su propia tosquedad no tarda en volverse en su contra, generando un humor no intencionado que acaba haciendo que su visionado sea realmente jocoso: las escenas en el interior de la cabaña, a donde han ido a parar una banda de secuestradores junto con una joven adinerada a la cual retienen, están rodadas en un único decorado y casi desde unos únicos ángulos de cámara, haciendo notar la “cuarta pared” inexistente, claro está, como si en realidad estuviésemos asistiendo a una sesión de teatro filmado (mejor dicho: de mal teatro y mal filmado). El único detalle relativamente curioso es, un poco como en Phantom from Space, el hecho de que, al final, se descubra que la alienígena no solo no venía a nuestro mundo con malas intenciones, sino que, por el contrario, traía consigo un mensaje de paz de una federación de planetas a lo Star Trek que invitaban a los habitantes de la Tierra a unirse a la misma: ¡toma ya! Una paradójica alteración de la convención típica del invasor extraterrestre hostil, cierto, pero que no compensa las miserias de esta ínfima producción.




Secretos del cuerpo, paisajes del alma: “VIGIL”, de VINCENT WARD



Tras haber debutado con el mediometraje A State of Siege (1978), ocho años más tarde el neozelandés Vincent Ward firmaba su primer largometraje: Vigil (1984), una obra por lo general muy bien recibida en el circuito de los certámenes especializados –sobre todo en el Festival de Cannes de mayo de ese mismo año– y que cosechó algunos importantes premios en su país de origen –los correspondientes al mejor guion original (Vincent Ward y Graeme Tetley), fotografía (Alun Bollinger) y dirección artística (Kai Hawkins) en los New Zealand Film and TV Awards–, lo cual hizo que, de manera todavía modesta pero remarcable, el nombre de este cineasta neozelandés empezara a sonar. Y por más que, al contrario que su famoso compatriota Peter Jackson, Ward nunca ha conseguido un gran reconocimiento internacional, entre otras razones porque hasta la fecha jamás ha logrado un éxito comercial lo suficientemente importante que le asegurara un lugar privilegiado dentro de Hollywood, no será porque no le falten méritos, habida cuenta de que su cine, interesante y personal como el que más aún con todas sus irregularidades, es o debería ser lo suficientemente atractivo para el cinéfilo de cara a conseguir mayor aceptación de la que suele tener. Sospecho, empero, que Ward no termina de “gustar” por la sencilla razón de que, al menos hasta la fecha, su cine huye de encasillamiento alguno: desde luego que no es un realizador lo suficientemente comercial como para resultar popular y ni mucho menos populachero, pero tampoco es un cineasta lo suficientemente minoritario como para encuadrarle en el pelotón de los “autores de festival”. Es un personaje, por tanto, atípico e incómodo, que no complace ni a los devoradores de cine fast-food ni a los que buscan delicatessen: un director en tierra de nadie cuyo interés empieza y termina en sí mismo considerado, más allá de modas y poses. Se le toma o se le deja, sin más. 



Mal que pese y, vuelvo a insistir, “guste” o no, el cine de Vincent Ward es único y particular, reconocible y personal; se le puede negar cualquier cosa, excepto coherencia y fidelidad a sí mismo. Vigil es, en este sentido, además de una buena ópera prima, un excelente borrador de posteriores trabajos suyos y una inmejorable forma de “introducirse” en su mundo fílmico. Desde sus primeros minutos de proyección, resulta fácil reconocer la textura del tono fotográfico, obra de Alun Bollinger, operador que ha trabajado con Ward en diversas ocasiones –A State of Siege, River Queen (ídem, 2005)–, si bien en estos momentos sea más (re)conocido por sus colaboraciones con… Peter Jackson –Criaturas celestiales (Heavenly Creatures, 1994), La verdadera historia del cine (Forgotten Silver, 1995), Agárrame esos fantasmas (The Frighteners, 1996), la segunda unidad de la trilogía de El Señor de los Anillos–. Pero, más allá de la coincidencia en la colaboración con un mismo director de fotografía, lo que transmite Vigil prácticamente de inmediato es el gusto de Ward por situar las tramas de sus películas en paisajes remotos cuya rugosa apariencia física es, al mismo tiempo, una especie de reflejo mental de los pensamientos de los personajes (en lo cual puede verse, desde luego salvando todas las distancias del mundo, claro está, ciertas concomitancias con el empleo “psicológico” del paisaje de los grandes maestros del western norteamericano, como John Ford, Henry Hathaway, Anthony Mann o Delmer Daves); ese carácter del paisaje a modo de simbólica proyección de la psicología de los personajes es algo que queda muy patente tanto en Vigil como posteriormente en Navigator, una odisea en el tiempo (The Navigator: A Mediaeval Odyssey, 1988), Map of the Human Heart (ídem, 1993), Más allá de los sueños (What Dreams May Come, 1998) y River Queen, a falta de haber visto, en el momento de escribir estas líneas, su documental Rain of the Children (1998). 



Otro aspecto que llama poderosamente la atención de Vigil, y que se proyecta asimismo en el resto de su filmografía, reside en el hecho del aparente desprecio con el cual este realizador mira la época o período histórico en el cual desarrolla sus tramas, como si en el fondo no le importara la, digamos, “verosimilitud histórica”, en beneficio de unos relatos que se ubican, de este modo, en tiempos que no terminan de estar ubicados dentro de ningún parámetro temporal concreto. En Vigil, por ejemplo, la acción acontece aparentemente en época actual, o como mínimo en el siglo XX (vemos algunos coches y camiones que así parecen atestiguarlo), pero en la práctica el solitario paisaje montañoso donde tiene lugar la acción, y la impedimenta misma de los personajes, que a ratos parece casi medieval –época esta que vuelve a estar presente en su posterior Navigator, o en el guion no realizado para su proyecto para Alien 3, que se encuentra en la base de lo que finalmente acabó dirigiendo David Fincher en 1992–, nos sitúan en un impreciso marco temporal. Del mismo modo que luego en Navigator saltaremos de la edad media a la actualidad, que en Map of the Human Heart asistiremos a una Segunda Guerra Mundial más “de ensueño” que “histórica”, que en Más allá de los sueños la acción se desarrollará entera entre el Cielo y el Infierno, o que en River Queen pasaremos de un relato “de época” a una especie de inclasificable western de las antípodas, peleas con los indios incluidas. 



Vigil
es un sombrío y a ratos poético relato en el que Vincent Ward ya empieza a hacer gala de su capacidad para la sugerencia. Una granjera, Elizabeth (Penelope Stewart), que vive en un valle con su hija de once años, Lisa, a la que llaman Toss (Fiona Kay), y su padre, el viejo Birdie (Bill Kerr), acaba de enviudar como consecuencia de la muerte accidental de su marido, el pastor Justin Peers (Gordon Shields). Otro hombre, un cazador y también pastor llamado Ethan (Frank Whitten), testigo presencial de la muerte de Justin, empieza a rondar la granja de los Peers, con la intención de que le den trabajo, si bien en la práctica no cuesta nada adivinar que sus intenciones van dirigidas hacia la ahora viuda Elizabeth. Dado que buena parte del relato se narra desde el punto de vista de la pequeña Toss, bajo la perspectiva de esta última Ethan pasa por diversos estadios de aceptación y de rechazo; en las primeras secuencias, Ward planifica el accidente mortal del padre de la niña (mientras baja por un peligroso desfiladero con la finalidad de recuperar a una de sus ovejas) de tal manera que el disparo que Ethan efectúa con su rifle de caza coincide con la caída de Justin; evidentemente, Ethan no tiene culpa alguna de lo ocurrido, pero a partir de ese momento Toss asocia al cazador con la muerte de su padre de una manera instintiva, emocional; instintivo y emocional son, por ciertos, adjetivos que cuadran bien con la puesta en escena de Ward a la hora de intentar definirla. 



De hecho, para la pequeña Toss, Ethan será, primero, quizá el causante indirecto de la muerte de su padre (¿pudo haber sobresaltado a Justin, y provocado su caída, con el disparo de su rifle?: la resolución elíptica de este momento lo insinúa pero nunca lo deja claro); luego, una especie de amenaza para su madre y para ella, pues adivina, asimismo instintivamente, que Ethan pretende, a corto o medio plazo, reemplazar a su difunto padre. Hay diversos momentos en los cuales el realizador dibuja la expectación que ello provoca en Toss mediante diversos apuntes de tensión: las escenas en las que vemos a Ethan, desde la cabaña que le han cedido los Peers para que se aloje mientras trabaja con ellos, mirando silenciosamente por la ventana en dirección a la cabaña donde viven Toss y su madre; o ese excelente momento en el cual Toss coge el rifle de caza de Ethan y le apunta con la mirilla telescópica del arma, flotando por unos instantes la posibilidad de que la niña, celosa, mate a ese hombre que a sus ojos no es más que un intruso indeseable. Sin embargo, más adelante habrá un cambio en la percepción que Toss siente hacia Ethan, a fin de cuentas el único hombre relativamente joven de los alrededores, despertando en ella un primer amago de sexualidad: véase la secuencia en la cual Ethan invita a Toss a su habitación, fascina a la niña mediante un misterioso juego de luces que atraviesan unas botellas para crear reflejos de colores, y en particular ese instante en el cual el hombre acaricia el rostro de la niña, la cual en un primer momento amenaza con morderle la mano para, a continuación, chuparle delicadamente la punta de los dedos… No es este el único elemento sexual de un relato que, en buena medida, se mueve en esta dirección, sobre todo a partir del momento en el cual Elizabeth acaba cediendo a las insinuaciones de Ethan y acaban deviniendo amantes: en un momento del relato, Ethan castra las ovejas y la sangre de uno de los animales mancha el rostro de Toss; a continuación, vemos a Elizabeth pintándose los labios y, poco después, será la propia Toss la que haga lo mismo con los suyos empleando la sangre de oveja que impregna su cara; hacia el final del relato, Toss tendrá su primera menstruación y echará su “primera sangre” como culminación de un proceso de madurez física y emocional en el curso del cual la pequeña, que empieza pareciendo un chico (sus cabellos rapados, el pasamontañas con el que se empeña en ir cubierta ocultando más, si cabe, su feminidad), acabará dando sus primeros pasos, inevitables, hacia su condición natural de mujer adulta (Elizabeth le da sus primeras clases de ballet clásico). En Vigil hay cierto paralelismo entre el orden natural de ese agreste paisaje en el cual se mueven los personajes y la evolución de esos mismos personajes, marcados asimismo por las leyes, en este caso, de la naturaleza humana: el trabajo, la supervivencia, la soledad, el sexo, el deseo de prosperar… 
           

                         

miércoles, 28 de diciembre de 2022

Ladrones de cadáveres: “LA CARNE Y EL DEMONIO”, de JOHN GILLING



Como ya tuve ocasión de comentar en otro lugar (1), La carne y el demonio (The Flesh and the Fiends, 1960), de John Gilling, es junto con La sangre del vampiro (Blood of the Vampire, 1958), de Henry Cass, y Jack the Ripper (1959), de Robert S. Baker y Monty Norman, una de las tres mejores películas producidas por los citados Baker y Norman a través de su productora Tempean Films, si no la mejor de todas ellas. A partir de un guion escrito por el propio Gilling en colaboración con Leon Griffiths, el film reconstruye el famoso caso real de William Burke y William Hare, popularmente conocidos como Burke & Hare, una pareja de ladrones de cadáveres de Edimburgo que, a lo largo de diez meses durante el año 1828, cometieron la friolera de dieciséis asesinatos, con la finalidad de proveer de cuerpos frescos al prestigioso cirujano, anatomista y zoólogo escocés Robert Knox (1791-1862), quien se convirtió así en encubridor de sus crímenes. Tras ser detenidos por la policía, a punto estuvieron de no ser inculpados por culpa de la escasez de evidencias en su contra; no fue así porque Hare aceptó un trato con las autoridades: acusar a Burke de los asesinatos a cambio de su libertad, de manera que Burke acabó sus días en la horca y Hare en paradero desconocido, si bien se especula con que pudo haber sido asesinado por la muchedumbre (el final de La carne y el demonio abona, además, una de las teorías al respecto, que relaciona a Burke con un ciego que deambulaba por Edimburgo). El Dr. Knox nunca fue acusado de colaborador e incluso siguió ejerciendo la medicina, negando siempre su participación en los crímenes de Burke & Hare. La carne y el demonio es la más reputada versión cinematográfica de esta historia, aunque no la única: la misma también ha dado pie a otras películas dignas de estima, como El doctor y los diablos (The Doctor and the Devils, 1985), de Freddie Francis, o Burke & Hare (2010), de John Landis, y ha inspirado tratamientos menos conocidos, como la versión de Burke & Hare (1972) realizada por Vernon Sewell, o films tan solo inspirados parcialmente en aquélla, caso del excelente The Body Snatcher (1945), de Robert Wise (en realidad, una adaptación de un relato de Robert Louis Stevenson), y The Greed of William Hart (1948), de Oswald Mitchell (no por casualidad ya con guion de Gilling, y protagonizada por la hoy olvidada estrella del cine de terror inglés de principios del sonoro Tod Slaughter).



A falta de conocer por mí mismo la completa totalidad de la obra como realizador de Gilling, la cual arranca a finales de la década de los cuarenta e incluye numerosos thrillers rodados bajo el paraguas financiero de Baker y Berman –la mayoría inéditos en España: No Trace (1950), The Quiet Woman (1951) The Frightened Man (1952), The Voice of Merrill (1952), Recoil (1953), Three Steps to the Gallows (1953), Escape by Night (1953), The Gilded Cage (1955), Enigma de un diario (Tiger by the Tail, 1955)–, y diversas incursiones en el fantástico, siendo las más relativamente conocidas entre nosotros The Shadow of the Cat (1961), The Night Caller (1965), y en particular sus trabajos para Hammer Films dentro de este género –sobre todo, The Plague of the Zombies (1966), The Reptile (1966) y The Mummy’s Shroud (1967), si bien también firmó para la empresa de Michael Carreras The Pirates of Blood River (1962)–, y, dejando aparte un (otro) raro film “de piratas” –La bahía de los contrabandistas (Fury at Smugglers’ Bay, 1961)–, y la penosa película que lamentablemente cierra su interesante filmografía –la producción española La cruz del diablo (1975)–, no me cabe la menor duda, como digo, de que La carne y el demonio es de lejos el mejor trabajo de su realizador. Este film comparte el tono relativamente “policíaco” y más realista de las producciones de Baker y Berman, si las comparamos con las producciones de terror gótico de Hammer con las que pretendían competir, amén de la utilización prioritaria de la fotografía en blanco y negro sobre la de color (La sangre del vampiro es una de sus raras excepciones en el uso del color), y dejando aparte el hecho de que coinciden con el estudio de Carreras cierta tendencia a mostrar agresivamente los males de la sociedad inglesa decimonónica.



Desde este punto de vista, La carne y el demonio es de una ferocidad y contundencia pocas veces vista ni tan siquiera en las más teóricamente críticas producciones sociales del movimiento del Free Cinema: la película de Gilling hace válida aquella afirmación de quien dijo que, en el fondo, el cine de terror inglés a caballo de las décadas de los cincuenta y setenta y hasta principios de los setenta fue el auténtico “free cinema” que se realizó en el Reino Unido. Durísimo retrato social que el film desarrolla a partir del en apariencia sencillo pero a la hora de la verdad extremadamente complejo y matizado contraste que se produce entre el personaje del Dr. Knox (Peter Cushing) y los ladrones de cadáveres Hare (Donald Pleasence) y Burke (George Rose). A simple vista, la conducta de los dos mencionados en último lugar no puede ser más miserable y ruin: con la aquiescencia de Helen (Renee Houston), la esposa de Burke y encargada de alquilar habitaciones en la pobre vivienda que comparte con su marido, Burke & Hare practican el asesinato sobre víctimas lo más indefensas posibles (preferentemente, personas ancianas), algunas de las cuales son huéspedes de la Sra. Burke, y luego venden los cadáveres al Dr. Knox a cambio de sustanciosas sumas de dinero que invierten en bebida y caprichos. Pero a la larga acaba siendo peor, por hipócrita, fría y despiadada, la conducta del Dr. Knox, un médico empírico que cree en la lógica y la ciencia de manera absoluta, y que considera que no hay que tener escrúpulos –como los que tiene su ayudante y amigo, el Dr. Geoffrey Mitchell (Dermot Walsh)–, y sobre todo que no hay que hacer preguntas a la hora de aceptar los cuerpos de seres humanos que Burke & Hare le traen periódicamente a su laboratorio sin cuestionarles de dónde los sacan (o, peor aún, dando como válidas las burdas mentiras que cuentan cuando se les piden explicaciones al respecto).



El contraste va más allá de la contraposición de los perfiles psicológicos del Dr. Knox frente a los de Burke & Hare, y se extiende con gran agudeza a sus respectivos entornos sociales. Los ladrones de cadáveres y asesinos se mueven en un mundo marginal y marginado, atestado de pobres, niños descalzos, mercados abarrotados de especias, mendigos, prostitutas y borrachos que se hacinan en aglomeradas plazas, nauseabundas tabernas y estrechos callejones repletos de inmundicia. El Dr. Knox, en cambio, imparte sus lecciones magistrales de anatomía en la elegante aula instada en su propia y lujosa mansión. Mas a pesar de ello, tanto en un ambiente como en otro flota la siniestra sombra de la crueldad inherente a una época de represión: Burke & Hare se ganan la vida de manera despiadada en medio de una fauna humana tan despreciable como ellos, pero el Dr. Knox hace gala de una indiferencia hacia las clases populares, y hacia los despojos muertos procedentes de ese mismo sector social, con la arrogancia de quien se cree imbuido de una posición de superioridad moral gracias a su creencia total y absoluta en las bondades de la ciencia como antorcha iluminadora de la humanidad. Pero todos, a su manera, están equivocados, pues tanto Burke & Hare como el Dr. Knox desprecian los sentimientos humanos, considerándolos síntomas de debilidad, y eso mismo será su perdición: para Burke & Hare, porque la muchedumbre, cuando descubra que son los responsables de los asesinatos –entre ellos, el del inofensivo Jamie el Tonto (Melvyn Hayes), un muchacho retrasado pero querido por el populacho–, se lanzará sobre ellos como una furia; pero las emociones supondrán, asimismo, la ruina del Dr. Knox: tendrá aquí una importancia capital la historia, aparentemente secundaria pero a la larga muy importante, del romance de Chris Jackson (John Cairney), uno de sus alumnos y ayudantes, con Mary Patterson (Billie Whitelaw), una joven perteneciente a las clases populares, cuya trágica resolución –ambos perecerán a manos de Burke & Hare– supondrá un zarpazo en la reputación social e incluso en las convicciones mismas del Dr. Knox.



John Gilling narra este espléndido relato haciendo gala de un inusitado talento para combinar dentro de una misma secuencia, en ocasiones dentro de un mismo plano, toda la carga de sordidez moral y ambiental que impregna esta película dura y sin concesiones, amarga hasta decir basta y al mismo tiempo elegante y reflexiva. Contribuye sobremanera a semejante logro el soberbio empleo que lleva a cabo del formato panorámico, lo cual, combinado con la excelente fotografía en blanco y negro –de Monty Berman, quien solía fotografiar muchas de sus producciones con Baker–, y el cuidado de la ambientación, da como resultado una obra maestra del cine. Hay muchos y muy buenos momentos que destacar, pero limitémonos a señalar, por ejemplo, todas las escenas en las cuales el Dr. Knox recibe a Burke & Hare cada vez que le traen nueva “mercancía” en el laboratorio que tiene en el sótano de su mansión: sus miradas de desprecio hacia estos últimos, o la manera en que se cubre la nariz con un pañuelo para paliar el hedor de suciedad corporal y alcohol barato que desprende Burke, así como los gestos falsamente caballerosos, grotescos, de Hare, intentando aparentar una categoría social y humana de la que carece por completo, dan como resultado momentos de una gran densidad y fuerza dramática. También destaca el ya mencionado contraste entre clases sociales, que da pie a un momento extraordinario: ese en el cual el Dr. Mitchell se ha citado en un parque con Martha Knox (June Laverick), la sobrina del Dr. Knox de la que se ha enamorado, y ambos se encuentran con Jackson y Mary, lo cual da pie a una incomodísima situación, donde se pone de relieve tanto la ordinariez y falta de formación de Mary como los prejuicios que los acomodados Mitchell y Martha sienten hacia los de “clase baja”. O las escenas en las cuales vemos a Burke & Hare cometiendo sus asesinatos: la escena de la muerte de la anciana a manos de Burke (quien le tapa la nariz y la boca para asfixiarla), mientras Hare lo contempla todo con una mezcla de cobardía y excitación; el momento en que Burke, Hare y la esposa del primero cruzan miradas aviesas ante el anciano que acaba de alojarse en la vivienda del primero, con vistas a acabar con su vida tan pronto como sea posible…; la muerte de Mary a manos, en este caso, de Hare, quien primero intenta violarla y, al no conseguirlo, la mata (un siniestro placer sustitutivo de otro siniestro placer); la pelea de Burke & Hare contra Jamie el Tonto, al que quieren hacer callar para que no les delate, y que culmina en medio de un cercado lleno de cerdos…



La película se beneficia, además, de un superlativo nivel interpretativo: todos los actores están magníficos, por más que merezcan menciones especiales Billie Whitelaw, quien expresa muy bien el conflicto que late entre su amor (interesado) por Jackson y sus problemas para dejar atrás un modo de vida vulgar basado en la diversión y el alcohol; o George Rose y el siempre espléndido Donald Pleasence, difícilmente superables como Burke & Hare, de los cuales llevan a cabo extraordinarias creaciones. Pero, como siempre, es un genial Peter Cushing quien se merece nuevamente los mayores aplausos: su forma de darle vida al Dr. Knox gracias a su perfecta dicción (en las escenas en las que imparte clase a sus alumnos); sus ya mencionadas miradas de desprecio hacia esos ladrones de cadáveres a los que, a pesar de todo, necesita; su arrogancia a la hora de hacer frente a los miembros del consejo médico que pretenden desacreditarle y a los que él también desprecia echándoles en cara su mediocridad, incompetencia y estrechez de miras; y, finalmente, su manera de darse cuenta de su error, en esa bellísima escena en la que una niña, sin reconocerle, se niega a aceptar su compañía, diciéndole que teme acabar “en la mesa de operaciones del Dr. Knox” (sic), lo cual acaba provocando las lágrimas de amargura y desesperación del galeno, acreditan el inmenso talento de quien ha sido uno de los mejores actores no ya del cine fantástico, sino de toda la historia del cine. Salvando las distancias, tampoco cuesta demasiado establecer una razonable relación entre su Dr. Knox de La carne y el demonio y sus encarnaciones del Barón Frankenstein a las órdenes de Terence Fisher: la manera que tiene el primero de defender el progreso a ultranza se complementa con el discurso subversivo contra el orden establecido por parte del Barón encarnado no menos admirablemente por Cushing para Hammer Films, anticipando si cabe lo que luego Fisher desarrollaría con tanta o más profundidad que Gilling en su excepcional El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969).
       

(1) Véase mi artículo Otras productoras, dentro del dossier cine de terror británico, años 60-70, 2ª parte, publicado en DIRIGIDO POR…, núm. 432 (abril 2013).

martes, 27 de diciembre de 2022

Kong vs. Mechanikong: “KING KONG SE ESCAPA”, de ISHIRÔ HONDA

 


Los aficionados al cine fantástico, y más concretamente a la variante temática de la cinematografía japonesa conocida como kaiju-eiga, o cine de monstruos gigantes, conocen muy bien a Ishirô Honda, el realizador que tuvo el honor de inaugurar oficialmente este subgénero con la seminal Japón bajo el terror del monstruo (Gojira, 1954), primera de las luego numerosísimas andanzas del célebre dinosaurio radioactivo Godzilla. La película que aquí nos ocupa es una de las más conocidas de Honda, amén de una de las más delirantes: ahí es nada mezclar en una misma trama a King Kong con elementos propios del cine de ciencia ficción y algún que otro toque a lo James Bond, esto último nada raro teniendo en cuenta que el film está fechado en 1967 y que en su reparto hallamos a la actriz Mie Hama, quien ese mismo año había sido una “chica Bond” en Solo se vive dos veces (You Only Live Twice, 1967, Lewis Gilbert).



Pero vayamos por partes. King Kong se escapa (Kingu Kongu no gyakushû/ King Kong Escapes, 1967) surgió –tal y como explicaba Carlos Díaz Maroto en el interesante folleto que acompañaba a la edición en DVD del film a cargo de Vellavisión (2009)– de un acuerdo de producción entre la productora nipona Toho y la productora de dibujos animados norteamericana Rankin Bass Productions, dado que esta película es a su vez una adaptación de la serie de televisión animada The King Kong Show/ Sekai no Osha King Kong daikai (1966), coproducida a su vez por Rankin Bass con otro estudio japonés, la Toei. Un acuerdo similar es el que dio origen en su momento a King Kong contra Godzilla (Kingu Kongu tai Gojira/ King Kong vs. Godzilla, 1962), también dirigida por Honda y fruto de un acuerdo entre la Toho y la estadounidense RKO, productora propietaria de los derechos sobre el personaje de Kong, habida cuenta que fue el estudio que, recordemos, produjo la mítica primera versión de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper en 1933 (1). King Kong se escapa se estrenó en España en el momento de su producción y luego fue objeto de una bastante exitosa reposición para aprovechar el tirón comercial que en su día tuvo el King Kong (ídem, 1976) de John Guillermin/ Dino de Laurentiis.



Ingenua hasta decir basta, King Kong se escapa puede ser una delicia si se mira como lo que en el fondo es, un divertido pastiche de géneros, o un tormento, si lo que se busca es algo mucho más riguroso. Aquí nos decantaremos por la primera opción. En este sentido, el film de Honda es un auténtico festival de referencias, pero llevado a cabo de manera franca y abierta, sin coartadas falsamente culturales ni prejuicios de ninguna índole. Ya hemos mencionado que la serie 007 ejerce una notable influencia en el conjunto; de hecho, ningún jerifalte de la organización ESPECTRA le haría ascos a la guarida subterránea situada en el Polo Norte del villano Dr. Who (Eisei Amamoto) –o Dr. Wu, dependiendo de las versiones–, cuya capa le proporciona un inesperado aire “vampírico” y que, a pesar de su nombre, dicho sea de paso, no tiene absolutamente nada que ver con el homónimo héroe de la célebre serie de televisión británica creada por Sydney Newman; asimismo, la secuaz del Dr. Who, Madame X (Mie Hama) –o Madame Piraña (sic), según otras versiones–, encargada de financiar las operaciones secretas del primero, lo hace en representación de una potencia cuyo nombre nunca es mencionado y que es enemiga del así llamado “mundo libre”, una clara referencia al clima de guerra fría de la época. De hecho, a partir de aquí, la trama se decanta hacia una especie de variante del argumento del King Kong de 1933, que incluye una visita a la isla donde vive el gorila gigante, aquí llamada isla de Mondo, y una reedición, mucho más púdica e infantilizada, del popular mito de la Bella y la Bestia por mediación del enamoramiento del simio hacia la teniente Susan Watson (Linda Miller); hay, al respecto, un momento jocosamente misógino: tras su regreso de la isla de Mondo, el comandante Carl Nelson (Rhodes Reason) da una conferencia de prensa en las Naciones Unidas para informar del importante descubrimiento científico que supone para el mundo la existencia de la isla de Mondo como refugio único de animales que se consideraban extintos hace millones de años, y no se olvida de subrayar que lograron salvarse de las garras de Kong gracias a los obvios “encantos” de la teniente Watson, comentario acompañado, claro está, de las risitas de los periodistas (todos hombres) allí presentes… Por otra parte, en el clímax del relato, la batalla final de King Kong contra un segundo Mechanikong, los contendientes culminan su enfrentamiento en lo alto de la torre de comunicaciones de Tokio, un edificio real que, con su diseño muy similar al de la parisina Torre Eiffel, desempeña las funciones asignadas al Empire State Building en el clásico de Schoedsack y Cooper.

 

(1) Véase mi comentario en DIRIGIDO POR…, n.º 517 (mayo 2021), sección Cinema Bis: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2021/04/elproximo-12-de-junio-se-cumplen-cien.html