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lunes, 31 de enero de 2022

El Sabbath de los no muertos: “LOS RITOS SATÁNICOS DE DRÁCULA”, de ALAN GIBSON



No tengo constancia de que el vigésimo tercer día del décimo primer mes del año, o sea, el 23 de noviembre, tenga algún significado especial dentro del calendario satánico, pero esa es la fecha que se invoca en Los ritos satánicos de Drácula (The Satanic Rites of Dracula, 1973), final del “ciclo Drácula” de la productora británica Hammer Films, para justificar el diabólico plan que el conde vampiro (Christopher Lee) ha urdido en esta ocasión: el lanzamiento de un virus creado artificialmente, y que no es sino una versión corregida y aumentada de la peste negra del medievo, con la finalidad de destruir toda vida humana sobre la faz de la Tierra, aunque eso suponga, indirectamente, la destrucción del propio Drácula y su ejército de vampiros, que no tendrán víctimas de cuya sangre alimentarse. Como apunta en un determinado momento de la función Lorrimer Van Helsing (Peter Cushing): “Quizás, en el fondo de su subconsciente, es lo que realmente desea. Poner fin a todo”. A pesar de la “mala fama” (no del todo injustificada) que arrastra esta película, planteada casi a modo de secuela del peor film que Hammer produjera en torno al mítico personaje creado por Bram Stoker, Drácula 73 (Dracula A.D. 1972, 1972), ambas realizadas por el mismo y discreto realizador, Alan Gibson, Los ritos satánicos de Drácula maneja, como mínimo, ideas sugestivas. Entre ellas, como ya he indicado, que el plan de Drácula tenga connotaciones apocalípticas, de manera que, en la medianoche del 22 al 23 de noviembre (lo que en el film se describe como “el Sabbath de los no muertos”), el conde vampiro lleve a cabo una especie de misa negra que pondrá en marcha el Armagedón. Contrariamente a lo que suele afirmarse (y a pesar de que, por lo general, sus resultados se consideran superiores a los de Drácula 73), Los ritos satánicos de Drácula atesora ideas respetables y algunos buenos momentos que la hacen, como mínimo, estimable.



En los títulos de crédito del principio, la sombra de Drácula va creciendo lentamente hasta extenderse por completo sobre diversas imágenes características de la ciudad de Londres. La imagen no es gratuita, dado que parte de la trama gira alrededor de la sospecha de que Drácula ha adoptado la identidad de un especulador inmobiliario llamado D.D. Denham, lo cual no deja de tener su ironía: el auténtico vampiro pasa desapercibido haciéndose pasar por un “vampiro” de las altas finanzas con tal de alcanzar sus objetivos. Asimismo, el tono inicial es el propio de un relato policíaco en vez del de uno de terror, a pesar de las imágenes de la misa satánica oficiada por la sacerdotisa oriental Chin Yang (Barbara Yu Ling) en la cual una chica desnuda (Mia Martin), aparentemente, es ofrecida como sacrificio humano a Satanás. En esas primeras escenas asistimos, en paralelo a la celebración de esa eucaristía blasfema, a la huida, de la misma mansión donde se está celebrando dicho ritual, de un tal Hanson (Maurice O’Connell), agente del servicio secreto que se hallaba prisionero y que logra escapar usando sus últimas fuerzas (ha sido golpeado y torturado casi hasta las puertas de la muerte). La siguiente secuencia hace gala de una notable tonalidad cruel: el malherido Hanson es interrogado por sus superiores, el coronel Matthews (Richard Vernon) y el agente Peter Torrence (William Franklyn), quienes se empeñan en hacerle hablar hasta que, finalmente, muere; el chasquido del apagado del magnetofón en el cual se ha grabado su declaración certifica sonoramente su defunción; su cadáver, se dice, será enterrado anónimamente, en un sepelio que se pagará con donativos de compañeros de su departamento (sic). Pero, antes de morir, Hanson ha detallado –y Alan Gibson lo visualiza mediante flashbacks– la misa satánica, en el curso de la cual Chin Yang mata un gallo, derrama su sangre en una copa de oro, y luego dicha sangre sobre el ombligo de la chica tumbada sobre el altar; los asistentes a la ceremonia mojan un dedo en esa sangre y dibujan una cruz invertida sobre sus frentes; luego, Chin Yang apuñala a la muchacha…, la cual, a continuación, resucita, al mismo tiempo que su herida, mortal de necesidad, cicatriza por sí sola, anticipando así la naturaleza vampírica de la chica.



El tono policíaco y terrorífico continúan entremezclándose en las siguientes secuencias: el coronel Matthews y el agente Torrence llaman al inspector Murray, de Scotland Yard –a cargo de Michael Coles: personaje y actor ya aparecían en Drácula 73–, el cual, a la vista de una serie de extrañas evidencias –Hanson tomó fotografías de cinco hombres que asistían a las misas negras, pero el quinto, misteriosamente, no aparece retratado–, recomienda solicitar la ayuda de Lorrimer Van Helsing. Ni que decir tiene que este último sospechará de inmediato de la presencia de Drácula tras todo esto, sobre todo a partir de esa fotografía en la cual, también aparentemente, no aparece nadie: los vampiros no pueden ser captados por una cámara fotográfica. Van Helsing visita en su domicilio a uno de los cuatro hombres identificados por Hanson: el profesor y premio Nobel de química Julian Keely (Freddie Jones), viejo compañero de Van Helsing en la universidad; la tensa conversación que se produce entre ambos –bien sostenida por la labor de los dos magníficos actores– desemboca en el descubrimiento de que Keeley ha fabricado un virus mortífero; Van Helsing pierde el conocimiento, como consecuencia del disparo de uno de los sicarios de Drácula que le roza la frente; y, al recobrarlo, descubre el cadáver de Keeley, ahorcado. El punto culminante de esta combinación de tonos policíaco/ terror se produce en la crucial secuencia –la mejor del film– de la conversación de Van Helsing con D.D. Denham: este último recibe al primero en su despacho, donde tiene una lámpara enfocada directamente hacia su interlocutor que impide verle con claridad, hasta que Van Helsing confirma sus sospechas de que Denham no es otro sino Drácula (Christopher Lee se permite aquí un alarde interpretativo, hablando con un tono diferente de voz mientras finge ser Denham y pasando a usar su propia voz tan pronto como se revela su verdadera identidad).



Es una pena que, a pesar de estos y otros pequeños aciertos, la torpeza de Alan Gibson se imponga, estropeando algunas escenas de buen planteamiento. Pienso, por ejemplo, en la primera aparición de Drácula, vampirizando a Jane (Valerie Van Ost), la secretaria del coronel Matthews que ha sido secuestrada –sin que quede claro el porqué, todo hay que decirlo– por los sicarios motorizados a  las órdenes de Drácula: Alan Gibson “respeta la tradición”, preludiando la presencia de Drácula mediante golpes en la ventana o en la puerta de la habitación donde Jane se halla recluida; Christopher Lee ejecuta sobre la actriz su elegante coreografía erótico-mortífera, pero el realizador cede a la tentación de insertar primeros planos de los ojos de Drácula y de Jane de una manera demasiado evidente. Otro tanto puede afirmarse del momento en que Jessica, la nieta de Van Helsing –aquí Joanna Lumley: en Drácula 73 corría a cargo de Stephanie Beacham–, es acorralada por las mujeres vampiro (entre ellas, la ya vampirizada Jane) que Drácula oculta en el sótano de su mansión, o la posterior secuencia, muy similar, en la que el inspector Murray tiene que hacer frente a esas mismas vampiresas, a las que elimina –en una novedad bastante burda con respecto a la tradición del cine de vampiros– usando el agua pura que brota del sistema antiincendios: tanto en una como en otra secuencia, la falta de vigor del director las malogra.



El film remonta enteros en sus escenas finales: la improvisada misa negra en la que Drácula intenta convertir a Jessica en su nueva “novia”, malograda por el incendio provocado por el inspector Murray en su lucha contra otro de los sicarios del conde vampiro; y el momento en que Drácula es retenido por los matorrales repletos de afilados espinos –en referencia, se nos dice, a la corona de espinas que llevó Jesucristo–, antes de que su corazón sea atravesado por una estaca de madera por Van Helsing. Pese a todo, resulta evidente que Los ritos satánicos de Drácula, a pesar de sus simpáticos resultados, es una película que se encuentra –por dotación presupuestaria y por planteamiento argumental– por debajo de sus ambiciones: reducir un relato apocalíptico, con Drácula proyectando el Sabbath de los no muertos que destruirá a la humanidad entera, para luego limitarse a mostrarlo rodeado de un pequeño, muy pequeño ejército de matones con chalecos de forro lanudo, motos y armas de fuego con silenciador, resulta a todas luces decepcionante.