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sábado, 28 de septiembre de 2013

El planeta sin nombre: "RIDDICK", de DAVID TWOHY


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Acaso porque no me esperaba nada especial de ella, puesto que ni me cuento entre los admiradores de, cielos, Vin Diesel, ni tampoco soy un incondicional de lo que hasta ahora era un díptico, el formado por Pitch Black (ídem, 2000) y Las crónicas de Riddick (The Chronicles of Riddick, 2004), y a pesar incluso de tratarse de un título insatisfactorio en sus líneas generales, lo cierto es que Riddick (ídem, 2013), la película que convierte en trilogía la saga del antipático antihéroe galáctico realizada por David Twohy, no es un título despreciable. Contrariamente a lo que se ha dicho estos días (y, como siempre digo aunque quizá no se me crea, no es una actitud adoptada de antemano), me parece un acierto que Riddick recupere el tono y el espíritu rayanos en la antigua serie B de Pitch Black, alejándose voluntariamente del fallido tono de superproducción de Las crónicas de Riddick. Desde este punto de vista, se le podrá reprochar a esta nueva película su patente falta de originalidad, pero creo que a cambio se presenta como una producción honesta y directa, de presupuesto por debajo de la actual e hipertrofiada media hollywoodiense (38 millones de dólares) y que luce con cierto descaro su condición de producción se diría que íntegramente rodada en estudio y frente a pantallas verdes que, claro está, no se ven, pero casi se “huelen”.


Nada más empezar, el film despacha con celeridad las circunstancias que llevaron a Riddick (Diesel) del trono donde acababa Las crónicas de Riddick y que le conducen, vía la traición de Vaako (un fugaz Karl Urban), puerta abierta a una posible cuarta entrega, a un árido planeta sin nombre donde el protagonista es abandonado a su suerte. Se nota, a juzgar por esa prisa inicial (también, probablemente, porque tampoco hay necesidad de alargar ese prólogo más de la cuenta), que Twohy, asimismo guionista, tiene ganas de llegar cuanto antes a ese mundo desértico y lleno de peligros, tanto da que sean estanques de agua envenenada, como una fauna particularmente hostil en forma de cánidos parecidos a las hienas o repugnantes criaturas “lovecraftianas” que se ocultan deliberadamente bajo la cenagosa superficie de los pocos abrevaderos de agua potable, y que (curiosa idea) se desplazan por la seca superficie del planeta al amparo del húmedo abrigo que les proporcionan las amenazadoras tormentas con gran aparato eléctrico capaces de arrasar la seca superficie de un lugar que parece rechazar la vida, en el cual Riddick sobrevive valiéndose de todo su ingenio para adaptarse al medio, improvisar armas y buscar refugio (en sus propias palabras, recuperando su “lado animal”). Casi huelga añadir que, asimismo como se ha dicho estos días hasta la saciedad y que no tengo problemas en suscribir, lo mejor de Riddick se sitúa en los aproximadamente veinte primeros minutos de su metraje, los que describen la llegada y primeros movimientos del protagonista por el planeta sin nombre, en los cuales Twohy hace gala de sus mejores recursos como realizador: los mismos de sus agradables ¡Han llegado! (The Arrival, 1996), Below (2002) y la mencionada Pitch Black; no he visto Timescape (1992) ni Escapada perfecta (A Perfect Getaway, 2009). Eso no quiere decir que el interés de Riddick concluya una vez pasados esos veinte minutos, si bien es verdad que el mismo se resiente con lo que viene a continuación: la llegada a ese mismo planeta de dos grupos de cazadores de recompensas, uno al mando del irascible Santana (Jordi Mollà, quién lo ha visto y quién lo ve) y otro comandado por el más sereno pero no menos violento Johns (Matt Nable), ambos advertidos de la presencia de Riddick en el planeta por el propio protagonista, quien ha logrado activar una señal de alarma y está a la espera de que alguien venga a darle caza para intentar conseguir así una vía de escape en la nave o naves que transportarán a los cazadores. Digo que el film se resiente con la llegada de estos personajes porque no solo reduce la fuerza e intensidad visual del principio (aún sin perderla por completo), sino porque, como hasta cierto punto era previsible, el dibujo de los cazadores de recompensas da pie para tamizar el relato con todo tipo de tópicos y convenciones heredados del actioner de los ochenta, y antes, del western. No anima la función de un modo excesivamente particular el hecho de que uno de los componentes del equipo de Johns sea una mujer, Dahl, descrita, cómo no, como alguien tan-dura-como-cualquier-hombre con tal de hacerse respetar en un entorno fuertemente masculinizado (a pesar, empero, del atractivo que imprime al personaje la simpática Katee Sackhoff, luciendo aquí prácticamente el mismo vestuario de la serie de televisión Galáctica: Estrella de combate).


Pese a todo, y recuperando, como digo, parte del espíritu pero también del planteamiento dramático de Pitch Black, la introducción de los cazadores de recompensas en la trama da pie a que, durante una considerable parte del metraje central de la película, el principal protagonista casi desaparezca, convirtiéndose en una amenaza en segundo término del relato, el cual pasa a adoptar principalmente el punto de vista de los mercenarios. Más allá de la anécdota de que ello contribuya a la desaparición de Vin Diesel de la pantalla durante unos cuantos buenos minutos (se agradece), de este modo el personaje de Riddick adquiere más relevancia y peso dramático: por así decirlo, es más interesante lo que los demás explican de Riddick que ninguna de sus reflexiones en voz over (las que acompañan aquellos veinte primeros minutos del metraje); como ya ocurría en Pitch Black, el personaje es mejor como presencia de fondo que como protagonista que lleva la voz cantante, pues tampoco da mucho más de sí (acaso este fuera el error de Las crónicas de Riddick), a pesar de que ese efecto dramático queda aquí algo diluido por el hecho de tratarse ya de la tercera película sobre el mismo: el espectador no acude “virgen” a su visionado. Dejando aparte la insistencia de emparentar a Riddick con Pitch Black, tanto a nivel de guión —Johns busca a Riddick no porque le interese el precio puesto a su cabeza…, sino porque es el padre de William J. Johns (Cole Hauser), personaje presente en la primera película, y quiere exigirle explicaciones sobre las circunstancias de su muerte en aquélla— como de puesta en escena —el plano general en el cual, a la luz del fogonazo de un relámpago, Riddicjk descubre la masa de monstruos que le acechan al pie de la ladera donde está encaramado: en Pitch Black había otro de construcción muy similar—, el film llama la atención, positivamente, por la física solidez de las escenas de acción, no solo las de los repetidamente mencionados primeros veinte minutos, sino buena parte de las que acontecen alrededor de los cazadores de recompensas y el bastante logrado clímax que relaciona a todos los personajes, unidos en la causa común de salvar el pellejo frente al ataque del ejército de monstruos. También resulta llamativo el hecho de que, a pesar de su tópica caracterización, los personajes consigan la nada despreciable hazaña de parecer antipáticos, dibujando así, y fuera o no intención de Twohy, un contexto que invita a adoptar cierta distancia hacia el relato, favoreciendo de este modo la descripción de un universo despiadado.

jueves, 26 de septiembre de 2013

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, OCTUBRE 2013, ya a la venta


The Amazing Spider-Man 2 (ídem, 2014), de Marc Webb, ocupa la portada del núm. 339 de Imágenes de Actualidad, correspondiente al mes de octubre de 2013. Este film es objeto de un extenso reportaje en la sección Primeras Fotos, dentro de la cual hallamos avances de otros títulos no menos jugosos, como El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), de Martin Scorsese, y RoboCop (ídem, 2014), de José Padilha.

La actualidad cinematográfica del mes la ocupan los reportajes dedicados a: Gravity (ídem, 2013), de Alfonso Cuarón, y Cuerpos especiales (The Heat, 2013), de Paul Feig, los cuales se completan con una entrevista con la protagonista de ambos films, Sandra Bullock; Don Jon (ídem, 2013), dirigida y protagonizada por Joseph Gordon-Levitt; El mayordomo (The Butler, 2013), de Lee Daniels; El quinto poder (Dentro de WikiLeaks) (The Fifth Estate, 2013), de Bill Condon; Las brujas de Zugarramurdi (2013), de Álex de la Iglesia; Prisioneros (Prisoners, 2013), de Denis Villeneuve; The Bling Ring (ídem, 2013), de Sofia Coppola, que se acompaña de una entrevista con una de sus protagonistas, Emma Watson; Una cuestión de tiempo (About Time, 2013), de Richard Curtis; Insidious: Capítulo 2 (Insidious: Chapter 2, 2013), de James Wan; Plan de escape (Escape Plan, 2013), de Mikael Hafström [Nota bene: Aparece el reportaje en este número como consecuencia del aviso de última hora de la distribuidora aplazando su estreno hasta el 5 de diciembre.]; Capitán Phillips (Captain Phillips, 2013), de Paul Greengrass; la ganadora del Festival de Cannes 2013 La vida de Adèle (La vie d’Adèle, 2013), de Abdellatif Kechiche; y Todos queremos lo mejor para ella (Tots volem el millor per a ella, 2013), de Mar Coll. A todo ello se suman las secciones habituales: Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; Videojuegos, de Marc Roig; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

Dedico el Cult Movie del mes a la famosa película sobre la investigación periodística del escándalo Watergate Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976), dirigida por Alan J. Pakula y protagonizada por Dustin Hoffman y Robert Redford, este último también uno de sus productores: “transmite en más de un momento la impresión de hallarnos, más que ante una obra personal de su director, ante un excelente trabajo de equipo, donde tanto peso específico tiene Pakula como realizador (cuya labor como coordinador de talentos no merece ser echada en saco roto), el guionista William Goldman, responsable de un libreto ejemplar, las excelencias del elenco de intérpretes, la labor del director de fotografía Gordon Willis y la del diseñador de producción George Jenkins. Salvando las distancias, “Todos los hombres del presidente” recupera en parte la sequedad narrativa, esa aparente frialdad de exposición de hechos que encubre en el fondo una gran turbulencia emocional, característica de dos de los últimos y mejores trabajos de Fritz Lang en los Estados Unidos, “Mientras Nueva York duerme” (1956) y “Más allá de la duda” (1956), con la que comparte además su esforzado retrato —no tan brillante como los de Lang, pero no menos incisivo— de una sociedad enferma, dominada por el miedo, que bajo su apariencia de confort encubre una violencia soterrada, un callado sometimiento a un poder gubernamental oscuro y siniestro que opera impunemente en la clandestinidad”.

Firmo también la crítica del celebrado film de Jeff Nichols Mud (ídem, 2013).


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La joven y el autómata: "LA MEJOR OFERTA", de GIUSEPPE TORNATORE


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Movido, lo reconozco, por cierta pereza, no había visto hasta fecha reciente esta película de Giuseppe Tornatore, un cineasta a mi entender poco estimulante, a pesar de la buena fama de la que suele gozar entre cinéfilos embriagados por la nostalgia del “cine de barrio” y “cine de pueblo” su irregular Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), y a la vista de los mediocres resultados de varios de sus films —El profesor (Il camorrista, 1986), Están todos bien (Stanno tutti bene, 1990), el últimamente reivindicado Pura formalidad (Una pura formalità, 1994), o Malena (ídem, 2000), este particularmente infausto—, si bien debo hacer un par de salvedades, por un lado, con La desconocida (La sconosciuta, 2006) y Baaria (Baarìa, 2007), porque no los he visto, y por otro, con El hombre de las estrellas (L’uomo delle stelle, 1995) y La leyenda del pianista en el océano (La leggenda del pianista sull’oceano, 1998), que hasta hace poco me parecían sus mejores trabajos. Digo que me lo parecían porque, a falta de haber revisado desde el momento de su estreno los títulos que le he visto, y de ver los que le desconozco, ahora mismo no dudaría en colocar en cabeza de mis preferencias sobre Tornatore a La mejor oferta (La migliore offerta, 2013).


Lo más logrado reside en la descripción del personaje protagonista, magníficamente interpretado por un siempre espléndido Geoffrey Rush: el tratante, subastador y coleccionista de arte Virgil Oldman. Los primeros minutos de la película se entretienen a describirle cuidadosamente como alguien un tanto especial: un hombre ya maduro, solitario, que vive en un apartamento tan lujoso como algo aséptico. De semblante sombrío y un tanto taciturno, viste elegantemente y, detalle importante, siempre usa guantes (en su piso tiene un ropero inmenso repleto de ellos), que cuando está fuera de casa no se quita ni para comer en los caros restaurantes que frecuenta, salvo para acariciar aquello que más ama: las pinturas cuyo tema es el retrato femenino. De hecho, en la enorme estancia de su vivienda a la cual solo se accede a través de una puerta acorazada, guarda el mayor de sus tesoros: una extraordinaria colección de retratos de bellas mujeres jóvenes de todas las épocas. Llegados a este punto, y más teniendo en cuenta que Tornatore, también autor del guión, va diseminando ciertos detalles al respecto (la pequeña celebración de su cumpleaños que le organizan los dueños del restaurante donde suele comer, y que Virgil recibe con frialdad y cierta tristeza contenida), no cuesta demasiado intuir que el gran problema del protagonista del relato consiste precisamente en esa existencia solitaria, sustentada por un modo de vida que le reporta mucho dinero y notable prestigio (su pericia como tasador de arte y sus elevados emolumentos como subastador provocan la admiración a su paso), pero a la que no se le ven mayores alicientes, salvo ese inmenso amor por el retrato femenino del cual, por descontado, se deduce no tanto una visión idealizada de la mujer por parte del protagonista como el peso de la ausencia de compañía femenina en un hombre acaso envejecido antes de tiempo: su apellido, Oldman (“hombre viejo”), también lo sugiere.


Pero Virgil está lejos de ser un ingenuo en lo que a su trabajo se refiere: su colección de retratos femeninos la ha ido reuniendo con los años gracias a la complicidad de su amigo, Billy (Donald Sutherland), que puja por él en las subastas de cara a la adquisición de esas pinturas; además, Virgil tiene un joven amigo, Robert (Jim Sturgess), un hábil restaurador mecánico al que hará partícipe de sus confidencias, y al que en el fondo envidia, por su juventud y su aparente facilidad para conseguir hermosa compañía femenina, bien sea la de su novia Sarah (Liya Kebede), bien la de una chica rubia con la que probablemente Robert engaña a la anterior. La “debilidad” de Virgil, como ya hemos visto, es otra. Y si bien es verdad que, tal y como se ha afirmado en algunos comentarios y en virtud de cómo está planteada, La mejor oferta resulta hasta cierto punto dramáticamente previsible, no es menos cierto que Tornatore no pretende jugar al suspense sino, más bien, convertir toda la extraña aventura del protagonista a partir del momento en que entra en su vida la misteriosa Claire Ibbetson (Sylvia Hoeks) en una especie de descripción de la psicología de aquél. Dicho de otra manera: por más que haya cierto suspense explícito en lo que se refiere a la extraña relación que se establece entre Virgil y Claire, en la práctica dicho suspense resulta meramente accesorio porque Tornatore prefiere concentrarse en el efecto implícito que tiene sobre Virgil la anómala situación que se produce: Claire ha contratado los servicios de Virgil como tasador para que haga un inventario de todo el arte que tiene en la vieja casa que dice haber heredado de sus padres, pero la joven, que se confiesa afectada por la agorafobia desde muy pequeña, se niega a salir de la vivienda y a que nadie la vea; las primeras conversaciones entre ella y Virgil se producen por teléfono, y luego a través de la pared que cobija la habitación secreta donde Claire vive sola desde hace años. No cuesta de ver el efecto que todo ello produce en Virgil, quien acaba llegando a la creencia de que ha encontrado en Claire a una mujer tan bella como la de los retratos que tanto ama, y además, tan solitaria como él; en suma, a una posible compañera de vida. Tornatore no descuida el carácter artificial, ergo falso, de esta extraña relación, pero esto siempre queda en segundo término de cara a realzar preferentemente la evolución psicológica del protagonista, quien por primera vez en su vida y antes de llegar al ocaso de su existencia nota un sentimiento de amor real hacia una mujer real, por más que en el fondo su afecto esté, por falta de experiencia, tan idealizado como el que profesa a su colección de arte.


Por descontado, la sombra de Alfred Hitchcock flota alrededor de todo esto: la historia del amor de Virgil hacia Claire no es sino una enésima variante de De entre los muertos (Vertigo, 1958); de hecho, ese amor vendría a ser el mcguffin de la función, algo muy importante para el protagonista pero en absoluto importante para Tornatore en cuanto a narrador, quien va despojando de misterio, ergo de idealismo, la relación al principio de amistad y finalmente amorosa entre esa extraña pareja, hasta desembocar en una conclusión, como digo, relativamente previsible, en cuanto coherente con la lógica interna del relato, pero que al mismo tiempo enriquece el perfil del protagonista. De hecho, el clímax del relato no consiste para mí en aquel acontecimiento que pone al descubierto la falsedad del entramado montado alrededor de Virgil, sino que dicho suceso no es sino el detonante de la verdadera (y magnífica) conclusión: ese travelling en lento retroceso que empequeñece a un Virgil de nuevo en soledad, sentado al fondo de ese restaurante de Praga que ha convertido en escenario de ese nuevo sueño idealista que él mismo se ha creado para seguir viviendo. Asimismo, lo más atractivo de La mejor oferta no consiste en el desarrollo (sólido, por lo demás) de la intriga que afecta a Virgil y Claire, sino en la atmósfera del relato, que con su visualización de un mundo en decadencia (el de Virgil y todo lo que él simboliza), enmarcado además en el contexto del amor al arte como telón de fondo, evoca a ratos los ambientes de la fallida antepenúltima película de Luchino Visconti Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974), pero sus resultados se encuentran más cerca, afortunadamente, de ese excelente film de Dino Risi titulado Alma perdida (Anima persa, 1977), por lo que comparte con él de crónica decadente y a la vez sobre la decadencia de un modo de vida (el representado, de nuevo, por Virgil), la cual se va densificando a medida que avanza a base de la sensación de impregnación que van proporcionando los detalles de puesta escena: los travellings que recorren los retratos femeninos que colecciona Virgil; el carácter metafórico de la progresiva reconstrucción del autómata que Robert va confeccionando a partir de las piezas que Virgil encuentra en la casa de Claire; Virgil viendo por primera vez a Claire, escondido detrás de una estatua; el personaje de la enana (Kiruna Stamell) que desde su baja estatura, a ras del suelo, es la testigo decisiva de los auténticos acontecimientos… Una interesante película, que sabe extraer un notable partido de su rocambolesco planteamiento argumental a base de sugerencias que equivalen a notas o digresiones a pie de página que enriquecen su sentido.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Testigo mudo: "PERDER LA RAZÓN", de JOACHIM LAFOSSE


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Parece ser que esta película de Joachim Lafosse —de quien nada había visto hasta ahora, si bien parece ser que el tercero de sus cinco largometrajes hasta la fecha, Propiedad privada (Nue propriété, 2006), conoció estreno en España— parte de un lamentable hecho real: el caso de Geneviève Lhermitte, una mujer que asesinó a sus cinco hijos el 28 de febrero de 2007 en la localidad belga de Nivelles. También es cierto, como ha reconocido el propio Lafosse en diversas declaraciones, que Perder la razón (À perdre la raison, 2012) no es ni pretende ser una reconstrucción fidedigna del caso Lhermitte, sino que toma ese dramático punto de partida para, a partir de un guión elaborado por el realizador en colaboración con Thomas Bidegain y Matthieu Reynaert, efectuar una ficción que ahonde bajo qué circunstancias alguien es capaz de llegar al extremo de matar a seres que son carne de su carne y sangre de su sangre movido únicamente por la desesperación. Perder la razón arranca con una corta escena, resuelta en un solo plano, en la cual vemos a Murielle (Émilie Dequenne), una de las protagonistas del relato, en el lecho de un hospital y dirigiéndose hacia alguien que está junto a su cama, preguntándole: “¿Los enterrarán en Marruecos?”. El tono sombrío de este momento se reafirma en la siguiente escena / el siguiente plano: un encuadre general de un avión estacionado en un aeropuerto, en el cual se cargan cuatro pequeñas cajas blancas: cuatro ataúdes. A partir de entonces, Perder la razón empieza un larguísimo flashback, que cubre la totalidad del resto de su metraje, para mostrarnos minuciosamente qué es lo que ocurrió en el pasado de Murielle que acabó conduciéndola a su actual situación, todavía difusa para el espectador en este punto del relato pero que se irá clarificando, en todo su dramatismo, a medida que avance el mismo.


Unos pocos años antes, vemos que Murielle es la novia de Mounir (Tahar Rahim), un joven marroquí que comparte piso con su benefactor, el doctor André Pinget (Niels Arestrup). No obstante, tal y como están presentados los personajes al principio de la trama, y teniendo en cuenta la familiaridad con que se tratan, resulta lícito pensar que André y Mounir son padre e hijo; esta es, precisamente, una de las peculiaridades del film, y lo que le confiere buena parte de su personalidad: no narra, muestra; no explica, sugiere; no especifica, indica; luego veremos cómo esta peculiaridad es consecuencia de una no menos minuciosa labor de puesta en escena. Pero antes demos más detalles del argumento. Mounir tiene problemas para encontrar trabajo, mientras que Murielle se gana bien la vida como maestra; agobiado por la falta de empleo, Mounir decide aceptar la oferta de André de que trabaje para él como secretario, concertándole las citas para su consultorio privado, y Murielle ve con buenos ojos la proposición. Detrás de esta oferta de André llegará otra: que la pareja, cuando se case, venga a vivir con él: está solo, tiene una casa muy grande, y se sentiría encantado de cederles espacio y que le hagan compañía. La pareja acepta. Pasa el tiempo: Mounir y Murielle van teniendo hijos, primero tres niñas, luego un varón. Murielle, que en un primer momento ha aceptado de buena gana las atenciones, el dinero y la ayuda de André con el piso, empieza a sentir deseos de irse a vivir con su familia a una casa más grande y, sobre todo, que sea suya. André soluciona ese problema a su manera: con la aquiescencia de Mounir pero no la de Murielle, compra un piso mayor que el anterior para seguir viviendo todos juntos. A Murielle le atrae la idea de irse a vivir a Marruecos, cerca de la bondadosa madre de Mounir, Rachida (Baya Belal), pero Mounir se resiste a dejar las comodidades que le brinda André; es más, cuando Mounir le promete a Murielle que hablará con André sobre el asunto y lo hace, este último se enfurece llamándoles desagradecidos, y Mounir no se atreve a llevarle la contraria. La situación empeora para Murielle, que se ve atrapada en una situación familiar y personal que no soporta, y que se va enrareciendo con las constantes recriminaciones de Mounir y André, quienes no paran de criticarla, insensibles al estado depresivo que se está apoderando de la muchacha, todo lo cual va unido a las vagas sospechas de Murielle de que la relación que Mounir tuvo de niño con André fue algo más que un vínculo entre benefactor y protegido…


Si bien es verdad que el guión desarrolla todo esto con admirable precisión, y está espléndidamente sostenido por sus intérpretes —desde un siempre magnífico Niels Arestrup a una Émilie Dequenne que da la sorpresa tras años de haberla visto haciendo mediocres interpretaciones en no menos malas películas (Rosetta, El pacto de los lobos)—, lo mejor de Perder la razón reside en la manera como Joaquin Lafosse expone todo esto. Ya he mencionado que el film no narra hechos, sino que más bien los muestra. De este modo, la presencia de la cámara se hace muy presente en todas las escenas en virtud de la planificación elegida, en virtud de la cual la cámara acaba ejerciendo una insólita función como de testigo mudo, que lo presencia todo pero no interviene en nada, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones. Esa presencia de la cámara se percibe, por ejemplo, en la forma de planificar algunas conversaciones, de modo que la cámara toma los planos/contraplanos de los personajes colocándose a la altura de los hombros de los mismos, como si fuera el punto de vista subjetivo de alguien que está, literalmente, mirando y escuchando por encima del hombro de los personajes lo que están haciendo y diciendo. Asimismo, las escenas filmadas en planos más abiertos están captadas con la cámara colocada junto al dintel de una puerta, o desde un rincón del decorado, sugiriendo siempre la presencia invisible de un tercero imparcial que observa desde un punto de vista cercano y a la vez alejado de los personajes; idéntica impresión producen las escenas de la escuela donde trabaja Murielle, en las cuales la cámara se coloca en el punto de vista de uno cualquiera de sus alumnos sentados en sus pupitres. La cámara está, por tanto, siempre presente, pero al mismo tiempo sabe mantenerse ausente: observa, pero no interviene; mira, pero no comenta lo que ve; registra los hechos, pero sin acotaciones, apuntes ni notas. Me parece una forma espléndida de sugerir la tragedia de Murielle, que se va desarrollando ante los ojos del espectador / del mundo pero sin que nadie pueda hacer nada por ella, salvo asistir a su proceso de perturbación mental, el mismo que la llevará a adoptar una demente decisión que el realizador resuelve de modo, asimismo, extraordinario: primero, mediante un largo plano general fijo de las tres niñas de Murielle mirando la tele en el salón (momentos antes hemos visto a la protagonista llevarse al varón, todavía un bebé, en brazos); oímos la voz de Murielle, llamando una a una a las niñas, a intervalos de pocos minutos y sin que el plano varíe; cuando todas las niñas han desaparecido del encuadre, el plano entonces se corta, para dejar paso a uno nuevo, un plano general de la casa, sobre el cual oímos en off la voz llorosa y desesperada de Murielle, telefoneando a la policía para advertirles que acaba de hacer algo espantoso a sus hijos… Perder la razón es una magnífica película.    

viernes, 20 de septiembre de 2013

Objetivo: La Casa Blanca 2: "ASALTO AL PODER", de ROLAND EMMERICH


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Éramos pocos, y parió la abuela. No contentos con casi haber empezado este año 2013 con un buen asalto a la Casa BlancaObjetivo: La Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013, Antoine Fuqua) (1)—, ahora casi lo acabamos con otro (cinematográficamente hablando, se entiende), pergeñado por el alemán largo tiempo instalado en Hollywood Roland Emmerich, quien parece tener una (divertida) filia, consistente en ver la destrucción de la residencia del primer mandatario de la nación norteamericana, tal y como ya hizo en Independence Day (ídem, 1996) —de la cual, por cierto, está preparando dos secuelas consecutivas: ID Forever Part I e ID Forever Part II: el que avisa no es traidor—, algo a lo que se hace referencia directa en los diálogos de Asalto al poder (White House Down, 2013), y así todo queda en casa.  


El avispado Emmerich, quien probablemente puso en marcha Asalto al poder con vistas a resarcirse de las posibles pérdidas económicas de su anterior y no tan comercial Anonymous (ídem, 2011), su mejor película por otro lado, y que, siguiendo la misma estrategia de mercado, seguramente ha reactivado Independence Day para compensar el fracaso comercial, al menos en los Estados Unidos, de su más reciente propuesta, plantea la misma siguiendo todos los tópicos de lo que hace ya mucho tiempo que se configuró como un género, subgénero o variante genérica con personalidad propia: el actioner. El John Cale (Channing Tatum) de Asalto al poder viene a ser, en este sentido, un heredero directo del John McClane de la serie Jungla de cristal, es decir, alguien que está-en-el-lugar-equivocado-y-en-el-momento-equivocado (¡cuánto enriquece el cine nuestro vocabulario!); nada nuevo bajo el sol, habida cuenta de que el héroe del film de John McTiernan tampoco era un dechado de originalidad, sino un destilado de cientos y cientos de héroes previamente brindados por la cinematografía estadounidense a lo largo de un siglo de historia. Casualmente, Cale se encuentra visitando la Casa Blanca junto a su hija Emily (Joey King); y, asimismo por casualidad, pues el destino es aquí más caprichoso que nunca, se convierte en el único hombre que puede (sigamos enriqueciendo nuestro léxico) marcar-la-diferencia y salvar una situación desesperada: la que se produce a raíz de la toma de la Casa Blanca por parte de un grupo paramilitar formado por elementos de extrema derecha y exsoldados desengañados por la política pacifista del presidente Sawyer (Jamie Foxx), un mandatario que, ¿otra casualidad?, recuerda vagamente a Barack Obama. La unión hace la fuerza (dicen): de ahí que, previo rescate del segundo por el primero, Cale y Sawyer acaben formando equipo, convirtiendo Asalto al poder en una (otra) variante de la fórmula de la buddy movie o “película de colegas”, mostrándonos de paso que, a pesar de su pacifismo y si se presenta la ocasión, el presidente de los Estados Unidos los tiene tan bien puestos como el inefable Harrison Ford de Air Force One (El avión del presidente) (Air Force One, 1997), película de otro alemán residente en Hollywood, Wolfgang Petersen.


A pesar de lo rutinario del guión, servido en bandeja por James Vanderbilt, y de la convencional funcionalidad de la realización, tan insípida y a la vez, y a pesar de todo, no desagradable de ver, característica de Emmerich (el alemán siempre ha sabido filmar, pero no expresar ideas con la cámara: no es lo mismo), hay algunos pequeños aspectos positivos que impiden que el desastre sea total y absoluto. Está, como siempre, el buen hacer de James Woods, quien tiene a su cargo el personaje clave de la función: Walker, el encargado de seguridad de la Casa Blanca y, por eso mismo, el personaje perfecto para organizar un ataque contra ella desde dentro, tal y como ocurre aquí; en este sentido, la manera de apoderarse del lugar resulta relativamente más verosímil que la de Objetivo: La Casa Blanca, por más que la forma como se hacía en esta última fuera más divertida, de puro descacharre; en comparación, Asalto al poder parece algo más sobria, si bien dicha sensación no tarda en desvanecerse, pues el film de Emmerich funciona de menos a más: una vez tomada la sede presidencial, el resto deviene un delirio a base de misiles teledirigidos que repelen cualquier contraataque del ejército norteamericano, tanto da que sea con tanques o helicópteros, e incluso el Air Force One se va a parir monas… Hay que reconocer, empero, que Emmerich sabe manejar el tema de las escenas de acción, todas, como digo, bien filmadas, y sobre todo, bien planificadas; y flota sobre el conjunto del relato cierto humor soterrado que invita a no tomárselo demasiado en serio (suponiendo, claro está, que alguien mínimamente sensato pueda hacerlo), el cual se deja salir subrepticiamente a través de salidas cómicas, por más que, también hay que decirlo, se nota que están insertadas cronómetro en mano: porque “toca”, dicen, para-aliviar-la-insoportable-tensión.  
    
(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2013/05/la-caida-del-olimpo-objetivo-la-casa.html

martes, 10 de septiembre de 2013

"THE TWILIGHT ZONE", en "MISTERIS" (RAC 1), con SEBASTIÁN D'ARBÓ



La madrugada del pasado lunes, se emitió en RAC 1 el programa Misteris, de Sebastián D'Arbó, donde grabé una entrevista a propósito de la serie de televisión The Twilight Zone y del libro que escribí con Jordi Ardid, Àlex Barba, Sergi Grau, Joan Renter y Lluís Vilanova. 

Los interesados pueden encontrarla en el enlace: http://rac1.org/a-la-carta/. Dentro del mismo, se pueden descargar el programa Misteris, concretamente el archivo de las 02:00 horas. (Aviso: Programa grabado en lengua catalana).

miércoles, 4 de septiembre de 2013

La ciencia desencadenada: “FRANKENSTEIN UNBOUND”, de ROGER CORMAN


[Nota previa: Como complemento del “dossier” que “Dirigido por…” dedica estos días a Roger Corman, recupero aquí el comentario que elaboré en su día para el libro co-escrito con Antonio José Navarro “Frankenstein: El mito de la vida artificial” (Nuer Ediciones. Madrid, 2000).] El origen de Frankenstein Unbound (1990) hay que encontrarlo, según parece, en el deseo, más caprichoso que otra cosa, del realizador Roger Corman de regresar al terreno profesional de la realización, faceta que tenía abandonada desde que dirigiera en 1971 El barón rojo (Von Richtofen and Brown). Tras diversos azares de financiación que se remontan a 1986 y que incluyen un primer tratamiento argumental escrito nada menos que por Wes Craven (1), Corman se decantó por una adaptación de la novela de Brian W. Aldiss Frankenstein desencadenado, firmada por él mismo en colaboración con el crítico de cine F.X. Feeney y que contó, de manera no acreditada como tal (si bien su nombre figura entre los agradecimientos finales), con la aportación del guionista Edward Neumeier en los diálogos. Aunque la película tuvo el mayor presupuesto que haya manejado nunca Corman, del orden de 10 millones de dólares, y un buen respaldo publicitario, el resultado fue un fracaso comercial, hasta el punto que en España sólo ha habido ocasión de verla en cinta magnética [con el título, añado aquí, de “La resurrección de Frankenstein”].


Ya hemos hablado de la novela de Aldiss en el capítulo dedicado a otras aproximaciones literarias al mito, por lo que aquí tan sólo nos limitaremos a apuntar las novedades introducidas por Corman en su versión, las cuales en general se caracterizan por su notable simplificación de las ideas del escritor. A cambios puramente formales, como que el protagonista, el político Joseph Bodenland, pase a llamarse Buchanan (John Hurt) y sea un científico en el film, y la desaparición de fragmentos enteros del libro, como la dramática estancia del protagonista en prisión y su desesperada fuga de la misma aprovechando una inundación, hay que sumar otras ideas que no hacen otra cosa que estropear el texto de Aldiss hasta el extremo de alterar, incluso, buena parte de su sentido.


Lo más notorio consiste en comprobar cómo traduce Corman en imágenes las dos principales ideas de Aldiss, a saber, la posibilidad de que la novela de Mary Shelley no fuese una obra de ficción sino un relato basado en hechos reales, y la equivalencia simbólica que se establece entre el experimento del Dr. Frankenstein y el nacimiento de un concepto de la ciencia entendida como fuente de horror, destrucción y muerte. La primera de las dos ideas es la peor expuesta en la película y la que da pie a sus momentos más endebles. Recuérdese que el libro de Aldiss gira en torno a la posibilidad de que un hombre del futuro retroceda en el tiempo hasta el año 1817 y una vez allí descubra la “auténtica” verdad que se oculta tras la gestación literaria de Frankenstein o el moderno Prometeo. Así como Aldiss planteaba la inquietante sugerencia de que Mary Shelley estuviese escribiendo su novela mientras se estaban sucediendo, paralelamente, los hechos que narra sin que ella tenga el menor conocimiento de los mismos, en la película la escritora (encarnada por Bridget Fonda) está más próxima a los acontecimientos, dado que incluso asiste como espectadora al juicio por asesinato contra la criada Justine (Catherine Corman) y será en la sala del tribunal donde Buchanan la verá por primera vez. Lo malo es que este cambio, a priori tan bueno como cualquier otro, no contribuye para nada a dotar de mayor densidad al relato. Es más, la posterior relación de Buchanan con Lord Byron (Jason Patric), Percy B. Shelley (Michael Hutchence) y la propia Mary no tiene ningún interés, no sólo gracias a la pésima labor de los intérpretes que cargan con el enorme peso que supone interpretar a los ilustres ocupantes de Villa Diodati, sino en particular por lo forzada y estereotipada que resulta aquí la atracción amorosa entre el protagonista y la novelista (que Buchanan le enseñe a Mary una copia impresa de su novela ya terminada puede tener su gracia, pero la posterior escena romántica en la que la joven se abraza al protagonista y le dice “Byron y Shelley predican el amor libre. Yo lo practico” es el peor momento del film).


Algo mejor resulta la ilustración de la idea de que el Monstruo de Frankenstein es, en realidad, el Monstruo de la Ciencia que amenaza con destruir a la humanidad en el futuro: una vez dado el paso, ya nada detendrá el afán del hombre por experimentar con fuerzas superiores a él: Frankenstein está desencadenado. El arranque de la película, bastante fiel aquí a la novela de Aldiss, es harto prometedor. Tras la cita de un pesimista comentario de Einstein (“Si llego a saber cómo acabaría todo esto, hubiese sido relojero”), el film nos sitúa en el futurista Nuevo Los Ángeles del año 2031, donde Buchanan está probando un arma de su invención que tiene como efecto secundario la posibilidad de abrir una brecha que permite viajar en el tiempo. También es sugestiva la escena, tomada asimismo de Aldiss, de los hijos de Buchanan enterrando su bicicleta en el jardín porque sus padres les han comprado una nueva. Por otro lado, el hecho de convertir al protagonista del relato en un científico a fin de fortalecer su relación con Frankenstein (Raul Julia) también resulta coherente, hasta el punto de erigirse en la mejor aportación de la versión de Corman respecto al libro de Aldiss (“Somos hermanos, doctor”, afirmará Buchanan).  Lamentablemente, la película tampoco termina de apurar las posibilidades de tan atractivo planteamiento, sobre todo a causa del débil retrato que ofrece del Dr. Frankenstein y de todo lo que afecta a su entorno (y a pesar, por descontado, de los ímprobos esfuerzos del malogrado Raul Julia a la hora de interpretarlo). La descripción de la Criatura (Nick Brimble) no rebasa el nivel del estereotipo, y Elizabeth (Catherine Rabett) también carece de relieve.


Uno de los aspectos más curiosos de Frankenstein Unbound consiste en comprobar de qué forma Corman había permanecido fiel a sus modos cinematográficos a pesar de llevar casi veinte años sin ponerse detrás de una cámara. El director nunca se ha distinguido por su elegancia y sutileza, ni siquiera en sus mejores títulos de la celebrada “serie Poe”, La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960) y El péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, 1962), que si por algo destacaban era por su deliberada exageración de los elementos plásticos y escenográficos, y en Frankenstein Unbound demuestra, para bien o para mal (más lo segundo que lo primero), que su concepción del cine no había variado con los años. Hay momentos en que el film exhibe lo peor de su estilo: esas tres innecesarias secuencias de las pesadillas de Buchanan, que no aportan absolutamente nada al relato, salvo un guiño gratuito, el estallido del pecho del protagonista, a la participación de John Hurt en la famosa Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979).


Los detalles que jalonan el relato también son harto irregulares. Hay uno particularmente extraño: Corman insiste al principio de la llegada de Buchanan a 1817 en las enormes guadañas que empuñan los campesinos del lugar y, más adelante, veremos al propio Buchanan defenderse del ataque de esos mismos lugareños empuñando un palo que también tiene forma de guadaña (¿una alusión indirecta al poder destructivo del científico?). Sin embargo, aquellos otros que pretenden “modernizar” el relato transmiten una penosa sensación de déjà vu: por ejemplo, el coche de Buchanan que lleva incorporado un ordenador que habla con una sinuosa voz femenina parece inspirado en el popular Delorian que aparecía en las tres entregas de la serie Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985-90), mientras que el receptor de televisión del vehículo que informa de extravagantes desastres ocurridos en el mundo del futuro deja ver la aportación específica de Edward Neumeier al guión (2)


Otros momentos están, en cambio, más conseguidos: la bien rodada secuencia en la que el Monstruo persigue el carricoche conducido por Elizabeth; o la escena en la que la Criatura femenina, la cual ha sido creada a partir del cadáver de Elizabeth (y no, como escribe Aldiss, con el de Justine), se da cuenta de su angustiosa nueva situación, y a continuación se suicida pegándose un tiro en el pecho con la pistola de Frankenstein: tanto el planteamiento dramático de este momento, como el artificio del decorado erigido en estudio donde transcurre la acción, anticipan claramente la posterior versión de Kenneth Branagh. Mas en su conjunto, Frankenstein Unbound es una insatisfactoria revisión no ya del mito de Mary Shelley sino también de una novela, la de Aldiss, cuyas sugerencias están apuntadas con escasa energía.

Notas.
(1) Según explica Arthur Joseph Lundquist en su excelente capítulo sobre este film aparecido en We Belong Dead (v. bib.), pag. 273, todo empezó cuando una encuesta de la Universal Pictures indicaba que un elevado porcentaje de público potencial estaría interesado en ver un film provisionalmente titulado Roger Corman’s Frankenstein. En realidad Corman no había manifestado hasta entonces el menor interés por el tema, pero a raíz de ahí empezó a estudiar la idea. En una entrevista concedida a la revista Cinefantastique en 1986, el director anunciaba oficialmente su intención de hacer una película basada en el personaje de Mary Shelley pero dándole un enfoque “futurista”. Entretanto, Wes Craven había escrito un primer tratamiento para ese posible “Frankenstein del futuro”, pero finalmente, cuando el proyecto fue puesto en manos de la Twentieth Century Fox, Corman descartó el guión de Craven y se concentró en una adaptación de la novela de Brian Aldiss. Aunque Lundquist no lo aclara, es posible que el film de Corman fuera objeto de algún tipo de acuerdo posterior de cara a su explotación entre la Fox y la Warner Bros., distribuidora de la película en vídeo.
(2) Acertadas reflexiones de Arthur Joseph Lundquist vertidas en op. cit. infra, pags. 275 y 281. Téngase en cuenta que Edward Neumeier había escrito tres años antes el guión de RoboCop (ídem, Paul Verhoeven, 1987), donde también había una irónica utilización de los informativos televisivos.