skip to main |
skip to sidebar
El cine de bajo presupuesto norteamericano de los años sesenta, es decir, el realizado a caballo del final del cine de serie B propiamente dicho –que era el cine barato producido o bien por las divisiones de serie B de grandes estudios de Hollywood, o bien por pequeñas productoras especializadas en la materia— y del nacimiento de la libre producción de bajo presupuesto –la cual suele fijarse, como efeméride, a raíz de la producción de La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960, Roger Corman) por parte de American International Pictures—, está lleno de pequeños títulos cuyas vicisitudes de producción son tanto o más curiosas que las películas en sí mismas consideradas. Una de esas minúsculas rarezas de culto freak, y además “ideal” para estos días de verano (según esa convención largo tiempo establecida según la cual durante la temporada estival hay que ver films “frescos”, y durante la invernal, “cálidos”), es The Mermaids of Tiburon, una baratísima producción escrita, producida y dirigida por John M. Lamb (1917-2006), quien además se hizo cargo de fotografiar todas sus abundantes escenas submarinas, valiéndose para ello de la experiencia acumulada como operador subacuático para la serie de televisión inédita en España Sea Hunt (1958-1961), encargándose poco después de fotografiar las escenas bajo el agua de la película de Irwin Allen Viaje al fondo del mar (Voyage to the Bottom of the Sea, 1961) y de la popular serie de televisión homónima (1964-1968) a la cual esta última dio pie. Ahora bien, The Mermaids of Tiburon no fue sino la ópera prima como realizador de Lamb, quien entre 1965 y hasta 1986 dirigió otros cinco largometrajes y produjo casi una docena inscribibles, todos ellos, en los márgenes del exploitation puro y duro; por ceñirnos a su obra como director, aclaremos que The Raw Ones (1965) es un documental sobre un campamento nudista; Mondo Keyhole (1966), codirigido con Jack Hill, un sórdido relato de ficción en torno a un violador que opera por Los Ángeles; y Sexual Freedom in Denmark (1970), Sexual Liberty Now (1971) y Sex Freaks (1974), sendos documentales de temática sexual, firmados con el seudónimo M.C. Von Hellen.
The Mermaids of Tiburon fue realizada en 1961 pero no se estrenó en los Estados Unidos hasta junio de 1962, de ahí que suela salir este último año en la mayoría de fichas, y se rodó en color, si bien según algunas fuentes también conoció exhibiciones en blanco y negro (en este caso, y suponiendo que fuera cierto, lo que quizá se hacía era proyectar los copiones, es decir, las copias “de trabajo” más económicas reveladas en blanco y negro; una práctica, por cierto, frecuente en muchos cines de barrio españoles durante los años sesenta). The Mermaids of Tiburon es una modesta fantasía marina que, tal y como fue concebida en un primer momento, era –y es— una película “para todos los públicos”, habida cuenta la ingenuidad y “blancura” de su argumento. El doctor Samuel Jamison (George Rowe), un biólogo marino que trabaja en un parque acuático californiano, recibe la noticia de la existencia de una rara y valiosísima variedad de perlas con destellos de colores que, según todos los indicios, tan sólo se encuentran en la isla mejicana de Tiburón, situada en el golfo de California (la cual, por cierto, existe realmente). Jamison viaja a una ciudad de la costa para reunirse con alguien que es quien ha facilitado la información sobre las perlas y tiene más datos sobre las mismas, pero al llegar se encuentra con que esa persona ha desaparecido. El protagonista toma una lancha motora y él solo, por su cuenta y riesgo, viaja a la isla. Cuál no será su sorpresa cuando, al poco de llegar, descubre en las aguas circundantes de Tiburón a… ¡una sirena! (Diane Webber): la clásica mujer mitológica con cola de pez y estratégicas conchas marinas cubriendo sus senos, al menos en esta versión del film (volveremos sobre esta cuestión más adelante), y que vive junto a otras hermanas respecto a las cuales, se supone, ella es su mandataria (Webber consta en los títulos de crédito como “Reina sirena”), custodiando juntas el tesoro de la isla, que no es sino las gigantescas conchas en cuyo interior nacen las codiciadas perlas Pero, poco después de la llegada de Jamison, arriba al lugar un desagradable individuo, al cual hemos visto en el muelle donde el protagonista ha tomado su lancha; se trata de Milo Sangster (Timothy Carey, luciendo aquí un llamativo parecido con Andy Garcia), quien en compañía de un ayudante mejicano llamado, cómo no, Pepe (José Gonzales-Gonzales), también tiene conocimiento de la existencia de las perlas y ha llegado a Tiburón con la intención de apoderarse de ellas, matando a Jamison si es preciso.
Buena parte de la, digamos, pequeña fama freak de The Mermaids of Tiburon se debe a que se trata, básicamente, de un film con dos versiones: la “familiar”, que acabamos de mencionar, y un posterior remontaje “para adultos” efectuado en 1964 y asimismo realizado por John Lamb, conocido según las ocasiones como Aquasex, Aqua Sex, The Aqua Sex y The Virgin Aqua Sex (de hecho, la copia en DVD que yo he visto, y de la que luego hablaré, acredita la película como una producción de Aquasex Inc.), el cual consiste principalmente en la remoción de diez minutos de metraje y el añadido de nuevas secuencias en las cuales aparecen más chicas haciendo de sirenas… pero en topless, cuando no completamente desnudas en determinados momentos. Por lo demás, ambas versiones son prácticamente idénticas, dado que se trata en puridad de conceptos de la misma película pero con dos distintos montajes. Lo más probable es que la idea de remontar The Mermaids of Tiburon y convertirla en The Aqua Sex fuera del propio Lamb, habida cuenta su posterior y entusiasta carrera como cineasta en el terreno del cine exploitation. Llama la atención que, para el montaje “adulto”, Lamb no volviera a requerir los servicios de Diane Webber, nombre artístico de la modelo y ocasional actriz de Los Ángeles Marguerite Empey (1932-2008), más que nada porque Webber –la cual volvería a trabajar con Lamb en la mencionada serie de televisión Viaje al fondo del mar, precisamente en uno de los episodios con fotografía submarina de este último, titulado The Mermaid (1967), en el cual interpretaba de nuevo a una sirena— era famosa en los Estados Unidos por haber sido portada y principal eje de atención de numerosas revistas de temática nudista norteamericanas de los años 50 y 60, siendo ella misma, su esposo e hijos practicantes habituales del nudismo, lo cual significa que salir sin ropa en una película no debía suponerle ningún problema. Por tanto, puede que su no intervención en el montaje “adulto” se debiera a una cuestión de disponibilidad laboral, a que sus creencias nudistas quizá chocaran de frente con el desvergonzado propósito exploitation de Lamb, o simplemente a que ni siquiera fue tenida en cuenta para el proyecto. Ello explica que la protagonista femenina del montaje “adulto” fuera en esta ocasión la modelo Gaby Martone, también conocida como Gaby Ryke y como Gaby Martine, y una habitual de la prensa gráfica “para adultos” de la América de los 60, la cual volvería a trabajar con Lamb en Mondo Keyhole encarnando a una de las víctimas del violador.
Es el momento de señalar que The Mermaids of Tiburon, en sus dos versiones, se encuentra editada en DVD en los Estados Unidos, en una edición multi-zona de la firma Psycho Tronica –acompañada de otra “perla”, nunca mejor dicho: la coproducción mejicano-cubana Yambaó (Alfredo B. Crevenna, 1957)—, que como suele ser habitual en esta firma dedicada a recopilar “clásicos” del exploitation de esa época pone el acento en la versión “adulta”, aquí titulada The Mermaids of Tiburon – Nude Version, pero también incluye la versión “familiar” en el apartado de extras. Llegados a este punto, casi resulta obvio concluir que The Mermaids of Tiburon, en cualquiera de sus dos versiones, es una mediocre producción: está narrada con desgana (la insistente voz en off de Jamison narrando sus impresiones llega a hacerse verdaderamente cargante) y los personajes son de una pieza; las sirenas, a pesar de su belleza física (en particular la muy fotogénica Diane Webber), transmiten un escaso erotismo; casi puede afirmarse que tampoco lo hacen las más destapadas mujeres pez de la versión “adulta”, que ya es decir, y ello se debe en gran medida a la torpeza de la realización; Timothy Carey también carga las tintas en su papel de villano, y otro tanto puede afirmarse de José Gonzales-Gonzales en su muy tópico rol de mejicano comme il faut que, para colmo de males, de vez en cuando se agarra a su guitarra y se pone a hacer algo parecido a cantar…; las escenas en las que aparece un tiburón, obviamente mecánico, son risibles; y, en sus líneas generales, la versión “adulta” es sublimemente ridícula, habida cuenta de que las sirenas que aparecen en el material rodado a posteriori ni siquiera lucen cola de pez (sic), y algunas de ellas aparecen nadando con aletas de submarinista (¡): una auténtica filfa. Por no hablar, claro está, de la feroz misoginia y el sexismo que transmite el producto: las sirenas son, en todo momento, una especie de sublimación de lo Femenino en su concepción más estereotipada (risitas, sensualidad, mohines, y lo que muchos varones más "aprecian" del sexo femenino: ¡no hablan ni dentro ni fuera del agua!); resulta impagable ese momento en que, para acercarse a la Reina sirena, Jamison coge una especie de flores subacuáticas del fondo y se las ofrece a la mujer pez, convencido que de –nos instruye su voz en off— todas las mujeres son “iguales”, tengan o no cola de pez…; ni que decir tiene que su gesto de seducción se salda con el éxito. Asimismo, lo único que llama la atención de la versión “adulta” es, por descontado, una agresividad misógina y políticamente muy incorrecta hacia las mujeres mucho mayor que en la versión “familiar”: véase la secuencia en la cual Sangster, con equipo de respiración autónoma, se pelea bajo el agua con una de las sirenas en topless y acaba arrancándole la escasa pieza de ropa que la chica lleva puesta, y cómo a continuación el villano emplea su fusil submarino para herir gravemente a otra sirena disparándole un arpón. Lo más curioso de ambas versiones acaso sea, junto con la buena calidad de la fotografía submarina de Lamb (se nota que esta debía ser una de sus principales preocupaciones), el angustioso momento en el cual el malvado Sangster paga sus fechorías con la vida: persiguiendo a las sirenas por el interior de las cuevas submarinas que habitan las primeras, convencido de que acabarán conduciéndole al cubil de las perlas, Sangster queda atrapado en una caverna sin salida y agota su provisión de aire sin poder salir a la superficie.
Bella Swan sigue liándola: LA SAGA CREPÚSCULO: ECLIPSE (THE TWILIGHT SAGA: ECLIPSE, 2010), DE DAVID SLADE
No es que tuviese muchas esperanzas puestas con respecto a esta tercera entrega de la serie de films basados en las novelas de Stephenie Meyer, pero cuanto menos creía que el por ahora desigual David Slade, firmante de la a mi entender muy mediocre Hard Candy (ídem, 2005) y de la, en cambio, interesante y no del todo apreciada 30 días de oscuridad (30 Days of Night, 2007), iba a intentar sacarle algo más de jugo a lo previamente transitado por Catherine Hardwicke en Crepúsculo (Twilight, 2008) y por Chris Weitz en La saga Crepúsculo: Luna nueva (The Twilight Saga: New Moon, 2009), sobre todo en lo que a esta última se refiere, la cual consiguió la dudosa hazaña de lograr que, por comparación, Crepúsculo casi pareciera buena. Por desgracia no ha sido así: si bien es verdad que, como se ha dicho estos días, Eclipse hace gala cuanto menos de unas aceptables secuencias de acción, y en general se revela una película como mínimo más entretenida que Luna nueva, el resultado se encuentra poco más o menos a la altura de sus predecesoras, más bien tirando a bajo, y adolece de todos y cada uno de los defectos de la serie que, según parece, David Slade no ha querido o no ha podido soslayar: a la espera de sus ediciones en formatos domésticos, los rumores respecto a la existencia de un director’s cut “más violento” y todas esas zarandajas no me parecen otra cosa que la consabida comidilla de preestreno.
A falta de conocer por mí mismo el libro –me ha faltado valor para leerlo—, lo que Eclipse plantea tiene, sobre el papel, ciertas posibilidades. En esta ocasión, la heroína más gafe de la historia del cine fantástico, Bella Swan, sigue liándola sin hacer absolutamente nada –y sin que su intérprete, Kristen Stewart, varíe en absoluto de expresión a lo largo de todo el metraje—, y en esta ocasión se supera a sí misma: si en Crepúsculo acabó enamorándose de un chico, Edward Cullen (Robert Pattinson), que miren ustedes por dónde resultaba ser un vampiro, y en Luna nueva se sentía atraída por otro chico, Jacob (Taylor Lautner), el cual, arrea, era un hombre lobo, ahora nuestra querida amiga desencadena ella solita una guerra de criaturas sobrenaturales en la cual se enfrentan, por un lado, un ejército de salvajes (no mucho) vampiros primerizos comandados por la vengativa Victoria (Bryce Dallas Howard) y un acólito suyo llamado Riley (Xavier Samuel), y por el otro, el ejército resultado de la forzada pero eficaz asociación de la familia de vampiros Cullen y la familia de acalorados hombres lobo a la que pertenece Jacob. En teoría, la idea de que un personaje femenino (Bella) sea algo así como una especie de indirecta fuente de todos los males, cuyo olor y cuya sangre actúan como un imán para lo sobrenatural, y de que ello esté relacionado con el hecho de que todavía siga siendo virgen, confiere al asunto una hipotética aureola mítico-legendaria en la cual, por desgracia, no se profundiza en absoluto. Asimismo, la idea de que existan vampiros primerizos incapaces de controlar su sed de sangre y que no saben convivir entre los seres humanos, como sí han aprendido a hacerlo vampiros más maduros y experimentados como los Cullen, también tiene cierta gracia, pero el guión y la realización pasan por encima de ello. Hay un tercer bando metido en el ajo que ya asomaba la nariz en Luna nueva: los aristocráticos vampiros conocidos como los Volturi, que son algo así como los reyes de los no-muertos (y que, curiosamente, como ya se veía en el anterior film, son los únicos que van ataviados con ropas de vampiro “clásicas”); la presencia de estos últimos propicia el único momento de auténtica crueldad del relato: tras la batalla de los Cullen y los hombres lobo contra los primerizos bebedores de sangre, los primeros intentan, en vano, convencer a Jane Volturi (Dakota Fanning) y a su séquito de que perdonen la vida a una niña vampirizada, Bree (Jodelle Ferland); pero esta última es ejecutada sin piedad, en un momento que Slade resuelve –no sabemos si por decisión propia o de producción— mediante un rápido fundido a negro. Todo, en conjunto, está tan sólo apuntado, o bien completamente desaprovechado, en aras de las convenciones más rancias del cine “romántico” de/ para adolescentes, carta esta última que, dentro de su medianía, el primer Crepúsculo jugaba de manera más honesta y clara: allí no había posibilidad de llamarse a engaño. Otro aspecto que llama la atención de Eclipse, también negativo, es que a pesar de incluir un par de flashbacks que recrean el pasado de dos miembros de la familia Cullen, el dibujo de los mismos prácticamente carece de relieve. Sorprende, asimismo desagradablemente, lo desaprovechadas que están algunas atractivas actrices: a las ya mencionadas Bryce Dallas Howard, Dakota Fanning y Jodelle Ferland podríamos añadir a Julia Jones (Leah Clearwater), mujer lobo de magnética presencia que se integra sin problemas entre sus descamisados congéneres masculinos por razones, me temo, de “corrección política”.
Como aceite y agua: NOCHE Y DÍA (KNIGHT AND DAY, 2010), DE JAMES MANGOLD
Supongo que el título castellano de esta película de James Mangold protagonizada por Tom Cruise no tiene el ladino propósito de establecer un vínculo con el que tuvo en España un film de Michael Curtiz sobre Cole Porter protagonizado por Cary Grant, Noche y día (Night and Day, 1946), y que se trata, como se ha afirmado, de un mero problema técnico a la hora de hacer una traducción con sentido del original Knight and Day, “Caballero y día”. Lo cierto es que, una vez vista la película, el título original tiene su propio sentido: el juego de palabras entre knight, caballero, y night, noche, podemos aplicarlo simbólicamente a la relación de la pareja protagonista, personajes antitéticos como la noche y el día o como el aceite y el agua, en lo que puede verse fácilmente una enésima reedición de una “guerra”, la de los sexos, en la cual el cine de Hollywood jamás ha firmado un armisticio: la que se desencadena entre un agente secreto aparentemente invencible e indestructible llamado Roy Miller (Cruise), sobre el cual pende una fea (y, naturalmente, falsa) acusación de traición a su patria, y la “princesa en peligro” de la función, una rubia que responde al nombre de June Havens (Cameron Diaz) cuyas mayores excentricidades consisten en su afición a coleccionar piezas de coches clásicos (ergo, antiguos) para luego reconstruirlos en su taller, y en su tendencia a ponerse botas altas para acompañar sedosos vestidos que la convención social ha establecido como idóneos para las personas de sexo femenino. Pero, además, el “caballero” del título apunta asimismo tanto a la pequeña figurita de plástico de un guerrero medieval con armadura que Roy compra en el aeropuerto y dentro de la cual oculta algo parecido al mcguffin del relato –una pila nuclear inagotable pero inestable bautizada con el nombre que, en la mitología griega, tenía el dios del viento del oeste: Céfiro—, como al hecho de que Knight sea el verdadero apellido de Roy, esto es, el apellido de sus padres, que le consideran muerto desde el momento en que el protagonista decidió ingresar en los servicios secretos del gobierno norteamericano.
Acabo de mencionar que el Céfiro es una especie de mcguffin hitchcockiano; recordemos que la definición rápida de mcguffin lo describe como algo muy importante para los personajes del film pero poco o nada importante para el realizador en cuanto narrador de la misma; maticemos que el Céfiro en cuestión no termina de ser un mcguffin porque al final acaba jugando un papel relevante en la resolución de la trama. Una trama que, cierto, tiene cierta aureola a lo Hitchcock y reminiscencias al famoso tema del falso culpable, aunque la ligereza del tono y la notable inflexión cómica de la misma recuerda más bien a ciertas añejas comedias de acción de Philippe de Brocca al servicio de Jean-Paul Belmondo, como El hombre de Río (L’homme de Rio, 1964), Las tribulaciones de un chino en China (Les tribulations d’un chinois en Chine, 1965) o Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo (Le magnifique, 1973). Noche y día, versión Mangold, es a su vez un vehículo para el lucimiento de Tom Cruise, hasta el punto que tanto la propia trama como la caracterización del personaje vienen a ser un nada encubierto homenaje a prácticamente todos los elementos más populares, y popularizados, que han fabricado la imagen del astro norteamericano en estas últimas dos décadas. En este sentido, y más acentuado si cabe por el prisma humorístico que domina la función, el Roy Miller que Cruise encarna con comodidad viene a ser una síntesis del Personaje, con mayúsculas, que ha interpretado en la mayoría de sus anteriores éxitos taquilleros: una combinación del Ethan Hunt de la trilogía (pronto, tetralogía) de Misión imposible, pasado por el filtro ligeramente auto-paródico del patrón del “triunfador con debilidades humanas” tipo Jerry Maguire, al que dio vida en un film de Cameron Crowe de nada grato recuerdo. A su lado, una Cameron Diaz que empieza a dar muestras de deterioro físico (algo patente sobre todo en sus escenas en bikini) se limita a repetir asimismo, si bien en menor escala que su compañero de reparto, el prototípico rol de rubia atolondrada-pero-de-buen-corazón que ha dominado el grueso de su poco estimulante carrera como actriz.
Ni que decir tiene a estas alturas que Noche y día tan sólo es un producto veraniego hecho a la medida de sus estrellas, en el cual apenas hay un par de aspectos positivos que impiden que el desastre sea total y absoluto. El primero es su sentido del humor, que invita al espectador de manera constante a mirarse con distancia un argumento que es poco más que una sucesión de equívocos y escenas de acción; por lo que a nosotros puede “tocarnos”, los mejores chistes (o peores, según se mire) son los relativos al tópico traficante de armas español interpretado por el siempre horrible Jordi Mollà (cuya presencia plantea, acaso sin pretenderlo, la mejor broma de la función: ¿cómo puede ganarse la vida un traficante de armas en un país que, como España, se encuentra entre los primeros del mundo en fabricación y venta de armamento…?), y la delirante persecución automovilística por las calles de una Sevilla amenizada por… ¡un encierro de toros a lo San Fermín! (dicho sea de paso, no es la primera vez que Sevilla y Tom Cruise aparecen unidos en delirante maridaje: recuérdese, en la tampoco particularmente gloriosa Misión imposible II (Mission: Impossible II, 2000, John Woo), aquella quema de fallas valencianas por las calles sevillanas…). El segundo aspecto relativamente positivo es la labor tras las cámaras de un James Mangold que asume, en una mezcla de resignación, lucidez y profesionalidad, su condición de director de orquesta de una sinfonía en cuya composición no parece haber tenido mucho que decir, lo cual se traduce en algunos (pocos) buenos momentos irónicos que impiden que el resultado arroje un saldo tan despreciable como se ha afirmado estos días: el plano aéreo combinado con travelling que permite ver, desde el exterior y a través de las ventanillas del avión de pasajeros, la pelea de Roy contra los asesinos que intentan matarle (el cual se diría un guiño visual al travelling de aproximación a la ventanilla del TGV francés que mostraba Brian De Palma en la primera y mejor Misión imposible/Mission: Impossible, 1996); durante la primera persecución automovilística por la ciudad, ese divertido plano en el cual, desde el punto de vista subjetivo de June dentro del coche, vemos la moto que conducía Roy saltar por los aires sin su piloto y a este último aterrizando aparatosamente sobre el capó; y la inesperada elipsis que, de nuevo desde el punto de vista subjetivo de una June a la cual Roy acaba de administrar un anestésico para poder ponerla a salvo, pasa del ataque aéreo a la isla a otro escenario, frustrando las expectativas del espectador que desee ver cómo se las arregla el superagente secreto para salir de este nuevo atolladero: lástima que, hacia el final, esta misma situación se repita de manera inversamente proporcional, perdiendo así su gracia.
¿Dónde están nuestros hijos?: LONDON RIVER (ídem, 2009), DE RACHID BOUCHAREB
London River es un ejemplo de otro estilo de “típica película”, en este caso las que vienen precedidas por el sello de calidad que otorgan, sin que nadie les haya autorizado previamente dicha potestad, los así llamados festivales cinematográficos, por más que a la hora de la verdad muchos de ellos tengan más de mercado que de festivo. Realizada por el cineasta francés de origen argelino Rachid Bouchareb, quien tras su muy convencional Days of Glory (Indigènes, 2006) ha vuelto a embarcarse recientemente en una nueva reivindicación del papel de los argelinos en la historia del siglo XX titulada Hors-la-loi (2010), como si tuviese la poco disimulada esperanza de erigirse en el Spike Lee franco-argelino, London River no pretende, en cambio, ser otro jalón de ese orgullo de raza en formato fílmico, por más que ambiciones no le falten. Amante de los temas “fuertes”, Bouchareb mira en esta ocasión al fenómeno del terrorismo islámico, y más concretamente a un trágico hecho real –el atentado de Londres el 7 de julio de 2005—, para describir a partir del mismo un sencillo contraste de caracteres: el que se produce entre Elisabeth Sommers (Brenda Blethyn), una madura granjera inglesa y viuda, y Ousmane (Sotigui Kouyaté), un africano residente en Francia desde hace quince años que trabaja como guarda forestal. El azar une sus vidas de manera trágica: tanto Elisabeth como Ousmane viajan a Londres para buscar a sus descendientes, la primera a su hija Jane y el segundo a su hijo Ali, ambos universitarios de los cuales han dejado de tener noticias desde el día del atentado reivindicado por Al Qaeda. El temor razonable ante la posibilidad de que sus hijos hayan sido asesinados en dicho atentado les conduce a una búsqueda frenética de los mismos por hospitales y comisarías de policía. No obstante, London River no pretende ser una digresión sobre el terrorismo sino, más bien, sobre el choque cultural, los prejuicios racistas y, en última instancia, la necesidad de concordia universal.
Dicha digresión se desarrolla, lo hemos apuntado, sobre el agudo contraste de sus protagonistas. Elizabeth es una mujer descrita como alguien más bien tradicional y conservador; al principio del film, la vemos visitar la tumba de su difunto marido, sentándose a su lado, limpiándole las hojas secas que le han caído encima y poniéndose a hablar tiernamente con él, en una imagen “a la antigua usanza” que, claro, puede hacer pensar en John Ford, si bien creo que la intención de la misma es antes la de dibujar el carácter de Elisabeth que la de hacer un mero guiño. Por su parte, Ousmane es un africano, y musulmán para más señas, que hace gala de esa elegancia silenciosa característica de la imagen, asimismo tradicional, del africano de apariencia serena que vive y deja vivir. Ni que decir tiene que estos personajes, y con independencia de la excelente interpretación que de ellos efectúan sus magníficos actores, son estereotipos mil veces vistos: Elisabeth, la granjera un tanto rústica y aislada del mundo moderno, y que agobiada por una vida de trabajo en la granja ha perdido no sólo el contacto con su hija, sino incluso la noción de la vida que lleva o puede llevar esta última en la gran ciudad; y Ousmane, el cual, siguiendo la convención, tiene un trabajo, guarda forestal, que le permite aquello que normalmente se les atribuye a los personajes no occidentales procedentes de países del denominado Tercer Mundo, es decir, “el contacto con la naturaleza” (expresión que, si bien probablemente en el momento en el cual fue acuñada se hizo con la mejor de la intenciones, en muy poco tiempo ha acabado convertida en un mero eslogan publicitario gracias a la aterradora capacidad que siempre ha demostrado la sociedad capitalista para absorber, integrar y pervertir dentro de su sistema hasta lo que se esgrime en su contra). Sus reacciones son, asimismo, tópicas: Elisabeth reacciona de forma visceral ante la falta de noticias de su hija, la cual no contesta sus insistentes mensajes a través de eso sofisticado mecanismo de esclavitud social llamado telefonía móvil, mientras que Ousmane se mantiene siempre lúcido, sereno, “africano”, incluso ante la peor de las adversidades; Elisabeth siente miedo ante Ousmane la primera vez que se ven las caras (la inmediata reacción de la primera es quitarle al segundo la fotografía de la reunión de estudiantes de lengua árabe en la cual sus hijos aparecen juntos, y a continuación denunciarle a la policía), y se “escandaliza” ante la confirmación de que “su” blanca y rubicunda Jane y “el negro” Ali no sólo eran condiscípulos, sino que además convivían como pareja en el apartamento de la primera; mientras que Ousmane, siempre muy “africano”, observa mucho, habla lo justo y se muestra asombrado ante las formas de la estupidez humana que imperan en el autodenominado Primer Mundo. También es tópica la posterior relación de amistad y complicidad que se da entre los protagonistas, que acaban compartiendo incluso aquel mismo apartamento de sus hijos bajo un clima de cordialidad y mutuo respeto. London River no es un film despreciable, a pesar del débil entramado dramático que lo sostiene. Rachid Bouchareb lo filma con solidez y cierta elegancia formal, aunque la película prácticamente no hace gala de ninguna idea de puesta en escena relevante, contagiándose de los ambientes londinenses donde se desarrolla la trama principal a fin de erigirse en una mera variante del cine realista británico a lo Ken Loach. El problema, si es que de “problema” puede hablarse, es que se trata de una película que lo que cuenta, y casi el cómo lo cuenta, se desprende de una lectura de su guión, siendo sus imágenes, correctas pero inexpresivas, un mero soporte para narrar algo que en todo momento está a la vista del espectador y que no esconde nada más entre sus recovecos o fisuras. Puede afirmarse incluso que el mejor plano del film es precisamente el último: esa áspera imagen de Elisabeth, de nuevo en su granja y cavando con rabia en el duro suelo de su huerto, que viene a erigirse en una metafórica conclusión y, a la vez, resumen de las intenciones y los resultados de la película: ¿y ahora… qué?
De vampiros y “vampiranos”: EL CIRCO DE LOS EXTRAÑOS (CIRQUE DU FREAK: THE VAMPIRE’S ASSISTANT, 2009), DE PAUL WEITZ
Más cine de vampiros de/ para jóvenes, basado también en una serie de novelas de vampiros de/para jóvenes, en este caso las de Darren Shan. Y, por una de esas extrañas casualidades/ caprichos del mundo del cine, resulta que Paul Weitz firma esta película el mismo año que su hermano Chris se hacía cargo de La saga Crepúsculo: Luna nueva. Ahora bien, sería injusto comparar El circo de los extraños con la saga de films que parten de los libros de Stephenie Meyer, porque lo cierto es que, con todas sus insuficiencias y defectos, y a pesar incluso de sus discretos resultados, la película de Paul Weitz resulta muy diferente y, hasta cierto punto, curiosa, por más que, insisto, no termine de dar todo aquello que promete. Pero vayamos por partes: si la serie Crepúsculo (los films: no hablo de los libros) hace gala, al menos por ahora (y no tiene trazas de cambiar en el futuro… salvo la consabida incorporación del 3D), de un melifluo tono romántico-adolescente, e incluso de un exceso de seriedad (que a ratos, e involuntariamente, dé risa es otra cuestión), El circo de los extraños (la película: tampoco hablo de los libros) apuesta por la ironía y el humor negro como signos distintivos. En este sentido, el film de Paul Weitz se encuentra espiritual e incluso estética y formalmente más cerca de algunas propuestas de cine de vampiros para adolescentes de los años ochenta, como Noche de miedo (Fright Night, 1985, Tom Holland) o Jóvenes ocultos (The Lost Boys, 1987, Joel Schumacher) –ninguna de las dos despreciables, sobre todo la segunda—, que de los jóvenes no-muertos de Stephenie Meyer. Otro rasgo distintivo: es un relato que, a pesar de su excesivamente marcado carácter juvenil, en la peor acepción del término (la que equivale a coyuntural), mira mucho al pasado, acogiendo en su seno numerosos elementos tradicionales del cine de terror: vampiros que duermen en ataúdes durante el día; un “circo de los extraños” que, naturalmente, evoca a Tod Browning, Ray Bradbury y la Hammer, dirigido por un gigante y habitado por enanos, una mujer barbuda, una niña mono, un chico serpiente y un hombre lobo…; arañas venenosas, pactos diabólicos, cementerios… Todo tiene, por así decirlo, sabor, o cuanto menos lo promete. El problema es si finalmente lo da.
Me temo que, a pesar de las buenas intenciones del producto, el resultado no es ni mucho menos tan suculento como parece. Hay que reconocer, empero, que lo intenta. Los actores, en general, se creen lo que están haciendo: John C. Reilly, como el vampiro Larten Crepsley, Ken Watanabe, como el gigantesco director del circo llamado, cómo no, Mr. Tall, Michael Cerveris, como el melifluo Mr. Tinny, Ray Stevenson, como el vampiro (o, mejor dicho, “vampirano”: luego hablamos de esto) Murlaugh, incluso un fugaz Willem Dafoe, como el vampiro Gavner Purl, están convincentes (no tanto Salma Hayek, la mujer barbuda Madame Truska: no se cree el papel ni lo hace creíble); hasta los menos experimentados Chris Massoglia (Chris), Josh Hutcherson (Steve) y Jessica Carlson (Rebecca, la chica mono) cumplen bien con sus cometidos. Fotografía, decoración y efectos visuales también resultan efectivos. Los problemas vienen por otro lado: un guión con posibilidades, pero que no apura todos los atractivos ingredientes en juego; y una realización correcta, que tampoco. El relato, en sus líneas generales, peca por indefinición y cierta incoherencia. Por ejemplo, en las primeras escenas asistimos a la descripción de la vida cotidiana de Chris, un chico harto-de-sus-padres (Don McManus y una gordísima Colleen Camp: ¡quién la recuerda como conejita de Playboy en Apocalypse Now!), cuyo hartazgo está visualizado por Paul Weitz en virtud de una rápida sucesión de cortas secuencias que hacen pensar, naturalmente, en la especialización de este realizador en el terreno de la comedia, en solitario o codirigiendo con su hermano Chris. Hasta ahí, perfecto, si no fuera porque, bien avanzada la proyección, todo el cinismo y sarcasmo de ese arranque termina dando paso al sentimentalismo más convencional y ramplón, haciendo que al final Chris experimente “buenos sentimientos” hacia su familia cuando esta última corra peligro por culpa del Mr. Tinny y los “vampiranos” (ahora llegamos a esto: ya falta menos). Es el consabido truco de un guión que no se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias sus planteamientos de base y en el que también incurría, por ejemplo, la reciente y a mi entender muy sobrevalorada Kick-Ass: listo para machacar (Kick-Ass, 2010, Matthew Vaughn); en resumen, mucho ruido y pocas nueces. Otro inconveniente que resta fuerza al relato reside en esa separación, tan frecuente y molesta dentro del último cine fantástico y que, ésta sí, crea un vínculo peligroso entre El circo de los extraños y la serie Crepúsculo, consistente en diferenciar entre monstruos “buenos” y monstruos “menos buenos” o “malos”: aquí, los vampiros “buenos” o “menos malos”, representados por Crepsley y el joven Darren, que tal y como le explica el primero al segundo han aprendido a convivir con los seres humanos tomando de ellos la mínima cantidad de sangre para subsistir, y los famosos “vampiranos”, que no son sino los continuadores de la tradición de bebedores de sangre que no ven en la humanidad más que a ganado con el cual alimentarse indiscriminadamente. Pero todo esto, que puede ser más o menos discutible o que incluso puede gustar más o menos, en última instancia apenas tiene relieve por culpa de la tibia puesta en escena de Paul Weitz, que no saca todo el partido posible a no pocas ideas de atractivo planteamiento: la descripción de la amistad y luego rivalidad entre Chris, el chico que acaba convirtiéndose en vampiro en contra de su voluntad, y Steve, el joven rencoroso que quería ser vampiro y acaba transformado en “vampirano” por puro resentimiento con el mundo y con la vida; la secuencia de la araña blaugrana Octa, la mascota de Crepsley, corriendo suelta por los pasillos del instituto, que no termina de tener toda la gracia que pretende; sobre todo, la decepcionante introducción al mundo mágico del Cirque du Freak acampado en las afueras de la ciudad: la cámara lo recorre tan rápido que resulta prácticamente imposible apreciar los detalles asombrosos de ese mundo de fantasía teóricamente sin límites… La mejor secuencia acaba siendo la de la representación teatral de los freaks del circo en el pequeño teatro local, en la cual la aparición de cada nueva “rareza” que se incorpora al escenario sugiere la presencia de ese universo de maravillas que, al final, no terminan de manifestarse por completo.
El ogro verde sienta la cabeza: SHREK: FELICES PARA SIEMPRE (SHREK FOREVER AFTER, 2010), DE MIKE MITCHELLNunca he sido un incondicional de la serie Shrek; es más, me molesta que durante algunos años fuera utilizada como ejemplo a seguir dentro del cine de dibujos animados norteamericano, a modo de contraposición con el cine de animación de Walt Disney, en un debate al cual puso punto final, y de manera artísticamente contundente, Pixar. Absurda polémica que, además, en el fondo no tenía apenas ninguna base sólida, habida cuenta de que, si bien el primer fillm de la saga del ogro verde, Shrek (ídem, 2001, Andrew Adamson y Vicky Jenson), era bueno pero tampoco extraordinario, no podía decirse lo mismo de sus dos siguientes y progresivamente peores secuelas, Shrek 2 (ídem, 2004, Andrew Adamson, Kelly Asbury y Conrad Vernon), y sobre todo, la aburridísima Shrek Tercero (Shrek the Third, 2007, Chris Miller y Raman Hui). De ahí que me haya llevado una pequeña sorpresa con Shrek: felices para siempre, que si bien está lejos de ser una buena película, hay momentos en que casi lo consigue, y cuanto menos está bastante por encima de la tercera entrega, lo cual ya es de agradecer. En primer lugar, el guión, sin ser un portento de imaginación –digámoslo ya, para quitárnoslo de encima de una vez, que se inspira en la premisa que sustentaba el magistral ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946) de Frank Capra—, está bien construido, tiene sentido del ritmo y, sorprendentemente, no abusa tanto del humor coyuntural que lastraba Shrek 2 y Shrek Tercero. Y la animación, asimismo, es posiblemente la mejor de las cuatro entregas de la serie, de tal manera que, a ratos, el film consigue exhibir algo que no aparecía ni siquiera –dado su elevado tono irónico— en el primer Shrek: bellas imágenes, particularmente en las aquí bastante logradas escenas de acción.
Lo que, en cualquier caso llama la atención, al margen de los valores intrínsecos del film que acabamos de anotar, es su contenido extrínseco, sobre todo si se mira el arco dramático establecido con respecto al primer Shrek. Si este último alardeaba de su condición de mirada ácida e irreverente hacia la tradición de los más clásicos cuentos de hadas, por más que ese contenido transgresivo fuese en el fondo más aparente que real pues, a fin de cuentas, la película acababa respetando la convención del happy end, en Shrek: felices para siempre –el propio título español ya lo dice— asistimos a la culminación del proceso de “domesticación” del ogro verde. Al principio del relato, Shrek lamenta que su actual condición de cabeza de familia, amante esposo y padre de tres pequeños y ruidosos ogritos haya aplastado su “vida de ogro” bajo el peso de la más aburrida rutina pequeño-burguesa. Shrek se ha convertido en aquello que más odiaba en el pasado: un ogro que ya no ruge cuando quiere, sino cuando se lo piden los pelmazos en las fiestas de cumpleaños de sus hijos; que ya no asusta a la gente, pues todo el mundo le conoce y le quiere; que ya no puede revolcarse en el barro cuando le da la gana, porque los quehaceres hogareños acaparan su atención y le quitan tiempo libre; etc., etc. Todo ello visualizado, al igual que hemos comentado con respecto a El circo de los extraños, mediante una rápida sucesión de cortas secuencias cuya velocidad pretende ser un reflejo del agobio del personaje protagonista. Shrek se lamenta de todo ello a su amada Fiona, la cual le dice que no sabe apreciar lo que tiene: que “lo tiene todo” (esposa, hijos, amigos, cariño). La salida a toda esta frustración se la proporciona el famoso duende de casi impronunciable nombre, Rumpelstiltskin, quien le hace firmar un contrato mágico gracias al cual vivirá durante un día entero como el ogro que había sido en el pasado, y todo ello a cambio de regalarle al duende un solo día de su infancia; la trampa, claro está, consiste en que el duende se queda con el día en que Shrek nació; y de este modo, al no haber venido al mundo, nunca rescató a la princesa Fiona del castillo donde estaba retenida por la dragona (tal y como se vio en el primer Shrek), y Rumpelstiltskin consiguió, a cambio de chantajear a los reyes y padres de Fiona, apoderarse del reino de Muy Muy Lejano. De este modo, los esfuerzos del ogro verde con tal de restablecer todo lo que el duende ha deshecho con su magia perversa consistirán en un proceso de recuperación de aquello que ha perdido de un plumazo: volver a hacerse amigo de sus viejos camaradas el Asno y el Gato con Botas (aquí convertido en una obesa parodia de sí mismo), y reconquistar el amor de Fiona (reciclada en líder de una rebelión de ogros contra la tiranía del duende), partiendo de la base de que, al no haber nacido “nunca”, ahora ninguno de ellos le reconoce… Dicho de otra manera: Shrek: felices para siempre acaba convirtiéndose en una metáfora, disfrazada bajo los cómodos ropajes del espectáculo de animación por ordenador para toda la familia (y, aquí, también en 3D), del proceso de (re)conversión de un ogro que quería ser libre y acaba abrazando de nuevo y por propia voluntad la causa de la esclavitud pequeño-burguesa, en su modalidad más conservadora y adocenada: amante esposa, queridos hijos, muchos amigos, y fiestas de cumpleaños con tarta y bromas incluidas. Ello no es óbice para que, “píldoras” ideológicas aparte, el film funcione a ratos con una eficacia superior a la demostrada en Shrek Tercero. Hay momentos que, inesperadamente, tienen gracia, tal es el caso de la llegada de los reyes de Muy Muy Lejano al campamento de Rumpelstiltskin y sus brujas (en particular, por el aire lumpen que exhiben estas últimas); o el momento en que, dentro del carromato del duende, este último tienta a Shrek con la posibilidad de volver a ser el ogro que era antes, resuelto con inesperada sobriedad y con una vis cómica de cierta calidad. Brillan, asimismo, las secuencias de acción, entre las cuales destacan, como suele ser habitual en este tipo de producciones, las más espectaculares: el “ataque aéreo” de las brujas sobre Shrek; o, en particular, la pelea final en el salón del trono del ejército de ogros rebeldes contra las hechiceras partidarias de Rumpelstiltskin. En la balanza de lo negativo hay que volver a reiterar defectos congénitos y reiteraciones de ideas explotadas en los anteriores títulos de la serie, tales como el abuso de famosas canciones pop, o el ya excesivamente sobado gag del Gato con Botas que, con tal de conseguir su propósito, sabe poner la más tierna de las expresiones de indefensión a fin de desarmar emocionalmente a sus oponentes.
El film de Vincenzo Natali Splice, de próximo estreno, acapara la portada del núm. 28 de Scifiworld, el cual destaca, entre otros interesantes contenidos, una entrevista con el propio Natali y un Especial John Carpenter. Mi contribución, bajo el genérico Terrores inéditos, consiste en un artículo que aborda la cuestión de la existencia de películas fantásticas de estos últimos años, entre ellas algunas muy recientes y muy importantes, que no sólo no parecen encontrar distribuidor de cara a su estreno en salas comerciales de España, sino que ni siquiera merecen un estreno en formatos domésticos. “No hay ninguna razón lógica por la cual, por ejemplo, una película de una calidad más que destacable como “Trick’r Treat” (Michael Dougherty, 2008) no se mereciera ser vista en la oscuridad de una sala y hallamos terminando viéndola en DVD con el título de “Truco o trato. Terror en Halloween”. ¡Y todavía hay que dar gracias por ello! Porque quedan muchos films fantásticos interesantes que ni siquiera han merecido el honor de un estreno en formato para hogares. Pero no se trata aquí de protestar o denunciar la actitud de las distribuidoras y los exhibidores de cine en España, sino de llamar la atención sobre cinco títulos que, en el momento de escribir estas líneas, todavía no tienen fecha de estreno en salas españolas ni de salida para su alquiler o venta en formato doméstico”. Esas cinco películas que comento a lo largo del artículo son todas ellas interesantes por uno u otro motivo, y alguna, realmente notable: las estimables Below (2002), de David Twohy, e Il nascondiglio (2007), de Pupi Avati; las excelentes Eden Lake (2008), de James Watkins, y The Children (2008), de Tom Shankland; y, sobre todo, Halloween II (2009), de Rob Zombie, esta última particularmente impresionante.
Al igual que la portada del más reciente número de Imágenes de Actualidad, la película de Christopher Nolan Origen es el principal reclamo de la portada del nuevo Dirigido por… correspondiente al período estival. Además de incluir una crítica de este film y una entrevista con su realizador, así como otros comentarios de interés sobre las nuevas películas de Woody Allen, André Téchiné, François Ozon y Neil Marshall, la revista propone la segunda y última parte del dossier dedicado a Orson Welles y un artículo sobre la serie Pesadilla en Elm Street a propósito, claro está, de la nueva versión cuyo estreno está previsto para este mes de julio.
Mi contribución a este número es más bien escasa en cantidad, pero espero que sea atractiva en lo que a calidad se refiere, dado que se centra en un par de películas harto curiosas bajo mi punto de vista. La primera de ellas es The Trap (2007), un excelente film del cineasta serbio Srdan Golubovic que bien merece la atención del cinéfilo inquieto, dado que es un más que interesante thriller y hace gala de una lograda intensidad dramática.
La segunda es una rareza que ocupa este mes la itinerante sección Cinema Bis y se titula Los diablos de la oscuridad (1965); se trata de una producción británica de terror de bajo presupuesto realizada por Lance Comfort, uno de tantos y tantos artesanos de la cinematografía inglesa que bien merecería mayor atención de la que se le profesa, y que cerró una filmografía prácticamente desconocida en España con este film de vampiros rodado en llamativos colores (los cuales, por descontado, no se perciben en la fotografía en blanco y negro, por lo demás excelente, que acompaña a estas líneas), y que puede verse como un intento de imitación del estilo de Hammer Films que tanto imperaba por aquella época.
Hay películas que, a pesar de su notable interés, no gozan del favor del público en el momento de su estreno (que es la manera suave de decir que fueron fracasos comerciales…), pero que el tiempo, y sobre todo el recuerdo de quienes las vieron con agrado en su día, o el descubrimiento tardío vía filmotecas, televisión o formatos domésticos, acaban revalorizándolas en mayor o menor medida y con mejor o peor fortuna. Uno de esos films más o menos “malditos” que, poco a poco, se han ido ganando un lugar siquiera pequeño en la memoria del aficionado es esta asimismo modesta producción de finales de los ochenta: Miracle Mile (1988), escrita y dirigida por Steve De Jarnatt. Con un presupuesto de tan sólo tres millones de dólares, se saldó en las taquillas norteamericanas con una recaudación de alrededor de millón y medio, si hemos de creer en los datos proporcionados por la útil pero no siempre fiable The Internet Movie Database. Se presentó en España en el marco del Festival de Cinema Fantàstic de Sitges en 1999, donde se alzó con un premio a los mejores efectos especiales, y salvo error del que suscribe no conoció estreno comercial en salas de nuestro país, si bien creo recordar que tuvo una añeja edición castellana en VHS bajo el título de 70 minutos para huir, y estoy seguro de que fue emitida por televisión con este mismo título, dado que fue entonces cuando la vi por primera vez, y ya me pareció que era un film más que estimable. Una reciente revisión en DVD de importación (en una edición norteamericana de MGM, zona 1, que cuenta con la comodidad añadida de un subtitulado en castellano, algo muy frecuente en los Estados Unidos de unos años a esta parte) me ha confirmado que Miracle Mile es una buena película, excelente en algunos momentos, y que bien merece un recuerdo.
Acaso porque coincide con ella en su temática y atmósfera apocalípticas, Miracle Mile guarda concomitancias con Los pájaros (The Birds, 1963), sobre todo en lo que a su estructura narrativa se refiere. Si la extraordinaria película de Alfred Hitchcock arrancaba, recordemos, con una escena de seducción entre Melanie Daniels (Tippi Hedren) y Mitch Brenner (Rod Taylor) en una pajarería, en un fragmento que jugaba profusamente con los equívocos (Melanie finge ser dependienta del establecimiento, y Mitch le sigue el juego), el film de Steve De Jarnatt empieza en el museo de historia natural de Los Ángeles: allí es donde Harry Washello (Anthony Edwards) conoce y se enamora de Julie Peters (Mare Winningham), una profesora que acompaña a un grupo de jóvenes alumnos por las dependencias del lugar. La gran diferencia reside en el punto de vista elegido por ambos realizadores, así como en el tratamiento visual de sus respectivas secuencias: si en Los pájaros el relato está construido alrededor del personaje de Melanie, y la secuencia en la pajarería descarga su magistral eficacia en el ingenioso empleo de las jaulas de las aves a modo de metáfora de la relación que se establece entre Melanie y Mitch (personajes “enjaulados” a su vez en sus propias circunstancias personales y sus diferentes maneras de entender la existencia: la mujer adinerada que vive la vida al compás de su capricho, y el hombre soltero que todavía lo hace con su posesiva madre viuda –Lydia: Jessica Tandy— porque no ha encontrado aún a la mujer que merezca la aprobación de aquélla), en cambio Miracle Mile se distancia, relativamente, del planteamiento hitchcockiano haciendo que sea aquí el personaje masculino, Harry, quien lleve la voz cantante del relato, dado que todo transcurre desde su punto de vista, y además, está contrapunteado con la adición de su voz en off. Acabo de mencionar que ese distanciamiento es relativo, habida cuenta de que en Miracle Mile el personaje femenino, Julie, es el que vive con su madre, Lucy (Lou Hancock), si bien esta última no es viuda, sino una mujer durante largo tiempo irreconciliablemente peleada con su ex marido, Ivan (John Agar), lo cual también le hace tener sus particulares opiniones con respecto a las relaciones hombre-mujer; ahora bien, es necesario añadir rápidamente que el dibujo de la relación de Julie con sus padres es mucho más secundario con respecto a la que tenía Mitch con su madre en el film de Hitchcock.
La principal diferencia entre el arranque de Los pájaros y el de Miracle Mile reside en el tratamiento argumental y narrativo de esta última: si en el film de Hitchcock, nos hallábamos en una pajarería llena, por tanto, de jaulas con aves vivas, en el de Steve De Jarnatt estamos en un museo de historia natural poblado con animales disecados y/o artificiales; no por casualidad, Miracle Mile empieza con una serie de imágenes documentales, ya con el contrapunto de la voz en off de Harry, que nos narran rápidamente cuál ha sido la historia de la vida humana sobre la Tierra desde el Big Bang hasta la actualidad; tampoco por casualidad, la imagen en dibujos animados del simio que paulatinamente va convirtiéndose en un hombre enlaza con la primera imagen que vemos en la película de Harry. Su voz en off nos informa ahora que el protagonista nunca ha tenido, como suele decirse, “suerte con las mujeres”, pero que en ese preciso instante y lugar acaba de descubrir a “su mujer ideal”: Julie. De manera, a mi entender, muy ingeniosa, Steve De Jarnatt planifica la secuencia que viene a continuación, en la cual vemos a Harry mirando y siguiendo disimuladamente a Julie y sus alumnos por el museo, e incluso intentando hacer cosas para que ella le vea (intentando, por así decirlo, “ponerse a tiro”…), en virtud de una serie de elegantes planos medios combinados con travelling lateral hacia la derecha; esta planificación resulta además muy sugerente, porque los encuadres de Harry paseando por el museo y seguido por la cámara nos van mostrando, como imagen de fondo, las vitrinas del museo de historia natural donde vemos reproducciones artificiales de la vida natural o de los hombres primitivos, como si esos travellings fuesen, en cierto sentido, una especie de panorámica por la historia de la humanidad; además, dichos planos en movimiento sugieren asimismo lo que acabará siendo el leitmotiv de la principal acción del relato: los movimientos de Harry en pos de Julie, la persecución, la huida.
Tras esta bonita secuencia, que culmina en la primera y feliz conversación casual entre Harry y Julie y el establecimiento de una primera cita, el relato prosigue internándose, sin mayores complicaciones, en la descripción de una convencional historia de amor. Pero incluso cuando el film se introduce en este tramo más estereotipado, el relato no pierde interés gracias a la sencilla pero eficaz descripción de los personajes protagonistas, muy bien defendidos además por los actores, unos excelentes Anthony Edwards y Mare Winningham, y a la elegancia de la puesta en escena, que confiere cierto encanto a este tramo del relato y no abusa de las convenciones del, digamos, “cine romántico”. Llama la atención el dibujo del personaje de Harry, cuya ropa (viste un traje azul con cierto aire demodé) y profesión (trabaja en una orquesta que toca música de los años cincuenta), junto con sus gafas, todo lo cual le da un aire a lo Glenn Miller, lo convierte en un personaje “anticuado” incluso para el momento en que se realizó esta película (finales de los ochenta); en cierto sentido, Harry es un personaje “del pasado”, fuera de su tiempo actual; de ahí que su concepción del amor sea, asimismo, “clásica”, o mejor dicho, parece sacada asimismo de una película de Hollywood de los cincuenta. Algo parecido le pasa a Julie, una joven soltera que, ya lo hemos apuntado, sigue viviendo con su madre, y con un vestuario y una actitud a medio camino entre la estética hippie de los sesenta y el look de los setenta (cabello corto, botas altas, un gran pañuelo cubriendo sus hombros), lo cual unido a su carácter, entre ingenuo e intuitivo, le confiere asimismo cierto aire retro. Dicho de otro modo: Steve De Jarnatt describe deliberadamente a sus protagonistas como amantes “a la antigua”, porque busca establecer de esta manera un agudo contraste con la terrible situación que se va a producir más adelante y que relatamos a continuación.
Pero, antes de llegar a la misma, la pareja protagonista sufre su primera “pelea de enamorados” como consecuencia de un malentendido, asimismo, muy hitchcockiano. Harry y Julie se han citado alrededor de medianoche en una cafetería que abre toda la noche. Como consecuencia de un accidente en el fluido eléctrico, el bloque de apartamentos donde Harry vive se queda sin luz y el despertador del protagonista, que mientras tanto se ha dormido, no suena. Julie se presenta puntual a la cita, pero Harry no viene y ella, desilusionada, se marcha tras esperarle largo rato. Cuando Harry se despierta y advierte lo ocurrido, corre a la cafetería, pero previsiblemente la chica ya se ha marchado. Incapaz de regresar a su apartamento, Harry se queda por allí. Es a partir de entonces que se produce una nueva situación que, además de muy hitchcockiana, vuelve a remitir, asimismo, a Los pájaros. Subrepticiamente, el inserto de unos planos generales del exterior de la cafetería, encuadrados de tal manera que el reloj digital giratorio que cuelga del techo de la entrada ocupa el primer término del plano, ya nos ha sugerido que el tiempo va a ocupar un lugar preeminente en el desarrollo del relato. Suena el teléfono de la cabina que está delante del local; Harry, que ha telefoneado desde allí a Julie para disculparse por llegar tarde, coge la llamada; pero la voz al otro lado del auricular es la de un hombre aterrorizado que ha telefoneado al número de la cabina por error (su intención era telefonear a su padre), y que le dice que trabaja en un silo de misiles, que un fallo mecánico ha provocado el lanzamiento de varias cabezas nucleares contra “el enemigo” (no hace falta ser un lince para adivinar que se trata de Rusia), y que nada impedirá que, automáticamente, aquél replique con sus propios misiles. Dentro de cincuenta minutos los misiles norteamericanos habrán alcanzado sus objetivos, y veinte minutos más tarde los Estados Unidos sufrirán la réplica de los del enemigo. En setenta minutos, Los Ángeles quedará arrasada. La conversación telefónica se interrumpe bruscamente: se oyen disparos y gritos, y luego la voz de otro desconocido le dice a Harry que olvide lo que ha oído… Sin embargo, la situación parecida a la de Los pájaros a la que me refiero no es ésta (por más que coincida con la idea de la amenaza de destrucción de la humanidad), sino la que se produce inmediatamente después: un aturdido Harry trata de explicarles lo que sabe a los dependientes y escasos comensales de la cafetería a esas horas (son más de las cuatro de la madrugada), los cuales forman un variopinto grupo de personas: el dueño negro de la cafetería y su camarera; dos hombres con mono de trabajo que mantienen una charla insustancial; un travestido y un hombre con traje y corbata que le acompaña; una elegante mujer con traje chaqueta. Ni que decir tiene que, de buenas a primeras, todos le toman por loco, excepto la mujer mencionada en último lugar: esta última sabe que lo que cuenta Harry es verosímil (intuimos que tiene un trabajo “importante”), y vía teléfono móvil –téngase en cuenta que la película es de 1988: sólo los altos ejecutivos usaban celulares tan grandes y caros como el que esgrime este personaje—, confirma la historia de Harry. La secuencia, hábilmente construida y excelentemente interpretada, es un claro equivalente a aquélla de Los pájaros en la cual Melanie y Mitch se refugian del ataque de las aves en la cafetería del pueblo junto a otro variado grupo de personas que van expresando sus puntos de vista sobre la situación.
A partir de este momento, el nudo del film consiste básicamente en: 1) los esfuerzos de Harry con tal de llegar hasta Miracle Mile, la zona de Los Ángeles donde Julie vive con su madre; y 2) tomar con ellas –finalmente, sólo con Julie— un helicóptero que partirá desde la azotea de uno de los rascacielos del centro de la ciudad con dirección al aeropuerto, y desde allí un avión que les alejará antes de que se produzca la réplica nuclear. Ni que decir tiene que alcanzar estos objetivos supondrá para Harry sortear todo tipo de dificultades: de entrada, en la cafetería le roban el coche, lo cual le obliga a tomar otro medio de transporte para ir a buscar a Julie; tiene que saltar en marcha de una camioneta, porque se aparta de su objetivo; sin embargo, armado con una pistola que ha conseguido robar al furibundo dueño de la cafetería y conductor de esa misma camioneta, detendrá a un chico negro que conduce un descapotable (Wilson: Mykelti Williamson), en realidad un pequeño delincuente, y le forzará a llevarle hasta donde vive Julie, no sin antes tener un altercado en una gasolinera con el dueño armado de la misma y con una pareja de agentes de policía que patrullan en coche, el cual concluye violentamente; una vez en casa de Julie y su madre, resulta que la primera se ha tomado un potente somnífero para acostarse y está profundamente dormida, por lo cual Harry debe cargarla en brazos hasta que recobre el conocimiento; camino de la azotea desde donde tomarán el helicóptero, y con las primeras luces del día, la huida de los amantes se complicará tras haberse extendido la noticia del inminente ataque nuclear, provocando pánico en las calles, caos circulatorio y una oleada de violencia irracional entre la gente… Todo ello está bien resuelto por Steve De Jarnatt, por más que se eche en falta la densidad de las dos primeras grandes secuencias (la del museo y la de la cafetería) que hemos desglosado líneas atrás. En este sentido, se nota el esfuerzo del realizador por compensar el bajo presupuesto de la película, mediante una realización ágil y dinámica que guarda ecos (positivos) del cine de John Carpenter. Y si bien es verdad que hay momentos cogidos por los pelos –cfr. la mencionada pelea en la gasolinera—, no es menos cierto que los aciertos superan a los errores.
Una tercera influencia de Hitchcock se percibe en la evolución del personaje de Harry y, algo menos, el de Julie, dos seres humanos, como ya hemos visto, en cierto sentido “anticuados”, a los cuales las duras circunstancias a las que se enfrentan, juntos o por separado, les obligan a evolucionar: a madurar (al igual que maduraba, salvando las distancias, la Melanie de Los pájaros). Con tal de salvar a Julie y sobrevivir, Harry se ve forzado a convertirse en el hombre de acción que nunca ha sido; resulta significativo el hecho de que, como consecuencia de su agitada aventura nocturna, en un momento dado –cuando salta de la camioneta en marcha— se le rompan sus gafas, y con ello, simbólicamente, su forma de ver y mirar las cosas; algo parecido le ocurre a la no menos bondadosa Julie, la cual en medio del caos del amanecer acaba aceptando la pistola que Harry le tiende para que se proteja. Puede verse Miracle Mile, asimismo, como el proceso de “despertamiento a la realidad” de dos soñadores que se sienten incómodos en la época que les ha tocado vivir y que se enamoran en el peor momento posible: el amor perfecto de Harry y Julie acaba siendo el último estertor idealista de un mundo que ha terminado matándose a sí mismo. Resulta ilustrativa de la evolución de los protagonistas la estupenda escena en la cual ambos, junto con Wilson y la hermana de este último, Charlotta (Kelly Jo Minter), a la cual ha ido a recoger a su casa con la esperanza de ponerla a salvo, son acorralados por la policía dentro de los grandes almacenes a los cuales han ido a parar en circunstancias azarosas: la secuencia tiene un tono sombrío y trágico (Charlotta muere en brazos de Wilson, y éste suplica a Harry que le pegue un tiro para poder reunirse con su hermana) que anticipa la tonalidad triste, melancólica y absolutamente a contracorriente del final: la desesperación del momento hace que los padres de Julie se reconcilien y decidan pasar juntos sus últimos minutos de vida; Harry y Julie alcanzan la azotea del edificio poco antes de que los primeros misiles atómicos se descarguen sobre Los Ángeles (un inquietante detalle: la cegadora luz de la detonación nuclear derrite, literalmente, los ojos de un hombre que también esperaba huir en helicóptero); los protagonistas son recogidos in extremis por el piloto del helicóptero (Brian Thompson), un pintoresco personaje secundario vestido con ropa para hacer aerobic (sic) al cual Harry ha reclutado en un gimnasio y que le ha puesto como única condición para ayudarles el poder llevar consigo a… su novio, otro chico gay asimismo vestido para el aerobic. Pero es demasiado tarde: el piloto está malherido, la explosión nuclear desestabiliza el aparato y lo hace estrellarse en el estanque de brea del museo de ciencia natural, el mismo lugar frente al cual los protagonistas mantuvieron su primera conversación. Harry y Julie, atrapados dentro del helicóptero que se está inundando rápidamente, mueren juntos, y el realizador sabe expresar, de manera sencilla y a la vez poética, el terrible romanticismo del momento cubriendo los rostros de la pareja con una sombra oscura (el líquido que sube) antes de pasar a un fundido en negro y, a continuación, a uno en blanco, coincidiendo con el sonido de la detonación atómica. Un final nada convencional para una película más que simpática, sorprendente incluso.