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lunes, 9 de diciembre de 2024

“UN VIAJE POR EL CINE FANTÁSTICO Y DE TERROR” vol. 2, ya en preventa



La editorial Applehead Team ya ha puesto en preventa (1) el segundo volumen de Un viaje por el cine fantástico y de terror, ambiciosa obra que recorre la historia del género y que, como su subtítulo indica, abarca en esta ocasión el arco temporal, temático y estilístico que va Del hombre de la cara de cuero a la aventura de Neo en Matrix.



Como en el primer volumen, este segundo, en el cual he tenido el placer de participar después de haberlo hecho ya en el primero, agrupa los nombres de un excepcional equipo de colaboradores, formado por José Abad, Tonio L. Alarcón, Jordi Ardid, J. P. Bango, Álex Barba, Quim Casas, Sergi Grau, José María Latorre (de quien se publica, a título póstumo y a modo de homenaje, su comentario sobre Blade Runner aparecido en Dirigido por… en el momento del estreno del famoso film de Ridley Scott), Dario Lavia, Elisa McCausland, Ramón Monedero, Juan Andrés Pedrero Santos, Joan Renter, David Salgado, Diego Salgado, Álvaro San Martín, Adrián Sánchez, Rubén Sánchez Trigos, Javier Trigales, Javier J. Valencia, Joaquín Vallet Rodrigo, Pablo Vázquez y Juan Carlos Vizcaíno Martínez, todos ellos de nuevo bajo la coordinación de Lluís Vilanova, quien también aporta sus textos al respecto.



Mi contribución a este segundo tomo ha consistido en la redacción del capítulo 5, titulado El Apocalipsis… ¡ahora!: La ciencia ficción USA de los años 70, donde abordo una parcela del género que siempre me ha sido muy querida, la formada por el cine de ciencia ficción realizado en esa década en los EE.UU., donde comento, entre otras, desde las secuelas de El planeta de los simios hasta El abismo negro, pasando por El último hombre… vivo, La amenaza de Andrómeda, Almas de metal, Naves misteriosas, Cuando el destino nos alcance, Rollerball, Nueva York, año 2012, La fuga de Logan, Engendro mecánico, Capricornio Uno, El planeta de los buitres o Quinteto.



A ello añado un apartado específico del capítulo 13, el titulado Sombras del pasado, terrores del presente: fantasmas y casas encantadas (1970-1990), en el cual hablo, entre otras, de Pesadilla diabólica, La leyenda de la mansión del infierno, Escalofrío, Terror en Amityville, Al final de la escalera, Historia macabra y Haunted.


Y otro apartado específico, en este caso del capítulo 17, Realidades virtuales, destrucciones masivas: La ciencia ficción USA en los 90, titulado Mañana, mañana, te quiero, mañana. Mañana será peor que hoy…, en el cual comento Días extraños, Gattaca y Dark City.



Finalmente, mi aportación se cierra con el capítulo 33: Bestiario fantástico: Guerreros y princesas, brujas y dragones. El cine fantástico de aventuras de los años 80, en el cual arrojo una mirada panorámica sobre, principalmente, Excalibur, Conan el bárbaro/Conan el destructor/El guerrero rojo, El señor de las bestias, el díptico de Terry Gilliam Los héroes del tiempo y Las aventuras del Barón Munchausen, el de Jim Henson Cristal oscuro y Dentro del laberinto, El dragón del lago de fuego, Krull, La historia interminable, Lady Halcón, Legend, Oz, un mundo fantástico, La princesa prometida, Willow, Los inmortales y títulos inscritos también dentro del género de la animación: la trilogía de René Laloux El planeta salvaje/Los amos del tiempo/Gandahar: Los años luz, la de Ralph Bakshi Los hechiceros de la guerra/El Señor de los Anillos/Tygra, hielo y fuego, el díptico de Don Bluth NIMH: El mundo secreto de la Sra. Brisby/En busca del valle encantado y las rarezas Heavy Metal y Taron y el caldero mágico.

 


(1) https://appleheadteam.com/producto/un-viaje-por-el-cine-fantastico-y-de-terror-vol-2/?fbclid=IwY2xjawHEKd1leHRuA2FlbQIxMAABHVQ39MC2FUw9nExRkCYBiTY1-cRSYRxnXS2qw-_lmxkV_m4uT_IEbAQ1rw_aem_tKcrCqgWmp0A5LCkOLYJUw 

lunes, 25 de noviembre de 2024

“DIRIGIDO POR…”, diciembre 2024, a la venta

 


El n.º 556 de DIRIGIDO POR… cierra el año cinematográfico con un dosier especial dedicado al próximo estreno de la nueva versión de Nosferatu (ídem, 2024), compuesto por un estudio dedicado a su director, Robert Eggers, un avance de esa misma película y un artículo dedicado a las influencias e imitaciones del Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) de F.W. Murnau. Por si fuera poco, a todo ello hay que añadir la segunda y última entrega del dosier en dos partes dedicado a Max Ophuls; reseñas de los más recientes films de Jacques Audiard, Paul Schrader, Robert Zemeckis, Edward Berger, François Ozon, Paolo Sorrentino y Hong Sang-soo; y crónicas de los festivales de Valladolid, Valencia y Molins de Rei.



Mi contribución a este número ha consistido en el mencionado artículo sobre Nosferatu: el legado vampírico de Murnau.



A ello añado la crítica de la extraordinaria película de Vera Chytilová Las margaritas (Sedmikrásky, 1966), a riesgo de exagerar, la película más libre de la historia del cine, o por lo menos una de las más libres, y que se repone en cines en versión restaurada estos días.



Mi aportación se cierra con las reseñas, para la sección Críticas, de Red One (ídem, 2024, Jake Kasdan), y del entrañable documental de José Manuel Serrano Cueto Osario Norte: Los últimos días de San Valentín (2023); y, para la sección Streaming/TV, el comentario de los episodios 6 a 9 de la más que simpática serie de Marvel Televisión Agatha, ¿quién si no? (Agatha All Long, 2024).



Y, ya que estamos con Nosferatu, avanzar que el número de enero de 2025 incluirá otra de esas “cuentas pendientes” de la revista con un gran clásico de todos los tiempos: el mismísimo Friedrich Wilhelm Murnau.



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viernes, 22 de noviembre de 2024

…Y el conde aterrizó en el siglo XX: “DRÁCULA 73”, de ALAN GIBSON



Tanto David Pirie, en su fundamental El vampiro en el cine (The Vampire Cinema, 1977; primera edición española: Centropress, S.L. Madrid, 1977), como Denis Meikle, en su no menos espléndido A History of Horrors. The Rise and Fall of the House of Hammer (The Scarecrow Press, Inc. Lanham, Md., & London, 1996), coinciden al considerar que tras el origen del proyecto de Drácula 73 (Dracula A.D. 1972, 1972, Alan Gibson) se encontraba el deseo de la productora británica Hammer Films de finiquitar lo que podríamos denominar el período clásico de su “serie Drácula” (1) –la formada por las memorables Drácula (Dracula, 1958, Terence Fisher), Las novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960, Fisher) (2) y Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1966, Fisher), y las más irregulares, pero interesantes, Drácula vuelve de la tumba (Dracula Has Risen from the Grave, 1968, Freddie Francis), El poder de la sangre de Drácula (Taste the Blood of Dracula, 1970, Peter Sasdy) y Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970, Roy Ward Baker (3), planteándose una adaptación de las andanzas del personaje creado por Bram Stoker situándola en la época contemporánea. Pirie y Meikle también están de acuerdo que tras la decisión de Hammer se encontraba el deseo de conseguir un éxito como el que había tenido en los Estados Unidos una producción modesta pero efectiva que mostraba con cierta habilidad las andanzas de un vampiro aristocrático estilo Drácula en la Norteamérica del siglo XX: Count Yorga, Vampire (Robert “Bob” Kelljan, 1970). Una idea con posibilidades que, sigue diciendo Pirie (y coincido con él), empezó a ir mal ya desde su mismo título, en inglés Dracula A.D. 1972, destinado desde el principio a quedarse muy pronto anticuado. De hecho, entre nosotros se tituló Drácula 73 precisamente por eso: porque se estrenó en el año 1973 en cines españoles (ocurrió lo mismo en Francia), anticipándose así a lo que pasaría de nuevo, muchos años más tarde, con otra película “draculesca”: Drácula 2001 (Dracula 2000, 2000, Patrick Lussier) (4).

Una de las pocas cosas buenas de Drácula 73 reside en su primera secuencia, que, si bien no exenta de defectos –empezando por una pomposa voz en off, que por suerte dura poco, y que nos sitúa en la última y definitiva batalla entre el conde Drácula (Christopher Lee) y Van Helsing (Peter Cushing), aquí rebautizado como Lawrence Van Helsing; y, sobre todo, la enfática puesta en escena de Alan Gibson, el gran lastre de todo el film–, resulta cuanto menos atractiva. El vampiro y su eterno rival luchan a brazo partido sobre el techo de una calesa que corre sin conductor tirada por un par de caballos desbocados, atravesando a toda velocidad el londinense Hyde Park en el año 1872. La calesa acaba estrellándose, con tan mala fortuna que una de las ruedas se rompe, hundiendo uno de sus radios rotos en el pecho del vampiro, circunstancia que un Van Helsing igualmente herido de muerte aprovecha para, con sus últimas fuerzas, rematar a Drácula. La escena de la rueda roza el ridículo pero, claro, la interpretan Christopher Lee y Peter Cushing, quienes milagrosamente la salvan a fuerza de convicción. Pero un joven caballero (Christopher Neame) ha sido testigo de este acontecimiento; recoge las cenizas en las cuales se ha convertido un destruido Drácula y el anillo de su dedo meñique; más adelante, asistimos al entierro de Lawrence Van Helsing, que tiene lugar en el cementerio que rodea la iglesia de St. Bartolph; sin que nadie le vea, y paralelamente al sepelio de Van Helsing, ese mismo joven caballero entierra, subrepticiamente, una parte de las cenizas de Drácula en otro rincón del camposanto de la iglesia; una idea bonita, por más que la planificación de Gibson, pródiga en zooms y reencuadres con teleobjetivo tan típicos del momento de su realización, casi la estropea por completo. La cámara efectúa una panorámica hacia el cielo y, por corte de montaje, pasamos a la imagen del vuelo de un moderno avión de pasajeros. Entran los títulos de crédito: primero aparece “Dracula”, y luego, “A.D. 1972”. Han pasado cien años. Incluso la partitura musical, obra de Michael Vickers, cuya sonoridad inicial casi consigue hacernos pensar en James Bernard, deja paso, apenas entra en pantalla el plano del avión, a una partitura jazzística más propia del cine policíaco de la década de 1970 que de un film de terror. De hecho, como pronto veremos, Drácula 73 tiene más de procedural que de película de horror.

Tras ese arranque aceptable y más o menos prometedor en sus líneas generales, la primera secuencia de Drácula 73 es, sencillamente, detestable. Nos hallamos en un lujoso apartamento de Londres. Un grupo de rock, a cargo de los auténticos Stoneground, actúa en el salón de dicha vivienda. Se produce aquí un grotesco, caricaturesco y absurdo contraste entre los anfitriones, una serie de atildados hombres y mujeres maduros de clase alta y vestidos con ropas elegantes que miran con caras de asco y estúpida estupefacción a los “melenudos” que actúan y, sobre todo, a los jóvenes que al parecer se han colado en la fiesta y que, con sus indumentarias hippies y actitudes provocativas –una chica baila descalza sobre el piano, una pareja hace el amor debajo de una mesa, etc., etc.–, “molestan” a los ricachones. La vulgaridad de la puesta en imágenes –encuadres cámara en mano haciendo primeros planos de los miembros de Stoneground mientras cantan, feas panorámicas hacia los adinerados anfitriones embobados por tanta “osadía”– contribuye a que la secuencia se haga larga, muy larga. Solo un detalle mantiene el interés: el líder del grupo de chicos y chicas, Johnny, es idéntico al joven caballero a quien hemos visto recoger y enterrar las cenizas de Drácula, y el hecho de que lo interprete el mismo actor –Christoper Neame– contribuye a que pensemos, como luego se confirmará, que Johnny es descendiente del caballero.

Los lazos de sangre tienen cierta importancia en el desarrollo del film: como acabamos de apuntar, Johnny desciende de ese misterioso caballero; en el grupo de jóvenes está Jessica Van Helsing (Stephanie Beacham), nieta de Lorrimer Van Helsing (de nuevo Cushing), el cual es, a su vez, descendiente de ese Lawrence Van Helsing que destruyó a Drácula en Hyde Park a costa de su propia vida, y cuyo retrato al óleo luce, orgulloso, en la biblioteca de Lorrimer… cerca de un siniestro dibujo del rostro demoníaco de Drácula que –no por casualidad– también se encuentra en el apartamento de Johnny. Pero la cuestión de la consanguinidad entre estos personajes no tiene más valor que el anecdótico, más allá de un detalle tan tonto como que el apellido de Johnny sea Alucard, que no es sino un anagrama del nombre de Drácula leído al revés, y que ya salía en Son of Dracula (Robert Siodmak, 1943) y en Santo y el tesoro de Drácula (René Cardona, 1969).

Johnny propone a su pandilla hacer algo “excitante”: una misa negra en la iglesia no bendecida de St. Bartolph, ahora abandonada y en estado de ruina. El detalle de que el centro para el culto no esté bendecido es importante, como bien recordarán quienes hayan visto El poder de la sangre de Drácula, en la cual la decoración religiosa de una iglesia favorece la enésima destrucción del conde vampiro, y de la cual Drácula 73 copia la idea de la misa negra para resucitar a Drácula. Johnny oficia dicha misa blasfema, invocando los nombres de una serie de demonios (entre ellos, Drácula) al servicio del Diablo, y ofreciendo un ritual sazonado con su propia sangre escanciada en un cáliz, mezclada con las cenizas de Drácula y luego generosamente derramada sobre el escote de Laura (Caroline Munro), una chica de la pandilla que se ha ofrecido voluntaria y con entusiasmo al ritual ante la negativa de Jessica de participar en él. La secuencia, aunque tan tosca como el resto del film, resulta cuanto menos efectiva, y atesora, como mínimo, una imagen memorable: el suelo del cementerio donde hace un siglo se enterró una parte de las cenizas de Drácula empieza a moverse, a “respirar”, a medida que avanza la misa negra, anunciando la inminente resurrección del conde.

El problema es que, tras su enésimo retorno de entre los muertos, Drácula no se mueve de la iglesia, y, tras haber empezado a saciar un siglo de sed de sangre atrasada con la de Laura –cuyo cadáver desangrado es descubierto por dos niños que han entrado en los lindes de la iglesia mientras jugaban–, se limita a ordenarle a Johnny que le traiga nuevas víctimas, entre ellas Gaynor (Marsha A. Hunt), otra chica de la misma pandilla, y sobre todo a Jessica, consciente –nunca sabemos cómo– de que la muchacha pertenece a la familia Van Helsing. Como muy bien vuelve a señalar Pirie, “los realizadores de Drácula 73 ni siquiera se plantearon el problema básico de cualquier Drácula moderno, que consiste en relacionar al vampiro con la sociedad contemporánea. (…) Drácula aparece en Londres desde el primer momento, pero resulta absolutamente evidente que este furioso y anacrónico caballero sería completamente incapaz de poner un pie fuera de la iglesia sin atraer la atención de la ciudad entera”. En cierto sentido, esta paradoja –la presentación de un personaje tan formidable como Drácula inserto en un escenario contemporáneo…, por el cual, aparentemente, parece incapaz de moverse– viene a ser una simbólica representación de los problemas de coherencia del propio film: sus responsables resucitan espectacularmente al conde… pero luego no saben qué hacer con él y se ven incapaces de sacarle partido más allá de los viejos muros de esa vetusta iglesia, la cual sigue siendo el escenario “natural” de un vampiro de más de 500 años de edad. Por tanto, lo que podría haber sido, sobre el papel, una atractiva digresión sobre nuestra sociedad desde el insólito punto de vista de una criatura sobrenatural ajena a ella, deviene un simple policíaco con vampiro al fondo a partir del momento en que Lorrimer Van Helsing es consultado por un inspector de policía llamado –otro pequeño guiño a Stoker– Murray (Michael Coles, quien repetiría su personaje en Los ritos satánicos de Drácula, The Satanic Rites of Dracula, 1973, Alan Gibson –5–). Sospechando que Drácula ha resucitado en base a todos los indicios existentes –las víctimas desangradas, la iglesia no bendecida, el momento en que Lorrimer descubre a Jessica hojeando un manual sobre las misas negras–, la acción pasa a centrarse en las pesquisas de Lorrimer con tal de localizar a Drácula y destruirle antes de que vampirice a su nieta, mientras el conde, efectivamente, no pone un pie fuera de la iglesia, lo cual resulta bastante decepcionante.

Johnny pide a Drácula que le vampirice –ergo, le haga inmortal–, cosa a la cual el conde accede. Una vez transformado, Johnny hace frente a Lorrimer, quien se ha presentado en su apartamento siguiendo una pista –pegote de guion– que le ha proporcionado Anna (Janet Key), otra chica de la pandilla, tras habérsela encontrado por casualidad. Don Houghton, responsable del libreto, estaría más afortunado en sus guiones para la mencionada Los ritos satánicos de Drácula y la memorable Kung Fú contra los siete vampiros de oro (The Legend of the Seven Golden Vampires, 1974, Roy Ward Baker [y Chang Cheh, no acreditado]) (6). La secuencia de la pelea en el apartamento de Johnny, aunque tan tosca como el resto del film, atesora alguna idea aprovechable: el momento en que Lorrimer rechaza los ataques del joven vampiro aprovechando los reflejos de luz solar que le lanza usando un espejo de mano; o el plano en contrapicado de Johnny bajo la blanca luz del sol que entra a raudales por el techo acristalado de su cuarto de baño. Menos convincente resulta la idea de que Johnny muera por la acción combinada de la luz solar, y además, sumergido en una bañera llena de agua limpia, la cual –se dice– también aniquila a los no muertos.

Tal y como ya ocurría en la secuencia del principio, el final de Drácula 73 se sostiene en no poca medida sobre la solidez interpretativa de Lee y Cushing, dado que la secuencia de su pelea es, en sus líneas generales, nuevamente decepcionante. Asoman a la palestra algunos apuntes de interés. Drácula afirma, arrogante, que cómo cree Lorrimer que va a poder derrotarle a él, que ha tenido naciones bajo su mando (una vaga referencia al teórico origen histórico del vampiro y su relación con la figura del célebre Vlad Tepes el Empalador). Hay, asimismo, una elipsis que tiene cierta gracia: Lorrimer consigue clavarle un cuchillo de plata a Drácula en el vientre (antes hemos oído explicar a Lorrimer que la plata no acaba con los vampiros, pero les repele); el conde se precipita desde un piso de altura, malherido; Lorrimer baja corriendo las escaleras…, dándose de bruces con Jessica, la cual, hipnotizada por el conde, tiene en sus manos el cuchillo, extraído del cuerpo del vampiro, y a su lado, a un recuperado Drácula, sonriendo cínicamente y dispuesto a seguir peleando. Pero la destrucción de Drácula vuelve a ser un alarde de torpeza narrativa: el momento en que el conde se precipita dentro de un agujero abierto en el cementerio, clavándose una de las estacas que sobresalen del fondo del mismo, lo cual ayuda a Lorrimer a rematarle, clavándole la punta de una pala, es bastante más ridículo que lo de la rueda de la primera secuencia. No les falta razón a quienes consideran Drácula 73 el peor film sobre el personaje rodado por Hammer Films, hasta el punto de que, por comparación, y a pesar de sus abundantes defectos, la siguiente entrega de la serie y punto final de la misma, Los ritos satánicos de Drácula, sale muy favorecida.  


 

(1) A riesgo de caer en la inmodestia, recomiendo mi artículo Drácula en la Hammer, publicado en DIRIGIDO POR…, n.º 256 (1997), dentro del dosier 100 años de Drácula.

(2) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2024/10/el-legado-del-vampiro-las-novias-de.html

(3) Véase mi reseña de Las cicatrices de Drácula en DIRIGIDO POR…, n.º 501, julio-agosto 2019, sección Home Cinema: https://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/07/dirigido-por-julio-agosto-2019-la-venta.html

(4) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2023/02/el-apostol-caido-dracula-2001-de.html

(5) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2022/01/el-sabbath-de-los-no-muertos-los-ritos.html

(6) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2023/09/vampiros-de-oriente-y-occidente-kung-fu.html

miércoles, 30 de octubre de 2024

El legado del vampiro: “LAS NOVIAS DE DRÁCULA”, de TERENCE FISHER



Usando una terminología moderna, Las novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960, Terence Fisher) no sería una secuela de Drácula (Dracula, 1958, Fisher), sino lo que ahora se denomina un spin-off, es decir, una derivación argumental de la película seminal, por más que en sus primeras escenas, mientras la cámara de Terence Fisher recorre un bosque tenebroso de árboles de ramas retorcidas y cubierto por un ligero manto de niebla, una voz en off nos recuerda brevemente que el conde Drácula murió –en el clímax de la anterior película de la serie–, pero que su legado terrorífico sigue vivo. Las novias de Drácula, escrita, al igual que el primer Drácula de Hammer Films, por Jimmy Sangster, si bien en esta ocasión firma el guion junto con Peter Bryan y Edward Percy –un libreto abundantemente reescrito que, además, sufrió cambios por parte del propio Fisher e incluso del actor Peter Cushing durante el rodaje–, incide en un aspecto que posteriores aportaciones de Hammer al personaje creado por Bram Stoker no harían sino profundizar: lo que el vampiro y el vampirismo tienen de simbólica vulneración de los códigos de lo que se conoce como familia y sociedad tradicionales, y de qué manera Drácula y su “familia” –los vampiros que él mismo va creando a partir de sus víctimas– vienen a erigirse en un modelo familiar y social alternativo.



Desde el principio del relato y hasta su virulenta conclusión, puede verse y entenderse Las novias de Drácula como esa visión alternativa de lo familiar y lo social que recurre a la perversión de determinadas convenciones de la novela romántica decimonónica e, incluso, del cuento de hadas, para mostrar en segundo término, pero no por ello de forma menos relevante, una sutil parodia hecha con sorna de numerosos estereotipos de clase social. El arranque de su trama argumental ya parece, de hecho, una mezcla de esas convenciones de la literatura romántica y el cuento de hadas. Una “damisela-en-apuros”-en-potencia, la joven francesa Marianne Danielle (Yvonne Monlaur), viaja sola en una diligencia conducida con un exceso de celo por un cochero que cubre su rostro con un sombrero y una bufanda (en lo que puede verse un guiño a esa famosa escena de la novela de Stoker en la que Jonathan Harker es conducido hacia el castillo de Drácula por un misterioso cochero que no es otro que el mismísimo conde vampiro). Tras una serie de diversas y misteriosas vicisitudes –entre ellas, una parada en la posada de un pueblo cuyos habitantes viven aterrorizados bajo el peso de la superstición, poco más o menos como en las primeras páginas del Drácula de Stoker–, Marianne va a parar a un escenario indiscutiblemente gótico, el castillo de la baronesa Meinster (la extraordinaria Martita Hunt), donde se enamora, inocentemente, estúpidamente, del apuesto hijo de la baronesa, el barón Meinster (David Peel), un “príncipe azul” que, sin que ella lo sepa hasta bien avanzada la narración, en realidad es ¡un vampiro! Más adelante, y tras haber sido recogida en el bosque por Van Helsing (Peter Cushing), Marianne llega al final de su viaje: una escuela para señoritas donde ha sido contratada como maestra, y en la que rige un hipócrita código moral y ético: tanto las jóvenes residentes como sus maestras tienen prohibida la “visita de hombres” mientras vivan en el recinto, pero esa prohibición se viene abajo tan pronto como el hombre que allí se presenta hace gala del adecuado aire de respetabilidad: bien sea Van Helsing, cuando escolta a Marianne hasta la escuela sana y salva, y más tarde el barón Meinster, de la cual Marianne, ignorante todavía de su naturaleza vampírica, sigue enamorada, y ante el cual los rígidos administradores de la escuela, el matrimonio Lang (Henry Oscar y Mona Washbourne), hacen una excepción, consintiendo sus visitas a Marianne, dada su elevada categoría social… y por el hecho, nada despreciable, de ser el propietario de los terrenos sobre los cuales se edifica la escuela.   



Al igual que en Drácula, en Las novias de Drácula Terence Fisher acumula turbulentas sugerencias sobre la sexualidad del vampiro que vienen a perturbar desde su raíz la hipócrita moral victoriana. Basta un vistazo de Marianne sobre el barón Meinster desde el balcón de su dormitorio en el castillo por parte de la primera para que ésta se enamore de inmediato del vampiro: ¿puede verse en ello una inversión, asimismo pervertida, de la famosa escena del balcón de Romeo y Julieta de William Shakespeare? El barón tiene un tobillo atado a una cadena de oro, que le contiene (una cadena será, precisamente, el arma que improvisará para intentar matar con ella a Van Helsing en el molino), y le implora a Marianne que le ayude a liberarse consiguiendo la llave de la argolla que esconde la baronesa: la cadena y la llave, así como el candado cerrado que, mágica e inexplicablemente, se suelta de la tapa de un ataúd, dejando libre a la mujer vampiro que yace dentro del féretro, son, asimismo, símbolos de represión y liberación sexual desde el punto de vista de determinada imaginería. En una secuencia memorable, Van Helsing irrumpe en el castillo de los Meinster, y una vez allí descubre a la baronesa, convertida en vampiresa por el mordisco de su propio hijo, en un gesto de evidentes connotaciones incestuosas: es extraordinario ese momento en que la baronesa, avergonzada de su nueva condición de no-muerta, esconde sus colmillos tras su velo con el mismo pudor con el que escondería su desnudez. En la residencia para señoritas, Fisher introduce una sutil sugerencia de lesbianismo en el hecho de que Gina (Andree Melly), la compañera de habitación de Marianne, suspire con mal disimulada envidia ante el hecho de que un noble como el barón se haya prometido en matrimonio con la protagonista femenina, en una actitud un tanto ambigua: ¿suspira, como dice, porque ella también quiere hallar algún día a un prometido tan apuesto como el barón…, o porque va a perder a una compañera de dormitorio tan bella como Marianne?



Más tarde, Gina no tardará en conocer la verdadera naturaleza, diabólica y sexual, del barón Meinster, tan pronto se convierta en víctima de sus colmillos y, una vez transformada en vampiresa, intente morder a Marianne, en un gesto aquí más claramente lésbico, a la vez que insinúa la posibilidad de que ella, Marianne y el barón acaben protagonizando un trío amoroso para toda la eternidad. La sugerencia lésbica flota, asimismo, en todo lo que atañe a Greta (Freda Jackson), la fiel criada de la baronesa, en realidad cómplice de los juegos perversos del barón, o a la pareja de vampiresas que forman Gina y una muchacha del pueblo (Marie Devereux), ambas vestidas con similares ropas blancas con las cuales han sido introducidas en sus ataúdes antes de resucitar a la no-vida. No falta siquiera la sugerencia homosexual que, como comenta el amigo Joaquín Vallet Rodrigo en su libro sobre Fisher, ya se encontraba presente en Drácula (1): en Las novias de Drácula, el barón Meinster consigue lo que no logró el mismísimo príncipe de las tinieblas, morder a Van Helsing en el cuello y saborear su sangre (ergo, penetrarlo con sus colmillos); tras recuperar el conocimiento, Van Helsing recurrirá a un gesto masoquista para purificarse de esa violación (¿para volver a ser un hombre?): quemar esa mordedura con un hierro al rojo vivo y limpiar la herida con agua bendita.



José María Latorre, profundo estudioso del cine de Fisher, ya analizó en numerosas ocasiones muchos de los grandes momentos de puesta en imágenes de esta bellísima Las novias de Drácula, entre ellos el travelling lateral que muestra a Van Helsing acercándose sigilosamente al cementerio –un movimiento de cámara aparentemente funcional, siguiendo los movimientos de Van Helsing, pero en realidad antinatural, mágico, en cuanto parece más bien el punto de vista subjetivo de un invisible ser fantástico que está acechando al intrépido cazador de vampiros–, donde Van Helsing presenciará a escondidas, ¿como si fuera un voyeur?, la resurrección a la no-vida, saliendo de su tumba, de la joven del pueblo, animada por la enloquecida Greta, en otra escena con connotaciones lésbicas: la muchacha que, en este caso, no “sale del armario”, sino de un ataúd, invocada por otra mujer, mayor que ella y visiblemente excitada ante el “nacimiento” a una no-vida de lujuria eterna de una nueva vampiresa. A ello hay que añadir la concepción dinámica del plano, tan característica de Fisher, en ese momento en que el realizador construye un encuadre con Van Helsing, en primer término, intentando atrapar el crucifijo protector que está a punto de caer por un agujero en el suelo de madera del molino, mientras, al fondo del encuadre, vemos, amenazador, al barón Meinster, a punto de arrojarse sobre él. O el brillante clímax de la función, con Van Helsing destruyendo al barón usando la sombra en forma de cruz que dibujan las aspas del molino iluminadas por la luz de la luna, una idea delirante pero que, gracias a la convicción del realizador y del gran Peter Cushing, funciona magníficamente (2).



(1) Terence Fisher. Cátedra. Madrid, 2013. Colección Signo e Imagen/Cineastas n.º 96.

(2) Es famosa la anécdota según la cual las primeras versiones del guion tenían previsto que el film concluyera con el barón Meinster siendo destrozado por una bandada de murciélagos, pero la idea fue suprimida ante las dificultades técnicas que presentaba dicha escena –y puede que también bajo la influencia de Peter Cushing, que veía en este final mágico un carácter extravagante que chocaba con la naturaleza del personaje de Van Helsing–, si bien el concepto se recuperaría en parte en el clímax de la interesante The Kiss of the Vampire (Don Sharp, 1963; véase mi comentario en Dirigido por…, n.º 440, enero 2014: https://elcineseguntfv.blogspot.com/2014/01/dirigido-por-de-enero-2014-ya-la-venta.html).