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viernes, 27 de agosto de 2010

ENTREVISTA PARA GLOBEDIA


Incluyo aquí el enlace a una entrevista conmigo que acaban de publicar los amigos de Globedia:

miércoles, 25 de agosto de 2010

CINE FANTÁSTICO DEL VERANO DE 2010: “PESADILLA EN ELM STREET (EL ORIGEN)” – “SPLICE: EXPERIMENTO MORTAL” – “LAS VIDAS POSIBLES DE MR. NOBODY”


UN REGRESO DESLUCIDO: PESADILLA EN ELM STREET (EL ORIGEN) (A NIGHTMARE ON ELM STREET, 2010), DE SAMUEL BAYER
Lo confieso: nunca me he llevado muy bien con las aventuras de Freddy Krueger, más allá del interés del primer film, Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, 1984, Wes Craven), y de su primera y nada despreciable secuela, Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de Freddy (A Nightmare on Elm Street 2: Freddy’s Revenge, 1985, Jack Sholder); luego vi todas y cada una de las demás entregas de la serie, y con una vez tuve suficiente. Ahora, Pesadilla en Elm Street (El origen), que como su propio subtítulo en castellano indica pretende ser una especie de retorno a los orígenes del personaje de Freddy, entrando en detalles (no muchos, la verdad) con respecto a lo que ya sabíamos de él después de tantas y tantas secuelas, se presenta asimismo como un enésimo intento de resurrección de una franquicia del cine de terror norteamericano de los años 70-80 esponsorizado, de nuevo, por Michael Bay, quien a falta de algo mejor que hacer con los muchos millones de dólares que gana anualmente (o, muy probablemente, a fin de evitar que le sablee el fisco) se ha dedicado de un tiempo a esta parte a “rehacer” clásicos del fantástico estadounidense del período mencionado, tanto da si eran buenos (La matanza de Texas) como si eran malos de remate (Viernes 13, Terror en Amityville, Carretera al infierno), con resultados, a mi entender, igualmente malos, tanto si los firma un tal Marcus Nispel como otro que responde al nombre de Andrew Douglas. Su relevo al frente de este nuevo paseo por la calle Elm se llama Samuel Bayer, apellido idóneo en cuanto evoca una famosa marca de aspirinas efervescentes bastante necesarias para despejar la mente tras el maltrato infligido al cerebro por esta Pesadilla en Elm Street (El origen), ante la cual uno no puede menos que preguntarse para qué demonios necesitábamos volver a vernos las caras con un personaje agotado ya hace décadas, y más teniendo en cuenta, vuelvo a insistir, que lo que se aporta en esta ocasión es tan poco, casi nada, y lo que es más importante, tampoco está presentado de una forma particularmente atractiva.

Lo más lamentable de Pesadilla en Elm Street (El origen) reside sobre todo en el desaprovechamiento de un buen actor de carácter como Jackie Earle Haley en el papel de Freddy, habida cuenta de que sus apariciones están dosificadas con cuentagotas y su trabajo no se aparta demasiado de lo establecido en su día por Robert Englund, lo cual hace dudar ya de entrada sobre si era realmente necesario contratar a un nuevo intérprete, y además de la calidad de Haley. Por otro lado, la película en sí misma considerada no es más que un torpe remake del primer título, del cual retoma muchas de sus imágenes y escenas más características y recurrentes –la zarpa de Freddy arañando las paredes, las niñas jugando a la comba al ralentí, el asesinato de una chica flotando en el aire en el dormitorio, el acecho de Freddy a la protagonista dentro de la bañera, etc., etc.— y apenas aporta nada realmente digno de estima. Acaso lo más curioso sea la delirante idea de que las personas que llevan más de dos o tres días sin dormir sufren esporádicos “microsueños”, o algo así, que les hacen soñar estando despiertos, lo cual da pie al único buen momento de puesta en escena de la función: la escena en la que Nancy (Rooney Mara), afectada por uno de esos “microsueños”, sufre un ataque de Freddy en pleno centro comercial, de tal manera que, por medio de un montaje en paralelo combinado con travelling, vemos a la muchacha entrando y saliendo del mundo del sueño en cuestión de segundos. Es el único destello de imaginación de un film que, por lo demás, está dominado por una perpetua sensación de rutina y de fórmula preestablecida: desde los consabidos “sustos” a base de cortes de montaje y golpes sonoro-musicales, hasta los inevitables y nada imaginativos flashbacks que nos informan de algo que, por lo demás, ya sabíamos de sobras a estas alturas: que Freddy Krueger fue, en vida, un ser solitario que descargaba sus demonios en el abuso sexual de niños. Ni que decir tiene que el aficionado al cine fantástico que esté interesado en sondear en los orígenes de un famoso personaje del cine de terror estadounidense de los setenta-ochenta elaborado con profundidad y seriedad hará mejor en acudir a las dos excelentes películas de Rob Zombie sobre Michael Myers, el tenebroso antihéroe creado por John Carpenter en La noche de Halloween (Halloween, 1978).


Y FRANKENSTEIN CREÓ A… DREN: SPLICE: EXPERIMENTO MORTAL (SPLICE, 2009), DE VINCENZO NATALI
El film fantástico “de género” que más me ha interesado de los que he visto en cines este verano –dejando aparte Origen (Inception, 2010, Christopher Nolan), que no es propiamente “de género”: hablaré de ella en otra ocasión— es la nueva película de Vincenzo Natali, un realizador que a mi entender ha sabido ir de menos a más: su celebrado primer largometraje, Cube (ídem, 1997), siempre me pareció curioso pero no extraordinario, y de entre sus posteriores propuestas que he tenido ocasión de ver destacaría sobre todo Cypher (ídem, 2002), que considero más interesante que Cube; hace poco se me ha presentado la ocasión de ver Nothing (2003), otra curiosidad harto divertida pero un tanto inocua, que a ratos recuerda al cine de Terry Gilliam –quizá fue por eso que Natali rodó poco después el documental Getting Gilliam (2005), que desconozco, y que es un making of del magnífico Tideland (ídem, 2005) de Gilliam—; y recuerdo, asimismo con agrado, Quartier de la Madeleine, su simpático sketch para París, je t’aime (Paris, je t’aime, 2006), el cual para mi gusto era el mejor de todos los que componían este desigual largometraje colectivo, opinión que sospecho debo mantener prácticamente en solitario. Splice –opto por prescindir del convencional subtítulo español que le han endilgado— toma como modelo al David Cronenberg de su primera etapa en Canadá –la que comprendería, para entendernos, desde Vinieron de dentro de… (Shivers, 1975) hasta Videodrome (ídem, 1983)—, y si bien el resultado carece de la densa atmósfera de insania que caracterizaba al Cronenberg de esos años –y que ahora, y sin por ello despreciar sus actuales trabajos en los márgenes del cine policíaco, a nivel particular echo un tanto de menos—, creo que hay bastantes cosas buenas que decir de ella. Anotemos, sin ir más lejos, que la cruda secuencia de la presentación ante la prensa de los dos organismos vivientes, que concluye catastróficamente, es digna del director de Cromosoma 3 (The Brood, 1979).

Una de las mejores cosas de Splice consiste en ser uno de esos films, cada vez más raros hoy en día, que son capaces de explicar a la vez dos historias: una, la formada por la trama principal, y que, por más que Natali se haya empeñado en negarlo sistemáticamente en diversas declaraciones, bebe abundante pero inteligentemente de la herencia de Frankenstein, o el Moderno Prometeo, de Mary Wollstonecraft Shelley (lo cual a mi entender no debería interpretarlo, ni Natali ni nadie, como un deshonor o un hipotético reconocimiento de falta de originalidad: los clásicos son, por definición, inagotables); y además, y de manera simultánea, narra sotto vocce, entre líneas o si se prefiere “entre planos”, una segunda trama indisolublemente ligada a la principal. Esta última es la que se ve a simple vista; la otra, la que se deduce a raíz de determinados detalles de guión y de puesta en escena, y que está camuflada debajo de la primera, cualidad que suele definirse como capacidad de sugerencia. De hecho, para mi gusto es más interesante lo que la película sugiere indirectamente que lo que explica directamente, esto último acaso menos trabajado que lo otro y que se encuentra en la base de algunas malas críticas que he leído estos días en contra del film, reprochándole aspectos que me parecen más defectos de guión que otra cosa. Tampoco pretendo afirmar que Splice sea una obra maestra ni nada por el estilo; pero sí que sus virtudes superan a sus deficiencias. En este sentido, hace gala de una de las cualidades que siempre me han interesado y que más valoro del cine fantástico en general, sea de terror o de ciencia ficción: su capacidad para mostrar en segundo término y de manera metafórica conflictos humanos. Entrando ya en materia, Splice me parece una atractiva aproximación en clave fantástica a la crisis de una pareja, temática subyacente en diversas muestras de cine fantástico de calidad tan dispares como, por ejemplo, el interesante telefilm de Kiyoshi Kurosawa recientemente entrenado entre nosotros en DVD con el título de Seance (Kôrei, 2000), o el magnífico y tan polémico Anticristo (Antichrist, 2009) de Lars von Trier.

Clive Nicoli (Adrien Brody) y Elsa Kast (Sarah Polley) –cuyos nombres de pila rinden homenaje a dos de los protagonistas de La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935, James Whale)— son científicos especializados en genética y, además, pareja sentimental. Trabajan juntos en el mismo laboratorio y comparten idéntico objetivo científico: la creación de un organismo genético que podría tener incontables aplicaciones médicas muy beneficiosas para la humanidad (lo cual, mal que le pese a Natali, es exactamente el mismo propósito que mueve a Victor Frankenstein en la novela de Shelley…); sin embargo, una vez alcanzado ese objetivo, los dirigentes de la empresa farmacéutica que financia sus experimentos les piden que limiten el alcance de su logro, el cual ellos pretenden ampliar hacia un propósito todavía más ambicioso: la creación de un ser vivo con características humanas (…y vuelvo a remitirme a Mary Shelley…); desoyendo ese consejo, ambos deciden seguir adelante con esa idea (…ídem de ídem). De entrada ya llama la atención que el film prácticamente no muestre a Clive y Elsa en la intimidad de su hogar, hasta el punto de que podemos afirmar con escaso margen de error de que el laboratorio es, para ellos, su auténtico hogar: el lugar donde se sienten plenamente vivos (lo cual, como veremos más adelante, tendrá su peso específico cuando, en la segunda parte del relato, se produzca un cambio de escenario que acabará repercutiendo, asimismo, en los personajes). Desde un determinado punto de vista, Clive y Elsa son, como pareja, dos seres humanos que parecen haber dejado atrás la euforia amorosa de los primeros días de convivencia, hasta el punto de que –tal y como se explica en una escena que tendrá sus consecuencias de cara al futuro— han dosificado sus relaciones sexuales. Dicho de otra manera: para Clive y Elsa, el prolongamiento de su convivencia, unido al hecho de que no se separan ni siquiera para trabajar, parece haber disminuido su apetencia sexual del uno hacia el otro, lo cual ha dado paso al nacimiento y progresivo desarrollo de otra inquietud humana de índole emocional pero también sujeta a las necesidades/limitaciones del cuerpo: la posibilidad de tener un hijo. Al principio, Elsa se niega a concebir, dado que para ella comporta unas limitaciones de índole laboral y una serie de molestias naturales de las que él carece; dicho de otro modo, el tener o no hijos se convierte para ellos en el primer motivo de discordia y en una cuestión teóricamente irresoluble, habida cuenta de que ella y sólo ella tendría que cargar con un embarazo. No es casualidad en este sentido el que, en un momento dado, y cuando el experimento de creación genética de vida parece haberse frustrado, sea Clive quien adopte la drástica decisión de seguir adelante con el proyecto a espaldas de sus jefes; es decir, es el hombre quien tiene el impulso de procrear, de reproducirse, y al no poder hacerlo con su mujer, lo hace –simbólicamente, claro está— con una probeta… Tampoco lo es que, más adelante, y cuando las primeras pruebas al respecto van fracasando una detrás de otra, finalmente descubramos que el test definitivo funcionó gracias a que, en un arranque similar al de Clive, Elsa acabó utilizando su propio material genético. Ello explica, asimismo, que cuando el experimento culmina con éxito, la criatura recién nacida –y, de hecho, “nace”, brotando de la incubadora donde ha sido engendrada, rotura de aguas incluida— establezca un vínculo afectivo inmediato con su “madre”: Elsa. Yendo más lejos, en la escena en la cual esta última se encierra dentro del laboratorio, y se desprende de la capucha de su traje aislante a fin de impedir que Clive inunde la habitación con gas venenoso, la apariencia física de la mujer en ese preciso momento –con esa especie de pasamontañas debajo de su casco que le cubre la cabeza y sólo deja ver su rostro— guarda cierta similitud con la del ser. Resulta asimismo coherente que broten en Elsa los instintos maternales de los que carecía hasta ese momento, pues ha conseguido “dar a luz” ahorrándose todos los inconvenientes físicos del embarazo y el parto que temía.

También me parece muy interesante que, como consecuencia de la rápida evolución del ser, Dren, que de un animal difícil de identificar se convierte primero en una especie de niña (Abigail Chu) y luego en una especie de mujer de inquietante belleza (Delphine Chanéac), se deriven otras curiosísimas implicaciones en la línea de lo que estamos apuntando. Una vez convertido en “padre”, Clive rechaza ese papel, en primer lugar porque –nueva connotación frankensteiniana— no se siente orgulloso de esa “hija” tan extraña que ha “concebido” (lo cual, dadas las circunstancias fantásticas de dicha concepción, es perfectamente lógico); en segundo lugar, porque no siente a esa “hija” como algo suyo, al no haber participado en el proceso final de su concepción (lo cual se corrobora cuando Elsa confiesa haber usado su propio material genético); en tercer lugar, Clive es consciente de que Elsa sí ha aceptado su nuevo papel de “madre”, y ello le provoca celos, sintiéndose reemplazado (y, posiblemente, si bien el film no lo explora lo suficiente, “sexualmente desatendido” por su pareja, lo cual también tendrá repercusiones en un futuro inmediato…). Es muy significativa la escena en la cual Clive sumerge a la pequeña y enferma Dren dentro de una bañera llena de agua: su propósito es ahogarla, pero como consecuencia de su acto Dren no muere, sino que revive gracias a sus todavía no estrenadas capacidades anfibias, lo cual conduce a Elsa a creer que Clive lo ha hecho para salvarle la vida, habida cuenta de que él no se atreve a sacarla de su error… Llegados a este punto, la situación da un giro a partir del momento en que, por así decirlo, se descubre el pastel, obligando a Clive y Elsa a llevarse a la ya adulta Dren fuera del laboratorio, siendo un cobertizo emplazado en una granja en las afueras el lugar elegido para esconderla del mundo. Este aspecto, hay que reconocerlo, es uno de los puntos débiles del film (vuelvo a insistir, a mi entender una debilidad de guión): el momento en que los protagonistas sacan a Dren del laboratorio ocultándola en la consabida carretilla cubierta con una manta es harto convencional y está resuelto de forma precipitada.

Mas ese cambio de escenario contribuye a enriquecer el substrato dramático del relato: fuera del laboratorio, a Clive y a Elsa les resulta mucho más difícil controlar a Dren, cuyas cualidades sobrehumanas hace tiempo que resultan patentes. En ello puede verse, claro está, una nueva metáfora frankensteiniana: la rebelión del Hombre contra Dios, ergo, la rebelión del Hijo contra el Padre. ¿Acaso no es la creciente rebeldía de Dren un símbolo de la típica rebeldía del adolescente contra el control paterno? De ahí que, con ese cambio de entorno, más próxima que nunca al mundo real y en plena naturaleza, Dren alcance su madurez física, emocional y sexual. Ello deriva en un cambio de tornas: Clive empieza entonces a ejercer como “padre”, defendiendo a Dren de las exigencias “maternas” de Elsa; en ello influye, por descontado, el creciente deseo sexual, enfermizo en el caso de Clive, completamente natural y libre de prejuicios en el de Dren, que ambos empiezan a sentir el uno por el otro; libido anticipada en la ya apuntada escena en la cual Dren espía a Clive y Elsa mientras hacen el amor en el sofá: no hace falta invocar a Freud para saber que el padre es el primer referente masculino en la vida de una mujer. Por su parte, Elsa empieza a controlar en exceso a Dren, recurriendo a la severidad e incluso al castigo físico (acaso intuyendo, por más que no quiera verlo así de manera consciente, que, con su sorprendentemente rápida evolución, Dren ha pasado a convertirse en su rival sexual con respecto a Clive): anotar al respecto la terrible secuencia en la cual Elsa ata a Dren a una mesa y le amputa el peligroso aguijón retráctil de su cola: no hay que ser un lince para ver en ello una castración. Por todo ello, y a pesar de que acaso en su tercio final la resolución del relato sea un tanto precipitada (por más que, en sus líneas generales, tampoco me parece tan mal resuelta como se ha dicho), creo que Splice atesora las suficientes buenas ideas como para merecer consideración: hay películas mucho peores –por citar otra recientemente estrenada: The Girlfriend Experience (ídem, 2009, Steven Soderbergh)— que son recibidas con comentarios supuestamente más “intelectuales”.


EL ARTE DE VIVIR: LAS VIDAS POSIBLES DE MR. NOBODY (MR. NOBODY, 2009), DE JACO VAN DORMAEL
Estrenada este verano precedida de su presentación en el Festival de Venecia del año pasado, y de una campaña publicitaria en nuestro país prácticamente nula, hasta el punto de que probablemente mucha gente ni siquiera se ha enterado de su estreno entre nosotros, la nueva película del belga Jaco Van Dormael, según parece amada y odiada a partes iguales como suele ocurrir con casi todos los trabajos de este realizador –Totó el héroe (Toto le héros, 1991), El octavo día (Le huitième jour, 1996)—, adolece de un grave problema de estructura que, a mi entender, malogra la mayor parte de sus atractivas posibilidades. Si bien es verdad que su título español ya avanza, acaso excesivamente, cuál es el sentido del film, no es menos cierto que Las vidas posibles de Mr. Noboby expone todo aquello que quiere expresar dentro de sus aproximadamente veinte primeros minutos de metraje. Pero vayamos por partes: no es que lo que explica carezca de interés; además, la manera como lo explica viene arropada por diversos méritos, digamos, “colaterales” (acaso sería injusto calificarlos como “secundarios”), obra de los excelentes colaboradores con los cuales ha contado el director, y que se traducen en elementos técnico-artísticos (o, si se prefiere, artístico-técnicos) que contribuyen sobremanera a realzar el producto: la buena labor de los intérpretes, y la brillante factura proporcionada por la labor de los responsables de aspectos formales como fotografía, decoración y efectos visuales. [Nota bene: ésta es una película muy cara para los parámetros de producción habituales del cine europeo (se trata de una coproducción de Bélgica, Francia y Alemania con Canadá cuyo coste se estima en 47 millones de dólares); parámetros de producción que, por cierto, algún día debería aclararse cómo funcionan, dado que este film ha sido, hasta la fecha, un negocio pésimo (2 millones de dólares de recaudación mundial) que ha contado con la inevitable participación del programa MEDIA de la Unión Europea, es decir, dinero público que luego se invierte en películas que se estrenan como ésta, de relleno de programación de verano, sin la adecuada publicidad –han pasado ya los tiempos en los cuales el buen paño se vendía en el arca— y que en consecuencia no va a ver nadie o casi nadie: ¿me lo parece sólo a mí o hay algo que no funciona bien en todo esto?].

Lo que explica Las vidas posibles de Mr. Nobody es en realidad, y por más que a simple vista pueda no parecerlo, muy sencillo, incluso simple. Dicho rápidamente: el film plantea y desarrolla de forma prolija las alternativas vitales que se le plantean a un mismo personaje, un mismo ser humano, a lo largo de la existencia; o, dicho de otra manera, cómo cada elección humana supone el descartar otras, y de qué forma cada elección conlleva la creación de otras alternativas vitales y de diferentes estilos de vida. La película lo explica de manera práctica centrándose en un hombre llamado, no por casualidad Nemo Nobody: “nemo” y “nobody” se traducen como “nadie” en latín e inglés respectivamente. Este simbólico Don Nadie (Jared Leto) “vive”, en varios planos imaginarios, distintas vidas en función de su relación con las tres mujeres que se cruzan por separado en su existencia, de tal manera que, mientras vive con una de ellas, se supone que no se relaciona ni se ha relacionado nunca con las otras dos. De menor a mayor importancia, y no por orden cronológico, la primera de ellas es una mujer oriental, Jean (Linh Dan Pham), a la que, por cierto, no se le dedica demasiado metraje, a pesar de que Nemo llegará a casarse y engendrar hijos con ella. Más importancia tiene Elise (Sarah Polley) –o, mejor dicho, se la da el realizador, también guionista, dado que le dedica más metraje—, si bien la convivencia de Nemo con esta última es muy difícil, habida cuenta la tendencia de la mujer a las depresiones, las cuales con frecuencia trastocan el orden del hogar y la familia que comparten. La tercera es la más importante –vuelvo a insistir: es aquélla a la que Jaco Van Dormael concede más importancia—: se llama Anna (Diane Kruger) y está descrita desde el primer momento como “el gran amor” en la vida de Nemo, hasta el punto de que, si bien en uno de los numerosos flashbacks que jalonan el relato, vemos cómo el pequeño Nemo (Thomas Byrne) llegó a conocer a la vez a las tres futuras mujeres de su vida siendo también estas últimas todavía unas niñas –plano de las tres pequeñas sentadas en el banco y saludando a Nemo al pasar—, lo cierto es que, a la hora de la verdad, es Anna la que se lleva la palma en lo que a intensidad se refiere en la vida del protagonista: no sólo porque, como hemos apuntado, ya la conocía desde la infancia, sino también porque, en una de sus posibles vidas alternativas, el adolescente Nemo (Toby Regbo) fue amante de la adolescente Anna (Juno Temple) aprovechando su condición de hermanastros que vivían bajo el mismo techo; en esa misma vida alternativa, el ya adulto Nemo sueña con reencontrarse con la asimismo adulta Anna; más aún: en otro hipotético “nivel” de existencia, Nemo conoce a una “segunda Anna” (sigue siendo Diane Kruger) mientras realiza nada menos que un viaje turístico ¡al planeta Marte! (suponiéndose, en este caso, que aquí no conoce ni ha conocido nunca a las adultas Jane, Elise y “primera Anna”, las cuales forman parte de esas otras vidas vividas en otras dimensiones o acaso sencillamente soñadas en su imaginación).

Más que una película compleja, que a mi entender no lo es, Las vidas posibles de Mr. Nobody es una película complicada, lo cual no es lo mismo. Su complicación, que no complejidad, está construida por medio de la técnica del montaje en paralelo, de tal manera que todas esas “vidas posibles”, todas esas alternativas que rechazan cada una a las demás, se van alternando y solapando con vistas a conseguir un determinado contraste: poner de relieve lo que se conoce como paradojas del destino, en lo que puede verse asimismo un discurso sobre cómo el azar y la fatalidad afectan el devenir de la vida humana más de lo que nos gusta reconocer: que el ser humano no es dueño de su destino, o por lo menos no lo es al cien por cien (puede que incluso creer esto último sea una mera ilusión). Dicho discurso se expresa, como digo, sobre la base de un montaje en paralelo que va alternando una serie de escenas que podríamos denominar “momentos clave” en la vida o vidas de Mr. Noboby, muchos de ellos relacionados, por cierto, con la idea de la muerte, entendida como inevitable punto final de toda existencia. De este modo, el film monta en paralelo: 1): un bloque futurista ambientado en el año 2092, en el cual el anciano protagonista vive en un mundo futuro súper tecnológico en el cual todo el mundo es inmortal y él es el último ser humano vivo a la antigua usanza, es decir, el último ser humano que acabará muriendo de viejo a la avanzadísima edad de 120 años; 2): un bloque de infancia, en el cual vemos, o se evoca, el momento clave de la vida del pequeño Nemo: cuando tuvo que decidir, en una estación ferroviaria y viendo cómo su madre (Natasha Little) tomaba un tren para separarse definitivamente de su padre (Rhys Ifans), con cuál de sus progenitores prefería quedarse; 3): un bloque de la vida adulta de Nemo, quien tras haber decidido en aquella estación de tren quedarse con su padre, acabó conociendo y casándose con la depresiva Elise; 4): un bloque de la vida adolescente de Nemo, en el cual decidió subirse en el último segundo al tren con su madre, y de este modo conoció a la adolescente Anna al mismo tiempo que su madre intentaba rehacer su vida con el padre de la chica; 5): un bloque, continuación del anterior, en el cual Nemo y Anna se reencuentran en Nueva York ya adultos; 6): un bloque de la vida adulta de Nemo con Jean (vuelvo a repetir, el más breve); y, si no me he dejado alguno por el camino (es muy fácil si, como en mi caso, la película sólo se ha visto una vez), 7): el ya mencionado bloque futurista en el cual el adulto Nemo viaja a Marte y, a bordo de la nave espacial donde los pasajeros vuelan hasta el planeta rojo en estado de criogenización, conoce a la “segunda Anna”. He mencionado que muchos de estos bloques narrativos están asociados con la idea de la muerte: en uno de ellos, el Nemo de 120 años está a punto de morir (y su muerte será retransmitida por televisión en todo el mundo como el acontecimiento excepcional que es en un mundo donde ya nadie muere de viejo); en otro, el todavía joven Nemo fallece ahogado dentro de su propio coche tras haberse precipitado al río por accidente (además, Nemo no sabe nadar: una idea en la que se insiste a lo largo del film y que parece sacada de Matadero 5/Slaughterhouse-Five, 1972, la lectura llevada a cabo por George Roy Hill de la novela homónima de Kurt Vonnegut); en otro, es asesinado mientras toma un baño en un hotel de lujo, tras haber suplantado caprichosamente la identidad de otro hombre (una bifurcación dentro del relato) que, por ese mismo azar, estaba predestinado a ser ejecutado a manos de un matón; y en otro, muere junto a la “segunda Anna” como consecuencia de la lluvia de meteoritos que destruye la nave espacial que les devolvía a la Tierra tras sus estancia marciana…

El lector habrá notado que no he usado la expresión SPOILER en ningún momento, habida cuenta que la mayoría de acontecimientos del guión que he detallado no se producen siguiendo el orden cronológico habitual, sino que muchos tienen lugar al principio o hacia la mitad del metraje. Ello sirve para tener una idea más o menos clara (lo he intentado) de por dónde van los tiros, y sobre todo, del que me parece el gran defecto de esta película curiosa e inusual, cierto, pero también pesada, reiterativa e insuficiente: como ya he apuntado al principio de estas líneas, todo lo que pretende explicar está ya apuntado en sus primeros veinte minutos, de tal manera que el resto de sus dos horas largas de metraje no consiste en otra cosa que en una constante y reiterada variación del patrón narrativo en montaje paralelo que hemos expuesto. Lo peor del film es que semejante embarullamiento narrativo no parece sino una manera artificiosa de encubrir lo vacío del producto. Jaco Van Dormael busca disfrazar de complejidad lo que, en el fondo, no es más que un mero juego con el montaje en paralelo y la asociación de imágenes, algo que ya queda meridianamente claro en esos primeros veinte minutos (véase, por ejemplo, la forma de relacionar visualmente los episodios, digamos, “acuáticos” de las distintas vidas de Mr. Nobody: plano submarino de Nemo ahogándose dentro de su coche / plano submarino de su esposa Jean buceando en la piscina de su vivienda / planos del pequeño Nemo espiando desde los vestuarios de la piscina del colegio a la pequeña Anna mientras ésta asiste a clase de natación con sus compañeras / plano del adulto Nemo emergiendo de la bañera donde, a continuación, será tiroteado por el matón con pistola; hasta la estancia de blancas paredes y sin mobiliario del anciano Nemo está adornada con reflejos acuáticos). Lo que intenta ser un viaje en profundidad por las procelosas aguas de la memoria y una digresión sobre el destino acaba siendo poco más que un juguete formalmente vistoso e inflado de aire, cuya gratuidad recuerda al cine de otro temible fabricante de pompas de jabón: Jean-Pierre Jeunet. Una pena, porque incluso en sus peores momentos Las vidas posibles de Mr. Nobody se revela, aunque mal aprovechada y desarrollada, una interesante idea.

martes, 24 de agosto de 2010

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” SEPTIEMBRE 2010, YA A LA VENTA




Dos esperadas producciones de corte fantástico-aventurero, Thor, de Kenneth Branagh, y Conan, de Marcus Nispel, cuyo estreno está previsto para el año que viene, ocupan la portada del núm. 305 de Imágenes de Actualidad, donde asimismo se destacan los reportajes de otros títulos cuyo estreno está anunciado para septiembre-octubre, tal es el caso del nuevo Oliver Stone, Wall Street: el dinero nunca duerme; la nueva película “de” Julia Roberts, Come, reza, ama, que ha dirigido Ryan Murphy; y la cuarta entrega de la serie Resident Evil de nuevo realizada por el director del primer título, Paul W.S. Anderson: Resident Evil: ultratumba. Mi mayor contribución a este número vuelve a ser el Cult Movie, dedicado en esta ocasión a una de las mejores películas de la primera etapa canadiense de David Cronenberg: Videodrome (1983), protagonizada por James Woods y la volcánica Deborah Harry.

miércoles, 18 de agosto de 2010

UN “PLACER CULPABLE” PREFABRICADO: “LOS MERCENARIOS”


Tenía, y tengo, la intención de hablar en este blog de algunos estrenos cinematográficos de este verano que se han producido semanas atrás y que están en boca de todos los aficionados; de otros daré cuenta en las páginas del próximo número de Dirigido por… Como no me cansaré de repetir, este blog lo escribo en mi tiempo libre y principalmente movido por el placer que me produce el escribir sobre lo que me venga en gana y ocupando el espacio que me venga en gana (con lo cual no me diferencio en absoluto de cualquier otro blogger), y el poder contactar con amigos y aficionados al cine en general para intercambiar cordialmente impresiones sobre lo que nos gusta a todos, que no es ni más ni menos que el cine. Y, si bien es verdad que hay otros estrenos de estas últimas semanas sobre los cuales quiero escribir aquí, no es menos cierto que, vuelvo a insistir, este blog nace y se administra a partir de mis impulsos (buenos o malos, eso ya queda a juicio del lector…), con lo cual justifico así, o al menos lo intento, que antes de entrar en esos estrenos anteriores quiero hacerlo ahora en otro posterior y mucho más reciente al cual esos mismos impulsos me están pidiendo que le dé preferencia. Me estoy refiriendo a Los mercenarios (The Expendables, 2010), la nueva película dirigida, coescrita y coprotagonizada por Sylvester Stallone, que miren ustedes por donde esta dando de qué hablar mucho más de lo esperado. Intentaremos internarnos en un terreno espinoso tanto cuando se habla de cine como cuando se hace en relación a otras artes: la famosa cuestión de lo que en cine se conoce con una expresión inglesa puesta de moda en estos últimos años, si bien en realidad ha existido de manera soterrada desde siempre: el guilty pleasure, o “placer culpable”, bajo el cual suelen denominarse aquellas películas que son objeto de otro fenómeno cinéfilo asimismo más añejo de lo que suele reconocerse, el “culto”, de tal manera que dichos films, o cult movies, congregan a su alrededor multitudes de admiradores que los tienen en estima de una forma que podríamos calificar como irracional o ilógica, o si se prefiere como visceral o emocional, habida cuenta de que, en el caso concreto de los “placeres culpables” –todos los guilty pleasures son “películas de culto”, pero no todos los cult movies son “placeres culpables”—, el “culto” que generan se deriva de razones que poco o nada tienen que ver con su calidad o méritos artísticos, más bien al contrario.

Dicho de una manera sencilla: un guilty pleasure es un film que gusta o puede gustar aún teniendo plena conciencia de que se trata de una mala película, de ahí por tanto la unión de los conceptos “placer” y “culpabilidad”. Salvando las distancias, visionar un “placer culpable” produce un goce “perverso” similar al que pueda producir el excedernos con el tabaco o con el alcohol aun siendo plenamente conscientes de sus efectos perjudiciales para la salud, porque a la hora de la verdad nos rendimos ante el sabor de un buen cigarro o de un buen licor. El guilty pleasure es el cine entendido como experiencia hedonista; yendo incluso un poco más allá, es el cine entendido como experiencia hedonista “brutal” o “en bruto”, en cuanto es estricta o principalmente emocional, y más teniendo en cuenta que el cine también proporciona otro tipo de placeres hedonistas que nada tienen que ver con los que procuran los “placeres culpables”; evidentemente, no es lo mismo el guilty pleasure que procura o puede procurar Los mercenarios que el “placer”, en este caso “no culpable”, que proporciona o puede proporcionar El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961, Alain Resnais). Téngase en cuenta, asimismo, que no he dejado de utilizar el verbo “puede” para referirme a ambos fenómenos, habida cuenta de que está muy claro que ni todos los seres humanos responden por igual ante los mismos estímulos, ni más concretamente, todos los aficionados al cine responden por igual ante una misma película, de tal manera que hay y siempre habrá espectadores que reaccionarán con placer ante Los mercenarios y se dormirán viendo El año pasado en Marienbad, y viceversa, del mismo modo que también hay (espero) espectadores eclécticos capaces de valorar ambos films en su justa medida. Llegados a este punto, entramos en otra cuestión: ¿puede un aficionado al cine de todo tipo experimentar un “placer culpable” ante Los mercenarios y al mismo tiempo saber apreciar la complejidad intelectual de El año pasado en Marienbad e incluso disfrutar con ella? Lo ideal no es que pueda hacerlo, sino que hasta me atrevería a decir que debe hacerlo, dado que ambos conceptos son excluyentes entre sí pero no incompatibles por completo; sencillamente, Los mercenarios y El año pasado en Marienbad están situadas a distintos niveles de apreciación, los dos perfectamente respetables siempre y cuando no se confundan ni se pretenda hacer pasar al uno por el otro; en este sentido, la ventaja desde un punto de vista de “alta cultura” siempre la tendrá la película de Resnais, reconocida oficialmente como arte desde el momento mismo de su estreno, y de arte consolidado, además, por el paso del tiempo, mientras que la película de Stallone probablemente siempre estará marcada por su condición de guilty pleasure aún por encima de sus teóricos méritos artísticos.

Una vez aquí, es el momento de centrarnos en Los mercenarios en sí misma considerada y empezar a decir que, como “placer culpable”, es un producto prácticamente perfecto. ¿Cómo no va a serlo un film capaz de dar una satisfacción “brutal” a tantos niveles? En primer lugar, es un monumento a la imagen más característica de su principal responsable, un Sylvester Stallone sexagenario que a estas alturas de su carrera y de su vida ha adquirido con el tiempo la condición de “mito viviente” (que es una manera elegante y honrosa de decir que se está haciendo viejo…), revalidada hace pocos años por la reivindicación que tuvo a raíz de los estrenos de dos tardías secuelas de sus pasados éxitos, Rocky Balboa (ídem, 2006) y John Rambo (Rambo, 2008), realizadas por él mismo. En segundo lugar, Los mercenarios está planteada como un homenaje al cine de acción de los ochenta, época de mayor tirón comercial de Stallone y de los “colegas de género” que le secundan en un reparto calculadamente diseñado de cara a estimular el recuerdo de esa década, e intentando en la medida de lo posible satisfacer de paso a los seguidores del género en la actualidad, de tal manera que junto con Stallone se codean Jason Statham (en una concesión a la modernidad); Jet Li (de cara probablemente a ganarse el mercado asiático); Dolph Lundgren; Randy Couture, Steve Austin, Terry Crews y Gary Daniels (los cuatro mencionados en último lugar han sido o son figuras del actual cine de acción de bajo presupuesto que en la mayoría de ocasiones va “directo-a-videoclub”); intérpretes de carácter curtidos en esa misma década y con imágenes asimismo “duras”, como son los recuperados Mickey Rourke y Eric Roberts; además, naturalmente, de las colaboraciones muy especiales de Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger, las otras dos grandes estrellas del género en los ochenta, compartiendo con Stallone su primera escena juntos en plan “momento inolvidable”. Casi huelga recordar que intérpretes como Kurt Russell, Jean-Claude Van Damme y Steven Seagal fueron invitados por Stallone a participar en este proyecto, y es bastante probable que, a la vista del buen funcionamiento comercial que ha tenido y el reciente anuncio de Stallone de la pronta realización de una secuela, más de uno se lo pensará de nuevo, sobre todo los dos mencionados en último lugar. ¿Chuck Norris –a quien el actor español Eusebio Poncela definió como “el Rambo de los pobres”— será llamado a participar en el futuro? También hay que tener en cuenta, finalmente, que Los mercenarios es una producción tras la cual hallamos los nombres de veteranos productores vinculados al exploitation de los años ochenta y noventa, como Boaz Davidson y Avi Lerner; y que su director de fotografía es Jeffrey L. Kimball, operador en varias películas de Tony Scott (Top Gun: ídolos del aire/Top Gun, 1986; Superdetective en Hollywood 2/Beverly Hills Cop 2, 1987; Revenge/ídem, 1990; Amor a quemarropa/True Romance, 1993) y que ya había coincidido con Stallone y Eric Roberts en la terrible El especialista (The Specialist, 1994, Luis Llosa), tratándose por tanto de alguien también vinculado al cine de acción de esa época.

Desde este punto de vista, ¿cómo no va a ser divertida, ni que sea a un nivel muy primario, una película diseñada para ser un guilty pleasure, una broma entre amigos y para amigos, un guiño en forma de largometraje pensado para proporcionar “placer culpable” a los incondicionales? Este propósito se cumple a la perfección: Stallone encarna a Barney Ross, el prototípico líder de un grupo de soldados de fortuna cuyas frases están barnizadas por los toques de filosofía práctico-existencialista de Rocky y Rambo; Statham reitera, como el mercenario que responde al exótico apellido de Navidad (sic), su habitual papel de duro expeditivo con cierta tendencia a la sorna; Li, que responde al no menos “filosófico” nombre de Ying Yang, se presta al juego auto-paródico aceptando numerosos chistes en torno a su baja estatura; Lundgren reincide en el papel de psicópata que forjó en Rocky IV (ídem, 1985, Stallone) y consolidó junto a Van Damme en Soldado Universal (Universal Soldier, 1992, Roland Emmerich): el Gunner que encarna aquí recuerda sobre todo a este último; Mickey Rourke efectúa, como Tool, su ya habitual aparición de “hombre duro desgastado” de largos cabellos desgreñados y cuerpo cubierto de tatuajes, si bien, nobleza obliga y a la vista de su actual reputación renovada como actor, tiene a su cargo la escena dramática más comprometida; el resto de intérpretes se ciñe poco más o menos a lo habitual en ellos, incluyendo en este caso a “la chica”, Sandra (Giselle Itié), que asume la doble función de heroína-en-peligro y amor-imposible de un Stallone demasiado envejecido para amarla, lo mismo que le ocurría a John Wayne en sus últimas películas. Mención especial merecen, naturalmente, Willis y Schwarzenegger, principalmente porque la escena que comparten con su colega Sly está descaradamente construida alrededor de la popular imagen cinematográfica que se ha forjado alrededor de estos tres astros: cuando Barney se reúne con el misterioso hombre que le encarga su nueva misión mercenaria y que responde al apodo de Sr. Iglesia (Willis), dado que su reunión tiene lugar en una iglesia desierta, aparece un tercer personaje, un antiguo rival de Barney llamado Trench (Schwarzenegger), que se inmiscuye en su conversación; Willis interrumpe sus réplicas diciéndoles que no se pongan “a chuparse las pollas” (sic), en lo que puede verse fácilmente un guiño a la famosa frasecita que soltaba no Willis, sino Harvey Keitel, en Pulp Fiction (ídem, 1994, Quentin Tarantino); Schwarzenegger le dice a Stallone algo así como que a este último siempre le gusta andar metido por la selva, en referencia, cómo no, a las aventuras vietnamitas de Rambo; y, cuando el austriaco sale de escena, Stallone se burla de él explicándole a Willis que se trata de un ex mercenario que ahora “quiere ser presidente” (otro sic), en alusión a la carrera política real de Schwarzenegger como gobernador de California. Es muy difícil, casi imposible, reprimir la carcajada ante semejante baño de complicidad.

El problema de Los mercenarios (si es que de problema puede hablarse habida cuenta de que el film no puede ser más honesto de lo que es) reside en que, dejando aparte su condición de guilty pleasure, del placer perverso que puede proporcionar (y que a mí mismo, sin ir más lejos, me proporcionó), como película en sí misma considerada no tiene ningún interés. La trama no es más que un encadenado de tópicos mil veces vistos y que ni siquiera son patrimonio del cine de acción de la década que se pretende reivindicar, la de los ochenta, sino que se remontan a mucho más allá en el pasado y nacen de títulos más añejos cuya cita resulta innecesaria a estas alturas. Ni que decir tiene que los personajes son unidimensionales, puesto que en ningún momento se cuestiona la “honradez” de los héroes de la función a pesar de su carácter, indiscutible, de asesinos a sueldo que matan a cambio de dinero; está, cómo no, la consabida coartada moral del siempre reconfortante “código de honor”, el cual establece que los mercenarios nunca matan a inocentes, sino a quien realmente “se lo merece” (lo cual, por sí solo, ya desmonta dicho “código de honor”, que a partir del momento en que se arroba la potestad de decidir arbitrariamente quién vive y quién muere ya ni es un código ni mucho menos, de honor). A pesar de sus generosas dosis de violencia “ochentena” (las cuales, cierto, se echan de menos en el aséptico cine comercial de la actualidad, pero que por sí solas tampoco atribuyen ningún mérito especial al cine: la violencia en sí misma considerada es tan sólo eso: violencia), el retrato de los protagonistas de Los mercenarios carece de mordiente, incluso de auténtica dureza: es el resultado de una impostura, de una cómoda sumisión y pleitesía al reino del tópico. Lo mismo puede decirse, y con más razón, de “los malos”, todos de una pieza, por más que se intente jugar a la baza de cierta complejidad emocional en lo que al dictador general Garza (David Zayas) se refiere, a quien en un momento dado se le coloca en la encrucijada de mantenerse en el poder a cambio del sacrificio de su propia y contestataria hija Sandra; o el hecho de que el villano encarnado por Eric Roberts, James Munroe, sea un ex agente de la CIA que emplea, para torturar a Sandra, los mismos métodos practicados por el ejército norteamericano y por los hombres de “la compañía” durante la guerra de Iraq, esto es, el tristemente célebre ahogamiento de seres humanos mediante la colocación de una toalla empapada de agua sobre la cara.

Cierto: Los mercenarios “es” cine de acción de los ochenta. También cierto: Los mercenarios es tan mala como solía serlo el grueso del cine de acción de los ochenta. Coherencia no le falta. Desvergüenza, tampoco. Muy probablemente, es esto último, la total y absoluta falta de prejuicios de Stallone y sus compinches, su arrogante actitud “ochentera” plantando cara a un cine, el actual, que posiblemente ni les gusta ni les entiende, pero que de momento les acepta porque han conseguido seguir dando dinero a trancas y a barrancas, lo que suscita simpatía: la actitud del rebelde a contracorriente de las modas. Pero que nadie se llame a engaño. ¿O es que acaso nadie recuerda ya que fue precisamente Stallone y todo lo que generó detrás suyo uno de los principales responsables de que el cine comercial norteamericano de los ochenta degenerara hasta extremos bochornosos, y quien contribuyó decisivamente a que dicha década fuera y siga siendo una de las peores de la historia del cine, si no la peor? Porque una cosa es que se pueda recordar con cariño Rambo: acorralado, segunda parte (Rambo: First Blood II, 1985, George P. Cosmatos), en cuanto fenómeno cinematográfico característico de un momento determinado, y otra bien distinta empezar a decir que aquellas horrendas películas de Stallone, o los subproductos de la Cannon a mayor honra y gloria de Chuck Norris, y un largo etcétera que ni siquiera vale la pena mencionar, eran buenos films. Si aceptamos esto, difícilmente podemos verle mayores méritos a una película que, como Los mercenarios, no hace otra cosa que volver a repetir los tics de ese cine que uno ya creía superado y olvidado, a no ser que empecemos a considerar ahora que dichos tics no eran sino rasgos de estilo que el tiempo acabará convirtiendo en patrones narrativos de un género, el actioner, que ciertamente todavía no se ha estudiado como es debido, pero que tampoco merece ser ensalzado sin fundamento alguno, como en este caso. Puede que, con los años, el actioner llegue a ser reivindicado como antes lo fueron otros subgéneros o variantes genéricas que durante mucho tiempo sufrieron el desprecio de los críticos, como el peplum, el giallo, el eurowestern, el slasher o diversos subgéneros del cine asiático; y, desde luego, cuando se entre en profundidad en el actioner, será el momento de poner en el elevado lugar que se merecen cineastas como Walter Hill y sobre todo John McTiernan, así como las contribuciones esporádicas de directores como Paul Verhoeven y Richard Donner; pero también será el momento de separar el grano, el poco grano, de la paja, la mucha, mucha paja.

Volviendo a Los mercenarios, dejando de lado toda la carga de “placer culpable” que le confiere todo su sentido, y concluyendo, el film no es más que un paseo por convenciones archisabidas. Una primera secuencia destinada a describirnos, y dejar establecida de entrada, la eficacia de los mercenarios comandados por Barney, mediante el dibujo de una contundente operación de rescate de rehenes a bordo de un barco secuestrado por piratas somalíes (pincelada de actualidad que Stallone no ha tardado en aprovechar, apuntándose así un buen tanto). Secuencias destinadas a seguir describiéndonos, si bien nunca saliéndose del patrón del tópico establecido, a los principales protagonistas: la vieja amistad que vincula a Barney con Tool, el mercenario retirado que ahora se dedica a hacer tatuajes como los que cubren su cuerpo y el del propio Barney (en un momento que tiene algo de intimidad viril: el único instante en el cual vemos al protagonista desnudarse no es ante una mujer, sino ante el camarada que le tatúa un cuervo en la espalda); o el dibujo de la vida sentimental de Navidad, enamorado de una mujer, Lacy (Charisma Carpenter), que se la pega con otro porque es incapaz de soportar la soledad generada por las largas ausencias de su amante, consecuencia a su vez del oficio de matarife a sueldo de este último (y que da pie a uno de los giros de guión más previsibles que imaginarse pueda: Navidad ve con malos ojos al nuevo amante de Lacy, pero acepta con resignación las quejas de la mujer y respeta su decisión: ni que decir tiene que a Navidad pronto se le presentará la gran oportunidad de romperle la cara al nuevo semental de Lacy cuando descubra que aquél se dedica a maltratarla…). Tampoco hay sorpresas destacables en lo que se refiere al dibujo del régimen dictatorial mediante el cual el ex agente de la CIA Munroe y el general Garza oprimen al imaginario país latinoamericano situado en la isla de Vilena. Y qué decir del momento en el cual los compañeros de Barney deciden acompañarle en su misión suicida a la isla movidos únicamente por la amistad y el respeto hacia su jefe: en ningún momento hemos percibido el afecto que se da entre ellos, con lo cual su decisión resulta inverosímil y carece de emotividad alguna. Puede entenderse hasta cierto punto que sea Barney quien tome en solitario dicha decisión, se supone que motivado por el –por otro lado, excelente— speech interpretativo en primer plano de Mickey Rourke (escena en la que Tool evoca sus tiempos como mercenario y cómo decidió dejar su profesión el día que dejó morir a una mujer que iba a suicidarse sin mover un dedo por ayudarla…), aunque los contraplanos de un impávido Stallone mientras le escucha no surten el efecto melodramático deseado. Las secuencias de acción son hasta cierto punto efectivas –en particular, el ataque aéreo de Barney y Navidad sobre el muelle—, pero ninguna de ellas supera el listón de lo visto en anteriores ocasiones, e incluso mejor –cf. las persecuciones automovilísticas en la isla (Barney, Navidad y Sandra huyendo en la furgoneta) y en la ciudad (Barney y Ying Yang perseguidos por Gunner y sus matones)—; incluso la batalla final en el palacio del gobierno de Vilena es poco más que un carrusel de explosiones en cadena planificado sin excesiva gracia. Y la reunión final de los mercenarios en el garaje de Tool –incluyendo la “resurrección” de Gunner y su reincorporación al equipo de mercenarios como si no hubiese pasado absolutamente nada…— es, sencillamente, una tontería. Puede que Los mercenarios no pretendiera ser nada más que eso; pero no me parece factible, ni honesto, ver en ella más cera que la que arde.

viernes, 6 de agosto de 2010

LA SAGA PREDATOR, EN EL “SCIFIWORLD” DE AGOSTO 2010


La película de Neil Marshall Centurión es el tema de la espectacular portada del número 29 de Scifiworld, la cual, además de incluir un dossier dedicado al realizador Christopher Nolan con motivo del estreno de Origen y una entrevista exclusiva con Mick Garris, incorpora asimismo un artículo mío que, bajo el genérico La saga Predator, y ante el próximo estreno de Predators, de Nimród Antal, “es la excusa perfecta para que efectuemos un somero repaso a lo que ha dado de sí uno de los personajes más míticos surgidos del cine fantástico norteamericano de los ochenta, con permiso de Freddy Krueger y Jason Voorhees: el Depredador, o Predator, tal y como parece haberse normalizado de unos años a esta parte, una criatura extraterrestre de cuerpo musculoso, facciones monstruosas que suele ocultar tras una especie de inquietante máscara de combate, tocado por una serie de protuberancias capilares parecidas a un peinado “rastafari”, y sobre todo, con un único y claro propósito: la caza mayor”, recorriendo lo que ha sido la serie de películas protagonizadas por este memorable cazador alienígena a raíz de la no menos estupenda Depredador, de John McTiernan, incluyendo su primera secuela, Depredador 2, de Stephen Hopkins, y sus derivaciones o spin-offs: la mini-saga formada por Alien vs. Predator, de Paul W.S. Anderson, y Aliens vs. Predator 2, de Colin y Greg Strause.