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viernes, 29 de agosto de 2014

Libre albedrío: “EL CONGRESO”, de Ari Folman



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Este es un año de sorpresas, al menos para mí. No me esperaba gran cosa de El Congreso (The Congress, 2013), y más en concreto de su guionista y realizador, el israelí Ari Folman, quien goza de un incomprensible prestigio gracias a la (insisto: hablo por mí) horrenda Vals con Bashir (Vals im Bashir, 2008), falso prestigio donde los haya como ya tuve ocasión de comentar en su momento desde las páginas de Dirigido por… en una reseña que me valió no pocos varapalos en algunos foros de Internet enemigos de la discrepancia. A falta de conocer el resto de la obra de Folman —Clara Hakedosha (1996) y Made in Israel (2001)—, y de haber leído El congreso de futurología (1971), la novela de Stanislaw Lem que inspira el largometraje que ahora se estrena entre nosotros y que puede hallarse en la base de algunas de las mejores ideas de El Congreso —lo cual no sería de extrañar a la vista del aterrador guión de Folman para Vals con Bashir—, lo cierto es que la película me ha supuesto una sorpresa tan grata como la que me ha representado el más reciente trabajo —Lucy (ídem, 2014)— de otro realizador —Luc Besson— del cual hacía muchos años que no esperaba absolutamente nada bueno.


En contra de mis peores temores, El Congreso es un film bello y casi perfecto, donde prácticamente en cada secuencia, casi en cada plano, Folman hace gala de una inventiva que le honra. De entrada, el arranque ya es tremendamente sugestivo. Un primer plano de la actriz Robin Wright, excelente como siempre e interpretándose a sí misma, se va abriendo paulatinamente para mostrarnos que dentro del encuadre la acompaña su agente, Al (Harvey Keitel). Este le está exponiendo a Wright una dolorosa realidad: que su trayectoria como actriz es un fracaso como consecuencia de su tendencia a elegir películas que se estrellan en taquilla; que él lleva años intentando sacar adelante su carrera aguantando sus dudas, sus miedos y sus indecisiones, las mismas que la han llevado a abandonar algunos rodajes incluso después de haberse comprometido contractualmente; y que la única solución que le queda no ya para seguir trabajando, sino incluso para subsistir, es aceptar un nuevo contrato: el último. ¿Y en qué consiste el mismo? Pues en dejarse escanear de cuerpo entero, captando todos sus gestos, miradas y emociones, y comprometerse a que jamás volverá a actuar ni tan siquiera en teatro o radio, porque su doble virtual, creada a partir de esa “captura de movimiento”, será la que se encargará de hacer todas sus películas en el futuro, pero sin que ella tenga ni voz ni voto sobre qué trabajos aceptará la “nueva Robin Wright”, incluido el cine pornográfico…


Dejando aparte —sin despreciarla, pues es digna de todo elogio— la valentía de Robin Wright a la hora de protagonizar un film que “fantasea” con su trayectoria profesional real, poniendo el dedo en la llaga en cuestiones, si no auténticas, quizá sí amargamente plausibles (como que la actriz confiesa tener ya 44 años y eso, en cine, sobre todo en el hollywoodiense, equivale para una mujer, por culpa del prejuicio y la estupidez reinantes, a una especie de “condena a muerte” o de “muerte en vida”), El Congreso propone un acerado discurso sobre el cine actual a través de esa aguda utilización de su famosa actriz protagonista, convirtiéndola en un icono que simboliza el mundillo de Hollywood,. Desde luego que no faltará quien diga que lo que le ocurre a Folman es que en el fondo es un envidioso que quiere-y-no-puede trabajar con una major norteamericana y disponer de los medios de un Spielberg o un Cameron, y por eso se dedica a criticar aquello que no posee, cual zorro que acaba despreciando las uvas de la rama que no alcanza. Puede verse así, por descontado, pero eso no obsta para que su discurso sea inteligente, y sobre todo convincente dentro del contexto de ciencia ficción en el que se encuadra. A fin de cuentas, ¿acaso no es cierto que las  nuevas generaciones de espectadores están empezando a darle la espalda al cine porque el star-system —esto es, el carisma de los intérpretes, sea natural o prefabricado— ya no constituye un aliciente para acudir a las salas de exhibición? ¿No han empezado muchos actores y actrices a dejarse escanear para protagonizar videojuegos o films rodados mediante la técnica de la “captura de movimiento” (entre ellos, la propia Robin Wright)? ¿No es verdad que la posibilidad de que el público interactúe con la película que está viendo, tal y como hace un jugador de videojuegos, puede llegar a ser una salida válida para la industria del cine? ¿O, como se plantea más adelante en el film, que la audiencia tenga la posibilidad de “tocar” a sus estrellas favoritas de ayer y de hoy por medio de la estimulación psicotrópica, la cual permitiría bailar codo con codo con Gene Kelly o acostarse con Marilyn Monroe, pongamos por caso? ¿Acabará siendo una realidad (pues casi lo es) que el cine, además de ofrecer imágenes de alta definición y estereoscópicas, transmitirá sensaciones físicas que parecerán auténticas, como lo describe Aldous Huxley en su imprescindible Un mundo feliz?


Sea como fuere, y digresiones al margen (por apasionantes que estas sean), Folman expone este discurso de dos maneras, explícita y directa la una, implícita y sugerente la otra; ambas son excelentes, por más que la segunda sea la más hermosa. Filma con dureza y sequedad las secuencias en las que Wright y Al tienen una conversación con el capitoste del estudio Miramount (sic), Jeff Green (Danny Huston), en el despacho de este último, quien expone de forma asimismo cruda y descarnada la realidad de la carrera de la actriz: que está envejeciendo irremisiblemente (ya no es, afirma con crueldad, “la princesa prometida”, refiriéndose a la película homónima de Rob Reiner de 1987 que la dio a conocer); que el público dominante (el joven) no quiere ver a actrices que les recuerden a sus madres o a sus abuelas; y que, si acepta el contrato que le ofrecen (principalmente, porque no tendrá más remedio que hacerlo), jamás volverá a actuar: la Robin Wright real (“real” dentro de la acción de El Congreso, se entiende) dejará paso para siempre a la Robin Wright virtual, eternamente joven y que hará sin rechistar todos los films que el estudio le proponga protagonizar, precisamente ese tipo de películas que la Wright de carne y hueso se negó a interpretar por no encajar con su sensibilidad personal: su libertad de elección; retengamos esta idea, el libre albedrío, porque es en esencia el concepto principal en torno al cual pivota el grueso del relato.


La cuestión alcanza su punto culminante en la mejor y más intensa secuencia del film: la de la sesión de escaneado. Robin Wright se pone una malla y se coloca en medio de una sofisticada estructura semiesférica plagada de luces y cámaras destinadas a captar todos y cada uno de sus ángulos físicos. En el último momento, la actriz intenta desistir, y para que no lo haga Al la convence explicándole una larga historia por megafonía —la de cómo empezó en el negocio de ser representante de artistas desde niño, y lo que sintió la primera vez que la vio y decidió convertirse en quien guiara su carrera—, la cual produce primero la sonrisa, luego la risa y más tarde la melancolía, las lágrimas y el llanto de Wright…, emociones todas ellas puntualmente “capturadas” por el ingeniero informático encargado del escaneado. La secuencia, espléndidamente filmada y superlativamente interpretada por Wright y, sobre todo, Harvey Keitel, remata con brillantez la reflexión sobre el negocio del cine enunciada líneas arriba, demostrando, a fin de cuentas, que las barreras entre emoción y espectáculo, y la comercialización de ambos, son en cine más que difusas.


La acción da un salto temporal de 20 años. Vemos a una Robin Wright de 64 años que circula por la carretera conduciendo su descapotable. Se para en un puesto de control y un guarda de seguridad (John Lacy) comprueba su identidad y le da a beber el contenido de una pequeña ampolla, recordándole que va a entrar en una “zona de animación”. En un momento que parece un cruce entre la estética de El submarino amarillo (Yellow Submarine, 1968, George Dunning) y la entrada en Dibullywood de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, 1988, Robert Zemeckis), Wright y su vehículo se convierten en… dibujos animados. La animación va a presidir el relato hasta casi el final, salvo algunas dosificadas imágenes donde aparece la Robin Wright aparentemente de carne y hueso (en realidad, la virtual) interpretando, siempre joven, escenas de la nueva película de acción producida por el estudio que sigue rigiendo Jeff Green, haciendo entrevistas de promoción del nuevo bodrio en cuestión…, o protagonizando un guiño a una famosísima escena de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, 1963, Stanley Kubrick) que es lo único malo y prescindible de El Congreso, por más que venga a refrendar su discurso crítico.


El propósito de la auténtica y envejecida Wright es asistir a un congreso de futurología organizado por la Miramount al cual ha sido invitada y que tiene lugar en un gigantesco hotel. En el curso del mismo se presentará el invento virtual definitivo, la posibilidad de convertirse —con la ayuda de un nuevo estupefaciente— en el protagonista de las propias “películas” que surjan directamente de la imaginación del espectador, lo cual supone, de facto, la desaparición completa del cine: nadie querrá ver las películas que han ideado otros cuando se puede “vivir” dentro de la “película” que cada cual, libremente, se invente. La idea lleva todavía más allá el concepto de perversión del cine enunciado líneas atrás, hasta el punto de que este puede acabar/acabará desapareciendo en beneficio del libre albedrío del público y su capacidad personal para idear lo que se le antoje, de un modo similar a la (todavía relativa, pero cada vez menos) libertad de conducir la trama de un videojuego que tiene un jugador. Más allá, incluso, de su condición de crítica, sátira o reflexión sobre el cine, lo que en el fondo de El Congreso se dirime es la posibilidad de que la supeditación del cine al libre albedrío total y absoluto del espectador puede acabar desembocando, a la larga, en una nueva forma de tiranía prácticamente imposible de destruir. Un yugo que parte del paradójico planteamiento de que, ofreciendo el máximo de libertad, lo que en verdad está haciendo es ofrecer un máximo de represión: un orbe donde la imaginación ilimitada, pero concentrada dentro de cada individuo, acabará matando a la auténtica fantasía al no poderse comunicar, ergo compartir, con los demás.


A medida que avanza la narración, descubrimos que los invitados del hotel no son sino una parte de la élite mundial que ha acabado refugiándose en la fantasía total y absoluta que permite vivir como se quiera, y ser quien se quiera —un personaje histórico, una estrella de cine, un artista del pop—, por medio del estupefaciente que ha tomado Wright al entrar en la zona del establecimiento. La dura verdad es que el mundo está dividido entre quienes han decidido evadirse de la realidad viviendo para siempre en un paraíso artificial de dibujos animados mediante la ingesta de la droga…, y los parias que malviven en la vida real pasando hambre, frío y enfermedades. A falta, vuelvo a insistir, de haber leído la novela de Stanislaw Lem de la que parte el film, de nuevo me resulta difícil no pensar en el “mundo feliz” descrito por Huxley, donde también se daba una dicotomía similar a la que al final acaba asumiendo la protagonista de El Congreso: vivir lo que le quede de vida en ese paraíso animado de placer y colores sin miedo ni dolor, o regresar a la realidad con tal de reencontrarse con su hijo Aaron (Kodi Smit-McPhee).


Antes de llegar a la parte de la película dominada por el dibujo animado, hemos presenciado la relación existente entre Wright y su hijo Aaron; también con su hija mayor, Sarah (Sami Gayle), si bien el vínculo con ella es muy distinto, hasta el punto de que, en ese futuro hipotético que tiene lugar veinte años después del primer tercio del film, Sarah —o, mejor dicho, una versión suya en dibujos animados— acabará formando parte del grupo terrorista antisistema que asalta el hotel con la intención de arruinar los planes alienantes de Miramount. En cambio, Aaron es, en ese primer tercio en imagen real, un niño sensible y sobre todo gravemente enfermo; una rara dolencia le está dejando sordo y, según comenta el Dr. Baker (Paul Giamatti), en un futuro no muy lejano acabará siendo ciego. Las escenas que giran alrededor del personaje de Aaron son de una gran sensibilidad: en el arranque del film, el chico es presentado haciendo volar sus cometas más allá del límite de seguridad del aeropuerto, muy cerca de donde Wright y sus hijos tienen el hangar remodelado que les sirve de vivienda; una inteligente utilización de la reducción del sonido cuando la cámara adopta el punto de vista de Aaron ya nos sugiere, de entrada, los problemas auditivos del muchacho; más tarde, Aaron es llevado por su madre a la consulta del Dr. Baker, y a pesar de su casi sordera y el grueso cristal que les separa, el chico sabe leer los labios de Wright y el médico y acaba siendo consciente de que la sordera y la ceguera es lo que le depara la vida. Ello también puede interpretarse como una bonita manera de simbolizar cuál es el siniestro futuro que prepararán a su vez Miramount y otros de su calaña, los cuales acabarán urdiendo, en ese “mañana” solo idílico en apariencia, una forma de convertir a toda la humanidad en personas “sordas” y “ciegas” ante la realidad que les rodea.


La conclusión de El Congreso es tan lírica y melancólica como, en el fondo, desoladora. Wright consigue huir del mundo de la animación gracias a la droga que neutraliza la que ha ingerido al entrar en el hotel y que le proporciona un personaje (de dibujos animados, pero con la voz de Jon Hamm) que la conoce y lleva tiempo secretamente enamorado de ella: Dylan Truliner, el antiguo ingeniero informático que durante veinte años estuvo estudiando todas sus viejas películas a fin de recrear fielmente sus gestos y expresiones en la Robin Wright virtual. Un espléndido travelling subjetivo visualiza magistralmente la “salida” de Wright del mundo animado y su regreso al arrasado mundo real donde, tras una fugaz visita a otro antiguo y envejecido amigo, el Dr. Baker, y ante la imposibilidad de volver a reencontrarse con Aaron —el médico le cuenta que su hijo estuvo diecinueve años esperando su regreso, después perdió toda esperanza y decidió irse voluntariamente al mundo animado—, la protagonista acabará regresando a ese mundo de la irrealidad psicotrópica…, pero haciéndolo dentro de un espacio que le resulta confortable y confortador: las fantasías de su hijo. Es difícil no pensar, en este caso, en la conclusión de otra novela de Lem, Solaris, así como en el bellísimo plano de cierre de su excepcional lectura fílmica de 1972 a cargo de Andrei Tarkovsky.  

martes, 26 de agosto de 2014

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de SEPTIEMBRE 2014, ya a la venta



Un avance de Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller, ocupa la portada del núm. 349 de Imágenes de Actualidad. Dentro de la sección Primeras Fotos, la revista de este mes ofrece avances de otros títulos tan esperados como Exodus: Dioses y reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014), de Ridley Scott; Cincuenta sombras de Grey (Fifty Shades of Grey, 2015), de Sam Taylor-Johnson; Into the Woods (2014), de Rob Marshall; y El hobbit: La batalla de los cinco ejércitos (The Hobbit: The Battle of the Five Armies, 2014), de Peter Jackson.


La actualidad cinematográfica del mes se cubre con sendos reportajes de: Hércules (Hercules, 2014), de Brett Ratner, que se complementa con una entrevista con su protagonista, Dwayne Johnson, y un artículo dedicado a Los otros Hércules; El Niño (2014), de Daniel Monzón; Casi humanos (Almost Human, 2013), de Joe Begos; Líbranos del mal (Deliver Us from Evil, 2014), de Scott Derrickson, complementado a su vez con un retrato de su protagonista femenina, Olivia Munn; El corredor del laberinto (The Maze Runner, 2014), de Wes Ball; El hombre más buscado (A Most Wanted Man, 2014), de Anton Corbijn; Joe (idem, 2013), de David Gordon Green; Jersey Boys (ídem, 2014), de Clint Eastwood; Boyhood (Momentos de una vida) (Boyhood, 2014), de Richard Linklater; y Destino Marrakech (Exit Marrakech, 2013), de Caroline Link. Y las secciones Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; Videojuegos, de Marc Roig; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


Este mes dedico el Cult Movie a una película ligera pero entrañable para mucha gente, con motivo del 30 aniversario de su estreno: Los cazafantasmas (Ghostbusters, 1984), de Ivan Reitman: “Podemos aducir, como razones para su enorme popularidad en el momento de su estreno, el enorme tirón taquillero del cual gozaban dos de sus protagonistas masculinos, Bill Murray y Dan Aykroyd. (…) A ello hay que añadir las presencias destacadas de una insólita Sigourney Weaver, ofreciendo una (cómica) imagen sexy que nada tenía que ver con su famosísima Ripley de la saga “Alien”, y de Rick Moranis, que a partir de “Los cazafantasmas” (…) inició una notable carrera en el terreno del humor fílmico. Otros factores determinantes del éxito de “Los cazafantasmas” fueron la popularidad de la discotequera canción «Ghostbusters» compuesta e interpretada por Ray Parker Jr., que incluso llegó a ser nominada a un Oscar en su categoría (…), y sus efectos visuales, supervisados por Richard Edlund, John Bruno, Mark Vargo y Chuck Gaspar, asimismo candidatos al premio de la Academia”.


Mi contribución a la revista se completa con un par de críticas dedicadas a dos de las mejores películas que se han estrenado este verano en España: El amanecer del planeta de los simios (Dawn of the Planet of the Apes, 2014), de Matt Reeves...


…y Sabotage (ídem, 2014), de David Ayer, de la cual he hablado extensamente en este mismo blog (1).  


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lunes, 25 de agosto de 2014

Cacharros veraniegos: “LOS MERCENARIOS 3” – “TRANSFORMERS: LA ERA DE LA EXTINCIÓN” – “GUARDIANES DE LA GALAXIA”

[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]


Abuelitos belicosos: Los mercenarios 3 (The Expendables 3, 2014), de Patrick Hughes.- Ya expliqué en el momento de su estreno que una cosa es que Los mercenarios (The Expendables, 2010, Sylvester Stallone) (1) pueda divertir/divertirnos a quienes conocen/conocimos el cine de acción, o como se le llama ahora, el actioner norteamericano de la década de los ochenta, y otra muy diferente que ese “placer culpable” tenga calidad. Mal que pese a los simpatizantes de Stallone, Schwarzenegeer, Bruce Willis et altrii, Los mercenarios, cinematográficamente hablando, era una completa nulidad (divertida, sí, pero nulidad a fin de cuentas), y lo mismo puede aplicarse a sus secuelas, Los mercenarios 2 (The Expendables 2, 2012, Simon West) y la recientemente estrenada Los mercenarios 3, que consigue lo que parecía imposible: que, de tan mala, las dos películas que la preceden casi parezcan, por comparación, buenos films.


Los mercenarios 3 resulta, contra todo pronóstico, una película patética, por lo que tiene de certificado de defunción de sus (ejem) “ilustres” protagonistas de mayor edad. Con franqueza, no puedo comprender cómo en su época todo el mundo protestaba ante la decadencia física del actor Roger Moore, quien llegó a interpretar a James Bond hasta los 57 años antes de retirarse, y nadie (o casi) dice nada con respecto a los mucho más avejentados protagonistas de esta franquicia, los cuales en esta tercera entrega alcanzan cotas tan sublimes como el atroz tinte del cabello que luce Arnold Schwarzenegger aplicado aparentemente por su peor enemigo —y pensar que este verano el astro austriaco ha sido capaz de jugársela con un thriller tan espléndido, atípico y arriesgado como Sabotage (ídem, 2014, David Ayer) (2)—, o la terrible aparición de un Harrison Ford que parece con un pie en la sepultura; por no hablar de un aterrador Antonio Banderas haciendo de secundario cómico (¡por favor!), o de un recuperado Wesley Snipes soltando chistes sobre la evasión de impuestos (real) que hizo que diera con sus huesos en la cárcel y le mantuvo apartado del cine durante unos años; o de un recauchutado Jet Li visto y no visto… El único que salva un poco los papeles es Mel Gibson, quien a pesar de sus considerables arrugas (fruto, en su caso, de una aparente asunción del paso de los años) todavía hace gala de una forma física considerablemente buena; incluso es la única persona del reparto que parece tomarse un poco en serio su papel de gran villano de la función, lo cual, nobleza obliga, dice mucho a favor de la profesionalidad de quien en su momento fuera el mejor cineasta norteamericano surgido en la década de los noventa, últimamente convertido en un “maldito” como consecuencia de varias desafortunadas meteduras de pata.


Carcamales aparte, el principal problema de Los mercenarios 3 es que no solo no tiene gracia, sino que incluso como película de acción pura y dura resulta terriblemente soporífera. Solo se anima en sus últimos treinta minutos, en los cuales se da rienda suelta a una aparatosa secuencia de acción que, cierto es, brilla por su espectacularidad, pero que más allá de su generosa exhibición de medios técnicos tampoco hace gala de creatividad alguna en lo que a puesta en escena se refiere. Esperemos que su director, el hasta ahora prácticamente desconocido Patrick Hughes mejore el tiro (nunca mejor dicho) en sus próximas películas, y si no lo hace, que vuelva rápidamente al limbo (profesional) del cual salió.




Cine “que mola” para un mundo “guay”: Transformers: La era de la extinción (Transformers: Age of Extinction, 2014), de Michael Bay.- Antes que nada, recomiendo encarecidamente el artículo sobre Michael Bay que los colegas Roberto Alcover Oti y Diego Salgado van a publicar en el próximo número de Dirigido por…, donde haciendo gala de una capacidad analítica que les honra, y sobre todo de una paciencia para aproximarse al cine de Bay de la cual, lo reconozco, yo carezco por completo, se atreven a estudiar la figura de este cineasta como alguien muy representativo, mal que pese, no ya del cine moderno sino de la sociedad moderna.


Desde este punto de vista, más sociológico que cinematográfico (por más que esa carga sociológica se vehicule a través de un lenguaje específicamente fílmico), tanto el cine de Bay en general como Transformers: La era de la extinción en particular son “cacharros” que, gusten o no, conectan de manera muy íntima con el mundo en que vivimos. Como exponen Alcover y Salgado en su texto (reitero la recomendación), las películas de Bay vienen a ser fantasías hiperbólicas y deliberadamente exageradas, astutamente diseñadas para gustar al público adolescente-juvenil que las devora con fruición. No puede entenderse de otro modo que, en el caso de su más reciente film, buena parte del mismo insista (hasta el ahogo, añado) en el conflicto paterno-filial que se da entre el mecánico (Cade Yeager: lo interpreta Mark Wahlberg como podría haberlo hecho cualquier otro) y su hija adolescente (Tessa: Nicola Peltz) porque esta se ha enamorado de un, digamos, “chico malo” (Shane: Jack Reynor) —aclaremos que es “malo” porque solo-sabe-conducir-coches-de-carrera—; o las en verdad increíbles escenas de la primera aparición de la chica, bajándose de un coche lleno de compañeras de clase —ergo, macizas que parecen haber salido todas, como ella, de una pasarela de moda— y contoneándose sobre sus tacones, sobre un camino de tierra, hacia la granja que comparte con su progenitor…; o la delectación a la hora de filmar coches, ordenadores y los (espléndidos, eso sí) efectos visuales que dan vida a los Autobots, donde no puede faltar, otra vez, el largo, muy largo clímax en las calles de una gran ciudad, en este caso Hong Kong, convertida en escenario susceptible de ser digitalmente destrozado de la nueva guerra de los Autobots y los engendros mecánicos organizados por un resucitado Megatrón… ¿Hace falta añadir que, of course, Bay lo filma todo, todo, todo a base de planos muy, muy, muy cortos, no sea que la peña se aburra mucho, mucho, mucho…? No se le puede negar la coherencia a Transformers: La era de la extinción: es cine mediocre para un mundo mediocre, pero mola porque lo que enseña es guay del Paraguay.   


Una “space opera” con fondo musical: Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014), de James Gunn.- De todos los “cacharros” comentados en esta entrada del blog, este es sin duda el mejor de los tres, por más que me parezca que esté lejos, muy lejos de ser una gran película, y sobre todo no se encuentra a la altura de Sabotage, El amanecer del planeta de los simios (Dawn of the Planet of the Apes, 2014, Matt Reeves) y Lucy (ídem, 2014, Luc Besson), los tres mejores blockbusters de este verano. Pese a todo, Guardianes de la Galaxia, adaptación del cómic homónimo de Marvel que no he tenido el gusto de leer, tiene algunos aspectos a favor.


El primero es su sentido del humor, que aporta una mirada irónica bastante bien dosificada y nada cargante sobre las convenciones de la space opera. Desde esta perspectiva, el film hace gala de un logrado equilibrio entre el relato de aventuras galácticas a lo Star Wars y cierto tono ligero deudor de las producciones Amblin de los ochenta —algo perceptible, sobre todo, en su secuencia inicial: la abducción del pequeño Peter Quill (Wyatt Oleff)—, que lo hace razonablemente simpático. Funciona bien, en este sentido, la inserción de canciones, las que escucha el ya adulto Peter Quill/Star-Lord (Chris Pratt) en su anticuado walkman reproductor de casetes, el único vestigio de su infancia en la Tierra y recuerdo que guarda de su madre muerta, las cuales llenan la pista de sonido en determinados momentos que guardan relación con la audición de música por parte del protagonista o de otros personajes con los auriculares, pero que sirven al mismo tiempo para marcar ese tono jocoso y ligero: las canciones tienen aquí una especie de efecto “revulsivo” con respecto a las convenciones, vuelto a insistir, de la space opera. De ahí que, a pesar de las “obligadas” secuencias trascendentales características de la superproducción de superhéroes —en particular sus escenas finales: toda la batalla de Quill/Star-Lord, Gamora (Zoe Saldana), Drax (Dave Bautista), Rocket (voz y gestos de Bradley Cooper) y Groot (voz y gestos de Vin Diesel) contra el súper-villano Ronan el Acusador (Lee Pace)—, el contrapunto humorístico hace más llevadero un relato que, por otro lado, acusa graves deficiencias dramáticas. Hay momentos en que la película, sencillamente, no interesa, por más que nunca deja de desinteresar por completo gracias al buen ritmo de la trama y, sobre todo, la más que correcta labor de puesta en escena del realizador James Gunn: por lo menos aquí las secuencias de acción —como la notable de la huida de los protagonistas de la nave-prisión, o la batalla aérea sobre la ciudad— están bien filmadas. Dejo al margen una cuestión en la que simplemente no entro porque, como ya he explicado, desconozco el cómic de Marvel que la inspira: el valor que Guardianes de la Galaxia pueda tener de adaptación del original gráfico; llámenme anticuado si quieren, pero soy de la opinión de que una película, cualquier película, tiene que valer en sí misma considerada y funcionar para cualquier espectador al cual su material de procedencia le resulte ajeno.   

martes, 12 de agosto de 2014

De John Updike a George Miller: “LAS BRUJAS DE EASTWICK”



Hace poco he tenido ocasión de leer Las brujas de Eastwick (1984), la novela de John Updike (1932-2009) que dio pie a una popular adaptación al cine, Las brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, 1987), dirigida por el australiano George Miller, además de a un telefilm de 30 minutos, The Witches of Eastwick (1992), firmado por Rick Rosenthal y con interpretación de Julia Campbell (Jane Hollis), Catherine Mary Stewart (Sukie Ridgemont), Ally Walker (Alexandra Spofford) y Michael Siberry (Darryl Van Horne), en realidad el piloto de una serie que nunca se llegó a desarrollar; un musical homónimo estrenado en el West End londinense en 2000, con libreto de John Dempsey, música de Dana P. Rowe, dirección de Eric Schaeffer y producción de Cameron Mackintosh; otro telefilm, Eastwick (2002), dirigido por Michael M. Robin y protagonizado por Marcia Cross (Jane Spofford), Kelly Rutherford (Alexandra Medford), Lori Loughlin (Sukie Ridgemont) y Jason O’Mara (Darryl Van Horne); y una efímera serie de televisión también titulada Eastwick (2009-2010), interpretada por Jaime Ray Newman (Kat Gardener), Lindsay Price (Joanna Frankel), Rebecca Romijn (Roxie Torcoletti), Paul Gross (Darryl Van Horne) y Veronica Cartwright, esta última asimismo presente en el reparto del film de Miller, si bien llevando a cabo un papel diferente. El propio Updike llegaría a firmar una secuela de su libro, Las viudas de Eastwick (2008), que como es sabido fue su última novela.


La experiencia de leer una novela que inspiró una película después —o, como en mi caso, mucho tiempo después— de haber visto esta última suele ser estimulante, y en el caso de Las brujas de Eastwick, harto reveladora, habida cuenta de que libro y film discrepan profundamente, o dicho de otra manera, que el guionista de la película de Miller, Michael Cristofer, tomó la novela de Updike como mero punto de partida para llevar a cabo algo en apariencia muy diferente, por más que en la práctica se percibe en todo momento que el film siempre está remitiéndose de un modo u otro al original literario.


Lo primero que llama poderosamente la atención de la lectura de la novela es que, al contrario que en la película, las protagonistas del relato, Alexandra Spofford —llamada Alexandra Medford en el film, donde está a cargo de Cher—, Jane Smart —que en la película toma el apellido de la Alexandra del libro, Spofford, adoptando los rasgos de Susan Sarandon— y Sukie Rougemont —cuyo apellido, en la versión de Miller, se transforma en Ridgemont: la interpreta Michelle Pfeiffer—, ya tienen poderes mágicos antes de la llegada a Eastwick del misterioso Daryl Van Horne —Jack Nicholson—, que es como se llama este personaje en el film: en la novela su nombre de pila es Darryl, con doble “r”. Es decir, que Alexandra, Jane y Sukie son brujas desde el principio de la trama y no, como en la película, hechiceras novatas que adquieren sus poderes mágicos en los últimos tramos del relato para deshacerse del satánico amante de las tres. De hecho en el libro, y a pocas páginas del principio, Alexandra sale a pasear con su perro por la playa y, fastidiada por la aglomeración de gente que encuentra en ella, desata con sus poderes una tormenta destinada a despejar la zona para poder cruzar tranquilamente por ella… El film, recordemos, arranca con un discurso que el alcalde, Walter Neff (Keith Jochim), dirige a los vecinos de Eastwick y que se ve inoportunamente interrumpido por una lluvia copiosa que se desata de improviso anticipando así la pronta llegada del demoníaco Van Horne, pero que no es provocada por ninguna de las protagonistas femeninas; con todo, esa coincidencia en la idea de la tempestad es la primera de las varias que se dan entre novela y película, o mejor dicho, es una de las diversas ideas del original literario que son reaprovechadas en la versión de Miller.


En el libro, Alexandra, Jane y Sukie son mujeres-sin-hombre: la primera y la tercera están divorciadas, y de la segunda nunca se nos dice que haya estado casada o emparejada. Pero, al contrario que en el film, el hecho de que vivan solas o, en el caso de Alexandra y Sukie, en compañía de sus hijos —en la película solo Sukie tiene descendencia (seis niñas), pero tanto aquí como en la novela la misma no juega un papel relevante—, no significa ni mucho menos que en su existencia no haya sexo. Lo hay, y a espuertas, pues precisamente las tres mujeres tienen cierta “mala fama” en Eastwick por la notable cantidad de amantes del sexo masculino y de estado civil soltero o casado que hay en sus vidas: su promiscuidad está contemplada con disgusto. En el film de Miller, sigamos recordando, Alexandra, Jane y Sukie se citan todos los jueves por la noche en la casa de la primera (igual que en el relato de Updike), y al contrario que sus homólogas literarias, en sus existencias hay una notable sequía sexual: la noche que se reúnen para beber cócteles, el mismo día que se desató esa inesperada e inexplicable tormenta, se presenta en Eastwick, respondiendo a la plegaria silenciosa de las tres mujeres (visualizada en un malintencionado montaje paralelo) Daryl Van Horne, acompañado de su silencioso chófer, llamado Fidel tanto en el relato de Updike como en la versión de Miller (Carel Struycken lo asume en esta última). A pesar de ello, en la novela la llegada de Van Horne provoca asimismo una gran excitación, no solo sexual, en las protagonistas femeninas, pues a pesar de que no les falta compañía masculina cuando quieren y como quieren comparten con sus homólogas fílmicas un poso de insatisfacción.


A propósito de los malos ojos con que los habitantes de Eastwick se miran la promiscuidad de las tres brujas en la novela de Updike, es necesario señalar que la acción de la misma transcurre a finales de la década de los sesenta y coincidiendo con la guerra de Vietnam; la película, en cambio, está ambientada en época actual. De este modo, Jane, Sukie y sobre todo Alexandra devienen una especie de hippies subversivas cuyo carácter trasgresor en el film ha desaparecido casi por completo: si bien Alexandra hace gala en la versión de Miller de cierta imagen bohemia, tanto Jane —reconvertida en una solterona violonchelista y profesora de música muy necesitada de vida sexual— como Sukie —una joven prematuramente cargada de hijos que nada tiene que ver con la dinámica reportera del periódico local descrita por Updike— responden a arquetipos femeninos de mujeres dóciles y/o hogareñas. A pesar de todo, llama la atención de que en el libro la ambientación en la América de los sesenta y el conflicto vietnamita tengan escasa relevancia, más allá de algún episodio concreto pero secundario dentro de la trama, hasta el punto de que su supresión no ya en la película sino incluso en la propia novela de Updike podría pasar perfectamente desapercibida.


Otra sorpresa que depara la lectura de aquélla es que el personaje de Darryl (o Daryl) Van Horne es relativamente secundario. Ni siquiera resulta tan evidente como en la película la oculta naturaleza demoníaca del personaje, más allá de alguna que otra insinuación (alguna tan irónica como, escribe Updike, la enigmática debilidad del personaje por los pactos por escrito); y, al final del libro, sencillamente se va de Eastwick, sin más: si en la película Van Horne es expulsado del pueblo por medio de un aparatoso hechizo ejecutado en mágico triunvirato por Alexandra, Jane y Sukie, en el original literario se marcha porque los negocios le han ido mal, ha perdido mucho dinero y no puede seguir manteniendo la lujosa mansión en la que vive.  Pese a todo, la película se mantiene fiel a Updike en la que es una de las mejores ideas de la versión de Miller: la misteriosa dificultad inicial que tienen todas las personas que han visto una vez a Van Horne para recordar su nombre y apellido.


Asimismo, en la novela Van Horne deviene amante de las tres brujas de Eastwick, las cuales van a pasar juntas los fines de semana a la mansión del primero, donde comparten cena, bebidas, baños en un jacuzzi y sexo, con Van Horne o incluso entre ellas mismas: el lesbianismo de las tres mujeres flota constantemente a lo largo de las páginas urdidas por Updike. En cambio, en el film queda claro que las protagonistas femeninas comparten sexualmente a Van Horne, pero nunca se especifica si su relación es un ménage à quatre o si más bien cada una espera pacientemente su turno para ser satisfecha por —como él mismo se autodefine— “el diablillo cachondo” que las ha hechizado. Además, Updike introduce en el libro un personaje inexistente en la versión de Miller: Jenny, la joven hija de Clyde y Felicia Gabriel, apellidados Alden en la película (y respectivamente encarnados por Richard Jenkins y Veronica Cartwright). Tanto en la novela como en el film, Felicia se obsesiona hasta el límite de la demencia por Van Horne y sus tres amantes, y Clyde (que en el libro es amante de Sukie) termina acabando con su esposa (rompiéndole el cráneo con un atizador según Updike, de un escopetazo según Miller); pero, a diferencia de la película, los Gabriel/Alden tienen dos hijos; uno de ellos es Jenny, la cual no solo se hace amiga de Alexandra, Jane y Sukie, sino que incluso acaba acompañándolas a sus sesiones de jacuzzi en la mansión de Van Horne. La sorpresa reside en que, contra todo pronóstico, Van Horne termina casándose con Jenny y olvidándose del resto de sus amantes; es entonces cuando las tres brujas, despechadas, llevan a cabo un conjuro en virtud del cual (aparentemente) Jenny desarrolla un cáncer que la lleva a la muerte. En esta última idea puede verse, quizá, la inspiración de ese episodio del film —que, tal y está resuelto, guarda asimismo (coherentes) ecos de La semilla del diablo, la novela de Ira Levin y la película homónima de Roman Polanski de 1968— en el cual, tras rechazar a Van Horne junto al resto de sus amigas, Sukie contrae una dolorosísima enfermedad que nadie le sabe diagnosticar ni mucho menos curar, y que recuerda el cáncer que acaba con Jenny. De hecho, el conjuro contra Jenny que describe Updike, con un muñeco de cera convenientemente ensartado de alfileres, es prácticamente idéntico al que emplean las brujas de Miller para echar al diablillo Van Horne de Eastwick.


Otros detalles de la versión de Miller que beben de la obra de Updike son, por ejemplo, los relativos a la seducción que Van Horne lleva a cabo de Jane usando el lenguaje que mejor entiende esta última: el de la música. Así como en el libro Van Horne toca el piano, en la película toca el violín, popularmente considerado el instrumento musical favorito del diablo. Asimismo, la Jane finalmente “liberada” de la película, que deja atrás su imagen de modosa y anticuada profesora de música para convertirse en una mujer sensual y desinhibida, está más cerca de la que describe Updike, una mujer asimismo dura y casi antipática de tan segura de sí misma que está, la cual a veces asusta a la Alexandra de la novela por su fiera determinación. También aparecen en el libro las referencias al tenis, y más en concreto al partido que juegan a cuatro bandas Van Horne y sus brujas, con la diferencia de que en la obra de Updike son ellas las que llevan a cabo acciones mágicas con las pelotas. Asimismo son las brujas, y no Van Horne como se ve en el film, quienes provocan el misterioso hechizo que provoca que Felicia y otras mujeres de Eastwick que están en contra suyo escupan plumas o ranas que de repente aparecen en sus bocas, y que sin duda inspiran la secuencia en la que la Felicia de la obra de Miller empieza a escupir los huesos de las cerezas que las protagonistas están comiendo en la mansión de Van Horne.


Finalmente, en la película las protagonistas consiguen, como he dicho, crear un hechizo con una figura de cera de Van Horne lo suficientemente poderoso como para hacerle daño y conseguir, en apariencia, destruirle. Recordemos que, como consecuencia de ese conjuro, Van Horne empieza a retorcerse de dolor y es arrastrado por un viento misterioso —las brujas que pinchan y soplan sobre su representación en cera— hasta ir a parar a la iglesia, donde en medio de vómitos de más huesos de cereza termina pronunciando, ante los asombrados feligreses, un ácido discurso en torno al porqué de la creación de la mujer por Dios: “¿Él nos la ha jugado de nuevo?”, es su sarcástica conclusión. Pues bien, en el libro Van Horne es invitado a pronunciar un sermón en la iglesia de Eastwick, siguiendo una costumbre local, y lo que hace es soltar una hilarante digresión sobre los gusanos y los parásitos, a modo de ejemplo de las paradojas de la Creación: si hemos de amar la obra de Dios, y esta incluye a seres tan repugnantes, ¿acaso no es verdad que el Creador exige que el amarle sea en ocasiones una tarea demasiado difícil?


La película de Miller concluye mostrándonos a Alexandra, Jane y Sukie viviendo en la mansión de Van Horne y criando a los tres bebés que han dado a luz casi simultáneamente, fruto de su emparejamiento con el diablillo; algo que, por cierto, no ocurre en el libro, donde ni las brujas ni la desdichada Jenny llegan a tener descendencia con Van Horne. A pesar de su notoria irregularidad, fruto al parecer de un rodaje conflictivo, y de sus discutibles méritos como adaptación de la densa novela de Updike, el film de Miller es una obra simpática y a ratos brillante, aunque excesivamente acaparada por el histrionismo de Jack Nicholson, y en el que las actrices (en particular, una magnífica Veronica Cartwright) y una excelente partitura de John Williams acaban siendo sus puntos más relevantes. La lectura del libro permite comprender, asimismo, que se intentara hacer de él la base para series de televisión, dado que su espesor daba para ese formato; a falta de conocer las adaptaciones televisivas citadas al principio de estas líneas, pero a la vista de su carácter efímero, cabe sospechar que tampoco en este caso se lograron adaptaciones satisfactorias.


viernes, 8 de agosto de 2014

“THE STRANGE DOOR”, de JOSEPH PEVNEY & “THE BLACK CASTLE”, de NATHAN JURAN, editadas por L’ATELIER 13



Acaba de editarse en DVD un pack de la firma L’Atelier 13 que reúne dos producciones de la Universal más que interesantes, cuyo denominador común reside en la presencia en el reparto de Boris Karloff y la atmósfera gótica que las envuelve. Me estoy refiriendo a The Strange Door (1951), de Joseph Pevney, libre adaptación del relato de Robert Louis Stevenson The Sire de Maletroit’s Door (La puerta del señor de Maletroit) co-protagonizada por Charles Laughton; y The Black Castle (1952), ópera prima de Nathan Juran en cuyo reparto también hallamos a Richard Greene, Stephen McNally y Lon Chaney Jr. El libreto que acompaña a esta edición contiene un par de extensos textos míos al respecto.


Espléndidamente fotografiada en blanco y negro por Irving Glassberg, y con modestos pero eficaces decorados realizados por Bernard Herzbrun, Eric Orbom y el futuro director de The Black Castle Nathan Juran, The Strange Door es una película atmosférica, cuya densidad dramática se deriva del trabajo con los encuadres y la atención puesta en el detalle por parte de Joseph Pevney, todo lo cual da pie a momentos tan espléndidos como la misteriosa primera aparición de Alain de Maletroit (Laughton) en la taberna, donde le esperan sus cómplices para elegir a Beaulieu (Richard Wyler, aquí acreditado como Richard Stapley) a fin de involucrarlo en el diabólico plan del primero; el gesto de repugnancia del criado Talon (Michael Pate) ante los sonoros modales de su amo mientras come, premonitorio del giro que dará el personaje en el tercio final del relato; la bella irrupción de Blanche (Sally Forrest) en el dormitorio de Beaulieu, apareciéndosele como un fantasma para prevenirle del peligro que corre; el descubrimiento de Edmond de Maletroit (Paul Cavanagh) en las mazmorras, fingiéndose loco con la complicidad de su fiel Voltan (Karloff); el momento en que Voltan, siguiendo las instrucciones de Edmond, ayuda a Beaulieu a huir (en realidad, para intentar asesinarle a la menor ocasión…); la tenebrosa secuencia en el cementerio, con el hallazgo por parte de Beaulieu de que su amigo, el conde Grassin (Alan Napier), ha sido asesinado, y el intento de asesinato del propio Beaulieu, evitado in extremis por Voltan; en particular, ese inolvidable clímax en el cual tienen parte activa los engranajes de un molino de agua que ponen en marcha el mecanismo que amenaza con aplastar a Beaulieu, Blanche y Edmond en la celda de este último. Una pequeña joya.


Nathan Juran, en su primer trabajo tras las cámaras y posiblemente uno de los mejores de su carrera, resolvió con solidez y energía un conjunto que bordea en todo momento el exceso pero sin caer nunca en él, extrayendo una inusitada fuerza a los fragmentos más memorables, tal es el caso de las espléndidas secuencias que dibujan el retorcido sadismo de von Bruno (McNally): el momento en que él y su criado Gargon (Chaney Jr.) golpean con un bastón a la pantera negra que tienen encerrada y sin comer en una jaula, con la finalidad de que, tan pronto como la liberen para darle caza, el animal sea lo más peligroso y feroz posible a fin de hacer más excitante su captura; la secuencia de la cacería, en la cual se combinan el riesgo inherente a la caza de esa misma pantera hambrienta y enfurecida con el peligro que sufre Burton (Greene) de ser asesinado “accidentalmente” por von Bruno y sus hombre durante la batida (en lo que pueden percibirse ciertos ecos de la célebre “caza más peligrosa” del malvado Zaroff); la huida de Burton y Elsa (Rita Corday, aquí acreditada como Paula Corday) atravesando los alrededores de la letal mazmorra repleta de cocodrilos (acaso una nueva alusión al universo de Zaroff); y la brillante resolución, que no “destriparemos” en atención a quien todavía no haya visto la película, la cual culmina con ingenio esta interesante producción.