[ADVERTENCIA: EN LOS PRESENTES ARTÍCULOS SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]
El inocente de titanio: Chappie
(ídem, 2015), de Neill Blomkamp.- No le falta razón al amigo Tonio L. Alarcón cuando recalca,
en su crítica de Chappie publicada en
Imágenes de Actualidad (abril 2015),
que la nueva película de Neill Blomkamp puede verse como una digresión sobre la
inocencia. Por más que, por descontado, se puedan hallar (fáciles) paralelismos
entre este film y títulos como Cortocircuito
(Short Circuit, 1986, John Badham), y sobre todo RoboCop (ídem, 1987, Paul Verhoeven), Chappie discurre en el fondo por caminos asimismo muy cercanos a
los de El enigma de Gaspar Hauser
(Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974, Werner Herzog), en lo que a su
retrato de un inocente se refiere, remozado por el barniz filosófico-científico
sobre las connotaciones religiosas de la temática de la inteligencia artificial
apuntadas, entre otras, en Blade Runner
(ídem, 1982, Ridley Scott). Lo mejor de todo es que, pese a esos puntos de
contacto, Chappie hace gala de una
voz y un estilo propios que, hasta la fecha, el firmante había sido incapaz de
ver en las anteriores propuestas de su realizador, District 9 (ídem, 2009) y Elysium
(ídem, 2013).
El arranque de Chappie, en forma de (falsos) noticiarios televisivos que nos
informan que en la
Johannesburgo de un futuro cercano los niveles de
delincuencia han llegado a un punto tan crítico que el gobierno ha decidido emplear
a una serie de robots-policía, los Scouts, para erradicar la oleada de
violencia que se ha apoderado de la ciudad, no puede menos que recordarnos RoboCop o, sin ir más lejos, District 9. Pero Blomkamp no insiste en
este procedimiento narrativo, dejándolo en un apunte, suficiente para situar al
espectador en el contexto del relato. De hecho, la sencillez es, aquí, la mejor
arma de Blomkamp y su esposa y coguionista Terri Tatchell, quienes arrojan una
mirada directa y diáfana sobre situaciones y personajes, con vistas a plantear,
como digo, una fábula sobre la inocencia con trasfondo de ciencia ficción que,
contra todo pronóstico —y justo al contrario de lo que ocurría, negativamente
hablando, en District 9 y Elysium—, va creciendo en complejidad y
matices a medida que avanza el metraje. Chappie
hace gala de una fuerza e intensidad ausentes, a mi entender, en los otros dos
largometrajes de Blomkamp y que nacen, como digo, de la (aparente) simplicidad
de su planteamiento; es decir, justo lo contrario de District 9 y Elysium, que
partían de conceptos muy elaborados para, a partir de los mismos, ir decayendo
en interés a base de encadenar facilidades y obviedades una detrás de otra. Ya
he mencionado las evidentes influencias de Chappie,
y puede que haya alguna más; pero lo relevante es que, una vez reconocidas y
asumidas esas deudas, la película de Blomkamp no tarda en olvidarse de las
mismas para tirar por otros derroteros.
Se le ha reprochado a Chappie que sus personajes, digamos, “de
carne y hueso” sean superficiales (¡como si los de District 9 y Elysium
tuvieran, en cambio, una gran “complejidad”!): Deon Wilson (Dev Patel), el solitario
informático que ha diseñado a los Scouts y que crea el programa de inteligencia
artificial gracias al cual dará vida propia y conciencia de sí mismo al Scout
averiado en acto de servicio que acabará convirtiéndose en Chappie (voz y
gestos, vía “captura de movimiento”, de Sharlto Copley); Vincent Moore (Hugh
Jackman), el exmilitar rival de Deon, que busca que fracase su programa Scout a
fin de retirarlo y a cambio colocar el suyo propio: un enorme robot policía muy
parecido (innegablemente) al ED-209 del excelente film de Verhoeven; la pareja
de delincuentes encarnados —con sus mismos nombres— por Ninja y Yolandi,
componentes del grupo musical sudafricano Die Antwoord, que quieren utilizar a
Chappie para sus propio beneficio; o Michelle Bradley, la rígida directora de
la empresa de robótica donde trabajan Deon y Vincent, interpretada —exhibiendo de
nuevo su condición de icono para los fans del cine de ciencia ficción— por la
veterana Sigourney Weaver. Desde luego que puede verse así, de la misma manera
que también puede entenderse como otra forma de contrastar la inocencia pura e
inmaculada de Chappie con las debilidades humanas de todos ellos, sea el miedo
(Deon), la ambición (Vincent), la codicia (Ninja) o la falta de escrúpulos
(Michelle). Por tanto, puede que se trate de un contraste fácil, pero
dramáticamente hablando resulta muy eficaz.
Una vez planteado el relato, el mismo
avanza con fluidez y acaba desembocando dentro de su primer tercio en un
momento magnífico, de los mejores de la carrera de Blomkamp: esa escena, de una
inesperada crueldad, en la que Ninja y su colega América (José Pablo Cantillo)
abandonan a Chappie en un peligroso sector de la ciudad, para que aprenda-lo-que-es-la-vida
a manos con otro puñado de marginados que, nada más verle, descargan en él todo
su odio y violencia hacia la policía; la paradoja que sustenta la escena es
que, dado su revestimiento de titanio, es completamente imposible que ninguno
de esos muchachos desarmados pueda hacerle daño alguno a Chappie con sus
piedras y palos, pero el inocente robot reacciona con otro tipo de “dolor”: con
miedo. Coherente con este
planteamiento, Blomkamp emplea la cámara lenta en el momento más cruento de la
secuencia —el intento de quemar a Chappie con un cóctel Molotov—, sugiriendo,
con este cambio de velocidad del paso de la imagen, que lo importante no es la
acción externa (a velocidad normal),
de la misma, sino más bien la acción interna
(a velocidad ralentizada): el miedo de Chappie. La violencia de la escena no es
tanto física como, sobre todo, moral.
Una situación terrible que, en cierto sentido, se repite cuando Vincent y sus
hombres capturan a Chappie, y asimismo indiferentes ante su miedo, le arrancan
un brazo…; una vez más, la violencia física (la mutilación de un ser incapaz de
sentir dolor) queda en segundo término ante la violencia moral.
Pasado ese punto sin retorno, se
produce una interesante evolución en la caracterización de los personajes, de
manera que, una vez plenamente asentada la pureza de sentimientos de Chappie,
la interacción de este con quienes le rodean acaba modificando (ergo,
haciéndolo madurar) el carácter de quienes le rodean. Destaca al respecto, en
primer lugar, la relación paterno-materno-filial que se establece con Ninja y
Yolandi: el robot se convierte, por así decirlo, en el hijo que la pareja no
tiene; Ninja le enseña a ser “molón” (esto es, a caminar achuladamente, llevar
collares, manejar armas, robar coches y, en definitiva, “dar miedo”); en
cambio, Yolandi se transforma en una figura materna, que en un momento dado
llega incluso a arroparle en su cama y leerle un cuento… A la chita callando, Chappie propone una curiosa digresión
sobre las relaciones familiares que, por descontado, puede verse como una
herencia de la obra maestra de Steven Spielberg A.I. Inteligencia artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001),
donde ya se planteaba en profundidad, entre otras muchas cosas, la posibilidad
de la “programación” de sentimientos familiares en personas y máquinas. A mayor
ahondamiento, Deon acaba dándose cuenta, cual enésimo Moderno Prometeo, de la
responsabilidad que ha contraído con Chappie a partir del momento en que el robot
empieza a llamarle “creador” y a preguntarle por qué le ha hecho así para luego
arrojarle a un mundo cruel y despiadado, y además, haciéndolo con un límite de
tiempo: la batería de Chappie amenaza con descargarse en pocos días, y
entonces, “morirá”… Blade Runner
también aparece flotando por los márgenes del relato, pero, sea como fuere, la
densidad de Chappie se eleva
considerablemente.
Lo mejor de Chappie acaba siendo que todo ese denso trasfondo termina
aposentándose en el seno de un relato que, a pesar de ello, es ágil y dinámico
en todo momento, ofreciendo de propina las mejores y más vigorosas escenas de
acción rodadas hasta la fecha por Blomkamp, logrando algo que tan solo se
intentaba —y no se conseguía— en sus dos anteriores largometrajes: que dichas
escenas de acción y el soterrado contenido crítico de las mismas fuera
indisociable. Por ejemplo, el tiroteo que culmina con la avería del robot Scout
que acabará convirtiéndose en Chappie: la espectacularidad de la redada de los
robots policía se solapa armoniosamente con el hecho de que la misma se produce
en un degradado barrio suburbial de esa Johannesburgo del futuro donde todavía
flotan (aquí, mostrados sutilmente) los estragos de la miseria y degradación
social del apartheid que eran la
soterrada base temática de District 9,
y en parte, de Elysium. No resulta de
extrañar, por tanto, que en la pelea final de Chappie y su “familia” contra el
engendro mecánico enviado por Vincent para destruirles, la violencia tenga
asimismo un componente moral, e incluso ético: Chappie protege a “los suyos”,
del mismo modo que Ninja y Yolandi acaban empuñando las armas para defender a
“su hijo” de titanio; por tanto, y asimismo de una manera más efectiva que en
sus dos primeros largometrajes, Blomkamp consigue transmitir dignidad y calor
humanos.
Los minutos finales de Chappie me parecen, asimismo,
brillantísimos. Coherente con la sencillez de su planteamiento, la película
propone una última vuelta de tuerca al tema de la inteligencia artificial que,
lejos de estar visto con trascendencia, Blomkamp convierte en un jocoso pero no
por ello menos substancioso gag: un encadenado de situaciones al límite que se
solventan por la vía de la transmisión informática de la mismísima conciencia
humana (¡). Una aparente frivolidad que encaja perfectamente en el contexto
“inocente” de un relato de ciencia ficción repleto de cargas de profundidad,
pero sin pretender en momento alguno alardear de ellas.
Érase una vez… otra vez: Cenicienta
(Cinderella, 2015), de Kenneth Branagh.- Me ha decepcionado mucho la nueva película de Kenneth
Branagh, esta revisión a cargo de la propia Disney y en imagen real de su
magnífica e infinitamente superior adaptación animada: Cenicienta (Cinderella, 1950, Clyde Jeromini, Wilfred Jackson y
Hamilton Luske). Se ha dicho/se dirá que tampoco había que pedirle peras al
olmo, que a fin de cuentas qué se podía esperar de un proyecto semejante, etc.,
etc. Disculpen la franqueza, pero me parece una enorme falta de respeto
cultural el presuponer que una película basada en un cuento de hadas
nunca-puede-ser-gran-cosa (sic); no obstante, creo que podía esperarse más,
mucho más, de un realizador que ha firmado un puñado de excelentes (y dispares)
adaptaciones de obras de Shakespeare —Enrique
V (Henry V, 1989), Mucho ruido y
pocas nueces (Much Ado About Nothing, 1993; la buena: no la de Joss
Whedon), Hamlet (ídem, 1996), Trabajos de amor perdidos (Love’s
Labour’s Lost, 2000)—, una para mí y para muy pocos extraordinaria adaptación
de Mary Shelley —Frankenstein de Mary Shelley
(Mary Shelley’s Frankenstein, 1994)—, una magistral adaptación de la ópera de
Mozart —La flauta mágica (The Magic
Flute, 2006)—, o un thriller también
bastante mejor de lo que se dijo en su momento —Morir todavía (Dead Again, 1991)—, y que en sus últimos trabajos
tras las cámaras ha ido exhibiendo una creciente (y preocupante)
despersonalización: primero con Thor
(ídem, 2011), y luego con las todavía peores Jack Ryan: Operación Sombra (Jack Ryan: Shadow Recruit, 2014) y
esta Cenicienta de la cual hay poco,
muy poco de bueno que comentar.
Incluso en sus peores trabajos como
realizador (y este es uno de ellos), Branagh demuestra que sabe filmar. En este
sentido, esta Cenicienta, versión
2015, hace gala de un exquisito acabado formal, como no podía ser menos
tratándose de una producción de alto presupuesto con decorados del siempre
genial Dante Ferretti, vestuario de Sandy Powell y partitura del no menos
excelso Patrick Doyle, defendida además por un reparto de competencia más que
demostrada a estas alturas: desde la siempre excelente Cate Blanchett (la
madrastra) hasta una más que correcta Lily James (Ella, la Cenicienta). Pero,
por más que técnicamente irreprochable, esta Cenicienta, narrativamente hablando, deja bastante que desear. No
solo por el uso y abuso de una voz en off
que llega a hacerse cargante, como sobre todo por la corrección (muy próxima a
la desgana) con que Branagh planifica el film, y que va de los formularios
planos/contraplanos de las escenas de conversación como a la indiscriminada inserción
de planos generales y/o lo más abiertos posible de cara a exhibir el carísimo
diseño de producción, pero cuya inclusión obedece casi siempre a criterios más
decorativos que narrativos o mucho menos expresivos: las ideas de puesta en
escena brillan por su ausencia.
Ello no obsta para que en la
película, vista en su conjunto, no afloren aspectos de interés, tales como los
matices psicológicos aportados al personaje de la madrastra y excelentemente
expresados, faltaría más, por Cate Blanchett, en virtud de los cuales
descubrimos que el personaje en el fondo no es sino una mujer aterrorizada ante
la posibilidad de que su viudedad termine abocándola a la pobreza, como a
tantas y tantas otras mujeres de su época. Y, cierto es, las escenas del hada
madrina (Helena Bonham Carter) y el proceso de transformación de la calabaza,
los ratones y los lagartos en carroza, criados y conductores, así como la
trepidante (re)transformación a su condición original una vez llegada la
medianoche, hacen gala de una efectividad que se agradece en el conjunto de un producto
tan desangelado y discretamente aburrido.
Lazos de sangre: Una noche para
sobrevivir (Run All Night, 2015), de Jaume Collet-Serra.- Ignoro si Una noche para sobrevivir es la mejor película del catalán afincado
en los Estados Unidos Jaume Collet-Serra, por la sencilla razón de que sus dos
aportaciones al cine de terror —La casa
de cera (House of Wax, 2005) y La
huérfana (Orphan, 2009)— me parecieron tan malas que, en su momento, dejé
correr una cosita que realizó entre aquéllas y que se titulaba —¿alguien la recuerda?—
¡Goool 2!: Viviendo el sueño (Goal
II: Living the Dream, 2007), y también sus dos anteriores colaboraciones con el
actor irlandés Liam Neeson —Sin identidad
(Unknown, 2011) y Non-Stop (Sin escalas)
(Non-Stop, 2014)—; no obstante, a falta de completar mi conocimiento sobre la
obra de Collet-Serra, e ignorando por tanto si me estaba perdiendo algo bueno
o si la flauta ha sonado por casualidad, lo cierto es que Una noche para sobrevivir es el mejor trabajo que conozco de su
realizador (lo cual es una apreciación muy fácil por mi parte teniendo en
cuenta que me parece —ignorancia mediante— el único bueno).
En Una noche para sobrevivir abundan los así llamados lazos de sangre.
Jimmy Conlon (Neeson) es un sicario irlandés, alcoholizado y avejentado, que
trabaja a las órdenes de su jefe, pero también amigo, el gánster Shawn Maguire
(Ed Harris). Por una rara casualidad, Mike Conlon (Joel Kinnaman), el hijo de
Jimmy y conductor de limusinas, transporta a un par de mafiosos serbios que esa
misma noche serán asesinados por Danny Maguire (Boyd Holbrook), hijo a su vez
de Shawn. Danny intenta asesinar también a Mike, testigo del crimen que acaba
de cometer. Jimmy, enterado del peligro que corre Mike, corre a defenderlo,
matando a Danny justo antes de que este acabe con la vida de su hijo. A partir
de ese momento, y a pesar del afecto que profesa hacia Jimmy y de ser
consciente de que Danny no hacía más que darle problemas, Shawn jura vengar la
muerte de su hijo, proponiéndose matar primero a Mike para que Jimmy pueda
verlo antes de morir él mismo. Lazos de sangre que, como digo, acaban
imponiéndose sobre otros lazos afectivos que se dan entre los personajes al
margen del vínculo familiar: el impulso de Jimmy de salvar a Mike, con quien
mantiene una relación pésima, hasta el punto de ni conocer siquiera a la
familia de este último —su esposa Gabrielle (Génesis Rodríguez) y sus dos
hijas, las nietas de Jimmy—, es superior al hecho de traicionar su larga
amistad con Shawn; amistad, esta última, que se hace añicos a partir del
momento en que Shawn, como padre, no puede hacer otra cosa sino vengar la
muerte de Danny, aun siendo consciente de que, en idénticas circunstancias,
probablemente él hubiese obrado de similar forma que Jimmy; en cambio, Mike
acabará reconciliándose con su padre a lo largo de esa noche infernal e
interminable, donde deberán huir juntos del acoso de los hombres de Shawn y de
los agentes de policía al mando del detective Harding (Vincent D’Onofrio), un
agente de la ley que lleva mucho tiempo siguiendo de cerca la pista de Jimmy.
A la vista de la mala impresión que
me causaron en su momento La casa de cera
y La huérfana, me sorprende
gratamente la solidez, densidad y sentido de lo melodramático exhibidos por
Collet-Serra en Una noche para sobrevivir,
que demuestra que parece que ha afrontado este proyecto con ganas. Dejando
aparte algunos tics formales destinados a hacernos recordar que la película es
una producción cinematográfica fechada en 2015 —las imágenes ralentizadas y
casi congeladas de la primera secuencia; los vertiginosos travellings aéreos digitalizados que nos llevan de un extremo a
otro de la ciudad—, el film exhibe a cambio un tono duro, sucio y sórdido, a
medio camino del thriller estadounidense
de los años setenta y primeros ochenta (o setentero
u ochentero, como se ha puesto de
moda decir/escribir), bien acentuado por la tonalidad ocre de la fotografía y
la elección de los escenarios, a lo cual ayuda en no poca medida la solidez de sus
intérpretes, todos excelentes, sin perjuicio de que Liam Neeson, Ed Harris y
Joel Kinnaman se lleven la palma.
Una noche para sobrevivir está construida alrededor de un largo flashback: en la primera secuencia, un movimiento de grúa en
ostentoso picado nos descubre a Jimmy Conlon, en medio de un bosque y tumbado
boca arriba, malherido (tiene un disparo de arma de fuego en el vientre); la
acción retrocede para mostrarnos cómo ha llegado a encontrarse en tan terrible
situación, adentrándonos en un relato que, contrariamente a lo que pueda
parecer a simple vista, y a juzgar por el formalismo de ese arranque (los
mencionados planos picado con grúa e imágenes a cámara lenta mostrando,
“artísticamente”, cómo las balas arrancan astillas de los árboles), evita en
todo momento el sensacionalismo para adentrarse, por el contrario, en una trama
triste y melodramática. Jimmy es humillado por Danny, quien le obliga a hacer
de Santa Claus en una fiesta de Navidad en casa de su padre, donde el
protagonista causa un alboroto por culpa de llevar en el cuerpo una copa de
más; Mike entrena boxeo con un chico negro que es amigo suyo, pero todavía
arrastra el sinsabor de haber fracasado en su carrera como púgil, verse
obligado a conducir limusinas para dar de comer a su familia, y sobre todo, el odiar
a muerte a Jimmy, de quien detesta su modo de ganarse la vida y a quien no
perdona el haberle abandonado poco después de la muerte de su madre.
Lo que, a priori, da pie a una
situación de “suspense”, bien planteada por el guionista Brad Ingelsby y excelentemente
resuelta por Collet-Serra con su labor tras las cámaras, no impide que, en todo
momento, Una noche para sobrevivir
esté recorrida por un notable aliento trágico, donde el perfil psicológico de
los personajes predomina en todo momento sobre la, no obstante, trepidante
acción física (que la hay, y en abundancia). Incluso cuando se incorpora a la
narración un personaje destinado, en apariencia, a aumentar la espectacularidad
de la misma —el asesino a sueldo Andrew Price (Common), contratado por Shawn
para “liquidar” a Jimmy y Mike—, la película no pierde de vista su
planteamiento realista ni su tonalidad amarga y escéptica: un buen ejemplo de
ello es la lograda secuencia en la que padre e hijo se esconden del acoso de
Price en un miserable bloque de apartamentos que no tarda en ser asaltado por
la policía, donde el espectáculo se solapa sin chirriar con la sordidez del
dibujo de unos ambientes marcados por la pobreza y la marginalidad.