Si Elisa K es un intento (lamentable) de cine de autor concebido desde buen principio en los márgenes de la industria del cine español más comercial (hablo de industria en términos generales y para entendernos, pues en la práctica dudo mucho de que ahora mismo haya una auténtica industria del cine en España), Pan negro es, al menos en teoría, otra obra de autor, o si se prefiere, de un autor con una trayectoria como tal más o menos consolidada que se hace cargo de un proyecto ajeno con la intención de apropiárselo, o como suele decirse, de hacérselo suyo, ofreciendo al mismo tiempo un título de un alcance relativamente más popular de lo habitual en él.
Forma número 4: la España rural. Pan negro (Pa negre, 2010), de Agustí Villaronga.- La verdad es que me ha decepcionado esta nueva película del que, a pesar de ella, sigo considerando uno de los más interesantes realizadores del actual cine español: a falta de haber visto en estos momentos todos sus trabajos para televisión, tengo a Tras el cristal (1987), El niño de la luna (1989), 99.9 (1997), El mar (2000) y Aro Tolbukhin: en la mente del asesino (2002; codirigida con Isaac-Pierre Racine y Lydia Zimmermann: la madre de Elisa en la película de Cadena y Colell) entre las mejores contribuciones al cine español de las tres últimas décadas, y veo en su realizador, Agustí Villaronga, una de las voces más personales, singulares y perturbadoras de la cinematografía nacional. Ni que decir tiene que, con semejantes credenciales y a la vista de determinadas opiniones elogiosas leídas con relación a su nuevo film desde su triunfal presentación en el último Festival de Cine de San Sebastián, tenía unas expectativas más que razonables ante este Pan negro, adaptación de la novela de Emili Teixidor con guion del propio Villaronga, si bien según parece la película toma asimismo elementos de otros relatos de Teixidor, entre ellos Retrat d’un assassí d’ocells, que es asimismo el título que aparece en pantalla poco después del principio del film; nada puedo decir respecto a esto último, dado que no he leído las obras de Teixidor. Si bien es verdad que, sobre el papel e incluso en algunos determinados (y afortunados) instantes, Pan negro se revela un proyecto acorde con lo mejor del cine de Villaronga, no es menos cierto que, en su conjunto y con esas salvedades que pueden y deben hacerse, me ha parecido asimismo el trabajo más endeble de su autor. Vaya por delante que no creo que el resultado tenga algo que ver con el hecho, reconocido por el propio Villaronga, de que se trata de la asunción de un encargo, habida cuenta de que cualquier persona interesada no ya en el cine, sino en el arte y la cultura en general, sabe perfectamente que se han hecho muchas obras maestras artísticas por encargo. Creo, más bien, que se trata de un prematuro y esperemos que ocasional agotamiento por parte del realizador, quien llevaba ocho años sin dirigir para un cine, el español, donde nunca ha terminado de encontrar su propio lugar, dada su condición de rara avis; o, pura y simplemente, que el encargo de adaptar la prestigiosa novela de Teixidor haya podido condicionar y/ o desbordar en todo o en parte su capacidad, algo respecto a lo cual no puedo entrar con precisión dado que, como he dicho, no he leído este libro. Sea como fuere, lo más (desagradablemente) sorprendente de Pan negro es que, a ratos, ni siquiera parece de Villaronga, aproximándose en sus resultados generales al tono medio de cualquier anodina tv-movie de TV3-Televisió de Catalunya, aro por el cual han pasado (y sucumbido) otros cineastas con tanta fama de “diferentes” como Villaronga, por ejemplo, Jesús Garay.
Forma número 4: la España rural. Pan negro (Pa negre, 2010), de Agustí Villaronga.- La verdad es que me ha decepcionado esta nueva película del que, a pesar de ella, sigo considerando uno de los más interesantes realizadores del actual cine español: a falta de haber visto en estos momentos todos sus trabajos para televisión, tengo a Tras el cristal (1987), El niño de la luna (1989), 99.9 (1997), El mar (2000) y Aro Tolbukhin: en la mente del asesino (2002; codirigida con Isaac-Pierre Racine y Lydia Zimmermann: la madre de Elisa en la película de Cadena y Colell) entre las mejores contribuciones al cine español de las tres últimas décadas, y veo en su realizador, Agustí Villaronga, una de las voces más personales, singulares y perturbadoras de la cinematografía nacional. Ni que decir tiene que, con semejantes credenciales y a la vista de determinadas opiniones elogiosas leídas con relación a su nuevo film desde su triunfal presentación en el último Festival de Cine de San Sebastián, tenía unas expectativas más que razonables ante este Pan negro, adaptación de la novela de Emili Teixidor con guion del propio Villaronga, si bien según parece la película toma asimismo elementos de otros relatos de Teixidor, entre ellos Retrat d’un assassí d’ocells, que es asimismo el título que aparece en pantalla poco después del principio del film; nada puedo decir respecto a esto último, dado que no he leído las obras de Teixidor. Si bien es verdad que, sobre el papel e incluso en algunos determinados (y afortunados) instantes, Pan negro se revela un proyecto acorde con lo mejor del cine de Villaronga, no es menos cierto que, en su conjunto y con esas salvedades que pueden y deben hacerse, me ha parecido asimismo el trabajo más endeble de su autor. Vaya por delante que no creo que el resultado tenga algo que ver con el hecho, reconocido por el propio Villaronga, de que se trata de la asunción de un encargo, habida cuenta de que cualquier persona interesada no ya en el cine, sino en el arte y la cultura en general, sabe perfectamente que se han hecho muchas obras maestras artísticas por encargo. Creo, más bien, que se trata de un prematuro y esperemos que ocasional agotamiento por parte del realizador, quien llevaba ocho años sin dirigir para un cine, el español, donde nunca ha terminado de encontrar su propio lugar, dada su condición de rara avis; o, pura y simplemente, que el encargo de adaptar la prestigiosa novela de Teixidor haya podido condicionar y/ o desbordar en todo o en parte su capacidad, algo respecto a lo cual no puedo entrar con precisión dado que, como he dicho, no he leído este libro. Sea como fuere, lo más (desagradablemente) sorprendente de Pan negro es que, a ratos, ni siquiera parece de Villaronga, aproximándose en sus resultados generales al tono medio de cualquier anodina tv-movie de TV3-Televisió de Catalunya, aro por el cual han pasado (y sucumbido) otros cineastas con tanta fama de “diferentes” como Villaronga, por ejemplo, Jesús Garay.
No es que Pan negro sea una mala película; de hecho, no es ni mucho menos tan mala como Elisa K; tampoco tan pretenciosa; se trata, más bien, de una insuficiencia de intensidad dramática, de sus grandes altibajos de fuerza expresiva que se derivan, sospecho (vuelvo a recordar que no las he leído), de la trama de las obras de Teixidor, que posiblemente puedan funcionar bien sobre el papel pero no tanto en su plasmación en imágenes. El arranque es muy prometedor, y además, muy Villaronga: nos hallamos en la Cataluña rural posterior a la guerra civil; un hombre que atraviesa el bosque con su carro tirado por un caballo es asesinado por alguien, un misterioso personaje encapuchado que le sorprende por la espalda; a continuación, el asesino carga el cadáver del carretero en el vehículo y lo conduce hasta el borde de un precipicio; allí, valiéndose de un enorme martillo como de herrero, mata al caballo de un golpe en la cabeza; el animal cae por el barranco, arrastrando en su caída el carro. Pero antes hemos visto que el carretero no iba solo: dentro del vehículo había un niño asustado, su hijo, que paralizado por el terror no ha dicho nada ni mientras su padre era asesinado ni mientras es arrojado al vacío junto con el cadáver de su progenitor. Otro niño, Andreu (Francesc Colomer), encuentra los restos del carro destrozado y, entre ellos, a aquel niño, agonizando. No hace falta ser un lince para evocar de inmediato los apuntes sobre el asesinato, la crueldad sobre los niños, la sordidez de los ambientes de la posguerra civil española o la mirada siniestra sobre el mundo rural que aparecían en Tras el cristal, 99.9 o El mar. Pero, por desgracia, lo que sigue a continuación no está nunca a la altura de tan prometedor arranque, por más que, incluso en sus peores momentos, Villaronga demuestra su oficio y sabe cuidar las formas, planificando con algo más que corrección y, a ratos, con notable eficacia, y extrayendo, en sus líneas generales, un buen provecho de los actores, con alguna que otra excepción: la interpretación que Sergi López lleva a cabo del alcalde recuerda demasiado a la del guardia civil que encarnó en El laberinto del fauno (2006) a las órdenes de Guillermo del Toro; y, sorprendentemente, Laia Marull, quien encarna a Pauleta, esposa y madre respectivamente del hombre y el niño asesinados al principio del relato, aquí hace méritos para convertirse en la heredera natural de Lola Gaos.
De hecho, y asimismo en sus líneas generales, hay ratos en los cuales, y mal que le pese a Villaronga, Pan negro termina pareciéndose peligrosamente a ese temible lote de films sobre la España rural de la posguerra que nos castigaron las retinas durante los años ochenta y noventa, manufacturados por realizadores como Mario Camus, Antonio Giménez Rico o Benito Rabal. Pero lo más sorprendente (y es otra desagradable sorpresa) reside en la ausencia de atmósfera de una película que viene firmada por un cineasta que siempre se ha caracterizado por su talento a la hora de crearlas, algo que en Pan negro prácticamente brilla por su ausencia, a pesar de que no falten algunos apuntes que miran en esa dirección, algunos logrados y otros no: señalo, entre los primeros, y aparte las ya mencionadas primeras escenas, la descripción inicial de personajes como el de Nuria (Marina Comas), la niña a la cual le faltan los dedos de la mano izquierda como consecuencia de una explosión, y cuya lucidez, arrogancia y cierta precocidad sexual insinuada sobre la persona de Andreu le confieren una determinada corporeidad, por más que tampoco se lleve hasta sus últimas consecuencias (dando pie, por ejemplo, a una escena tan fallida como la del conjuro más o menos santero que Nuria intenta practicar en presencia de Andreu, la cual nadie diría que viene firmada por el mismo hombre que realizó Tras el cristal); el personaje de la abuela (una excelente Elisa Crehuet) y sus cuentos de miedo a la luz del fuego del hogar, del cual tampoco se termina de extraer todo su jugo; o el del joven internado en el sanatorio de “los infecciosos” (disculpen que no haya sabido identificar al actor que lo interpreta) al cual Andreu visita regularmente y le lleva algo de comer, cuya única función no parece ser otra que la de personificar la represión franquista en materia de opción sexual: la primera vez que Andreu le ve, y con él el espectador, el muchacho recorre desnudo el bosque y se detiene brevemente frente a un arroyo, en unas imágenes a medio camino entre lo bucólico y cierta iconografía gay que, como averiguaremos más adelante con respecto a esto último, se encuentra en la base de la denuncia que emerge en el fondo del relato. Hay, asimismo, secuencias bien rodadas; aparte del principio, funcionan el momento de la detención nocturna de Farriol (Roger Casamajor), el padre de Andreu, por una patrulla de la guardia civil encabezada por el rencoroso alcalde del pueblo; o la escena que sugiere el abuso sexual al cual este último somete en su propio despacho a la madre de Andreu y esposa de Farriol, Florència (Nora Navas), en un intento de la mujer de conseguir clemencia para su marido. Mas son destellos en el conjunto de un relato excesivamente largo y cuya tensión va diluyéndose por instantes, de tal manera que, llegando hacia su resolución, la cuestión inicial del asesinato del carretero y su hijo ha perdido toda su fuerza y casi todo su interés, dejando paso a una segunda cuestión a desarrollar, el proceso emocional y de vivencias que conduce al pequeño Andreu a convertirse en un ser duro y descreído tras descubrir que sus padres se han pasado la vida mintiéndole. De ahí que otros momentos teóricamente interesantes no terminen de funcionar bien como consecuencia de que, una vez se llega a ellos, el interés del relato ha fluctuado ya tanto que carecen de la intensidad requerida por distintas razones: es el caso, por ejemplo, de la secuencia de la exploración de las cuevas por parte de Andreu y Nuria, que deriva en un penoso flashback/rememoración del trágico suceso que se produjo en aquel mismo lugar y del cual salió muy mal librado un joven del pueblo perseguido por el “crimen” de su homosexualidad: un momento tan efectista como convencionalmente resuelto; o la secuencia del funeral de Farriol, en la cual el cura del pueblo se niega a prestar los últimos ritos a alguien que ha sido ejecutado “por rojo”, lo cual provoca la airada reacción de la ahora viuda Florència que culmina en un escupitajo en la cara del alcalde: además de poco verosímil –cuesta creer que, en la más rancia e intolerante España rural y franquista de la posguerra, un cura de pueblo permitiera ni siquiera colocar el ataúd de un “rojo” en una iglesia, ni mucho menos que una mujer pudiera atreverse a escupirle a un alcalde adepto “al régimen” sin que como mínimo le partieran la boca—, la escena carece de la menor fuerza dramática, erigiéndose acaso en la peor, más falsa y artificiosa rodada nunca por Villaronga, calificativos que, por desgracia, casan bien a la hora de valorar los resultados globales de este decepcionante Pan negro.