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sábado, 30 de octubre de 2010

FORMAS ACTUALES DEL CINE ESPAÑOL (y 4): A PROPÓSITO DE “BURIED (ENTERRADO)”, “EL GRAN VÁZQUEZ”, “ELISA K” Y “PAN NEGRO”


Si Elisa K es un intento (lamentable) de cine de autor concebido desde buen principio en los márgenes de la industria del cine español más comercial (hablo de industria en términos generales y para entendernos, pues en la práctica dudo mucho de que ahora mismo haya una auténtica industria del cine en España), Pan negro es, al menos en teoría, otra obra de autor, o si se prefiere, de un autor con una trayectoria como tal más o menos consolidada que se hace cargo de un proyecto ajeno con la intención de apropiárselo, o como suele decirse, de hacérselo suyo, ofreciendo al mismo tiempo un título de un alcance relativamente más popular de lo habitual en él.

Forma número 4: la España rural. Pan negro (Pa negre, 2010), de Agustí Villaronga.- La verdad es que me ha decepcionado esta nueva película del que, a pesar de ella, sigo considerando uno de los más interesantes realizadores del actual cine español: a falta de haber visto en estos momentos todos sus trabajos para televisión, tengo a Tras el cristal (1987), El niño de la luna (1989), 99.9 (1997), El mar (2000) y Aro Tolbukhin: en la mente del asesino (2002; codirigida con Isaac-Pierre Racine y Lydia Zimmermann: la madre de Elisa en la película de Cadena y Colell) entre las mejores contribuciones al cine español de las tres últimas décadas, y veo en su realizador, Agustí Villaronga, una de las voces más personales, singulares y perturbadoras de la cinematografía nacional. Ni que decir tiene que, con semejantes credenciales y a la vista de determinadas opiniones elogiosas leídas con relación a su nuevo film desde su triunfal presentación en el último Festival de Cine de San Sebastián, tenía unas expectativas más que razonables ante este Pan negro, adaptación de la novela de Emili Teixidor con guion del propio Villaronga, si bien según parece la película toma asimismo elementos de otros relatos de Teixidor, entre ellos Retrat d’un assassí d’ocells, que es asimismo el título que aparece en pantalla poco después del principio del film; nada puedo decir respecto a esto último, dado que no he leído las obras de Teixidor. Si bien es verdad que, sobre el papel e incluso en algunos determinados (y afortunados) instantes, Pan negro se revela un proyecto acorde con lo mejor del cine de Villaronga, no es menos cierto que, en su conjunto y con esas salvedades que pueden y deben hacerse, me ha parecido asimismo el trabajo más endeble de su autor. Vaya por delante que no creo que el resultado tenga algo que ver con el hecho, reconocido por el propio Villaronga, de que se trata de la asunción de un encargo, habida cuenta de que cualquier persona interesada no ya en el cine, sino en el arte y la cultura en general, sabe perfectamente que se han hecho muchas obras maestras artísticas por encargo. Creo, más bien, que se trata de un prematuro y esperemos que ocasional agotamiento por parte del realizador, quien llevaba ocho años sin dirigir para un cine, el español, donde nunca ha terminado de encontrar su propio lugar, dada su condición de rara avis; o, pura y simplemente, que el encargo de adaptar la prestigiosa novela de Teixidor haya podido condicionar y/ o desbordar en todo o en parte su capacidad, algo respecto a lo cual no puedo entrar con precisión dado que, como he dicho, no he leído este libro. Sea como fuere, lo más (desagradablemente) sorprendente de Pan negro es que, a ratos, ni siquiera parece de Villaronga, aproximándose en sus resultados generales al tono medio de cualquier anodina tv-movie de TV3-Televisió de Catalunya, aro por el cual han pasado (y sucumbido) otros cineastas con tanta fama de “diferentes” como Villaronga, por ejemplo, Jesús Garay.

No es que Pan negro sea una mala película; de hecho, no es ni mucho menos tan mala como Elisa K; tampoco tan pretenciosa; se trata, más bien, de una insuficiencia de intensidad dramática, de sus grandes altibajos de fuerza expresiva que se derivan, sospecho (vuelvo a recordar que no las he leído), de la trama de las obras de Teixidor, que posiblemente puedan funcionar bien sobre el papel pero no tanto en su plasmación en imágenes. El arranque es muy prometedor, y además, muy Villaronga: nos hallamos en la Cataluña rural posterior a la guerra civil; un hombre que atraviesa el bosque con su carro tirado por un caballo es asesinado por alguien, un misterioso personaje encapuchado que le sorprende por la espalda; a continuación, el asesino carga el cadáver del carretero en el vehículo y lo conduce hasta el borde de un precipicio; allí, valiéndose de un enorme martillo como de herrero, mata al caballo de un golpe en la cabeza; el animal cae por el barranco, arrastrando en su caída el carro. Pero antes hemos visto que el carretero no iba solo: dentro del vehículo había un niño asustado, su hijo, que paralizado por el terror no ha dicho nada ni mientras su padre era asesinado ni mientras es arrojado al vacío junto con el cadáver de su progenitor. Otro niño, Andreu (Francesc Colomer), encuentra los restos del carro destrozado y, entre ellos, a aquel niño, agonizando. No hace falta ser un lince para evocar de inmediato los apuntes sobre el asesinato, la crueldad sobre los niños, la sordidez de los ambientes de la posguerra civil española o la mirada siniestra sobre el mundo rural que aparecían en Tras el cristal, 99.9 o El mar. Pero, por desgracia, lo que sigue a continuación no está nunca a la altura de tan prometedor arranque, por más que, incluso en sus peores momentos, Villaronga demuestra su oficio y sabe cuidar las formas, planificando con algo más que corrección y, a ratos, con notable eficacia, y extrayendo, en sus líneas generales, un buen provecho de los actores, con alguna que otra excepción: la interpretación que Sergi López lleva a cabo del alcalde recuerda demasiado a la del guardia civil que encarnó en El laberinto del fauno (2006) a las órdenes de Guillermo del Toro; y, sorprendentemente, Laia Marull, quien encarna a Pauleta, esposa y madre respectivamente del hombre y el niño asesinados al principio del relato, aquí hace méritos para convertirse en la heredera natural de Lola Gaos.

De hecho, y asimismo en sus líneas generales, hay ratos en los cuales, y mal que le pese a Villaronga, Pan negro termina pareciéndose peligrosamente a ese temible lote de films sobre la España rural de la posguerra que nos castigaron las retinas durante los años ochenta y noventa, manufacturados por realizadores como Mario Camus, Antonio Giménez Rico o Benito Rabal. Pero lo más sorprendente (y es otra desagradable sorpresa) reside en la ausencia de atmósfera de una película que viene firmada por un cineasta que siempre se ha caracterizado por su talento a la hora de crearlas, algo que en Pan negro prácticamente brilla por su ausencia, a pesar de que no falten algunos apuntes que miran en esa dirección, algunos logrados y otros no: señalo, entre los primeros, y aparte las ya mencionadas primeras escenas, la descripción inicial de personajes como el de Nuria (Marina Comas), la niña a la cual le faltan los dedos de la mano izquierda como consecuencia de una explosión, y cuya lucidez, arrogancia y cierta precocidad sexual insinuada sobre la persona de Andreu le confieren una determinada corporeidad, por más que tampoco se lleve hasta sus últimas consecuencias (dando pie, por ejemplo, a una escena tan fallida como la del conjuro más o menos santero que Nuria intenta practicar en presencia de Andreu, la cual nadie diría que viene firmada por el mismo hombre que realizó Tras el cristal); el personaje de la abuela (una excelente Elisa Crehuet) y sus cuentos de miedo a la luz del fuego del hogar, del cual tampoco se termina de extraer todo su jugo; o el del joven internado en el sanatorio de “los infecciosos” (disculpen que no haya sabido identificar al actor que lo interpreta) al cual Andreu visita regularmente y le lleva algo de comer, cuya única función no parece ser otra que la de personificar la represión franquista en materia de opción sexual: la primera vez que Andreu le ve, y con él el espectador, el muchacho recorre desnudo el bosque y se detiene brevemente frente a un arroyo, en unas imágenes a medio camino entre lo bucólico y cierta iconografía gay que, como averiguaremos más adelante con respecto a esto último, se encuentra en la base de la denuncia que emerge en el fondo del relato. Hay, asimismo, secuencias bien rodadas; aparte del principio, funcionan el momento de la detención nocturna de Farriol (Roger Casamajor), el padre de Andreu, por una patrulla de la guardia civil encabezada por el rencoroso alcalde del pueblo; o la escena que sugiere el abuso sexual al cual este último somete en su propio despacho a la madre de Andreu y esposa de Farriol, Florència (Nora Navas), en un intento de la mujer de conseguir clemencia para su marido. Mas son destellos en el conjunto de un relato excesivamente largo y cuya tensión va diluyéndose por instantes, de tal manera que, llegando hacia su resolución, la cuestión inicial del asesinato del carretero y su hijo ha perdido toda su fuerza y casi todo su interés, dejando paso a una segunda cuestión a desarrollar, el proceso emocional y de vivencias que conduce al pequeño Andreu a convertirse en un ser duro y descreído tras descubrir que sus padres se han pasado la vida mintiéndole. De ahí que otros momentos teóricamente interesantes no terminen de funcionar bien como consecuencia de que, una vez se llega a ellos, el interés del relato ha fluctuado ya tanto que carecen de la intensidad requerida por distintas razones: es el caso, por ejemplo, de la secuencia de la exploración de las cuevas por parte de Andreu y Nuria, que deriva en un penoso flashback/rememoración del trágico suceso que se produjo en aquel mismo lugar y del cual salió muy mal librado un joven del pueblo perseguido por el “crimen” de su homosexualidad: un momento tan efectista como convencionalmente resuelto; o la secuencia del funeral de Farriol, en la cual el cura del pueblo se niega a prestar los últimos ritos a alguien que ha sido ejecutado “por rojo”, lo cual provoca la airada reacción de la ahora viuda Florència que culmina en un escupitajo en la cara del alcalde: además de poco verosímil –cuesta creer que, en la más rancia e intolerante España rural y franquista de la posguerra, un cura de pueblo permitiera ni siquiera colocar el ataúd de un “rojo” en una iglesia, ni mucho menos que una mujer pudiera atreverse a escupirle a un alcalde adepto “al régimen” sin que como mínimo le partieran la boca—, la escena carece de la menor fuerza dramática, erigiéndose acaso en la peor, más falsa y artificiosa rodada nunca por Villaronga, calificativos que, por desgracia, casan bien a la hora de valorar los resultados globales de este decepcionante Pan negro.

FORMAS ACTUALES DEL CINE ESPAÑOL (3): A PROPÓSITO DE “BURIED (ENTERRADO)”, “EL GRAN VÁZQUEZ”, “ELISA K” Y “PAN NEGRO”


Así como Buried (Enterrado) y El gran Vázquez miran distintos mercados, el internacional y el nacional respectivamente, como objetivos prioritarios a alcanzar cada una a su manera –la primera, amortizando su exiguo presupuesto mediante una hábil campaña de ventas que por sí sola ya habrá cubierto su coste; la segunda, aprovechando la popularidad de su principal protagonista—, Elisa K es, presumiblemente, una producción tanto o más pequeña que Buried (Enterrado) –los costes de este tipo de trabajos suelen estar poco o nada difundidos; por ejemplo, el sueldo de las estrellas de nuestra cinematografía sigue siendo un tema tabú todavía pendiente de ser desentrañado—, cuyo mercado no es estrictamente ni nacional ni internacional, sino esa nebulosa por la cual se mueven los canales de distribución especializados en el así llamado cine minoritario, a medio camino entre la captación de clientes potenciales en los certámenes cinematográficos especializados y los circuitos de exhibición antaño conocidos como “de arte y ensayo”, que conjugan la ambición de conseguir que sus productos tengan la máxima difusión tanto dentro como más allá de nuestras fronteras pero, por lo general y salvo excepciones, sin salirse de esos concretos circuitos “pequeños”.

Forma número 3: el blanco y negro y el color. Elisa K (2010), de Judith Colell y Jordi Cadena.- Elisa K es una película nacida “a la contra”, en este caso no sólo de lo que “se lleva” en el seno del cine español más comercial –la comedia y el cine de terror—, sino incluso de lo que es el cine comercial internacional. Es una producción de pequeño formato, concebida para su exhibición en los circuitos donde se ha explotado y para su proyección en festivales. Hasta ahí, nada que decir al respecto, habida cuenta de que no hay mayor coherencia ni honestidad que la de las personas que montan una producción cinematográfica de estas características siendo conscientes de los medios de que disponen y del formato de lo que pretenden conseguir. Lo peor, lo más irritante de un film como Elisa K es que “se venda”, antes incluso de ser filmada, como una-obra-de-arte, dando por sentado ese estúpido silogismo en virtud del cual una-película-no-comercial es forzosamente, necesariamente, obligatoriamente, imprescindiblemente, una-película-artística, y, en consecuencia, una-buena-película (añadiendo, con una falta de modestia digna de mejor causa, que se ofrece así como una alternativa al cine comercial no-artístico y, por tanto, no-bueno). Con franqueza, sigue sorprendiéndome que semejante estrategia comercial de tan baja estofa todavía tenga sus adeptos, en una enésima demostración de que los tópicos de siempre hábilmente explotados por una buena campaña de promoción siguen funcionando con eficacia, y que, mal que pese, el cine minoritario acaba adoptando las mismas formas de publicidad que, pongamos por caso, las que arropan cada nueva entrega de la serie Harry Potter, pero únicamente con la diferencia de la adaptación al mercado y a los medios de los cuales ese cine minoritario dispone: allí donde el cine comercial ofrece espectáculo y entretenimiento para “las masas”, el cine minoritario contraataca ofertando arte-y-sensibilidad para “los selectos”; mientras unos brindan la posibilidad de “pasar un buen rato”, los otros presentan la oportunidad de “diferenciarse” de los borregos que hacen cola para ver a Harry Potter y hacerles sentirse así más “inteligentes”. Mas, dejando aparte el hecho de que toda campaña de publicidad comporta una manipulación dirigida a conseguir determinados intereses particulares, y de que toda manipulación de esta índole es humanamente repugnante, lo cierto es que, a la hora de la verdad, y una vez vista esta teóricamente sublime Elisa K, acaba revelándose como el típico bodrio “de arte y ensayo”, del cual lo que más llama la atención es, al contrario de lo que alardea, su miedo a llevar hasta sus últimas consecuencias aquello que plantea. Vamos a verlo.

Es bien sabido a estas alturas que Elisa K es un film con dos partes bien diferenciadas: los aproximadamente dos primeros tercios de su metraje están rodados en blanco y negro y se corresponden con las secuencias rodadas por Jordi Cadena, mientras que el tercio final está filmado en color y ha sido realizado por Judith Colell. En esos dos primeros tercios blanquinegros, asistimos a la representación de una larga serie de hechos cuya inmediata consecuencia será lo que luego ocurrirá en el tercio final en color. Así, en ese largo principio conocemos la historia de Elisa (Clàudia Pons), una niña que vive con su madre (Lydia Zimmermann) y su hermano mayor (Pol Montañés) en una casa de campo, pero que esporádicamente viaja a Barcelona para ver a su padre (Hans Richter), del cual la madre –suponemos— está separada. Todo tiene un cierto aire de ritual: la madre acompaña a sus hijos a la estación de tren el día que van a visitar a su padre, y les viene a recoger a esa misma estación cuando regresan. Lo que vemos está acompañado por una narración en off (recitada por Ramon Madaula) que en la mayoría de ocasiones nos describe lo mismo que están explicando las imágenes, pero en otra en concreto anticipa un hecho crucial, sobre el que luego volveremos y que va a ocurrir poco después. Dicho de otro modo, la voz en off no es tanto informativa como también, y en cierto sentido, “anticipativa”. Ello, unido a una planificación en la cual el plano general fijo es el tropo predominante, confiere al relato un tono tan contemplativo como (pretendidamente) reflexivo. ¿Por qué Cadena, único guionista acreditado, ha elegido esta opción y no otra? A falta de conocer por mí mismo el relato de Lolita Bosch en el cual el film se inspira y titulado Elisa Kiseljak, e ignorando por tanto si esa manera de narrar ya se encuentra de un modo u otro en el original literario, no hay más remedio de efectuar una interpretación. Podemos entender (o, si prefieren, yo entiendo) que la combinación de planificación “alejada” de los personajes y de narración over describiendo lo que ya vemos y anticipando lo que pronto veremos y/o sabremos busca que el espectador se sitúe deliberadamente “fuera” de la narración, que se la mire a distancia: que la observe desde una perspectiva más intelectual y reflexiva que emocional y participativa. Si ese era el propósito, hay que decir que Cadena lo consigue plenamente; el problema es que lo que narra, ciertamente, resulta frío porque así lo ha pretendido en virtud de semejante planteamiento estético y narrativo; pero dicha frialdad acaba siendo una barrera infranqueable, habida cuenta de que: 1) la planificación resulta tan insípida y poco imaginativa, que mas que un efecto de distanciamiento produce una sensación de rutina y aburrimiento; y 2) la voz en off, que vuelvo a insistir a falta de conocer la narración de Lolita Bosch, podemos interpretar como “la voz” del propio realizador, erigiéndose en una suerte de demiurgo austero y sin pasión, y reforzada además por la monótona dicción del siempre inexpresivo Ramon Madaula, carece asimismo del menor atractivo, dado que lo que explica no tiene relieve ni siquiera desde un punto de vista estrictamente literario (si dicha narración over es textual del original literario de Bosch, será mejor no acercarse a este último), y lo que anticipa –que es el momento clave de la película— crea una expectativa que tampoco cumple las previsiones que crea, y ello como consecuencia de la pobre manera como lo resuelve el realizador. En resumidas cuentas, tanta “frialdad intelectual” acaba desembocando en un relato sin el menor interés.

He mencionado que la voz en off anticipa de repente, aunque con la misma falta de énfasis, el momento crucial del relato. Nos hallamos en la casa del padre de Elisa; el primero y sus hijos se han encontrado con un amigo del padre (Jordi Gràcia), a quien ha invitado a tomar café; los personajes se concentran en el salón de la vivienda; el padre, amodorrado por la comida, se duerme en el sofá; el hermano de Elisa, aburrido, sale a la terraza del piso; Elisa se queda en el comedor, sentada en un sillón junto a su padre dormido y el amigo de éste; la voz over nos describe todo lo que estamos viendo, y entonces, anticipándose al futuro, añade que “…Elisa será violada”. Entonces, Jordi Cadena “rompe” la planificación, a base sobre todo de planos generales, que ha mantenido hasta ese momento con la finalidad de expresar, mediante el fuera de campo, el ultraje del cual va a ser víctima la pequeña Elisa; puede decirse en su favor que semejante “ruptura” resulta hasta cierto punto lógica, y probablemente hecha con la siguiente intención: la planificación “se rompe” de la misma manera que, con su violación, el mundo de Elisa también “se rompe”: el plano general cede el paso al plano de detalle, advirtiéndonos de que, efectivamente, algo inusual, terrible, va a suceder. Hasta ahí sería perfecto, si no fuera porque el propio Cadena destroza esa idea mediante una penosa planificación en la cual se recurre a la convención, propia del cine de suspense, del montaje en paralelo a fin de crear “tensión”: planos cortos del columpio donde el hermano de Elisa se columpia aburridamente en la terraza, combinados con más planos cortos de detalle del piso, que culminan muy poco imaginativamente con la rotura de la cadena y el hermano de Elisa cayéndose del columpio: dicha cadena “se parte” en correspondencia con la “partición” de la inocencia de Elisa. Después, el realizador regresa a su planificación mayoritaria de planos generales fijos para describir los sucesos inmediatamente posteriores a tan lamentable suceso, y cómo la niña, aparentemente, borra de su memoria la agresión sufrida, hasta llegar a adulta y convertirse en una estudiante universitaria que, ahora bajo los rasgos de la actriz Aina Clotet, deja el hogar materno y se instala en la ciudad para estudiar.

El tercio final en color a cargo de Judith Colell es, si cabe, todavía peor. Su función consiste en establecer un contraste rápido e inmediato con los dos tercios anteriores. El blanco y negro deja paso al color. Los planos generales fijos, a los primeros planos, la cámara en mano y el montaje corto. ¿Por qué? Desconociendo, vuelvo a insistir, el relato de Lolita Bosch, podemos interpretar que con este paso del blanco y negro al color se busca, primeramente, un efecto estético: el blanco y negro de un pasado que parece una vieja fotografía desaparece en beneficio de un presente en color “como la vida misma”. El pasado de Elisa era en blanco y en negro, sin matices; el presente, en cambio, está para ella repleto de turbios colores. Y estalla con fuerza mediante una brusca recuperación de la memoria sobre lo ocurrido por parte de la protagonista: de pronto, esa mala vivencia reaparece de forma vívida en su mente, y con él todo su significado, contemplado desde la percepción de una mujer ya adulta: ese pasado blanquinegro y hasta cierto punto idílico deja paso a una realidad presente marcada por los colores del dolor y el sufrimiento. Como idea no está mal (por más que tampoco sea particularmente brillante), pero la manera que tiene Judith Colell de visualizarla termina por hundirla en el marasmo de la mediocridad. En primer lugar, resulta ridícula la muy forzada “suspensión de la incredulidad” a la cual primero Cadena y luego Colell someten al espectador: si resulta difícil de creer que alguien sea capaz de violar a una niña sin que ésta haga el menor ruido, mientras su padre duerme en el sofá y su hermano mayor se columpia justo en la terraza de al lado (mejor dicho: resulta difícil de creerlo tal y como la película lo plantea), no lo resulta menos la penosa asociación de ideas que permite que la adulta Elisa se recupere de su amnesia: una mañana, en el piso para estudiantes que comparte con una amiga (Nausicaa Bonnín), Elisa se levanta de la cama y se prepara un café; aparentemente, la visión de esa taza de café (gran primer plano) despierta en ella, o así hemos de entenderlo, el recuerdo de esa siniestra tarde tomando café en el piso de su padre… Ante semejante tontería, uno no puede menos que preguntarse si hasta ese momento Elisa nunca se había tomado una taza de café que pudiera estimular su memoria; o, sin ir más lejos, cómo es posible que una muchacha en edad universitaria no haya ni siquiera sentido, aparentemente, el menor conato de deseo sexual, el cual hubiese bastado para crear una asociación de ideas que le habría recordado su desgracia.

Puede alegarse que tanto la resolución fuera de campo de la violación de la Elisa niña y la recuperación de la memoria por parte de la Elisa adulta no son sino “licencias” más o menos poéticas sin las cuales el relato no tendría el sentido que pretenden imprimirle sus responsables. Pero semejante conjetura “poetizante” se da de bruces contra los recursos que emplea un film que, en nombre de una supuesta sensibilidad, termina haciendo gala de un efectismo ramplón y de vía estrecha. Ya hemos mencionado el torpe montaje en paralelo al cual recurre Jordi Cadena para mostrar elípticamente el ultraje de la pequeña Elisa; los recursos de Judith Colell son puro efectismo: una penosa y larga secuencia en la cual se incurren en todas y cada una de las ideas más tópicas a la hora de expresar la desesperación: Elisa sintiendo el impulso de telefonear a su madre para decirle: “acabo de recordar algo terrible”, encerrándose en el cuarto de baño, desnudándose e intentando ducharse porque se siente “sucia”, rompiendo el cristal del espejo que le devuelve reflejada su expresión de ser humano ultrajado, pisando con los pies descalzos los trozos de espejo a fin de contrarrestar su dolor emocional mediante el dolor físico, exhibiendo su rabia y desconsuelo ante su sorprendida amiga… ¿Y qué decir de la penosa escena final, con Elisa citándose con su padre en una cafetería y reprochándole que fue violada por su mejor amigo sin que él se enterase…?: para rematar la faena, el film concluye con un plano medio de Elisa y su padre sentados junto a la luna de la cafetería, y con la cámara colocada en la calle; de repente, la joven gira el rostro y mira a la cámara, y de paso al espectador, como queriendo hacerle partícipe de su desdicha, como reprochándole su pasividad ante lo que se le acaba de contar, asimismo, pasivamente. Elisa K es una diáfana demostración de que el actual cine español “de autor” deja, por lo general, mucho que desear: incluso propuestas como ésta, concebidas teóricamente al margen de las formas establecidas, acaban haciendo gala de una comodidad y un conformismo apabullantes.

(continuará...)


FORMAS ACTUALES DEL CINE ESPAÑOL (2): A PROPÓSITO DE “BURIED (ENTERRADO)”, “EL GRAN VÁZQUEZ”, “ELISA K” Y “PAN NEGRO”


Buried (Enterrado) intenta a su manera erigirse en una alternativa al cine español de consumo interno adoptando unas formas y un formato internacionales de cara a su difusión a nivel mundial. La idea de un cine español “exportable” tampoco es nueva: la han intentado previamente, y asimismo cada uno a su manera, realizadores tan dispares como Jesús Franco, Antonio Isasi-Isasmendi, Paul Naschy/ Jacinto Molina, Amando de Ossorio, Eugenio Martín, Juan Piquer Simón, Pedro Almodóvar, Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar o Juan Carlos Fresnadillo y, más recientemente, Nacho Cerdá, Nacho Vigalondo o Guillem Morales, así como productores como los hermanos Balcázar, Andrés Vicente Gómez o Gerardo Herrero. En cambio, El gran Vázquez es una película que no sólo mira hacia el pasado, tanto el histórico (lo que narra se desarrolla en el año 1964) como el del propio cine español (luego ahondaremos en esto), sino que incluso se recrea en él, por más que el resultado sea sorprendentemente moderno.

Forma número 2: el tebeo. El gran Vázquez (2010), de Óscar Aibar.- El caso de Óscar Aibar (si es que de “caso” puede hablarse) es particular, dado que se trata de un realizador que tanto en sus trabajos más interesantes hasta la fecha –Platillos volantes (2003) y, ahora, El gran Vázquez— como en los peores –Atolladero (1995) y La máquina de bailar (2006)— ha hecho gala de una rara personalidad: no es un imitador de cineastas españoles de éxito –por más que su primer largometraje, Atolladero, pueda verse hasta cierto punto como una consecuencia del De la Iglesia de Acción mutante (1993)— ni tampoco desaprovecha la oportunidad de contar con figuras de tirón comercial –Santiago Segura en La máquina de bailar y El gran Vázquez— para desarrollar un cine que, al menos por ahora, se encuentra a caballo de un par de tendencias podríamos decir que históricas del cine español, y que se encuentran presentes en sus dos largometrajes más afortunados. Por un lado, y tal y como he apuntado líneas arriba, como consecuencia de desarrollar su trama en una época pretérita, El gran Vázquez vuelve a ser, al igual que Platillos volantes, una digresión sobre la España franquista, pero pasada por cierto filtro humorístico que, paradójicamente, la emparienta lejanamente con algunos clásicos del cine español de aquella etapa, con Luis García Berlanga a la cabeza de las referencias, que asimismo recurrían al humor para tratar temáticas “serias” a fin de soslayar así y en la medida de lo posible problemas con la censura. [Nota bene: no deja de resultar chocante que la opción de Aibar al evocar la España de Francisco Franco sea a través de cierto sentido del humor de inspiración más o menos berlanguiana, tal y como han hecho otros realizadores como el José Luis García Sánchez de La corte de Faraón (1985) o el Javier Maqua de Carne de gallina (2002; dicho sea de paso, una de las más afortunadas películas españolas de esta última y bastante desdichada década del cine “patrio”), ante lo cual cabe preguntarse si “la España de Franco”, entendida como una entelequia de la imaginación popular, está cada vez más identificada con la, digamos, “España de Berlanga” en el inconsciente colectivo; o expresado de otra manera: parece casi imposible hoy en día mezclar al dictador con humor sin que salga algo total o parcialmente berlanguiano: recuérdese, asimismo, el esforzado pero fallido intento de Albert Boadella en ¡Buen viaje, excelencia! (2003).] Sin embargo, por otro lado El gran Vázquez tampoco pretende ser ni mucho menos una “denuncia” del franquismo, el cual permanece como telón de fondo del retrato de un vividor en el contexto de una época en la cual, cuando nadie podía hacer lo que quería (salvo muy a escondidas), él hacía exactamente lo que le daba la gana, aun pagando luego las consecuencias.

Interpretado con buena voluntad por Santiago Segura, quien lleva a cabo aquí un notable esfuerzo por alejarse de su imagen más estereotipada y popularizada, el retrato que ofrece el film del famoso dibujante Manuel Vázquez, que firmaba sus historietas para Editorial Bruguera como By Vázquez, y creador de célebres personajes del tebeo español como las hermanas Gilda o Anacleto, agente secreto, es demoledor. Nada más empezar el relato, le vemos “escaqueándose” de un trío que acreedores, los cuales llaman a su puerta situada en un modesto ático del ensanche barcelonés –el mismo escenario y personaje que inspiraría a Francisco Ibáñez sus homólogos para su famosa página cómica 13, rue del Percebe—, y de los que, como digo, Vázquez se deshace fingiendo ser él mismo otro de sus acreedores; es más, no sólo consigue engañarles, sino que incluso les gorrea tabaco, logra que le inviten a una cerveza y le arranca a uno de ellos la promesa de un empleo… La caradura del protagonista, inspirada según parece en hechos reales que a ratos hacen de El gran Vázquez casi un equivalente del rosario de increíbles anécdotas auténticas que poblaban la trama de Ed Wood (ídem, 1994, Tim Burton), llega al extremo de mostrarle como una persona que, sin ánimo de ser exhaustivo, era capaz de “comprarse” un traje carísimo y luego no pagar ni tan siquiera el primero de los plazos del mismo; que era bígamo –en la película le vemos flirtear y finalmente casarse con una chica venida del campo, Rosa (excelente Mercé Llorens), tras dejarla embarazada, la cual luego descubrirá… a la primera esposa e hijos de su marido—, lo cual, por cierto, le llevó a la cárcel (y, según parece, no fue la única vez que dio con sus huesos en prisión: en el film se ilustra una de sus estancias en la Modelo de Barcelona como consecuencia de un delito de estafa); también le vemos alojarse con Rosa en un hotel de lujo, estarse allí una semana a cuerpo de rey y luego largarse del establecimiento sin abonar la factura; o conseguir dinero mediante el pícaro procedimiento de solicitar, tres veces, al director de Bruguera, González, y al rencoroso contable de la misma editorial, Peláez (unos como siempre magníficos Enrique Villén y Álex Angulo), sendos anticipos de sueldo que según él necesita para sufragar los gastos del funeral de su padre, Manuel (el veterano Jesús Guzmán), ¡el cual, naturalmente, todavía sigue vivo!...

Salvando todas las distancias del mundo, resulta hasta cierto punto lógico e incluso coherente que sea Santiago Segura el intérprete de un personaje que viene a resumir el sentido de la picaresca típicamente española mediante la cual sobrevivían otros Vázquez anónimos, en lo que puede verse un no por caricaturesco menos efectivo retrato de una manera de vivir muy propia de la España de aquellos años. Y cuando hablo de lógica y coherencia, me refiero a que, con anterioridad, Segura alcanzó su mayor popularidad gracias a la trilogía de películas (pronto, tetralogía) del expolicía franquista José Luis Torrente, personaje que vendría a ser la antítesis del de Vázquez: si Torrente era/es un residuo del franquismo, un nostálgico de la dictadura en el cual hallamos muchos de los peores tics de los capitostes de aquella época, que fue muy siniestra por más que hoy en día haya muchos empeñados en afirmar que no había para tanto, Vázquez era/es otro producto del franquismo pero en sentido proporcionalmente inverso, es decir, el libertino que hacía lo posible por vivir a su aire en un momento en el cual su conducta antisocial era no sólo subversiva sino incluso peligrosa, en cuanto iba, consciente o inconscientemente, a la contra de los dogmas de la España Una, Grande, Libre, Católica, Apostólica y Romana.

Lo más atractivo de El gran Vázquez reside, como apuntaba al principio de este comentario, en que, a pesar de su mirada al pasado de España y del cine español, resulta una obra insospechadamente contemporánea, por más que tampoco sea todo lo suficientemente radical que podría haber sido. Como apuntaba con razón el colega Tonio L. Alarcón en su crítica de la película para Dirigido por… (núm. 404), El gran Vázquez adopta deliberadamente una estética “de tebeo”, sobre la base del empleo de unos colores llamativos, realzados con cierto efecto flou de la fotografía, y del trazo caricaturesco de los personajes, bien entendido por el conjunto de actores, conscientes de estar interpretando en el fondo una especie de farsa realista o de comedia ácida. Sorprende agradablemente, en este mismo sentido, que El gran Vázquez haga gala de una notable sencillez que acaba siendo su mejor arma: Óscar Aibar planifica con abundantes planos medios y planos generales, dejando respirar a los personajes y esforzándose en captar, de paso, los ambientes de la España del Desarrollo, y haciéndolo además sin subrayados, de tal manera que los detalles destinados a “crear ambiente” (los 600, el uniforme de los guardias urbanos, el mobiliario de la editorial Bruguera) tienen peso pero nunca se erigen en el centro del espectáculo. Todo ello hace de El gran Vázquez un film inesperadamente digno de estima, y a mi entender la mejor película española que el que suscribe ha visto este 2010 en el momento de escribir y “colgar” estas líneas, por más que ello no me impida reconocer que, con todos sus méritos, El gran Vázquez es al mismo tiempo una obra un tanto insatisfactoria y, bajo cierto punto de vista, frustrante, probablemente sin pretenderlo. Me refiero al hecho de que, a fecha de hoy, el cine español sigue viviendo de las rentas de su pasado, tanto, insisto, el histórico como el estrictamente fílmico, y que la tan esperada renovación de formas y estilos de nuestra cinematografía sigue siendo la gran asignatura pendiente. Paradójicamente, los méritos de El gran Vázquez terminan siendo la más fehaciente demostración del fracaso del cine español contemporáneo.

(continuará...)

viernes, 29 de octubre de 2010

FORMAS ACTUALES DEL CINE ESPAÑOL (1): A PROPÓSITO DE “BURIED (ENTERRADO)”, “EL GRAN VÁZQUEZ”, “ELISA K” Y “PAN NEGRO”


Forma número 1: el ataúd. Buried (Enterrado) (2009), de Rodrigo Cortés.- Salvando todas las distancias que se quieran, aunque muchas menos de lo que pueda parecer a simple vista, no hay demasiadas diferencias entre el planteamiento dramático de Buried (Enterrado) y el que tenía El asfalto (1966), el estupendo telefilm satírico de Narciso Ibáñez Serrador correspondiente a su famosa serie Historias para no dormir (1964-1982). En aquel se trataba de la abstracta odisea de un hombre (Narciso Ibáñez Menta) que, paseando tranquilamente por una ciudad de paredes de papel y recorrida por vehículos de cartón, quedaba apresado por los pies dentro de un agujero lleno de asfalto reblandecido por el calor, de tal manera que iba hundiéndose poco a poco hasta terminar, literalmente, tragado por el suelo, a pesar de sus súplicas de ayuda, atendidas con fastidio por una serie de funcionarios públicos empeñados en que primero se rellenaran una serie de interminables formularios “imprescindibles” para auxiliarle. Pues bien, en Buried (Enterrado) dicho planteamiento se repite casi al dedillo, al menos en lo que se refiere, insisto, a su construcción dramática y narrativa: aquí es otro hombre, a quien le oímos decir que se llama Paul Conroy (Ryan Reynolds) y que afirma ser un contratista norteamericano que ha ido a trabajar a Iraq para conducir camiones de transporte de material, quien nada más empezar el relato recobra el conocimiento dentro de un sencillo ataúd de madera, donde permanecerá encerrado hasta el final de la narración, a la espera de que se atiendan sus desesperadas demandas de auxilio destinadas a librarle de su angustiosa situación; llamadas de socorro que, al igual que las del desdichado protagonista de El asfalto, serán recibidas y “despachadas” por una serie de personas al otro lado del teléfono empleando, en la mayoría de los casos, el mismo tipo de lenguaje formulario y adocenado mediante el cual suele intentar “domesticarse” el sufrimiento humano (sobre todo si es, como en este caso, ajeno a la persona o personas que no lo padecen y se lo miran desde una lejana, y segura, distancia). Dicho de otro modo, tanto El asfalto como Buried (Enterrado) son, cada una a su manera, sendas diatribas contra la estupidez de las instituciones, la terrible y deshumanizada “burrocracia” que todos padecemos, y una suerte de metáforas de la soledad e impotencia del individuo frente al gigante de los intereses creados y el orden establecido, ese monstruo de múltiples cabezas que mide el valor de una vida humana en función de criterios económicos y/o cuantitativos: aquí, uno es igual a cero. Doy por sentado, a menos que algún día se demuestre lo contrario, que el guionista de Buried (Enterrado), el estadounidense Chris Sparling, debe desconocer El asfalto, y que a fin de cuentas se trata de una simple casualidad producida por la coincidencia en la idea común que relaciona a ambas producciones: las posibilidades de explotación de lo que se conoce como una situación límite.

Naturalmente, como no podía ser menos tratándose como se trata de un telefilm en blanco y negro de alrededor de una hora de duración fechado hace ahora cuarenta y cuatro años, y de un largometraje para el cine de 95 minutos rodado en color y formato panorámico en el año 2009 y estrenado en 2010, también hay enormes diferencias entre El asfalto y Buried (Enterrado). No me refiero solamente, como es lógico, a las derivadas de la evolución del mundo desde que Ibáñez Serrador hizo su telefilm, y que provoca que en la película dirigida por Rodrigo Cortés aparezcan elementos inconcebibles cuando se filmó el primero, esto es, unas circunstancias históricas como la guerra de Iraq y la violenta irrupción nada más empezar el presente siglo del terrorismo de Al Qaeda, y un progreso del estado de la técnica como es la telefonía móvil. Me refiero, más bien, a diferencias formales, o si se prefieren, de puesta en escena. Llegados a este punto, considero que el interés de Buried (Enterrado) se concentra más en lo que cuenta que en cómo lo cuenta, habida cuenta de que, en lo que a esto último se refiere, la evidente limitación (auto)impuesta por el guionista y el realizador, el desafío técnico y artístico que implica el desarrollo de un largometraje entero dentro de un ataúd, se salda a mi entender negativamente, dado que en muchas, demasiadas ocasiones, la película no puede –o no quiere— ir más allá de su enunciado, contentándose con exhibir una esforzada mecánica cinematográfica destinada a realzar al máximo una trama que apenas es una anécdota estirada más allá de lo necesario. Ello no obsta, por descontado, para que en el conjunto no se aprecien algunas sugestivas imágenes, resultado del notable esfuerzo de Cortés por imprimirle al relato un dinamismo físicamente imposible: el cineasta juega con habilidad con todos los recursos que tiene a mano (o, dicho de otra manera, hace literalmente lo que puede), convirtiendo el interior del ataúd en una suerte de mini-escenario teatral en el que se intenta jugar a fondo con las posibilidades visuales de la “cuarta pared”, de tal manera que se conjugan los primeros planos y los planos medios de Ryan Reynolds con constantes juegos de luces propiciados por los focos de luz puestos a disposición del personaje (el mechero, el móvil, las barras de luz artificial), los cuales propician el “cierre” de varias escenas mediante el fundido a negro; todo ello amenizado con movimientos panorámicos de la cámara –hay un momento en el cual vemos un giro de 360º idéntico, por cierto, al llevado a cabo por George Sluizer en Secuestrada (The Vanishing, 1993)—, y con encuadres “fantásticos”, por irreales, que también buscan romper con esa limitación espacial y, en cierto sentido, “airean” tenuemente la trama: un par de subrepticios planos tomados “desde fuera” del ataúd y a través de unas rendijas en la madera, así como un vistoso plano picado combinado con travelling en retroceso, que por unos segundos convierte el ataúd en un simbólico pozo donde el protagonista se siente hundido bajo tierra, olvidado por todos y abandonado a su triste destino.

Nada de esto está mal pero en modo alguno llega a ser apasionante, y menos si tenemos en cuenta que no es más que el soporte visual para una trama que, como ya hemos apuntado al principio de estas líneas y ahora con independencia de sus posibles similitudes con otros precedentes, tampoco va más allá de erigirse en una teóricamente dura pero en la práctica demasiado obvia crítica de la “burrocracia”. Teléfono móvil en mano (¡ni siquiera dentro de un ataúd podemos librarnos del dichoso aparatito!), Paul Conroy lucha por salvar su vida y por buscar consuelo en sus seres queridos, manteniendo a lo largo de horas una serie de desesperadas conversaciones con su esposa, su madre desmemoriada, funcionarios empeñados en darle falsas esperanzas o en pedirle estúpidos datos para verificar su identidad, y con los terroristas islámicos que le han enterrado vivo y le exigen que pida un rescate o que grabe con ese mismo móvil vídeos destinados a los medios de comunicación (el móvil permitirá, de hecho, la única “salida” real al exterior de la acción y de la cámara: véase la breve escena de la rehén emitida por la pequeña pantalla del celular). El problema, gran problema, es que las posibilidades del relato, ya de por sí escasas como consecuencia de la severidad del planteamiento global del largometraje, se agotan mucho antes de que se agote el aire viciado que mantiene con vida a Paul Conroy dentro de su ataúd: a los 45 minutos de metraje prácticamente ya está todo dicho, y lo que es peor, se nota que hasta los responsables del film son conscientes de ello e intentan prolongarlo, a fin de alcanzar una duración estándar, mediante la introducción de nuevos focos de tensión (la serpiente, las ya mencionadas grabaciones on line visualizadas a través del móvil, el bombardeo y las subsiguientes entradas de arena en el ataúd equivalentes a las vías de agua de un barco que naufraga). Rodrigo Cortés estuvo más inspirado en su anterior Concursante (2007), otro relato en torno a una situación límite, por cierto, que en esta esforzada pero inane producción española manufacturada “a la americana” que tan sólo consigue lo que, sospecho, era su principal propósito: llamar la atención.

(continuará...)

martes, 26 de octubre de 2010

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” NOVIEMBRE 2010, YA A LA VENTA



El estreno más comercial de este mes de noviembre, Harry Potter y las Reliquias de la Muerte: parte I, de David Yates, acapara la portada del núm. 307 de Imágenes de Actualidad. Este mes he tenido ocasión de dedicar el Cult Movie a un film extraordinario: El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968), de Richard Fleischer, con una gran interpretación del malogrado Tony Curtis, cuya defunción el pasado 29 de septiembre ha sido la excusa para rendirle así un merecido homenaje a través de la que sin duda es una de las mejores películas en las que intervino. También he escrito “con conocimiento de causa”, es decir, habiendo visto previamente el film, un reportaje para la revista: el dedicado a la película de Doug Liman Caza a la espía (Fair Game, 2010), de próximo estreno, y sobre la cual volveré en el próximo número de Dirigido por…; sorprendentemente, la misma no está nada mal. Dejando aparte otros textos que he firmado y que son meramente periodísticos, o sea, elaborados a partir de notas de prensa y sin haber podido visionar antes los films en los cuales se centran (Salidos de cuentas, de Todd Phillips; Campeón (Secretariat), de Randall Wallace), también publico este mes la crítica de la celebrada película de David Fincher La red social.

viernes, 22 de octubre de 2010

“CAMELOT”, DE JOSHUA LOGAN, EDITADA POR VERSUS



La firma Versus acaba de lanzar al mercado una edición en DVD de la famosa película musical de Joshua Logan Camelot (ídem, 1967), protagonizada por Richard Harris, Vanessa Redgrave, Franco Nero, Lionel Jeffries y David Hemmings. Hasta ahora inédita en disco digital versátil en España, los aficionados al género podrán disfrutar con esta edición de la lujosa adaptación al cine, que produjo Warner Bros., del reputado musical con partitura de Frederick Loewe y libreto y letras de Alan Jay Lerner que en su momento fuera estrenado sobre los escenarios neoyorquinos por Richard Burton y Julie Andrews, habida cuenta de que dicha edición incluye el metraje completo del film (179 minutos) y un segundo disco con interesantes extras. La edición se completa con un folleto que incluye textos escritos por Jaume Figueras (un admirador incondicional de esta película) y por un servidor, donde entre otras curiosidades explico que “con un presupuesto estimado en unos 13 millones de dólares, muy alto para la época, “Camelot” se rodó entre los meses de junio y septiembre de 1966 a caballo de los Estados Unidos y España. Nuestro país fue la localización principal para las escenas en exteriores, que se filmaron en los alrededores de las poblaciones castellanas de Coca y su castillo, y Segovia, incluyendo en este último caso su famoso Alcázar: éste es el castillo desde el cual el caballero Lancelot parte desde Gaul (Francia) en dirección a Camelot. Los interiores, y algunos falsos exteriores –como, por ejemplo, las escenas que transcurren en el bosque que rodea las inmediaciones de Camelot—, fueron realizados en el plató núm. 16 de los estudios de Warner Brothers en Burbank, California. A tales efectos, se construyeron algunos suntuosos decorados para representar la corte del rey Arturo, popularmente conocidos como “el castillo Camelot”, que luego serían reutilizados para el musical “Horizontes perdidos” (Lost Horizon, 1973, Charles Jarrott) o la famosísima serie de televisión “Kung-fú” (Kung Fu, 1972-1975), antes de ser derruidos y reemplazados por un edificio de oficinas”.

domingo, 17 de octubre de 2010

ENTREVISTA PARA GLOBEDIA (2ª parte)



Los amigos de Globedia han proseguido la entrevista que me hicieron este verano, y cuyo enlace publiqué en mi blog el pasado 27 de agosto (http://elcineseguntfv.blogspot.com/2010/08/entrevista-para-globedia.html), centrándonos en esta ocasión en el cine fantástico:

http://es.globedia.com/cine-fantastico-definicion-ilimitado

viernes, 15 de octubre de 2010

EL CINE FANTÁSTICO DE LEWIS TEAGUE, EN EL “SCIFIWORLD” DE OCTUBRE 2010



En el núm. 31 de Scifiworld, cuya salida ha coincidido con el reciente Festival de Sitges 2010, el cual este año ha recobrado su denominación original como certamen especializado en cine fantástico (un pequeño triunfo sobre los prejuicios), se me ha presentado la ocasión de escribir un artículo sobre un realizador norteamericano que durante la década de los ochenta y de manera acaso breve (tres películas) pero con la suficiente intensidad como para bien merecer un recuerdo, efectuó una memorable contribución al cine fantástico de la época. Me refiero a Lewis Teague, cineasta que “fue para muchos una de las grandes esperanzas del cine fantástico estadounidense, hasta el punto de gozar incluso de cierto reconocimiento entre la crítica de cine más exigente. Y, a pesar de que esa “gloria” cinéfila entre los buenos aficionados al cine de terror fue más bien efímera, el paso del tiempo ha revalorizado, si cabe, su contribución al género, hasta el punto de que esas tres películas –“La bestia bajo el asfalto” (Alligator, 1980), “Cujo” (ídem, 1983) y “Los ojos del gato” (Cat’s Eye, 1985)— todavía hoy se cuentan, con todas sus limitaciones y defectos, entre lo más logrado de su realizador”.




El tiempo no ha tratado mal a “La bestia bajo el asfalto”, película, insisto, que a pesar de todas las pegas que se le pueden poner me parece, en sus líneas generales, una obra no exenta de atractivos y una de las mejores imitaciones / derivaciones / consecuencias (táchese lo que no proceda) del éxito del “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg, junto con “Orca, la ballena asesina” (Orca, 1977), de Michael Anderson, y “Piraña” (Piranha, 1978), de Joe Dante”.



“Cujo” es una de esas poco frecuentes ocasiones en las cuales una película se revela superior a la obra literaria en la cual se inspira, en este caso la famosa pero poco afortunada novela homónima de Stephen King en torno a los sangrientos ataques de un pacífico perro san bernardo al que sus amos llaman Cujo convertido accidentalmente en un monstruo incontrolable como consecuencia del mordisco de un murciélago que le inocula la rabia”.



Comparada con “La bestia bajo el asfalto” y “Cujo”, la inmediatamente posterior “Los ojos del gato” se revela a simple vista una producción relativamente más blanda y amable: si no fuera porque, según los créditos, su veterano productor no es otro que el italiano Dino De Laurentiis, casi podríamos jurar que nos hallamos ante una de las producciones Amblin Entertainment de Spielberg de los ochenta, pues no hay en “Los ojos del gato” una violencia excesivamente gráfica ni el tono resulta demasiado agresivo, por más que en determinados momentos afloren en ella el humor negro de “La bestia bajo el asfalto” y un poco de la mirada corrosiva sobre el “american way of life” que tan bien caracterizaba a “Cujo””.

lunes, 11 de octubre de 2010

“PESADILLAS EN LA OSCURIDAD: EL CINE DE TERROR GÓTICO”, A LA VENTA EN EL FESTIVAL DE SITGES




Coincidiendo estos días con la celebración del Festival de Cinema Fantàstic de Sitges, el certamen ha coeditado, junto con la editorial Valdemar, el volumen Pesadillas en la oscuridad: el cine de terror gótico, libro colectivo coordinado por Antonio José Navarro y con textos de Roberto Cueto, Ramón Freixas & Joan Bassa, Carlos Arenas, José María Latorre, Quim Casas, Roberto Curti, Tonio L. Alarcón, Ángel Sala, Jesús Palacios, el propio Navarro y un servidor, que por ahora se encuentra a disposición para su compra para los asistentes al célebre certamen que se celebra en la Blanca Subur hasta este domingo 17 de octubre. El libro, número 23 de la colección Intempestivas de Valdemar, es una aproximación al cine fantástico desde la perspectiva de lo que se conoce como lo gótico. Como explica Navarro, “La atmosférica presencia de vetustas mansiones señoriales, de mohosos castillos, agrestes montañas, frondosos bosques y desolados páramos, siniestros cementerios y decrépitas ruinas… la rebelión del Mal contra el Bien, y aún más, la rebelión del Maldito, del Paria, hacia una sociedad, hacia un universo que lo ha condenado arbitrariamente a la infelicidad más absoluta; la presencia de seres demoníacos —“lo que no puede explicarse ni por la inteligencia ni por la razón”, según comentó el poeta y dramaturgo alemán J. W. Goethe—, bien sean humanos o inhumanos; la presencia de damiselas en peligro; el gusto por lo macabro, lo violento, lo terrorífico, lo monstruoso; esa combinación de lo bello y lo grotesco de la que hablaba Victor Hugo, cuya hermosura extrema es capaz de llevar al espectador a un éxtasis más allá de su racionalidad… Todos estos elementos dramático-estéticos son la base para un movimiento fílmico como el cine de terror gótico, un género en constante renovación”.



He contribuido a este volumen con un capítulo titulado Sombras retorcidas: Drácula, Frankenstein y el Hombre Lobo a la luz de la posmodernidad, en el cual se abordan las tres más recientes versiones “oficiales” para el cine de los mitos del cine de terror por antonomasia –Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), de Francis Ford Coppola, Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein, 1994), de Kenneth Branagh, y El hombre lobo (The Wolfman, 2010), de Joe Johnston—, donde, en primer lugar, formulo la siguiente cuestión (y, naturalmente, razono luego el por qué): “Nadie parece dudar de la condición de esos tres míticos personajes en cuanto referentes ineludibles del terror, literario o cinematográfico, calificado como gótico (y ello a pesar de que el Hombre Lobo acaso sea más bien un arquetipo que un personaje concreto). Ahora bien, ¿eso es “realmente” así? ¿Drácula, Frankenstein (reuniendo bajo este nombre, y sólo a efectos de exposición, al Monstruo y a su creador) y el Hombre Lobo (englobando bajo esta denominación y con carácter general a todos los licántropos literarios y cinematográficos) “son” personajes góticos en sentido estricto, o acaso más bien nos hallamos ante mitos que fueron “absorbidos” por la estética “goth” con posterioridad a su nacimiento?”. A continuación, vuelvo a adentrarme en aquellas tres películas –sobre las cuales, cierto, he escrito en más de una ocasión—, si bien centrándome en sus aspectos específicamente góticos, aprovechando la ocasión para reivindicar las virtudes del director’s cut de El hombre lobo, de 119 minutos de duración frente a los 103 del execrable montaje estrenado en cines (del cual di buena cuenta, ignorando por tanto que estábamos hablando de un montaje abreviado y, desde luego, mal cortado, en mi entrada en este blog del 4 de marzo: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2010/03/la-carretera-el-hombre-lobo-invictus.html).

Los interesados en este libro pueden consultar más información al respecto en la página web de la editorial Valdemar:
http://www.valdemar.com/

Y, más concretamente, en el apartado específico dedicado a este volumen:
http://www.valdemar.com/product_info.php?products_id=619

sábado, 9 de octubre de 2010

“LA ATLÁNTIDA”: DE JACQUES FEYDER A GEORG WILHELM PABST

Dejando aparte la generosa cantidad de ocasiones en las cuales el cine ha hecho referencias directas o indirectas a la leyenda de la Atlántida, la novela homónima de Pierre Benoît (1919) ha sido objeto de hasta seis versiones cinematográficas, siendo las más prestigiosas las que aquí traemos a colación no por su carácter inédito, pues ambas conocieron estreno comercial en España, sino por la relativa dificultad que hay hoy en día para verlas entre nosotros de forma, digamos, normalizada (no incluyo aquí la descarga en Internet), habida cuenta de que, el momento de “colgar” estas líneas, todavía se encuentran editadas en DVD en el extranjero: es el caso de La Atlántida (L’Atlantide, 1921), versión Jacques Feyder, que tuve ocasión de ver por primera vez en una edición francesa en disco digital versátil de la firma Lobster, la cual viene acompañada a su vez de la edición en lengua francesa de La Atlántida (Die Herrin von Atlantis, 1932), versión Georg Wilhelm Pabst, que a su vez fue rodada asimismo en alemán e inglés; añadamos rápidamente que la versión anglófila de esta última se encuentra editada en los Estados Unidos por la firma Alpha Video con el título de The Mistress of Atlantis, este último ligeramente diferente al que tuvo la película de Pabst con motivo de su estreno estadounidense, Queen of Atlantis; resulta obligatorio advertir, asimismo, que dicha edición de Alpha Video es de una pésima calidad, dado que ha sido elaborada a partir de un master rayado, sucio, con mala definición y al cual le faltan escenas con respecto a la edición de Lobster.

La Atlántida, de Jacques Feyder, es una obra monumental –tres horas de duración en el momento de su estreno, afirma Serge Bromberg en el prefacio que acompaña a la mencionada edición francesa en DVD; 212 minutos, según otras fuentes; 163 minutos, que es lo que dura la versión reconstruida que ofrece esa misma edición— cuya posibilidad de ser vista por los aficionados actuales no debería pasar desapercibida, ni que fuera tan sólo para poder constatar que su realizador es algo más que el autor de La kermesse heroica (La kermesse heroïque, 1935), un excelente film cuyo prestigio ha contribuido, sin pretenderlo, a oscurecer la importancia del resto de la obra de este cineasta, el grueso de cuya carrera se sitúa en el período silente. Siendo, si no me equivoco, la más larga de todas las adaptaciones para el cine del libro de Benoît (más, incluso, que el telefilm de dos horas realizado por Jean Kerchbron en 1972), esta versión se extiende prolijamente en el desarrollo de las vicisitudes de todos los personajes, hasta el punto de que lo que podríamos considerar principal fuente de atracción del relato, el personaje de la reina Antinea (Stacia Napierkowska), no irrumpe en el mismo –al menos en la edición en DVD que yo he visto— hasta alrededor del minuto noventa, si exceptuamos su fugaz aparición previa en un sueño delirante del teniente Saint-Avit (Georges Melchior). Es este personaje mencionado en último lugar el que desencadena la trama: nos hallamos en el Sahara, aproximadamente a principios del siglo XX; Saint-Avit es un oficial de la Legión Extranjera que ha sido hallado en el desierto al borde de la muerte; se sabe que, tiempo atrás, Saint-Avit y su compañero de armas, el capitán Morhange (Jean Angelo), desaparecieron en el desierto junto con su pequeña escolta; en su delirio, Saint-Avit afirma haber asesinado a su compañero, de ahí que, una vez recuperado, y para huir de los rumores regrese a Francia; pero, dos años después e incapaz de soportar la vida civil, Saint-Avit vuelve al ejército y solicita ser destinado nuevamente al Sahara. A lo largo de una noche, Saint-Avit le cuenta a otro oficial, el teniente Olivier Ferrières (René Lorsay), la verdad de lo que ocurrió cuando él y Morhange se adentraron en el desierto. Tras no pocas peripecias, ambos fueron hechos prisioneros y conducidos a un oasis oculto tras una cordillera de montañas que según todos los indicios es lo que queda del antiguo reino de la Atlántida y que ahora está bajo el gobierno de Antinea, despótica reina que se dedica a coleccionar, literalmente, a los hombres que van a parar bajo su poder, tomándolos como amantes y, cuando se cansa de ellos, convirtiéndolos en estatuas de oro que guarda en una siniestra cámara adornada con mármol rojo (¿hace falta añadir que otro de los caprichos de la reina es la necrofilia?). De este modo, la narración de Saint-Avit a Ferrières da pie a un largo flashback, interrumpido en un par de ocasiones, que incluye además las peripecias de un segundo personaje femenino relevante: Tanit-Zerga (Marie-Louise Iribe), una antigua princesa del reino de Gao convertida por las circunstancias en secretaria al servicio de Antinea y que añade mayor complejidad al relato, habida cuenta de que se enamora de Saint-Avit y que sus aventuras aparecen asimismo visualizadas en otro flashback.

Llama la atención de esta excelente película de Feyder la elevada temperatura emocional, y sexual, que recorre de un extremo a otro la trama, lo cual está en consonancia con un trabajo de puesta en escena que combina al mismo tiempo realismo y fantasía, polos contrapuestos pero a la vez complementarios de una balanza en cuyos platillos se pesa el conflicto dramático planteado. Realismo visualizado, por un lado, en virtud de las abundantes secuencias rodadas al parecer en auténticos exteriores desérticos del norte de África por expreso deseo de Feyder, lo cual confiere a buena parte del film no sólo un logrado tono documental sino también, y por encima de todo, una textura telúrica, rugosa y envuelta por un calor sofocante que acompaña muy bien a una narración, ya lo hemos apuntado, recorrida por generosas dosis de erotismo que sazonan el curiosísimo cruce de intenciones amorosas que se produce entre los principales personajes: Antinea siente una inmediata atracción hacia Morhange y se propone convertirlo en su nuevo amante, pero Morhange no siente el menor deseo hacia la reina, hasta el punto de que no sólo rechaza todas sus provocaciones sexuales, sino que incluso no hace más que pedirle que como último deseo (pues es consciente de que el final de todo ese jugueteo sexual no será sino su muerte) le deje ver a su amigo Saint-Avit para despedirse de él; esa obstinación, en la que pueden verse connotaciones homosexuales, no hace sino enfurecer a Antinea, la cual a pesar de sí misma tiene que admitir que, además de desear a Morhange, también se ha enamorado de él, pues su pureza de sentimientos le hace distinto del resto de los hombres que ha “coleccionado”; por su parte, ya lo hemos señalado la joven, simpática y bondadosa Tanit-Zerga (personaje enormemente beneficiado por la entusiasta interpretación de una extravertida Marie-Louise Iribe) se ha enamorado de Saint-Avit, pero este último se limita a tolerar su compañía y a aceptar su amistad mas no su amor, habida cuenta de que, al contrario que su camarada Morhange, él sí que siente una fuerte atracción sexual hacia Antinea (lo cual permite especular, con bastante seguridad, de que en el supuesto de que la reina le hubiese elegido a él primero como amante, Saint-Avit no hubiese tardado en engrosar su mausoleo de hombres “usados”, muertos y bañados en oro).

Pero todo ese realismo tonal que adereza una trama cargada de sexualidad a flor de piel tiene su contrapunto y su complemento en notables dosis de fantasía. También he apuntado la existencia de escenas oníricas como la del delirio febril de Saint-Avit mientras recupera sus fuerzas en la cama del hospital militar; hay otras, como ese instante en que, antes de morir, la desdichada Tanit-Zerga cree ver a modo de espejismo su amado reino de Gao en el horizonte del desierto. De hecho, las escenas que transcurren tanto en las inmediaciones como en el interior del reino de Antinea están tocadas por un componente mágico a cuya consistencia no es ajena la gran labor de fotografía –firmada por tres operadores: Victor y Amédée Morrin y Georges Specht— y decoración, esta última a cargo de Manuel Orazi. Destacan poderosamente momentos como las escenas, maravillosas, que transcurren dentro de la cueva donde Morhange y Saint-Avit serán hechos prisioneros por los hombres de Antinea tras haber sucumbido a los efectos estupefacientes del hachís que impregna las paredes del lugar (sic); la secuencia en la cual vemos por primera vez la cámara donde son “coleccionados” los ex amantes de Antinea, y donde Morhange y Saint-Avit tienen el dudoso privilegio de asistir al sepelio de uno de aquéllos… (hay que llamar la atención, al principio de esta secuencia, sobre un plano general con una franja ensombrecida en la parte superior e inferior del encuadre, de tal manera que se crea así una para la época avanzada imagen panorámica: Feyder se adelantó aquí a David Wark Griffith, quien haría algo similar en su posterior América/America, 1924); en particular, los juegos de luces y sombras, que brillan en todo su esplendor en escenas clave como la del suicidio de otro prisionero y ex amante de Antinea, el capitán Aymard (Genica Missirio), arrojándose por la ventana (lo cual da pie a un plano extraordinario: Morhange ve la sombra del cuerpo de Aymard cayendo al vacío, la cual se refleja fugazmente en la pared gracias a la luz solar que entra por la ventana de su habitación); o la escena del asesinato de Morhange a manos de Saint-Avit. Hay otro apunte onírico que no me resisto a comentar e interpretar en el siguiente sentido: tras el asesinato de Morhange a manos de Saint-Avit inducido por la despechada reina, y como consecuencia de sus remordimientos, Antinea cree ver en paredes y columnas la imagen de un crucifijo, el símbolo de la fe pura de Morhange, ante el cual reacciona con pánico…, como si fuese una vampiresa de un film de terror.

En cambio, no cabe imaginarse una versión sobre la misma historia más radicalmente distinta a la de Jacques Feyder que La Atlántida de Georg Wilhelm Pabst, contraste que se hace más evidente si, como en mi caso, se tiene la oportunidad que brinda la edición en DVD de Lobster de ver las dos películas de manera consecutiva. Los estilos de ambas son absolutamente diferentes, lo cual, como es hasta cierto punto lógico, puede provocar radicales adhesiones hacia una u otra. No me inclino por ninguna de ellas en particular, dado que las dos me parecen magníficas e interesantísimas, pero puedo entender que la versión de Feyder acaso suscite mayores simpatías dado el carácter vital, erótico y apasionado de sus imágenes, mientras que la de Pabst es fría, cerebral y abstracta, hasta el punto de que en ella ninguno de sus personajes genera empatía, si bien en compensación provoquen, por eso mismo, no poca fascinación. Creo que la gran diferencia entre ambas versiones, y la base de que resulten tan dispares entre sí, reside en que, si bien la de Feyder mantiene ese magnífico equilibrio entre fantasía y realismo, hasta el punto de que casi podría hablarse de una especie de “realismo mágico” mucho antes de que se acuñara esta expresión para referirse con ella a cierta parte de la literatura y el cine latinoamericanos (y un poco del español), en cambio la de Pabst tiene un planteamiento abiertamente fantástico de principio a fin. No hay en ella la calidez emocional de Feyder, la cual aquí es reemplazada por sentimientos también humanos pero mostrados de forma cruda y gélida, sin empatía alguna. A pesar de contener asimismo algunas (pocas) secuencias rodadas en exteriores, aquí el desierto no parece polvoriento ni caluroso, sino una especie de estepa de arena helada. Los decorados del reino de la antigua Atlántida tampoco son tan suntuosos, sino que hacen gala de una austeridad en lo que a formas, diseños y manera de iluminarlos se refiere que están más cerca del expresionismo alemán y parecen anticipar, si bien en versión minimalista y blanco y negro, al Fritz Lang del díptico de Esnapur. No hay más que ver lo distintas que son las actrices que encarnan a la reina Antinea para tener resumido en ellas el espíritu de las dos versiones: la robusta actriz y bailarina Stacia Napierkowska escogida por Feyder, de mirada lánguida y voluptuosa carnalidad que suele expresar su deseo a duras penas contenido retorciéndose sobre sus cojines casi como si fuera un animal en celo, es reemplazada por Pabst por la inolvidable María de Metrópolis (Metropolis, 1927, Fritz Lang), Brigitte Helm, la cual ofrece una magnética interpretación de la reina atlante hecha a base de miradas penetrantes, medias sonrisas, estudiados gestos, pose altiva y una ambigüedad sexual mucho más acentuada, que la convierten en una fabulosa estatua viviente, tan hermosa y pétrea como el gigantesco busto suyo que decora una de las estancias de su misterioso palacio; un icono erótico más morboso, difícil o prácticamente imposible de conseguir, de poseer.

El planteamiento y resolución del film, de tono tan abiertamente irreal y extraño que permite catalogarlo dentro del género fantástico, acentúa una de las sugerencias del relato de Pierre Benoît ya apuntada en la versión de Feyder: la posibilidad de que todo lo que se narra en él no sea sino una ensoñación erótico-aventurera de sus principales personajes masculinos, el capitán Morhange (el cual, curiosamente, en la versión francesa e inglesa de la película de Pabst vuelve a correr a cargo de su intérprete en la de Feyder, Jean Angelo; Gustav Diessl lo encarnó en la versión alemana), y sobre todo, aquél que en el film de Pabst asume el protagonismo, el aquí también capitán Saint-Avit (Heinz Klingenberg en la versión alemana, Pierre Blanchar en la francesa, John Stuart en la inglesa). Pabst se encarga de sugerir que, en resumidas cuentas, todo lo que vamos a presenciar quizás tan sólo exista en la imaginación del personaje narrador del relato, Saint-Avit, y lo expresa del siguiente modo: en la primera secuencia, encadena la escena de un locutor de radio que está hablando sobre la leyenda de la Atlántida con un plano del micrófono en el cual está grabando sus palabras, del cual se pasa a un plano de un aparato radiofónico situado ya en el fuerte de la Legión Francesa en el Sahara donde Saint-Avit está conversando con otro oficial, el teniente Ferrières (Georges Tourreil en las tres versiones de la película); más adelante, y dentro ya del flashback que visualiza el relato de Saint-Avit a Ferrières, aparece un pequeño personaje secundario, inexistente en el film de Feyder, consistente en una periodista (Gertrude Pabst, la esposa del realizador) que está preparando un artículo para su periódico y acompaña brevemente y con su máquina de escribir a la patrulla de saharianos comandada por Saint-Avit y Morhange; de este modo, Pabst introduce elementos fuertemente “objetivos” y “empíricos” (la radio, el locutor, la periodista, los micrófonos, la información “histórica” sobre la Atlántida, la máquina de escribir) que establecen un rápido contraste con la confesión “subjetiva”, íntima y muy personal, que Saint-Avit lleva a cabo: la historia de lo que le llevó, hace dos años, a asesinar a su mejor amigo y compañero de armas Morhange: la historia de su pasión secreta por Antinea. Una pasión amorosa mostrada aquí como algo insano y enfermizo, en una de las más contundentes visiones del poder autodestructor de un deseo sexual incontrolado que se hayan visto en una pantalla: Torstenson (Mathias Wieman en las tres versiones), otro prisionero y ex amante de la reina atlante (equivalente al Aymard de la versión de Feyder), vaga por los pasillos del palacio como un alma en pena, o mejor dicho, como un drogadicto que arrastra su desesperación como si lo hiciese con un incurable síndrome de abstinencia.

Sorprende, viniendo de un cineasta tan extraordinariamente barroco como el autor de Bajo la máscara del placer (Die freudlose Gasse, 1925), La caja de Pandora (Die büchse der Pandora, 1929), Diario de una perdida (Tagebuch einer verlorenen, 1929), Cuatro de infantería (Westfront 1918, 1930) o La comedia de la vida (L’opéra de quat’sous, 1931), una obra narrativamente tan seca y conceptualmente tan abstracta como La Atlántida, en lo que puede verse una especie de apuesta personal hacia una manera de narrar que da como resultado un brillante experimento que mezcla formas de cine del pasado con formas del presente y permitiéndose, incluso, algunas audaces soluciones avanzadas a su época. Me explico: a pesar de ser una película sonora, muchas de sus imágenes evocan todavía al por aquel entonces recién fenecido cine mudo, los diálogos están reducidos al mínimo y hay numerosas secuencias que se sostienen exclusivamente sobre la fuerza expresiva de las imágenes; pero, al mismo tiempo, el film hace gala de un elaboradísimo trabajo en la pista de sonido, de tal manera que, además de los diálogos, tanto la música como los efectos sonoros contribuyen a la atmósfera del relato enrareciéndola todavía más, habida cuenta de que esa música (en particular, diegética) y esos sonidos supuestamente realistas acentúan, por el contrario, la carga onírica de la película. Por otro lado, La Atlántida de Pabst exhibe algunas ideas de puesta en escena de una sorprendente modernidad: llamo la atención sobre una idea de montaje tan contemporánea como ese plano de Saint-Aviv apresado por los hombres de Atinea y que se cierra con ese gesto de uno de estos últimos golpeando al protagonista en la cabeza con la culata de su rifle, de tal manera que el golpe, y la consecuencia pérdida de conocimiento de Saint-Avit, prácticamente coincide con un rápido fundido a negro; no resisto la tentación de comentar la belleza del plano que le sigue a continuación: una imagen asimismo en negro que se va abriendo sutilmente hasta revelarnos que lo que estamos viendo en la oscura túnica de Tanit-Zerga (Tela Tchaï en las tres versiones), y que la mujer está forcejeando con un Saint-Avit que acaba de recobrar el sentido y al cual intenta tranquilizar; advierto, asimismo, los sutiles planos ligeramente ralentizados que aparecen en la posterior secuencia en la que Saint-Avit recorre desesperado las callejuelas del reino de Antinea buscando a Morhange.

El clima de La Atlántida de Pabst es onírico y febril a partes iguales, en un relato lleno de bellísimas ideas de puesta en escena y de extraños giros argumentales que la convierten en una experiencia más mágica, si cabe, que la propuesta por Feyder, en cuanto es más desconcertante, menos carnal y mucho más cerebral; podemos afirmar, con escaso margen de error, que nos hallamos ante una película mental: toda ella parece brotar de la mente enfebrecida de un Saint-Avit carcomido por los remordimientos y asolado por un deseo sexual que no es capaz de refrenar. Hasta los gestos más cotidianos están bañados de una aureola irreal: Saint-Avit se despierta en una estancia, donde es atendido por una criada; se incorpora de su lecho y se acerca a un estanque de brillantes aguas cristalinas en el centro de la habitación; Pabst encadena un plano de esas aguas con el plano desenfocado de la bandeja de instrumentos de aseo de la criada, para a continuación mostrarnos a Saint-Avit lavado, afeitado y con ropa limpia. La ya mencionada aparición de Torstenson, convertido en una especie de “drogadicto de amor” (o de sexo…) que delira ante la hipotética perspectiva de que la reina pueda volver a llamarle a sus aposentos, da pie a otro gran momento: camino de la estancia de Antinea, Saint-Avit es atacado por la espalda por un celoso Torstenson; ambos hombres forcejean en el pasillo mientras que el criado que conducía a Saint-Avit a ver a la reina sigue andando tranquilamente, indiferente a la lucha de ambos hombres; Saint-Avit logra zafarse de Torstenson, el cual ve por unos momentos su propio rostro demacrado cómo se refleja en la copa de champagne que trae consigo el vizconde de Jitomir (un extraordinario Vladimir Sokoloff en las versiones alemana y francesa); a continuación, se apodera de esa misma copa, la rompe, y sin titubear, se corta las venas… La secuencia del primer encuentro del protagonista con Antinea sólo puede calificarse como extraordinaria: Saint-Avit es conducido hasta la estancia de la reina; la entrada en la misma viene precedida por un excelente movimiento de cámara que recorre el lugar y se detiene a espaldas de Antinea, creando así una notable expectativa; la reina invita a Saint-Avit a jugar al ajedrez; mientras tanto, un grupo de bailarinas semidesnudas se preparan para amenizar la velada, pero Pabst planifica la secuencia de tal manera que las bailarinas permanecen en off, dado que la cámara se concentra en la partida de ajedrez, la cual, acompañada por la danza que interpretan los músicos, se convierte así en una suerte de juego erótico entre el hombre y la mujer. Queda claro de este modo lo que para la reina representa el contacto con otros hombres: un mero entretenimiento del cual suele salir vencedora: Antinea va consiguiendo sucesivos “jaques” sobre Saint-Avit hasta que remata la partida de ajedrez con un contundente “mate”.

Pero, al igual que en la película de Feyder, Morhange supondrá para Antinea algo completamente diferente a lo que ella está acostumbrada. En un arrebato, y dispuesto a no ceder a los caprichos de la reina atlante, Morhange se planta en su estancia y le advierte seriamente que, intuyendo que va a morir en sus manos tarde o temprano, exige antes de que llegue su hora ver por última vez a su amigo y camarada Saint-Avit; Pabst planifica esta escena mediante un elaborado plano general en ligero semipicado en el cual vemos, a izquierda y derecha del encuadre, a Antinea y a Tanit-Zerga sentadas en los cojines, mientras que en medio de ellas se proyecta la sombra del perfil de Morhange lanzando su advertencia; esta imagen rebuscada confiere a Morhange una dimensión mítica que no tarda en hacer efecto en la reina: después de que se haya ido, la imagen siguiente es un nuevo plano general de Antinea prácticamente mirando a cámara y exclamando: “¡Un hombre! ¡Por fin!”; tal y como confirma poco después el alcoholizado pero perspicaz vizconde de Jitomir, ahora “Antinea ama…”. Apuntar, respecto a este último personaje, que es el protagonista de un extraño flashback que relata parte de su existencia antes de ir a parar al reino de Antinea, y que arranca a partir del momento en que, a preguntas de Saint-Avit, el personaje responde: “Antinea es… ¡París!”. A partir de aquí, descubrimos que, cuando vivía en la capital francesa, el vizconde era amante de una bella bailarina de can-can llamada Clémentine (Florelle); vemos a la muchacha interpretando el can-can a los sones, claro está, del famoso galop infernal de la ópera de Jacques Offenbach Orfeo en los infiernos (1858); curiosamente, antes de llegar a este flashback, hemos visto, cuando Saint-Avit recorría desesperado las callejuelas, a un grupo de tuaregs sentados alrededor de un fonógrafo y escuchando… el mismo tema musical de Offenbach; finalmente, averiguamos que Clémentine acabó aceptando los favores de un rico caballero tuareg que quedó prendado de ella al verla bailar el can-can, y en perjuicio del vizconde; de este modo, el vizconde también es, a su manera, otra víctima de un desengaño amoroso, lo cual le lleva a ahogar sus penas en alcohol… Incluso la propia Antinea acabará siendo víctima de ese mismo desengaño: tras ser rechazada por Morhange, su impulso será valerse de la atracción que ejerce sobre Saint-Avit para acabar con él; la secuencia del crimen cometido por este último sobre la persona de su amigo también es espléndida: Pabst la planifica utilizando el fuera de campo (vemos a Saint-Avit empuñando el martillo que se usa para golpear el gong y saliendo del encuadre: oímos entonces cómo la música da dos golpes de percusión) y rematándola con un extraordinario travelling de aproximación hacia una hierática Antinea, de pie junto a su propio busto, convertida ella misma en una dura estatua de sentimientos heridos. La posterior huida de Saint-Avit y Tanit-Zerga a través del desierto está planificada por Pabst de una manera no menos seca y abstracta: el travelling lateral de izquierda a derecha que nos descubre las huellas de los fugitivos sobre la arena y, de paso, el cadáver de su camello, lo cual les obliga a seguir huyendo a pie; la resolución elíptica de la muerte de Tanit-Zerga… Todo parece más bien una pesadilla del subconsciente del personaje, un mal sueño que se diría evoca antes un tormento psíquico que físico. La fisicidad sólo se hace patente en la secuencia final: Saint-Avit decide regresar al reino de Antinea, siguiendo los pasos del amigo tuareg al cual salvó la vida tiempo atrás y que a cambio les ayudó a él y a Tanit-Zerga a escapar de la Atlántida; Ferrières decide seguir su rastro junto a un puñado de hombres, pero una violentísima tormenta de arena les obliga a acampar; en medio de la ventisca, Ferrières grita el nombre de ese mismo oficial (“¡Saint-Avit…! ¡Saint-Avit…!”), al cual le había casi implorado que le llevara consigo al reino de Antinea, ese lugar fabuloso donde vivir la experiencia más intensa de la vida se suele pagar con la propia vida: el grito de Ferrières no es tanto por Saint-Avit como por sí mismo: funciona a modo de imploración.