Translate

miércoles, 26 de junio de 2019

Amo a Jesús: “CAMINO”, de JAVIER FESSER



No dejó de ser una sorpresa que un film de las características de Camino (2008) viniera firmado por un realizador que, hasta ese momento, había manifestado un estilo más bien frívolo, si bien ocasionalmente brillante, en sus dos anteriores largometrajes, El milagro de P. Tinto (1998) y La gran aventura de Mortadelo y Filemón (2003). Pero, en su tercer y mejor largometraje hasta la fecha –incluyendo aquí sus posteriores y simplemente simpáticos Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo (2014) y Campeones (2018), este último particularmente sobrevalorado–, Javier Fesser vuelve a hacer gala de su personalidad, y además de una forma corregida, aumentada y mejorada, la misma que le convierte en uno de los más atípicos y originales realizadores del actual cine español: un director más preocupado por narrar en imágenes que la mayoría de cineastas nacionales de su generación. En el momento de su estreno, y supongo que todavía hoy, tras haber ganado seis premios Goya –los correspondientes a mejor película, director, actriz protagonista (Carme Elias), actor de reparto (Jordi Dauder), actriz revelación (Nerea Camacho) y guion original–, hubo cierta polémica alrededor de este film por su condición o no de supuestamente fidedigno retrato del Opus Dei. Pero, más allá de las controversias abiertas al respecto, y que a la hora de la verdad no acabaron levantando demasiada polvareda (quizá, probablemente, gracias a que los principales implicados en la cuestión, los miembros del Opus Dei, prefirieron guardar un cauto silencio), lo cierto es que Camino es, con todas sus irregularidades –que las tiene–, una película harto interesante y, sin duda alguna, una de los más notables de “nuestra” cinematografía de estos últimos años.


Uno de los aspectos que mejor funciona del film es su agudo contraste entre las fantasías infantiles de la pequeña Camino (Nerea Camacho) y la cruda realidad del mundo que la rodea, un entorno educativo fuertemente religioso y conservador personificado en la figura materna, Gloria (Carme Elias), que movida por una fe inquebrantable, exacerbada, en el límite de lo humano, intenta encauzar a su hija más pequeña para que siga los pasos de su hija mayor, Nuria (Manuela Vellés), que en esos momentos está internada en un centro del Opus Dei con vistas a lograr el acceso definitivo a lo que se conoce como “la Obra”. El tono narrativo de la película oscila, en función del punto de vista que adopta a cada momento, entre el carácter onírico de los sueños/ ensueños/ pesadillas de la pequeña Camino (en una serie de espectaculares secuencias que entroncan, indudablemente, con las formas fantasiosas características de los dos primeros largos de Fesser), y la atmósfera más cotidiana, realista, ascética casi, de los fragmentos del film situados, por así decirlo, en el “mundo real” (sobre todo, en las secuencias que nos describen las supuestas interioridades del Opus Dei). Pero, a pesar del peso específico de ese “mundo real”, hay en general un tono más o menos onírico, como de cuento, que flota a lo largo de todo el relato, incluso en sus momentos más ásperos: véase, por ejemplo, las escenas en las cuales la niña es sometida a toda una larga serie de tratamientos médicos y quirúrgicos, cuya teórica crudeza queda en cierta medida paliada, o cuanto menos “poetizada”, en virtud del tratamiento no del todo realista que le confiere Fesser; incluso en los momentos, de nuevo teóricamente, más “realistas”, los relativos al Opus Dei, la sobriedad de la puesta en escena les confiere una pátina ligeramente distanciada: véase, al respecto, el detallismo casi enfermizo con que se describen determinados rituales cotidianos de “la Obra”, como las misas (en las cuales solo están presentes hombres en la capilla: las mujeres, separadas de los varones, escuchan la eucaristía en una habitación contigua y a través de una ventanilla abierta), las comidas (que van precedidas de un escrupuloso “ritual”: las mujeres sirven los alimentos y abandonan el comedor, cerrándose la puerta por la cual han salido con un cerrojo, antes de permitir la entrada de los hombres por otra puerta, asimismo, con cerrojo) y hasta el mero hecho de telefonear a la familia (la escena en la cual vemos a Nuria hablando por teléfono con los suyos está rodada en un plano general construido de tal manera que, en un extremo del mismo, veamos a la encargada de instruir a la chica, sentada muy cerca de ella, espiando con el consentimiento de la chica esa conversación teóricamente privada…).


Un punto de inflexión del relato, que da pie a que sus secuencias finales acaben alcanzando una intensidad realmente convincente, consiste en la resolución de la historia de amor infantil de Camino y Jesús (Lucas Manzano), un niño de su edad del cual se ha enamorado ingenuamente. El hecho de que este chiquillo se llame Jesús (por más que todo el mundo le apoda Cuco) da pie a una tremenda ironía (Camino es, en el fondo, una película muy irónica: hay momentos teóricamente “dulces” llenos de mucha mala leche); ironía que dice mucho a favor de la sensibilidad de Javier Fesser: en su agonía, destrozada por una serie de tumores en su cabeza y columna vertebral que están matándola, la pequeña Camino afirma a quienes la acompañan en su lecho de dolor que quiere “estar con Jesús”; naturalmente, quienes la escuchan –su madre y diversos miembros del Opus Dei, entre ellos Don Luís (Jordi Dauder)– interpretan que la niña se refiere a Jesucristo… y no al pequeño Cuco: el auténtico amor de Camino.



Es tan solo uno de los numerosos apuntes admirables de un film que a pesar, insisto, de no estar exento de defectos –ciertas reiteraciones de guion que acaban alargando su un tanto excesivo metraje–, acaba funcionando a base de convicción en lo que cuenta y gracias a la fuerza de sus mejores secuencias: señalo al respecto ese momento inquietante en el cual Camino, postrada en su cama del hospital, le pide a su padre, José (Mariano Venancio), que filme con su cámara portátil un rincón de la habitación donde, según ella, está sentado Dios (la supuesta filmación de José, por cierto, se recupera en los títulos de crédito finales, y concluye con una aviesa mancha en el celuloide en forma de triángulo: la representación de la Santísima Trinidad); señalo, asimismo, el impactante momento de la muerte de José en accidente de carretera, resuelto por Fesser en un único y espectacular plano general; sobre todo, las escenas finales del film, en las cuales la agonía y muerte de la pequeña Camino se contrapone, en montaje paralelo, a la representación de La Cenicienta por el grupo de niños de su escuela (entre ellos, su amado Jesús/ Cuco), el momento en el que Nuria acude al hospital para asistir al deceso de su hermana pequeña (la muchacha, imbuida por el “lavado de cerebro” que le han practicado en “la Obra”, rechaza coger un taxi, signo de ostentación, y se traslada al centro hospitalario en autobús, aún sabiendo que con ello tardará más y que puede no llegar a tiempo de ver viva a Camino por última vez…) y la fantasía final de la niña (sueña que baila con Jesús en un campo de flores de dibujos animados; de hecho, en el film hay una referencia explícita a la versión disneyana de La Cenicienta; asimismo, esas flores mágicas que brotan en la imaginación de la niña van incluso más allá de los márgenes de su fantasía: su hermana Nuria la olfatea y exclama que Camino huele a flores, “como una santa”: en un momento anterior del film hemos oído decir que Bernadette Subirous también olía así en el instante de su fallecimiento…). Camino acaba siendo, así, un canto a la fantasía y la imaginación como vías de escape a un mundo gris que solo ofrece tristeza y represión incluso con la promesa de alcanzar el paraíso. Los excelentes trabajos interpretativos de Nerea Camacho, Carme Elias, Mariano Venancio y Jordi Dauder contribuyen sobremanera a elevar sus méritos.

Un mito de cristal: “FEDORA”, de BILLY WILDER



Muchos aficionados al cine recordarán a Tom Tryon, actor norteamericano nacido en Hartford (Connecticut) el 14 de enero de 1926 y fallecido en Los Ángeles, el 4 de septiembre de 1991, a la edad de 65 años, víctima de un cáncer de estómago, veinte años después de haberse retirado del cine. Debutó como intérprete en la televisión a mediados de los años cincuenta y lo hizo en el cine poco después. Empezó a ganarse cierta notoriedad gracias a su intervención en títulos tan variopintos como el film de ciencia ficción de serie B I Married a Monster from Outer Space (Gene Fowler Jr., 1958) –editado en DVD por L’Atelier 13 como Me casé con un monstruo del espacio exterior, y a pesar de su risible título, una película mejor de lo que parece–, La historia de Ruth (Henry Koster, 1960) y la famosa superproducción bélica El día más largo (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki, 1962); pero sería a raíz de su elección por el realizador Otto Preminger para que fuera el protagonista de El cardenal (1963), adaptación de una novela de Henry Morton Robinson, cuando su carrera alcanzaría un relativo punto culminante. Y decimos “relativo” porque la pésima relación personal de Tryon con el tiránico Preminger desanimó notablemente a la joven e incipiente estrella, quien tras ese film rodó otra importante película con el mismo director, Primera victoria (1965), si bien en un papel secundario, y fue espaciando sus posteriores trabajos como actor, sobre todo para televisión, hasta su retirada definitiva de la profesión a principios de los setenta.


Como digo, muchos cinéfilos recordarán a Tom Tryon, el actor, pero quizá no sean tantos quienes recuerden a Thomas Tryon, el escritor. Puede decirse que en 1971 “moría”, simbólicamente hablando, el actor Tom Tryon, y “nacía”, asimismo metafóricamente, el escritor Thomas Tryon, quien ese año publicaba su primera novela, El otro, con un fulminante éxito de crítica y público. A la misma le seguiría Harvest Home (1973), que salvo error del que suscribe carece de edición española, y Lady (1974), esta sí editada en España por Argos Vergara en 1977; hasta 1995, cuatro años después de su muerte, Tryon publicaría más libros: otras cinco novelas, de nuevo y salvo error inéditas en nuestro país –Wings of the Morning (1988), The Night of the Moonbow (1989), In the Fire of Spring (1991), The Adventures of Opal and Cupid (1992) y Night Magic (1995)–, y un par de libros de relatos, el también inédito All That Glitters (1986) y el que nos interesa destacar aquí: Crowned Heads (1976), editado en España por Argos Vergara en 1977 con el título de Mitos de cristal y compuesto a su vez por cuatro novellas o cuentos largos, mas un relato corto, la primera de aquéllas Fedora –las otras tres se titulan Lorna, Bobbitt y Willie, y el cuento que remata el volumen, Tiempos difíciles–, base de la película de Billy Wilder que aquí evocamos y que es, hasta la fecha, la última vez que una obra literaria de Tryon ha servido de base para un film. Esto último ocurrió en otras dos ocasiones: como es notorio, Robert Mulligan adaptó El otro en su magnífica película homónima de 1972, y Harvest Home dio pie a una miniserie de televisión que goza de cierta reputación: The Dark Secret of Harvest Home (1978), dirigida por Leo Penn (el padre de Sean y Chris Penn), y protagonizada nada menos que por Bette Davis, Donald Pleasence y una joven Rosanna Arquette. Cuando Billy Wilder se hizo cargo de la adaptación de la novella de Tryon, era perfectamente consciente de que el film, debido a su argumento y a la presencia de William Holden en el principal papel masculino, iba a evocar inmediatamente El crepúsculo de los dioses (1950), mas era algo que le traía sin cuidado. A los numerosos problemas de producción que sufrió la película –la mala relación de Wilder con la actriz protagonista, Marthe Keller, el desfase de presupuesto, las dificultades para lograr un montaje definitivo, lo cual supuso la eliminación de hasta doce minutos– hubo que añadir, posteriormente, la pésima recepción crítica, sobre todo en los Estados Unidos, donde fue masacrada con saña. Todo ello ha contribuido a convertir Fedora (1978) en una de las obras malditas de su director. Y si bien es verdad que, en sus líneas generales, se trata de un film fallido, no es menos cierto que tampoco había para tanto, habida cuenta de que el conjunto no está desprovisto de interés.  


En este sentido, no cuesta ver en Fedora una película que se puede encuadrar en cierta tendencia, que se hizo patente en otros veteranos realizadores de una generación cercana a la de Wilder y que también habían brillado en la época de lo que se conoce como Hollywood Clásico, los cuales en el ocaso de sus carreras llevaron a cabo sendos “cantos del cine” desde variadas perspectivas. Dos años antes que Wilder, Vincente Minnelli y Elia Kazan finiquitaban sus carreras con Nina (1976) y El último magnate (1976), respectivamente; y, otros dos después, Nicholas Ray accedía a filmar su propia agonía, en connivencia con Wim Wenders, en Relámpago sobre el agua (1980). Eran, asimismo, los años en que otros realizadores más jóvenes fracasaban estrepitosamente en la taquilla con otras evocaciones de ese mismo Hollywood Clásico, como James Ivory, con Fiesta salvaje (1975); Peter Bogdanovich, por partida doble, con At Long Last Love (1975) y Nickelodeon. Así empezó Hollywood (1976); o los británicos John Schlesinger, con Como plaga de langosta (1975), y Ken Russell, con Valentino (1977).


Desde este punto de vista, la principal diferencia de Fedora con respecto a los mencionados títulos de Kazan, Ivory, Bogdanovich, Schlesinger y Russell es que se trata de una evocación del Viejo Hollywood hecha con una deliberada renuncia al glamour. Puede que las limitaciones presupuestarias de la película terminaran acentuando este aspecto de una manera no del todo voluntaria por parte de Wilder, pero a pesar de ello llama la atención el estilo seco y casi desnudo con el cual el veterano realizador austríaco hizo frente a un material sobre la decadencia de ese Viejo Hollywood desde una perspectiva, asimismo, “vieja”: hay momentos en que la visión que el film ofrece de la decadencia del Hollywood Clásico y, al mismo tiempo, del propio Wilder acaban siendo indisociables. Hay que señalar, además, que al contrario que la mayoría de películas citadas anteriormente, Fedora no es una película retro; ni siquiera lo es en aquellos momentos en los cuales la acción retrocede en el tiempo para recrear ese Viejo Hollywood Clásico que en ningún momento parece ni viejo ni clásico, sino exactamente lo que Wilder, creo, pretendía que fuera: más que una recreación, una mera representación de un tiempo ya pasado, de algo que no existía ya cuando el realizador hizo este film.  


No es de extrañar, en este sentido, que Wilder y su guionista habitual, I.A.L. Diamond, alteraran en parte el argumento de la excelente novella de Tryon, convirtiendo a su protagonista masculino, Barry Detweiller (Holden), en un viejo productor de Hollywood que anda detrás de la antigua estrella de la pantalla Fedora (Marthe Keller) a fin de ofrecerle un guion que podría ser el fulgurante retorno al cine de esta última y, de paso, una última oportunidad de oro para Detweiller de remontar su maltrecha carrera en la así llamada Meca del Cine; un poco, salvando las distancias, lo que le estaba pasando al propio Wilder, que antes de Fedora había firmado una película estupenda que, a pesar de ello, había fracasado en taquilla: Primera plana (1974), esta sí decididamente cercana al cine retro, o por lo menos mucho más retro que Fedora. Tampoco resulta descabellado ver en las alteraciones que Wilder y Diamond efectuaron sobre la trama de Tryon cierto propósito de convertir Fedora no en el nostálgico monumento al cine del pasado que se pretendió ver en el momento de su estreno (y que, probablemente por eso mismo, frustró tantas expectativas en este sentido), sino más bien una especie de “deconstrucción” casi brechtiana de los mecanismos narrativos del Viejo Hollywood. Salvando las distancias, Fedora jugaría en la carrera de Wilder el papel que jugó la todavía tan lamentablemente incomprendida Family Plot (La trama) (1976) en la de Alfred Hitchcock, no por casualidad también rodada por esos años, es decir, sendos striptease estilísticos de sus autores, una exhibición impúdica y al desnudo de los mecanismos de su propio cine, pero con una gran diferencia: lo que en Hitchcock fue un denso autoanálisis en profundidad, en el Wilder de Fedora era un honesto pero un tanto desolador reconocimiento público de que su cine, fuera del contexto en el cual nació, creció y maduró, ya no daba más de sí.


Esto es lo que convierte a Fedora en una película agónica y un tanto fantasmagórica, y ese sigue siendo, a pesar de sus imperfecciones, su punto fuerte: su abrazo, consciente y casi desesperado, de ciertas convenciones hollywoodienses “clásicas” con la plena conciencia de que no son sino convenciones. Como decía, Wilder y Diamond alteraron sobre todo la estructura del relato original de Tryon, en el cual el protagonista masculino, el citado Barry Detweiler, no es como en el film un productor de cine, sino un periodista y escritor empeñado en escribir un libro sobre la retirada estrella de cine Fedora; el Detweiler de Tryon también es, como el Detweiler de Wilder, un admirador de Fedora, pero mientras que, en la novella, el primero guarda de la segunda un platónico recuerdo de juventud con motivo de un encuentro casual en un museo de París, en la película, el joven Detweiler (Stephen Collins) fue un amante de una noche de la estrella, durante el rodaje de una de las películas de esta última en la cual él trabajaba como ayudante de dirección. Y, así como Tryon construye su relato en torno a la narración en primera persona que Detweiler le hace a una amiga y colega periodista de “la verdad sobre Fedora” poco después del anuncio de la muerte de esta última, y le explica cómo llegó a deducir por sí mismo cuál era el secreto de la misteriosa eterna juventud de la estrella, en cambio Wilder y Diamond desvelan ese secreto a Detweiler, y de paso al espectador, por medio de subrepticios flashbacks que arrancan con motivo de la asistencia de Detweiler al funeral de Fedora.



Dicho de otro modo: lo que en Tryon es una mirada “objetiva” y “periodística”, se convierte para Wilder en un pretexto para una exhibición de narrativa “clásica”, tal y como se entendía en el Viejo Hollywood. Ello explica que esos flashbacks que nos descubren que, en efecto, la auténtica Fedora no es sino la anciana condesa Sobryanski (Hildegard Knef), y que la “Fedora” misteriosamente joven que se acaba de suicidar no era sino su hija Antonia, idéntica a ella, son una especie de simbólico equivalente de lo que, bajo cierto punto de vista, era el cine del Hollywood Clásico: un maravilloso artificio bajo el cual se hallaba una gran mentira. Ni que decir tiene que la muerte de Fedora, el mito, equivale a la muerte de un Hollywood también mítico (o, si se prefiere, mitificado), del mismo modo que Fedora, el film, termina adoptando la forma de un cántico fúnebre sobre una determinada manera de entender el cine y entonado, además, por quien fuera uno de sus máximos valedores. Es ese punto artificioso que flota en muchos momentos de esta extraña película, reforzado por una partitura musical tan “clásica” como excesiva, tan suntuosa como demodé de Miklós Rózsa, o por las no menos fantasmagóricas apariciones especiales de Henry Fonda y Michael York interpretándose a sí mismos (“personajes” añadidos por Wilder y Diamond con respecto al relato de Tryon), lo que otorga –vuelvo a insistir: por encima de sus imperfecciones y titubeos, que los tiene– un valor especial a esta melancólica Fedora, auténtico “final” de la carrera de Billy Wilder a pesar de que, tres años después, filmara otro fantasmagórico intento de reverdecer laureles en formato de comedia-de-viejos-camaradas, titulado Aquí un amigo (1981).


lunes, 24 de junio de 2019

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” JULIO-AGOSTO 2019, a la venta




Pues no, en este número veraniego correspondiente a los meses de julio y agosto Imágenes de Actualidad, n.º 403, no dedica en esta ocasión su (doble) portada a ninguna película de superhéroes (aunque sí que hay un poco de cine de superhéroes en su interior…), sino a Fast & Furious: Hobbs & Shaw (Fast & Furious Presents: Hobbs & Shaw, 2019, David Leitch), cuyo reportaje se complementa con el artículo Parejas de acción, parejas de hecho.


La portada también anuncia los reportajes dedicados a El rey león (The Lion King, 2019, Jon Favreau); Érase una vez en… Hollywood (Once Upon A Time in Hollywood, 2019, Quentin Tarantino), que se complementa con el artículo Érase una vez en la mente de Tarantino; Spider-Man: Lejos de casa (Spider-Man: Far from Home, 2019, Jon Watts), que se complementa con una entrevista con su protagonista, Tom Holland; Annabelle vuelve a casa (Annabelle Comes Home, 2019, Gary Dauberman); Infierno bajo el agua (Crawl, 2019, Alexandre Aja); Yesterday (ídem, 2019, Danny Boyle); una entrevista con André Ovredal y Guillermo del Toro, realizador y productor de Historias de miedo para contar en la oscuridad (Scary Stories to Tell in the Dark, 2019); y, para la sección Televisión, el reportaje dedicado a la tercera temporada de Strangers Things (ídem, 2016- ), que se acompaña con el artículo Tu tele de verano.


El número se completa con los reportajes Especial animación, que incluye los reportajes dedicados a Mascotas 2 (The Secret Life of Pets 2, 2019, Chris Renaud y Jonathan del Val), Angry Birds 2: La película (The Angry Birds Movie 2, 2019, Thurop Van Orman), Playmobil: La película (Playmobil: The Movie, 2019, Lino DiSalvo) y Elcano y Magallanes, la primera vuelta al mundo (Ángel Alonso, 2019); Súper empollonas (Booksmart, 2019, Olivia Wilde); Quien a hierro mata (Paco Plaza, 2019); Utoya. 22 de julio (Utoya 22. Juli, 2018, Erik Poppe); Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die, 2019, Jim Jarmusch); Midsommar (ídem, 2019, Ari Aster); Bosque maldito (The Hole in the Ground, 2019, Lee Cronin); El emperador de París (L’Empereur de Paris, 2018, Jean-François Richet); Wild Rose (ídem, 2018, Tom Harper); y Diego Maradona (ídem, 2019, Asif Kapadia). El reportaje especial dedicado al parque de atracciones “Star Wars: Galaxy’s Edge” en Los Ángeles. Y con las secciones Stars; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox y Tonio L. Alarcón; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Con motivo del 75 aniversario del desembarco de Normandía, he dedicado el Cult Movie a la famosa película de Steven Spielberg Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998): “Resulta indiscutible que, guste o no, “Salvar al soldado Ryan” supuso un antes y un después en el cine bélico, hasta el punto que son ya incontables las películas, incluso de realizadores de prestigio, que han mostrado influencias de lo logrado por Spielberg: desde “Windtalkers” (John Woo, 2002) a “Hasta el último hombre” (Mel Gibson, 2016), pasando por “Ciudad de vida y muerte” (2009, Lu Chuan). Su representación del desembarco de Normandía –que, si bien notabilísima, no es superior al clímax del relato, la extraordinaria batalla final en la (ficticia) localidad francesa de Ramelle– deja en paños menores a la de films como “El día más largo” (VV.AA., 1962) o el sobrevalorado “Uno Rojo: División de choque” (Samuel Fuller, 1980)”.


Cierro mi contribución a este número con la crítica de Men in Black: International (ídem, 2019, F. Gary Gray).


Web “Dirigido por...”: www.dirigidopor.es
Web “Imágenes de Actualidad”: www.imagenesdeactualidad.com
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com


miércoles, 12 de junio de 2019

Qué difícil es ser santa: “SANTA JUANA”, de OTTO PREMINGER




[NOTA BENE: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UN COMPLEMENTO DEL “DOSSIER” SOBRE OTTO PREMINGER PUBLICADO EN LOS NÚMS. 408 (1) y 409 (2) DE “DIRIGIDO POR…”.] Digámoslo de entrada: Saint Joan (1957), film de Otto Preminger inédito en España, aunque ha sido emitido en alguna ocasión por televisión, y editado en DVD como Santa Juana, me parece una de las mejores visiones que haya dado el cine en torno a Juana de Orleáns, a la altura de obras maestras del calibre de La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor Dreyer, y Le procés de Jeanne d’Arc (1961), de Robert Bresson. Ese es un mérito que hay que atribuir en gran medida a la labor tras la cámara del realizador austriaco afincado en los Estados Unidos Otto Preminger, gran cineasta tan lamentablemente olvidado hoy en día, a pesar de contar con una filmografía llena de títulos de extraordinario interés: por citar algunos a vista de pájaro, Laura, Ambiciosa, Cara de ángel, Río sin retorno, Carmen Jones, Anatomía de un asesinato, Tempestad sobre Washington, El cardenal, Primera victoria, El rapto de Bunny Lake (3) o La noche deseada. En opinión del que suscribe, Santa Juana se encuentra entre lo más brillante legado por este director elegante y meticuloso, potente y despiadado, cuya predilección por los temas “fuertes” y las adaptaciones de obras literarias se amoldaba perfectamente con una notabilísima tendencia a la experimentación (véase, sin ir más lejos, Carmen Jones: un film musical que adapta Carmen, de Bizet, a la lengua inglesa, en un relato interpretado por un reparto íntegramente de raza negra y ambientado en la actualidad: ¡para que luego digan que en la época del Hollywood “clásico” no se hacían experimentos!).


Santa Juana se saldó con un notable fracaso comercial, a pesar de que su estreno en los Estados Unidos vino precedido de una campaña publicitaria apoyada en gran medida en su condición de vehículo de lanzamiento al estrellato de su protagonista femenina, la malograda actriz Jean Seberg, en su debut en el cine. A pesar de ello, era difícil que Santa Juana triunfara en taquilla, dado que nos hallamos ante una producción áspera, controvertida y con marchamo intelectual, que venía a ser una respuesta, entre comillas, “seria” al kolossal hollywoodiense característico de los años cincuenta, tipo Quo Vadis?, de Mervyn LeRoy, La túnica sagrada, de Henry Koster, Los diez mandamientos, de Cecil B. De Mille, o Ben-Hur, de William Wyler. El material de partida ya era, de entrada, exigente: una adaptación de la pieza teatral homónima de George Bernard Shaw, que el célebre dramaturgo británico había escrito precisamente con la intención de poner en cuestión la presunta santidad de Juana de Orleáns y que, desde el momento de su estreno, había sido vista en algunos sectores como una burla abierta hacia el pueblo francés (sic). Quizá para atemperar hasta cierto punto el cinismo del original escénico, Preminger encomendó la redacción del guion al no menos famoso novelista inglés Graham Greene, con la esperanza de que este último, católico practicante, suavizara el sarcasmo característico de Bernard Shaw.


A pesar de eso, o quizá precisamente gracias a eso, Santa Juana acaba siendo una obra ambivalente y llena de insólitos matices, en la que el descarnado sentido del humor de Bernard Shaw se compagina perfectamente con el humanismo de Greene. Contando, además, con el concurso de un magnífico elenco de intérpretes –con la relativa salvedad de Jean Seberg, a cuya Juana le falta un mayor toque de locura y distancia–, Preminger logró una excelente película, en la que llama la atención, en primer lugar, el respeto a la estructura dramática del original teatral: el film transcurre en su práctica totalidad en interiores, e incluso cuando muestra algunas escenas en exteriores estas tienen un elevado componente teatral, realzado por el (evidente) recurso a decorados erigidos en estudio y por el tono frío, un tanto neutro, de la fotografía en blanco y negro de Georges Perinal. De ahí que algunos de los momentos, digamos, “culminantes” de la función sean simplificados por Preminger en aras del intimismo: así, por ejemplo, la resolución elíptica de la secuencia de la conquista de Orleáns por el ejército que comanda Juana con la ayuda de Dunois (Richard Todd), o el de la captura de Juana por los ingleses tras la coronación como rey del Delfín de Francia (Richard Widmark); Preminger “escamotea” al espectador la espectacularidad de las secuencias de batalla para ofrecer, a cambio, un relato que se mueve en el terreno de lo reflexivo.


Llaman la atención otros recursos de puesta en escena que se mueven, asimismo, dentro esa ambivalencia apuntada líneas arriba. A su llegada al castillo del Delfín, un soldado intenta abusar de Juana por su condición de mujer, pero cuando va a hacerlo, tras haber oído una advertencia de labios de la joven, cae al suelo, muerto: Preminger filma la escena en ligero semipicado, como si la escena estuviera vista, por así decirlo, desde el punto de vista de Dios; resultado de todo ello es que, de repente, los soldados y oficiales escépticos empiezan a creer que, en efecto, Juana es una enviada de Dios. Pero, a continuación, esa misma idea no tardará en tener su irónica réplica: cuando Juana se enfrenta con el arzobispo de Rheims (Finlay Currie), su cara a cara es filmado por Preminger también en semipicado, con la enorme figura del clérigo ocupando buena parte del encuadre mientras que, casi en segundo término, una Juana más diminuta que nunca planta cara a quien se proclama el representante legítimo que Dios en la tierra, ¡y que es el primero en desconfiar abiertamente de su santidad! Es un buen resumen visual del amargo discurso que va desarrollando la película a lo largo de su metraje, de tal manera que la bondad y pureza de espíritu de Juana acaban no teniendo cabida en un mundo gobernado por personajes tan temibles como el arzobispo, el embajador inglés Warwick (John Gielgud), el inquisidor Cauchon (Anton Walbrook) –cuyo nombre, por cierto, suena muy parecido a “cochon”, cerdo en francés–, o el fanático clérigo Stogumber (Harry Andrews), todos ellos empeñados en acabar con Juana, en reprimir su “molesta” santidad, que no hace otra cosa que interferir sus planes mundanos y el orden establecido; las palabras de Juana con las que se cierra el film, afirmando que el mundo no está preparado para santos, resultan demoledoras. Santa Juana es una bella digresión sobre la imposibilidad de la santidad en un mundo corrupto que mira con escepticismo la bondad y la nobleza, confundiéndolas con estupidez y mediocridad.  



lunes, 10 de junio de 2019

El eco triple: “LA MÁSCARA Y LA PIEL”, de MICHAEL APTED



Si se me permite el artificio del argumento que voy a exponer a continuación, desde cierto punto de vista las adaptaciones al cine de las novelas y cuentos del novelista, dramaturgo, ensayista y guionista cinematográfico de nacionalidad británica Herbert Ernest Bates (1905-1974), en arte H.E. Bates –y no incluyo aquí las numerosas adaptaciones para la televisión–, resumirían, si no todas, al menos sí unas cuantas tendencias de la cinematografía británica. Bajo esta perspectiva, la primera versión para el cine de una de sus novelas, The Purple Plain (1947), convertida para la ocasión por Robert Parrish en Llanura roja (1954) y protagonizada por el actor norteamericano Gregory Peck, vendría a ser un buen ejemplo de la colonización que el cine estadounidense llevó a cabo durante la década de los cincuenta del pasado siglo en el seno de la industria cinematográfica de la Gran Bretaña. El zorro y la raposa (1971), una rareza escrita y dirigida por Frank Nesbitt, sería un cruce entre la tradición y la modernidad, simbolizada la primera en la presencia en el reparto de una veterana figura como John Mills, y personificada la segunda en la de una joven (y fugaz) estrella de una generación posterior, Carol White. Finalmente, tanto Un mes en el lago (1995), de John Irvin, como la desconocida en España Feast of July (1995), de Christopher Menaul –a partir de la novela The Feast of July (1954)–, se erigirían en exponentes de cierto estilo de producción que durante los años ochenta y noventa exhibieron una tendencia, que todavía perdura en la actualidad, de “actualización” de un estilo tradicional de cine británico, por ambientación de época y por puesta en escena, que busca poner al día los parámetros temáticos y estilísticos del cine británico “clásico”, o considerado como tal.


Algo muy parecido ocurre con la película que aquí nos ocupa, La máscara y la piel, adaptación de una obra de de Bates en formato novella –novela corta, o cuento largo, de menos de cien páginas– titulada The Triple Echo (1970), “El eco triple”, que es asimismo el título original de esta producción dirigida por Michael Apted en 1972, también conocida con el (burdo) título de Soldier in Skirts, “Soldado con faldas” (sic) con motivo de su estreno en los Estados Unidos. Se trata de una producción de Senta Productions, la única realizada por esta productora, y con distribución de Hemdale, compañía que entre 1970 y 1989 distribuyó una serie de títulos a caballo de la cinematografía británica, la norteamericana y ocasionalmente la canadiense –Images (1972), de Robert Altman; Inglaterra me hizo (1973), de Peter Duffell, según la novela de Graham Greene; Oro (1974), de Peter Hunt; Tommy (1975), de Ken Russell; Gritar al diablo (1976), también de Peter Hunt; The Disappearance (1977), de Stuart Cooper; El pasaje (1979), de J. Lee Thompson; Sol ardiente (1979), de Richard C. Sarafian; Scandalous (1984), de Rob Cohen–, cuyo denominador común vendría a ser su deseo de aprovecharse de la infraestructura empresarial del cine estadounidense y su presencia en el mercado internacional para plantar en este último producciones muy británicas que fueran al mismo tiempo “para todo el público del mundo”.


A mayor ahondamiento, La máscara y la piel contaba con la presencia en el reparto de Glenda Jackson y Oliver Reed, dos de los intérpretes británicos con mayor proyección internacional en el momento de su realización: Jackson se había hecho famosa (y ganado su primer Oscar como Mejor Actriz) protagonizando a las órdenes de Ken Russell Mujeres enamoradas (1969) –esta, junto a Oliver Reed– y La pasión de vivir (1970), y acababa de intervenir en Domingo, maldito domingo (1971), de John Schlesinger, mientras que Reed tenía en su haber otro famoso film con Russell, Los demonios (1971), con quien volvería a trabajar en la ya mencionada Tommy. Pero si por algo destaca la película que nos ocupa es el hecho de suponer el debut en el cine del ya mencionado cineasta británico Michael Apted, tras una larga trayectoria previa en la televisión desarrollada entre 1963 y 1970, algo sintomático de otro fenómeno característico del cine británico de entre mediados de los sesenta y principios de los setenta: el “salto” a la gran pantalla de numerosos profesionales forjados en la televisión británica.


Por más que Apted no es de los que “cotizan alto” en el baremo de la crítica española, por culpa (todo hay que decirlo) de la mediocridad de algunas de sus propuestas dirigidas con capital parcial o totalmente norteamericano –cosas tan terribles, hay que reconocerlo, como Estado crítico (1987), Sola en la penumbra (1994), Nell (1994) y Nunca más (2002)–, es injusto despacharlo sin más por estos títulos teniendo en cuenta que en su haber hay un buen puñado de obras correctas y/ o apreciables a caballo del cine de Gran Bretaña y los Estados Unidos: la muy curiosa Agatha (1979); la digna Gorilas en la niebla (1988); la irregular pero atractiva Corazón trueno (1992); uno de los mejores “Bond film” de Pierce Brosnan, El mundo nunca es suficiente (1999); la mejor entrega de la saga Las crónicas de Narnia: La travesía del Viajero del Alba (2010); y, sobre todo, el estupendo y, por desgracia, rápidamente olvidado thriller ambientado en la Segunda Guerra Mundial Enigma (2001). ¡Hay cineastas que, con peores alforjas que las suyas, gozan de una mayor reputación! A falta de conocer el cien por cien de su filmografía –setenta y cinco títulos para televisión y cine entre 1963 y 2014 no son moco de pavo–, La máscara y la piel se revela a simple vista una de las películas más curiosas, interesantes y conseguidas de su director. Con un planteamiento dramático que hoy en día muchos calificarían como “minimalista”, dadas sus características formales –escasez de personajes principales y de escenarios en los cuales se ubica la acción–, el film narra la relación que se establece, en primer lugar, entre Alice (Glenda Jackson), una granjera, y Barton (Brian Deacon), un soldado británico algo más joven que ella y que está disfrutando de un permiso. Nos hallamos en plena Segunda Guerra Mundial: nada más empezar el film, un plano nos muestra un par de avionetas efectuando un vuelo casi rasante sobre la granja de la protagonista femenina; más tarde, descubriremos que en un bosquecillo cercano reposan los restos de un caza alemán que, como le explica Alice a Barton, fue derribado “durante la batalla de Inglaterra del año pasado” (la célebre campaña aérea de la Alemania nazi contra el Reino Unido que tuvo lugar entre julio y octubre de 1940 y se saldó con la heroica victoria de la RAF sobre la Luftwaffe).


El contexto histórico del relato es importante, y con él su substrato social, moral y ético, sobre todo cuando la trama desarrolla su nudo: Alice, cuyo marido está, según tiene noticia, prisionero en un campo de concentración japonés, y puede que ni siquiera esté vivo (la última postal que recibió firmada por él está fechada seis meses atrás), se enamora de Barton y ambos devienen amantes. Incapaz de abandonar a Alice y de volver al frente, Barton deserta del ejército no regresando a su destacamento una vez finalizado el permiso del que estaba disfrutando. Consciente de que, en tiempo de guerra, la deserción de Barton será severamente castigada, Alice urde un plan desesperado para esconderle en su propia casa: recluirle en la misma, y además…, hacerle vestirse con ropa de mujer, fingiendo que se trata de una supuesta hermana suya, “Kathy”, que ha ido a visitarla. Todo parece ir bien hasta la llegada de un sargento del ejército inglés (Oliver Reed), pendenciero y mujeriego, ¡que queda prendado de “Kathy”! Contra todo pronóstico, Barton/ “Kathy” acepta temerariamente una proposición del sargento de ir con él al baile de Navidad que se celebra en el cuartel; pero hay que entender que, antes de llegar a esta situación, el travestismo forzado de Barton ha generado en él el inesperado descubrimiento de su “lado femenino”, o si se prefiere, de una homosexualidad no reconocida. Finalmente, se produce el (previsible) desastre: el sargento intenta propasarse con “Kathy”, hasta que descubre su verdadera sexualidad. Enfurecido y humillado, logra reconocer la foto de Barton entre los expedientes de los soldados desertores, y con la legitimidad que le proporciona el haber identificado a un “traidor a la patria” toma unos cuantos hombres y se dirige hacia la granja de Alice para detener a Barton y, de paso, ajustarle las cuentas, desencadenando una resolución de notable dramatismo.


La máscara y la piel es un relato marcado por el signo de la fatalidad, algo que Apted se encarga de recalcar en numerosos instantes por medio de secos apuntes que señalan hacia la idea de la muerte. Ya hemos indicado un par de ellos, relacionados con la guerra: ese plano general de los cazas de la RAF sobrevolando la granja de Alice, y la presencia de los restos de un caza alemán caído en combate entre la arboleda, que en un momento dado causa la inquietud de Barton, recordándole de qué ha huido y qué es lo que le espera en el supuesto de que deje a Alice y regrese a su destacamento, alimentando por tanto su decisión final de desertar. No son los únicos apuntes: Alice pasea por los alrededores de su granja con una escopeta de doble cañón, y con la misma está a punto de disparar a Barton la primera vez que le ve; del marido de Alice, lo hemos dicho también, se nos dice que está prisionero de los japoneses, y sobre el ánimo de su esposa, y ante la ausencia de noticias recientes, pende la posibilidad de que haya muerto; Alice tiene un viejo perro, en realidad propiedad de su esposo, que al principio le gruñe a Barton cada vez que le ve; posteriormente, el animal deja de amenazar a Barton a partir del momento en que el joven empieza a utilizar ropa del marido de Alice que esta le presta; más adelante, el perro contrae una grave enfermedad y la única alternativa para que deje de sufrir es sacrificarlo: Alice y Barton salen al exterior con el animal y la primera se propone matarlo con la escopeta, pero en el último momento no se siente capaz de hacerlo y deja que Barton lo haga en su lugar. Desde otro punto de vista, en la procacidad sexual del sargento y su colega de juergas Stan (Gavin Richards) no se esconde sino la desesperación propia de los soldados en guerra que saben que hoy están vivos y mañana quizá no: su alegría, sus borracheras, sus ansias de copular a cualquier precio, no son sino formas de ahuyentar su miedo a la muerte.


El proceso de transformación de Barton en “mujer” tiene connotaciones de muy diversa índole. Antes de que Alice tome la decisión de disfrazar a su amante y que este acepte la descabellada propuesta no sin dudas, hemos visto a la propia Alice, que al principio del relato lleva ropa más o menos “de hombre” para llevar a cabo cómodamente las faenas del campo, convirtiéndose también en “mujer”, es decir, vistiéndose con ropa femenina, o considerada como tal, para recibir a Barton en una de sus frecuentes visitas a la granja. Dicho de otro modo, La máscara y la piel puede verse como la descripción del proceso de recuperación de su feminidad por parte de una mujer que hace demasiado tiempo que está sola y, se supone, sin pareja que la satisfaga sexualmente. De la misma manera que también es el dibujo de otro descubrimiento de índole sexual, el asimismo mencionado de la “feminidad” u homosexualidad soterrada de Barton tan pronto como se pone ropa “de mujer” y no solo empieza a sentirse cómoda con ella, sino que incluso llega a adoptar ciertas (inconscientes) actitudes femeninas en su relación con Alice. En un momento dado, sus discusiones dejan de ser de hombre-mujer y su relación deviene una especie de simulacro de relación “hermana mayor” (Alice) - “hermana menor” (Barton): este último está harto de su vida de reclusión en la granja y, movido por un ambiguo impulso, acepta la invitación del sargento de ir al baile navideño, en lo que puede verse un gesto de liberación y al mismo tiempo de condenación: esa decisión airada será la que precipitará la tragedia.



Ya hemos señalado que, cuando debutó en el cine con este film, Apted acreditaba una amplia experiencia previa en la televisión, y más concretamente en el terreno del documental. Esa herencia se hace notar en las imágenes de La máscara y la piel, una película seca y realista en la que hasta los movimientos de cámara tienen un talante más descriptivo que estético: es el caso del travelling que acompaña a Alice saliendo de su casa para servirle la comida a Barton (que, en cierto sentido, viene a expresar la “liberación” de la mujer del peso de su hogar gracias al renovado sentimiento amoroso que experimenta al lado del joven soldado); o el que acompaña a Barton en su desesperada carrera para huir del campamento, tras haber golpeado al sargento para librarse de su  acoso: el travelling parece aquí una expresión del deseo soterrado del personaje de escapar no ya de la violencia del sargento, como de una faceta de sí mismo que acaba de descubrir de la forma más turbulenta posible. Pese a esa sequedad, hay momentos en que la fotografía del veterano John Coquillon confiere a la película una calidez y sensualidad que contrasta sobremanera con toda esa aspereza. Es el caso de la erótica escena de la comida de Alice y Barton al aire libre interrumpida por la lluvia, cuya atmósfera propicia el primer abrazo de amor de la pareja. O, sobre todo, el vistoso efecto fotográfico del momento culminante del film, con el cual concluye: ese reflejo solar en el cristal de la ventana desde la cual Alice ha disparado contra Barton; parece ser que el relato original de H.E. Bates termina con Alice matando no a Barton, sino al sargento, y que la detonación del disparo de su escopeta es lo que provoca ese “eco triple”; pero, al menos en la versión cinematográfica, el acto de Alice se equipara así al sacrificio del perro y tiene con respecto a Barton idéntica intención: la de ahorrarle sufrimientos, en un último y fatídico gesto de amor.