[NOTA BENE: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UN COMPLEMENTO DEL “DOSSIER” SOBRE
OTTO PREMINGER PUBLICADO EN LOS NÚMS. 408 (1)
y 409 (2) DE “DIRIGIDO POR…”.]
El rapto de Bunny Lake (1965) se abre con unos excelentes títulos de crédito de
Saul Bass, en los que una mano va desgarrando un velo negro tras el cual se
ocultan los genéricos. También durante el desarrollo de este film de Otto Preminger
asistiremos al levantamiento del velo que cubre el misterio de la desaparición
de Bunny Lake, una niña que, efectivamente, tan solo parece existir en la
imaginación de su madre, Ann Lake (Carol Lynley), y en la de su tío Steven
(Keir Dullea), hermano de Ann, una pareja norteamericana instalada en Londres
desde hace menos de una semana. Aquí se encuentra, en mi opinión, el mayor
interés de esta magnífica película de Otto Preminger, sin duda uno de sus
mejores trabajos dentro de una década, la de los sesenta, en la que desarrolló
films tan brillantes –cito mis preferencias– como Tempestad sobre Washington (1962), El cardenal (1963), Primera
victoria (1965) y La noche deseada
(1967). Lo mejor, como digo, de El rapto
de Bunny Lake reside no en el esclarecimiento, a nivel argumental, de si
existe o no Bunny; de si, caso de ser real, averiguar si la niña ha sido
secuestrada o simplemente se ha extraviado; sino en la magnífica forma con que
Preminger juega con lo que parece ser
y lo que es, consiguiendo así un
clima enrarecido y de desasosiego en el que el espectador llega a no estar
seguro de nada de lo que está viendo, a pesar de que todo lo que Preminger le
enseña está mostrado, aparentemente, de manera transparente y lineal. Por eso El rapto de Bunny Lake es, ante todo, un
film sobre las apariencias en el que lo más fascinante reside, insisto, no en
saber qué o quién se oculta realmente tras dicha apariencia, sino en la
representación de un mundo poblado de seres que ocultan, incluso celosamente,
sus verdaderos sentimientos, la ignota realidad de su personalidad interior. No
costaría nada afirmar que El rapto de
Bunny Lake es la película más hitchcockiana de Preminger.
La primera mitad de El rapto de Bunny Lake resulta chocante
y reveladora, porque permite comprobar que la tan cacareada “objetividad” del
cine de Preminger (defendida, entre muchos otros, por el malogrado José Luis
Guarner) resulta, como mínimo, cuestionable, pues bastan esos cuarenta y tantos
primeros minutos de proyección para darse cuenta de ello. Resulta un tanto
exagerado afirmar que El rapto de Bunny
Lake es la obra de un cineasta “objetivo”, puesto que desde esas primeras
imágenes Preminger conduce al film hacia el terreno de la incertidumbre y la
inquietud, y lo hace, además, con una puesta en escena muy subjetiva, por más
que la misma empiece mostrándonos estampas habituales de la vida cotidiana de
los personajes protagonistas: Ann saliendo a toda prisa del parvulario donde
(dice ella) ha dejado a Bunny, porque tiene que atender a los empleados de
mudanzas que ya están en su nuevo piso; Steven recorriendo Londres también a
toda velocidad en su descapotable para realizar sus menesteres habituales; los
dos hermanos conversando por teléfono… Todo parece muy normal, pero más adelante comprobaremos que lo anormal hace rato que se ha aposentado sobre el relato, y ello en
virtud de dos importantes detalles: 1) Preminger no muestra a Bunny entrando en
el parvulario de la mano de su madre, pues tan solo hemos visto a Ann hablando
con la cocinera del establecimiento (Lucie Mannheim) y explicándole que,
siguiendo las instrucciones que le ha dado por teléfono una de las responsables
del parvulario, ha dejado a la niña en lo que llaman “la habitación del primer día” (sic); y 2) asimismo, y poco después,
hemos visto a Ann dejando unos enseres frente al espejo del cuarto de baño,
entre ellos un cepillo y un peine infantiles. Todo ello apoyará dramáticamente
las posteriores sospechas del inspector de policía Newhouse (Laurence Olivier)
sobre la hipotética existencia de la niña, cuya presencia física Preminger ha
escamoteado al espectador desde el principio: nadie ha visto a Bunny, su nombre
no consta en los registros de la escuela, la madre y su tío no llevan encima
ninguna fotografía de ella, y la única existente –la de su pasaporte– ha
desaparecido misteriosamente del apartamento, junto con el resto de enseres de
la pequeña. Es asimismo extraño –y, en parte, un anticipo de lo que revelará en
los minutos finales de la película– que, entre los enseres depositados por Ann
en ese mismo cuarto de baño figuren los de Steven –una maquinilla de afeitar–,
lo cual indica un uso común de esa misma vivienda y de ese mismo aseo. La
cuestión radica en que, tal y como nos ha presentado Preminger a estos
personajes en esos primeros minutos, Ann y Steven parecen, a simple vista, marido y mujer, cuando en realidad son hermanos: Ann, afirma,
es una madre soltera que rechazó casarse con el padre biológico de Bunny.
A medida que el film avanza, esos
componentes misteriosos de los personajes de Ann y Steven irán adquiriendo
mayor espesor y complejidad. En vez de centrarse en las pesquisas que la
policía realiza para averiguar el paradero de Bunny (¿no habría sido esa la
alternativa emprendida por un director empeñado en ser “objetivo”?), Preminger
opta por profundizar en la psicología de los protagonistas y tantear la opción
más difícil y subjetiva: arañar lo intangible (el misterio que rodea a Ann y
Steven), bucear en lo desconocido, explorar lo irracional. Es entonces cuando El rapto de Bunny Lake va dejando de
lado su estructura de film policíaco y se adentra en un terreno próximo al del
cine fantástico. Ténganse en cuenta el enorme peso que tienen en el relato los
recuerdos de infancia de Ann y Steven, los cuales siempre están puestos en boca
de estos últimos y sin recurrir en ningún momento a su visualización mediante flashbacks, lo cual contribuye a hacerlos
más inquietantes, por ambiguos: ¿Ann y Steven dicen la verdad, o están
mintiendo? En este sentido, esos recuerdos infantiles, unidos a otras
referencias al lado fantasioso (¿perverso?) de la infancia, van impregnando el
desarrollo del film, cargándolo de turbiedad. Ann habla de su amiga imaginaria
de la infancia con la misma vehemencia con que defiende la existencia de la
pequeña. La Sra. Ford
(Martita Hunt), la vieja gobernanta del parvulario y una mujer “que parece una bruja” (como dice
Steven), escucha con extraña delectación grabaciones en las que los niños le
explican sus pesadillas e historias imaginarias, y de este modo se entretiene
en analizar los sueños de los infantes, poniéndolos en relación con sus miedos
infantiles. Ese vínculo entre los temores de la infancia y los temores de los
adultos aparece, asimismo, en el hecho de que Ann llame a su hija con el apodo
de Bunny, que era el nombre de su imaginaria amiga invisible de cuando ella
misma era niña; y es, además, la base de la locura homicida de Steven, quien
con el secuestro y posterior intento de asesinato de Bunny pretende eliminar el
obstáculo que le separa de Ann, su incestuoso amor de infancia. Esto último es
un indicio de otro elemento muy importante de cara al sentido del relato: el
componente sexual. No hay que olvidar que Ann es una madre soltera, o sea, una
representación de lo impúdico. Está, por otro lado, el personaje secundario
pero, en este mismo sentido, revelador del Sr. Wilson (Noël Coward), el casero
de Ann y Steven, quien tiene el apartamento que les ha alquilado decorado con
máscaras africanas, representación, a su vez, de lo salvaje y lo primitivo (no
por casualidad, una de esas máscaras, la de la fertilidad, será depositada por
Wilson sobre la cama de Ann); Wilson, además, se insinúa sexualmente a la
joven, alardeando de las cicatrices dejadas sobre su cuerpo a modo de recuerdos
de sus batallas eróticas, y afirma poseer un látigo que perteneció… ¡al marqués
de Sade!
Dicha combinación de locura y juegos
infantiles con toque incestuoso planea sobre la forma como Preminger concibe
aquí la puesta en escena, sugiriendo el trasfondo turbulento que va aflorando
paulatinamente en El rapto de Bunny Lake
exclusivamente mediante la elección del encuadre, del movimiento de cámara y la
iluminación en blanco y negro (portentosa) del director de fotografía Denys
Coop y el aquí operador Gerry Fisher. Señalo al respecto los extraordinarios travellings que van siguiendo los movimientos
de Ann en el parvulario, recorriendo sus dependencias y abriendo y cerrando
puertas, que hacen partícipe al espectador de la creciente angustia de la mujer
y convierten ese escenario cotidiano en un espacio con algo de amenazador.
Apunto, asimismo, la modélica secuencia de Ann visitando la tienda de
reparación de muñecas atendida por un anciano (Finlay Currie): la protagonista
recorre el oscuro sótano del establecimiento con un quinqué, en una imagen de
claras reminiscencias góticas. O la hábil secuencia de la huida de Ann de la
clínica donde ha sido confinada por Steven, ocultándose entre máquinas y
turbinas rugientes, goteantes, que parecen representar simbólicamente la turbación
de la propia Ann; ese soberbio encuadre, en la misma secuencia, en el cual
vemos a Ann corriendo por un pasillo, donde la profundidad de campo permite ver
a la joven desaparecer literalmente en el interior de las tinieblas, en otro
apunte de connotaciones góticas del cual se diría tomó buena nota David Lynch.
Todo ello confluye, brillantemente, en una de las más bellas secuencias del
cine de Preminger: la del juego nocturno en el jardín, en la cual Ann intenta
seguirle la corriente al enajenado Steven a fin de que este último no descargue
su ira sobre Bunny, momento en el cual se dan cita todos los elementos apuntados:
la locura y el deseo incestuoso, los hermanos que parecen esposos, las
connotaciones sexuales de los juegos infantiles, los niños que no pueden
impedir el hacerse adultos y pretenden seguir siendo niños en un mundo de
adultos –adultos como el astuto inspector Newhouse o el libidinoso Sr. Wilson–,
y la aparición final de una niña hasta ese momento inexistente: tras la
detención de Steven, y al despedirse de Ann, el inspector Newhouse apostilla que
ella y Bunny pueden irse a descansar “ahora
que ya existe…”.
Qué curioso, ayer mismo vi la película porque leí el especial sobre Preminguer en "Dirigido" y no conocía la película. Y es verdad que tiene algo de Hitchcok, por eso de que la trama parece una manera indirecta de tratar un asunto sexualmente "espinoso", igual que hizo Hitchcock tantas veces, como en "La ventana indiscreta" o "Vértigo", que no descubro nada si digo que eran formas indirectas de tratar el voyeurismo o la necrofilia.
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