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lunes, 30 de abril de 2012

“LAS MALAS HIERBAS”, DE ALAIN RESNAIS (Telegrama núm. 8)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Las películas que ha realizado el veterano Alain Resnais en estos últimos años me parecen lejos, muy, muy lejos de la extraordinaria calidad de sus primeras obras. No es que, por ejemplo, el díptico Smoking/No Smoking (1993) esté mal (tampoco creo que sea tan brillante como se dice); a fin de cuentas, su autor ha firmado cosas mucho peores: cf. la terrible I Want to Go Home (1989), u On connaît la chanson (1997): debo ser la única persona no ya del mundo, sino del universo entero, a quien esta última le aburrió soberanamente. De ahí la agradabilísima sorpresa que ha supuesto para mí Las malas hierbas (Les herbes folles, 2009), puede que el mejor de los últimos trabajos de su autor y que a mi entender supone la recuperación del artsta que firmó Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955), Hiroshima mon amour (ídem, 1959), El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961), Muriel (Muriel, ou le temps d’un retour, 1963), La guerra ha terminado (La guèrre est finie, 1966), Te amo, te amo (Je t’aime, je t’aime, 1968), Providence (ídem, 1977), La vie est un roman (1983) y Mélo (1986).



A falta de haber visto Pas sur la bouche (2003) y Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, 2006), Las malas hierbas ahonda de nuevo en el tono de (asumido) artificio de La vie est un roman, Mélo, Smoking/No Smoking y On connaît la chanson, que es el que ha dominado el grueso de la carrera de Resnais en estos últimos años, con la diferencia de que, si bien en aquellas el artificio estaba marcado por su deliberado carácter de representación teatral (a pesar de que tan solo Mélo y SmokingNo Smoking partían de obras de teatro), en Las malas hierbas es el propio lenguaje cinematográfico el que marca el tono de artificio. No es casual, en este sentido, que un poco como hacía más de diez años atrás Hou Hsiao-hsien en las bellas escenas finales de su, por lo demás, fallida Millennium Mambo (Qian xi man po, 2001), uno de los momentos culminantes de Las malas hierbas tenga lugar en una triste calle parisina donde se produce el primer y melancólico encuentro, largamente demorado, entre Georges Palet (André Dussollier) y Marguerite Muir (Sabine Azéma): en esa misma calle hay una sala de cine de repertorio, a donde Georges ha ido a ver una vieja película de Hollywood –Los puentes de Toko-Ri (The Bridges at Toko-Ri, 1954, Mark Robson)—, y Marguerite le espera a la salida; luego, ambos toman café en un local justo delante de ese mismo cine. Es una bonita forma de sugerir explícitamente algo que se encuentra implícito a lo largo de todo el relato: no solo lo que se encuentra soterrado a nivel dramático dentro de la propia narración (el carácter idealista de Georges, que sueña con que su encuentro con Marguerite sea tan maravilloso como-en-las-películas), sino también lo que se halla, más soterrado que lo anterior si cabe, en lo más profundo de las intenciones del film: la imposibilidad de reproducir en el mundo real, en la así llamada vida real, los esquemas de comportamiento que hemos ido aprendiendo del cine a lo largo de este último siglo (de ahí la hostilidad de Georges con Marguerite en sus conversaciones por teléfono, porque es consciente de que nada es como lo que él se había imaginado, o dicho de otra manera, que en la realidad nada es como en el cine).



De ahí que, si se mira bajo este punto de vista, y a pesar del tono jocoso de su trama, en el fondo Las malas hierbas es una película con un trasfondo amargo. En este sentido, puede verse el itinerario emprendido por el personaje de Georges, quien de forma fortuita conoce de la existencia de Marguerite (encuentra el billetero con su documentación que estaba dentro del bolso que le han robado al salir de una zapatería), y a partir de ese instante convierte su obsesión por encontrarse con Marguerite en una absurda carrera de obstáculos que se tropieza, en primer lugar, con el hecho de que la mujer no es uno de esos seres fantásticos que solo se ven en el cine, y por tanto, no le pone las cosas fáciles; y, en segundo lugar, Georges choca con los obstáculos que la propia sociedad impone a cualquier individuo que intente saltarse las normas: Georges tiene problemas para alcanzar a Marguerite porque, primero, está casado con otra mujer, Suzanne (Anne Consigny); y segundo, porque, como Marguerite no responde tal y como él lo hubiese deseado, empieza a acosarla, provocando por ello la intervención de la policía. Hay que anotar, asimismo, el hecho paradójico de que, al principio, Georges quiere hacer-las-cosas-bien: es decir, y en primer lugar, no le oculta a Suzanne que está intentando contactar con Marguerite para devolverle el billetero; y luego, acude a la comisaría de policía para informar de que ha encontrado el billetero de cara a facilitar su devolución. Pero, tan pronto como se plantea esa situación, ese intento de devolución del billetero, la misma no tarda a girar, como digo, hacia la persecución de Marguerite por parte de Georges de esa mujer de la cual, sin ni siquiera haberla visto, se encuentra –y literalmente— furiosamente enamorado. Diccionario en mano: podríamos decir que la actitud de Georges tiene mucho de capricho (determinación que se toma arbitrariamente, inspirada por un antojo, por humor o por deleite en lo extravagante y original); pero, y siguiendo con el juego de palabras y de conceptos –algo, por lo demás, muy grato al cine de Resnais—, podríamos ir un poco más lejos y definir a Las malas hierbas en su conjunto como, asimismo, un capricho (entendido como obra de arte en que el ingenio o la fantasía rompen la observancia de las reglas), y hasta, recurriendo a la acepción musical del mismo término, como un capriccio (pieza compuesta de forma libre y fantasiosa). ¿Acaso no resulta coherente con el arranque mismo del film –el impulso que lleva a Marguerite a entrar en una zapatería, esperar a que la atienda su encargada favorita porque le gusta “como le toca los pies” al probarle los zapatos (sic), y acabar comprándose un carísimo par de zapatos de tacón— el tono “caprichoso” que exhibe desde ese primer momento la planificación de Resnais, tal y como demuestran el tono lánguido y sensual proporcionado por la fotografía colorista y con flou de Eric Gautier, o ese mágico plano al ralentí en el cual vemos “volar” el bolso de Marguerite tirado por la mano del ratero que acaba de sustraerlo?



No quiero alargar este “telegrama” mucho más de lo que ya acabo de hacerlo, de ahí que, sin ánimo de ser exhaustivo, subrayo de nuevo el carácter “caprichoso” de Las malas hierbas, y de qué manera se percibe en el tono, que hay quien ha definido como kafkiano, que aflora en momentos como la asimismo mencionada secuencia de la visita a la comisaría de Georges y su estrambótico diálogo con el agente Bernard (Mathieu Amalric), o más tarde, la divertida secuencia en la que ese mismo agente de policía y un colega visitan a Georges en su vivienda para recomendarle de que deje de molestar a Marguerite; las escenas en las cuales es Marguerite quien, a su manera, hace gala de su carácter excéntrico, no solo en la mencionada secuencia inicial en la zapatería, sino también aquellas en las cuales se reúne con sus amigos del club aéreo alrededor de la avioneta que ella misma pilota (¿hace falta indicar que, de este modo, se describe al personaje como alguien que, literalmente, está “en las nubes”?); el primer plano de los pies desnudos de la mujer mientras se acuna ella misma en el balancín, pensando en Georges (la ausencia de calzado establece así una irónica relación causa-efecto con la primera secuencia); el beso de Georges y Marguerite en el aeródromo, que culmina con el clásico “The End” superponiéndose sobre la pantalla. Como no podía ser menos, la película concluye con un nuevo apunte capricciosso: unos elegantes movimientos de cámara que recuerdan, vagamente, los maravillosos travellings lanzados sobre Delphine Seyrig en el clímax de El año pasado en Marienbad, que nos aproximan a una casa en un pueblo; dentro de ella está una mujer y su pequeña hija, y esta última, metida en la cama, le pregunta a su madre: “¿Cuándo sea gato podré comer croquetas?”. Apunte enigmático que, en cierto sentido, viene a coronar Las malas hierbas por lo que tiene de “caprichosa” destrucción de la narrativa convencional. 

viernes, 27 de abril de 2012

“TENEMOS DE HABLAR DE KEVIN”, DE LYNNE RAMSAY (Telegrama núm. 7)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Hacía tiempo que no veía una película que desatara tanta (sana) polémica en función principalmente de sus méritos o defectos de puesta en escena. Dicho de otro modo, las mismas virtudes de Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011), o lo que se considera/aprecia/valora como tales, son en la práctica lo mismo que también puede considerarse/apreciarse/valorarse como sus defectos. Pero, al margen de esto último, lo más curioso de este film de la cineasta británica Lynne Ramsay reside, como digo, en que todo aquello que lo hace o puede hacerlo atractivo bajo cierto punto de vista (afirmo ya de entrada que me ha parecido muy interesante) es capaz, en un momento dado, de provocar el efecto inversamente contrario si se contempla desde otro ángulo. Evidentemente, esto ocurre con todas las películas del mundo: su valoración positiva o negativa siempre depende del punto de vista bajo el cual se contempla. En el caso concreto de Tenemos que hablar de Kevin, llama la atención el hecho de que la realizadora haya recurrido a una puesta en escena efectista y a tropos de lenguaje fílmico que en manos de otros cineastas acostumbran a ser valorados negativamente, mientras que, tal y como ella los aplica, consigue más de un logrado efecto expresivo. Me refiero, por descontado, a lo más llamativo del relato: sus “saltos” en el tiempo, que Ramsay –coautora del guión junto con Rory Kinnear— visualiza de un modo abrupto y llamativo que en poco se diferencia de cómo los resuelve un Tony Scott o un Peter Berg. Y, sin embargo, por más que formalmente esos flashbacks sean a simple vista tan vulgares como puedan ser los que se ven en la peor producción hollywoodiense estándar, en el fondo el resultado no es ni mucho menos el mismo. Pero, claro, no lo es según mi punto de vista: bajo el de otros, puede serlo (como, por ejemplo, el del colega Aurélien Le Genissel, que en su comentario de esta película para Dirigido por…, núm. 420 –marzo 2012—, le pone serias pero bien razonadas objeciones).


Un análisis de este film tiene que ser, al menos en mi caso, necesariamente superficial, habida cuenta de que carezco de referentes, o si se prefiere, de “puntos de apoyo” que me permitan una mirada más amplia o con mejor perspectiva, dado que no he leído la novela homónima de Lionel Shriver en el que se basa ni he visto ninguna otra película de la realizadora de Tenemos que hablar de Kevin, en particular la prestigiosa Morvern Callar (2002). La manera como Ramsay resuelve Tenemos que hablar de Kevin se encuentra tan intrínsecamente relacionada con el sentido de lo que cuenta que, con franqueza y vuelvo a insistir, desconociendo esos referentes, me cuesta imaginarme esta película narrada de otra manera que no sea esta. Y no solo me refiero al hecho de que este film incide en un aspecto que, como he admitido en más de una ocasión tanto dentro como fuera de este blog, siempre me ha resultado particularmente atractivo: las formas de representación de la subjetividad. Me refiero, asimismo, a que esa representación de lo subjetivo se encuentra intrínsecamente relacionada con la construcción del propio relato, y dicha relación entre subjetividad y narración está ligada de tal manera que, en el supuesto de no existir y de que Ramsay hubiese optado, por tanto, por un relato que siguiera el orden cronológico de los acontecimientos, el resultado no solo hubiese sido, por descontado, muy diferente, sino que probablemente carecería de interés o por lo menos tendría mucho menos del que tiene ahora. Además, y tal y como apuntaba otro colega a pesar de llevar a cabo, asimismo, una valoración negativa de esta película –Ángel Comas, en su reseña publicada en Imágenes de Actualidad, núm. 323 (abril 2012)—, lo que a la postre termina siendo el núcleo duro de Tenemos que hablar de Kevin no es, ni mucho menos, aquello más aparente: la descripción del proceso paranoico que conduce al joven Kevin –Rock Duer de pequeño, Jasper Newell entre los 6 y los 8 años, Ezra Miller una vez llegado a adolescente— a perpetrar una gratuita matanza de los condiscípulos de su instituto de secundaria que se ponen a tiro de su arco y sus flechas. Lo interesante es el personaje desde cuyo punto de vista transcurre todo el relato: la madre de Kevin, Eva (la excelente Tilda Swinton).


De este modo, lo que a simple vista es la visualización de la rememoración, en tiempo presente, que Eva va llevando a cabo de los hechos de su pasado que acabaron culminando en la perpetración de esa masacre y la destrucción de los demás miembros de su familia más cercana a manos de su hijo mayor Kevin, acaba deviniendo al final un agudo retrato de la propia Eva. Un retrato que, precisamente de tan subjetivo que resulta su planteamiento, está bañado con grandes dosis de ambigüedad: ¿hasta qué punto es Kevin, realmente, ese monstruo sin sentimientos que parece haber venido al mundo con el único objetivo de hacer daño a los demás? ¿Acaso no será una proyección (insistamos de nuevo) subjetiva, y por tanto parcial y errónea, de los temores de su progenitora, una Eva que se quedó embarazada cuando todavía no se sentía preparada para ser madre, traumatizada por un parto (el de Kevin) muy doloroso, y que comprueba, estupefacta, que desde que es un recién nacido y hasta que llega a la pubertad, Kevin es a lo ojos de su padre y esposo de Eva, Franklin (John C. Reilly, no menos excelente), un-buen-hijo, o sencillamente, un-hijo-normal? Hasta para Celia (Ashley Gerasimovich), la pequeña hija de Eva y Franklin nacida años más tarde, y a la cual –de nuevo, desde el punto de vista de la madre— Kevin martiriza, es para Celia un-buen-hermano: un-hermano-normal. Incluso cuando, en el tercio final del relato, se visualiza todo el horror de las acciones homicidas de Kevin, la ambigüedad sigue estando presente: ¿era Kevin ese monstruo que tan solo Eva sabía ver, o ha sido la propia Eva la que ha terminado empujando a Kevin a la locura con su propia, personal e intransferible obsesión por él? Todas esas dudas y ambigüedades se trasladan a la propia planificación, que busca expresar ese cúmulo de subjetividad mediante un estilo basado en el recurso constante a flashbacks, en ocasiones muy breves, y al inserto de primeros planos de detalle carentes, en ocasiones, de la menor funcionalidad narrativa, con la intención de ir construyendo un relato y, al mismo tiempo, dibujar una tonalidad dubitativa y divagante que se corresponda con el flujo mental de esa mujer que ha visto cómo su mundo entero iba desmoronándose día tras día, año tras año, hasta terminar abocada a una soledad tan incomprensible por su falta de comunicación no solo con su hijo, sino también con su marido, su hija pequeña y sus compañeros de trabajo. Un estilo que, a ratos, se impregna de ese carácter de digresión que domina el relato, y que por eso mismo está repleto (literalmente) de pinceladas de color: abundan las referencias al rojo –el arranque, con Eva participando en la “tomatina” de Bunyol (sic); las manchas de pintura arrojadas sobre la fachada de la casa de la protagonista; la luz de los semáforos y de los coches de policía; la sangre que mancha el suelo del instituto…—, impregnando plásticamente la vida y los recuerdos de Eva con una procacidad más cercana a la del Godard de los años sesenta –por ejemplo, el de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965)— que a los rojos de Vincente Minnelli o Nicholas Ray.

jueves, 26 de abril de 2012

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” MAYO 2012, YA A LA VENTA

Imágenes de Actualidad, núm. 324, dedica su portada al estreno más potente del mes de mayo, Sombras tenebrosas (Dark Shadows, 2012), de Tim Burton, que no es sino una nueva adaptación cinematográfica de la famosa serie de televisión creada por Dan Curtis –de la cual, recordemos, ya existe una primera versión para la gran pantalla: la nada despreciable Sombras en la oscuridad (House of Dark Shadows, 1970), realizada asimismo por Curtis—; la información sobre este esperado film se completa con un artículo de Ángel Sala en torno al original catódico, sus nuevas versiones y sus adaptaciones para el cine; y con un retrato de una de sus protagonistas femeninas, la pequeña y ascendente Chloë Grace Moretz, que firma Marc Servitje La portada también está medio ocupada por una de las películas de las cuales se ofrece un suculento avance dentro de la sección Primeras Fotos: Desafío total (Total Recall, 2012), que no es sino la nueva versión del famoso film homónimo de Paul Verhoeven protagonizado en su día por Arnold Schwarzenegger, y que ahora tiene a Colin Farrell en el papel principal de esta adaptación del cuento de Philip K. Dick. Otros avances de futuros estrenos son los de Savages (2012), de Oliver Stone; Get the Gringo (2012), de Adrian Grunberg, co-escrita, coproducida y protagonizada por Mel Gibson; y tres vistosas producciones de animación: Hotel Transylvannia (2012), de Genndy Tartakovsky; El alucinante mundo de Norman (ParaNorman, 2012), de Chris Butler y Sam Fell; y Rise of the Guardians (2012), de Peter Ramsey. Otro plato fuerte es un extenso reportaje sobre el rodaje de Skyfall (2012), de Sam Mendes, la nueva película de la serie James Bond. El resto del número se completa con los reportajes del resto de films que se van a estrenar en nuestros cines durante el mes de mayo, entre los que se destacan Hombres de negro 3 (Men in Black III, 2012), de Barry Sonnenfeld, la información de la cual se completa con entrevistas con uno de sus protagonistas, Will Smith, y con el propio Sonnenfeld; dentro de este último apartado, el de las entrevistas, a cargo como es habitual de Gabriel Lerman, hay que mencionar asimismo las dedicadas al realizador Joss Whedon y a Robert Downey Jr., con motivo del estreno de Los Vengadores (inminente cuando vean la luz estas líneas); así como los reportajes dedicados a Infiltrados en clase (21 Jump Street, 2012, Phil Lord y Chris Miller); American Pie: El reencuentro (American Reunion, 2012, Jon Hurwitz y Hayden Schlossberg); Cuando te encuentre (The Lucky One, 2012, Scott Hicks); Safe (ídem, 2012, Boaz Yakin); Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, 2011, Paolo Sorrentino); Miel de naranjas (Imanol Uribe, 2012); El hombre sin pasado (Ajeossi, 2010, Lee Jeong-beom); Les Lyonnais (ídem, 2011, Olivier Marchal); Profesor Lazhar (Monsieur Lazhar, 2011, Philippe Falardeau); y Adiós a la reina (Les adieux à la reine, 2012, Benoît Jacquot), además de muchos más títulos.


En sintonía con Sombras tenebrosas, comento en el Cult Movie de este mes un memorable film en torno a bebedores de sangre: Vampiros (Vampires, 1998), de John Carpenter. “Se afirma que “Vampiros” vendría a ser la réplica de Carpenter a títulos como “Drácula de Bram Stoker” (Francis Ford Coppola, 1992; núm. 182) y “Entrevista con el vampiro” (Neil Jordan, 1994; núm. 216), y su visión de los no-muertos como criaturas románticas y/o sexualmente ambiguas, algo que queda muy claro en las siguientes (y contundentes) líneas de diálogo de Crow: «¿Has visto un vampiro? (...) Para empezar, no son románticos. No son unos maricones con ropa de etiqueta, seduciendo a todos con su acento europeo. Olvídate de las “pelis”. No son murciélagos. Los crucifijos no funcionan. ¿Ajo? Ponte bien de ajo, y uno de esos te la endiñará por el ojete mientras te chupa la sangre. ¿Vale? Y no duermen en ataúdes forrados. Para matarlos les clavas una estaca de madera en el corazón. El sol les convierte en tostadas quemadas. ¿Lo pillas?»”.

Completo mi contribución específica a este número de Imágenes de Actualidad con un par de pequeñas críticas: una, la del muy agradable film del siempre interesante Lasse Hallström La pesca de salmón en Yemen (Salmon Fishing in the Yemen, 2011)…;

…y, la otra, la de la película de Peter Berg Battleship (ídem, 2012), de la cual puedo avanzar aquí pues eso, que es de Peter Berg y que en ella salen muchos, muchos barcos…

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miércoles, 25 de abril de 2012

“LA MUJER DE NEGRO”, DE JAMES WATKINS (Telegrama núm. 6)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Estoy desagradablemente sorprendido ante la relativamente mala recepción que ha tenido esta película, de la que parece que hay que hablar de ella casi como pidiendo disculpas por no haberte parecido ese engendro del cual has leído u oído hablar con vehemencia digna de mejor causa (dicho sea de paso, me parece una estupidez el considerar que hay que pedir perdón por el mero hecho de discrepar: por tanto, que nadie se tome estas palabras como una disculpa). ¿Razones para ese, digamos, “rechazo”? Hay dos que son las que más han circulado. La primera, la presencia de Daniel Radcliffe en el papel protagonista, y cuya labor ha sido severamente criticada en base a dos argumentaciones, respetables y hasta cierto punto comprensibles: porque, dicen, es-un-mal-actor (alegándose, como prueba irrefutable de esa afirmación, que era/es el-niño-que-interpretó-a-Harry Potter), cosa que nunca me lo ha parecido, ni aquí, ni cuando empezó su carrera como intérprete encarnando al protagonista del telefilm David Copperfield (ídem, 1999, Simon Curtis) en sus años de infancia, ni cuando asumió el rol principal de la franquicia basada en las novelas de J.K. Rowling (huelga añadir que el hecho de que no me parezca un mal actor no presupone que me parezca un gran actor); y porque, siguen diciendo, resulta inadecuado para el personaje que encarna en La mujer de negro (The Woman in Black, 2012), algo que tampoco termino de ver, y eso a pesar de las variaciones asimismo polémicas que la guionista Jane Goldman ha introducido en la caracterización del protagonista con respecto a la excelente novela homónima de Susan Hill en la que se inspira. En esta última, narrada en primera persona por ese personaje principal, el cual responde al nombre de Arthur Kipps, se trata de un abogado de la Inglaterra de principios del siglo XX que en el primer capítulo tiene unos 35 años, viudo y casado en segundas nupcias (con Esmé), que recuerda durante la noche de Navidad los terroríficos acontecimientos en los cuales se vio implicado doce años atrás, cuando tenía unos 23 años y era soltero, si bien tenía como prometida a su futura primera esposa (Stella); mientras que, en la película, Kipps ya es de entrada un joven viudo de poco más de 20 años y padre de un niño, Joseph (Misha Handley), cuyo nacimiento puso fin a la vida de su madre y esposa de Kipps, Stella (Sophie Stuckey). Habida cuenta de que estamos hablando de un relato ambientado en aquella época, la juventud del protagonista me parece verosímil y coherente con las costumbres del momento. Yendo más lejos, la corta estatura física y el aspecto aniñado (hay que reconocerlo) de Radcliffe contribuye a hacerle parecer más desvalido ante las aterradoras manifestaciones de Jennet, la Mujer de Negro (Liz White).



El segundo gran argumento, o mejor dicho, reparo que se le ha puesto a La mujer de negro reside en la labor del realizador James Watkins, en su segundo trabajo tras las cámaras después del desarrollado en su excelente Eden Lake (2008), y dejando aparte su labor como director de segunda unidad en la pasable The Descent: Part 2 (Jon Harris, 2009). Gran parte de ese reparo se fundamenta en la manera excesivamente “clásica”, o considerada como tal, con que ha resuelto La mujer de negro, la cual y por comparación carece de la violencia explícita y el crudo tono survival de Eden Lake. Dejando aparte el hecho de que jamás he compartido esa especie de ley no escrita que afirma que un director siempre tiene que hacer poco más o menos lo mismo para no “disgustar” a sus fans, he de empezar diciendo que su puesta en escena para La mujer de negro no me parece, como se ha dicho, “demasiado clásica”, entendiendo como tal y en este caso un excesivo sometimiento a las reglas del así llamado cine de terror clásico, o si se prefiere, cine gótico (recordemos que todas estas denominaciones no son sino convencionales), ni que por eso mismo suponga un retroceso con respecto a los resultados de Eden Lake (con independencia, claro está, del gusto o inclinación personal hacia la ghost story o el survival); ni siquiera me parece que este nuevo trabajo esté tan alejado del anterior como pueda parecer a simple vista. Si algo me ha resultado curiosísimo de La mujer de negro reside en su mezcla de formas “clásicas” (sigamos llamándolas así a efectos de exposición) con formas “modernas” (insistamos en el carácter convencional de término). Dicho de otra manera: La mujer de negro combina hábilmente recursos de puesta en escena que, cierto, remiten a la tradición del cine gótico, pero lo hace junto con otros que son indiscutiblemente contemporáneos. El resultado, también es cierto, dista mucho de ser perfecto, pero me resulta muy atractivo a pesar de todas sus irregularidades, o quizá habría que decir gracias a ellas, por lo que tienen de indicativas de un considerable sentido del riesgo.



Véase, por ejemplo, la resolución del arranque del film, el suicidio inducido de las tres niñas que se arrojan por la ventana bajo la influencia maléfica de Jennet, en la cual la planificación combina los elementos puramente góticos de la escenografía (el decorado, los primeros planos de detalle) con un tratamiento fotográfico de tonos azulados y grises de estética muy contemporánea. Esta tónica se repite con frecuencia a lo largo de la proyección, de tal manera que dichos elementos góticos se mezclan con un estilo fílmico de hoy en día: los decorados de la siniestra mansión donde Kipps se ve obligado a pasar largas horas e incluso toda una noche tienen un sabor tradicional indiscutible (no cuesta demasiado ver en ellos un claro homenaje a la estética de la Hammer, no por casualidad coproductora: el salón junto a la entrada y la escalera que conduce al piso superior tienen un inconfundible pátina a lo Bernard Robinson); pero Watkins sabe respetar la tradición y, al mismo tiempo, subvertirla mediante una planificación llena de “sustos” (quizá demasiados), dando pie a magníficos momentos “fuertes” como la primera y aterradora noche que pasa Kipps en la mansión (es extraordinaria la expectativa que sabe crear, por ejemplo, en ese momento en que Kipps dormita en el comedor mientras percibimos, en función del encuadre elegido y del paso de montaje, cómo “algo” invisible acecha a sus espaldas); la aparición de la Mujer de Negro en medio del incendio en la casa del pueblo donde muere una (otra) niña; la secuencia nocturna en la que, con la ayuda del Sr. Daily (Ciarán Hinds), el protagonista se sumerge en el pantano para localizar bajo el fango el carromato donde pereció el pequeño hijo de Jennet; o ese espléndido fragmento de la invocación de la Mujer de Negro por parte de Kipps, con la ayuda del cadáver del niño arrancado del pantano y todos sus juguetes de cuerda puestos en marcha. Incluso cuando, en la secuencia final, asoma una acaso innecesaria concesión a la blandura –ese “luminoso” reencuentro en el más allá del protagonista y sus seres queridos—, un último apunte –la mirada de la Mujer de Negro volviéndose hacia la cámara— restablece la atmósfera insana. Anotemos que, tal y como he señalado líneas atrás, tampoco costaría demasiado ver en La mujer de negro una nueva mirada sobre la monstruosidad agazapada en el seno de las clases sociales marginales de la Gran Bretaña que constituía el eje de Eden Lake.


lunes, 23 de abril de 2012

¡ESTOY SALDADO!

Aprovechando el día de hoy, la festividad no oficial (dado que es día laborable) pero no por ello menos festiva de Sant Jordi en Cataluña, popularmente conocida como “el día del libro y la rosa”, me hago eco aquí de que los libros que publiqué para la editorial Dirigido Por, S.L., se encuentran a precio de saldo desde hace casi un mes. Dichos libros son uno de la colección Serie Mayor y cuatro de la colección Programa Doble:

David Lean. La emoción y el espectáculo. Colección Serie Mayor, núm. 10. 7 euros.

Drácula de Bram Stoker / La noche del cazador. Colección Programa Doble, núm. 5. 1,80 euros.

Instinto básico / Rebeca. Colección Programa Doble, núm. 17. 1,80 euros.

Frankentein de Mary Shelley / Sed de mal. Colección Programa Doble, núm. 32. 1,80 euros.

Toro salvaje / El Padrino III. Colección Programa Doble, núm.42. 1,80 euros.

Para más información, los interesados en esta oferta pueden consultar la web de la editorial y la nueva web Libros Dirigido por…:


Libros Dirigido por...: http://tienda.dirigidopor.com/

lunes, 16 de abril de 2012

PRESENTACIÓN DEL LIBRO “LOS CINES EN NOU BARRIS”, DE ROBERTO LAHUERTA, ESTE JUEVES 19 DE ABRIL

Este jueves 19 de abril, a las 19 h., está prevista la presentación pública del libro de Robert Lahuerta Los cines en Nou Barris, un completo recorrido sobre las salas de exhibición cinematográfica del barcelonés distrito de Sant Andreu – Nou Barris, la práctica totalidad de ellas hoy en día desaparecidas. El acto tendrá lugar en Los Propis, local situado en la Via Julia, 201, de Barcelona. Este libro, que además inaugura la Col·lecció Favència, toca una parcela de mi vida que me afecta directamente, dado que fue en esos cines donde viví mis primeras experiencias como cinéfilo y guardo de muchos de esos locales –el Río, el Diamante, el Astor, el Victoria, el Virrey, el Montserrat, el Maragall, el Odeón— un recuerdo más que entrañable, de ahí que haya escrito, gustoso, un prólogo para este no menos simpático, riguroso y documentado trabajo de investigación del amigo Lahuerta.

viernes, 13 de abril de 2012

“CHRONICLE”, DE JOSH TRANK (Telegrama núm. 5)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Agradable, muy agradable la sorpresa que proporciona esta aparentemente modesta película de Josh Trank, que sabe ir mucho más allá de su formato de film-para-adolescentes, aún jugando con muchos de los ingredientes de este temible subgénero, para terminar ofreciéndonos una de las más inesperadamente inteligentes digresiones sobre la temática del superhéroe de estos últimos años, la mejor quizá desde El protegido (Unbreakable, 2000, M. Night Shyamalan). Se trata, también, de la mejor y más ingeniosa experiencia con la técnica del found footage que recuerdo desde, por lo menos, Monstruoso (Cloverfield, 2008, Matt Reeves), y es precisamente esto último lo que más favorablemente me ha llamado la atención: el uso de la cámara móvil, supuestamente desde el punto de vista subjetivo, en la mayoría de las ocasiones, del personaje de Andrew (Dane DeHaan), uno de los tres estudiantes de secundaria –los otros dos son Matt (Alex Russell) y Steve (Michael B. Jordan)— que como consecuencia de un misterioso hallazgo adquieren superpoderes (sic), por más que haya momentos en los cuales el punto de vista subjetivo se desplaza a otro personaje con videocámara: Casey (Ashley Hinshaw). Es necesario aclarar, de cara a quien no haya visto el film, que las facultades sobrenaturales que adquieren los tres jóvenes, tras el contacto casual con las radiaciones azules que emite un extraño objeto oculto en una cueva (¿un meteorito?, ¿una nave alienígena?), consisten en un poder mental prácticamente ilimitado, que al principio les permite mover pequeños objetos sin tocarlos, y poco a poco empiezan a desplazar grandes pesos solo con el pensamiento, llegando al punto de ser capaces de volar (¡) como si fueran Superman. Pues bien, el mencionado Andrew, que va siempre con su videocámara a cuestas grabándolo absolutamente todo, llega un momento que ni siquiera necesita sujetar la cámara con la mano, pues le basta con hacerla flotar a su alrededor (sic).


De este modo tan astuto, el realizador de Chronicle (ídem, 2012) logra “romper” la planificación desde el punto de vista estricto de Andrew (a la altura de los ojos de los hombres, que diría Howard Hawks), dado que, mediante el ardid de la “cámara flotante”, encuadra y reencuadra a placer, recurriendo en determinadas ocasiones al plano en semipicado o casi en picado total de cara a enfatizar dramáticamente determinadas escenas (como es el caso, por ejemplo, de algunas de las discusiones de Andrew con su violento y alcoholizado padre –Richard: Michael Kelly—, sobre todo cuando el muchacho ya tiene pleno control sobre sus superpoderes y se permite usarlos para dominar a su iracundo progenitor). Un poco como ya ocurría –también, hábilmente— en Monstruoso, Josh Trank recurre a otro ardid, la interrupción de la grabación de la videocámara, para “cortar” una determinada escena y empalmarla a continuación con otra que tiene lugar, se supone, horas más tarde, creando de este modo sugerentes elipsis narrativas. El ejemplo más notorio tiene lugar inmediatamente después de que los tres protagonistas hayan descubierto el objeto misterioso en la cueva y este, de repente, se pone a brillar; la grabación de Andrew se corta; la pantalla se cubre por unos segundos de oscuridad hasta que, de pronto, se restablece la imagen a la par que la cámara de Andrew vuelve a grabar; vemos entonces que ya no es de noche, sino de día, y que los jóvenes ya no están dentro de la cueva, sino en el luminoso jardín de la vivienda de uno de ellos… empezando a practicar con sus recién adquiridas facultades mentales.


Otro aspecto interesante de Chronicle es lo que tiene de representación onírica de las convenciones del cine juvenil “de” y “para” adolescentes. En este sentido, quizá haya que reprocharle al film –su único aspecto negativo de cierto peso— que, para mostrar las alegrías y las penas de la adolescencia, recurra a no pocos arquetipos, a pesar de que se sirva de ellos de una manera más bien instrumental y logre subvertirlos en no poca medida. Tal es el caso, por ejemplo, del dibujo del personaje de Andrew, al cual la película dedica casi podría decirse que lógicamente una mayor atención porque el grueso del relato está visto desde su perspectiva y la de su videocámara en grabación. Andrew es el típico adolescente desdichado y marginado, con un padre, ya lo hemos dicho, borracho y violento, y una madre con una dolencia terminal, que se siente incomprendido en la escuela, donde es objeto de las burlas y la brutalidad de sus condiscípulos y de la indiferencia y desprecio sexual de sus condiscípulas. Ni que decir tiene que, a medida que vaya desarrollando sus superpoderes, Andrew irá vengándose de su colérico padre, de los compañeros que le maltrataban y de las chicas que le miraban como a un “bicho raro”, ganándose por una noche el rango de chico-más-popular-del-instituto con una actuación de magia en un concurso escolar de la cual sale triunfante gracias a sus (ocultos) poderes mentales. Es una pena, como digo, que Chronicle recurra a esos estereotipos tan manidos para recordarnos que una de las maldiciones de ser un superhéroe es la soledad y la incomprensión de los demás por el mero hecho de ser “muy diferente” (y, si no, que se lo pregunten a los X-Men); pero no es menos cierto que, una vez establecidas esas convenciones, la película las dinamita una vez más inteligentemente, convirtiendo la pesadilla adolescente de Andrew en una paranoica exhibición de superpoderes descontrolados que desemboca en un último tercio final de corte catastrofista excelentemente filmado y de una, asimismo, inesperada espectacularidad. Tampoco hay que echar en saco roto, en este sentido, los apuntes en torno a la relación de Andrew con Matt (a quien en el fondo detesta porque siempre está protegiéndole de los demás como si fuera un inútil incapaz de valerse por sí solo), y la que tiene con Steve (la “estrella” del instituto que, en el supuesto de que no hubiesen compartido superpoderes, probablemente nunca se hubiese fijado en el “bicho raro” Andrew).

martes, 10 de abril de 2012

“SHAME”, DE STEVE MCQUEEN (Telegrama núm. 4)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] A simple vista, puede parecer que lo que explica Shame (ídem, 2011) es tan solo la historia de un adicto al sexo llamado Brandon (Michael Fassbender), y resulta lícito pensarlo porque eso es lo que esta película de Steve McQueen narra en primera instancia. Pero, viéndola desde otro punto de vista, también puede verse como la historia de una soledad asumida casi hasta sus últimas consecuencias. Salvando todas las distancias del mundo, lo que plantea este film guarda ciertas concomitancias con el planteamiento de otro retrato de un solitario marcado por el signo de lo sexual: Tamaño natural (Tamaño natural/Grandeur nature, 1974), de Luis García Berlanga, en el que otro hombre –Michel (Michel Piccoli)— llenaba el agujero sin fondo de su existencia mediante una ilusoria relación amorosa con una muñeca hinchable. Pero uno de los aspectos más curiosos de Shame, y lo que la hace realmente interesante por encima de alguna que otra irregularidad de guión, reside en la habilidad con que el realizador británico Steve McQueen convierte el mundo de su personaje protagonista, su entorno personal y familiar, su vivienda, su trabajo, sus paseos diurnos y nocturnos por Nueva York, sus viajes en metro y sus estancias en clubes, restaurantes e incluso en un night-club gay, en pequeños fragmentos que, una vez vistos en su conjunto, conforman el retrato de un solitario que siempre tiene compañía sin por ello dejar de ser un solitario.


McQueen filma con una frialdad casi aséptica el mundo de Brandon: su apartamento es más bien pequeño, con pocos muebles, impersonal; mucho más lo es la oficina donde trabaja. De la misma manera, la facilidad de Brandon para encontrar amantes o su costumbre de contratar los servicios de prostitutas está mostrada, igualmente, como algo mecánico. Hacía tiempo que el cine no mostraba una visión tan seca, austera y poco placentera del sexo, lo cual es muy notable teniendo en cuenta que la actividad sexual forma parte intrínseca tanto de la psicología del protagonista como de la descripción de su quehacer diario: en el metro, intercambia miradas de deseo y complicidad con una desconocida; en la oficina, mira con buenos ojos a su compañera de trabajo Marianne (Nicole Beharie), y anda rondándola a la menor ocasión; una vez en casa, copula con una prostituta que “trabaja” a domicilio, o se masturba frenéticamente en el cuarto de baño o mirando los vídeos pornográficos que ha descargado de Internet y que guarda en su ordenador portátil. Su entorno social también está lleno de llamadas a la sexualidad: su jefe, David Fisher (James Badge Dale), pese a estar casado y ser padre de familia, anda desesperado por acostarse con otras mujeres (la secuencia de la discoteca, en la cual al final será Brandon, siempre exitoso en el terreno de la conquista amorosa, quien se llevará y se tirará a la chica que a David más le gustaba); la propia Marianne le confiesa, en el curso de una cena para dos en un restaurante, que se separó de su marido, y le sugiere que anda buscando una relación sólida y duradera, pues al contrario que Brandon no es amiga de las aventuras ocasionales ni del sexo de pago.



A falta de conocer la primera y reputada película de McQueen –Hunger (2008)—, el realizador demuestra aquí una notable habilidad para sugerir ideas, pensamientos y sentimientos que en ocasiones complementan, y en otras van más allá, de lo que muestran las imágenes de manera directa. Pienso, por ejemplo, en la mencionada escena del cruce de miradas de Brandon con una desconocida en el metro, en la cual el uso del plano/contraplano crea un vínculo erótico entre ambos personajes y, al mismo tiempo, sugiere que los dos pertenecen a mundos completamente separados, como líneas paralelas destinadas a ir siempre la una al lado de la otra pero sin cruzarse nunca. A fin de cuentas, ¿acaso el drama de Brandon no consiste, siquiera en parte, en su incapacidad para “cruzarse” emocionalmente con nadie, más allá de su tendencia a acostarse con tantas mujeres como quiera, vía seducción o vía talonario? Resulta muy significativa su relación con su hermana Sissy (Carey Mulligan), de la cual no descubrimos su relación de parentesco hasta las siguientes secuencias que comparten, ya que, en la primera en que lo hacen –aquella en la cual Brandon descubre que Sissy se ha instalado en su apartamento sin avisarle—, tan solo vemos al protagonista descubriendo a la muchacha desnuda en la ducha de su cuarto de baño; sorprende, en primera instancia, la mala reacción de alguien sexualmente tan promiscuo como Brandon ante la presencia de una mujer joven y desnuda en su casa, hasta que más tarde –coincidiendo con la actuación de Sissy en el restaurante donde trabaja por las noches— descubrimos que ambos son hermanos. Puede pensarse, naturalmente, que hay en Brandon una especie de atracción incestuosa hacia Sissy: así lo dan a entender su manera de mirarla, y sobre todo, su incomodidad cuando oye a Sissy y David haciendo ruidosamente el amor en su propio apartamento (en una escena, por lo demás, más bien innecesaria y algo grotesca, por reiterativa: sin duda la peor del film). Pero lo que subyace en el fondo de la atracción y, a la vez, del rechazo que siente Brandon por Sissy es que lo que perturba al primero consiste en el hecho de que la segunda sea, precisamente, una mujer; o, dicho de otra manera, lo que inquieta a Brandon es el hecho de que una mujer, para él un ser ideado casi a su medida para que se lo folle, pueda ser también una hermana, su hermana, algo insólito para su forma de pensar y, sobre todo, de entender la sexualidad.


Puede verse Shame –su capacidad de sugerencia admite todo tipo de lecturas— como una digresión sobre la soledad desde la perspectiva de alguien que, cuanto más sexo le vemos practicando, más solitario se nos aparece. Ello explica que el realizador planifique la mayoría de las escenas que dibujan la actividad seductora y/o sexual del protagonista de una forma nada erótica y sí, por el contrario, muy cerebral y casi clínica, un poco “a lo Kubrick”: el plano medio combinado con panorámica lateral de la cámara que nos muestra a Brandon, desnudo, levantándose de la cama, mientras se oyen por el altavoz de su contestador automático las patéticas llamadas telefónicas de ayuda de Sissy (de este modo, Brandon es, por unos momentos, como un hombre sin rostro, o mejor dicho, como un pene sin rostro); el primer plano de larga duración de Sissy mientras canta en el club (que podemos ver como una especie de mirada sublimada de Brandon hacia esa mujer-hermana, o hermana-mujer, que se escapa de sus esquemas mentales y sexuales); el plano medio, asimismo de larga duración, que recoge la cita para cenar de Brandon con Marianne (y que puede interpretarse como un respiro o una especie de pausa en la relación estrictamente sexual del protagonista con una mujer que, además de resultarle atractiva, también sabe conversar y escuchar); el fallido encuentro sexual de Brandon y Marianne en la habitación alquilada y con amplios ventanales: el protagonista se ve incapaz de consumar el coito con una mujer que, además de desearle, le ofrece solidez sentimental, gráfica demostración de su miedo al compromiso: a continuación, después de que Marianne se haya ido, Brandon llama a una prostituta y copula frenéticamente con ella por detrás: sin mirarle a la cara. Por tanto, también puede interpretarse Shame como la historia de alguien que tan solo le interesa el sexo de las mujeres –o, en un momento dado y quizá a modo de prueba, también el de un hombre— porque es incapaz de mirar a nadie a cara: porque mirar a la cara del Otro supone tener que mirarse a uno mismo. Alguien dijo una vez que el primer plano de un rostro es más obsceno que el primer plano de unos genitales.

lunes, 9 de abril de 2012

“JOHN CARTER”, DE ANDREW STANTON (Telegrama núm. 3)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] No deja de resultar hasta cierto punto chocante la fría recepción, cuando no abierta indiferencia, con que ha sido recibido el nuevo trabajo del mismo realizador a quien se le deben tres películas de animación de los Pixar Animation Studios tan celebradas en su momento como fueron Bichos, una aventura en miniatura (Bugs, 1998) –si bien es cierto que esta última estaba codirigida con John Lasseter—, Buscando a Nemo (Finding Nemo, 2003) –esta, con Lee Unkrich— y Wall-E: Batallón de limpieza (Wall-E, 2008). Es más: ya antes de su estreno, John Carter (ídem, 2012) se anunciaba como lo peor y más desastroso que nos iba a deparar el cine de ciencia ficción de estos últimos años. Pues bien, una vez vista la película de marras, y aun reconociendo que está bastante por debajo de los otros tres films de Andrew Stanton mencionados líneas arriba, y que ni tan siquiera es una buena película, el resultado final de John Carter no es tan horripilante como se ha dicho. Con ello solamente pretendo dejar constancia de que se ha producido un exceso de rechazo (en ocasiones, preconcebido) hacia una producción que, aun estando lejos de resultar satisfactoria, tampoco es el producto atrozmente mediocre del que se ha hablado, y creo que ello se ha producido por desinterés e incluso pereza (esta es una de esas típicas películas que a nadie le apetecía ver), a pesar de que, como digo, no esté libre de defectos ni tampoco a la altura de lo que se podía esperar de ella partiendo, como lo hace, de un estupendo material previo: Una princesa de Marte, la excelente primera novela de la serie “John Carter en Marte” escrita por Edgar Rice Burroughs.



Es justo reconocer, empero, que buena parte de la insatisfacción que ha generado este film está justificada en sus notables defectos. El primero de ellos, y de una notable gravedad, reside en la absoluta falta de carisma de su actor protagonista, un inexpresivo y más bien huraño Taylor Kitsch, sobre quien recae el peso dramático de la función (está prácticamente presente en casi todas las escenas de la película), y que no logra conferirle el más mínimo atractivo al personaje que da título al relato. El segundo gran defecto del film consiste en la gran descompensación que existe entre sus secuencias de acción, aparatosas pero a ratos brillantes, y las escenas de transición o sencillamente de diálogos, que están en el borde mismo de lo tedioso, lo cual daña considerablemente la consistencia dramática de un relato que no sabe o no puede mantener el equilibrio entre el espectáculo y el trenzado de la trama y el dibujo de los personajes. Esto último está íntimamente ligado con el tercer gran defecto de la película: la impersonalidad (inesperada, dados sus antecedentes) de la labor de realización de Andrew Stanton. Se echa en falta a lo largo de todo el relato un director que hubiese sido capaz de compensar la insipidez de Taylor Kitsch y la desigualdad entre lo espectacular y lo descriptivo de una manera más inventiva y vigorosa. Finalmente, John Carter sufre del peso de un gran inconveniente, que aunque no es justo calificarlo como defecto puede achacarse a los responsables del film: el hecho de que la película nos llega, por así decirlo, “tarde”, y como consecuencia de ello, impregnada de influencias ajenas. Téngase en cuenta que estamos hablando del personaje que se encuentra en la base de buena parte de los cómics, la literatura y el cine de aventuras espaciales del siglo XX: Burroughs publicó Una princesa de Marte entre 1911-1912 (la primera edición por entregas) y 1917 (la primera edición en libro), y nadie niega la influencia que el personaje de Carter ha tenido en Flash Gordon o Buck Rogers, la literatura de Frank Herbert o la saga Star Wars, para no alargarnos. Pero, como digo, puede achacárseles a los responsables de John Carter, y considerarlo hasta cierto punto como el cuarto gran defecto de la película, el no haber querido (o podido) soslayar el hecho de que el diseño de producción y efectos visuales bebe a tragos largos de una serie de influencias que, paradójicamente, a su vez bebieron primero de la creación literaria de Burroughs: los guerreros de las distintas tribus de Marte (o Barsoom, como lo llaman sus habitantes), sus corazas, armamentos, vehículos y aeronaves parecen salidos de los lápices de Alex Raymond o de la versión de Flash Gordon (ídem, 1980) de Dino de Laurentiis/ Mike Hodges (el clímax del relato, con el héroe Carter/ Kitsch lanzándose de cabeza a impedir la boda de la princesa Dejah/ Lynn Collins con el villano Sab Than/ Dominic West, recuerda mucho el del film de Hodges); los diseños de decorados y vestuario evocan el Dune (ídem, 1984) de David Lynch; y los monstruos y determinados paisajes se dirían sacados de la franquicia Star Wars o hasta de Avatar (ídem, 2009, James Cameron)… Paradójicamente, John Carter consigue parecer así un mero sucedáneo de buena parte de las producciones gráficas y cinematográficas de ciencia ficción que generó el personaje original en el cual esas se inspiraron.


A pesar de todos esos inconvenientes, el balance final de John Carter no termina de parecerme tan despreciable (¡cualquiera diría que, comparado con el film de Andrew Stanton, todo el cine que se hace hoy en día es tan maravilloso!). Señalo a su favor el respeto a la ingenuidad y carácter pulp del original de Burroughs, o dicho de otra manera, su aire démodé, bastante arriesgado en un momento como el actual, en el que el cine de ciencia ficción no suele prestarse a ejercicios de nostalgia con cierta perspectiva, ¡ay!, cultural: el Marte de John Carter es el Marte de Burroughs, un planeta que no es rojo y al cual no se viaja con una nave espacial, sino por mediación de un medallón mágico (sic), y donde no es necesario el uso de escafandras, sino en el que se respira oxígeno y, como consecuencia de una rara diferencia de densidad atmosférica y de gravedad, el terrícola Carter ve aumentada de manera sobrehumana su fuerza física y es capaz de dar saltos de increíbles proporciones. Funciona bien la descripción inicial del carácter solitario y aventurero del protagonista, e incluso hay una secuencia que tiene cierta gracia: la detención de Carter por los soldados del coronel Powell (Bryan Cranston) y los consecutivos intentos de fuga del protagonista, en los cuales a cada plano de Carter golpeando a un guardia o saltando por una ventana le sigue un nuevo plano del personaje yendo a parar a un nuevo espacio de su cautiverio. También me resulta simpático el bonito planteamiento del arranque del relato, extraído, por lo demás, de la novela de Burroughs: si en esta última el creador de Tarzán introduce a John Carter como si fuera un tío suyo, para a continuación reproducir el diario en primera persona donde Carter narra sus aventuras en Marte/ Barsoom, en el film un joven Burroughs (Daryl Sabara) se convierte en el heredero de su supuestamente fallecido tío Carter y procede a la lectura del diario secreto de este último como parte de las misteriosas disposiciones que ha dejado establecidas en su testamento. El epílogo del relato, con Burroughs descubriendo que su tío John Carter ha fingido su muerte para burlar a sus enemigos, y que debe custodiar su envoltorio humano metido en una cripta que tan solo puede abrirse desde dentro (sic), mientras su “copia” regresa mágicamente a Marte junto a su amada esposa Dejah, tiene cierto encanto y ese tono agridulce que recuerda al de otra subvalorada adaptación de otra añeja novela de ciencia ficción, en este caso de H.G. Wells, y asimismo tampoco tan desdeñable como se dijo: La máquina de tiempo (The Time Machine, 2002, Simon Wells), agradable muestra de ciencia ficción démodé que la intelligentsia defenestró a falta de algo mejor que hacer. Todo ello, unido al buen acabado de las secuencias de acción, me impiden echar a la basura este insuficiente pero curioso John Carter, con el que me he extendido un poco más de lo habitual con este “telegrama” porque creía que necesitaba un poco más de cariño que otros títulos que, como los ya comentados The Turin Horse o Caballo de batalla, casi se defienden por sí solos.


sábado, 7 de abril de 2012

“CABALLO DE BATALLA”, DE STEVEN SPIELBERG (Telegrama núm. 2)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] El amigo Antonio José Navarro, que nunca ha simpatizado del todo con el cine de Steven Spielberg –pero, al contrario de lo que suelen hacer muchos, demasiados, tampoco se deja llevar por juicios preconcebidos—, lo expresaba muy bien en su crítica publicada en el núm. 322 de Imágenes de Actualidad (marzo 2012): Caballo de batalla (War Horse, 2011) es una película hecha deliberadamente “a la antigua”. No solo no puedo estar más de acuerdo, sino que incluso me parece tremendamente obvio a estas alturas, tras una carrera en el cine de casi cuarenta años de duración –si consideramos el arranque “oficial” de la misma con Loca evasión (The Sugarland Express, 1974)—, que Spielberg ha mirado en muchísimas ocasiones al pasado. Y no me refiero, claro está, al mero hecho de que una parte muy importante de su filmografía esté centrada en relatos ambientados en un pasado histórico –1941 (ídem, 1979), la tetralogía de Indiana Jones, El color púrpura (The Color Purple, 1985), El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987), La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), Amistad (ídem, 1997), Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), Atrápame si puedes (Catch Me If You Can, 2002), Munich (ídem, 2005), Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio (The Adventures of Tintin: The Secret of the Unicorn, 2011), su Lincoln (2012) actualmente en post-producción—, a la que ahora podemos añadir, sin problemas, la ambientación en la Primera Guerra Mundial de Caballo de batalla. Me refiero también al hecho de que Spielberg es un cineasta que, en muchas ocasiones –entre ellas, las citadas líneas arriba—, ha adoptado modos narrativos de lo que se conoce como el viejo Hollywood o, si se prefiere, el Hollywood clásico (lo cual no significa que no haya sabido modernizar su manera de filmar cuando la ocasión lo ha requerido: recuérdense A.I. Inteligencia artificial / A.I. Artificial Intelligence, 2001; Minority Report / ídem, 2002; La terminal / The Terminal, 2004; y La guerra de los mundos / War of the Worlds, 2005). Desde este punto de vista, Caballo de batalla es el más contundente ejemplo de cinefilia aplicada que se haya visto dentro del cine norteamericano desde Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002), de Todd Haynes, y por descontado, muy superior en este sentido a la meramente simpática The Artist (ídem, 2011, Michel Hazanavicius), la película más sobredimensionada de los últimos tiempos.

 

Caballo de batalla certifica su condición de “cine antiguo” (que no anticuado) precisamente en su secuencia final, el regreso al hogar del joven Albert (Jeremy Irvine), montando a su fiel caballo Joey, y siendo recibido y abrazado por sus padres, Ted (Peter Mullan) y Rose (Emily Watson): el momento tiene lugar a la luz de un irreal atardecer rojo, “de estudio”…, que es prácticamente idéntico a los rojos que alumbran el cielo de Atlanta en llamas en Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939), o el crepúsculo en la famosa escena de esta última en la que Scarlett O’Hara/ Vivien Leigh jura que jamás-volverá-a-pasar-hambre. Es el punto culminante –y un aviso para despistados, que por lo visto, y a juzgar por algunas opiniones leídas/ oídas con respecto a Caballo de batalla, los hay en abundancia— de un relato con el cual Spielberg rinde homenaje a cierta tradición cinematográfica típicamente hollywoodiense, combinando de manera sentida y sin prejuicios su amor por John Ford y David Lean con una puesta en escena que bebe del espíritu de la narración limpia y clara –o lo que se entiende como tal— cultivada por los viejos maestros, poniendo de relieve al mismo tiempo su añeja y largo tiempo reivindicada condición de cineasta que hace-de-todo y rueda-de-todo: no por casualidad, Victor Fleming, el único realizador acreditado de Lo que el viento se llevó, suele ser citado por Spielberg entre sus directores favoritos: el ejemplo perfecto del artesano que tocaba todos los palos del cine de género en virtud del contrato que le ligaba en exclusiva a un estudio. ¿A alguien le sorprende el carácter “antiguo” de esa parcela del cine de Spielberg después de haber dado tantos y tantos ejemplos de esa devoción? Enésima demostración de que Spielberg no hace películas para los críticos, sino para la gente que le gusta el cine.


En cualquier caso, lo que a la hora de la verdad acaba brillando a gran altura en Caballo de batalla es el sentido de la imagen y la inventiva de un realizador que se entrega a fondo a ese juego de “cine antiguo” con plena conciencia de ello, dando por resultado una puesta en escena que recupera las viejas esencias de la sabiduría narrativa del Hollywood de antaño. De ahí que, con independencia de la sencillez de lo narrado, y de las consabidas acusaciones de “blandura” y “sentimentalismo” (los clásicos sonsonetes que, en el caso de Spielberg, rebrotan con facilidad cuando ya no se tiene otra cosa mejor que decir), la película ofrece un auténtico festín: ahí están el bellísimo encadenado que relaciona el bordado de Rose con los surcos que intenta abrir Albert en el huerto con Joey tirando del arado; la ya justamente célebre resolución elíptica de la matanza de los soldados ingleses a caballo, cayendo como moscas bajo el efecto de las ametralladoras alemanas, expresada mediante las extraordinarias imágenes de los caballos sin jinete cruzando las líneas enemigas; la magistral resolución del fusilamiento de los dos jóvenes soldados alemanes desertores, por mediación de la “elipsis” conseguida con el aspa de un molino que cruza el plano y, por unos segundos, escamotea al espectador ese fusilamiento; el movimiento de grúa que sigue al abuelo francés (Niels Arestrup) cuando a los alemanes invadiendo su granja; o las brillantes secuencias bélicas en las trincheras, tanto la del caballo recorriendo aterrorizado el campo de batalla hasta quedar atrapado en el alambre de espino, como las no menos vigorosas escenas de combate que relacionan a Albert con su amigo Andrew (Matt Milne), en particular la resolución elíptica de la muerte de este último, “devorado” por una siniestra nube de gas letal.

jueves, 5 de abril de 2012

“THE TURIN HORSE”, DE BÉLA TARR (Telegrama núm. 1)

Demasiadas películas interesantes estrenadas en lo que llevamos de año, “demasiadas” ganas de comentarlas todas y, sobre todo, demasiado poco tiempo libre para hacerlo. Solución (a falta de una mejor): llevar a cabo una serie de textos telegráficos, anotando en ellos mis impresiones más inmediatas, con la esperanza de cubrir esos, digamos, “agujeros” de este blog mientras nos vamos poniendo al día, aunque eso suponga hablar de títulos que ya no son de “actualidad”, o por lo menos no de la más reciente.

[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] El plano-secuencia de arranque de The Turin Horse (A Torinói ló, 2011) es uno de los más hermosos que recuerdo haber visto en el cine de estos últimos años, y su belleza reside tanto en su aparente sencillez como en su densísima capacidad de sugerencia. Se trata de un plano general bastante abierto y, al mismo, bastante “cerrado”, en lo que a los contornos del encuadre se refiere, alrededor de la imagen que muestra, la cual consiste en un hombre maduro (Ohlsdorfer: János Derzsi) que conduce un viejo carro de madera tirado por un grueso caballo; la cámara sigue, en travelling lateral de derecha a izquierda, el movimiento en la misma dirección del anciano y su vehículo; la imagen se mantiene así algunos minutos, provocando –en combinación con la contrastada fotografía en blanco y negro de Fred Kelemen, el obsesivo, por repetitivo, tema musical de Mihály Vig, y la brusquedad del entorno climatológico, dominado por un viento imparable— una notabilísima sensación de desazón, de frío, de desamparo. Pero la particularidad de este plano reside en que la composición inicial del mismo se “rompe”, de repente, mediante un elegante y sofisticado reencuadre de la cámara, que convierte ese plano general combinado con travelling lateral en un casi plano medio frontal en ligero contrapicado, de manera que el caballo pasa a ocupar el primer término del encuadre y su dueño el segundo término y sin que por ello la cámara se detenga, desplazándose ahora en travelling asimismo casi frontal. Esta imagen se mantiene, también, durante una buena fracción de tiempo, convirtiéndose así en una llamada de atención hacia el espectador, como advirtiéndole de la importancia que ese animal va a tener en lo que se va a narrar a continuación, y sobre todo, haciéndolo en virtud de la elección de ese reencuadre de la cámara que acaba de otorgar preeminencia al caballo dentro del plano (y, por ende, dentro de la propia película). Pero el plano-secuencia no termina ahí, dado que, al final, la cámara retoma, de nuevo con gran elegancia y considerable virtuosismo, su posición inicial (plano general con travelling lateral de derecha a izquierda), como sugiriendo que, a pesar de la importancia que el caballo va a tener en el devenir de los acontecimientos del film, no es menos cierto que el destino del animal quedará asimismo indisolublemente unido al de su amo. Se trata, en conclusión, de una imagen no solo premonitoria, sino también conclusiva: un plano que prácticamente resume, a modo de prólogo de ejemplar densidad, el sentido principal del relato.


Aproximadamente treinta planos de larga duración –o, si se prefiere, por más que no sea del todo exacto, treinta planos-secuencia— “llenan” poco más o menos –quitando, asimismo, títulos de crédito— los 146 minutos de metraje de The Turin Horse, la película con la que, dicen, el húngaro Béla Tarr se retira del cine, y que consta como codirigida por su esposa Ágnes Hranitzky, la cual ya figuraba en tales funciones en los créditos de Werckmeister harmóniák (2000; DVD: Armonías de Werckmeister), su episodio-prólogo para el film colectivo Visions of Europe (2004) y A London férfi (2007; DVD: El hombre de Londres). El realizador logra conferir aquí, de manera paulatina y minuciosa, una agobiante atmósfera alrededor de los dos personajes protagonistas del relato, Ohlsdorfer y su hija (Erika Bók, también presente en El hombre de Londres), si bien, y en puridad de conceptos, habría que hablar de tres protagonistas incluyendo al caballo de la granja, el cual, como digo, deviene una pieza fundamental de lo narrado: a partir del momento en que el animal se niega a seguir tirando del carro que conduce a Ohlsdorfer al pueblo, e incluso a salir siquiera del cobertizo, Ohlsdorfer y su hija quedan, literalmente, “encerrados” en su granja, rodeados por ese viento incesante, atrapados en su propia soledad, en sus silencios, en sus rutinarios rituales cotidianos –ayudar al padre a vestirse por la mañana y a desnudarse por la noche, salir a buscar agua del pozo, hervir y comerse una patata con sal…—, inmersos en una oscuridad creciente e impenetrable, lo cual confiere a The Turin Horse un ambiente claustrofóbico y abstracto que hace pensar en El ángel exterminador (1962), uno de los mejores trabajos de Luis Buñuel.


Un aspecto particularmente llamativo de la puesta en escena de The Turin Horse reside en la magistral precisión de sus movimientos de cámara y de qué manera están orquestados, en virtud de ese movimiento y de la gestualidad de los intérpretes, los planos de larga duración que componen la película. Me refiero, más concretamente, al hecho de que hay momentos en los cuales los personajes parecen, literalmente, “atrapados” dentro del encuadre, y sus movimientos están, por así decirlo, sujetos al aparente capricho invisible de la cámara que les acompaña doquiera que vayan, como si fueran títeres. Ya he mencionado el hecho de que, a partir del instante en que el caballo de los granjeros se niega a tirar del carro de Ohlsdorfer, empieza el encierro de este último y su hija en su propia casa. En coherencia con esta idea, los planos con cámara móvil casi siempre empiezan desde dentro de la casa –por ejemplo, las escenas en las cuales la hija sale al exterior a sacar agua del pozo— y terminan de nuevo en el interior de la vivienda, como si una especie de fuerza invisible impidiera a los personajes alejarse en demasía del lugar y les obligara a volver al cabo de un escaso lapso de tiempo. Y, efectivamente, cuando parece que por fin se produce un intento serio de “huida” de Ohlsdorfer y su hija en el carro tirado por el caballo, entonces la cámara no sale al exterior, sino que captura ese fuga fallida con el encuadre tomado de nuevo desde el interior de la casa y filmándola a través de la ventana, de manera que parece que la cámara se queda quieta y “espera” a que, indefectiblemente, los personajes regresen a la granja, impedidos de avanzar por culpa del frío y el viento, tal y como así ocurrirá. No resulta de extrañar, en este sentido, que las dos únicas visitas que reciben Ohlsdorfer y su hija sean de personajes cuyas llegadas a la granja están, asimismo, planificadas desde el interior de la vivienda (y sugiriendo, de este modo, que se trata de personajes ajenos al mundo y a la manera de pensar, de sentir y de vivir de Ohlsdorfer y su hija): la visita de Bernhard (Mihály Kormos), un vecino que viene a comprarles aguardiente y que aprovecha para comentarles filosóficamente su sensación de que el mundo se está acabando (encontrándose con la contundente negativa de Ohlsdorfer a su disertación: “eso solo son cojonadas…”); y la irrupción de la familia gitana que viaja en carromato e intenta cogerles agua del pozo: en este último caso, la cámara tampoco se acerca a los intrusos, sino que permanece colocada en la casa, como si “supiera” –tal y como así ocurrirá— que, tan pronto como Ohlsdorfer y su hija hayan ahuyentado a los gitanos, ambos regresarán junto a ella a su simbólica prisión en forma de hogar. Una obra maestra.