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martes, 27 de noviembre de 2012

“HOLY MOTORS”, de LEOS CARAX (Telegrama núm. 20)



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hacía mucho tiempo que no veía una nueva película del francés Leos Carax. Antes de que alguien me diga que Holy Motors (ídem, 2012) es su primer largometraje desde Pola X (1999) y su nuevo trabajo tras el corto My Last Minute (2006) y el sketch Merde para el film colectivo Tokyo! (2009), aclaro rápidamente que yo hacía mucho más que no veía una película suya, desde el estreno de Los amantes del Pont-Neuf (Les amants du Pont-Neuf, 1991), con que imagínense. Hasta ahora, mi conocimiento del cine de Carax se limitaba a esta última, que como digo vi una vez en su momento y recuerdo que me pareció de una mediocridad apabullante, y a Mala sangre (Mauvais sang, 1986), que tampoco he revisado desde que se estrenó pero que, al contrario que la anterior, recuerdo con agrado. Vayamos diciendo que, a falta de volver a ver Mala sangre y Los amantes del Pont-Neuf (cosa que probablemente acabaré haciendo tarde o temprano, aunque sea a costa de tener que aguantar a Juliette Binoche, a la cual, discúlpenme, nunca he podido soportar), y de adentrarme en el resto de la obra de Carax que desconozco —su primer corto, Strangulation Blues (1980), y su primer largo, Chico conoce chica (Boy Meets Girl, 1984)—, lo cierto es que Holy Motors me ha parecido un film magnífico.




Sé que estos días se están dando numerosas y muy sesudas elucubraciones sobre una película que, cierto es, se presta a ello, muchas de ellas centradas en el carácter maldito de su autor y la anomalía de un film de estas características en el panorama actual del cine contemporáneo. Todas me parecen muy respetables, pero no consigo evitar la sensación de que algunas de esas interpretaciones, incluso las más sinceras, “compiten” entre ellas de cara a ver cuál consigue ser la más abstracta y compleja, es decir, aquélla que sea capaz de incidir con mayor profundidad en los “secretos” de una película que tiene mucho de misterioso (por no hablar de otras opiniones, bastante más molestas, que adoptan el tono de una soflama para hablar de Holy Motors no ya como el-cine-que-hay-que-ver, sino incluso como el-ÚNICO-cine-que-hay-que-ver, lo cual, qué quieren que les diga, siempre me ha parecido una postura reduccionista, estrecha de miras y reaccionaria). Digo todo esto porque, personalmente, lo que más me ha gustado y sorprendido del film de Leos Carax es, por el contrario, que me parece de una sencillez apabullante y que hace gala de unos contenidos expuestos con una claridad casi meridiana. Desde este punto de vista, y lejos, muy lejos de su fama de película “elitista” y/ o “para élites”, creo que lo que explica Holy Motors es muy sencillo, por más que esa sencillez —que nunca hay que confundir con simplicidad— esté íntimamente vinculada a un trabajo de puesta en escena —éste sí— de notable belleza y complejidad, y con independencia, además, de que muchos de sus contenidos puedan ser más o menos diáfanos en función del grado de cultura cinematográfica de cada espectador. También es necesario afirmar, antes de continuar, que Holy Motors no es un film de guiños, sino dicho con más propiedad una película que lanza un único y gigantesco guiño de dos horas de duración dirigido hacia el cine entero, y por mediación de un relato fantasioso que no hace sino repasar algunas de las estructuras narrativas y ciertas situaciones-tipo características de, si no todo, sí de buena parte de los patrones para relatos fílmicos que el medio ha proporcionado en más de un siglo de existencia.



Bajo esta perspectiva, lo único que en un momento dado se presta a la confusión del espectador habituado a una construcción narrativa convencional reside en el carácter aparentemente absurdo y sin lógica racional del personaje protagonista del film, Monsieur Oscar (Denis Lavant), y su extravagante conducta. Sin embargo, y antes de la presentación de este, el propio Leos Carax en persona nos proporciona una pista de por dónde irán los tiros, interpretando a un anónimo personaje que se levanta de la cama en una habitación en penumbra (una estancia en duermevela que se diría situada entre ese momento indeterminado entre la noche que acaba y el día que empieza: esa “hora del lobo” en la que, dicen, mueren más personas y nacen más niños de la que nos hablara magistralmente Ingmar Bergman); personaje que, como digo, atraviesa mágicamente la estancia en la que se encuentra y va a parar a una sala de proyección cinematográfica: el cine como sueño y pesadilla, como realidad alternativa y a la vez complementaria del estado de vigilia. Y empieza Holy Motors propiamente dicha: Monsieur Oscar —un nombre, de entrada, con connotaciones fílmicas—, un hombre con apariencia de adinerado ejecutivo de una gran empresa —la ropa, el maletín, la vivienda de la que sale por la mañana temprano— toma una limusina que conduce una mujer, Céline (Edith Scob), para desplazarse a su trabajo. Hasta aquí nada “raro”, o lo que se entiende como tal, si no fuera porque, al poco rato, vemos que el “trabajo” de Monsieur Oscar consiste en cambiarse de ropa y maquillarse, adoptando toda la apariencia de un andrajoso mendigo, bajarse de la limusina una vez la misma se detiene —je, je— en el Pont-Neuf de París, y ponerse a pedir limosna durante unas horas: su horario viene estrictamente establecido en una agenda de “trabajo” que le indica que tiene varias citas a lo largo de su jornada. Una jornada durante la cual Monsieur Oscar (si es que realmente ese es su nombre) irá volviendo a la limusina, y en virtud de nuevos cambios de vestuario y maquillaje, se irá transformando en más variopintos personajes que “viven” o “fingen vivir” dispares situaciones: un hombre que presta su cuerpo y habilidades físicas a una empresa que realiza “captura de movimiento” para lo que tiene toda la pinta de ser un videojuego, en compañía de otra no menos flexible bailarina (la contorsionista Zlata); un hombrecillo que vive en las alcantarillas —Merde: el protagonista del ya mencionado sketch de Tokyo!—, se cuela en una sesión fotográfica en un cementerio (sic) y secuestra a la cotizada top model Kay M (Eva Mendes, en un papel inicialmente previsto para una quizá más adecuada Kate Moss); un padre de familia que va en coche a recoger a su hija adolescente de una fiesta estudiantil, para descubrir que la chica ha estado avergonzada y encerrada en el cuarto de baño durante toda la velada; un hombre que toca el acordeón e improvisa un dinámico número musical callejero junto a otros músicos; un asesino a sueldo que descubre que el hombre al que debe liquidar es exactamente igual a él; un anciano moribundo que, antes de expirar, desea despedirse de su joven esposa, que le ama sinceramente a pesar de su gran diferencia de edad; otro hombre que se cita con una compañera de su misma y extraña profesión —una mujer que se hace pasar por otra: Eva Grace/ Jean (Kylie Minogue)—, cuyo encuentro da pie a otro número musical; y el regreso final del hombre, o de todos los hombres en uno que hemos ido viendo, a su hogar: una humilde vivienda en un barrio suburbial donde le espera su esposa y su hijo…, ambos chimpancés (¡).



Por más que, así explicada, Holy Motors puede parecer un completo disparate, lo cierto es que Carax demuestra una extraordinaria habilidad para convertir todas y cada una de las aventuras de Monsieur Oscar, o de los personajes en los que se transforma, en una brillante sucesión de episodios que, cada uno a su manera, vienen a simbolizar diferentes y variadas muestras de géneros, estilos y tendencias cinematográficos. Quitando el para mi gusto innecesario guiño fácil al Pont-Neuf, escenario de la que hasta ahora era su película más conocida (por más que pueda verse en ello una especie de reivindicación por parte de un cineasta que ha estado viviendo una especie de etapa de marginación u ostracismo dentro del panorama del cine contemporáneo), Holy Motors ofrece un poético recorrido por géneros como el de terror (el turbador sketch centrado en Merde), el melodrama (los sombríos del padre y su hija, y del anciano y su joven esposa), el thriller (el siniestro y, también, casi fantastique episodio del asesino y su víctima) y el musical (el melancólico encuentro con Eva Grace/ Jean en unos grandes almacenes abandonados y en estado de ruina, donde Kylie Minogue —cuya voz también sonaba, a lo lejos, en la fiesta de los adolescentes— interpreta una balada). A ello cabe añadir no solo la referencia a la moderna imagen digital (escena de la grabación de la “captura de movimiento”), e incluso un intermedio musical (la secuencia de los músicos callejeros, resuelta en un excelente plano-secuencia con cámara móvil), sino algunas inesperadas “interferencias” que impiden que el relato se vuelva excesivamente familiar una vez ha quedado claramente establecida su estructura narrativa alrededor de los números de transformismo de Monsieur Oscar/ Denis Lavant, tal es el caso de la conversación del protagonista(s) con el anciano con una mancha de vino en su traje (Michel Piccoli) que se “aparece” en la limusina —como se ha dicho estos días, no deja de resultar curiosa la recurrencia a este vehículo en otra relevante película de este año: Cosmópolis (Cosmopolis, 2010, David Cronenberg) (1)—, el momento en que Oscar se abalanza sobre unos banqueros sentados en una terraza, o ese ya mencionado detalle de la secuencia del encuentro con Eva Grace/ Jean, en la cual esta última y Oscar asumen su condición de personajes que se hacen pasar por otros personajes porque, dicen, han sido contratados para ello, por más que jamás entendamos cuál es el propósito de todo ese constante transformismo.



Propósito que, en cualquier caso y vuelvo a insistir, parece concentrarse en su intención de erigirse en un más bien sencillo a la par que simbólico homenaje al cine por más que adopte, empero, una construcción dramática enigmática, y que se cierra con un doble guiño: Céline, la chófer de Monsieur Oscar, al final del día devuelve la limusina a la empresa de estos vehículos para la que trabaja, y se coloca una máscara prácticamente idéntica a la que la misma actriz, Edith Scob, lucía en su más famosa interpretación para el cine: la llevada a cabo en la obra maestra de Georges Franju Ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960). El segundo guiño al que me refiero es justo en la escena inmediatamente posterior: la conversación imaginaria de las limusinas en el aparcamiento, que puede verse como una especie de reinterpretación sui generis de la famosa escena eliminada de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950, Billy Wilder), en la cual debía oírse la conversación en off entre los cuerpos sin vida que reposan en el depósito de cadáveres, y que se presta a todo tipo de interpretaciones: la limusina de Monsieur Oscar, el coche que es a la vez un coche y a la vez un signo de distinción, transporta fragmentos de cine, el arte que se parece a todos pero al mismo tiempo es distinto de todos; y las limusinas, distintas formas de ver o entender el cine, debaten coloquialmente sobre su pasado, su presente y su futuro, en un momento en que el cine como arte ha asumido ya su posmodernidad y se plantea cuál es el siguiente paso a dar, cuál es la hoja de ruta que debe seguir.



(1)
http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/10/cosmopolis-de-david-cronenberg.html

sábado, 24 de noviembre de 2012

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” DICIEMBRE 2012, ya a la venta

Imágenes de Actualidad despide el año con su núm. 330, correspondiente al mes de diciembre, y lo hace con una portada dedicada al que probablemente será uno de los estrenos más comerciales de 2013: Iron Man 3 (ídem, 2013), de Shane Black, de la cual se ofrece un extenso avance en la sección Primeras Fotos. La misma también incluye un avance de otro gran estreno para el año que viene: Guerra Mundial Z (World War Z, 2013), de Marc Forster.


El resto del número se completa con abundantes contenidos centrados, sobre todo, en los dos estrenos más espectaculares previstos para este mes de diciembre. El primero es El hobbit: Un viaje inesperado (The Hobbit: An Unexpected Journey, 2012), primera entrega de la nueva trilogía de Peter Jackson basada en otra famosa obra de J.R.R. Tolkien, que se complementa con un extenso reportaje sobre las trilogía de films basada en El Señor de los Anillos y datos adicionales sobre la adaptación de El hobbit, bajo el título de Viajando por la Tierra Media. El segundo gran estreno del mes, con vistas a que sea la-película-de-las-navidades, es Los miserables (Les Miserables, 2012), la adaptación del célebre musical homónimo inspirado en el clásico de Victor Hugo que ha realizado Tom Hooper, y que se completa con una entrevista con uno de sus principales protagonistas, Hugh Jackman. El resto de informaciones destacadas del número lo componen los reportajes dedicados a De óxido y hueso (De rouille et d’os, 2012), de Jacques Audiard, que se completa asimismo con una entrevista con su protagonista femenina, Marion Cotillard; ¡Rompe Ralph! (Wreck-It Ralph, 2012), de Rich Moore, nueva producción animada por ordenador de Disney; Dos días en Nueva York (2 Days in New York, 2012), de y con Julie Delpy; El hombre de las sombras (The Tall Man, 2012), de Pascal Laugier; Amor y letras (Liberal Arts, 2012), de y con Josh Radnor, que se complementa a su vez con un retrato de su coprotagonista femenina, la ascendente Elizabeth Olsen; Sin tregua (End of Watch, 2012), de David Ayer; y El cuerpo (2012). A ello se añaden, como siempre, las secciones Además…, centrada en el resto de estrenos del mes; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

El estreno de la primera entrega de la trilogía de El hobbit me ha movido a dedicar el Cult Movie al film que inició la etapa más prestigiosa de la carrera de Peter Jackson: Criaturas celestiales (Heavenly Creatures, 1994), protagonizada por Kate Winslet y Melanie Lynskey: “en sentido figurado, una «película de monstruos», donde lo monstruoso no es explícito, sino implícito; y no se manifiesta por medio de miembros amputados, cuerpos abiertos en canal y chorros de sangre, sino a través de turbulentos sentimientos humanos que exhiben lo peor de sí mismos. El título del film resulta, en este mismo sentido, de una sangrante mordacidad, habida cuenta de que las inolvidables protagonistas de este relato, Pauline Parker y Juliet Hulme, son verdaderos monstruos de apariencia angelical, animales salvajes con apariencia de quinceañeras en las cuales confluyen una amplia y matizadísima amalgama de cualidades y sentimientos, muchos de ellos paradójicamente positivos (el amor, la fantasía, la imaginación, la creatividad), pero que evolucionan, ergo degeneran, hasta arrastrar a las chicas a una espiral enfermiza e incontrolable de egoísmo, arrogancia, pretensiones de superioridad y locura que desemboca, trágicamente, en el asesinato más brutal, estúpido, gratuito y demencial que imaginarse pueda”.

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viernes, 23 de noviembre de 2012

El primer Bond posmoderno: “SKYFALL”, de SAM MENDES


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN MUCHOS IMPORTANTES DETALLES (O TODOS…) DE LA TRAMA DE ESTE FILM.]



El plano de arranque de Skyfall (ídem, 2012), dentro de la clásica secuencia precréditos característica de la mayor parte de la serie dedicada al agente 007 y que, en ocasiones, suele ser independiente del resto del metraje (una mini-película dentro de la película), me parece muy significativo. En el mismo vemos el oscuro pasillo de un hotel, iluminado tan solo por la luz que entra por un ventanal al fondo; delante de ese ventanal se recorta la negra silueta de un hombre con una pistola en la mano al que, a contraluz, no podemos distinguir con claridad, por más que el fondo musical –un par de furiosos acordes con los cuales el compositor Thomas Newman evoca un sonido bien reconocible para quienes han seguido la franquicia y conocen la obra de John Barry— ya nos proporciona una pista bastante clara sobre la identidad de ese hombre en la penumbra. Una identidad que se confirma tan pronto como, dentro de ese mismo encuadre en plano general, el hombre avanza por el pasillo, acercándose por tanto hacia la cámara, hasta colocarse en primer plano delante de ella, a la par que apunta con su arma; un foco de luz estratégicamente colocado nos permite entonces intuir sus facciones: el hombre en cuestión es Bond, James Bond (Daniel Craig). De este modo, el agente 007 se nos presenta de manera simbólica como una sombra sin delimitar con precisión, una abstracción en la oscuridad que tan solo toma forma e identidad cuando la vemos en primer término del encuadre. No creo exagerar cuando afirmo que, a partir de ese momento y justo hasta sus minutos finales, Skyfall se convierte en el proceso de delimitación de esa “sombra”, esa abstracción o entelequia que es James Bond 007, el mito creado por el cine a partir de la previa creación literaria de Ian Fleming, dentro de un largometraje que, pese a su pertenencia a una saga que este año cumple el medio siglo de existencia –los cincuenta años transcurridos desde el estreno de Agente 007 contra el Dr. No (Dr. No, 1962, Terence Young)—, y dentro de la cual no han faltado las abundantes referencias a sí misma, se erige más que nunca en un film-Bond que se mira constantemente como film-Bond. Skyfall es el primer Bond posmoderno.


A pesar de lo dicho, la película de Sam Mendes, inesperado firmante de esta producción que parece haber entendido dónde se metía mucho mejor que el despistado Marc Forster de la mediocre 007: Quantum of Solace (Quantum of Solace, 2008), se toma su tiempo para desarrollar lo que podríamos denominar la tesis del Bond posmoderno. Pero antes, Mendes y la segunda unidad cumplen aparentemente con la tradición “bondiana” de la primera-y-espectacular-secuencia-prólogo, y lo hacen con brillantez. Mas ya en esta aparatosa secuencia de acción, que se desarrolla en Estambul y que consiste en una feroz persecución de Bond y la agente Eve (Naomie Harris) en pos de un asesino a sueldo –Patrice (Ola Rapace)— que ha robado una valiosísima información secreta del gobierno británico, y que incluye carreras en coche y en moto provocando una cadena de destrozos y culmina con la pelea cuerpo a cuerpo de Bond y Patrice sobre el techo de un tren en marcha, hay como digo ciertos aspectos que apuntan tanto a ese carácter de relato cinematográfico posmoderno como a determinados elementos dramáticos que serán desarrollados con más profundidad a lo largo del metraje. Empezando por estos últimos, la secuencia enfatiza la actitud profesional de Bond y su superior M (Judi Dench) en el ejercicio de sus funciones, poniendo de relieve en cuánto se parecen y a la vez en cuánto se distancian. El agente secreto del MI6 y su jefa de operaciones comparten sentido del deber y tenacidad a la hora de cumplirlo; pero Bond y en un momento dado también la agente Eve se distancian de M en su sentido del compañerismo: Bond irrumpe, como hemos visto, en la habitación del hotel y allí encuentra a un hombre muerto y a un compañero del MI6 –Ronson (Bill Buckhurst)— gravemente herido de bala; a regañadientes, Bond obedece la orden de perseguir a Patrice por más que su deseo sería quedarse con el colega que se desangra e intentar contener la hemorragia mientras llega la asistencia médica (más adelante sabremos que Ronson no sobrevivió); la actitud de M, supervisando la operación desde el cuartel general del MI6 en Londres, es de extrema severidad, justificada a su entender por lo mucho que está en juego (Patrice ha robado un disco duro que contiene nada menos que los nombres de todos los agentes secretos británicos repartidos por todo el mundo); y, en el momento culminante de la secuencia, Eve obedece en contra de su voluntad la imperativa orden de M de disparar a gran distancia con la intención de abatir a Patrice aun a riesgo de herir a Bond, con el fatídico resultado de que acaba siendo este último el alcanzado por el disparo.



Bond, año cero


La primera de las muchas agradables sorpresas que proporciona Skyfall, y que hace de ella una de las entregas más interesantes de la saga del agente 007 (tampoco la mejor, como ya he oído decir, pero sin duda una de las más destacables), es la forma como sondea la relación entre los personajes de Bond y M, esta última la virtual coprotagonista del trama (o, como también he oído decir con ironía, la auténtica “chica Bond” –sic— del relato). Una relación, es justo reconocerlo, que no es sino un desarrollo de algo ya apuntado en anteriores entregas de la serie desde que la gran actriz británica Judi Dench se hiciera cargo del papel de M en Goldeneye (ídem, 1995, Martin Campbell), el primer Bond protagonizado por Pierce Brosnan y el primero en arrojar una mirada crítica sobre el personaje creado por Fleming, la cual llegaría a su primer punto culminante con el primer y excelente film de la serie interpretado por Craig, 007: Casino Royale (Casino Royale, 2006), asimismo y quizá no por casualidad firmado por Martin Campbell, a quien ni que sea de manera modesta, y con todos los condicionamientos que para un director supone el trabajar en un film Bond, cabría considerar uno de los mejores que han pasado por la franquicia. Me estoy refiriendo a la soterrada relación de afecto que se da entre Bond y M: el primero profesa un respeto total y absoluto hacia su jefa (a pesar de que, como aquí, haya estado muy cerca de morir como consecuencia de una orden de ella); y la segunda tiene una fe no menos total y absoluta hacia la capacidad, entrega y espíritu de sacrificio de “su hombre”. Esto último se expresa muy bien en el hecho de que, después de la secuencia prólogo, Bond haya permanecido oculto durante meses en un ignoto rincón tropical, recuperándose de sus heridas, bebiendo alcohol, acostándose con mujeres y jugándose la vida en absurdas apuestas (escena del escorpión); los excesos le han pasado factura a su cuerpo, de ahí que cuando se reincorpora al servicio del MI6 se vea obligado a pasar una serie de pruebas de aptitud, físicas y psicológicas, a fin de conseguir que se le declare apto para el servicio. Más adelante sabremos con seguridad (aunque no cuesta mucho intuirlo) que Bond no superó esas pruebas, y que su aptitud fue declarada porque M ordenó manipular su expediente: porque le quería a él, y no a otro, para la misión de recuperación del disco duro robado al principio del relato. Entre Bond y M se da, por tanto, una suerte de relación amorosa que, como consecuencia de la diferencia de edad, se perfila bajo los rasgos de lo materno-filial. Hay un apunte muy claro al respecto: ese momento, la primera vez que Bond mantiene un cara a cara con el villano Silva (Javier Bardem), en que este último intenta humillar al primero haciéndole ver lo que ya hemos apuntado, que M manipuló su ficha para que volviera al servicio aun no estando teóricamente preparado para ello, y añadiendo: “mami se ha portado muy mal…”; como veremos más adelante, la relación madre-hijo es extensible a la que también se produce entre M y el propio Silva.


Se ha comentado estos días, no sin razón, que bajo cierto punto de vista Skyfall casi vendría a ser el primer Bond de Craig, o cuanto menos el inicio de una nueva etapa en la trayectoria cinematográfica del personaje. Hay muchos elementos, estrechamente relacionados con el carácter posmoderno del relato, que así lo apuntan. Hemos comentado que, cuando Bond vuelve al servicio, está en baja forma: tiene problemas para salir adelante en el ejercicio físico, no se muestra colaborativo en las pruebas psicológicas, y sobre todo su puntería ha empeorado notoriamente. En cambio, cuando vuelve a la acción, y aún con grandes esfuerzos, Bond “rinde” como de costumbre. Se ha establecido a partir de ello un paralelismo con la reciente última entrega de las aventuras de Batman a cargo de Christopher Nolan, El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012 –1—), donde también se presentaba a un Hombre Murciélago en decadencia viviendo su última gran aventura, por más que opino que el dibujo de la tenacidad de Bond está más conseguido en Skyfall que el del espíritu de superación de Bruce Wayne / Batman en El caballero oscuro: La leyenda renace: el agente 007 “se crece” ante el peligro porque –se insinúa— es cuando se enfrenta a la muerte que se siente verdaderamente vivo: de ahí que sea capaz, como hemos visto, de jugarse un simple vaso de whisky frente a la picadura de un escorpión, o de colgarse debajo de su ascensor a pesar del fuerte dolor de sus viejas heridas de bala; y si en un momento dado “falla” –en la escena en la que Silva le obliga a disparar contra la indefensa Sévérine (Bérénice Lim Marlohe)—, ello es consecuencia de hallarse en una situación de tensión que le recuerda sus fallidas pruebas de tiro en el MI6 y el de tener que disparar contra alguien que no es su enemigo; a continuación, y en cuestión de segundos, abate “sin fallar” a todos los sicarios de Silva que le rodean.


He mencionado que hay en Skyfall elementos posmodernos que guardan relación con el carácter ni que sea parcial de reboot que tiene esta entrega de la serie; una entrega, vuelvo a insistir, que se mira a sí misma desde la perspectiva –típicamente posmoderna— de su condición auto-asumida de “película Bond”. Como me apuntaba al respecto mi hermano Ricard –nunca he sido amigo de apropiarme de ideas ajenas sin citar la fuente—, la secuencia-prólogo resulta en este sentido harto significativa: es, por así decirlo, una “clásica secuencia Bond” que podríamos habérsela visto interpretar (con sus respectivas particularidades) a Sean Connery, George Lazenby, Roger Moore, Timothy Dalton o Pierce Brosnan; pero lo atractivo reside en su simbólica conclusión: Bond es abatido por el disparo de la agente Eve y se le da por muerto; o, dicho de otra manera, la secuencia nos viene a decir que el Bond a la antigua usanza “ha muerto” y que, a partir de ese momento, va a “nacer” otro Bond. ¿A alguien le resulta extraño que, cuando el villano Silva le pregunta qué es lo que se le da mejor, el agente 007 responda: “resucitar”? A fin de cuentas, ¿qué ha hecho Bond sino ir “muriendo” y “resucitando” a lo largo de cincuenta años con distintos rostros y tonalidades?


El prólogo –el cual, volvamos a recordar, ha empezando mostrándonos al agente 007 como lo que en el fondo es: una sombra, una abstracción, una entelequia, o en definitiva, un mito— deja paso a la no menos clásica secuencia de títulos de crédito, diseñados como viene siendo habitual en estos últimos años por Daniel Kleinman, quien ofrece un onírico recital de cementerios, lápidas y calaveras, en medio de las no menos habituales imágenes flotantes de “chicas Bond”, que subraya todavía más el carácter mortuorio de parte del relato. Lo que le sigue resulta, asimismo, muy sombrío: un misterioso hacker invade el sistema informático del MI6, y el origen de dicha intromisión ilegal se encuentra en el ordenador situado en el mismísimo despacho de M; cuando esta última y su escolta se dirigen hacia allí en coche a toda velocidad, una explosión arrasa ese despacho y buena parte de la fachada del edificio, causando numerosas víctimas mortales; no es la primera vez que en una película Bond la sede del MI6 sufre un ataque: recordemos el prólogo de El mundo nunca es suficiente (The World Is Not Enough, 1999, Michael Apted). Ello obliga a situar el cuartel general del servicio secreto británico en una nueva instalación que, en realidad, es muy vieja: un sector abandonado del metro londinense; tampoco es la primera vez que en un film Bond se apunta hacia el carácter anticuado, casi anacrónico, de 007 y el MI6: ahí está Muere otro día (Die Another Day, 2002, Lee Tamahori), en la cual Q también tenía su arsenal secreto en una estación de metro abandonada a la cual se accedía por una puerta situada en el puente de la Torre de Londres. Todo ello enlaza con el hecho de que Bond es una figura del pasado (a la cual, como luego insistiremos, se le da un tratamiento posmoderno), y esto es extensible tanto a M como al MI6 en su totalidad, hasta el punto de que acaba formando parte de la entraña misma del relato: en uno de los momentos culminantes del mismo, M tiene que responder ante una comisión de investigación encabezada por la Primera Ministro Clair Dowar (Helen McCrory), por la pérdida del disco duro con la identidades de los agentes, donde recibe duras acusaciones en aquel mismo sentido: por el hecho de estar dirigiendo un servicio secreto que tras el final de la guerra fría y la caída del bloque comunista parece haber perdido todo su sentido.


El carácter anticuado, o cuanto menos de “fuera de tiempo” del mito “bondiano” –del cual ya existían apuntes en Goldeneye puestos en boca, no por casualidad, por el personaje de M, quien llegaba a tildar a Bond de “machista” y “residuo” de la guerra fría—, está jugado a fondo en Skyfall, hasta el punto de formar parte intrínseca del substrato de lo narrado, de ahí su carácter posmoderno. En este sentido, resulta interesante que la película arranque con aquella secuencia-prólogo de acción aparatosa típicamente “bondiana”, la más espectacular de toda la función en el sentido asimismo más tradicional de la expresión, y a partir de ahí emprenda una progresión no exenta de acción y espectacularidad, pero que no pretende superar el tono colosal de ese prólogo sino dirigir la narración hacia otros parámetros menos convencionales de lo previsible. De este modo, presenciamos una especie de “retorno a los orígenes” del personaje, de manera que, a medida que avanza la acción, esta al mismo tiempo “retrocede” en el tiempo hasta situarse justo en los primeros años de vida de Bond, en el que sin duda es la secuencia final más insólita que se haya visto nunca en ninguna película de la franquicia. Este regreso al pasado está previamente anticipado en diversos momentos del film por medio de una serie de guiños diseminados aquí y allá que van haciéndose cada vez más evidentes (quizá demasiado) a medida que nos acercamos a la resolución del relato: ese instante en que a Bond le pasan un informe y le especifican que es “solo para sus ojos” (que no es tanto una expresión de confidencialidad como el título de la película Bond homónima de John Glen de 1981); la reincorporación de un nuevo Q a la franquicia con los rasgos de Ben Wishaw; la rutilante aparición del viejo Aston Martin que 007 tiene guardado en un garaje, con el que huye junto con M mientras le anuncia premonitoriamente “vamos a hacer un viaje al pasado” (sic); o, ya en el epílogo, la revelación del apellido de la agente Eve: ¡¡Moneypenny!!... Incluso Daniel Craig tiene aquí algunas réplicas “graciosas”, como las de los Bond de antaño, que prácticamente habían desaparecido en 007: Casino Royale y 007: Quantum of Solace.


Por otro lado, esa mirada hacia el pretérito se percibe también en la caracterización de la “chica Bond” Sévérine, la no menos clásica “chica Bond mala” que se redime ayudando al agente 007 en su misión (peaje sexual incluido) y que pierde la vida por ello: la actriz Bérénice Lim Marlohe ofrece una imagen tan sexy y glamourosa del personaje que la hace irreal y distante, como si el personaje no perteneciera a esta película; y, en cierto sentido, no pertenece: Sévérine responde a un arquetipo cinematográfico de mujer que ya forma parte del pasado, una “chica Bond” de otra época, de otro universo fílmico, que es aquel del cual Skyfall se va desprendiendo hasta llegar a su, insisto, sorprendente conclusión; de ahí, sin ir más lejos, el obvio contraste de Sévérine con la agente Eve, activa “chica Bond” de raza negra –aunque tampoco sea la primera: recordemos a la agente Jinx (Halle Berry) de Muere otro día— que se mide cara a cara con el agente 007. Llama asimismo la atención que aquí la consabida escena sexual de Bond con la “chica mala redimida” es más formularia que nunca: la misma se produce porque hay una tradición detrás que la respalda y reclama su existencia únicamente a efectos de identificación popular, o expresado vulgarmente, “porque toca”.



Viejos héroes, nuevos tiempos


La descripción del villano Silva contribuye sobremanera al tono nostálgico, de rememoración y posmoderno de Skyfall. El personaje es muy interesante, por más que la engolada interpretación que hace del mismo Javier Bardem, sin duda el más flojo del reparto, está cerca de estropearlo, aun sin conseguirlo. Eso enturbia pero no anula el atractivo del personaje, el cual, coherentemente con el planteamiento del relato, es un “villano de film Bond” contemplado con la conciencia de dicha condición: un “malo” que, no por casualidad, se encuentra asimismo a caballo de lo antiguo y lo moderno, el pasado, el presente y el futuro. Silva es un exagente secreto de MI6, un renegado que, un poco como Bond, también “murió” y luego “resucitó”: capturado por el enemigo, y torturado durante meses, resistió todo cuanto pudo brutales interrogatorios, hasta que decidió poner fin a sus sufrimientos mediante la (también clásica) pastilla de cianuro escondida entre sus muelas; pero algo salió mal: el cianuro no acabó con él, y empeoró su dolor destrozándole media boca y parte de la mejilla, y obligándole a llevar a partir de entonces una prótesis dental. Resentido con el MI6, ha decidido destruirlo y asesinar a la persona responsable de haberle enviado a esa misión y luego haberle abandonado a su suerte: M. Resulta asimismo coherente que su “plan diabólico” pase por el empleo de la tecnología más avanzada, esto es, la informática; apretando un botón, dice, puede lanzar un misil o desestabilizar toda la economía de una nación; y esto es así porque, de este modo, Silva se contrapone con el anticuado Bond: es un antiguo agente doble cero que, al contrario que el protagonista, ha decidido ponerse al día con los ordenadores (desde otro punto de vista, también resulta coherente con los tiempos actuales que el nuevo Q tenga la apariencia de un jovencito loco por los ordenadores). Asimismo, resulta muy significativo que Silva tenga una “base secreta” que no es sino una isla donde se encuentra un pueblo abandonado y en ruinas; ello parece sugerir que el mundo de Silva no es sino desolación y muerte: si al menos Bond era (es) representante de una época del pasado / un cine del pasado, Silva parece anunciar una futura caída de la civilización.


Ese contraste entre pasado, presente y futuro guarda, además, una estrecha relación con el inesperado discurso pro-británico que aflora en un determinado momento del relato. Ya hemos apuntado que el film insiste en la condición anacrónica de Bond y del MI6, pero el punto culminante de esta digresión se produce en el momento en que M tiene que declarar en una comisión de investigación en el Parlamento presidida por la mismísima Primera Ministro. Como hemos dicho, la primera mandataria de la nación le echa en cara a la jefa de operaciones del servicio secreto no ya su ineficiencia en el tema del robo del disco duro como el hecho de que el departamento de M sea un fósil del pasado absolutamente innecesario en nuestros días. Pero M replica con un apasionado discurso, en el cual defiende al personal del MI6 como el último reducto de la antigua grandeza del Imperio Británico; y, no por casualidad, el discurso de M se superpone sobre dos acciones montadas en paralelo y estrechamente vinculadas entre sí: primero, la huida (elíptica) de Silva de los calabozos del servicio secreto, y segundo, la posterior persecución del villano por parte de Bond por los pasillos del metro y por las calles de Londres atestadas de tráfico. Dicho de otra manera, peligros como el terrorista Silva y agentes dispuestos a todo con tal de repelerlos como Bond justifican por sí solos la existencia del último bastión moral del Reino Unido. Ello también guarda relación, de nuevo, con ese mencionado primer cara a cara entre Bond y Silva, en el cual este último le dice al primero que Inglaterra nunca le ha agradecido sus servicios, algo que 007 niega tajantemente. Resulta asimismo significativo que Silva sea un exagente del MI6 de origen étnico no británico, y que en su deseo de asesinar a M pueda verse una especie de simbólico intento de matricidio de la “Madre Patria” por parte de alguien que puede venir a representar a un oriundo de algún país antiguo miembro de la Commonwealth, o expresado de otro modo, de un territorio que pudo haber sufrido el colonialismo inglés. Véase, asimismo, cómo Silva adopta para atentar contra M un disfraz repleto de simbolismo, el de un agente de policía británico (guardián de la ley y el orden made in Britain), a modo de gesto subversivo; y, en las cruciales escenas finales, su manera de ofrecerse, lloroso, sobre el hombro de M, deseando matarla y al mismo tiempo que le mate: queriendo matar y a la vez morir a manos de la “madre” que le traicionó pero a la que en el fondo sigue amando…


El punto culminante de ese discurso revisionista del mito Bond se produce en la aproximadamente media hora final de metraje, después de que el agente 007 haya frustrado por muy poco el intento de asesinato de M durante esa reunión de la comisión de investigación. Bond huye del lugar llevándose consigo a su jefa. Su primera parada es un garaje, donde 007 conserva un artilugio muy querido por todos los fans mitómanos de la serie y que ya hemos mencionado: ¡el Aston Martin de James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, 1964, Guy Hamilton)! Pero, más allá de la obviedad del guiño, lo atractivo del asunto es que Bond y M suben a este entrañable vehículo y, tal y como dice el primero, emprenden “un viaje al pasado”. El propósito de 007 es que Silva les siga hasta un lugar donde podrán intentar practicarle una encerrona, pero lo interesante es precisamente ese lugar. Se trata de Skyfall, la antigua mansión donde Bond vivió los primeros años de su infancia, situada en medio de un desolado páramo escocés, y todavía bajo la vigilancia de un conocido de la infancia del protagonista, el viejo Kincaid (Albert Finney). Ni que decir tiene que ello se presta a muchas interpretaciones. Unas, directamente relacionadas con el mito “bondiano”, que suponen una absoluta novedad dentro de la franquicia del agente con licencia para matar, dado que nunca hasta ahora se nos habían proporcionado datos demasiado precisos sobre los orígenes del personaje y mucho menos sobre sus primeros años de vida; descubrimos así que los padres de Bond murieron asesinados, y que incluso están enterrados no muy lejos de la mansión, en la ermita donde se llegará al clímax del relato; que el Bond niño presenció la muerte de sus progenitores escondido tras la puerta que da acceso al pasadizo secreto que conduce a una salida alejada de la casa, y que cuando salió tras esa puerta “ya había dejado de ser un niño” (Kincaid dixit). Pero, más allá de los apuntes relacionados con la psicología del personaje, de ahí que no falte quien haya visto una posible influencia de los cómics y el último cine de superhéroes (muy amantes de explorar “los orígenes” de los superheroicos personajes protagonistas), también puede verse una especie de guiño malicioso en el hecho de que esos orígenes se sitúen en tierras escocesas…, la patria del primer intérprete de la franquicia, Sean Connery. ¿Acaso no hay cierta similitud física con Connery en la caracterización, como Kincaid, de Albert Finney, no por casualidad otro ilustre superviviente del boom del cine británico de los sesenta y momento de las primeras películas Bond con Connery? (yendo más lejos: ¿hubiese podido el mismísimo Connery aparecer aquí haciendo este mismo papel?; puede, aunque en este caso la película habría incurrido en un exceso autorreferencial en el borde de la parodia).


Pero, a otro nivel, la resolución de Skyfall, que me parece espléndida, supone desde otro punto de vista la culminación del proceso dramático y narrativo que ha llevado a cabo todo el film, el cual ha empezado como hemos visto “a lo grande” (secuencia-prólogo) y, a partir de ahí, va reduciendo su gigantismo hasta llegar a una conclusión casi minimalista, en la cual Bond, con la ayuda de M y Kincaid y las escasas armas que se conservan en la mansión, hace frente a Silva y sus hombres. Y lo hace, además, en un decorado que remite al golpe de vista a toda una ilustre y colosal tradición de las letras y el cine británicos, desde las hermanas Brontë a Charles Dickens, del David Lean dickensiano –el de Cadenas rotas (Great Expectations, 1946) y Oliver Twist (ídem, 1948)— a los desaforados melodramas “de época” de la productora Gainsborough, que enlaza a James Bond 007 con la gran cultura inglesa y pone en relación, de este modo, los orígenes del personaje con los orígenes culturales del Reino Unido de los siglo XX y XXI. Un decorado en el cual presenciamos la destrucción del viejo Aston Martin e incluso de la propia mansión Skyfall, ambos ilustres vestigios de un pasado glorioso pero que se deja atrás en aras de la renovación. Renovación que pasa, indefectiblemente, por esa destrucción no ya de los elementos que conforman los mitos, sino casi de los propios mitos; ya hemos apuntado que, al principio de la película, Bond “muere” simbólicamente para luego poder “resucitar” mejor; al final de la misma, es nada menos que M quien termina falleciendo, víctima de una herida de bala disparada por uno de los esbirros de Silva; y poco falta para que –conociendo su tenacidad e implacable sentido del deber— se quite la vida a sí misma para poder acabar con Silva de una vez. La muerte de M, la “madre” de Bond y representación de su “Madre Patria”, supone una inflexión tanto para el protagonista –le vemos llorar sobre el cadáver de M— como para el MI6. De ahí surge, renovada, una figura que hasta ese momento ha permanecido en un segundo término y desempeñando un rol bastante antipático: el supervisor del departamento de inteligencia del gobierno inglés Gareth Mallory (Ralph Fiennes), a quien M y Bond al principio desprecian por su insensibilidad (“es un tecnócrata”, dice de él M), y que a medida que avanza el relato va creciendo como personaje y como ser humano; sobre todo, cuando le vemos empuñar un arma y defender a riesgo de su vida (y a costa de una herida en un brazo) a la Primera Ministro y a M durante el atentado de Silva; y, más tarde, cuando encubre con la complicidad de Q y Tanner (Rory Kinnear), el ayudante de M, la encerrona secreta que Bond le está tendiendo a Silva. En consecuencia, Mallory acabará siendo el nuevo M.


No me cabe la menor duda de que Skyfall es una de las más interesantes películas de la franquicia 007 y, cuanto menos, la más arriesgada en lo que se refiere a su juego con los patrones establecidos desde hace medio siglo en una serie que, guste o no, ya ha asentado una determinada manera de narrar las aventuras de un personaje muy específico. Creo, también, que Sam Mendes ha sabido estar a la altura de la propuesta, consciente de estar haciendo un Bond film y respetando este hecho pero intentando a la vez llegar un poco más allá, consiguiéndolo en la mayoría de las ocasiones. Ya hemos mencionado la brillantez de la primera secuencia de acción en Estambul, por más que la misma sea mérito tanto del realizador como del equipo de segunda unidad. Donde se advierte más el sello del cineasta es en determinados recursos estéticos, en el borde mismo del esteticismo, tales como –y dentro de esa misma primera secuencia de acción— el ya mencionado plano del principio, o el de Bond, seguido en cámara móvil, saliendo a la calle y descubriéndonos así que estamos en Estambul. Un poco como Ridley Scott (y antes que este, Nicolas Roeg, John Boorman o Alan Parker), Mendes es otro cineasta británico amante de imprimir un toque “arty” a sus películas, el cual brilla particularmente en la secuencia del atentado llevado a cabo por el sicario Patrice con un rifle de mirilla telescópica contra la vida de un hombre que se reúne con Sévérine en el edificio de enfrente, y que culmina en el bello plano a contraluz de Bond y Patrice luchando a brazo partido y convertidos ambos, de nuevo, en sombras; o en la secuencia de la visita de Bond y la agente Eve al casino oriental, la conversación del primero con Sévérine y la pelea con los sicarios a la salida del local, cuyo esteticismo establece, empero, un sugerente contraste con las posteriores y luminosas escenas en alta mar, camino de la isla del asimismo “iluminado” Silva. Pero el realizador también demuestra un excelente pulso en toda la parte posterior que transcurre en Londres: resulta chocante, dentro de la mitología de la serie 007, el ver a Bond mezclándose con personas normales para perseguir a Silva por la calle y por los atestados túneles del metro en hora punta. Por descontado, está el provecho extraído a la sombría mansión Skyfall y a la oscuridad de los páramos que la rodean. Eso no significa que Skyfall no tenga defectos: particularmente, no me gusta el guiño a El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1990, Jonathan Demme) de las escenas del encierro de Silva en los calabozos del MI6, por excesivamente obvio y, además, gratuito; y algún exceso que los guionistas se sacan de la manga más que nada para que veamos que el film tiene un generoso presupuesto y se pueden permitir despilfarros, tal es el caso del hundimiento del túnel del metro y el descarrilamiento del tren, toque espectacular innecesario y no del todo bien resuelto. Pero no son fisuras tan graves como para hundir el resultado de 143 minutos que nos perfilan, con resultados más que curiosos, al primer Bond posmoderno de la historia del cine.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/07/la-caida-y-el-regreso-del-murcielago-el.html

viernes, 2 de noviembre de 2012

“LOOPER”, DE RIAN JOHNSON (Telegrama núm. 19)



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] El arranque de Looper (ídem, 2012) es de los que hacen temer lo peor. A base de mucha, demasiada voz en off, la película escrita y dirigida por Rian Johnson insiste sobremanera en situarnos en el contexto de ciencia ficción del relato, a fin de que tengamos claro que: a) nos hallamos en el año 2044; b) en el futuro –el futuro desde la perspectiva del año 2044—, nos dice esa misma voz en off, se inventarán y prohibirán los viajes en el tiempo, a fin de evitar las famosas paradojas que todo buen lector o espectador de literatura y cine fanta-científicos, variante temática viajes temporales, conoce a la perfección; c) en ese futuro a treinta años vista, el 2074 concretamente, un criminal se saltará la prohibición de viajar en el tiempo, montando un lucrativo negocio a base de secuestrar a personas “molestas” y enviarlas, maniatadas, con una capucha cubriéndoles la cabeza para preservar su identidad y cargadas de lingotes de plata, al año 2044, donde serán asesinadas nada más llegar y de este modo dejarán de existir en el futuro; y d) los matones encargados de ejecutar de inmediato a los recién llegados del futuro y cobrarse con la plata que llevan sujetada a la espalda son los loopers, una siniestra profesión muy bien pagada pero que tiene un grave inconveniente: de vez en cuando, el organizador de los viajes temporales del futuro envía al año 2044 a uno de esos antiguos loopers ya “retirados”, y con un cargamento de oro en vez de plata en la espalda, quien indefectiblemente acaba ejecutado por la versión de sí mismo del pasado: cuando eso ocurre, el looper del año 2044 sabe a ciencia cierta que exactamente dentro de treinta años él morirá… a manos de sí mismo; por tanto, conoce con exactitud el día de su muerte.




La idea es sugestiva, pero ya no lo es tanto su exposición, sobrecargada como digo por un exceso de voz en off “explicativa” del personaje protagonista del relato, el looper Joe (Joseph Gordon-Levitt), que sobre todo en esos minutos iniciales casi llega a hacerse cargante. Se puede comprender que para Rian Johnson acaso fuera necesario ese largo prolegómeno inicial destinado a ubicar al espectador en el contexto del relato, sobre todo a fin de hacerle llegar al punto que realmente le interesa: lo que ocurre cuando el Joe del año 2044 recibe el encargo de “despachar” a una nueva víctima con la escopeta recortada o trabuco que utiliza en su labor como looper, y se encuentra con que el recién llegado no es sino él mismo, es decir, el Joe del año 2074 (Bruce Willis). No solo eso: el Joe del futuro, prevenido sobre cuál va a ser su destino, consigue burlar al Joe del pasado y escapar: una paradoja se ha desatado: un bucle en el tiempo anda suelto. Cierto, el planteamiento de Looper es harto atractivo, pero la “sobreexposición” llevada a cabo por Johnson a través sobre todo del guión, casi consigue estropear su encanto y reducir el alcance de una película a todas luces descompensada. Ese propósito inicial del guionista y director de dejar bien claro desde el principio dónde estamos y qué terreno estamos pisando (y más hallándonos en el frágil territorio de las paradojas temporales) acaba volviéndose en contra de la solidez del film, habida cuenta de que, a continuación, Looper se alarga hasta las casi dos horas de metraje, tiempo más que suficiente que Johnson podría haber empleado en ir desarrollando de una forma mucho más sutil ese planteamiento inicial en teoría interesante, en vez de decantarse por resolverlo en la práctica de manera torpe y precipitada. Dos horas que, como digo, Johnson prefiere invertir en una narración que continúa pecando de la misma desigualdad del principio: buenas ideas y buenos momentos de puesta en escena se alternan con no pocos instantes absolutamente prescindibles, destinados a alargar un metraje que parece empeñado en estropearse a sí mismo.



Aparte del ya mencionado arranque, que mal que pese si por algo acaba llamando la atención es por su torpe manera de empobrecer y casi destrozar su bonito punto de partida, Looper hace gala de un exceso de verborrea inútil y, sobre todo, de redundancias: ya en esos primeros minutos, y como si la voz en off del personaje del Joe del año 2044 no contribuyera a hacer más previsible lo que va a ocurrir a continuación –es decir, que Joe va a ser el próximo looper que recibirá la fatídica visita de la versión de sí mismo procedente del futuro, anunciándole su muerte a treinta años vista—, Johnson introduce al personaje de otro looper, Seth (Paul Dano), que vive “premonitoriamente” la misma situación que luego vivirá Joe: la llegada desde el 2074 de una versión treinta años mayor de sí mismo (Frank Brennan), a la que tampoco logrará eliminar, firmando así su sentencia de muerte en el presente: un looper que falla en su propósito de matar a su versión del futuro está condenado a muerte por la organización criminal que le paga por sus servicios de matarife, pues en este caso es necesario matar a las dos versiones de la misma persona, la del presente y la del futuro, a fin de cerrar “los bucles” (cosa que en teoría es mucho más fácil: basta con matar al incompetente looper del presente para que automáticamente muera su versión envejecida del futuro). Comprendo que todo ello se trata de un ardid del guionista y realizador para ir “preparando” al espectador de cara a lo que va a venir a continuación, y para que entienda en qué consiste el problema del Joe de 2044 cuando se le escapa el Joe de 2074 (tiene que elegir entre poder vivir treinta años más o morir en el presente), pero el resultado resulta narrativamente más mecánico y dramáticamente menos denso de lo que sería de desear.



Looper
acaba siendo antes que nada un film bienintencionado y que funciona con eficacia en determinados momentos, pero el conjunto peca, como digo, de redundante y excesivamente retórico, por más que líneas generales sea más interesante que el celebrado primer largometraje de Rian Johnson, Brick (ídem, 2005; no he visto The Brothers Bloom, 2008, ni sus trabajos para las series de televisión Terriers y Breaking Bad). Ello se debe, insisto, a que Johnson invierte demasiado tiempo en potenciar determinados elementos del guion destinados a hacer avanzar el relato y hacerlo más sólido, pero su manera de hacerlo resulta, asimismo, excesivamente artificiosa y el resultado acaba resultando bastante falso. Ello se hace patente en todo lo relativo a las dos mujeres que aparecen en la(s) vida(s) de “los dos Joe”, lo cual da pie a una curiosa pero, aún así, excesivamente forzada subdivisión de la trama en dos subtramas paralelas desarrolladas en distintos planos temporales. Trataré de explicarme, pues es algo un poco complicado (que no complejo). Primero vemos cómo el Joe de 2044 recibe por sorpresa al Joe de 2074, quien consigue dejarle sin sentido y huir. Pero, poco después, vemos el proceso en virtud del cual el Joe de 2044 acabó siendo, treinta años después, el Joe de 2074, y eso pasa indefectiblemente por el asesinato del Joe venido del futuro a manos del Joe treinta años más joven. A partir de ahí, vemos la evolución del Joe joven, con los rasgos de Joseph Gordon-Levitt, y cómo se transformó en el Joe maduro, con los de Bruce Willis, prosiguiendo su “carrera” como asesino a sueldo “convencional” (dejó de ser un looper) hasta que conoció y se enamoró de una bella mujer oriental (Qing Xu), la cual le hizo desistir voluntariamente de su vida de delincuente y querer vivir en paz el resto de sus días. De este modo, se dota al personaje del Joe de 2074 de una clara motivación para sus acciones: el Joe del futuro quiere eliminar al responsable del asesinato de su mujer y de enviarle al año 2044, porque de este modo deshará todo lo ocurrido y recuperará al amor de su vida. Algo muy parecido ocurre con el Joe de 2044: perseguido por los loopers que envía tras de sí su jefe Abe (Jeff Daniels), el Joe de 2044 va a parar a una granja, donde se refugiará y terminará enamorándose de su propietaria, Sara (Emily Blunt), quien vive allí sola en compañía de su hijo, Cid (Pierre Gagnon). Hete aquí que este pequeño en cuestión es, o mejor dicho será en el futuro, el responsable del siniestro negocio de los loopers, de la futura desgracia del Joe de 2074 y de los problemas actuales del Joe de 2044: un misterioso personaje al que todos conocen únicamente con el apodo de El Fundador. Por tanto, el objetivo del Joe de 2074 será el asesinato del pequeño Cid, y el del Joe de 2044 el protegerlo, ambos motivados por el amor de dos distintas mujeres. La motivación de “los dos Joe” está muy clara, pero no traspasa el nivel de lo teórico; quiero decir que vemos al Joe de 2074 enamorado de aquella mujer oriental, y luego vemos al Joe de 2044 primero simpatizando con el pequeño Cid y poco después enamorándose de Sara y acostándose con ella, pero esas historias de amor no “se sienten”: los personajes se relacionan entre sí a capricho del guion, y no porque haya nada entre ellos que sugiera la posibilidad de ese deseo de relacionarse.



Hay otros aspectos en Looper que están cerca, muy cerca, de estropear la película casi por completo. Apunto, por ejemplo, la presencia de un personaje secundario tan irritante como el de Kid Blue (Noah Segan), otro looper al servicio de Abe que se hace (fácilmente) detestable desde su primera aparición, y que no hace sino volverse progresivamente más cargante con todas y cada una de sus salidas en pantalla, persiguiendo tenazmente al Joe de 2044: su última aparición en la carretera, en medio del primer duelo de “los dos Joe” cerca de la granja, es absolutamente gratuita y debería haber desaparecido en la mesa de montaje. Señalo, por otro lado, la no menos gratuita concesión u homenaje al Bruce Willis de Jungla de cristal en la asimismo prescindible secuencia en la que el Joe de 2074 va a parar al cubil de Abe y los loopers y se encarga de “despacharlos” a todos a golpe de metralleta. Se trata, también hay que reconocerlo, de un fragmento de acción bien rodado, pero no hace más que poner en evidencia la desigualdad de intenciones y resultados de la cual hace gala esta, a pesar de todo, atractiva película. Otro buen ejemplo de esa desigualdad reside en una secuencia que, a primera vista, también parece a todas luces excesiva, pero que luego adquiere –es de justicia reconocerlo— un sorprendente sentido. Me refiero a ese momento en que Sara discute con su hijo Cid y, ante la reacción histérica del pequeño (subrayada en ostentosos planos al ralentí), la mujer se aterroriza, sale de la habitación y corre a refugiarse… en el interior de una caja fuerte (sic); antes hemos oído que Cid fue educado por la ya fallecida hermana de Sara mientras ella estuvo fuera de casa durante años y que el pequeño, resentido por ese abandono, sigue sin llamarla “madre”; la reacción de Sara ante los gritos de Cid parece, pues, una exagerada reacción de la mujer, motivada por su sentimiento de culpabilidad; pero, más adelante, descubriremos, como digo, que hay algo más: un looper llamado Jesse (Garret Dillahunt) se presenta en la granja de Sara, y eso permitirá descubrir –en una espectacular secuencia de nuevo al ralentí que ha sido comparada, también justamente, con el apoteósico final de La furia (The Fury, 1978, Brian De Palma)— que Cid es un niño con incontrolables poderes mentales (y, por tanto, es El Fundador).



Lo mejor de Looper asoma cuando el film se concentra en lo verdaderamente interesante y se deja estar de florituras narrativas destinadas a conferirle al relato una densidad de la que, por desgracia, carece salvo en los siguientes momentos: la sencilla efectividad con que se resuelven las “llegadas” desde el futuro de las víctimas de Joe y el resto de sus compañeros loopers, por medio de un simple corte de montaje que, por unos segundos, impregna a lo narrado de una inesperada magia; ese momento magnífico –este sí— en el que Johnson resuelve elípticamente la atroz tortura a la que está siendo sometido el looper Seth, mostrándonos los efectos de las sucesivas mutilaciones del cuerpo del joven Seth en el cuerpo de la versión envejecida de sí mismo (la progresiva desaparición incruenta de su nariz, dedos, piernas, brazos…); la ingeniosa manera como el joven Joe se cita con el viejo Joe (el primero se inscribe una dirección en el brazo, que aparece así en el mismo brazo del segundo en forma de cicatriz); la mirada desolada del Joe de 2074 después de haber asesinado a un niño que acaso pudiera ser El Fundador (resulta de agradecer la valentía de una estrella como Willis a la hora de arriesgarse a “dañar” su habitual imagen heroica con una escena tan radical); o el brillante y a la vez lógico golpe de efecto del final, que por una vez y sin que sirva de precedente no voy a destripar aquí, dado el todavía muy reciente estreno de esta película, vuelvo a insistir, estimable, por más que esté muy lejos de parecerme esa obra maestra del fantástico y uno de los mejores films de ciencia ficción norteamericanos de estos últimos años, como ya se ha dicho.