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sábado, 30 de mayo de 2015

Todo por la patria: “CAZA TERRORISTA”, de PAUL SCHRADER



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Dying of the Light (2014), film inédito en salas españolas pero que se estrena entre nosotros en formato doméstico con el título de Caza terrorista, viene precedido de una turbulenta “mala fama”, como consecuencia de las manipulaciones llevadas a cabo por su productora, Grindstone Entertainment Group. Su guionista y director, Paul Schrader, con el apoyo de los dos principales intérpretes, Nicolas Cage y Anton Yelchin, y el aquí productor ejecutivo Nicolas Winding Refn, ha expresado que la versión de la película que ahora conocemos es el resultado de un remontaje llevado a cabo sin su aprobación, incluyendo una manipulación de su banda sonora tampoco autorizada por él. Echando más leña al fuego, el director de fotografía Gabriel Kosuth denunciaba, en una carta publicada en Variety el pasado 8 de diciembre, que toda su labor de iluminación había sido alterada digitalmente por la productora, arruinando completamente el diseño cromático llevado a cabo en estrecha colaboración con Schrader, y con ello, el sentido “emocional” que la elección que dicha paleta de colores tenía. Por tanto, Caza terrorista no es la película que Schrader quería hacer, sino tan solo algo que se le parece. Pese a todo, asumiendo que el film tal y como lo conocemos no “es” de su autor, con todas sus irregularidades, y a falta de haber visto The Canyons (2013) en el momento de escribir estas líneas, Caza terrorista me parece el trabajo más interesante de Schrader desde Desenfocado (Auto Focus, 2002).


Cierto es que en Caza terrorista se echa en falta el refinamiento estético propio del firmante de American Gigolo (ídem, 1980), El beso de la pantera (Cat People, 1982), Mishima (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985), Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992) y, sobre todo, la que me parece su obra maestra hasta la fecha, El placer de los extraños (The Comfort of Strangers, 1990); refinamiento visual presente incluso en un título dramáticamente tan fallido pero visualmente tan curioso como Forever Mine (ídem, 1999). Pero, aun ignorando si la película, tal y como la conocemos, fue construida por su autor de esta manera, Caza terrorista tiene mucho, y muy bueno, de la personalidad de esa fascinante mezcla de calvinista moralista y cineasta formalista que es Paul Schrader. El arranque me parece excelente: el agente de la CIA Evan Lake (Nicolas Cage, en su mejor interpretación en años), atado a una silla e indefenso, recibe una brutal paliza a manos del terrorista islamista Muhammad Banir (Alexander Karim) y sus hombres, quienes le someten a un despiadado interrogatorio en el curso del cual le mutilan parcialmente una oreja. Salvado de la muerte in extremis, recuperamos a Lake veintidós años después, luciendo todavía una fea cicatriz en su pabellón auditivo y lanzando un agresivo discurso patriótico a un puñado de jóvenes reclutas de la CIA. Pero las cosas ya no son las mismas para el protagonista: es verdad que ahora disfruta de un trabajo administrativo tranquilo, alejado de la línea de fuego, pero esa paz no le reconforta, sobre todo a partir del momento en que un joven colega suyo y amigo de confianza dentro de la Agencia, Milton Schultz (Anton Yelchin), le informa de que, contrariamente a lo que dicen todos los informes oficiales, Muhammad Banir sigue vivo. Este último no está mejor que Luke, ni mucho menos: vive escondido, y padece una enfermedad en fase terminal; es, precisamente, el rastro de un raro medicamento que Banir necesita la pista que le ha permitido a Schultz averiguar el paradero del terrorista. A pesar de sus esfuerzos, Luke no logra convencer a la Agencia de que reabran la búsqueda y captura de Banir, por lo que, con la única ayuda de Schultz, decide atraparle él mismo, por su cuenta y riesgo.


Luke y Banir son los polos opuestos de un choque de civilizaciones. Son, también, dos hombres a punto de apagarse: no solo Banir sufre una dolencia que le ha puesto a las puertas de la muerte: también Luke está afectado por una enfermedad cerebral cuyos primeros síntomas son desorientación y ocasionales pérdidas de memoria, como preludio a una muerte segura que se producirá en poco tiempo. No deja de resultar paradójico que el patriota Luke, el iracundo Luke, quien ha convertido su trabajo para la CIA en el eje de su existencia, una existencia, además, sustentada sobre su templanza personal y su capacidad para recordarlo todo, ahora se vea convertido en un hombre alcoholizado y envejecido prematuramente que está a punto de perder la memoria, es decir, alguien a punto de olvidar todo aquello por lo que ha luchado: por lo que ha vivido. Caza terrorista es una de las películas “de acción” menos heroicas que haya producido en estos últimos tiempos el cine norteamericano.


Evan Luke es un clásico antihéroe de Paul Schrader, empeñado en superar sus circunstancias personales —en su caso, como acabamos de ver, la captura de ese terrorista que se le escapó en el pasado y del cual quiere, digámoslo claro, vengarse—, y de paso, purgar sus viejos pecados; están presentes de nuevo, y como siempre en su autor, la culpa y el remordimiento, la expiación y el perdón de los pecados. Un sentimiento que, paradójicamente, no descubrimos en Banir, un islamista radical al cual la enfermedad ha “ablandado”, hasta cierto punto (sigue siendo un asesino implacable), pero que a estas alturas de su existencia solo piensa en pasar desapercibido, intentar curarse o, una malas, morir con la mayor placidez posible. En cambio, Luke es un hombre que vive en el pasado y para el pasado: su discurso a los novatos, ya mencionado, exalta los valores nacionales y el patriotismo, a pesar de que él mismo es consciente de que se trata de conceptos gastados, que solo pueden seguir motivando a jóvenes inmaduros o a mentes simples; en su periplo por Europa junto a Schultz, Luke se reencuentra con Michelle Zuberain (Irène Jacob), una antigua agente de la CIA que en el pasado fue su amante, la cual le ayuda en su investigación en pos de la pista de Banir, en un gesto que puede verse como una especie de despedida de este mundo: de última voluntad para un condenado a muerte.



Caza terrorista está recorrida por una amargura y escepticismo que permite arrojar interesantes digresiones sobre cuestiones de actualidad, como el actual conflicto —¿o Tercera Guerra Mundial encubierta?— entre Occidente y Oriente, o la indiferencia con que se miran el pasado quienes no lo han vivido (ergo, sufrido) en sus carnes: los superiores jerárquicos de Luke se niegan a prestarle su apoyo en su intento de reabrir la busca y captura de Banir, perezosos y previamente convencidos de que el terrorista ya está muerto, y aferrados a la peligrosa idea de que es mejor no remover el pasado (lo cual es el caldo de cultivo perfecto para repetir los errores de ese pasado, si cabe, corregidos y aumentados); en suma, ninguno de los jefes de Luke puede entender sus motivaciones, porque ninguno de ellos fue sometido, como él, a una atroz tortura física: ninguno de ellos sabe lo que es el dolor. Dolor, precisamente, que es lo que marca en todo momento el devenir del relato: Luke sufre, como digo, pérdidas de memoria, preludio de que su final no está muy lejos; Banir se desplaza dificultosamente en su cubil, valiéndose para ello de un bastón, y suele pasarse el día sentado o postrado en su lecho… Pero, a pesar de ello (o, precisamente, por ello), Luke y Banir siguen siendo personas temibles, como si Schrader sugiriera de este modo que quienes han vivido perpetuamente en el dolor se apoyan, asimismo, en el dolor (sea el propio o el ajeno) para continuar existiendo. En contraposición a ese estado anímico, que impregna en muchos momentos el relato de una manera agobiante, las (escasas) escenas de acción y violencia tienen un tratamiento seco y austero, si bien contundente: el asesinato de uno de los hombres de Banir a manos de Schultz, quien le apuñala tras una fatigosa persecución a pie; el tiroteo al borde de la piscina, con las balas taladrando los cuerpos semidesnudos, indefensos, de los bañistas; la pelea final, cuerpo a cuerpo, cara a cara, de Luke y Banir… El auténtico dolor no está en la violencia rápida y fulminante, sino en el oscuro pozo sin fondo en que se ha convertido el alma de los protagonistas. 


lunes, 25 de mayo de 2015

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de JUNIO 2015, a la venta



Jurassic World (ídem, 2015), de Colin Trevorrow, es la película de portada del núm. 358 de Imágenes de Actualidad, correspondiente al mes de junio de 2015, la cual se complementa con el artículo Parques del terror. También se destacan en la tapa las nuevas películas de M. Night Shyamalan y David Ayer, The Visit (2015) y Suicide Squad (2016) respectivamente, dentro de la sección Primeras Fotos.


El otro estreno “fuerte” de junio (comercialmente hablando) es San Andrés (San Andreas, 2015), de Brad Peyton, cuyo reportaje se complementa con una entrevista con su protagonista masculino, Dwayne Johnson, el artículo Vibraciones tectónicas, y el retrato de su coprotagonista femenina, Alexandra Daddario. Otros contenidos destacados son los reportajes de Insidious: Capítulo 3 (Insidious: Chapter 3, 2015), de Leigh Whannell; la nueva versión de Lejos del mundanal ruido (Far from the Madding Crowd, 2015), de Thomas Vinterberg; El niño 44 (Child 44, 2015), de Daniel Espinosa; Requisitos para ser una persona normal (2015), de y con Leticia Dolera; Lo que hacemos en las sombras (What We Do in the Shadows, 2015), de Jemaine Clement y Taika Waititi (cuyo estreno, a última hora, se ha retrasado hasta el 3 de julio); una entrevista con Brad Bird y George Clooney, director y protagonista masculino respectivamente de Tomorrowland: El mundo del mañana (Tomorrowland, 2015), con motivo de su inminente estreno; Dale duro (Get Hard, 2015), de Etan Cohen; Son of a Gun (ídem, 2014), de Julius Avery; El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014), de Bruno Dumont; y Losers (2015), de Oriol Pérez Alcaraz y Serapi Soler.


El número se completa con secciones como Series TV, que este mes habla de la producción británica The Game, incluyendo una entrevista con su creador, Toby Whithouse, la segunda temporada de True Detective, la tercera de Orange is the New Black, la también tercera de Hannibal, y la primera de Sense8; Primera Imagen; Noticias; Stars; Ranking; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Videojuegos, de Marc Roig; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


El Cult Movie de este mes lo he dedicado al film de Stuart Rosenberg Terror en Amityville (The Amityville Horror, 1979): “una (¡otra!) de tantas películas de terror estadounidenses de finales de los setenta y primeros ochenta que fueron masacradas por la crítica del momento, sobre todo a la vista del excelente rendimiento comercial que obtuvieron, y que revisadas a ojos de hoy resultan mucho mejores de lo que se dijo cuando se estrenaron. Buena parte del interés de “Terror en Amityville” reside en el tono seco y escéptico que le imprime el veterano realizador Stuart Rosenberg, en su única incursión en el cine fantástico –dejando aparte sus tres estupendos episodios para la mítica serie de Rod Serling “Dimensión desconocida”: “I Shot an Arrow into the Air” (1960), “He’s Alive” (1963) y “Mute” (1963)–, y no por casualidad recordado sobre todo por obras de corte realista, caso de los melodramas carcelarios “La leyenda del indomable” (1967) y “Brubaker” (1980), “thrillers” policíacos como el magnífico “San Francisco, ciudad desnuda” (1973) o el notable “Con el agua al cuello” (1975), y el estupendo melodrama antinazi “El viaje de los malditos” (1976)”.


Firmo, finalmente, la crítica de la espléndida Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller.


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miércoles, 20 de mayo de 2015

Superhéroes reciclados: “VENGADORES: LA ERA DE ULTRÓN”, de JOSS WHEDON



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Tal y como ya ocurría no solo en la primera entrega de Los Vengadores (The Avengers, 2012) (1), sino en la mayoría de los trabajos de Joss Whedon que le tienen a él tras las cámaras, Vengadores: La era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015) es una película más interesante por lo que sugiere que por lo que enseña. Sugerencias que, como también suele ser habitual en su autor, tienen más valor a nivel teórico que a nivel expresivo; o dicho de otra manera: Whedon me parece, al menos por ahora, un cineasta más atractivo y personal como guionista que como metteur en scène. Eso no significa, ni mucho menos, que me parezca un mal director, pues lo cierto es que no le faltan méritos como tal, sino, sencillamente, que su talento, estimable, con la cámara me parece menos brillante que su talento, más notable, como guionista.


Vaya por delante que, al igual que Los Vengadores, Vengadores: La era de Ultrón me parece un buen film, pero ninguno de los dos me parece excepcional: hay algo en ellos de formulario, de preconcebido, que frustra o cuanto menos limita el brillo de su planteamiento y resolución, arrojando un saldo por debajo de lo que prometen y que solo esporádicamente dan. Sin ir más lejos, la primera secuencia de Vengadores: La era de Ultrón —el ataque de los Vengadores al castillo de Strucker (Thomas Kretschmann)— es tan aparentemente brillante como, en el fondo, relativamente decepcionante. Brilla, como digo, en lo que se refiere a su planificación y montaje, tan correcto y eficaz como suele ser habitual en Whedon; pero, a la postre, decepciona por lo que tiene de repetición de lo ya ensayado por su mismo director en Los Vengadores, hasta el punto de repetir aquí (con escasas variaciones) el plano más celebrado de la anterior película: el que, a base de encuadres y reencuadres “imposibles” digitalmente ensamblados, nos muestra a Iron Man (Robert Downey Jr.), Capitán América (Chris Evans), Thor (Chris Hemsworth), Viuda Negra (Scarlett Johansson), Ojo de Halcón (Jeremy Renner) y Hulk (Mark Ruffalo) abriéndose paso entre el ejército de Strucker, actuando como si fueran un solo ser, o como a Whedon le gusta tanto, como un equipo, idea temática esta harto recurrente en toda su obra. El plano es bonito, cierto, pero… ya lo habíamos visto (y, con franqueza, tampoco había para tanto). Sensación de déjà vu que acaba convirtiéndose en el principal handicap de Vengadores: La era de Ultrón.


Tal y como está planteada, Vengadores: La era de Ultrón es poco más que una reiteración de lo ya expuesto en Los Vengadores, sobre todo en lo que a construcción narrativa se refiere: empieza con la ya mencionada secuencia de acción “a lo grande” (por más que esto último es algo endémico en el blockbuster norteamericano actual); prosigue con un (reiterado) dibujo de la tirantez que se da entre el arrogante Tony Stark/Iron Man y el idealista Steve Rogers/Capitán América, sazonado con algunas gotas destinadas a burlarse del carácter anacrónico y pomposo del dios Thor; y culmina, por descontado, con otra secuencia de acción “a lo más grande todavía” —la “batalla final” en Sokovia, equivalente a la “batalla final” en Nueva York del anterior film—, además de retomar, pasados sus primeros títulos de crédito del final, al personaje de Thanos (Josh Brolin), cuya presencia ya se intuía en el epílogo de Los Vengadores y en Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014, James Gunn) (2).


Empero, esa reiteración viene acompañada de algunas ligeras variantes y/o pequeños giros argumentales, en virtud de los cuales se aprecia una evolución de los personajes protagonistas. Está, sobre todo (aunque, hasta cierto punto, resulte bastante previsible), el dibujo de la incipiente atracción amorosa entre Natasha Romanoff/Viuda Negra y Bruce Banner/Hulk, quienes se reconocen el uno al otro dada su condición de “monstruos”: Viuda Negra tranquiliza a Hulk (propiciando su transformación en el pacífico científico Bruce Banner) cantándole una especie de nana; y, una vez recuperada su forma humana, Bruce se aproxima a Natasha, tratándola con un cariño y un respeto que ella jamás ha conocido. Pero no se vayan todavía, aún hay más: Stark encuentra la horma de su zapato al darse cuenta de que su más reciente y altruista creación cibernética, Ultrón (James Spader), no solo no le obedece, sino que incluso se ha propuesto erradicar de cuajo todos los problemas del planeta Tierra… exterminando lo que, a su juicio, es la responsable directa de los mismos: ¡la raza humana! Ironías aparte (bastante obvias, por otro lado), Stark se da cuenta de que su exceso de orgullo y vanidad ha desembocado en una amenaza de proporciones planetarias y, quizá por primera vez en su vida, siente algo que nunca había experimentado: vergüenza de sí mismo. La idea tampoco está mal, pero —al igual que toda la película en su conjunto— suena a reciclaje: el cuestionamiento de la arrogancia de Stark ya se hallaba planteado de un modo u otro en las tres películas de la franquicia Iron Man, de las cuales se vuelven a retomar, como ya se hizo en Los Vengadores, los primeros planos de la cabeza del personaje dentro de la armadura de su creación.
  

El interés se eleva considerablemente (aunque menos de lo que sería de esperar) a partir del momento de la intrusión del personaje de Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen), la superheroína conocida en los cómics como Bruja Escarlata —por más que no se la llame así en ningún momento del film—, militando al principio en el bando de Strucker y luego en el de Ultrón antes de unirse definitivamente a los Vengadores. Un interés que no nace del personaje en sí, una más bien convencional variante de los X-Men: ella y su “superveloz” hermano Pietro (Aaron Taylor-Johnson), el Quicksilver de los cómics, son mutantes marginados por una sociedad que no comprenden ni les comprende, al menos tal y como están presentados en la película. Más bien me refiero al hecho de que, como consecuencia de sus poderes mentales, Wanda/Bruja Escarlata sea capaz de penetrar en las mentes de Capitán América, Thor y Viuda Negra, y revelarnos —por medio de unos flashbacks un tanto molestos…— que Steve Rogers sigue románticamente enamorado de la agente Peggy Carter (Hayley Atwell); que el dios del trueno de Asgard tiene remordimientos de conciencia porque cree estar desatendiendo a su propio reino en su afán por proteger a los habitantes de la Tierra (y el interés amoroso que tiene en ella: el personaje encarnado por Natalie Portman en los por ahora dos films de la franquicia dedicada a Thor); y que Natasha fue, en el pasado, una niña inocente que desde muy joven, demasiado joven, fue obligada a convertirse en la letal máquina de matar que ahora es (en lo cual puede verse un anticipo de la posible película dedicada en exclusiva al personaje que, tarde o temprano, podría formar parte de los planes cinematográficos de los Marvel Studios). La idea de mostrar a estos superhéroes tan poderosos como seres que en el fondo esconden miedos, temores y dudas como cualquier hijo de vecino es sin duda alguna atractiva, pero también se queda en un mero apunte.


Con todo esto puede parecer que estoy diciendo que Vengadores: La era de Ultrón es una mala película, cuando lo cierto es que no lo es: tan solo resulta menos satisfactoria de lo que promete. Pero sin duda alguna también atesora puntos a favor. Se agradecen algunos toques de humor que contribuyen, más y mejor que cualquiera de las disquisiciones apuntadas en el párrafo anterior, a humanizar a los protagonistas: la escena en la que Steve Rogers y Tony Stark —este con su guante de Iron Man, y luego con la ayuda de su amigo James Rhode/Máquina de Guerra (Don Cheadle)— intentan levantar el martillo mágico de Thor, amén de divertida, expresa mejor que nada la amistad y el grado de compañerismo que ya existe a esas alturas entre los Vengadores. Rasgo de humor que reaparece, a modo de contrapunto disolvente, tras la secuencia de la presentación del nuevo miembro de los Vengadores, el superhéroe La Visión, quien se beneficia tanto de la labor del siempre excelente Paul Bettany como de ese detalle humorístico que enlaza con la escena antes mencionada: La Visión le entrega a Thor su martillo sin hacer, aparentemente, el menor esfuerzo… Cabe anotar en el haber de la película la inquietante escena de la primera aparición de Ultrón ante los Vengadores, convertido en un monigote robótico a medio montar pero mostrándose, a pesar de ello, amenazador y resolutivo: esta sí es una imagen digna de ser recordada.


viernes, 8 de mayo de 2015

“DIRIGIDO POR…”, MAYO 2015, ya a la venta



It Follows (ídem, 2014), una de las películas de terror más comentadas del año, dirigida por David Robert Mitchell, y cuya reseña firma Diego Salgado, acapara la portada del núm. 455 de Dirigido por…


Otro destacado contenido del mes es un pequeño dossier que he coordinado en torno a la obra de Joss Whedon, con motivo del reciente estreno de Vengadores: La era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015), cuya reseña ha escrito Antonio José Navarro. El dossier consta, en primer lugar, de un artículo en torno a su producción televisiva: Whedon en la pequeña pantalla. La total libertad creativa, escrito por Israel Paredes Badía, y se complementa con una serie de antologías de sus famosas series Buffy, cazavampiros (Buffy the Vampire Slayer, 1997-2003) [Tonio L. Alarcón], Angel (ídem, 1999-2004) [Antonio José Navarro], Firefly (2002-2003), Dr. Horrible’s Sing-Along Blog (2008) [Tonio L. Alarcón], Dollhouse (ídem, 2009-2010) [Héctor G. Barnés] y Agentes de S.H.I.E.L.D. (Agents of S.H.I.E.L.D., 2013- ) [Quim Casas]. A continuación, se aborda su labor cinematográfica: Whedon en el cine. Cámara y escritura, escrito por Quim Casas, y luego, antologías de sus producciones para la gran pantalla: Serenity (ídem, 2005), Los Vengadores (The Avengers, 2012) (1) [Quim Casas] y Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing, 2012) (2) [Israel Paredes Badía].


Dirigido por… continúa su dossier Michael Curtiz, con la segunda de sus tres entregas, la cual consta de los siguientes artículos: Las aventuras. De tradiciones, códigos y reconsideraciones, por Quim Casas; El cine negro. Sombra, expresión, carácter, por Ramon Freixas y Joan Bassa; y El musical. Más oficio que pasión, por Rafel Miret.


Destacamos, asimismo, las extensas reseñas dedicadas a Lazos de sangre (Blood Ties, 2013), de Guillaume Canet, y Una nueva amiga (Une nouvelle amie, 2014), de François Ozon, ambas escritas por Israel Paredes Badía; una entrevista con George Miller, con motivo del inminente estreno de Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), a cargo de Gabriel Lerman; la crónica del Festival de Cine Español de Málaga 2015, firmada por Boquerini; un artículo In Memoriam, en homenaje al recientemente fallecido Manoel de Oliveira, firmado por Anna Petrus; y, para la sección Televisión, sendos textos sobre la franquicia C.S.I., de Antonio José Navarro, y sobre la primera temporada de la serie española El Ministerio del Tiempo (2015), de Tonio L. Alarcón. El número se completa con la sección de novedades en formato doméstico Home Cinema, con textos a cargo de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Ramon Freixas, Quim Casas y Antonio José Navarro; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol;  y la sección En busca del cine perdido, en la cual Joaquín Vallet Rodrigo comenta Curse of the Undead (1959), de Edward Dein.


Este mes, mi contribución escrita a la revista consiste, en primer lugar, en la antología de la mencionada serie de televisión creada por Joss Whedon Firefly


…así como la antología de la secuela cinematográfica de la anterior, Serenity.


También firmo las críticas de Fast & Furious 7 (Furious 7, 2015), de James Wan (3)…;


El nuevo exótico Hotel Marigold (The Second Best Exotic Marigold Hotel, 2015), de John Madden…;


Cautivos (The Captive) (The Captive, 2014), de Atom Egoyan…;


La serie Divergente: Insurgente (Insurgent, 2015), de Robert Schwentke…;


…y Felices 140 (2015), de Gracia Querejeta.



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sábado, 2 de mayo de 2015

“CHAPPIE” – “CENICIENTA” – “UNA NOCHE PARA SOBREVIVIR”



[ADVERTENCIA: EN LOS PRESENTES ARTÍCULOS SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]


El inocente de titanio: Chappie (ídem, 2015), de Neill Blomkamp.- No le falta razón al amigo Tonio L. Alarcón cuando recalca, en su crítica de Chappie publicada en Imágenes de Actualidad (abril 2015), que la nueva película de Neill Blomkamp puede verse como una digresión sobre la inocencia. Por más que, por descontado, se puedan hallar (fáciles) paralelismos entre este film y títulos como Cortocircuito (Short Circuit, 1986, John Badham), y sobre todo RoboCop (ídem, 1987, Paul Verhoeven), Chappie discurre en el fondo por caminos asimismo muy cercanos a los de El enigma de Gaspar Hauser (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974, Werner Herzog), en lo que a su retrato de un inocente se refiere, remozado por el barniz filosófico-científico sobre las connotaciones religiosas de la temática de la inteligencia artificial apuntadas, entre otras, en Blade Runner (ídem, 1982, Ridley Scott). Lo mejor de todo es que, pese a esos puntos de contacto, Chappie hace gala de una voz y un estilo propios que, hasta la fecha, el firmante había sido incapaz de ver en las anteriores propuestas de su realizador, District 9 (ídem, 2009) y Elysium (ídem, 2013).


El arranque de Chappie, en forma de (falsos) noticiarios televisivos que nos informan que en la Johannesburgo de un futuro cercano los niveles de delincuencia han llegado a un punto tan crítico que el gobierno ha decidido emplear a una serie de robots-policía, los Scouts, para erradicar la oleada de violencia que se ha apoderado de la ciudad, no puede menos que recordarnos RoboCop o, sin ir más lejos, District 9. Pero Blomkamp no insiste en este procedimiento narrativo, dejándolo en un apunte, suficiente para situar al espectador en el contexto del relato. De hecho, la sencillez es, aquí, la mejor arma de Blomkamp y su esposa y coguionista Terri Tatchell, quienes arrojan una mirada directa y diáfana sobre situaciones y personajes, con vistas a plantear, como digo, una fábula sobre la inocencia con trasfondo de ciencia ficción que, contra todo pronóstico —y justo al contrario de lo que ocurría, negativamente hablando, en District 9 y Elysium—, va creciendo en complejidad y matices a medida que avanza el metraje. Chappie hace gala de una fuerza e intensidad ausentes, a mi entender, en los otros dos largometrajes de Blomkamp y que nacen, como digo, de la (aparente) simplicidad de su planteamiento; es decir, justo lo contrario de District 9 y Elysium, que partían de conceptos muy elaborados para, a partir de los mismos, ir decayendo en interés a base de encadenar facilidades y obviedades una detrás de otra. Ya he mencionado las evidentes influencias de Chappie, y puede que haya alguna más; pero lo relevante es que, una vez reconocidas y asumidas esas deudas, la película de Blomkamp no tarda en olvidarse de las mismas para tirar por otros derroteros.


Se le ha reprochado a Chappie que sus personajes, digamos, “de carne y hueso” sean superficiales (¡como si los de District 9 y Elysium tuvieran, en cambio, una gran “complejidad”!): Deon Wilson (Dev Patel), el solitario informático que ha diseñado a los Scouts y que crea el programa de inteligencia artificial gracias al cual dará vida propia y conciencia de sí mismo al Scout averiado en acto de servicio que acabará convirtiéndose en Chappie (voz y gestos, vía “captura de movimiento”, de Sharlto Copley); Vincent Moore (Hugh Jackman), el exmilitar rival de Deon, que busca que fracase su programa Scout a fin de retirarlo y a cambio colocar el suyo propio: un enorme robot policía muy parecido (innegablemente) al ED-209 del excelente film de Verhoeven; la pareja de delincuentes encarnados —con sus mismos nombres— por Ninja y Yolandi, componentes del grupo musical sudafricano Die Antwoord, que quieren utilizar a Chappie para sus propio beneficio; o Michelle Bradley, la rígida directora de la empresa de robótica donde trabajan Deon y Vincent, interpretada —exhibiendo de nuevo su condición de icono para los fans del cine de ciencia ficción— por la veterana Sigourney Weaver. Desde luego que puede verse así, de la misma manera que también puede entenderse como otra forma de contrastar la inocencia pura e inmaculada de Chappie con las debilidades humanas de todos ellos, sea el miedo (Deon), la ambición (Vincent), la codicia (Ninja) o la falta de escrúpulos (Michelle). Por tanto, puede que se trate de un contraste fácil, pero dramáticamente hablando resulta muy eficaz.


Una vez planteado el relato, el mismo avanza con fluidez y acaba desembocando dentro de su primer tercio en un momento magnífico, de los mejores de la carrera de Blomkamp: esa escena, de una inesperada crueldad, en la que Ninja y su colega América (José Pablo Cantillo) abandonan a Chappie en un peligroso sector de la ciudad, para que aprenda-lo-que-es-la-vida a manos con otro puñado de marginados que, nada más verle, descargan en él todo su odio y violencia hacia la policía; la paradoja que sustenta la escena es que, dado su revestimiento de titanio, es completamente imposible que ninguno de esos muchachos desarmados pueda hacerle daño alguno a Chappie con sus piedras y palos, pero el inocente robot reacciona con otro tipo de “dolor”: con miedo. Coherente con este planteamiento, Blomkamp emplea la cámara lenta en el momento más cruento de la secuencia —el intento de quemar a Chappie con un cóctel Molotov—, sugiriendo, con este cambio de velocidad del paso de la imagen, que lo importante no es la acción externa (a velocidad normal), de la misma, sino más bien la acción interna (a velocidad ralentizada): el miedo de Chappie. La violencia de la escena no es tanto física como, sobre todo, moral. Una situación terrible que, en cierto sentido, se repite cuando Vincent y sus hombres capturan a Chappie, y asimismo indiferentes ante su miedo, le arrancan un brazo…; una vez más, la violencia física (la mutilación de un ser incapaz de sentir dolor) queda en segundo término ante la violencia moral.


Pasado ese punto sin retorno, se produce una interesante evolución en la caracterización de los personajes, de manera que, una vez plenamente asentada la pureza de sentimientos de Chappie, la interacción de este con quienes le rodean acaba modificando (ergo, haciéndolo madurar) el carácter de quienes le rodean. Destaca al respecto, en primer lugar, la relación paterno-materno-filial que se establece con Ninja y Yolandi: el robot se convierte, por así decirlo, en el hijo que la pareja no tiene; Ninja le enseña a ser “molón” (esto es, a caminar achuladamente, llevar collares, manejar armas, robar coches y, en definitiva, “dar miedo”); en cambio, Yolandi se transforma en una figura materna, que en un momento dado llega incluso a arroparle en su cama y leerle un cuento… A la chita callando, Chappie propone una curiosa digresión sobre las relaciones familiares que, por descontado, puede verse como una herencia de la obra maestra de Steven Spielberg A.I. Inteligencia artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001), donde ya se planteaba en profundidad, entre otras muchas cosas, la posibilidad de la “programación” de sentimientos familiares en personas y máquinas. A mayor ahondamiento, Deon acaba dándose cuenta, cual enésimo Moderno Prometeo, de la responsabilidad que ha contraído con Chappie a partir del momento en que el robot empieza a llamarle “creador” y a preguntarle por qué le ha hecho así para luego arrojarle a un mundo cruel y despiadado, y además, haciéndolo con un límite de tiempo: la batería de Chappie amenaza con descargarse en pocos días, y entonces, “morirá”… Blade Runner también aparece flotando por los márgenes del relato, pero, sea como fuere, la densidad de Chappie se eleva considerablemente.


Lo mejor de Chappie acaba siendo que todo ese denso trasfondo termina aposentándose en el seno de un relato que, a pesar de ello, es ágil y dinámico en todo momento, ofreciendo de propina las mejores y más vigorosas escenas de acción rodadas hasta la fecha por Blomkamp, logrando algo que tan solo se intentaba —y no se conseguía— en sus dos anteriores largometrajes: que dichas escenas de acción y el soterrado contenido crítico de las mismas fuera indisociable. Por ejemplo, el tiroteo que culmina con la avería del robot Scout que acabará convirtiéndose en Chappie: la espectacularidad de la redada de los robots policía se solapa armoniosamente con el hecho de que la misma se produce en un degradado barrio suburbial de esa Johannesburgo del futuro donde todavía flotan (aquí, mostrados sutilmente) los estragos de la miseria y degradación social del apartheid que eran la soterrada base temática de District 9, y en parte, de Elysium. No resulta de extrañar, por tanto, que en la pelea final de Chappie y su “familia” contra el engendro mecánico enviado por Vincent para destruirles, la violencia tenga asimismo un componente moral, e incluso ético: Chappie protege a “los suyos”, del mismo modo que Ninja y Yolandi acaban empuñando las armas para defender a “su hijo” de titanio; por tanto, y asimismo de una manera más efectiva que en sus dos primeros largometrajes, Blomkamp consigue transmitir dignidad y calor humanos.


Los minutos finales de Chappie me parecen, asimismo, brillantísimos. Coherente con la sencillez de su planteamiento, la película propone una última vuelta de tuerca al tema de la inteligencia artificial que, lejos de estar visto con trascendencia, Blomkamp convierte en un jocoso pero no por ello menos substancioso gag: un encadenado de situaciones al límite que se solventan por la vía de la transmisión informática de la mismísima conciencia humana (¡). Una aparente frivolidad que encaja perfectamente en el contexto “inocente” de un relato de ciencia ficción repleto de cargas de profundidad, pero sin pretender en momento alguno alardear de ellas.



Érase una vez… otra vez: Cenicienta (Cinderella, 2015), de Kenneth Branagh.- Me ha decepcionado mucho la nueva película de Kenneth Branagh, esta revisión a cargo de la propia Disney y en imagen real de su magnífica e infinitamente superior adaptación animada: Cenicienta (Cinderella, 1950, Clyde Jeromini, Wilfred Jackson y Hamilton Luske). Se ha dicho/se dirá que tampoco había que pedirle peras al olmo, que a fin de cuentas qué se podía esperar de un proyecto semejante, etc., etc. Disculpen la franqueza, pero me parece una enorme falta de respeto cultural el presuponer que una película basada en un cuento de hadas nunca-puede-ser-gran-cosa (sic); no obstante, creo que podía esperarse más, mucho más, de un realizador que ha firmado un puñado de excelentes (y dispares) adaptaciones de obras de Shakespeare —Enrique V (Henry V, 1989), Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing, 1993; la buena: no la de Joss Whedon), Hamlet (ídem, 1996), Trabajos de amor perdidos (Love’s Labour’s Lost, 2000)—, una para mí y para muy pocos extraordinaria adaptación de Mary Shelley —Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein, 1994)—, una magistral adaptación de la ópera de Mozart —La flauta mágica (The Magic Flute, 2006)—, o un thriller también bastante mejor de lo que se dijo en su momento —Morir todavía (Dead Again, 1991)—, y que en sus últimos trabajos tras las cámaras ha ido exhibiendo una creciente (y preocupante) despersonalización: primero con Thor (ídem, 2011), y luego con las todavía peores Jack Ryan: Operación Sombra (Jack Ryan: Shadow Recruit, 2014) y esta Cenicienta de la cual hay poco, muy poco de bueno que comentar.


Incluso en sus peores trabajos como realizador (y este es uno de ellos), Branagh demuestra que sabe filmar. En este sentido, esta Cenicienta, versión 2015, hace gala de un exquisito acabado formal, como no podía ser menos tratándose de una producción de alto presupuesto con decorados del siempre genial Dante Ferretti, vestuario de Sandy Powell y partitura del no menos excelso Patrick Doyle, defendida además por un reparto de competencia más que demostrada a estas alturas: desde la siempre excelente Cate Blanchett (la madrastra) hasta una más que correcta Lily James (Ella, la Cenicienta). Pero, por más que técnicamente irreprochable, esta Cenicienta, narrativamente hablando, deja bastante que desear. No solo por el uso y abuso de una voz en off que llega a hacerse cargante, como sobre todo por la corrección (muy próxima a la desgana) con que Branagh planifica el film, y que va de los formularios planos/contraplanos de las escenas de conversación como a la indiscriminada inserción de planos generales y/o lo más abiertos posible de cara a exhibir el carísimo diseño de producción, pero cuya inclusión obedece casi siempre a criterios más decorativos que narrativos o mucho menos expresivos: las ideas de puesta en escena brillan por su ausencia.


Ello no obsta para que en la película, vista en su conjunto, no afloren aspectos de interés, tales como los matices psicológicos aportados al personaje de la madrastra y excelentemente expresados, faltaría más, por Cate Blanchett, en virtud de los cuales descubrimos que el personaje en el fondo no es sino una mujer aterrorizada ante la posibilidad de que su viudedad termine abocándola a la pobreza, como a tantas y tantas otras mujeres de su época. Y, cierto es, las escenas del hada madrina (Helena Bonham Carter) y el proceso de transformación de la calabaza, los ratones y los lagartos en carroza, criados y conductores, así como la trepidante (re)transformación a su condición original una vez llegada la medianoche, hacen gala de una efectividad que se agradece en el conjunto de un producto tan desangelado y discretamente aburrido.



Lazos de sangre: Una noche para sobrevivir (Run All Night, 2015), de Jaume Collet-Serra.- Ignoro si Una noche para sobrevivir es la mejor película del catalán afincado en los Estados Unidos Jaume Collet-Serra, por la sencilla razón de que sus dos aportaciones al cine de terror —La casa de cera (House of Wax, 2005) y La huérfana (Orphan, 2009)— me parecieron tan malas que, en su momento, dejé correr una cosita que realizó entre aquéllas y que se titulaba —¿alguien la recuerda?— ¡Goool 2!: Viviendo el sueño (Goal II: Living the Dream, 2007), y también sus dos anteriores colaboraciones con el actor irlandés Liam Neeson —Sin identidad (Unknown, 2011) y Non-Stop (Sin escalas) (Non-Stop, 2014)—; no obstante, a falta de completar mi conocimiento sobre la obra de Collet-Serra, e ignorando por tanto si me estaba perdiendo algo bueno o si la flauta ha sonado por casualidad, lo cierto es que Una noche para sobrevivir es el mejor trabajo que conozco de su realizador (lo cual es una apreciación muy fácil por mi parte teniendo en cuenta que me parece —ignorancia mediante— el único bueno).


En Una noche para sobrevivir abundan los así llamados lazos de sangre. Jimmy Conlon (Neeson) es un sicario irlandés, alcoholizado y avejentado, que trabaja a las órdenes de su jefe, pero también amigo, el gánster Shawn Maguire (Ed Harris). Por una rara casualidad, Mike Conlon (Joel Kinnaman), el hijo de Jimmy y conductor de limusinas, transporta a un par de mafiosos serbios que esa misma noche serán asesinados por Danny Maguire (Boyd Holbrook), hijo a su vez de Shawn. Danny intenta asesinar también a Mike, testigo del crimen que acaba de cometer. Jimmy, enterado del peligro que corre Mike, corre a defenderlo, matando a Danny justo antes de que este acabe con la vida de su hijo. A partir de ese momento, y a pesar del afecto que profesa hacia Jimmy y de ser consciente de que Danny no hacía más que darle problemas, Shawn jura vengar la muerte de su hijo, proponiéndose matar primero a Mike para que Jimmy pueda verlo antes de morir él mismo. Lazos de sangre que, como digo, acaban imponiéndose sobre otros lazos afectivos que se dan entre los personajes al margen del vínculo familiar: el impulso de Jimmy de salvar a Mike, con quien mantiene una relación pésima, hasta el punto de ni conocer siquiera a la familia de este último —su esposa Gabrielle (Génesis Rodríguez) y sus dos hijas, las nietas de Jimmy—, es superior al hecho de traicionar su larga amistad con Shawn; amistad, esta última, que se hace añicos a partir del momento en que Shawn, como padre, no puede hacer otra cosa sino vengar la muerte de Danny, aun siendo consciente de que, en idénticas circunstancias, probablemente él hubiese obrado de similar forma que Jimmy; en cambio, Mike acabará reconciliándose con su padre a lo largo de esa noche infernal e interminable, donde deberán huir juntos del acoso de los hombres de Shawn y de los agentes de policía al mando del detective Harding (Vincent D’Onofrio), un agente de la ley que lleva mucho tiempo siguiendo de cerca la pista de Jimmy.


A la vista de la mala impresión que me causaron en su momento La casa de cera y La huérfana, me sorprende gratamente la solidez, densidad y sentido de lo melodramático exhibidos por Collet-Serra en Una noche para sobrevivir, que demuestra que parece que ha afrontado este proyecto con ganas. Dejando aparte algunos tics formales destinados a hacernos recordar que la película es una producción cinematográfica fechada en 2015 —las imágenes ralentizadas y casi congeladas de la primera secuencia; los vertiginosos travellings aéreos digitalizados que nos llevan de un extremo a otro de la ciudad—, el film exhibe a cambio un tono duro, sucio y sórdido, a medio camino del thriller estadounidense de los años setenta y primeros ochenta (o setentero u ochentero, como se ha puesto de moda decir/escribir), bien acentuado por la tonalidad ocre de la fotografía y la elección de los escenarios, a lo cual ayuda en no poca medida la solidez de sus intérpretes, todos excelentes, sin perjuicio de que Liam Neeson, Ed Harris y Joel Kinnaman se lleven la palma.


Una noche para sobrevivir está construida alrededor de un largo flashback: en la primera secuencia, un movimiento de grúa en ostentoso picado nos descubre a Jimmy Conlon, en medio de un bosque y tumbado boca arriba, malherido (tiene un disparo de arma de fuego en el vientre); la acción retrocede para mostrarnos cómo ha llegado a encontrarse en tan terrible situación, adentrándonos en un relato que, contrariamente a lo que pueda parecer a simple vista, y a juzgar por el formalismo de ese arranque (los mencionados planos picado con grúa e imágenes a cámara lenta mostrando, “artísticamente”, cómo las balas arrancan astillas de los árboles), evita en todo momento el sensacionalismo para adentrarse, por el contrario, en una trama triste y melodramática. Jimmy es humillado por Danny, quien le obliga a hacer de Santa Claus en una fiesta de Navidad en casa de su padre, donde el protagonista causa un alboroto por culpa de llevar en el cuerpo una copa de más; Mike entrena boxeo con un chico negro que es amigo suyo, pero todavía arrastra el sinsabor de haber fracasado en su carrera como púgil, verse obligado a conducir limusinas para dar de comer a su familia, y sobre todo, el odiar a muerte a Jimmy, de quien detesta su modo de ganarse la vida y a quien no perdona el haberle abandonado poco después de la muerte de su madre.


Lo que, a priori, da pie a una situación de “suspense”, bien planteada por el guionista Brad Ingelsby y excelentemente resuelta por Collet-Serra con su labor tras las cámaras, no impide que, en todo momento, Una noche para sobrevivir esté recorrida por un notable aliento trágico, donde el perfil psicológico de los personajes predomina en todo momento sobre la, no obstante, trepidante acción física (que la hay, y en abundancia). Incluso cuando se incorpora a la narración un personaje destinado, en apariencia, a aumentar la espectacularidad de la misma —el asesino a sueldo Andrew Price (Common), contratado por Shawn para “liquidar” a Jimmy y Mike—, la película no pierde de vista su planteamiento realista ni su tonalidad amarga y escéptica: un buen ejemplo de ello es la lograda secuencia en la que padre e hijo se esconden del acoso de Price en un miserable bloque de apartamentos que no tarda en ser asaltado por la policía, donde el espectáculo se solapa sin chirriar con la sordidez del dibujo de unos ambientes marcados por la pobreza y la marginalidad.