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sábado, 25 de enero de 2014

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, FEBRERO 2014, ya a la venta



Ya se encuentra a disposición de los lectores el núm. 343 de Imágenes de Actualidad, dedicando su portada al estreno más espectacular previsto para este mes de febrero: la nueva versión de RoboCop (ídem, 2014) que ha dirigido el brasileño José Padilla. Otros estrenos que merecen una atención destacada son los de La Venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013), de Roman Polanski; Jack Ryan: Operación Sombra (Jack Ryan: Shadow Recruit, 2014), dirigida y co-protagonizada por Kenneth Branagh, reportaje que se complementa con una entrevista y un retrato de su principal protagonista, el ascendente Chris Pine; Monuments Men (The Monuments Men, 2014), asimismo dirigida y co-protagonizada por George Clooney; Una vida en tres días (Labor Day, 2013), de Jason Reitman (que justo después del cierre de esta edición anunciaba la posposición de su estreno hasta el mes de marzo); Nebraska (ídem, 2013), de Alexander Payne; Her (ídem, 2013), de Spike Jonze; La gran estafa americana (American Hustle, 2013), de David O. Russell, acompañado de una entrevista con uno de sus protagonistas, Christian Bale; y Cuando todo está perdido (All Is Lost, 2013), de J.C. Chandor. El número se completa con un artículo especial, Atracciones de cine, escrito por Josep Parera, sobre los diversos parques de atracciones norteamericanos que se inspiran en famosas películas para crear espectaculares áreas temáticas de entretenimiento; y con las secciones habituales: Primeras Fotos, que incluye avances de Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, 2014), de Doug Liman, Transcendence (2014), de Wally Pfister, y Jupiter Ascending (2014), de The Wachowski Brothers; Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; Videojuegos, de Marc Roig; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


En el Cult Movie mensual rindo en esta ocasión homenaje a Robert Redford con motivo del estreno de Cuando todo está perdido evocando la película que hizo de él una estrella: Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), de George Roy Hill, co-protagonizada por Paul Newman y Katharine Ross: “He dicho que “Dos hombres y un destino” es un film casi crepuscular. Si no termina de serlo es como consecuencia de su soterrado sentido del humor, tanto en lo que se refiere al dibujo de la relación del extravertido y parlanchín Butch y el introvertido y algo sombrío Sundance, como a los gags (algunos muy divertidos) que afloran en secuencias como las de los asaltos a los trenes. El film de George Roy Hill es, en este sentido, una especie de película-puente entre cierta nostalgia por las formas y el espíritu del así llamado “western” clásico y el pujante “western” crepuscular representado, sin ir más lejos, por “Grupo salvaje””.

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viernes, 17 de enero de 2014

“EL LOBO DE WALL STREET”, de MARTIN SCORSESE: unas impresiones



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Vaya por delante que, a pesar o incluso por encima del hecho de que El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013) relate una historia (así la definen) “excesiva”, o considerada como tal, el film en sí mismo no lo es en absoluto. Lo digo porque existe cierta tendencia a considerar “excesiva” una película por el mero hecho de que narra una historia protagonizada por personas amigas de los (así se los llama) “excesos”, apelativo bajo el cual se agrupa a los adictos al alcohol y las drogas en grandes cantidades. Asimismo, vaya por delante la cuestión de la coherencia de este film de Martin Scorsese con el conjunto de su filmografía: El lobo de Wall Street vuelve a ser, de nuevo, la descripción de la ascensión-y-caída de un arribista que se mete en un juego que cree dominar y que acaba volviéndose en su contra; en este sentido, el Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) de El lobo de Wall Street guarda una estrecha relación sobre todo con el Henry Hill (Ray Liotta) de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) —comparten incluso el procedimiento gracias al cual salen más o menos bien librados de sus problemas: la delación—, pero también con el Sam “Ace” Rothstein (Robert De Niro) de Casino (ídem, 1995), los tres inmersos en un negocio que en un momento dado les sobrepasa, con la diferencia de que los dos mencionados en último lugar son conscientes desde el principio de que están metidos en un asunto criminal, y además peligroso, mientras que en Belfort hay algo de esa entusiasta inconsciencia, o digámoslo mejor, estupidez sin límites que también caracterizaba a Robert Pupkin (Robert De Niro), el demente arribista que centraba la acción del que, al menos hasta la llegada de El lobo de Wall Street, era el más corrosivo comentario social que hubiese pronunciado nunca Scorsese: El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982); no es que Belfort ni Pupkin no sean conscientes de la ilegalidad de sus acciones: sencillamente, eso les trae sin cuidado… Pero, más allá de esta coherencia temática, que no tendría (ni tiene) más valor que el anecdótico si no fuera porque viene respaldada, digámoslo ya, por una puesta en escena de enorme brillantez e inventiva, avancemos también que El lobo de Wall Street me parece la mejor de las hasta la fecha cinco colaboraciones de Scorsese con Leonardo DiCaprio —superior, incluso, a la magnífica Shutter Island (ídem, 2010)— y una obra maestra del cine.


Sin perjuicio, vuelvo a insistir, de lo brillante de la labor de Scorsese tras las cámaras, hay que reconocer que El lobo de Wall Street se beneficia mucho del excelente guión escrito por Terence Winter, dicho sea sin perjuicio de la espléndida manera como el ya veterano realizador ha sabido captar las posibilidades del mismo y potenciarlas al máximo, y al mismo tiempo dándoles un tratamiento muy personal. No se trata de discutir la “autoría” del cineasta, sino sencillamente de constatar el hecho de que la película es una feliz conjunción de talentos. Sea como fuere, y por más que las primeras escenas del film puedan dar a entender lo contrario —esa corta primera secuencia en las oficinas de la empresa de Belfort, en la cual vemos al protagonista y sus ayudantes enfrascados en una loca celebración cuyo punto culminante es el lanzamiento de un enano con casco contra una diana (sic)—, reitero que la forma que tiene Scorsese de filmar ese y todo el resto de “excesos” es, por el contrario, muy frontal, casi serena; el realizador brinda todas las “escenas de juerga” con encuadres muy precisos y en absoluto con apariencia de improvisados; no hay, por ejemplo, los consabidos planos cámara en mano a la altura de los actores, de manera que la cámara sea “uno más” en la escena; y es que una cosa es, repito a riesgo de ponerme pesado, que el realizador muestre los “excesos” de personajes asimismo “excesivos” y otra muy diferente que todo ese “exceso” se contagie a la construcción de los encuadres utilizados para mostrarlo. No es el caso: Scorsese sabe mantener un equilibrio magistral en la visualización de todo ese delirio, de manera que hace partícipe al espectador del caótico mundo donde se mueven los personajes, transmitiéndole la alegría y el desenfreno de esas fiestas orgiásticas sin que eso vaya en detrimento del carácter descriptivo y a la vez reflexivo de dichas secuencias. Y a pesar de que el cineasta recurre abundantemente a sus ya conocidos recursos estilísticos en materia de montaje y utilización trepidante del travelling, basta con ver la película con un mínimo de atención para cerciorarse de qué extraordinaria forma está conjugada aquí la descripción de los personajes y su entorno y la reflexión sobre todo ello; por tanto, no hay “exceso” en la labor de Scorsese, sino una mirada sobre el exceso.


Por otro lado, me parece perfecto que el film explote esos, digamos, “excesos” habida cuenta de que son un reflejo directo de la mentalidad del protagonista. En este sentido, la película no llama a engaño: nada más empezar, tanto el empleo de la voz en off de Belfort como el hecho de que se dirija directamente hacia el espectador hablando a la cámara establecen la preeminencia del punto de vista subjetivo del personaje a lo largo de la mayor parte del relato. No me parece casual, en este sentido, que las breves escenas que nos presentan al antagonista de Belfort, el agente del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler), tengan un tono muy diferente de las que describen la “buena vida” del protagonista: las escenas relacionadas con el agente Denham son secas y frías, a tono con el tono rutinario y en absoluto divertido de la labor del policía. Resulta espléndido, asimismo, ese breve momento cerca del final de la película en el cual vemos al agente Denham viajando en el metro y mirando con tristeza el entorno gris y mediocre que le rodea, acaso preguntándose si no debería haber aceptado la suculenta oferta económica mediante la cual Belfort intentó sobornarle.


Como suele ocurrir en el cine de Scorsese, El lobo de Wall Street es la crónica de una adicción, en este caso la adicción al dinero, que es la principal, por más que venga aderezada por adicciones más pragmáticas como el alcohol, las drogas y el sexo; con el debido respeto al cineasta neoyorquino, lo cierto es que viendo su último y extraordinario trabajo se nota —como se notaba, de distinta forma, en Taxi Driver (ídem, 1976), Uno de los nuestros, Casino o la estupenda e injustamente menospreciada Al límite (Bringing Out the Dead, 1999)— que, cuando habla de drogas, Scorsese, exdrogadicto él mismo tal y como es notorio y ha reconocido en diversas ocasiones, sabe de qué habla. Pero, a diferencia de muchos de sus trabajos más atormentados de los años setenta y ochenta —a Taxi Driver cabría añadir Toro salvaje (Raging Bull, 1980) y La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), no por casualidad, como se ha dicho en infinidad de ocasiones, escritas junto con Al límite por el casi siempre tortuoso Paul Schrader—, en estos últimos años Scorsese ha sabido desarrollar no solo una cada vez más fructífera relación con DiCaprio —El lobo de Wall Street, como digo, supera a Shutter Island, de la misma manera que esta era ya muy superior a Infiltrados (The Departed, 2006), la cual también resultaba más compacta que El aviador (The Aviator, 2004), y esta, con todas sus irregularidades, era más sólida que Gangs of New York, (ídem, 2002)—, relación que le ha permitido, por fin, llegar al gran público sin por ello dejar de ser él mismo. Ahora, Scorsese rueda con una alegría y un desparpajo que habrían sido insólitos en él tan solo una década atrás: por aquel entonces, nadie hubiese dicho nunca que su director acabaría realizando un film tan tierno y fantasioso como La invención de Hugo (Hugo, 2011), y además, haciéndolo tan bien.


Uno tiene la sensación de que Scorsese ha logrado, por fin, superar la mayoría de sus demonios interiores —los mismos que forjaron la materia prima de su cine: la culpa y el perdón, el tormento y la redención, el sacrificio y la purificación—, pero sin abandonarlos por completo: sin dejar de ser él mismo. Si La invención de Hugo fue una especie de ajuste de cuentas de su firmante con la inocencia del cine primitivo, el cinematógrafo entendido como magia, El lobo de Wall Street hace gala de una ironía y un sentido del humor que, salvando todas las distancias del mundo, emparientan esta obra, a mi entender magna, con esa mirada cruel y divertida sobre las debilidades humanas que arrojaba Alfred Hithcock en muchas de sus mejores películas. O dicho de otra manera: si, en el pasado, Scorsese parecía que hacía cine porque necesitaba purgar esos demonios interiores, en la actualidad, una vez purgados, la vieja turbulencia de su cine se ha visto reemplazada aquí por una mirada cínica y descreída sobre el ser humano como probablemente nunca se había visto en su obra hasta la fecha (a pesar, por descontado, de los abundantes momentos irónicos de films como Uno de los nuestros o Casino). En este sentido, puede afirmarse con escaso margen de error que El lobo de Wall Street convierte la estupidez humana en espectáculo, o si se prefiere, pone en solfa el espectáculo de la estupidez humana: las fronteras entre uno y otra nunca están del todo claras.


¡Y menudo espectáculo! El lobo de Wall Street dura tres horas; es la película más larga de su director, si dejamos aparte los extensos metrajes de varias horas de algunos de sus no menos excelentes trabajos documentales. Sin ánimo de ser exhaustivo, hay mucho con que quedarse a lo largo de esos dinámicos ciento ochenta minutos en perpetuo crescendo, hasta el punto de que resulta difícil determinar qué es mejor: si el espléndido montaje orquestado nuevamente, como no podía ser menos, con la gran Thelma Schoonmaker, y que da pie a momentos tan excepcionales como la ya mencionada auto-presentación de Belfort de los primeros minutos, o las apariciones/presentaciones, uno a uno, de su alucinante equipo de colaboradores; o el dominio demostrado por el cineasta en materia de dirección de actores, en virtud de la cual secuencias como la inolvidable comida del joven y novato Belfort con el experimentado “tiburón” de Wall Street Mark Hanna (Matthew McConaughey disfrutando del gran momento artístico que atraviesa ahora su carrera), en la cual este último le enseña al primero esa especie de cántico primitivo que apunta a algo que el resto del film se encarga de ir resaltando: que aquí hay escasas diferencias entre el comportamiento de las así llamadas personas y el de los animales; las mordaces escenas que ilustran la vida matrimonial de Belfort con Naomi (Margot Robbie), su “polo de limón” que diría el Tom Wolfe de La hoguera de las vanidades, una novela de esas que no suelen gustar a aquéllos que jamás escribirán nada semejante y cuyo espíritu ácrata casa bien con el tono no menos corrosivo de lo propuesto en esta ocasión por Scorsese; el momento, ya antológico, en el que un Belfort “colocado” sufre los devastadores efectos retardados de una droga caducada, produciendo daños colaterales en su cuerpo y en su deportivo blanco, y que culmina con el estúpido accidente hogareño que casi acaba con la vida de su socio Donnie (un espléndido Jonah Hill); o una secuencia final, que procuraremos no destripar en demasía dado el reciente estreno del film, y que aporta la definitiva pincelada sobre el carácter del personaje como alguien capaz de apropiarse de ideas ajenas y explotarlas en su propio beneficio. No he pretendido en esta ocasión hacer una “crítica” en sentido estricto, sino sencillamente dejar anotadas unas pocas impresiones: El lobo de Wall Street, por metraje y por densidad de exposición, es un manantial para la mente del cual podría hablarse, o escribirse, largo rato.  

martes, 14 de enero de 2014

Buena película, sí; obra maestra, no: “LA CLASE”, de LAURENT CANTET



[NOTA PREVIA: Coincidiendo con la reciente publicación del nuevo número de la revista de cine “Shangrila” dedicado al tema de la educación (1), aprovecho para recuperar un texto sobre este film, que se publicó originalmente el 8 de febrero de 2008 en mi anterior versión de este blog en Blogspot.es.] Uno de los estrenos más destacados de principios de este año es el film de Laurent Cantet La clase (Entre les murs, 2008), que desde que vio la luz pública no ha parado de recibir parabienes de la prensa especializada y premios tan reputados como la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes. Respecto al merecimiento de los galardones que se dan en los certámenes cinematográficos, como ya he tenido ocasión de pronunciarme en otras ocasiones, creo que la entrega de premios como culminación de los festivales de cine resulta contraproducente, pues ese componente competitivo desvirtúa lo que tienen los certámenes de aparadores de la diversidad del cine, y el tener que elegir entre unas determinadas películas de muy variados estilos para premiarlas, distinguiéndolas así de entre el resto, me parece una manera de acotar el gusto cinematográfico y enfocarlo hacia unas también determinadas y quién sabe si interesadas direcciones, ya que a la hora de la verdad la concesión de premios cinematográficos (tanto los que dan los festivales como, añado, academias de cine y todo tipo de jurados), y sobre todo el aparato publicitario que los envuelve, acaba siendo a la postre una forma más de marcarle a la opinión pública el-cine-que-hay-que-ver, de la misma manera que los galardones literarios le marcan, o pretenden marcarle, la literatura-que-hay-que-leer; por descontado, también puede (y debe) tildarse de manipuladora la campaña publicitaria destinada a favorecer el éxito taquillero de las películas más comerciales de Hollywood, pero al menos estas no lo hacen en nombre del arte…


Dicho de otro modo, La clase es una interesante película a pesar de haber ganado la Palma de Oro en Cannes, y también a pesar de que se esté hablando de ella como de una obra revolucionaria, un film que parece renovar el lenguaje mismo del cine; en pocas palabras, una obra maestra. Naturalmente, hay que partir de la base de que esto último, la consideración de una película como obra maestra del cine, dependerá (y, de hecho, depende) de lo que cada cual considere como tal. Y, con el debido respeto a quienes crean, honesta y sinceramente, que La clase lo es, sin dejarse llevar por posturas combativas contra el cine norteamericano adoptadas de antemano, o en el fondo tan conservadoras —por más que alardeen de un supuesto progresismo— como las que ven en cada nuevo cineasta francés a un cachorro de la sacrosanta Nouvelle Vague, por mi parte solo puedo decir que el film de Laurent Cantet “palidece” irremisiblemente si lo coloco no ya al lado de obras maestras del cine estadounidense como Amanecer (Sunrise, 1927, Friedrich Wilhem Murnau), ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941, John Ford), El manantial (The Fountainhead, 1949, King Vidor), Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956, Fritz Lang) o Sed de mal (Touch of Evil, 1958, Orson Welles), sino también contrastándolo con títulos de semejante envergadura procedentes de cinematografías europeas u orientales, como La chute de la maison Usher (Jean Epstein, 1928), Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938, Alfred Hitchcock), Vivir (Ikiru, 1952, Akira Kurosawa), Historias de Tokio (Tokyo monogatari, 1953, Yasuhiro Ozu), La emperatriz Yang Kwei-Fei (Yokihi, 1955, Kenji Mizoguchi), Ordet (ídem, 1955, Carl Theodor Dreyer), Drácula (Dracula, 1958, Terence Fisher), Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962, Jean-Luc Godard), 8 y medio (8 e mezzo, 1963, Federico Fellini), Andrei Rublev (Andrey Rublyov, 1966, Andrei Tarkovski), Persona (ídem, 1966, Ingmar Bergman) o La habitación verde (La chambre verte, 1978, François Truffaut), por citar una pocas, poquísimas, y a voleo. Comprendo que haya quien replique a esto que no se pueden comparar películas tan diferentes entre sí; respondo que no las comparo, pues sé que son incomparables, sino que las coloco en un determinado escalafón respetando sus (obvias) diferencias. También puede alegarse, ciertamente, que todavía no ha pasado suficiente tiempo para que La clase alcance la categoría de “clásico”, dado que está recién estrenada; pero yo pienso que un film que realmente es extraordinario lo es desde el momento mismo de su estreno; de hecho, cualquier película que, mientras la estás viendo, sabes que la repetirás en un futuro próximo porque te está ofreciendo una “segunda película” escondida entre los pliegues (ergo, planos) de la primera, suele ser una obra maestra; y, por citar ejemplos recientes, esto mismo es lo que experimenté mientras veía Pozos de ambición y El intercambio o lo que he sentido recientemente con El curioso caso de Benjamin Button. La clase no me dio esta impresión, a pesar, vuelvo a insistir, de que es un film totalmente digno de estima.


La clase se suma a una serie de títulos recientes que de un modo u otro abordan el tema de la educación, tal es el caso de otras celebradas producciones francesas de estos últimos años con las cuales la película de Laurent Cantet está más estrechamente emparentada, como Hoy empieza todo (Ça commence aujourd’hui, 1999, Bertrand Tavernier) y Ser y tener (Être et avoir, 2002, Nicolas Philibert), si bien dicha temática también se encuentra presente de un modo u otro en títulos tan distintos y dispares como la producción hollywoodiense Diarios de la calle (Freedom Writers, 2007, Richard LaGravenese) o la española Cobardes (José Corbacho y Juan Cruz, 2008). La clase parte de un libro autobiográfico de François Bégaudeau convertido en guión por este último junto con Cantet y Robin Campillo (este último, coguionista habitual de Cantet y realizador de una muy interesante e inquietante película fantástica, Les revenants, 2004, estrenada en DVD con el título de La resurrección de los muertos). El propio Bégaudeau interpreta a François Marin, el profesor de instituto en torno al cual gira la acción de un relato que se coloca, deliberadamente, a medio camino entre el documental y la ficción, la reconstrucción y la dramatización: los chicos que interpretan a los alumnos de Marin son auténticos estudiantes de secundaria, cuyas escenas partían de unas pautas preestablecidas pero con un amplio margen de improvisación y se rodaban con más de una cámara, con la finalidad de que Cantet dispusiese así de un amplio material a la hora de montar la película y darle una estructura coherente. Con semejante planteamiento, La clase bastaría por sí sola para dar pie a un ensayo en torno a los siempre borrosos límites que, en cine, se dan entre lo real y lo imaginario.


La clase es un film “de tesis”, dicho sea en el sentido más positivo de la expresión. Su estructura narrativa es clásica, con un planteamiento, un nudo y un desenlace, por más que este último sea muy abierto, como no podía ser de otra manera tal y como se plantea y desarrolla su trama, que se corresponde con la duración de un curso académico en el instituto de barrio donde se desarrolla íntegramente la acción. Ni siquiera sabemos grandes cosas en torno a François Marin, dado que el realizador y sus guionistas nos escamotean deliberadamente dicha información: hay un momento en el cual le vemos regresar a su casa después de trabajar y, tan pronto como el personaje accede al rellano de la escalera donde vive, el realizador corta y pasa a la siguiente secuencia, sugiriendo de este modo que, por más que quede claro que este y el resto de personajes tienen una vida fuera del instituto, lo que principalmente le interesa mostrar es lo que ocurre dentro del mismo (de ahí, como se ha repetido frecuentemente estos días, la mayor conveniencia del título original del film, Entre les murs, más explícito y abstracto en este sentido que el castellano).


Laurent Cantet desarrolla con habilidad una digresión sobre las dificultades cotidianas de los maestros para intentar que sus jóvenes alumnos aprendan no solo conocimientos, sino lo que es más importante a pensar por sí mismos, el resultado de la cual es, indirectamente, un acerado dibujo sobre la aparente imposibilidad de comunicación, de diálogo, entre esa juventud y sus profesores. El realizador tiene mucho cuidado a la hora de mostrar el quehacer cotidiano del protagonista, tanto en el aula donde imparte la asignatura de lengua francesa como en las reuniones de profesores, llevando a cabo de este modo un agudo dibujo que combina lo didáctico y lo humano. Las conclusiones a las que llega no son nada halagüeñas, habida cuenta que, en sus momentos de mayor tensión, la sensación de que nadie escucha a nadie, ni los alumnos al profesor ni este último a aquéllos (por más que, en no pocas ocasiones, lo intenta), se hace patente en los momentos álgidos del relato, que son aquellos que se centran en el problema con el alumno “conflictivo”, un chico de padres africanos que ni aprende ni deja aprender a sus condiscípulos, y a renglón seguido la polémica que se desata cuando dos alumnas de Marin se quejan a la dirección del centro cuando el profesor, en un momento de debilidad, les dice que se comportan “como fulanas”. Resulta desoladora y muy significativa, en este mismo sentido, la escena final —si alguien no ha visto todavía la película y quiere ser sorprendido cuando lo haga, que no lea lo que viene a continuación—, en la que una alumna de raza negra le confiesa a Marin, en el último día del curso, que no solo no ha aprendido nada a lo largo todo ese año, sino que además no quiere hacerlo. Como no podía ser de otra manera, el film concluye aquí, dando un toque de atención al espectador, dada la imposibilidad de hallar una solución satisfactoria a un problema que a estas alturas ya es demasiado grande.

(1) http://shangrilaediciones.com/pages/bakery/intertextos-libros-4-96.php

lunes, 6 de enero de 2014

“DIRIGIDO POR…” de ENERO 2014, ya a la venta



Dirigido por… empieza el nuevo año dedicando la portada de su número 440 a la nueva y esperada película de Martin Scorsese El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), cuya crítica firma Roberto Alcocer Oti. Dicha reseña va acompañada de una entrevista con Martin Scorsese a cargo, como siempre, de Gabriel Lerman.


También se destacan los estrenos de otras películas, como Nymphomaniac, Vol. 1 (Nymphomaniac, 2013), de Lars von Trier, reseñada por Quim Casas; La vida secreta de Walter Mitty (The Secret Life of Walter Mitty, 2013), de y con Ben Stiller, comentada por Tonio L. Alarcón, quien también firma el comentario del telefilm de Stephen Frears El gran combate de Muhammad Ali (Muhammad Ali’s Greatest Fight, 2013), para la sección de Televisión; The Grandmaster (Yi dai zong shi, 2013), de Wong Kar-wai, reseñada por Ángel Sala; y Centro histórico (2012), film colectivo firmado por los prestigiosos Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Víctor Erice y Aki Kaurismäki que comenta Beatriz Martínez. A ello se suman las secciones Críticas; Pantalla Digital, de José María Latorre; Banda Sonora, de Joan Padrol; y Cinema Bis.


El núcleo central de este número está ocupado por dos dossieres. El primero, titulado Cine y terrorismo global, que aborda la cuestión del tratamiento cinematográfico del fenómeno del terrorismo de estos últimos años por medio de una serie de artículos temáticos: Terrorismo global y cine. La mirada de Hollywood y “Matarlos a todos”. El terrorismo islámico como espectáculo y discurso político, ambos firmados por el coordinador del dossier Antonio José Navarro; Action President, en torno a los films que muestran al presidente de los Estados Unidos convertido en héroe de acción, que rubrica Quim Casas; y Recordaremos el fuego y las cenizas: El terrorismo global en las series televisivas contemporáneas, firmado por Tonio L. Alarcón.


El segundo no es sino un intento por parte de la revista de resolver una vieja deuda que tenía pendiente: dedicarle un dossier de dos entregas al cineasta alemán Werner Herzog, uno de los nombres fundamentales del cine contemporáneo. La primera entrega de este dossier consta de un artículo de introducción, La conquista del cine total, que firma el coordinador del dossier Quim Casas; Herzog, Kinski: creación, poder, delirio… Entre el tormento y el éxtasis, artículo de Ramon Freixas y Joan Bassa centrado en la célebre colaboración de Herzog con el actor Klaus Kinski; y Más allá del documental, artículo de introducción a la labor de Herzog como documentalista, asimismo firmado por Quim Casas, que da paso a una serie de pequeñas antologías centradas en su contribución al documental, tal es el caso de: El país del silencio y la oscuridad (Land des schweigens und der dunkelheit, 1971) [Tonio L. Alarcón], El gran éxtasis del escultor Steiner (Die grobe ekstase des bildschnitzers Steiner, 1974) [Gerard Casau], La Soufrière (La Soufrière / Warten auf eine unausweichliche katastrophe, 1977) [Quim Casas], Ecos de un reino oscuro (Echos aus einem düsteren Reich, 1990) [Israel Paredes Badía], Lecciones de oscuridad (Lektionen in finsternis, 1992) [Quim Casas], Grizzly Man (ídem, 2005) [Ángel Sala], Encuentros en el fin del mundo  (Encounters at the End of the World, 2007) [Antonio José Navarro] y La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010) [Beatriz Martínez].
   

Contribuyo a la edición de enero de 2014 de Dirigido por… con un artículo para el dossier Cine y terrorismo global titulado Tom Clancy. La nueva “policía del mundo”: “Nacido en Baltimore (Maryland) el 12 de abril de 1947, y fallecido en la misma localidad el pasado 1 de octubre, Thomas Leo Clancy Jr., más conocido como Tom Clancy, probablemente será más recordado por la popularidad alcanzada por sus novelas, muchas de las cuales aparecían con frecuencia en las listas de “best-sellers” a escala planetaria, y por la de las adaptaciones al cine de algunas de aquéllas, que por haber «pronosticado» el método empleado por Al Qaeda para atentar contra el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, estrellando dos aviones de pasajeros contra ambas Torres Gemelas, el cual aparecía descrito en su novela «Deuda de honor» (1994), en la que un aviador japonés se arroja, cual kamikaze, sobre el edificio del Capitolio en Washington D.C.”.


También escribo el comentario de uno de los documentales de Werner Herzog, el extraordinario Into the Abyss (2011), que ya tuve ocasión de comentar más extensamente en este mismo blog (1).


A todo ello, añado una serie de críticas: las de El hobbit: La desolación de Smaug (The Hobbit: The Desolation of Smaug, 2013, Peter Jackson), Los juegos del hambre: En llamas (The Hunger Games: Catching Fire, 2013, Francis Lawrence), Frozen: El reino del hielo (Frozen, 2013, Chris Buck y Jennifer Lee) y Agosto (August: Osage County, 2013, John Wells).


Finalmente, firmo el comentario del film que ocupa este mes la sección Cinema Bis, el estupendo The Kiss of the Vampire (1963), de Don Sharp: “Dentro de la historia de Hammer Films, “The Kiss of the Vampire” (1963) goza de una «mala fama» relativa (¿hay alguna que no lo sea?) al tratarse, por así decirlo, de una especie de cajón de sastre deudor de anteriores y mayores logros del estudio. Parece ser que fue concebida inicialmente por el productor y guionista Anthony Hinds (firmando el guión, tal y como solía hacerlo, bajo el seudónimo John Elder) como un tercer episodio de la serie Drácula extraordinariamente iniciada por Terence Fisher con “Drácula” (“Dracula”, 1958) y “Las novias de Drácula” (“The Brides of Dracula”, 1960), pero la trama original fue modificada posteriormente, habida cuenta de que, como es notorio, el célebre conde vampiro creado por Bram Stoker no aparece en este film”.



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miércoles, 1 de enero de 2014

Los límites del relato: “NYMPHOMANIAC. Vol. 1”, de LARS VON TRIER



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Las características que han rodeado el estreno en salas comerciales de Nymphomaniac (ídem, 2013) son especiales, y por tanto condicionan irremediablemente cualquier análisis que se haga del nuevo film de Lars von Trier. Con un metraje original completo de alrededor de 330 minutos, cinco horas y media, la película llega de momento al espectador dividida en dos partes de alrededor de dos horas cada una, y parece ser que la versión íntegra con todas sus escenas de carácter pornográfico al completo, ya famosas antes de que nadie las haya visto salvo von Trier, sus montadores y sus productores, se proyectará en el Festival de Berlín. Mientras tanto, aterriza en nuestras salas la primera parte de las dos que componen el, digamos, “montaje comercial” de Nymphomaniac, adecuadamente subtitulada Volumen 1 al igual que un célebre artefacto de Quentin Tarantino de infausto recuerdo, a la espera de que se estrene el Volumen 2 el próximo 24 de enero. Huelga decir que, por tanto, las siguientes líneas no son sino una aproximación forzosamente parcial a una obra que, por ahora, nos llega mutilada e incompleta por decisión de sus productores, los cuales, tal y como advierte un rótulo inicial, han elaborado con el consentimiento expreso de von Trier este montaje en dos partes pero en el cual su realizador, se dice, no ha intervenido expresamente. Algo parecido ocurrió en su momento con otro film del mismo cineasta, Dogville (ídem, 2003), del cual a partir de su metraje original de 178 minutos se llevó a cabo una edición “comercial” reducida en 45 minutos y asimismo autorizada y aprobada por von Trier. A lo que se ve, y parafraseando a un director norteamericano por el cual siento poca estima pero al que por una vez y sin que sirva de precedente hay que darle la razón, Robert Altman, existe una especie de ley no escrita en virtud de la cual las duraciones de las películas están condicionadas por algo así como el tiempo máximo que puede aguantar un espectador un visionado antes de que le venza la necesidad de tener que ir al lavabo…



Nymphomaniac forma parte de lo que el propio von Trier ha definido como su “trilogía de la depresión”, junto con Anticristo (Antichrist, 2009) (1) y Melancolía (Melancholia, 2011) (2). Al menos en lo que a este Volumen 1 se refiere, Nymphomaniac vuelve a ser, como sus compañeras de trilogía, una nueva y todavía más audaz exploración de los límites convencionales del relato cinematográfico. Como en Anticristo, el Volumen 1 de Nymphomaniac incluye entre sus agradecimientos finales uno dedicado a Andrei Tarkovsky; lo cierto es que las primeras escenas del nuevo von Trier no pueden menos que recordar al Tarkovsky más atmosférico y pantanoso de Stalker (ídem, 1979): la pantalla se abre en negro, mientras oímos en off el sonido de la lluvia y un goteo durante alrededor de dos minutos; de ahí pasamos a las imágenes de un callejón; una serie de planos de detalle se detienen a mostrarnos las gotas de rocío mojando paredes y ventanas o deslizándose por cañerías y salientes; en un momento dado, la cámara “descubre” el cuerpo de una mujer (Joe: Charlotte Gainsbourg), tumbada en el suelo, aparentemente sin sentido y con la nariz sangrando. A poco que se observe este arranque con un mínimo de detenimiento, queda claro el carácter no-narrativo, ergo no-convencional, del mismo; sobre todo, en lo que se refiere al “descubrimiento” de Joe en el suelo del callejón: la cámara recorre en lentos travellings laterales el escenario, “pasa” cerca de Joe y continúa su misterioso itinerario; es decir, el propósito del movimiento de la cámara no es centrar la acción y la mirada del espectador en Joe sino, más bien, sugerir que el personaje forma parte de un entramado narrativo no-lineal, algo que las siguientes secuencias se encargarán de confirmar. Más aún: ¿acaso no puede interpretarse ese arranque “en negro” de una película, se dice, “escandalosa” y repleta de sexo explícito, como una especie de guiño frustrante para el espectador que viene a ver el film atraído por esa aureola morbosa y que, por el contrario, se encuentra de bruces con una película en la cual, para empezar y literalmente, no se ve nada, y que además le obliga a mirar en otras direcciones acaso más incómodas que unos genitales masculinos y femeninos entrando en contacto físico?


Joe es, asimismo, descubierta (en este caso, literalmente) por Seligman (Stellan Skarsgard), quien la ve en el suelo y se acerca a socorrerla. La mujer se niega a que Seligman llame a una ambulancia o a la policía, pero acepta su ofrecimiento de llevarla a su casa y darle una taza de té mientras se recupera. En pijama, metida en la cama y saboreando ese té caliente, Joe empieza a relatarle a Seligman la historia de su vida, o mejor dicho, la historia de su vida como ninfómana. Pero, desde el primer momento, von Trier traza un singular paralelismo entre, por un lado, las explicaciones de Joe y su detallismo a la hora de especificar cómo se las ha ingeniado siempre para seducir a los hombres que necesita para intentar satisfacer su insaciable apetito sexual, y por otro, las que, punteando el relato de Joe, proporciona a su vez Seligman a propósito de su afición a la pesca con mosca. De este modo, y más allá del evidente paralelismo y comparación entre los métodos de Seligman para pescar con mosca y los de Joe para “pescar” hombres, a partir de este instante Nymphomaniac (al menos, insisto, en lo que a este Volumen 1 se refiere) se convierte en un apasionante experimento audiovisual en el cual, por medio de una brillantísima conjunción de imagen, diálogo y música, Lars von Trier reinventa y al mismo tiempo pone en evidencia los límites no ya de “su” relato (el que ha escrito y dirigido), sino incluso los del concepto mismo de “relato” en general. Véase, por ejemplo, ese momento magistral en el cual Seligman interrumpe la narración de Joe en el mismo momento en que von Trier visualiza, mediante uno de los enésimos flashbacks que giran alrededor del relato de la protagonista femenina, el momento en que la joven Joe (Stacy Martin) se reencontró en un parque con su antiguo amante Jerôme (Shia LaBeouf): las circunstancias en las cuales se produce ese reencuentro son, literalmente, increíbles desde un punto de vista lógico —Joe explica que, paseando casualmente por ese parque, se encontró, asimismo casualmente, con fotos rotas de Jerôme y su antigua secretaria y ahora exesposa Liz (Felicity Gilbert), y al cabo de un momento se tropezó, ¡también casualmente!, con el propio Jerôme—; en consecuencia, Seligman interrumpe lo que Joe le está contando porque tanto él como el espectador son incapaces de seguir creyéndose la suspensión de la incredulidad propuesta por Joe en su relato. Llegados a este punto, podemos considerar que todos los flashbacks que no están “ilustrando” las explicaciones de Joe sobre su ninfomanía no son sino una fantasía. De hecho, hay un momento en el cual Joe le explica a Seligman cómo fue el inicio de su etapa con estudiante; entonces, von Trier inserta unas escenas imaginarias, una por plano, en las cuales vemos a la joven Joe vestida de colegiala y masturbándose con distintos objetos ante una pizarra de la escuela; de pronto, descubrimos que esas imágenes no son ilustraciones de lo que Joe está contando, sino fantasías de Seligman al albur del relato de la mujer, tal y como esta última le recrimina en un momento dado, pidiéndole que no se distraiga…


A falta de ver, vuelvo a insistir, lo que nos deparará el Volumen 2, Nymphomaniac. Volumen 1 me parece el mejor y más bello ejercicio narrativo de su autor, hasta el punto de que prácticamente desde los primeros minutos y hasta el final del metraje de esta, repito, primera entrega o si se prefiere primera toma de contacto, la película hace gala de una inventiva que supera con creces la del que, hasta la fecha, me parecía el mejor trabajo de su firmante, Anticristo. Asimismo, viene a demostrar que lo más meritorio del cine de von Trier no reside en sus planteamientos puramente temáticos sino en los formales. No puede sino entenderse de otro modo que un film que, vuelvo a insistir, viene precedido de fama de “escandaloso”, acabe demostrando de manera práctica, y sobre todo muy cinematográfica, que lo que pretende su principal responsable no es tanto sacudir los cimientos morales y éticos del espectador como, principalmente, los cimientos de lo que en cine conocemos como “narrativa convencional”.


Desde este punto de vista, resulta difícil para que el suscribe tener que elegir solo uno entre los múltiples aciertos de esta película extraordinaria, dado que hay mucho donde escoger. Aparte de la ya mencionada relación temática y visual entre los métodos de pesca con mosca de Seligman y las artes de seducción de la promiscua Joe, cabe apuntar momentos como la inserción, a lo Peter Greenaway, de números sobreimpresionados en la pantalla, que recuentan el número de veces que la adolescente Joe fue desvirgada por Jerôme vaginal y analmente, en lo que puede verse un nuevo mecanismo de advertencia para el espectador atento destinado a hacerle notar que lo que está viendo es, a fin de cuentas, un “relato” ante el cual debe adoptar una especie de prudente “distancia”; o ese fragmento genial, construido alrededor de tres acciones simultáneas de la joven Joe con otros tantos amantes, que von Trier visualiza por medio de la partición en tres de la pantalla y contraponiéndolo a la explicación de Seligman en torno a los otros tantos acordes musicales que componen una polifonía de Bach. Si Nymphomaniac. Volumen 1 no es, a nivel narrativo, una obra maestra del cine, se le parece mucho…


Dejando aparte todo este virtuosismo formal y narrativo, otro aspecto que llama poderosamente la atención, y que por sí solo debería desmontar toda la monserga “escandalosa” que viene rodeando a esta hermosa película desde el momento mismo del anuncio de su producción (por más que el propio von Trier haya sido el primero en promocionarla de este modo), es de qué modo el sexo es utilizado como mecanismo narrativo y elemento de introspección psicológica de los personajes. Más allá del hecho obvio de que Nymphomaniac es el relato en primera persona de una mujer que vive por y para el sexo (y eso tan solo puede escandalizar a personas que hayan nacido ayer), el film hace gala de un sensible conocimiento de la naturaleza humana por medio, repito, de un relato discontinuo e inconformista en el cual la evolución de la protagonista femenina viene marcada por una constante interrelación entre su insaciable deseo sexual y sus emociones personales. Del mismo modo que, tal y como se apunta en el ya mencionado arranque de la película con su puesta en relación entre el agua de lluvia y una Joe inconsciente, golpeada y arrojada a un callejón como si fuera un trapo, que dibuja así una singular asociación entre dos elementos naturales, el rocío y el cuerpo de la protagonista, la evolución de Joe a lo largo del relato va estableciendo una serie de contrapuntos entre  su inacabable apetito de sexo y su proceso de madurez, no solo sexual, por descontado, sino también emocional y afectivo.


De esta manera, vemos cómo Joe le explica a Seligman que su primera práctica sexual, precedente de su actividad ninfomaníaca de adulta, consistía en un juego infantil con su amiga, consistente en hacer “la rana” sobre el suelo mojado del cuarto de baño: de nuevo, el agua como elemento asociado a la “humedad” natural de la protagonista. Más adelante, la adolescente Joe y su amiga de la infancia —ahora una muchacha no menos promiscua que ella, B (Sophie Kennedy Clark)—, llevan a cabo una apuesta de índole sexual…, consistente en jugarse una bolsa de caramelos rellenos de chocolate que ganará la que logre tirarse más tíos en el curso de un trayecto en tren; la secuencia, construida de una manera que me parece modélica, culmina en la felación que Joe le practica a un pasajero que viaja en primera clase (Clayton Nemrow) y que se resistía a las directas insinuaciones eróticas de la protagonista alegando su condición de hombre casado: es —al menos, no me cansaré de repetirlo, en la versión que hemos visto hasta ahora— el primer momento sexualmente más explícito de todo el film, en cuanto es aquel que muestra con claridad (tal y como la propia Joe reconoce) el poder de seducción de la protagonista, marcando por tanto el instante en que ella pasa a tomar conciencia y posesión de lo que será su futura existencia como ninfómana. Resulta coherente, en este sentido, esa secuencia en la que Joe narra, y von Trier lo resume “visualmente”, otra etapa de su existencia en la que logró conciliar su vida cotidiana y horarios laborales con una furiosa cadena de hasta diez amantes diarios, y que se expresa, como digo, por medio de una serie de primeros planos de genitales masculinos, hombres sin rostro que para la protagonista no son más que pollas destinadas a satisfacerla.


¿Satisfacción? Lo cierto es que, a pesar de la naturaleza sexual de las memorias de Joe y de su incontable riada de amantes penetrándola, según afirma ella misma, a diario (con todo lo que de relativa tiene, como hemos visto, la sinceridad y verosimilitud de este relato eminentemente subjetivo), la visión que del sexo ofrece Nymphomaniac. Volumen 1 no es en absoluto complaciente. Por el contrario, en más de una ocasión el sexo está asociado al sufrimiento: de la primera vez que fue penetrada por Jerôme, Joe recuerda sobre todo el dolor en su cuerpo; cuando la protagonista rememora la agonía en el hospital de su padre (Christian Slater) —el único, de todos los bloques o “capítulos” en los cuales se divide el relato, rodado en blanco  y negro—, Joe busca un fugaz consuelo en un par de hombres que se tira en ese mismo centro hospitalario, a modo de paliativo de la angustia que le provoca ver a su amado progenitor devorado por la enfermedad, abandonado por su madre (Connie Nielsen) en sus últimos días de vida, y convertido en alguien que necesita asistencia para que le limpien las necesidades fisiológicas que se hace encima (¿hace falta recordar que la protagonista femenina de Anticristo se lanzaba vorazmente sobre el sexo de su esposo para intentar aliviar así su dolor por la pérdida de su hijo?); a mayor ahondamiento, el hecho de que este episodio sea como digo el único de todo el film, o de esta parte que conocemos del mismo, que está rodado en blanco y negro sugiere el estado anímico de una Joe afectada ahora por una dramática situación familiar y personal cuya simplicidad contrasta con su “colorido” mundo de amantes en cadena; este episodio se cierra con una imagen bellísima: el plano de las piernas de Joe, a través de las cuales vemos el cadáver de su padre en su cama del hospital, y cómo una gota de flujo vaginal baja por una extremidad, como si fuera una lágrima… Pero sin duda el momento más intenso reside, en este sentido, en la espléndida secuencia en la que Joe y su amante H (Hugo Speer) reciben la incómoda e inesperada visita de la esposa de este último (Uma Thurman), la cual, acompañada por sus tres hijos pequeños, quiere enseñarles de primera mano a la mujer por la cual su padres les ha abandonado, y el lugar “donde ocurrió todo”: la cama de Joe. No por casualidad, la protagonista de Nymphomaniac. Volumen 1 es consciente de que su perpetua insatisfacción sexual ha acabado arrastrándola al lugar donde Seligman la ha encontrado: a un callejón sin salida; “me lo tengo merecido”, comenta cuando Seligman le pregunta quién le ha pegado en la cara; “soy una mala persona”, dice en más de una ocasión. Los títulos de crédito finales del Volumen 1 incluyen escenas de un Volumen 2 lleno, a simple vista, de un dolor físico y emocional más acentuado, si cabe, por la vía del masoquismo y la vejación. Esperemos que su nivel de creatividad esté a la misma altura.