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viernes, 30 de agosto de 2013

“DIRIGIDO POR…”, SEPTIEMBRE 2013, ya a la venta

Dirigido por… llega a su núm. 436, correspondiente al mes de septiembre, dedicando su portada al contenido más extenso de este ejemplar: la primera entrega de un dossier de dos partes dedicado al famoso productor y realizador norteamericano Roger Corman.

Destacamos, asimismo, el largo artículo dedicado a la prestigiosa trilogía de Ulrich Seidl ParaísoParaíso: Amor (Paradies: Liebe, 2012), Paraíso: Fe (Paradies: Glaube, 2012) y Paraíso: Esperanza (Paradies: Hoffnung, 2013)—, analizada por Quim Casas, quien también firma la extensa reseña dedicada a Mud (ídem, 2013), de Jeff Nichols; los comentarios, para la sección de Televisión, de Behind the Candelabra (ídem, 2013), el film de Steven Soderbergh finalmente programado en la pequeña pantalla, y de la quinta y última temporada de la reputada teleserie Breking Bad (ídem, 2008-2013), y uno de los comentarios del artículo colectivo Formas actuales del cine español. Seis películas, seis miradas, a propósito de otros tantos estrenos de nuestra cinematografía, en el que también escriben Tonio L. Alarcón, Héctor G. Barnés y Ángel Sala. El número incluye las extensas reseñas dedicadas a Cruce de caminos (The Place Beyond the Pines, 2012), de Derek Cianfrance, escrita por Roberto Alcover Oti; el documental de Ken Loach El espíritu del 45 (The Spirit of the ’45, 2013), a cargo de Israel Paredes Badía; Asalto al poder (White House Down, 2013), de Roland Emmerich, reseñada por Tonio L. Alarcón; y, asimismo para la sección Televisión, el comentario de la primera temporada de la serie Bates Motel (ídem, 2013- ), escrito por Antonio José Navarro, quien también firma el del film La casa de la colina de paja (Exposé, 1975), de James Kenelm Clark, dentro de la sección Cinéma Bis. La revista incluye, como no podía ser menos, las secciones habituales de José María Latorre (Pantalla Digital) y Joan Padrol (Banda Sonora), y la de Críticas.

Como ya he mencionado, la pièce de résistance del número es la primera entrega del dossier Roger Corman, compuesto este mes por cuatro extensos artículos: Serie B se escribe con C. Roger Corman (1954-1960), de Quim Casas, quien arroja una mirada general sobre los inicios profesionales de este cineasta en el período citado; De la B a la Z. Entre el “western” y la ciencia ficción, de Tonio L. Alarcón, quien pormenoriza la labor de Corman dentro de estos géneros; El ciclo Poe. Entre telarañas, decadencia y psicoanálisis, de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, centrado en la famosísima serie de películas de Corman inspiradas en textos de Edgar Allan Poe y protagonizadas por Vincent Price; y La reinvención de la serie B. Roger Corman productor (1954-1970), de Antonio José Navarro, en torno a su labor en esa primera etapa de su carrera en calidad de productor.

Este mes firmo un par de reseñas para la sección de Críticas: la de la estupenda El Llanero Solitario (The Lone Ranger, 2013), de Gore Verbinski, y de la de fallida Elysium (ídem, 2013), de Neill Blomkamp.

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viernes, 23 de agosto de 2013

Incidente en Isla Nublar: “PARQUE JURÁSICO”, de STEVEN SPIELBERG



No es ningún secreto para nadie que, cuando Michael Crichton publicó en 1989 su novela Parque Jurásico (primera edición española: Plaza y Janés Editores, S.A., Barcelona, 1992), lo que hizo fue reciclar una idea que había desarrollado previamente en uno de sus mejores trabajos como guionista y director, Almas de metal (Westworld, 1973): si en este la trama giraba en torno a un insólito parque de atracciones futurista poblado por androides en el cual los clientes podían hacer realidad sus fantasías aventureras y/o eróticas en tres zonas temáticas bien diferenciadas, el Mundo Medieval, el Mundo del Futuro y el Mundo del Oeste (Westworld), Parque Jurásico lo hacía sobre la posibilidad de la creación de un parque temático para turistas cuya principal atracción serían dinosaurios de carne y hueso “resucitados” gracias al milagro de la clonación genética; en ambos casos, los dos parques acaban desbordando a sus creadores como consecuencia de catastróficos fallos mecánicos que provocan en su caso el descontrol de los androides y la liberación de los lagartos terribles. Todo ello, unido a la ya habitualmente gigantesca campaña mercadotécnica que acompañó al estreno de la película en salas y a ciertas “ganas” de algunos críticos sin profesionalidad que todavía no saben inhibirse de las técnicas de publicidad del cine de Hollywood y pensar por sí mismos, provocó que Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993) fuese un gran éxito taquillero porque así había sido diseñado pero que a cambio recibiese, al menos en España, algunas de las peores críticas de la carrera de Steven Spielberg. Lo cierto es que este film desprestigiado, si bien está lejos de los mejores trabajos de su autor (que Spielberg lo es, guste o no, es algo que a estas alturas está, o debería estar, fuera de toda duda), y que regresa a los cines con motivo de una reposición tras su reciente reconversión a 3D, se revela veinte años después de su estreno una obra que resiste el paso del tiempo mejor de lo que cabía esperar.


Algo que de entrada conviene desmentir, o cuanto menos matizar, consiste en la cacareada afirmación de que Spielberg destrozó la novela de Crichton en su traslado al cine, dado que el libro de este último, aún siendo más interesante que el guión de la película, tampoco es una obra maestra de la literatura (ni siquiera la mejor novela de Crichton: si tuviese que quedarme con una, me inclinaría sin dudarlo por Devoradores de cadáveres). Por otro lado, Crichton participó en la redacción del guión, aunque de creer lo que se dice su tarea consistió en limitarse a hacer una versión resumida de la trama del libro para adecuarla al formato de un largometraje de dos horas, algo que sabía hacer sobradamente dada su experiencia como guionista y director, por más que sea justo reconocer que algunas de las mejores ideas de la novela se malograron en esa adaptación; la principal, los apuntes relativos a la célebre “teoría del caos”, puesta en boca del Dr. Ian Malcolm (Jeff Goldblum), y aquí reducidos, teoría y personaje, a meros chistes.


Una de las acusaciones más frecuentes hacia Spielberg en general y hacia Parque Jurásico en particular reside en la supuesta pobreza de sus personajes. Y si bien es verdad que la mayoría de los que pueblan Parque Jurásico adolecen de superficialidad —el ya mencionado Dr. Malcolm, la intrépida paleontóloga Ellie Sattler (Laura Dern), el cazador Robert Muldoon (Bob Peck), los pequeños hermanos Tim (Joseph Mazzello) y Lex Murphy (Ariana Richards)—, hay un par de honrosas excepciones, por más que no suelan verse reconocidas como tales: el paleontólogo Dr. Alan Grant y John Hammond, el anciano millonario que ha financiado la erección del Parque Jurásico en la isla costarricense de Nublar; no por casualidad, ambos corren a cargo de los dos mejores componentes del elenco, Sam Neill y Richard Attenborough respectivamente, y encarnan, indiscutible “toque” Spielberg, a los personajes sobre los cuales pivota la paradoja en torno a la imposibilidad de conciliar la fantasía y la realidad que se encierra en el fondo de muchos relatos característicos de su director.


Alan Grant, figura tocada con un sombrero que le da un aire a lo Indiana Jones, es descrito como un (otro) personaje cautivado por cierta “magia” inherente a su profesión: Alan ama los dinosaurios porque odia el mundo moderno (al principio del relato le vemos estropeando un ordenador con solo tocarlo; “Alan es incompatible con las máquinas”, apostilla Ellie); pero la idea de resucitar genéticamente a los lagartos terribles le fascina tanto como le aterra, consciente del riesgo que entraña mezclar con los seres humanos a criaturas sobre las cuales se desconoce casi todo. Ese sentido pragmático de las cosas se ve reforzado por el cuidado que pone Spielberg en mostrarle como un hombre lleno de recursos: al descender sobre la isla en helicóptero, como no sabe atarse el cinturón de seguridad, acaba atándoselo; aprovecha el agua de lluvia para llenar su cantimplora; y aplica en la práctica sus conocimientos sobre los saurios con tal de sobrevivir. Hammond es, como él, otro soñador, orgulloso de enseñarle al mundo la maravilla que ha financiado (su propósito es abrir el Parque Jurásico y vender entradas a precios populares para que nadie se vea privado de su visita); por eso mismo intenta que Alan le apoye en ese sueño (le dice que es el único del grupo de visitantes que puede comprender lo que está intentando conseguir); pero, al final, no tendrá más remedio que admitir que su sueño no es viable: que lo que realmente ha creado es una pesadilla. Resulta sintomática la secuencia, en ocasiones injustamente criticada, de la conversación íntima entre Hammond y Ellie: la misma se abre con un par de movimientos de cámara que asocian los muñecos, camisetas y souvenirs del Parque Jurásico con el anciano millonario comiendo helado, y termina con la amarga reflexión de Ellie respecto a que el parque es como el circo de pulgas con el que Hammond amasó su primera fortuna: otro sueño imposible.  


Este film, irregular en su primera mitad pero atractivo en la segunda, y a pesar de alguna innecesaria salida humorística —la escena en la que un dinosaurio herbívoro, y por tanto inofensivo, estornuda sobre la pequeña Lex y la cubre de mocos—, me parece en su conjunto mucho mejor de lo que suele decirse, haciendo gala, a pesar de su aparente ligereza, de un espléndido sentido del detalle que es el que acaba confiriéndole todo su interés: la hábil planificación corta de la primera secuencia, en la que un operario del parque es atacado por un velociraptor enjaulado; el viento lanzado por el helicóptero de Hammond sobre el esqueleto de dinosaurio que Alan, Ellie y su equipo están desenterrando (una bonita imagen que resume por sí sola el conflicto que se dirime en el fondo del relato); las extraordinarias secuencias de los ataques del tiranosaurio al coche donde los niños recorren el parque y luego al jeep que acude en su rescate, pletóricas de ingeniosos apuntes (el vaso de agua que vibra por las pisadas del saurio, la pata de cabra lanzada sobre el parabrisas, la pupila del saurio contrayéndose a la luz de la linterna que sostienen los aterrados chiquillos, el plano del retrovisor del jeep donde se refleja el tiranosaurio que les persigue); otro espléndido fragmento de suspense, el acoso a los niños en la cocina por dos velociraptores, asimismo lleno de sugerentes imágenes (la gelatina temblando en la cuchara que sostiene Lex, la sombra del animal superponiéndose al dibujo de la pared, el reflejo de Tim escondiéndose en el armario que despista al dinosaurio, el plano picado sobre el velociraptor en el instante en que asesta una dentellada a través de la trampilla por la que huyen los personajes); en particular, el inesperado lirismo de la escena final: como señaló José María Latorre en su momento, esa última y triste mirada de Hammond hacia la isla antes de subirse al helicóptero; o poco después de haber despegado, cuando Ellie y Alan intercambian miradas de ironía porque los niños se han dormido apoyados en el paleontólogo, quien detesta la idea de tener hijos con Ellie, en otro de esos apuntes de humor que, en el caso de Spielberg, provocan las consabidas acusaciones de conservadurismo de los modernos, sin tener en cuenta que, como ya ocurría con el clímax de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977) y las (torpes) acusaciones de “religiosidad” que la acompañaron, en Parque Jurásico los árboles (del prejuicio) tampoco dejan ver el bosque (la realidad que muestran las imágenes): retomando esa escena final del helicóptero, la mirada de Alan se aparta de la de Ellie y de los niños, para embelesarse en lo que realmente le apasiona: la visión de un grupo de pájaros, descendientes de los dinosaurios, surcando el cielo.


Si Parque Jurásico mejora con el paso del tiempo (o, sencillamente, uno no supo “verla” en el momento de su estreno), no puede decirse lo mismo de su secuela, El mundo perdido (The Lost World: Jurassic Park, 1997). Adaptación en este caso de la mediocre continuación literaria homónima de Parque Jurásico perpetrada por el propio Crichton (Edición española: El mundo perdido. Plaza & Janés Editores, S.A. Barcelona, 1995), cuyos libros fueron empeorando a medida que iba aumentando su popularidad como escritor, El mundo perdido tiene el dudoso honor de ser uno de los peores trabajos de su director, amén de innecesario, habida cuenta de que la siguiente secuela de la serie, Parque Jurásico III (Jurassic Park III, 2001), ni siquiera corrió a cargo de Spielberg, quien se limitó a producirla, sino de Joe Johnston. De entrada, El mundo perdido tiene el inconveniente respecto al primer Parque Jurásico de la eliminación del personaje de Alan Grant y la reducción del de John Hammond, centrando el protagonismo en el menos atractivo del Dr. Malcolm (de nuevo Jeff Goldblum), quien en esta ocasión comanda una nueva expedición a otra isla de Costa Rica llamada Sorna (sic), donde se supone estaba el laboratorio original de clonación de dinosaurios y en la cual estos últimos campean a sus anchas. La incorporación de nuevos personajes tan simples como la novia de Malcolm, Sarah Harding (Julianne Moore), su ayudante Nick Van Owen (Vince Vaughn), el ambicioso financiero Peter Ludlow (Arliss Howard) y otro cazador a las órdenes de este último, Roland Tembo (Pete Postlethwaite), no ayuda a animar una función que se sigue con decreciente interés y que culmina en un aparatoso epílogo en San Diego a lo King Kong, con Ludlow intentando sacar tajada del clausurado Parque Jurásico de Hammond mediante el arriesgado método del traslado de un tiranosaurio a la gran ciudad. Como siempre en Spielberg, no faltan imágenes atractivas y momentos de acción resueltos con habilidad, pero no compensan un relato, además, alargado en exceso. Sorprendentemente, con menos ínfulas y metraje, Parque Jurásico III resulta superior a El mundo perdido: recupera a Alan Grant/Sam Neill y a cambio ofrece un relato de aventuras sencillo pero eficaz, con al menos una excelente secuencia, nacida en las páginas de la primera novela de Crichton y descartada del guión del primer film, pero felizmente recuperada aquí: la que transcurre en el interior de la gigantesca pajarera donde anida una colonia de feroces pterodáctilos.


Sobre Parque Jurásico, puede consultarse también la interesante reflexión del amigo Sergi Grau en su Voiceover’s Blog: http://sergimgrau.wordpress.com/2013/08/02/jurassic-park/

jueves, 22 de agosto de 2013

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, SEPTIEMBRE 2013, ya a la venta

El núm. 338 de Imágenes de Actualidad dedica su portada a un espectacular avance del que probablemente será uno de los estrenos más taquilleros de las próximas navidades: El hobbit: La desolación de Smaug (The Hobbit: The Desolation of Smaug, 2013), la segunda entrega de la trilogía de Peter Jackson basada en la novela de J.R.R. Tolkien El hobbit. Otros títulos de los cuales se ofrecen avances dentro de la sección Primeras Fotos son: The Counselor (2013), de Ridley Scott; The Monuments Men (2013), de y con George Clooney; y Lone Survivor (2013), de Peter Berg.

La revista ofrece extensos reportajes de las más llamativas películas que veremos entre finales de este mismo mes de agosto y a lo largo del mes de septiembre, tal es el caso de: Riddick (ídem, 2013), de David Twohy; Kick-Ass 2: Con un par (Kick-Ass 2, 2012), de Jeff Wadlow, cuyo reportaje se complementa con una entrevista con su protagonista femenina, Chloë Grace Moretz; Asalto al poder (White House Down, 2013), de Roland Emmerich; Dolor y dinero (Pain & Gain, 2013), de Michael Bay; 2 Guns (ídem, 2013), de Baltasar Kormákur; Jobs (jOBS, 2013), de Joshua Michael Stern, que se acompaña a su vez con una entrevista con su intérprete principal, Ashton Kutcher; Rush (ídem, 2013), de Ron Howard; Mud (ídem, 2012), de Jeff Nichols; Tú eres el siguiente (You’re Next, 2012), de Adam Wingard; y las producciones españolas La gran familia española (2013), de Daniel Sánchez Arévalo, Otro verano (2012), de Jorge Arenillas, y Arraianos (2013), de Eloy Enciso. El número se completa, como es habitual, con las secciones Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; Videojuegos, de Marc Roig; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

Como homenaje al gran escritor Richard Matheson, fallecido a principios de este verano, dedico el Cult Movie a una de las más famosas adaptaciones al cine de una de sus mejores novelas, El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957), de Jack Arnold, la cual “puede entenderse como la crónica de un hombre que, en contra de su voluntad, va sumergiéndose (y, a medida que lo hace, aceptándolo) en un universo infinitesimal, tal y como certifican las extraordinarias escenas finales, en las cuales un Scott ya tan reducido que es capaz de pasar entre las minúsculas rejillas de una tela metálica se interna con decisión en el gigantesco universo desconocido del jardín de su casa, dispuesto a experimentar mientras pueda la aventura más grande que jamás nadie haya vivido, paradójicamente, en el más pequeño de los mundos”.

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sábado, 17 de agosto de 2013

¿Espectáculo de autor?: “PACIFIC RIM”, de GUILLERMO DEL TORO



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Dejando ahora al margen las opiniones en torno a Pacific Rim (ídem, 2013), tanto las de quienes “hablan bien” del film (es decir, positivamente) como las de quienes “hablan mal” del mismo (negativamente), de la mayoría de comentarios que he leído u oído estos días al respecto parece desprenderse una curiosa preocupación por parte de algunos comentaristas de demostrar a toda costa que la película es, por encima o a pesar de su innegable condición de superproducción de Hollywood, una obra “de autor”; o dicho de otra manera, que pese a su carácter de gran producción cinematográfica “veraniega” (así se las adjetiva), Guillermo del Toro consigue imprimirle a Pacific Rim su personalidad más reconocible, o como suele decirse, su “sello de autor”. Disculpen la franqueza, pero no pueden menos que resultarme chocantes esos enconados esfuerzos destinados a corroborar que, con independencia de que haya firmado una película como Pacific Rim, Del Toro sigue siendo por encima de todo un “autor”. Tengo la sensación de que esa demostración a ultranza no alberga sino una especie de mala conciencia de los “incondicionales” (así se les llama) del cineasta mexicano, hecha con el propósito de o bien “defenderse” de quienes puedan mirarles por encima del hombro por el mero hecho de haber disfrutado con este carísimo tebeo de robots-gigantes-contra-monstruos-gigantes (es decir, para replicar a los botarates que siguen valorando el cine, ergo el arte, en función de eso que llaman, horror, El Tema), o bien para “perdonarle” a Del Toro un “pecado” que, dicho sea de paso, no se le suele disculpar a un cineasta infinitamente superior y de una trayectoria artística y profesional que a estas alturas debería estar ya más allá de toda duda como Steven Spielberg; es decir, el haberse atrevido a hacer un film hecho para esa entelequia (y cada día lo es vez más) conocida como “gran público”. Basta con estampar sobre Pacific Rim el sello Película De Autor para que automáticamente todo le sea disculpado. 


La razón de toda esa “dispensa” se fundamenta a mi modo de ver en la mala aplicación a ultranza de una teoría que hace ya muchos años que está obsoleta, al menos tal y como la entienden y siguen entendiéndola algunos hoy en día: la de la politique des auteurs. Nadie niega la importancia fundamental que tuvo la misma en su época, en cuanto estableció una valiosa metodología basada en los rasgos de estilo diferenciadores entre cineastas (es decir, la valoración del cine desde el punto de vista de su propio lenguaje) y su extraordinario mérito como reconocimiento de la labor de no pocos realizadores cuya obra no había sido juzgada y respetada como se merecía. Pero no es menos cierto que una mala aplicación endémica, superficial y reduccionista de la teoría de la política de los autores, en virtud de la cual el director es no ya el principal sino prácticamente el único responsable en exclusiva de todos y cada uno de los méritos artísticos de las películas que firma, y ello en función del reconocimiento de esos rasgos de estilo propios e intransferibles, degeneró con los años hasta convertir la teoría en un simple patrón que se aplica en virtud de un molesto silogismo según el cual: 1) un realizador es un autor, o se le considera como tal, porque tiene unos rasgos de estilo reconocibles + 2) ese realizador dirige un film que reúne esos rasgos de estilo que le definen como autor = 3) esa película es buena porque es de un autor. Un razonamiento teóricamente perfecto que, en la práctica, se estrella contra “casos” como el de Michael Bay, actual paradigma de la basura hollywoodiense por antonomasia pero que, no obstante, encaja perfectamente en esa simplista aplicación de la teoría de la política de los autores que acabamos de enunciar; de ahí que, como explicaba hace poco el colega Diego Salgado en el último número de Dirigido por… con respecto al último film de Bay, Dolor y dinero (Pain & Gain, 2013), ya haya críticos estadounidenses que han acuñado la expresión vulgar auteur para encasillar de algún modo a ese tipo de realizadores artísticamente nulos pero estilísticamente reconocibles que pueblan el cine mundial. Pero tampoco es necesario echar toda la culpa al pobre Michael Bay, quien a este paso acabará cayéndonos simpático a base de pura estulticia: existe otra forma de “degeneración” de la misma teoría, y es la que apunta a modelos más elevados, como puedan ser Alfred Hitchcock, John Ford o Ingmar Bergman. Desde el punto de vista de la aplicación simplista a la que me vengo refiriendo de esa teoría, parecería por tanto que el mérito de las películas de Hitchcock (o aquello que las hace fácilmente reconocibles) consiste en que en ellas salen “falsos culpables” o mujeres desnudas acuchilladas en la ducha, el de las de Ford, la presencia de simpáticos irlandeses borrachines y propensos a echarse a cantar, o el de las de Bergman, la de personas angustiadas por “el silencio de Dios”. O, si lo prefieren, que el mérito del cine de Béla Tarr consiste en que hace bonitos planos-secuencia, o que en las de Nicholas Ray hay unos colores que no veas… En definitiva, la sensación es de que se interpreta la parte por el todo o el todo por la parte: que se confunde (con resultados desastrosos) el hecho de tener un estilo reconocible con el hecho de que resulta perfectamente lícito cualquier resultado del ejercicio de ese estilo mientras se note que se tiene. Lo cual equivale a dejarse llevar si no por la pereza, al menos sí por una cierta inercia de pensamiento, bajar la guardia del rigor y dar por sentado que, por ejemplo, “si es de Haneke, será buena…”. Póngase el nombre de cualquier director, tanto si está o no de moda. El sello, la firma, la autoría identificable a simple vista, lo es todo; el resto, poco o nada. 
   

Acudir a la caducada política de los autores para justificar lo injustificable carece de razón de ser ante films todo lo “autorales” que se quiera, pero que en última instancia fracasan a la hora de medirlos mediante otra teoría mucho más sencilla y efectiva: la teoría del resultado. Desde este punto de vista (que, naturalmente, no tiene por qué ser compartido), creo que lo que ofrece Pacific Rim —y lo creo honestamente— está muy por debajo de lo que promete. No se puede negar que nos hallamos un film “de” Del Toro, por la sencilla razón que resulta prácticamente imposible hacerlo: la película es, estéticamente hablando, una variante de lo planteado por su director en las dos entregas de Hellboy (apariciones de Ron Perlman y, sí, Santiago Segura incluidas). Asimismo, resulta evidente el habitual enfoque cinéfilo de su firmante, empezando por bautizar a los —de nuevo, más o menos lovecraftianos— monstruos gigantes que aparecen a lo largo y ancho del relato como “kaijus” (por lo del kaiju-eiga: ¿lo pillan?), y acabando por las dedicatorias en los títulos de crédito finales —esos que jamás de los jamases casi nadie lee— a Ray Harryhausen e Ishirô Honda, precedidas por si fuera poco de sendos agradecimientos de Del Toro a nada menos que James Cameron, David Cronenberg, Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu. La trama de Pacific Rim, que empieza yendo, como suele decirse, al grano (en la primera secuencia, ¡ataca el primer “kaiju”!), para luego alargarse en exceso, es un singular destilado de otro par de las reconocidas filias (tiene muchas) de Del Toro: las películas de Godzilla y la célebre serie de televisión nipona de dibujos animados Mazinger Z (Majingâ Zetto, 1972-1974): el “¡planeador abajo!” y los “¡puños fuera!” también hacen, mas o menos, acto de presencia.
  

En sus líneas generales, el film apela a cierto espíritu de la fantasía sin complejos muy propio de Del Toro, si bien en este caso menos conseguido que en los Hellboy por culpa de una sobrecarga de bostezantes tópicos en lo que a la caracterización de personajes se refiere. En este sentido, la descripción de la psicología de los mismos carece del menor interés, y algunos se sostienen a duras penas por la profesionalidad y/o carisma de los intérpretes que les tienen a su cargo, caso del fatalista Stacker Pentecost (Idris Elba), el comandante de los “jaegers” (los robots gigantes pilotados entre dos o tres tripulantes que hacen frente a la invasión de los colosos), o el de Hannibal Chau (Ron Perlman), el tratante de restos de “kaijus”. No es el caso del protagonista, Raleigh Becket (Charlie Hunnam), y su típico trauma —¡los “kaijus” mataron-a-su-hermano Yancy (Diego Klattenhoff)!—, o el no menos convencional de “la chica”, la piloto japonesa Mako Mori (Rinko Kikuchi) —la “Sayaka” del film—, por más que este último, justo es reconocerlo, está presentado mediante las que sin duda alguna son las escenas más bellas de la película: el flashback dividido en dos partes que ilustra el origen del vínculo paterno-filial entre Mako y Pentecost, en un relato que está lleno, por cierto, de relaciones consanguíneas a las que no se les saca mayor provecho dramático: a las ya mencionadas hay que añadir el vínculo de sangre entre los dos atolondrados científicos Newton (Charlie Day) y Gottlieb (Burn Gorman), o la relación de padre e hijo entre Herc (Max Martini) y Chuck Hansen (Robert Kazinsky), penoso personaje este a quien le cabe el dudoso honor de centrar los peores y más execrables momentos del relato: la (tópica) mezcla de arrogancia y envidia con que recibe el retorno de Raleigh al equipo de los “jaegers”, y la previsible pelea a puñetazos con aquel, que el espectador está esperando desde la primera aparición en escena de Chuck para que alguien-le-dé-su-merecido a este último. Hay quien ha afirmado que a Del Toro no le importa el carácter convencional de estos personajes porque su principal deseo es concentrarse en las espectaculares secuencias de batalla entre los “jaegers” y los “kaijus”. Puede que sea así, más en la práctica esa intencionalidad no se percibe, habida cuenta de que la película invierte más de dos horas de metraje para contar lo poco que cuenta, entreteniéndose más allá de lo debido en la pobre descripción de los conflictos de esos asimismo pobres personajes durante minutos y minutos previos a los ataques del o los “kaijus” de turno: el aburrimiento campa a sus anchas en más de una ocasión. Y más después del engañoso arranque de la película, que empieza dibujándonos, vía comentario over y supuestas imágenes de reportajes televisivos, el ataque de los “kaijus” y cómo —se supone— la humanidad entera decide olvidar-sus-diferencias y unir-sus-fuerzas contra el enemigo común, en forma aquí de gigantescas criaturas extraterrestres procedentes de un “portal dimensional” (eso) que se abre en un punto determinado de las profundidades de océano. Es decir, lo que arranca como un relato-de-acción-trepidante, al poco se detiene para perder el tiempo mostrándonos con minuciosidad pero sin relieve las vicisitudes de unos personajes mediocres, consumiendo estérilmente minutos y minutos de un metraje, asimismo, de tamaño “kaiju”. No hay casa para tanto mueble. 


No comparto, empero, las (fáciles) comparaciones que han circulado estos días con, de nuevo, el inevitable Michael Bay y su saga Transformers; al contrario que en esta última, Del Toro demuestra que sabe filmar con cierta elegancia, imprimiendo a las batallas entre “kaijus” y “jaegers” de un ritmo casi lento: los planos generales de los colosos en liza se mantienen lo suficiente en pantalla de cara a resaltar así el gigantismo de los adversarios, lo cual brilla especialmente en el combate en Hong Kong, el más conseguido del film. Por lo demás, Pacific Rim no aporta nada que no hicieran previamente cineastas más modestos y/o defenestrados/despreciados por los críticos de autores como Koichi Takano y su (falsa) versión de Mazinger Z —Mazinger Z, el robot de las estrellas (Sûpâ robotto Maha Baronu, 1974)—, Stuart Gordon y su Robot Jox (1989) y hasta el Roland Emmerich de Godzilla (ídem, 1998): algunos momentos de Pacific Rim no andan demasiado lejos de lo propuesto por el realizador alemán a costa del simpático dinosaurio radiactivo con voz de falsete estrella de los kaiju-eiga de la productora Toho.

lunes, 5 de agosto de 2013

Solo contra todo: “PACTO DE SILENCIO”, de ROBERT REDFORD



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] A la espera de que se confirme su estreno en España el próximo 31 de octubre con distribución de Tripictures, la nueva película dirigida y protagonizada por Robert Redford, que salvo cambios de última hora se titulará entre nosotros Pacto de silencio (The Company You Keep, 2012), es muy característica de la obra de su principal responsable, entendiendo en su caso como “obra” la práctica totalidad de su filmografía no solo como realizador, sino también como actor y productor. A partir de un guión escrito por Lem Dobbs, basado a su vez en la novela de Neil Gordon Los que te rodean (de la cual existe edición española a cargo de Alevosía), Pacto de silencio reincide en el retrato que Redford se ha creado en pantalla (o le han creado, si bien particularmente me inclino por la primera opción) alrededor de ese personaje casi siempre de ficción —subrayo el “casi”: en ocasiones, ha encarnado a figuras reales, como el periodista del Washington Post de Todos los hombres del presidente (que produjo) o el cazador de Memorias de África— que se caracteriza por su sempiterna lucha en soledad contra todo: bien sea, por regla general, “el sistema” y la globalidad de lo que este representa —El candidato, Tal como éramos, El gran Gatsby, El carnaval de las águilas, Los tres días del Cóndor, Todos los hombres del presidente, El jinete eléctrico, Brubaker, El mejor, Memorias de África, Habana—, pero también, en ocasiones, las fuerzas de la naturaleza: ahí están Las aventuras de Jeremiah Johnson y, al parecer —a falta de haberla visto todavía—, All Is Lost (2013), la reciente película de J.C. Chandor que interpreta en solitario, encarnando a un hombre-sin-nombre que lucha por sobrevivir a bordo de su yate en medio del océano: un film que, así explicado, parece un homenaje en abstracto a la figura y personalidad cinematográfica de un cineasta que, en su triple función como artista, representa uno de los últimos exponentes (o el último) de una determinada tendencia sociopolítica progresista dentro del Hollywood de los años setenta y primeros ochenta. 


Pacto de silencio no constituye una excepción: a falta de conocer por mí mismo la novela de Neil Gordon de la que parte, Redford vuelve a encarnar aquí su prototípico personaje de “solo contra todo”, en esta ocasión un abogado viudo desde hace un año, Jim Grant, y padre de una niña de tan solo once, Isabel (Jackie Evancho) —su esposa, mucho más joven que él, falleció en un accidente automovilístico—, quien en realidad resulta ser —no descubro nada: ello se revela en la primera media hora de metraje— un tal Nick Sloan: nada menos que el cerebro de un grupo de activistas que durante los años setenta perpetraron, entre otros delitos y atentados antisistema, el atraco a un banco de Detroit, en el curso del cual fue asesinado un vigilante de seguridad, crimen que treinta años después de su comisión sigue siendo atribuido a Sloan. De hecho la película arranca con la detención de otra antigua componente de la banda, Sharon Solarz (Susan Sarandon), descubierta tras años de haber permanecido oculta y asimismo bajo una falsa identidad por el tenaz agente del FBI Cornelius (Terrence Howard), momento a partir del cual Ben Shepard (Shia LaBeouf), un joven periodista con ganas de ascender en el diario que dirige Ray Fuller (Stanley Tucci), va tirando de los hilos hasta descubrir que Grant no es sino Sloan, quien no tarda en darse a la fuga tras haber confiado el cuidado de su hija a su hermano Daniel (Chris Cooper). A partir de ese momento, el film narra las investigaciones de Ben en su afán de averiguar todos los detalles del “caso Sloan”, lo cual le lleva a contactar con una antigua novia que trabaja para el FBI —Diana: Anna Kendrick—, el agente de policía ya retirado que estuvo involucrado en la investigación del asesinato del vigilante en Detroit —Henry Osborne: Brendan Gleeson— y la hija de este último —Rebecca: Brit Marling—, mientras también desarrolla paralelamente la huida de Sloan y sus contactos con dos de sus viejos colegas activistas sobre los cuales no penden órdenes de búsqueda y captura —Donal Fitzgerald: Nick Nolte, y Jed Lewis: Richard Jenkins—, con el propósito de localizar, antes de que los federales le capturen, a la persona que puede ser (y es) la clave del enigma: Mimi Lurie (Julie Christie).


Me he entretenido a desglosar un poco más de lo debido las principales líneas argumentales de Pacto de silencio —las cuales guardan ciertas semejanzas con la trama del film de Sidney Lumet Un lugar en ninguna parte (Running on Empty, 1988)—, porque en ellas se perciben los intereses habituales de Redford como cineasta (sobre todo, la denuncia del “sistema”), que salen a relucir en los títulos que ha dirigido de contenido más fuertemente social, crítico y/o político: Un lugar llamado Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988), Quiz Show (El dilema) (Quiz Show, 1994) —acaso su mejor trabajo tras las cámaras—, Leones por corderos (Lions for Lambs, 2007) —un film menos despreciable de lo que se suele afirmar— y La conspiración (The Conspirator, 2010). En un sentido simbólico, puede verse en la trama de Pacto de silencio una especie de paráfrasis de la carrera de Redford, quien bajo cierto punto de vista también ha sido y en parte sigue siendo un viejo “activista” de otra manera de entender el cine hollywoodiense, asimismo perseguido por todo el mundo bajo la acusación de “crímenes” de “lesa cinematograficidad” (esto es, pretender que el público, además de entretenerse, piense…), hasta el punto de que, como acabamos de ver, la propia trama del film está construida a modo de sucesivos encuentros y reencuentros de los personajes encarnados por Redford y LaBeouf (un periodista, recordemos, como el joven Redford de, de nuevo, Todos los hombres del presidente) con otros personajes que, de un modo u otro, son “simpatizantes” con la causa común que defienden Sloan y Ben cada uno a su manera, esto es, el esclarecimiento de la verdad; tampoco sería de extrañar, en este mismo sentido, que haya una cierta complicidad entre Redford y los componentes del excelente reparto que ha reunido para la ocasión, si bien afirmar esto último se acerca peligrosamente a la especulación.


El resultado de Pacto de silencio es, en sus líneas generales, interesante y a ratos intenso: la película tiene, por un lado, algo de ese espíritu crítico y generoso, y a la vez turbulento y desasosegante, del mejor thriller “conspiratorio” de los setenta, representado tanto por la repetidamente citada Todos los hombres del presidente como por El último testigo (The Parallaw View, 1974), no por casualidad del mismo realizador de aquélla, el hoy en día excesivamente olvidado Alan J. Pakula. Por otra parte, se beneficia enormemente de la excelente labor de sus intérpretes, el propio Redford incluido, lo cual, en estrecha combinación del buen sentido de la planificación y el encuadre del director y protagonista, da pie a algunos momentos logrados: señalemos, por ejemplo, el plano de presentación del personaje de Sharon Solarz, de espaldas a la cámara y de cara al fregadero: un personaje, en cierto sentido (y como luego sabremos) también “de espaldas” a la realidad, a modo de sugerencia en torno a su turbio pasado como activista practicante de la violencia; la excelente secuencia de la conversación nocturna de Sloan y Mimi en la cabaña y ante la chimenea, en la cual la luz del fuego dota de carácter intimista y a la vez infernal a las confesiones que se hacen ambos personajes: la revelación de que estos dos antiguos activistas han cambiado como consecuencia del paso del tiempo y de las experiencias vividas, al margen de lo que ellos consideraban la única manera de “arreglar las cosas”; o el plano final —que no destriparemos, en atención a quien todavía no haya visto el film—, en el cual dos personajes establecen un simbólico pero necesario puente generacional, manteniendo un diálogo en off sonoro que preserva su intimidad a ojos y oídos del espectador y nos recuerda la obligación de no olvidar el pasado y transmitirlo a quienes tienen que edificar nuestro futuro, o al menos intentarlo. Es una pena que, al igual que ocurría en La conspiración, Pacto de silencio acabe dependiendo en exceso de la solidez del guión y la buena labor de los actores, puntales buenos pero no lo suficientemente atractivos para hacer de ella la gran película que podría haber sido, porque atesora una convicción hacia lo que cuenta, y en particular, hacia el trasfondo crítico y reflexivo que se encuentra agazapado tras lo que cuenta, que no puede menos que mover a la simpatía.

viernes, 2 de agosto de 2013

El Viejo / Nuevo Orden: “GUERRA MUNDIAL Z”, de MARC FORSTER



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No he leído la novela homónima de Max Brooks que se encuentra en la base de Guerra Mundial Z (World War Z, 2013), pero tengo las suficientes referencias sobre la misma para saber que su estructura narrativa es muy distinta de la de la película realizada por Marc Forster. El libro de Brooks está construido alrededor de una serie de (imaginarios) informes, memorandos y entrevistas que documentan minuciosamente el origen, desarrollo y punto final de una plaga zombi de proporciones planetarias, empezando por los indicios de la existencia de un “paciente cero”, el portador inicial de la plaga, y concluyendo con los informes definitivos sobre el control de la misma tras una batalla que se ha saldado con millones de vidas humanas. Como resulta notorio a estas alturas incluso para quienes todavía no hayan visto el film, Guerra Mundial Z: the movie no está planteada de esta manera, sino que gira principalmente alrededor del personaje de Gerry Lane (Brad Pitt), un exagente de la ONU que, apenas empezado un relato que, hay que decirlo a su favor, va al grano, se encuentra metido a la fuerza en el operativo preparado, of course, por el gobierno de los Estados Unidos en coordinación con los gobiernos de otros países, de cara a la contención y erradicación de la pandemia zombi. La motivación de Gerry, como suele ser habitual en el grueso del cine comercial hollywoodiense de prácticamente todas las épocas, es de tipo personal, ergo, familiar: gracias a sus antiguos contactos en la ONU, el protagonista ha conseguido plaza a bordo de un portaaviones para su esposa Karin (Mireille Enos) y sus dos pequeñas hijas Constance y Rachel (Sterling Jerins y Abigail Hargrove), pero los militares le obligan a participar en la operación anti-zombis, so pena de que su familia pierda dichas plazas, esperando ser ocupadas con ansiedad por muchas otras personas en “lista de espera”, y lo que es peor, que la trasladen de nuevo a tierra firme, exponiéndola al ataque de los muertos vivientes…


Vuelvo a insistir en que, a falta de conocer por mí mismo la novela de Max Brooks, nada puedo decir ni sobre su calidad ni sobre los posibles méritos del film como adaptación suya. No obstante, hay algo del libro que sí que parece haber trascendido en la película: la construcción en forma de relato que va “viajando” alrededor de distintos puntos del globo, por más que esto último tampoco tenga nada de nuevo, dado que es una característica habitual de un importante cupo de best-sellers adoptada con mucha frecuencia por el cine hollywoodiense de intriga “internacional”. Pero llama la atención el hecho de que, dejando aparte sus méritos estrictamente cinematográficos (que los tiene), Guerra Mundial Z propone de manera abierta y descarada una especie de pseudo-fantasía con visos de “realidad” alrededor de un simbólico Nuevo Orden internacional (o “Viejo Orden”, según como se mire) regido, por descontado, por los Estados Unidos, y dentro del cual se encuentran englobadas las naciones “amigas”, ergo sometidas al arco de influencia social, política y económica del american way of life. No resulta casual en este sentido que el periplo de Gerry alrededor del mundo en pos de una cura contra la pandemia zombi tenga lugar en países situados dentro de esa órbita, Corea del Sur, Israel y el Reino Unido, del mismo modo que tampoco es casualidad que el origen de la pandemia se sitúe en algún borroso pero para nada ambiguo punto entre dos antiguos países “de economía emergente” como China y la India. ¿Es una simple casualidad que las escenas desarrolladas alrededor del único reducto protegido que mantiene, claro, el ejército de los Estados Unidos en Corea del Sur sean tenebrosas, e incluyan detalles macabros de cadáveres humanos enganchados en muros coronados con alambradas, a modo de (in)directo reflejo de la situación actual entre las dos Coreas? ¿O que la por lo demás muy espectacular secuencia que tiene lugar en Jerusalén gire alrededor de la idea de ese gigantesco muro que aísla la “ciudad santa” de una colosal turba de muertos vivientes, la cual viene precedida de una serie de explícitas referencias verbales a los ataques sufridos por la nación israelí y los diversos intentos de los árabes de “echarlos al mar”? ¿O que en los diálogos se afirmen cosas con respecto a Rusia como que “no hay información”, o peor aún, que “es un agujero negro” (sic)? ¿Y qué decir de ese tercio final, ambientado en las instalaciones en Inglaterra de la Organización Mundial de la Salud, buena parte de las cuales —en otra aviesa idea de guión— se encuentra, literalmente, poblada por zombis que van a lo suyo, indiferentes al dolor que están causando en el resto de la humanidad? Por no hablar, claro está, de las primeras escenas en la ciudad de Filadelfia, impregnadas de nuevo por los traumáticos ecos del 11-S. Como me comentaba el amigo Antonio José Navarro en el pase para prensa donde vimos el film, resulta absurdo pensar que todavía quede gente que cree que en los Estados Unidos no se hace cine político.  


Todo esto no es óbice para que, cinematográficamente hablando, Guerra Mundial Z haga gala de una construcción muy hábil y de buenos momentos de puesta en escena, por más que parte de la labor desarrollada al respecto por Marc Forster, firmando aquí uno de sus más interesantes trabajos, y —a falta de conocer su poco difundida Machine Gun Preacher (2011)— sin duda el mejor que ha realizado hasta la fecha dentro del cine de alto presupuesto —mucho mejor que su infausta aportación a la serie Bond, 007: Quantum of Solace (Quantum of Solace, 2008)—, se vehicula, como digo, sobre una puesta en escena condicionada en todo momento por dos factores muy importantes: el carácter de superproducción del producto (del orden de nada menos que 200 millones de dólares, lo que la convierte automáticamente en la “película de zombis” más cara jamás realizada), y la supeditación de la realización a ese “efecto realidad” del cual hablaba líneas atrás. Con respecto a lo primero, la necesidad de amortizar un film tan caro que, se dice, tiene que duplicar su coste de producción para alcanzar beneficios (coste que, sumando gastos de publicidad, hay quien cifra incluso en los 400 millones de dólares), trae como consecuencia la necesidad de que el mismo llegue a un máximo de espectadores potenciales, y en el caso de una “película zombi”, eso implica una notabilísima reducción del contenido violento, con vistas a atraer a un público no juvenil que por sistema elude el visionado de este tipo de producciones. Efectivamente, los muertos vivientes de Guerra Mundial Z ni practican el canibalismo y ni tan siquiera tienen un aspecto excesivamente putrefacto; apenas hay una gota de sangre en los momentos que se prestan a ello, e incluso las escenas más crudas están resueltas… ¡mediante el fuera de campo!: el flashback que ilustra brevemente cómo se contagió el médico surcoreano de la base militar (un calculado movimiento de cámara nos escamotea, incluso, “el mordisco”…); aquella escena en la que Gerry amputa de un machetazo la mano izquierda de la soldado israelí Segen (Daniella Kertesz), que acaba de ser mordida por un zombi, para evitar la propagación de la infección por el resto del cuerpo de la mujer; la cura del muñón de la soldado por parte de Gerry cuando ambos se encuentran a bordo del avión de pasajeros con el que han logrado huir de Jerusalén; o el fragmento de suspense en virtud del cual Gerry tiene problemas para desclavar del cráneo del zombi que acaba de destruir la barra de hierro que necesita para repeler la agresión de otro muerto viviente que se le está echando encima. Comprendo que esta asepsia y ausencia de gore pueda parecerles decepcionante a los fans de George A. Romero o de la mediocre teleserie The Walking Dead, pero me remito a lo que he pensado siempre al respecto: que valorar positiva o negativamente una película exclusivamente en función de su contenido violento no tiene para mí la menor relevancia desde un punto de vista cinematográfico.


La puesta en escena de Guerra Mundial Z hace gala de una determinada supeditación a un cierto “efecto realidad”. Bajo este punto de vista, el film es poco o nada fantastique, desde una estricta perspectiva de cine de género, por más que nunca deje de ser una alucinante fantasía cuyos rasgos de verismo la hacen, si cabe, más irreal de lo que acaso pretendería ser. El arranque, por ejemplo, es muy “realista”: consiste en una serie de imágenes y locuciones en off procedentes de noticiarios de televisión de todo el mundo que nos informan de una serie creciente de sucesos violentos cuyo origen no está en absoluto claro; tanto el formato visual y sonoro de estas imágenes como su contenido enunciativo no difieren en nada en lo que vemos a diario a través de nuestros receptores. Ese “efecto realidad” se rompe a continuación gracias a una secuencia estereotipada, y por tanto, “irreal”: la del desayuno de Gerry con su esposa e hijas, mientras se preparan para subirse en su coche e irse de vacaciones. Por más que la secuencia, absolutamente convencional, carece de fuerza alguna —nada que ver con el contundente prólogo de Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004), una buena película (esta sí) del director de El Hombre de Acero, Zack Snyder—, la misma tiene la función de introducir unas breves pinceladas de “normalidad cotidiana” (por más que sea en versión estereotipo) que, nueva ruptura, se destrozan por completo a los pocos minutos en virtud de una secuencia tan espectacular como impactante: la del atasco automovilístico en pleno centro de Filadelfia, que culmina con el primer ataque masivo de los zombis. 


La sombra del 11-S planea me atrevería a decir que inevitablemente sobre esta secuencia, pero llama la atención de la misma que Forster introduce en ella la presencia de los zombis, abalanzándose veloces sobre sus presas —los muertos vivientes de Guerra Mundial Z corren más que los de La invasión de los zombies atómicos (Incubo sulla città contaminata, 1980, Umberto Lenzi), que fue de donde se inspiraron el Danny Boyle de 28 días después (28 Days Later…, 2002) y el Snyder de Amanecer de los muertos—, haciéndolo, como digo, sin hacer el menos énfasis al respecto. A pesar del caos de ese primer ataque, el realizador lo filma todo con bastante claridad y precisión, hasta el punto de que apenas introduce unos pocos y nada cargantes planos cámara en mano a fin de apuntar la idea de confusión. Incluso cuando, en medio de esta secuencia, se detiene a mostrarnos los efectos del mordisco de un zombi en un ser humano (muerte / transformación / resurrección convertido en un nuevo zombi), la mirada del realizador es más funcional que aterradora, de manera que lo relevante de esta escena no es lo inquietante que puede resultar ese horror en sí, sino más bien el hecho de que aporta una información que luego el personaje de Gerry utilizará de cara a conseguir una cura para la pandemia. Es decir, Forster muestra a sus zombis como si fuera una catástrofe natural cualquiera de las que suelen aparecer en los informativos televisivos como los que abren el film. Más que una mirada fría (puede juzgarse así), es una mirada atonal; y, por eso mismo, más que una película fantastique, Guerra Mundial Z es (o parece) un reportaje “objetivo” sobre las convenciones un género tan intrínsecamente subjetivo como es el de terror.


Puedo comprender que esa mirada atonal será precisamente lo que se le puede reprochar al film desde el punto de vista de la ortodoxia de los más acérrimos amantes del cine fantástico, dado que redunda en detrimento de una narración que podría haber sido más puramente fantastique: ¿qué puede serlo más que el desmoronamiento total y absoluto de la civilización humana como consecuencia del ataque masivo de millones de difuntos sobrenaturalmente “vivos” y agresivos? Pero esa atonalidad es lo que le confiere cierta personalidad propia a la película. En este sentido, la elección formal del realizador es la más adecuada, o al menos la mejor que podía llevar a cabo, sobre todo (quizá) a raíz de su fracaso a la hora de asimilar el espíritu de la serie Bond en 007: Quantum of Solace, papeleta que intentó resolver (sin conseguirlo) mediante una operación de “modernización” vía trasplante del lenguaje de otra franquicia más moderna (que no mejor), la de la serie Jason Bourne. Lo afirmado no quiere decir que Forster no domine el lenguaje del cine fantástico: lo demostró con creces en la que sigo considerando su mejor película, la fascinante Tránsito (Stay, 2005). Pero en esa ocasión se trataba de una propuesta radical y relativamente minoritaria; ahora, ha preferido nadar y guardar la ropa; y, a pesar de los numerosos problemas de producción a los que ha tenido que hacer frente, y que llenaron los mentideros cinematográficos durante meses, lo cierto es que el film resultante no se resiente de aquéllos porque el realizador ha optado por una mirada no-fantástica, cierto, pero no por ello menos fascinada hacia lo que muestra y cómo lo muestra. Bajo cierto punto de vista, más que una película fantástica, Guerra Mundial Z es una película maravillada, que en vez de mostrar el efecto perturbador de una realidad cotidiana brutalmente alterada (la característica esencial del mejor cine fantástico), lo que hace es captar esa nueva realidad y registrarla con la mayor neutralidad posible, como si la cosa no fuese con él pero al mismo tiempo esforzándose en plasmar la situación de la manera más minuciosa.


De esa mezcla de fascinación y distanciamiento ante lo que se narra surge lo mejor de un film que, lecturas socio-políticas aparte, deposita sus mayores logros en su sentido del detalle que, como anotaba Ángel Sala desde las páginas de Dirigido por…, relaciona Guerra Mundial Z con la interesante película de Steven Soderbergh Contagio (Contagion, 2011), con la diferencia de que el film de Forster vendría a ser el contrapunto espectacular y más hollywoodiense de la, digamos, “trastienda del Apocalipsis” que quería ser la más intimista producción de Soderbergh. Hay numerosos ejemplos al respecto. Por ejemplo, en la larga secuencia del ataque a Filadelfia, ese magnífico momento en la tienda de comestibles donde, tras abatir de un disparo al agresor armado que se ha abalanzado sobre su esposa Karin, Gerry levanta los brazos ante la presencia de un agente de policía que corre hacia él, convencido de que va a intervenir en la reyerta que se acaba de producir; pero el policía pasa de largo, y se abalanza sobre una estantería para acaparar toda la comida posible, tal y como está haciendo el resto de la gente… O cuando, en el piso de la familia latina donde Gerry se refugia temporalmente con los suyos, el protagonista improvisa una rudimentaria defensa anti-mordiscos atándose un par de gruesas revistas en los antebrazos a modo de escudo. O ese instante no menos brillante, y que define muy bien la psicología y el carácter metódico del personaje, cuando tras haber recibido en la cara una salpicadura de sangre de zombi el protagonista se coloca justo al borde de una cornisa en lo alto de la azotea y empieza a contar segundo a segundo, calculando al mismo tiempo la posibilidad de haberse infectado… y la de arrojarse al vacío en el último instante caso de que así sea, a fin de no hacer daño a sus seres queridos. Otros detalles que expresan bien el concepto de derrumbe de la civilización que flota a lo largo de todo el relato es la fugaz imagen del cuadro Los fusilamientos del 3 de Mayo, de Francisco de Goya, requisado a bordo del portaaviones estadounidense (el célebre pintor español se ha puesto de un tiempo a esta parte cinematográficamente de moda: véase el último film de Danny Boyle); o cuando los pasajeros de los asientos delanteros (por tanto, de primera clase) utilizan su equipaje de mano para crear una barricada como arma defensiva ante el ataque de los pasajeros “infectados” de la parte trasera del avión, esto es, los que viajan en clase turista… 
 

Forster y sus guionistas (Matthew Michael Carnahan, J. Michael Straczynski, Drew Goddard y Damon Lindelof) consiguen incluso sacar partido de las convencionales escenas “de amor” entre Gerry y su mujer: antes de partir a la misión dejándola a ella al cuidado de las niñas en el portaaviones, Gerry le da a Karin un walkie talkie para mantenerse comunicados una vez al día; luego, en la secuencia nocturna del intento de Gerry y sus hombres de regresar al avión con el que han aterrizado en la base militar surcoreana, una inoportuna llamada de Karin a Gerry está a punto de costarle la vida a su marido. La idea de que cualquier sonido subido de tono puede provocar un ataque de los zombis reaparece, bien dosificada, en otros momentos del film, tal es el caso de los cánticos religiosos por megafonía que desencadenan la oleada de muertos vivientes que, cual hormigas, sobrepasa el altísimo muro que rodea Jerusalén (en una secuencia, además, excelentemente rodada); utilización dramática del sonido que funciona muy bien, asimismo, en el punto culminante del relato: la silenciosa incursión de Gerry, la soldado Segen y un médico italiano de la OMS (Pierfrancesco Favino) en el sector de las instalaciones de esa organización que se encuentra ocupado por los zombis. Es una pena que la película concluya con otra llamada conciliadora a mayor honra y gloria de ese Nuevo / Viejo Orden internacional made in USA del cual hemos hablado líneas atrás, porque incluso a pesar de este pegote Guerra Mundial Z atesora suficientes elementos de interés.