[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No he leído la novela homónima de Max Brooks que se encuentra en la base de Guerra Mundial Z (World War Z, 2013), pero tengo las suficientes referencias sobre la misma para saber que su estructura narrativa es muy distinta de la de la película realizada por Marc Forster. El libro de Brooks está construido alrededor de una serie de (imaginarios) informes, memorandos y entrevistas que documentan minuciosamente el origen, desarrollo y punto final de una plaga zombi de proporciones planetarias, empezando por los indicios de la existencia de un “paciente cero”, el portador inicial de la plaga, y concluyendo con los informes definitivos sobre el control de la misma tras una batalla que se ha saldado con millones de vidas humanas. Como resulta notorio a estas alturas incluso para quienes todavía no hayan visto el film, Guerra Mundial Z: the movie no está planteada de esta manera, sino que gira principalmente alrededor del personaje de Gerry Lane (Brad Pitt), un exagente de la ONU que, apenas empezado un relato que, hay que decirlo a su favor, va al grano, se encuentra metido a la fuerza en el operativo preparado, of course, por el gobierno de los Estados Unidos en coordinación con los gobiernos de otros países, de cara a la contención y erradicación de la pandemia zombi. La motivación de Gerry, como suele ser habitual en el grueso del cine comercial hollywoodiense de prácticamente todas las épocas, es de tipo personal, ergo, familiar: gracias a sus antiguos contactos en la ONU, el protagonista ha conseguido plaza a bordo de un portaaviones para su esposa Karin (Mireille Enos) y sus dos pequeñas hijas Constance y Rachel (Sterling Jerins y Abigail Hargrove), pero los militares le obligan a participar en la operación anti-zombis, so pena de que su familia pierda dichas plazas, esperando ser ocupadas con ansiedad por muchas otras personas en “lista de espera”, y lo que es peor, que la trasladen de nuevo a tierra firme, exponiéndola al ataque de los muertos vivientes…
Vuelvo a insistir en que, a falta de conocer por mí mismo la novela de Max Brooks, nada puedo decir ni sobre su calidad ni sobre los posibles méritos del film como adaptación suya. No obstante, hay algo del libro que sí que parece haber trascendido en la película: la construcción en forma de relato que va “viajando” alrededor de distintos puntos del globo, por más que esto último tampoco tenga nada de nuevo, dado que es una característica habitual de un importante cupo de best-sellers adoptada con mucha frecuencia por el cine hollywoodiense de intriga “internacional”. Pero llama la atención el hecho de que, dejando aparte sus méritos estrictamente cinematográficos (que los tiene), Guerra Mundial Z propone de manera abierta y descarada una especie de pseudo-fantasía con visos de “realidad” alrededor de un simbólico Nuevo Orden internacional (o “Viejo Orden”, según como se mire) regido, por descontado, por los Estados Unidos, y dentro del cual se encuentran englobadas las naciones “amigas”, ergo sometidas al arco de influencia social, política y económica del american way of life. No resulta casual en este sentido que el periplo de Gerry alrededor del mundo en pos de una cura contra la pandemia zombi tenga lugar en países situados dentro de esa órbita, Corea del Sur, Israel y el Reino Unido, del mismo modo que tampoco es casualidad que el origen de la pandemia se sitúe en algún borroso pero para nada ambiguo punto entre dos antiguos países “de economía emergente” como China y la India. ¿Es una simple casualidad que las escenas desarrolladas alrededor del único reducto protegido que mantiene, claro, el ejército de los Estados Unidos en Corea del Sur sean tenebrosas, e incluyan detalles macabros de cadáveres humanos enganchados en muros coronados con alambradas, a modo de (in)directo reflejo de la situación actual entre las dos Coreas? ¿O que la por lo demás muy espectacular secuencia que tiene lugar en Jerusalén gire alrededor de la idea de ese gigantesco muro que aísla la “ciudad santa” de una colosal turba de muertos vivientes, la cual viene precedida de una serie de explícitas referencias verbales a los ataques sufridos por la nación israelí y los diversos intentos de los árabes de “echarlos al mar”? ¿O que en los diálogos se afirmen cosas con respecto a Rusia como que “no hay información”, o peor aún, que “es un agujero negro” (sic)? ¿Y qué decir de ese tercio final, ambientado en las instalaciones en Inglaterra de la Organización Mundial de la Salud, buena parte de las cuales —en otra aviesa idea de guión— se encuentra, literalmente, poblada por zombis que van a lo suyo, indiferentes al dolor que están causando en el resto de la humanidad? Por no hablar, claro está, de las primeras escenas en la ciudad de Filadelfia, impregnadas de nuevo por los traumáticos ecos del 11-S. Como me comentaba el amigo Antonio José Navarro en el pase para prensa donde vimos el film, resulta absurdo pensar que todavía quede gente que cree que en los Estados Unidos no se hace cine político.
Todo esto no es óbice para que, cinematográficamente hablando, Guerra Mundial Z haga gala de una construcción muy hábil y de buenos momentos de puesta en escena, por más que parte de la labor desarrollada al respecto por Marc Forster, firmando aquí uno de sus más interesantes trabajos, y —a falta de conocer su poco difundida Machine Gun Preacher (2011)— sin duda el mejor que ha realizado hasta la fecha dentro del cine de alto presupuesto —mucho mejor que su infausta aportación a la serie Bond, 007: Quantum of Solace (Quantum of Solace, 2008)—, se vehicula, como digo, sobre una puesta en escena condicionada en todo momento por dos factores muy importantes: el carácter de superproducción del producto (del orden de nada menos que 200 millones de dólares, lo que la convierte automáticamente en la “película de zombis” más cara jamás realizada), y la supeditación de la realización a ese “efecto realidad” del cual hablaba líneas atrás. Con respecto a lo primero, la necesidad de amortizar un film tan caro que, se dice, tiene que duplicar su coste de producción para alcanzar beneficios (coste que, sumando gastos de publicidad, hay quien cifra incluso en los 400 millones de dólares), trae como consecuencia la necesidad de que el mismo llegue a un máximo de espectadores potenciales, y en el caso de una “película zombi”, eso implica una notabilísima reducción del contenido violento, con vistas a atraer a un público no juvenil que por sistema elude el visionado de este tipo de producciones. Efectivamente, los muertos vivientes de Guerra Mundial Z ni practican el canibalismo y ni tan siquiera tienen un aspecto excesivamente putrefacto; apenas hay una gota de sangre en los momentos que se prestan a ello, e incluso las escenas más crudas están resueltas… ¡mediante el fuera de campo!: el flashback que ilustra brevemente cómo se contagió el médico surcoreano de la base militar (un calculado movimiento de cámara nos escamotea, incluso, “el mordisco”…); aquella escena en la que Gerry amputa de un machetazo la mano izquierda de la soldado israelí Segen (Daniella Kertesz), que acaba de ser mordida por un zombi, para evitar la propagación de la infección por el resto del cuerpo de la mujer; la cura del muñón de la soldado por parte de Gerry cuando ambos se encuentran a bordo del avión de pasajeros con el que han logrado huir de Jerusalén; o el fragmento de suspense en virtud del cual Gerry tiene problemas para desclavar del cráneo del zombi que acaba de destruir la barra de hierro que necesita para repeler la agresión de otro muerto viviente que se le está echando encima. Comprendo que esta asepsia y ausencia de gore pueda parecerles decepcionante a los fans de George A. Romero o de la mediocre teleserie The Walking Dead, pero me remito a lo que he pensado siempre al respecto: que valorar positiva o negativamente una película exclusivamente en función de su contenido violento no tiene para mí la menor relevancia desde un punto de vista cinematográfico.
La puesta en escena de Guerra Mundial Z hace gala de una determinada supeditación a un cierto “efecto realidad”. Bajo este punto de vista, el film es poco o nada fantastique, desde una estricta perspectiva de cine de género, por más que nunca deje de ser una alucinante fantasía cuyos rasgos de verismo la hacen, si cabe, más irreal de lo que acaso pretendería ser. El arranque, por ejemplo, es muy “realista”: consiste en una serie de imágenes y locuciones en off procedentes de noticiarios de televisión de todo el mundo que nos informan de una serie creciente de sucesos violentos cuyo origen no está en absoluto claro; tanto el formato visual y sonoro de estas imágenes como su contenido enunciativo no difieren en nada en lo que vemos a diario a través de nuestros receptores. Ese “efecto realidad” se rompe a continuación gracias a una secuencia estereotipada, y por tanto, “irreal”: la del desayuno de Gerry con su esposa e hijas, mientras se preparan para subirse en su coche e irse de vacaciones. Por más que la secuencia, absolutamente convencional, carece de fuerza alguna —nada que ver con el contundente prólogo de Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004), una buena película (esta sí) del director de El Hombre de Acero, Zack Snyder—, la misma tiene la función de introducir unas breves pinceladas de “normalidad cotidiana” (por más que sea en versión estereotipo) que, nueva ruptura, se destrozan por completo a los pocos minutos en virtud de una secuencia tan espectacular como impactante: la del atasco automovilístico en pleno centro de Filadelfia, que culmina con el primer ataque masivo de los zombis.
La sombra del 11-S planea me atrevería a decir que inevitablemente sobre esta secuencia, pero llama la atención de la misma que Forster introduce en ella la presencia de los zombis, abalanzándose veloces sobre sus presas —los muertos vivientes de Guerra Mundial Z corren más que los de La invasión de los zombies atómicos (Incubo sulla città contaminata, 1980, Umberto Lenzi), que fue de donde se inspiraron el Danny Boyle de 28 días después (28 Days Later…, 2002) y el Snyder de Amanecer de los muertos—, haciéndolo, como digo, sin hacer el menos énfasis al respecto. A pesar del caos de ese primer ataque, el realizador lo filma todo con bastante claridad y precisión, hasta el punto de que apenas introduce unos pocos y nada cargantes planos cámara en mano a fin de apuntar la idea de confusión. Incluso cuando, en medio de esta secuencia, se detiene a mostrarnos los efectos del mordisco de un zombi en un ser humano (muerte / transformación / resurrección convertido en un nuevo zombi), la mirada del realizador es más funcional que aterradora, de manera que lo relevante de esta escena no es lo inquietante que puede resultar ese horror en sí, sino más bien el hecho de que aporta una información que luego el personaje de Gerry utilizará de cara a conseguir una cura para la pandemia. Es decir, Forster muestra a sus zombis como si fuera una catástrofe natural cualquiera de las que suelen aparecer en los informativos televisivos como los que abren el film. Más que una mirada fría (puede juzgarse así), es una mirada atonal; y, por eso mismo, más que una película fantastique, Guerra Mundial Z es (o parece) un reportaje “objetivo” sobre las convenciones un género tan intrínsecamente subjetivo como es el de terror.
Puedo comprender que esa mirada atonal será precisamente lo que se le puede reprochar al film desde el punto de vista de la ortodoxia de los más acérrimos amantes del cine fantástico, dado que redunda en detrimento de una narración que podría haber sido más puramente fantastique: ¿qué puede serlo más que el desmoronamiento total y absoluto de la civilización humana como consecuencia del ataque masivo de millones de difuntos sobrenaturalmente “vivos” y agresivos? Pero esa atonalidad es lo que le confiere cierta personalidad propia a la película. En este sentido, la elección formal del realizador es la más adecuada, o al menos la mejor que podía llevar a cabo, sobre todo (quizá) a raíz de su fracaso a la hora de asimilar el espíritu de la serie Bond en 007: Quantum of Solace, papeleta que intentó resolver (sin conseguirlo) mediante una operación de “modernización” vía trasplante del lenguaje de otra franquicia más moderna (que no mejor), la de la serie Jason Bourne. Lo afirmado no quiere decir que Forster no domine el lenguaje del cine fantástico: lo demostró con creces en la que sigo considerando su mejor película, la fascinante Tránsito (Stay, 2005). Pero en esa ocasión se trataba de una propuesta radical y relativamente minoritaria; ahora, ha preferido nadar y guardar la ropa; y, a pesar de los numerosos problemas de producción a los que ha tenido que hacer frente, y que llenaron los mentideros cinematográficos durante meses, lo cierto es que el film resultante no se resiente de aquéllos porque el realizador ha optado por una mirada no-fantástica, cierto, pero no por ello menos fascinada hacia lo que muestra y cómo lo muestra. Bajo cierto punto de vista, más que una película fantástica, Guerra Mundial Z es una película maravillada, que en vez de mostrar el efecto perturbador de una realidad cotidiana brutalmente alterada (la característica esencial del mejor cine fantástico), lo que hace es captar esa nueva realidad y registrarla con la mayor neutralidad posible, como si la cosa no fuese con él pero al mismo tiempo esforzándose en plasmar la situación de la manera más minuciosa.
De esa mezcla de fascinación y distanciamiento ante lo que se narra surge lo mejor de un film que, lecturas socio-políticas aparte, deposita sus mayores logros en su sentido del detalle que, como anotaba Ángel Sala desde las páginas de Dirigido por…, relaciona Guerra Mundial Z con la interesante película de Steven Soderbergh Contagio (Contagion, 2011), con la diferencia de que el film de Forster vendría a ser el contrapunto espectacular y más hollywoodiense de la, digamos, “trastienda del Apocalipsis” que quería ser la más intimista producción de Soderbergh. Hay numerosos ejemplos al respecto. Por ejemplo, en la larga secuencia del ataque a Filadelfia, ese magnífico momento en la tienda de comestibles donde, tras abatir de un disparo al agresor armado que se ha abalanzado sobre su esposa Karin, Gerry levanta los brazos ante la presencia de un agente de policía que corre hacia él, convencido de que va a intervenir en la reyerta que se acaba de producir; pero el policía pasa de largo, y se abalanza sobre una estantería para acaparar toda la comida posible, tal y como está haciendo el resto de la gente… O cuando, en el piso de la familia latina donde Gerry se refugia temporalmente con los suyos, el protagonista improvisa una rudimentaria defensa anti-mordiscos atándose un par de gruesas revistas en los antebrazos a modo de escudo. O ese instante no menos brillante, y que define muy bien la psicología y el carácter metódico del personaje, cuando tras haber recibido en la cara una salpicadura de sangre de zombi el protagonista se coloca justo al borde de una cornisa en lo alto de la azotea y empieza a contar segundo a segundo, calculando al mismo tiempo la posibilidad de haberse infectado… y la de arrojarse al vacío en el último instante caso de que así sea, a fin de no hacer daño a sus seres queridos. Otros detalles que expresan bien el concepto de derrumbe de la civilización que flota a lo largo de todo el relato es la fugaz imagen del cuadro Los fusilamientos del 3 de Mayo, de Francisco de Goya, requisado a bordo del portaaviones estadounidense (el célebre pintor español se ha puesto de un tiempo a esta parte cinematográficamente de moda: véase el último film de Danny Boyle); o cuando los pasajeros de los asientos delanteros (por tanto, de primera clase) utilizan su equipaje de mano para crear una barricada como arma defensiva ante el ataque de los pasajeros “infectados” de la parte trasera del avión, esto es, los que viajan en clase turista…
Forster y sus guionistas (Matthew Michael Carnahan, J. Michael Straczynski, Drew Goddard y Damon Lindelof) consiguen incluso sacar partido de las convencionales escenas “de amor” entre Gerry y su mujer: antes de partir a la misión dejándola a ella al cuidado de las niñas en el portaaviones, Gerry le da a Karin un walkie talkie para mantenerse comunicados una vez al día; luego, en la secuencia nocturna del intento de Gerry y sus hombres de regresar al avión con el que han aterrizado en la base militar surcoreana, una inoportuna llamada de Karin a Gerry está a punto de costarle la vida a su marido. La idea de que cualquier sonido subido de tono puede provocar un ataque de los zombis reaparece, bien dosificada, en otros momentos del film, tal es el caso de los cánticos religiosos por megafonía que desencadenan la oleada de muertos vivientes que, cual hormigas, sobrepasa el altísimo muro que rodea Jerusalén (en una secuencia, además, excelentemente rodada); utilización dramática del sonido que funciona muy bien, asimismo, en el punto culminante del relato: la silenciosa incursión de Gerry, la soldado Segen y un médico italiano de la OMS (Pierfrancesco Favino) en el sector de las instalaciones de esa organización que se encuentra ocupado por los zombis. Es una pena que la película concluya con otra llamada conciliadora a mayor honra y gloria de ese Nuevo / Viejo Orden internacional made in USA del cual hemos hablado líneas atrás, porque incluso a pesar de este pegote Guerra Mundial Z atesora suficientes elementos de interés.
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