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sábado, 26 de agosto de 2017

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de SEPTIEMBRE 2017, a la venta



Imágenes de Actualidad alcanza su núm. 382 y dedica su portada al estreno más espectacular del mes de septiembre: Kingsman: El círculo de oro (Kingsman: The Golden Circle, 2017), cuyo reportaje se complementa con entrevistas con dos de sus protagonistas, Taron Egerton y Colin Firth, y con su director, Matthew Vaughn.


También se destacan en portada los estrenos de It (ídem, 2017), de Andrés Muschietti, que se complementa con el artículo ¿Cómo están ustedes?, dedicado a otros payasos terroríficos; Detroit (ídem, 2017), que se complementa con una entrevista con su realizadora, Kathryn Bigelow, y con un retrato de uno de sus protagonistas, John Boyega; Barry Seal: El traficante (American Made, 2017), de Doug Liman; El amante doble (L’amant double, 2017), de François Ozon; el reportaje especial Sitges: 50 años de fantástico; y los Primeras Fotos de Jumanji: Bienvenidos a la jungla (Jumanji: Welcome to the Jungle, 2017), de Jake Kasdan, y Coco (ídem, 2017), de Lee Unkrich y Adrián Molina.


Dentro de la sección Series TV, también aparecen destacados en portada los reportajes de la primera temporada de The Defenders, que se complementa con sendas entrevistas con dos de sus intérpretes principales, Krysten Ritter y Mike Colter, del largometraje disponible en Netflix Death Note (ídem, 2017), de Adam Wingard, complementado con el artículo sobre esta franquicia El imperio de los Shinigami, y de la tercera temporada de Narcos.


El número se completa con una entrevista con Paco Plaza, con motivo del reciente estreno de Verónica (1); y con los reportajes de The Limehouse Golem (ídem, 2016), de Juan Carlos Medina; Parada en el infierno (Stop Over Hell, 2016), de Víctor Matellano; Jacques (L’odyssée, 2016), de Jerôme Salle; y La Cordillera (ídem, 2017), de Santiago Mitre. Y, como siempre, las secciones Además…, con otros estrenos del mes; Noticias; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Como de un tiempo a esta parte ni la revista ni nuestros lectores (uno de los cuales, seguro, no es Fernando Trueba) pueden sobrevivir sin su ración mensual de cine de superhéroes, dedico este mes el Cult Movie a Superman II (ídem, 1980), como es bien sabido iniciada por Richard Donner y concluida y firmada por Richard Lester: “Puede verse “Superman II” como un producto intermedio entre el inteligente respeto al personaje llevado a cabo por Donner y el inicio del tono humorístico que acabaría apoderándose de la franquicia en “Superman III” (1983), firmada por Lester en solitario. Si bien “Superman II” pasó durante mucho tiempo por ser el mejor film de la serie, lo cierto es que se trata de una película desequilibrada, sobre todo comparada con la original. Puede deberse, como ya hemos apuntado, al “impasse” que tuvo lugar entre la marcha de Donner y su sustitución por Lester. En cualquier caso, eso se nota en el resultado: pese a no faltarle buenos momentos, que hasta cierto punto justifican el prestigio que ostentó esta secuela, también es verdad que otros aspectos funcionan por debajo de lo esperado”.


También he participado este mes colaborando en el artículo Sitges: 50 años de fantástico, con introducción de Ángel Sala y en el que también escriben Tonio L. Alarcón y Jorge Loser.


Este número también incluye cuatro críticas mías: las dedicadas a la extraordinaria Dunkerque (Dunkirk, 2017), de Christopher Nolan…


…la magnífica La guerra del planeta de los simios (War for the Planet of the Apes, 2017), del siempre interesante Matt Reeves…


…la divertida aunque irregular comedia de Lucia Aniello Una noche fuera de control (Rough Night, 2017)…


…y el simpático film de animación Emoji: La película (The Emoji Movie, 2017), de Tony Leondis.



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viernes, 25 de agosto de 2017

Miedo a crecer: “VERÓNICA”, de PACO PLAZA



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Las primeras imágenes de Verónica (2017) me causaron alarma. Una serie de planos con la pantalla en negro y el fondo sonoro de la voz angustiada de una chica telefoneando a la policía pidiendo ayuda, que se alternan en montaje paralelo con otra serie de encuadres “documentales”, destinados a detallar la llegada de los coches patrulla al domicilio desde el cual ha partido esa llamada de socorro, me hicieron pensar de inmediato en los trabajos más populares, y menos interesantes, del realizador de Verónica, Paco Plaza. Me refiero, claro está, a la sobrevaloradísima franquicia [Rec], cuyas tres primeras entregas fueron firmadas por Plaza, las dos primeras en colaboración con Jaume Balagueró (1). Por suerte, esa primera impresión negativa no tarda en desvanecerse, habida cuenta de que lo que ofrece Verónica a continuación es, por el contrario, muy sugerente.


Verónica transcurre en Madrid en el año 1991. El dato no es ocioso, habida cuenta de que, de este modo, Plaza y su guionista, Fernando Navarro, logran dos objetivos. El primero, ser fieles a los misteriosos hechos reales en los que, al parecer, se inspira la película: un suceso recogido en un atestado policial que sigue siendo el único que se ha escrito en nuestro país reconociendo la existencia de hechos paranormales de imposible explicación. Pero la ubicación de la trama a principios de los noventa le sirve al realizador valenciano para aproximar en el tiempo a Verónica a una etapa del cine de terror que le resulta particularmente reconocible: la comprendida entre las décadas de los setenta y los ochenta del pasado siglo, momento en el que Plaza y tantos otros cineastas de su generación se iniciaron como espectadores. En la España de 1991, aspectos de la vida cotidiana actual como la telefonía móvil o la Internet no estaban tan arraigados como ahora. En Verónica, cada vez que la protagonista –interpretada por Sandra Escacena– ha de llamar por teléfono, tiene que hacerlo a través de lo que ahora llamamos un fijo; y, cuando necesita una información urgente, acude a una fuente prácticamente extinguida en la actualidad: ¡una enciclopedia en fascículos de temática paranormal! También hay referencias explícitas a un famoso juguete electrónico de la época, el Simón, y a la publicidad del limpiador Centella (sic). Estos detalles marcan una época determinada de la Historia y, además, de la Historia del Cine Fantástico. Y, si bien es verdad que la película incluye pequeños guiños a formas más antiguas del género –en la columna sonora puede oírse un tema de Franco Mannino para Lo spettro (Riccardo Freda, 1963)–, no es menos cierto que la partitura compuesta por Chucky Namanera para Verónica evoca ciertas sonoridades del cine de terror italiano de los setenta, en consonancia con una producción que tan solo pretende –y consigue, que no es poco– erigirse en una honesta muestra de cine de género.


Un aspecto particularmente interesante de Verónica es que se trata de una película muy española, en el sentido más noble y menos populachero del término. Por más que mire a la tradición del cine de terror norteamericano y europeo de las décadas referenciadas, no intenta hacer ostentación de un look internacional, de cara a “venderla” mejor en el extranjero. Y no me refiero solo al hecho de que, en un momento dado, el film haga un guiño a la tradición del cine fantástico español: ese receptor de televisión donde se emite uno de los mejores trabajos del género a nivel nacional, ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976). Lo que quiero decir es que Verónica transmite una lograda sensación de cotidianeidad y cercanía en materia de personajes y ambientes “nuestros”, que es lo que de entrada le confiere personalidad. Algo nada raro en la carrera de Plaza, cuyas películas siempre se han caracterizado, por regla general y salvo excepciones –sus colaboraciones con Balagueró en la franquicia [Rec]–, por su sobriedad escénica y estética: desde El segundo nombre (2002) hasta Romasanta: La caza de la bestia (2004), pasando por Cuento de Navidad (2005) –su episodio para las Películas para no dormir– e incluso, en parte, [Rec] 3: Génesis, no por casualidad la única de la franquicia firmada por él en solitario y que, en un momento dado, rompía con la estética found footage de las dos primeras entregas para adoptar modos más cercanos a una narrativa, digamos, más clásica, o considerada como tal.


Verónica es una chica de 15 años que vive en Vallecas junto a su madre (Ana Torrent) y sus tres hermanos pequeños (Iván Chavero, Bruna González y Claudia Placer). La madre, viuda, regenta un bar en solitario, lo que a menudo la obliga a salir temprano de casa, y a regresar a la misma a las tantas de la madrugada. Como consecuencia indirecta de ello, Verónica vive una existencia muy rutinaria: madrugar, despertar a sus hermanos y darles el desayuno para luego irse los cuatro a la escuela, volver al mediodía, darles la comida y la cena que la madre ha dejado preparadas, fregar los platos, poner lavadoras y, al anochecer, acostar a los pequeños. Plaza describe esta rutina cotidiana de manera sencilla y sin recrearse en ella. Tras apuntarla, no tarda en desarrollar la parte fantástica de la trama: junto a dos compañeras de su escuela (Ángela Fabián y Carla Campra), Verónica juega a una partida de ouija en el sótano del establecimiento. Detalle significativo: la tabla ouija que utilizan es un accesorio que forma parte de la colección de fascículos para la enciclopedia de lo paranormal que la protagonista consulta, algo que se vende en quioscos como si fuera inofensivo y que en realidad se revelará como muy peligroso. Con la misma sencillez demostrada a la hora de dibujar la realidad cotidiana de la protagonista, Plaza crea una efectiva atmósfera fantástica alrededor del tablero de ouija: el plano picado sobre las chicas sentadas en el suelo alrededor de ese tablero; el momento en que la linterna que una de las compañeras de Verónica empuña rompe la oscuridad para mostrarnos a la protagonista gritando en la oscuridad, con la boca monstruosamente desencajada…


El propósito de Verónica a la hora de jugar con la ouija era contactar con el espíritu de su padre. Pero, en teoría, como consecuencia de una mala aplicación de las reglas del tablero, lo que en realidad la protagonista ha hecho es traer a este mundo “algo” que no es su progenitor, sino un ente maligno, perverso y agresivo. A partir de ese momento, una tenebrosa presencia sobrenatural empezará a manifestarse de manera regular y violenta en la vivienda de Verónica, poniendo en peligro su vida y la de sus hermanitos. Otro de los aspectos más atractivos de este film –el mejor de su director hasta la fecha– reside en el hecho de que, en la práctica, Plaza va impregnando esta narración aparentemente tan clara con calculadas dosis de ambigüedad, de forma que resulta tan lícito pensar que, en efecto, Verónica ha conjurado a un espíritu maligno del cual ahora no sabe cómo deshacerse, o que todo es producto de su imaginación.


Hay numerosos apuntes que abonan esta última teoría. Se nos dice que, a sus 15 años, Verónica todavía no tiene la menstruación: el apunte es suficiente como para que el espectador sospeche que la protagonista puede padecer algún tipo de trastorno motivado por esa circunstancia. A ello hay que añadir otros factores, que están asimismo solo apuntados, pero que bastan para sembrar la sombra de la duda: Verónica lleva un aparato de ortodoncia en la boca que, en principio, la hace “fea” (ergo, diferente); y no tiene novio, ni se menciona que ya lo haya tenido, como se sugiere en la escena a la que acude a la casa de una de sus amigas y partícipe en la sesión de ouija, la cual en ese momento está dando una de esas fiestas de adolescentes a los que Verónica no suele ser invitada: ¿inexperiencia e insatisfacción sexual combinadas? En otra de las escenas más impactantes de la película, Verónica está comiendo con sus hermanos, y de repente se queda como paralizada, golpeándose rítmicamente los dientes con el tenedor con comida hasta que termina escupiendo lo que tiene en la boca. Podemos pensar que esa extraña reacción es consecuencia de la influencia maléfica del espíritu que la ronda, pero también podemos ver en ello una especie de conducta anoréxica exacerbada. Tampoco hay que echar en saco roto el apunte que nos indica que Verónica es una chica con tendencia a fantasear y a evadirse de la realidad: véanse las escenas, para nada gratuitas, en las que la protagonista se aísla del mundo con sus auriculares, escuchando canciones de Héroes del Silencio; Plaza las planifica resaltando lo que tienen de manifestación de la subjetividad de su heroína: la mirada de la chica a las estrellas de papel que tiene adheridas al techo, el aumento del audio de la canción que escucha hasta llenar la pista de sonido… Llama la atención cómo, en determinados instantes, Plaza acude al desenfoque del segundo término del plano y deja en primer término y enfocada a Verónica, a modo de expresión de su aislamiento del mundo.


Como señalaba con acierto el amigo Tonio L. Alarcón en su crítica para Dirigido por… (2), el hecho de que una de las primeras manifestaciones sobrenaturales en el piso de la protagonista consista en la terrorífica imagen del fantasma del padre de Verónica, desnudo y acercándose a ella mientras la llama por su nombre, apunta a otro tipo de sugerencias no menos perversas: ¿Verónica pudo haber sido víctima de abusos sexuales a manos de su difunto progenitor? ¿Ese anhelo por conjurarlo a través de la ouija puede interpretarse como un reflejo de deseos y/ o temores largamente reprimidos que se encuentran en la línea de lo que hemos señalado anteriormente? Como apunta asimismo Tonio en el texto referenciado, y que suscribo, una de las mejores virtudes de Verónica, si no la mejor, es que sabe sugerir muchas cosas, pero sin desarrollar ninguna; y esa aparente dejadez, que no es tal, esa negativa expresa a ofrecer las famosas “explicaciones racionales” tan temibles dentro del cine de terror a fin de dejarlo todo a la sugerencia, contribuye a enriquecer el film en materia de atmósfera.


Como también ocurría –salvando todas las distancias que se quieran– en ¡Suspense! (The Innocents, 1961, Jack Clayton), en Verónica las fronteras entre lo real y lo irreal, entre lo sobrenatural y lo pragmático, se diluyen en no pocas ocasiones. Desde luego que podemos pensar que todo lo que ocurre son imaginaciones de la protagonista, y que ha terminado contagiando su histeria y sus miedos fácilmente a sus hermanos pequeños; en las escenas finales, ella misma acaba llegando a esa conclusión. Pero no hay que olvidar que las dos compañeras de escuela de Verónica y el inspector de policía que se persona en el domicilio de la protagonista han presenciado terroríficos sucesos que desafían los límites de la razón. Incluso suponiendo que todo esté tan solo en la mente “enferma” de Verónica, podemos pensar que ha podido influir de algún modo en sus condiscípulas, pero es imposible que haya podido hacerlo en el inspector, puesto que no se conocen. Los puntos de vista no “cuadran”.


En este o similar sentido funcionan las secuencias de las pesadillas de Verónica. En una de ellas, la protagonista ve cómo la sombra del brazo de la criatura se proyecta sobre su cuerpo con la mano abierta, y de pronto la cierra, formando un puño cuando la sombra está a la altura de su entrepierna; la ropa de Verónica se mancha de sangre en ese mismo lugar, dejando correr una simbólica menstruación, mientras la voz en off de su madre, presente en la misma pesadilla, le dice: “¡Crece de una vez!” (un reproche que, por cierto, su progenitora suele hacerle con frecuencia en estado de vigilia, diciéndole que sus temores y su afición a leer esos fascículos sobre lo paranormal no son más que tonterías de niña pequeña); al despertar de ese horrible mal sueño, la cama y el pantalón del pijama de Verónica están ligeramente manchados de sangre: ¿sangre menstrual... o la derramada por culpa de una especie de violación” invisible? En otro instante de esas pesadillas, unas manos negras brotan de la cama de Verónica –un poco a lo Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, 1984, Wes Craven), todo hay que decirlo– y la manosean violentamente, sugiriendo de nuevo una sexualidad forzada y/ o repleta de inquietudes o insatisfacciones personales. Una tercera escena pesadilla tan efectiva como las anteriores, pero acaso de implicaciones excesivamente obvias, es aquella en la que la muchacha es atacada en su cama y devorada… ¡por sus hermanitos!, a modo de expresión de hasta qué punto se siente Verónica absorbida por su situación familiar. Pero, con mayor o menor acierto, Verónica es una (otra) digresión en torno al proceso de madurez emocional/ sexual de una mujer joven, temática que hallamos con relativa frecuencia en el panorama del cine actual, como bien demuestran títulos como Crudo (Grave, 2016, Julia Ducournau), Personal Shopper (ídem, 2016, Olivier Assayas), Lady Macbeth (ídem, 2016, William Oldroyd), Wonder Woman (ídem, 2017, Patty Jenkins) o, en parte, la reciente nueva versión de La seducción (The Beguiled, 2017, Sofia Coppola) (3).
  

En Verónica, Plaza desarrolla, asimismo, uno de sus trabajos más refinados en materia de puesta en escena, con resultados excelentes. A los momentos ya mencionados cabe añadir otros, como la primera manifestación del horrendo ente oscuro en el piso de la protagonista: el director concibe un elaborado plano con travelling por el interior de la vivienda, que permite intuir, subrepticiamente, la negra figura de ese ser avanzando lentamente por el pasillo; la cámara prosigue su avance, dejando a la criatura fuera de cuadro, hasta que volvemos a intuir de nuevo su presencia, rompiendo el verosímil, reflejada en la pantalla del televisor apagado y a espaldas de Verónica; una imagen, cierto, que recuerda vagamente al M. Night Shyamalan de Señales (Signs, 2002), pero sin que ello desmerezca el resultado ni le reste efectividad. También hay autoguiños: ahí están Leticia Dolera ([Rec] 3: Génesis]) y la estupenda Maru Valdivielso (Cuento de Navidad) interpretando a dos de las monjas de la escuela religiosa a la que acude Verónica; entre ellas hay una, anciana y ciega a cargo de una excelente Consuelo Trujillo, que parece evocar no ya a la reciente Devil Inside (The Devil Inside, 2012, William Brent Bell) como a la monja invidente de Dark Waters/ Temnye vody (Mariano Baino, 1993) o incluso al religioso ciego encarnado por John Carradine en La centinela (The Sentinel, 1977, Michael Winner). Por otro lado, es difícil no pensar en Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992, Francis Ford Coppola) –y, antes, en Nosferatu el vampiro (Nosferatu: Eine symphonie des grauens, 1922, F.W. Murnau)– en los planos en los que la sombra del diabólico ente se mueve por las paredes de la vivienda; pero no creo que Plaza pretenda imitar el expresionismo alemán, u homenajear a Coppola o a Murnau (al menos, no en primera instancia), sino utilizar un recurso visual reconocible en aras de la efectividad, e incluso como demostración de cierto orgullo, honesto y sincero, por estar ofreciendo un producto de género que no se avergüenza de serlo, y no por ello menos personal. Por más que el resultado diste de ser perfecto, hay en Verónica más buen cine del que suele hacer gala la media nacional.

(1)
(3)
·      Mujeres en la encrucijada: procesos de madurez en el cine contemporáneo: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/07/mujeres-en-la-encrucijada-procesos-de.html
La seducción: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/08/putas-es-poco-la-seduccion-de-sofia.html

jueves, 24 de agosto de 2017

Putas es poco: “LA SEDUCCIÓN”, de SOFIA COPPOLA



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hace unos años, mi amigo Hernán Migoya armó un revuelo, involuntario y completamente injustificado, con la publicación de un libro de relatos titulado Todas putas que contenía un cuento, El violador, que escandalizó a más de uno por lo provocativo de su premisa argumental: la narración en primera persona de un energúmeno abusador de mujeres que explicaba qué le resultaba tan placentero de la violación (un relato que, dicho sea de paso, contó con la bendición expresa de alguien tan poco sospechoso de mojigatería y estrechez de miras como Mercedes Abad, presente en la presentación del libro que tuvo lugar en el Fnac de la plaza Catalunya de Barcelona a la cual yo asistí). Tiempo después, y a rebufo del mucho ruido y las pocas nueces desatados a raíz de Todas putas, Migoya publicó –sospecho que ya con más premeditación y alevosía– un segundo volumen, titulado Putas es poco. Un título que me permito reutilizar como titular de estas líneas dedicadas a La seducción (The Beguiled, 2017), de Sofia Coppola, porque creo que se ajusta como un guante a las intenciones y los resultados de este film.


Como es bien sabido, La seducción no es tanto una nueva versión de A Painted Devil, la novela de Thomas Cullinan en la que se ha inspirado la hija de Francis Ford Coppola –salvo error del que suscribe, no editada en España en el momento de escribir estas líneas–, como un remake de El seductor (The Beguiled, 1971, Don Siegel), primera adaptación del mismo libro convertida en guion por Albert Maltz y Irene Camp (firmando ambos bajo los respectivos seudónimos de John B. Sherry y Grimes Grice), y con una reescritura no acreditada a cargo de Claude Traverse. Ambos extremos, la novela de Cullinan y el libreto de los guionistas de El seductor, consta expresamente en los títulos de crédito de La seducción, en un gesto de honestidad que resulta de agradecer. A falta de conocer el original literario, la trama de La seducción es sobradamente conocida para quienes hayan visto o cuanto menos hayan oído hablar de El seductor. Nos hallamos en 1864, en los días de la Guerra de Secesión. Un cabo del ejército yanqui, John McBurney (Colin Farrell), herido en una pierna, es recogido por las habitantes de un colegio sureño para señoritas de Virginia, dirigido por Martha Farnsworth (Nicole Kidman), y formado por la profesora Edwina Morrow (Kirsten Dunst) y cinco alumnas, la adolescente Alicia (Elle Fanning) y las más pequeñas Amy (Oona Lawrence), Jane (Angourie Rice), Marie (Addison Riecke) y Emily (Emma Howard).


La estancia del herido en la mansión causa un revuelo entre las mujeres que viven en ella; obviamente, de índole sexual, aunque cada una de ellas lo viva en virtud de su edad, experiencia personal y circunstancias particulares. Martha, la estricta directora, hace todo lo posible por contenerse en presencia del primer hombre que tiene a su disposición en mucho tiempo (a preguntas de John, ella le confiesa que tuvo una pareja en el pasado “antes de la guerra”); en una secuencia significativa, aunque quizá excesivamente obvia, Martha limpia el cuerpo sucio y herido del soldado, y Coppola hija filma la acción en grandes primeros planos destinados a expresar, por si alguien todavía no lo tenía lo bastante claro, el deseo que el cuerpo de John despierta en la directora de la escuela. Edwina, la maestra, jamás ha conocido hombre alguno, y arrastra una insatisfacción prolongada, unida a otro deseo no satisfecho –y confesado a John– que quiere cumplir a toda costa: marcharse de la mansión para siempre. La adolescente Alicia penetra a hurtadillas en la sala de música donde reposa el herido para robarle un par de apasionados besos en la boca. Amy, la niña que le encontró en los alrededores de la casa, empieza a peinarse mejor sus trenzas y se ofrece voluntaria cada vez que hay que ayudar a John a caminar con sus muletas. Jane afina sus habilidades musicales para complacer al invitado. Incluso la pequeña y, en principio, más ingenua Marie le visita para regalarle un devocionario, llevando puestos los pendientes de perlas que ha tomado “prestados” a Edwina.


Sofia Coppola, en uno de sus trabajos más sólidos y agradables de ver –aunque inferior a la corrosiva The Bling Ring (ídem, 2013), su mejor película hasta la fecha (1)–, trabaja principalmente la dirección de intérpretes, todos excelentes, a fin de ir creando una atmósfera de tensión sexual no resuelta. Se apoya sobre todo en la labor del reparto, buscando captar en gestos y miradas el trasfondo emocional y sexual de unos personajes atrapados por un torbellino sexual largo tiempo reprimido, tanto el de las mujeres del colegio de señoritas como el de ese soldado yanqui que, aprovechándose de las circunstancias, come bien, cura su herida y se mantiene al margen del conflicto bélico, teniendo a su disposición, además, a un plantel de atractivas féminas a las que se va “trabajando” paulatinamente.


Hay, asimismo, un estimable intento de crear una atmósfera adicional mediante la fotografía y el sonido. La fotografía de Philippe Le Sourd brinda, sobre todo en las escenas nocturnas en interiores, una iluminación escasa, tenebrosa, a base de velas y luces indirectas –en la línea, salvando las distancias, del patrón establecido por Stanley Kubrick y John Alcott para Barry Lyndon (ídem, 1975) en materia de fotografía de “cine de época”–, cuyos tonos terrosos hacen pensar en la pintura de Turner o Watteau. Las escenas diurnas hacen gala de un cierto efecto flou realzado, si cabe, por la utilización del teleobjetivo, algo que se hace patente, sin ir más lejos, en los planos de apertura de la película: aquéllos que nos muestran a la pequeña Amy paseando bajo el camino de árboles cruzados de los alrededores de la mansión, buscando setas, donde acabará hallando al herido John. Esa “turbiedad” visual quiere –y, a ratos, lo consigue– ser la expresión visual, claustrofóbica y asfixiante, de la turbiedad interior de los personajes y de las tensas situaciones que protagonizan. En cuanto al uso del sonido, llama la atención el cuidado con el que Coppola hija dosifica la inclusión en la banda sonora del rumor de los cañonazos en la lejanía: el sonido de la detonación de las armas recuerda a los personajes el contexto bélico en el que se encuentran inmersos, cierto; pero, también, puede verse como la simbólica expresión de la “guerra” que arde en su interior y que repercute en sus entrepiernas.


La seducción es un buen film, pero no acaba de ser la gran película que, sobre el papel, promete. Su principal inconveniente es, mal que pese, la existencia de una primera versión muy superior, el magnífico film de Don Siegel El seductor, a cuyos resultados Sofia Coppola consigue una aproximación esforzada pero muy parcial. La tenebrosa atmósfera de la película de Siegel, inscribible dentro de los parámetros del Gótico Sureño y el cine de terror, es la gran ausente de La seducción. Puede que ello sea debido, precisamente, al esfuerzo consciente por parte de Coppola hija de apartarse al máximo del film original, rehuyendo precisamente la característica puesta en escena, afilada y directa, de Siegel, e intentando reemplazarla por la insinuación. Eso se hace palpable, por ejemplo, en la resolución de la crucial secuencia de la amputación/ castración de John, que la hija de Coppola solventa mediante un inserto en negro y una elipsis. La elipsis también estaba presente en El seductor, pero el tratamiento impreso por Siegel a la escena era más truculento y aterrador, a la vez que más malvadamente irónico: Clint Eastwood, protagonista de El seductor y representante de la masculinidad made in Hollywood del momento de la realización de ese film, era simbólicamente “capado” por un puñado de mujeres hambrientas de sexo. El seductor se cerraba con un plano picado sobre esas mujeres tras haberse deshecho del cadáver de John, convertidas gracias a ese ángulo cenital de cámara en una especie de insectos depredadores. La seducción lo hace con un plano general frontal del colegio de señoritas, con el cadáver de John envuelto en un sudario y colocado delante de la reja de la mansión, y detrás de ella y al fondo de la imagen, las mujeres sentadas en el porche de la misma. Es la diferencia existente entre una película que sabe explicar con malicia una historia maliciosa, y otra que se limita a explicarla sin más.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2013/10/imagenes-de-actualidad-noviembre-2013.html

martes, 22 de agosto de 2017

Mito y fantasía: “REY ARTURO: LA LEYENDA DE EXCALIBUR”, de GUY RITCHIE



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Dejando aparte las versiones cómicas del estilo de Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (Monty Python and the Holy Grial, 1975, Terry Jones y Terry Gilliam), o la musical Camelot (ídem, 1967, Joshua Logan), no cabe imaginarse una adaptación del mito artúrico más heterodoxa y que se tome más libertades con el mismo que la planteada por el británico Guy Ritchie, a partir de un guion que ha escrito con Joby Harold y Lionel Wigram, sobre un argumento previo de Harold y David Dobkin, y con producción de Warner Bros. En este sentido, Rey Arturo: La leyenda de Excalibur (King Arthur: Legend of the Sword, 2017) sin duda ha provocado/ provocará la irritación de los amantes de otras versiones, digamos, “clásicas” en torno a la misma temática, caso de Los caballeros del rey Arturo (Knights of the Round Table, 1953, Richard Thorpe), Lancelot du Lac (ídem, 1974, Robert Bresson), Perceval le Gallois (ídem, 1978, Éric Rohmer) o Excalibur (ídem, 1981, John Boorman).


En Rey Arturo: La leyenda de Excalibur, Arturo (Charlie Hunnam) sigue siendo hijo de Uther Pendragon (Eric Bana) e Igraine (Poppy Delevingne), solo que en esta ocasión Uther es el legítimo rey de Inglaterra y dueño de la mágica espada Excalibur, e Igraine su esposa. El malvado Vortigern (Jude Law) es, aquí, el ambicioso hermano de Uther, dispuesto a llevar a cabo los máximos sacrificios personales –el asesinato, primero, de su amada esposa Elsa (Katie McGrath), y más adelante, el de su no menos adorada hija Catia (Millie Brady)–, con tal de conseguir los maléficos poderes sobrenaturales que le permitirán asesinar a Uther y coronarse rey. El huérfano Arturo va a parar a Londinium, la antigua Londres, donde bajo la protección de la bondadosa prostituta Lucy (Nicola Wren), y el adiestramiento en la lucha cuerpo a cuerpo de un oriental que responde al nombre de Jorge (Tom Wu), acaba convirtiéndose en un pícaro jefecillo del hampa local, dedicado a trapicheos de diversa índole. Andando el tiempo, y más por casualidad que por decisión propia, Arturo desclava Excalibur de la roca donde Uther la dejó hundida en el momento de su muerte, y se pone al frente de un puñado de desperados, algunos de ellos antiguos camaradas de su padre –Sir Bedivere (Djimon Hounsou), Bill el Escurridizo (Aidan Gillen), Blando (Neil Maskell) y su hijo Azul (Bleu Landau)–, con la finalidad de arrebatarle el trono al tirano Vortigern.


Las variaciones con respecto al mito original no terminan aquí. El personaje de Merlín (Kamil Lemieszewksi) tiene una fugaz aparición al principio del relato, y se lo describe como el hechicero que forjó la espada Excalibur (sic). Sus funciones son en parte suplidas por un nuevo personaje de sexo femenino, la Maga (Astrid Bergès-Frisbey). La tradición artúrica, por así llamarla, es reventada con premeditación y alevosía en la, por lo demás, brillante primera gran secuencia de acción, la que glosa el ataque de Mordred (Rob Knighton) contra el castillo de Uther, cabalgando a lomos de ¡dos elefantes de colosales proporciones! No es esta, ni mucho menos, la única y delirante licencia fantástica que los responsables de Rey Arturo: La leyenda de Excalibur se permiten. La Maga usa sus habilidades sobrenaturales para convocar a un águila a fin de sabotear la ejecución de Arturo a manos del verdugo con hacha de Vortigern; más adelante, convoca a una bandada de cuervos para hacer frente a los soldados del tirano; y, en el clímax de la función, es capaz de invocar a una serpiente gigante para que arrase parte del castillo de Vortigern. Por su parte, y a fin de conocerse a sí mismo y cobrar conciencia de los “superpoderes” que le confiere la espada heredada de su padre, Arturo tiene que pasar unos días en las Tierras Sombrías, un lugar maldito poblado por árboles que esconden figuras humanas, enormes serpientes, hambrientas ratas del tamaño de perros y gigantescos murciélagos. La esperada pelea final entre Arturo y Vortigern, con este último convertido en un fornido guerrero negro de siniestra armadura, da pie a una orgía de efectos digitales.


Huelga decir, a estas alturas, que la película de Ritchie desprecia la tradición artúrica en el cine para ofrecer, a cambio, un relato de aventuras fantásticas que se encuentra lejos, muy lejos, de los films sobre la misma o similar temática que le han precedido, y está mucho más cerca del universo de Tolkien y su plasmación cinematográfica a cargo de Peter Jackson. Ahora bien, ¿es eso malo? Naturalmente, para quienes prefieren las versiones para el cine más “clásicas” del mito artúrico, lo es o lo será; lo mismo, para quienes no gusten de las películas de Jackson a partir de Tolkien. Pero, si partimos de la base de que no estamos viendo una nueva revisión ortodoxa del mito, sino un film moderno –en el mejor sentido de la expresión– que busca apartarse voluntariamente de dicha tradición, el resultado de Rey Arturo: La leyenda de Excalibur, aun estando lejos de ser redondo, atesora bastante más interés del que pueda parecer a simple vista.


En primer lugar, y asimismo contrariamente a lo que aparenta, Rey Arturo: La leyenda de Excalibur está protagonizada por el héroe con menos ganas de serlo que se haya visto últimamente em una película de acción y/ o de aventuras. El Arturo de esta versión es, como ya he avanzado, un pícaro más interesado en vivir bien y hacer lo que le dé la gana que alguien dispuesto a recuperar el trono de Inglaterra. Resulta llamativo que, cada vez que empuña Excalibur, y hasta que no se acostumbra a sus poderes, el protagonista sufre psicológicamente porque la espada proyecta en su mente aterradoras imágenes del mayor horror de su infancia que, todavía hoy llegado a adulto, sigue intentando olvidar: el cruel asesinato de sus padres a manos de Vortigern. Arturo no adquirirá conciencia de sí mismo, y de su condición de legítimo heredero del trono de Inglaterra, hasta que aprenda a no apartar la vista ante esos traumáticos recuerdos, asumirlos y aceptarlos como parte intrínseca de su destino. Aunque sea de una manera efectista y un tanto estereotipada, el Arturo de esta versión del mito es un ser humano que sufre, que duda, que vacila y que no termina de tener claro qué hacer y cómo hacerlo, no sin antes evolucionar y crecer por la vía del aprendizaje y el sufrimiento. A pesar de que el actor Charlie Hunnam no transmite adecuadamente esa fragilidad interior, su Arturo es, en esta ocasión, más humano y vulnerable de lo habitual.


Otro aspecto que, con todas sus irregularidades, resulta atractivo de esta subvalorada película de Guy Ritchie, para mi gusto la mejor de las que le conozco, reside en su sentido de la narración cinematográfica. Me parece muy interesante, por ejemplo, que la infancia y juventud de Arturo en Londinium esté resuelta mediante una cadena de breves escenas rodadas en planos cortos, sugiriendo de este modo que esos primeros años de la vida del protagonista transcurren, para él, de una manera vertiginosa, e indicando además que Arturo tiene que aprender muy deprisa a ser más ágil, rápido, listo y astuto que los demás con tal de sobrevivir. Indirectamente, esas escenas de la infancia sirven para comprender cómo el Arturo adulto tiene semejante capacidad para luchar, pensar deprisa, adoptar rápidas decisiones y salirse casi siempre con la suya: su carácter es el resultado de un aprendizaje de vida, de una actitud existencial. Aunque sea explicado de una forma acaso poco elegante y algo efectista, la descripción de la infancia de Arturo, y sobre todo tal y como está cinematográficamente resuelta, nos permiten comprender cómo será/ cómo es el personaje una vez llegado a la edad adulta: un superviviente que lo es gracias, precisamente, a que su infancia no fue elegante, sino dura, ni sutil, sino llena de golpes, caídas y palizas.


Un segundo aspecto llamativo de la narración del film reside en el frecuente recurso que lleva a cabo Ritchie de un montaje en paralelo que alterna escenas desarrolladas en tiempo presente con escenas desarrolladas en tiempo pasado (flashback) o en tiempo futuro (flash-forward). Dicho montaje en paralelo aparece, por ejemplo, en la secuencia en la que Arturo le explica a un oficial de la guardia de Vortigern cómo logró que un feroz guerrero vikingo le pagase una indemnización por haberse atrevido a golpear a Lucy: la escena alterna, como digo, planos de Arturo dando esa explicación, y planos de lo ocurrido según Arturo en los cuales se visualiza esa misma explicación. Es una bonita forma de expresar, nuevamente, la astucia del protagonista, mostrándolo como alguien capaz de manipular con sus palabras y acciones a los demás a fin de llevarlos a su terreno y en su propio beneficio. Puede que Ritchie abuse un poco de este montaje en paralelo, que reaparece en otras secuencias de la película; pero esa reiteración acaba creando una pauta narrativa que, en un momento dado, Ritchie rompe a fin de provocar un efecto-sorpresa. Me refiero ahora a la secuencia en la que Arturo y sus hombres planean un atentado contra Vortigern: Ritchie alterna planos de Arturo explicándoles a sus compinches qué van a hacer, y planos situados temporalmente más adelante, cuando el protagonista y sus hombres ya están llevando a cabo el intento de atentado; aquí, como digo, y rompiendo la tónica establecida por el anterior uso del montaje en paralelo, el plan de Arturo fracasa: Vortigern ha tenido la precaución de que un doble suyo ocupe su lugar como posible objetivo de las certeras flechas que dispara Bill el Escurridizo.


A pesar de las pretensiones de modernidad, algunas materializadas de manera muy conseguida y otras no tanto, que exhibe el realizador, hay momentos en los que Rey Arturo: La leyenda de Excalibur combina formas más tradicionales, “clásicas” si se prefiere, con formas más actuales, “modernas”, pero sin que el resultado chirríe, lo cual es de agradecer. Eso se hace patente, sobre todo, en las secuencias de acción. Señalo de nuevo la primera y magnífica secuencia de este tipo, el asalto del castillo de Uther a cargo de Mordred y sus elefantes gigantes: Ritchie sabe filmar y montar con cierta elegancia los planos generales de exhibición de efectos visuales y de las escenas de masas recreadas digitalmente, combinándolos con los planos más cortos y los primeros planos de los intérpretes, haciendo gala de un más que notable sentido de la planificación. Otro tanto puede afirmarse de otra secuencia asimismo ya citada: la que tiene lugar en las así llamadas Tierras Sombrías; Ritchie resuelve la estancia de Arturo en ese tenebroso lugar a base de breves escenas rodadas en planos cortos, sugiriendo de este modo que las enloquecidas aventuras del protagonista en ese siniestro paraje vienen a ser un equivalente a su no menos vertiginosa infancia en Londinium: un proceso de aprendizaje a lo bestia. Este excelente sentido de la puesta en escena de los momentos de acción solo falla, precisamente, en la asimismo citada secuencia de la pelea final a sablazos entre Arturo y Vortigern, una orgía de efectos digitales combinados con ralentís e imágenes aceleradas, que deviene un vistoso pero hueco clímax de una función, quizá, alargada en exceso.


Finalmente, destacar que Rey Arturo: La leyenda de Excalibur también está llena de vistosos apuntes que contribuyen a realzar la belleza estética de determinados fragmentos y/ o personajes, y de detalles que humanizan a los personajes secundarios y no solo al de Arturo. Respecto a lo primero señalo, por ejemplo, el hermoso plano de presentación de la Maga, cubierta con su capucha y a la luz de las chispas. El momento en el que, tras presenciar la victoria de su hermano Uther sobre Mordred, la nariz del envidioso Vortigern se pone a sangrar (no será la última vez que el villano hace gala de inesperados dolores de cabeza, acaso un reflejo de su tormento interior). O la atmósfera fantastique de las escenas en las que Vortigern sella sus pactos con las fuerzas del mal en los húmedos sótanos del castillo que corona Camelot: esas fuerzas malignas se manifiestan bajo la forma de seres a medio camino entre las sirenas y un pulpo gigante que hacen pensar, claro está, en Lovecraft. En cuanto a lo segundo, destaca la inesperada fuerza dramática de momentos como aquél en el que Vortigern amenaza con mutilar y degollar a Blando en presencia de su pequeño hijo Azul, quien finge no conocer a su padre con la vana esperanza de intentar, así, salvarle la vida. Rey Arturo: La leyenda de Excalibur es una buena película de aventuras que usa el mito artúrico como mera referencia argumental y/o estilística, guste eso o no, y lleva ese planteamiento hasta sus últimas consecuencias, haciendo gala de un nada desdeñable sentido del riesgo.