[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Valerian y la ciudad de los mil planetas
(Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017) es un film que se encuentra
en línea con la tónica habitual de su principal responsable, el francés Luc
Besson, un realizador que a lo largo de su ya extensa trayectoria ha intentado
–y, en más de una ocasión, conseguido– un propósito bien definido: hacer un
cine de género de producción gala pero de proyección internacional, capaz de
competir cara a cara, y en la medida de sus posibilidades, con el cine
norteamericano de alto presupuesto. Y si bien es verdad que en la mayoría de las
ocasiones el resultado ha dejado bastante que desear, no es menos cierto que el
realizador no se ha apartado ni un ápice de esas intenciones. Desde luego que
coherencia no es sinónimo de calidad; y, en el caso concreto de Besson, las
propuestas más o menos interesantes se han codeado en demasiadas ocasiones con
productos sin el menor interés. Pero, con todos sus numerosos defectos, el cine
de Besson permanece fiel a sí mismo contra viento y marea; y, además, de un
tiempo a esta parte ha mejorado bastante.
A
falta de haber visto muchos de sus últimos trabajos de estos últimos años –los
inéditos en España Angel-A (2005) y The Lady (2011), su trilogía de los
Minimoys, Adèle y el misterio de la momia
(Les aventures extraordinaires d’Adèle Blanc-Sec, 2010) y Malavita (ídem, 2013)–, y por tanto a riesgo a equivocarme, creo
que su exitosa labor paralela como guionista y productor al frente de la
productora Europa Corp. –cf. las franquicias Transporter y Venganza–
le ha hecho ganar una soltura en cuanto al empleo y dosificación de los
mecanismos del cine de género que acabó cristalizando, brillantemente, en la
que es su mejor y más sorprendente película hasta la fecha: Lucy (ídem, 2014) (1). Aparentemente alejado, por fortuna, de la petulancia
demostrada en su horrenda versión de Juana
de Arco (Joan of Arc, 1999) –la cual, a falta de haberla visto aún, puede
que se halle presente de nuevo en su película sobre Aung San Suu Kyi, la
mencionada The Lady–, Valerian y la ciudad de los mil planetas
es otra incursión de Besson en el género de la ciencia ficción –cf. su primer
largometraje, Kamikaze 1999 (Le
dernier combat, 1983)–, y más en concreto, de la variante temática de la space opera: recordemos –en mi caso, con
escalofríos– El quinto elemento (The
Fifth Element, 1997).
Hay
que decir, de entrada, que aun estando lejos, muy lejos de ser una gran
película, el hecho de que Valerian y la
ciudad de los mil planetas al menos sea un film visible, y a ratos, entretenido
y divertido, es un punto a favor de Besson. Sobre todo, vuelvo a insistir, si
tenemos en cuenta que la anterior incursión del director en el terreno de la space opera era la terrible El quinto elemento; y eso a pesar de
que, en determinados momentos de su más reciente trabajo, asoma el temible rostro
del chapucero sentido del humor que destrozaba El quinto elemento –cf. la caracterización de determinados
personajes secundarios, como el guía turístico del Gran Mercado, o el dueño de
la sala de fiestas que corre a cargo de un alucinante Ethan Hawke–, o que haya
secuencias que, de un modo u otro, evocan aquella película (ya son ganas de
evocar): el número musical de Bubble (Rihanna), la criatura metamórfica que va
cambiando de aspecto, vendría a ser un equivalente de la actuación
operístico-pop de la diva Plavalaguna (Maïwenn) en El quinto elemento.
Dejando
aparte que, efectivamente, Valerian y la
ciudad de los mil planetas parte de un cómic –las aventuras de Valerian y
Laureline creadas por Pierre Christin y Jean-Claude Mézières–, tanto esta como El quinto elemento son “tebeos” en el
sentido más lúdico y simple de la expresión. La diferencia es que, en esta
ocasión, Besson demuestra una mayor soltura como narrador (los años le han dado
oficio), al mismo tiempo que hace gala de una agradable ausencia de
pretensiones, así como de un notable sentido de la mesura a la hora de combinar
secuencias de acción y escenas de humor. Insisto en que el resultado está lejos
de ser perfecto; de hecho, al film le sobra metraje –137 minutos son demasiados
para lo poco que, en el fondo, se narra– y le falta más vigor en la puesta en
escena; a riesgo de ponerme pesado, se echa en falta el vigor demostrado en Lucy, la cual, esperemos, no constituya
una excepción fruto de la casualidad en el conjunto de su filmografía. Pero el
resultado no solo se hace llevadero, sino que incluso acaba siendo simpático.
Ni
que decir tiene que, como ya ocurría en El
quinto elemento, Valerian y la ciudad
de los mil planetas no se caracteriza por su originalidad: como aquélla,
esta vuelve a beber a tragos largos de la franquicia Star Wars y del Blade Runner
de Ridley Scott, añadiendo en esta ocasión (hay que modernizarse) toques del Avatar de James Cameron. De hecho, la
primera secuencia de la película de Besson es, de facto, “cameroniana”, al menos a nivel puramente estético: la
descripción del idílico modo de vida de los Pearl, los pacíficos habitantes del
planeta Müll, es un festival de fantásticos paisajes digitales decorados por
cielos y nubes de vistosos colores por donde pululan unos seres andróginos casi
angelicales, resultado de un elaborado proceso de captura de movimiento de sus
intérpretes. Todo muy convencional pero, al menos, manejado y resuelto con
habilidad: el tono excesivamente melifluo de estas primeras escenas se
justifica, a posteriori, por el hecho de ser una especie de sueño o visión
premonitoria que Valerian (Dane DeHaan) recibe en su cerebro mientras está
echando una siesta; y Besson, consciente de estar filmando un mundo de
fantasía, sabe imprimir ese sense of
wonder a lo que rueda: el momento en que la joven princesa Pearl,
Lïhio-Minaa (Sasha Luss), sale de su dormitorio y corre la cortina que da a la
reluciente playa situada en frente de su vivienda, brindando a ojos del
espectador la magnificencia del paisaje del planeta Mül en formato panorámico y
3D, es un buen ejemplo de ello, y no el único.
En
Valerian y la ciudad de los mil planetas,
lo bueno y lo malo se codea con demasiada frecuencia: una bella imagen, o una
idea ingeniosa, tienen su contrapunto en recursos convencionales o invenciones
de segunda fila. Un buen ejemplo lo hallamos en la primera gran secuencia de
acción: la misión secreta de Valerian y su compañera Laureline (Cara Delevingne)
en el Gran Mercado. El planteamiento y, en sus líneas generales, la resolución
principal de la secuencia tiene su gracia: el Gran Mercado es un gran espacio
de compra situado, a simple vista, en una inmensa y desolada zona desértica,
invisible a los ojos… salvo que se usen unas gafas especiales, gracias a las
cuales se puede acceder al visionado de dicho centro comercial, situado en una
dimensión paralela y superpuesta a la “real”. Ello da pie a un pequeño festival
de situaciones que juegan con el punto de vista subjetivo de los personajes/
del espectador, lo cual se traduce en no pocos encuadres atractivos, de puro
abstractos. El contrapunto negativo lo ofrecen, una vez más, las penosas
pinceladas de humor, que en ocasiones rompen el ritmo de la secuencia: las
peripecias cómicas de una pareja de turistas que se ven involucrados, en contra
de su voluntad, en la misión de los protagonistas.
Hay
otros momentos en los que Besson demuestra que sabe combinar hábilmente la
espectacularidad de los efectos visuales, muy abundantes a lo largo de todo el
metraje (me atrevería a afirmar que la práctica totalidad de los encuadres está
trucada), con un eficaz sentido de la funcionalidad narrativa. Pienso, por
ejemplo, en el vertiginoso travelling
aéreo que recorre el interior de Alpha, la gigantesca estación espacial fruto
del acoplamiento de cientos de naves terrestres y extraterrestres a lo largo de
cientos de años y que han dado forma a lo que se conoce como “la ciudad de los
mil planetas”, en una imagen que combina a partes iguales lo espectacular y lo
descriptivo; o el momento en que, valiéndose de una especie de supertraje
blindado y siguiendo las instrucciones a distancia de Laureline, Valerian
recorre una serie de estancias del interior de Alpha atravesando paredes y más
paredes, en una secuencia deudora de ciertos recursos formales heredados del
videojuego y en la que, nuevamente, el espectáculo y lo descriptivo vuelven a
darse la mano. Acaso son los mejores aciertos de una película, insisto una vez
más, en el fondo muy sencilla, más allá de lo que su aparatoso envoltorio
formal pueda dar a entender, y muy honesta: nunca pretende ser más de lo que
es, un entretenimiento veraniego resuelto con cierta dignidad.
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