[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay películas que
tienen, a priori, todos los elementos para suscitar lo que suele denominarse
rechazo crítico. Atómica (Atomic
Blonde, 2017) es una de ellas. De entrada, se presenta a sí misma como una
especie de descarado exploitation de acción-pura-y-dura,
hecho además a-mayor-honra-y-gloria de su protagonista (y coproductora)
Charlize Theron; o sea, lo que suele denominarse un “vehículo de lucimiento”.
¡Y menudo lucimiento! Atómica tiene
toda la apariencia de limitarse a ser un típico bodrio actioner, modelo años 80, en el cual la bella actriz sudafricana da
carnaza a sus admiradores con una espectacular exhibición física/ erótica/
glamurosa que incluye estratégicos desnudos, pases de lencería, abundantes
peleas cuerpo a cuerpo contra hombres e, incluso, escenas lésbicas.
Desde
el punto de vista argumental, lo que ofrece Atómica
tampoco es, sobre el papel, demasiado estimulante: una historia de espionaje
que se desarrolla en Berlín poco antes de la caída del muro el 9 de noviembre
de 1989, poniendo punto final de manera oficial a la Guerra Fría entre los
Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, y que no se caracteriza
precisamente por su originalidad. A grandes rasgos: una agente del servicio
secreto británico, Lorraine Broughton (Theron), es enviada a la capital alemana
poco antes de aquella efeméride histórica para que investigue las misteriosas
circunstancias que rodean al asesinato de otro agente secreto inglés, James
Gasciogne (Sam Hargrave), a manos de un sicario del KGB, Yuri Bakhtin (Jóhannes
Jóhannesson), y de paso, recupere una lista que contiene los nombres de todos
los espías soviéticos. A falta de conocer La
ciudad más fría, la novela gráfica de Antony Johnston y Sam Hart en la que
se inspira el guion, firmado por Kurt Johnstad, la oferta de Atómica se circunscribe, en sus líneas
generales, a todos y cada uno de los tópicos del género –literario y
cinematográfico– de espionaje: los jefes de Lorraine –su superior dentro del
MI6, Eric Gray (Toby Jones), y el agente especial de la CIA Emmett Kurzfeld
(John Goodman)– son fríos e insensibles, indiferentes ante los peligros y
sufrimientos que ha tenido que sufrir la protagonista en el cumplimiento de su
misión; el Berlín anterior a la caída del muro es un cubil de espías hacinado y
asfixiante; los contactos entre agentes de ambos lados del Telón de Acero se
hacen a través de alguien que tiene, en apariencia, un oficio inofensivo: un
relojero (Til Schweiger); se sospecha que entre los agentes británicos hay un traidor
que está pasando información a los rusos; el “hombre clave” es un antiguo
miembro de los servicios secretos soviéticos, apodado Spyglass (Eddie Marsan),
que ha memorizado la lista de espías y pide que le ayuden a huir a Occidente
junto a su familia a cambio de revelar esa valiosa información…
Como
digo, la vulgaridad del planteamiento estético y argumental de Atómica son de los que invitan al
rechazo. Y sin embargo, contra todo pronóstico, y a pesar de partir de
semejante material de derribo, el resultado final del film es muchísimo más
interesante de lo que cabía esperar. Porque, a pesar de la debilidad de sus
puntos de partida, Atómica se
sostiene muy bien –a ratos, admirablemente– sobre el vigor, la solidez y, a
ratos, la esporádica creatividad de la puesta en escena del realizador David
Leitch. A falta de haber visto el anterior trabajo no acreditado tras las
cámaras de este antiguo coordinador de especialistas –John Wick (Otro día para matar) (John Wick, 2014), oficialmente
realizada por Chad Stahelski, quien luego se haría cargo en solitario de su
secuela, John Wick: Pacto de sangre
(John Wick: Chapter 2, 2017) (1)–,
la labor de Leitch en Atómica tiene
la rara virtud de ser capaz de remontar por sí sola una película que, sin esa
labor de dirección, lo más probable es que no tendría el más mínimo interés.
Un
primer aspecto que llama la atención –por más que quizá sea mérito del relato
gráfico original que, como digo, desconozco– es el carácter antipático de los
personajes. La heroína, Lorraine, es una especie de “supermujer” que parece
inhumana, algo que Charlize Theron viene explotando últimamente desde que
Ridley Scott descubriera en su excelente Prometheus
(ídem, 2012) (2) esta faceta de la
actriz. Alta, fuerte, poderosa, astuta, implacable y letal, Lorraine no es
tanto un personaje como un estereotipo que parece sacado de un relato de
ciencia ficción; y eso a pesar de que no faltan apuntes destinados a
humanizarla, tal es el caso del dato de que James Gascoigne, el agente
asesinado por Bakhtin, era su amante, y por tanto, eso añade una vengativa
motivación personal a su misión berlinesa; el dibujo de su relación, primero
sexual y luego sentimental, con la agente francesa Delphine Lasalle (Sofia
Boutella); incluso la corriente de simpatía que se establece entre ella y
Spyglass, por más que esté motivada, en parte, por el orgullo profesional de la
protagonista (“Nunca he perdido un
paquete”, afirma Lorraine para tranquilizar a Spyglass antes de su intento
de huida de la Alemania del Este). Otro tanto ocurre con el agente británico
David Percival (James McAvoy), el contacto de Lorraine en Berlín que se dedica
a realizar sucios trapicheos a un paso de la delincuencia con los alemanes del
este y con los del oeste. Huelga añadir que los personajes de los villanos o,
mejor dicho, de los villanos más villanos –el mencionado sicario Bakhtin, o el
mafioso Aleksander Bremovych (Roland Moller)–, no alimentan la empatía del
espectador. Atómica describe, de
manera dura y directa (también, estereotipada), un mundo cruel y despiadado.
En
este sentido, el film deviene un artefacto casi abstracto, atractivo gracias,
precisamente, a esa aparente ausencia de matices. El tono fotográfico
contribuye a ese distanciamiento: la mayoría de escenas están iluminadas con fríos
colores azulados y grises, que confieren una palidez casi fantasmagórica a los
intérpretes en la mayoría de las escenas diurnas o en las que transcurren en
determinados interiores; a ratos, esos azules y grises dejan paso, por el
contrario, a fuertes rojizos y dorados (cf. las escenas en los bares de copas o
en la discoteca que involucran a Lorraine y Delphine, o la secuencia en la que
hacen el amor en el apartamento de la segunda); pero dichos contrastes
lumínicos no hacen sino reforzar esa distancia a base de embelesamiento
estético, a ratos esteticista. Otro efecto de distanciamiento está construido a
partir de la propia estructura narrativa: al principio de la película, Lorraine
es sometida a un interrogatorio a cargo de Gray y Kurzfeld, seguido, a través
de un falso espejo, por otro jefe de la protagonista, apodado simplemente “C”
(James Faulkner); de este modo, la protagonista va explicando, en abundantes flashbacks, su versión de lo ocurrido
durante su misión en Berlín. No hace falta añadir, como bien saben los lectores
de Ryunosuke Akutagawa, que en estos casos la verdad absoluta no existe, y que
podemos estar asistiendo a una simple visualización de una sarta de mentiras.
El
hecho de que Atómica se entregue con
fruición a las convenciones del género de espionaje, y gracias a ese
planteamiento estético que busca distanciar al espectador de lo que se le está
narrando, provoca que el film acabe siendo un inesperado experimento formal y
narrativo en la línea, pongamos por caso, del Steven Soderbergh de la estupenda
Indomable (Haywire, 2011): un relato
de acción “pura”, en el sentido de que la brillantez de las secuencias de
acción acaba siendo el principal propósito hacia el cual va dirigida la
intencionalidad de la puesta en imágenes. Atómica
acaba ofreciendo aquello que el espectador busca dentro del género actioner, es decir, acción a raudales,
sin cortapisas, sin medias tintas, sin vericuetos dramáticos y/ o psicológicos;
en suma, convirtiendo la acción en el eje mismo del relato. De hecho, las
secuencias de acción son las que, realmente, narran la película. No es de extrañar, por tanto, que los mejores
momentos de Atómica no solo sean
dichas, y magníficas, secuencias de acción, sino también todos aquellos
momentos que están directamente relacionados, a nivel argumental, con aquéllas.
En
Atómica, sus aspectos puramente exploitation y los abstractos se
superponen constantemente: la frontera entre unos y otros no siempre está
clara. Véase, sin ir más lejos, la secuencia de presentación de la
protagonista: Lorraine emerge de una bañera cuya superficie está cubierta de
cubitos de hielo; un par de esos cubitos le sirven para enfriar el vodka que se
bebe de un trago (la protagonista bebe mucho a lo largo de la trama); su
espalda, casi todo su cuerpo, su cara, están llenos de señales de golpes,
moratones y arañazos; uno de sus ojos está inyectado en sangre (el cínico Gray
se lo comenta: “Debería cuidarse ese ojo…”).
En esa secuencia de presentación de Lorraine, el exhibicionismo físico de la
actriz Charlize Theron está indisolublemente ligado al hecho de estar
presenciando las desastrosas secuelas que tiene en su cuerpo su arriesgadísima
manera de ganarse la vida. Cierto: la protagonista es una aparentemente
invencible agente, una “supermujer”; también cierto: Lorraine es, asimismo
(aunque no lo parezca a simple vista), un ser humano al que se puede golpear,
herir e incluso matar. Puede decirse que Atómica
vendría a ser un relato marcado por el cada vez mayor dolor y deterioro físicos
que Lorraine va sufriendo a medida que aumenta la peligrosidad de su misión.
Las secuencias de acción responden, como digo, a una progresión que va in crescendo. La primera pelea de Lorraine contra unos falsos agentes secretos británicos, en realidad soviéticos, que acuden a recogerla al aeropuerto, se produce en el interior de un coche: la protagonista usa el afilado tacón de uno de sus zapatos para herir al hombre que tiene sentado a su lado. El momento en que Lorraine registra un apartamento, y es sorprendida por la policía, de los cuales se deshace a golpes, está excelentemente planificado en función de la espectacular coreografía de los combates cuerpo a cuerpo y el estupendo uso del espacio fílmico que Leitch sabe captar tan bien con su cámara. Hay otra secuencia de acción dentro de un cine donde se proyecta… Stalker (ídem, 1979), lo cual da pie a una brillante paradoja metafílmica: la “película de acción” que es Atómica se enmarca momentáneamente dentro de una sala donde se proyecta la “película de autor” de Tarkovski. Pero el momento de mayor virtuosismo es, sin duda, alguna, ese extraordinario fragmento resuelto sobre la base de un plano-secuencia de casi diez minutos de duración, en el cual presenciamos la pelea de Lorraine contra los sicarios que intentan asesinar a Spyglass y que culmina en una persecución automovilística, con la cámara siempre acompañando a Lorraine y Spyglass en su odisea. Además de ser un fragmento de cine de primer orden (una lección para el inepto Paul Greengrass de la aburrida franquicia Jason Bourne), expresa muy bien cómo el carácter de “supermujer” de la protagonista se viene abajo por culpa de la brutalidad de sus oponentes: Lorraine acaba cubierta de sangre, de golpes, desencajada, exhausta… Es entonces, y solo entonces, cuando esa “supermujer” que tanto ha admirado el público acaba dejando paso a un ser humano que tan solo lucha por sobrevivir. Por otro lado, el tratamiento dirty de las escenas de violencia en este plano-secuencia convierte la convencional “película de acción” dentro del cual se enmarca en una inesperada reflexión sobre los mecanismos narrativos del actioner, obligando al espectador a mirar de frente, sin tapujos, una violencia cuya espectacularidad no descuida los aspectos más crudos y desagradables de aquélla. Una interesante película, por más que su planteamiento pueda parecer, a simple vista, execrable.
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