[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hace unos años, mi
amigo Hernán Migoya armó un revuelo, involuntario y completamente
injustificado, con la publicación de un libro de relatos titulado Todas putas que contenía un cuento, El violador, que escandalizó a más de
uno por lo provocativo de su premisa argumental: la narración en primera
persona de un energúmeno abusador de mujeres que explicaba qué le resultaba tan
placentero de la violación (un relato que, dicho sea de paso, contó con la
bendición expresa de alguien tan poco sospechoso de mojigatería y estrechez de
miras como Mercedes Abad, presente en la presentación del libro que tuvo lugar
en el Fnac de la plaza Catalunya de Barcelona a la cual yo asistí). Tiempo
después, y a rebufo del mucho ruido y las pocas nueces desatados a raíz de Todas putas, Migoya publicó –sospecho que
ya con más premeditación y alevosía– un segundo volumen, titulado Putas es poco. Un título que me permito
reutilizar como titular de estas líneas dedicadas a La seducción (The Beguiled, 2017), de Sofia Coppola, porque creo
que se ajusta como un guante a las intenciones y los resultados de este film.
Como
es bien sabido, La seducción no es
tanto una nueva versión de A Painted
Devil, la novela de Thomas Cullinan en la que se ha inspirado la hija de
Francis Ford Coppola –salvo error del que suscribe, no editada en España en el
momento de escribir estas líneas–, como un remake
de El seductor (The Beguiled, 1971,
Don Siegel), primera adaptación del mismo libro convertida en guion por Albert
Maltz y Irene Camp (firmando ambos bajo los respectivos seudónimos de John B.
Sherry y Grimes Grice), y con una reescritura no acreditada a cargo de Claude
Traverse. Ambos extremos, la novela de Cullinan y el libreto de los guionistas
de El seductor, consta expresamente
en los títulos de crédito de La seducción,
en un gesto de honestidad que resulta de agradecer. A falta de conocer el
original literario, la trama de La
seducción es sobradamente conocida para quienes hayan visto o cuanto menos hayan
oído hablar de El seductor. Nos
hallamos en 1864, en los días de la Guerra de Secesión. Un cabo del ejército
yanqui, John McBurney (Colin Farrell), herido en una pierna, es recogido por
las habitantes de un colegio sureño para señoritas de Virginia, dirigido por
Martha Farnsworth (Nicole Kidman), y formado por la profesora Edwina Morrow
(Kirsten Dunst) y cinco alumnas, la adolescente Alicia (Elle Fanning) y las más
pequeñas Amy (Oona Lawrence), Jane (Angourie Rice), Marie (Addison Riecke) y
Emily (Emma Howard).
La
estancia del herido en la mansión causa un revuelo entre las mujeres que viven
en ella; obviamente, de índole sexual, aunque cada una de ellas lo viva en
virtud de su edad, experiencia personal y circunstancias particulares. Martha,
la estricta directora, hace todo lo posible por contenerse en presencia del
primer hombre que tiene a su disposición en mucho tiempo (a preguntas de John,
ella le confiesa que tuvo una pareja en el pasado “antes de la guerra”); en una secuencia significativa, aunque quizá excesivamente obvia, Martha limpia el cuerpo sucio y herido del soldado, y Coppola hija filma la acción en grandes primeros planos destinados a expresar, por si alguien todavía no lo tenía lo bastante claro, el deseo que el cuerpo de John despierta en la directora de la escuela. Edwina, la maestra, jamás ha conocido hombre
alguno, y arrastra una insatisfacción prolongada, unida a otro deseo no
satisfecho –y confesado a John– que quiere cumplir a toda costa: marcharse de
la mansión para siempre. La adolescente Alicia penetra a hurtadillas en la sala
de música donde reposa el herido para robarle un par de apasionados besos en la
boca. Amy, la niña que le encontró en los alrededores de la casa, empieza a
peinarse mejor sus trenzas y se ofrece voluntaria cada vez que hay que ayudar a
John a caminar con sus muletas. Jane afina sus habilidades musicales para
complacer al invitado. Incluso la pequeña y, en principio, más ingenua Marie le
visita para regalarle un devocionario, llevando puestos los pendientes de
perlas que ha tomado “prestados” a Edwina.
Sofia
Coppola, en uno de sus trabajos más sólidos y agradables de ver –aunque
inferior a la corrosiva The Bling Ring
(ídem, 2013), su mejor película hasta la fecha (1)–, trabaja principalmente la dirección de intérpretes, todos
excelentes, a fin de ir creando una atmósfera de tensión sexual no resuelta. Se
apoya sobre todo en la labor del reparto, buscando captar en gestos y miradas el
trasfondo emocional y sexual de unos personajes atrapados por un torbellino
sexual largo tiempo reprimido, tanto el de las mujeres del colegio de señoritas
como el de ese soldado yanqui que, aprovechándose de las circunstancias, come
bien, cura su herida y se mantiene al margen del conflicto bélico, teniendo a su
disposición, además, a un plantel de atractivas féminas a las que se va “trabajando”
paulatinamente.
Hay,
asimismo, un estimable intento de crear una atmósfera adicional mediante la
fotografía y el sonido. La fotografía de Philippe Le Sourd brinda, sobre todo
en las escenas nocturnas en interiores, una iluminación escasa, tenebrosa, a
base de velas y luces indirectas –en la línea, salvando las distancias, del
patrón establecido por Stanley Kubrick y John Alcott para Barry Lyndon (ídem, 1975) en materia de fotografía de “cine de
época”–, cuyos tonos terrosos hacen pensar en la pintura de Turner o Watteau.
Las escenas diurnas hacen gala de un cierto efecto flou realzado, si cabe, por la utilización del teleobjetivo, algo
que se hace patente, sin ir más lejos, en los planos de apertura de la
película: aquéllos que nos muestran a la pequeña Amy paseando bajo el camino de
árboles cruzados de los alrededores de la mansión, buscando setas, donde acabará
hallando al herido John. Esa “turbiedad” visual quiere –y, a ratos, lo consigue–
ser la expresión visual, claustrofóbica y asfixiante, de la turbiedad interior
de los personajes y de las tensas situaciones que protagonizan. En cuanto al
uso del sonido, llama la atención el cuidado con el que Coppola hija dosifica
la inclusión en la banda sonora del rumor de los cañonazos en la lejanía: el
sonido de la detonación de las armas recuerda a los personajes el contexto
bélico en el que se encuentran inmersos, cierto; pero, también, puede verse
como la simbólica expresión de la “guerra” que arde en su interior y que repercute
en sus entrepiernas.
La seducción
es un buen film, pero no acaba de ser la gran película que, sobre el papel,
promete. Su principal inconveniente es, mal que pese, la existencia de una
primera versión muy superior, el magnífico film de Don Siegel El seductor, a cuyos resultados Sofia
Coppola consigue una aproximación esforzada pero muy parcial. La tenebrosa
atmósfera de la película de Siegel, inscribible dentro de los parámetros del
Gótico Sureño y el cine de terror, es la gran ausente de La seducción. Puede que ello sea debido, precisamente, al esfuerzo
consciente por parte de Coppola hija de apartarse al máximo del film original,
rehuyendo precisamente la característica puesta en escena, afilada y directa,
de Siegel, e intentando reemplazarla por la insinuación. Eso se hace palpable,
por ejemplo, en la resolución de la crucial secuencia de la amputación/
castración de John, que la hija de Coppola solventa mediante un inserto en
negro y una elipsis. La elipsis también estaba presente en El seductor, pero el tratamiento impreso por Siegel a la escena era
más truculento y aterrador, a la vez que más malvadamente irónico: Clint
Eastwood, protagonista de El seductor
y representante de la masculinidad made
in Hollywood del momento de la realización de ese film, era simbólicamente “capado”
por un puñado de mujeres hambrientas de sexo. El seductor se cerraba con un plano picado sobre esas mujeres tras
haberse deshecho del cadáver de John, convertidas gracias a ese ángulo cenital
de cámara en una especie de insectos depredadores. La seducción lo hace con un plano general frontal del colegio de
señoritas, con el cadáver de John envuelto en un sudario y colocado delante de
la reja de la mansión, y detrás de ella y al fondo de la imagen, las mujeres
sentadas en el porche de la misma. Es la diferencia existente entre una
película que sabe explicar con malicia una historia maliciosa, y otra que se
limita a explicarla sin más.
Padre, he pecado. Y es que para empezar no me deslumbra el prestigio de Sofia Coppola (sólo he visto de ella "Las vírgenes suicidas" y "Lost in translation"). Pero es que encima tampoco he visto "El seductor" siendo fan del cine Don Siegel y Clint Eastwood, porque resulta que me da una vagancia enorme ver según qué películas, las ruede Agamenón o su porquero, si su temática no me interesa.
ResponderEliminarDicho todo esto, he disfrutado con la película y me ha parecido un buen trabajo por parte de Sofia Coppola, por más que esté más pendiente, como apunta TFV, de los juegos de poder y el retrato de esa insatisfacción femenina, que de dar cuerpo a ese terror que apuntan el relato y la puesta en escena.
Yo interpreté la cosa más bien como una fábula del entendimiento imposible entre los dos sexos. Creo que es importante la forma en que la directora divide el relato en dos mitades, antes y después de la castración simbólica del personaje masculino. En la primera, las mujeres subestiman al hombre y este se hace con el pode de forma fácil y rápida; en la segunda sucede lo contrario y los papeles se invierten, es el hombre el que subestima a las mujeres -tal vez confiando en que el status quo hombres y mujeres sea el mismo que antes de la guerra, cuando se enfrenta a supervivientes- y acaba provocando su caída definitiva.
Me parece también curioso que partir de la "castración" el personaje masculino pase de ser "el príncipe azul" que todas creen ver en él para convertirse en el "monstruo" del cuento, que provoca miedo y rechazo con sus amenazas a las mujeres, y es en esa parte del relato cuando creo que la directora podría haber cargado un poco más las tintas.