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miércoles, 31 de octubre de 2012

“DIRIGIDO POR…” NOVIEMBRE 2012, ya a la venta

Dirigido por… llega a su núm. 427, y lo celebra con una portada dedicada a un clásico moderno del cine contemporáneo, Clint Eastwood, protagonista (y coproductor) del film Golpe de efecto (Trouble with the Curve, 2012, Robert Lorenz). Eastwood es objeto de una entrevista exclusiva, a cargo de Gabriel Lerman, mientras que la reseña de la película corre a cargo de Tonio L. Alarcón. Otras importantes novedades cinematográficas para el mes de noviembre que aparecen comentadas de forma destacada son Holy Motors (ídem, 2012), de Leos Carax, a cargo de Quim Casas, quien también firma la crítica del film de John Hillcoat Sin ley (Lawless, 2012), así como un artículo dedicado a la nueva serie producida por J.J. Abrams, Revolution (ídem, 2012), dentro de la sección Televisión. Más grandes novedades del cine de este mes: En la casa (Dans la maison, 2012), de François Ozon, flamante ganadora del último Festival de Cine de San Sebastián, y El capital (Le capital, 2012), un ácido thriller de denuncia de Costa-Gavras, ambas abordadas por Antonio José Navarro; y César debe morir (Cesare deve morire, 2011), el nuevo trabajo de los veteranos Paolo y Vittorio Taviani, ganador del Oso de Oro del Festival de Berlín, que analiza Joaquín Torán. El número completa sus contenidos más novedosos con una extensa crónica del último Festival de Cinema Fantàstic de Sitges, escrita por Roberto Alcover Oti, y a ello añade el Flashback que le ha dedicado Rafel Miret a una reciente edición en DVD de un pack con la obra completa del iconoclasta realizador catalán Antoni Padrós; las secciones Pantalla Digital, de José María Latorre, y Banda Sonora, de Joan Padrol; un comentario del exótico e inédito film de George Pal 7 Faces of Dr. Lao (1964), firmado por Juan Carlos Vizcaíno Martínez, dentro de la sección En busca del cine perdido; y la sección de Críticas, donde se reseñan muchos otros recientes títulos.


Buena parte de este número de Dirigido por… lo ocupa la segunda y última parte del dossier 50 aniversario de James Bond que iniciamos el mes pasado, compuesto este mes, y en primer lugar, por otros cuatro artículos temáticos: James Bond y la crónica imperfecta de la Historia (Antonio José Navarro); Mr. Kiss-Kiss Bang Bang: La evolución de las escenas de acción “bondianas” (Tonio L. Alarcón); La herencia de James Bond: ecos y sucedáneos (Juan Carlos Vizcaíno Martínez); y Al panal del rico Bond…: Parodias, S.L. (Ramon Freixas y Joan Bassa). El dossier se completa con las antologías de todas las restantes películas de la serie que quedaban por comentar: 007 vive y deja morir (Quim Casas), El hombre de la pistola de oro (Ramon Freixas y Joan Bassa), Moonraker (Tonio L. Alarcón), Solo para sus ojos (Ricardo Aldarondo), Octopussy (Quim Casas), Nunca digas nunca jamás (Ramon Freixas y Joan Bassa), Panorama para matar (Juan Carlos Vizcaíno Martínez), 007: Alta tensión (Juan Carlos Vizcaíno Martínez), 007: Licencia para matar (Tonio L. Alarcón), Goldeneye (Antonio José Navarro), El mañana nunca muere (Antonio José Navarro), El mundo nunca es suficiente (Ricardo Aldarondo), Muere otro día (Quim Casas), 007: Casino Royale (Quim Casas) y 007: Quantum of Solace (Tonio L. Alarcón). Como no podía ser menos, el toque final del dossier lo proporciona la crítica del nuevo film de la serie, Skyfall (ídem, 2012, Sam Mendes), que ha escrito Ángel Sala.

Mi contribución a este número de Dirigido por… consiste, en primer lugar, en la antología de, lo confieso, uno de mis films de la serie Bond favoritos: La espía que me amó.

También he escrito un comentario para la sección de Televisión sobre una miniserie cuya emisión en España está prevista para este mes de noviembre, y que me ha parecido muy interesante: Hatfields & McCoys (ídem, 2012), de Kevin Reynolds, protagonizada por Kevin Costner y Bill Paxton: “Reynolds ha filmado “Hatfields & McCoys” con el vigor y el sentido terroso del encuadre del cual hizo gala en sus mejores trabajos para el cine –“La bestia de la guerra”, “La venganza del conde de Montecristo”, incluso “Waterworld”–, y que salía a relucir incluso en sus obras menos afortunadas –“¿Dónde dices que vas?”, “Robin Hood, príncipe de los ladrones”, “Rapa Nui”–; incluso un actor de registros limitados como Costner ofrece aquí uno de sus mejores trabajos como intérprete en el papel de «Devil Anse» Hatfield, sin perjuicio de sus excelentes compañeros de reparto”.

Las críticas de Paranormal Activity 4 (ídem, 2012), de Henry Joost y Ariel Schulman, O’Apóstolo (2012), de Fernando Cortizo, y La pequeña Venecia (Io sono Li, 2011), de Andrea Segre, cierran esa contribución.

Libros Dirigido Por...: http://tienda.dirigidopor.com/

lunes, 29 de octubre de 2012

“FRANKENWEENIE”, DE TIM BURTON (Telegrama núm. 18)


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Salvando las distancias, del mismo modo que David Cronenberg ha recibido acusaciones de comodidad a la hora de hacer frente a su lectura del Cosmópolis de Don DeLillo (incomprensibles, a mi entender: ¿quiénes así lo aseguran realmente se la han leído? –1—), algo relativamente parecido ha ocurrido con Tim Burton a causa de su, digamos, “osadía” por atreverse a rehacer su celebrado cortometraje primerizo Frankenweenie (1984), ahora en formato largometraje y animación stop-motion, en la línea de Pesadilla antes de Navidad (Tim Burton’s Nightmare Before Christmas, 1993, que todo el mundo da por hecho que es de él pese a venir firmada por Henry Selick) y La novia cadáver (The Corpse Bride, 2005, codirigida con Mike Johnson). Si no toda, al menos buena parte de la recepción de Frankenweenie (ídem), versión 2012, ha pivotado en torno a la cuestión sobre si este remake no es más que una (nueva) demostración de que a Burton se le están acabando las ideas, sobre todo a la vista del fracaso artístico de Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010 –2—), un tanto exagerado en función de su asimismo desproporcionado éxito comercial, y la división de opiniones suscitada a raíz de su largometraje anterior a Frankenweenie y estrenado este mismo año, Sombras tenebrosas (Dark Shadows, 2012). En base a este razonamiento, el del autor que necesita volver periódicamente a “su mundo”, “su universo” o llámese como se quiera a fin de reafirmarse, Frankenweenie-2012 vendría a ser una especie de cajón de sastre donde se acumula todo aquello que a estas alturas ya sabemos o creemos saber de su realizador, de ahí el carácter de recopilación de ideas/temáticas/obsesiones de esta nueva película, concebida –insisto, según esta corriente de opinión— como una especie de paso hacia atrás dado con vistas a tomar carrerilla y seguir hacia delante con energías renovadas.




Desde luego que el carácter recopilatorio del nuevo Frankenweenie no se puede negar, y desde este único y exclusivo punto de vista los defensores de la teoría del “Burton cansado” o del “Burton agotado” tendrían absolutamente toda la razón. Obviamente, Frankenweenie-2012 es una nueva versión de Frankenweenie-1984, que además reincide en la misma trama argumental –el joven Victor Frankenstein (sic) resucita a su perrito Sparky, realizando un experimento con electricidad idéntico a los mostrados en el famoso díptico de James Whale El doctor Frankenstein / La novia de Frankenstein— y en los mismos ambientes de clase media norteamericana, modelo Frank Tashlin, que salían a relucir tanto en la primera versión de Frankenweenie como en la extraordinaria Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990), todavía hoy la insuperada obra maestra del realizador. A ello hay que sumar la técnica de la animación fotograma a fotograma, pasando por la reutilización –como en el primer Frankenweenie y en Ed Wood (ídem, 1994)— del blanco y negro; los “inevitables” guiños a toda la cultura que conforma el substrato de su cine (el cine de terror de la Universal, los ecos del expresionismo alemán, el cine de ciencia ficción estadounidense de los años 50, los cómics, el cartoon, las referencias icónicas al impagable Vincent Price y al majestuoso Christopher Lee, los guiños al kaiju-eiga y a las ilustraciones de Edward Gorey); o la recurrencia a fieles colaboradores en el equipo técnico-artístico (el compositor Danny Elfman, el decorador Rich Heinrichs) y a intérpretes recurrentes en su filmografía (Winona Ryder, Martin Landau, Catherine O’Hara, Martin Short), aquí a cargo de las voces de los muñecos. Hay, asimismo, ciertos diseños de personajes que remiten a los de Bitelchús (Beetlejuice, 1988) o Pesadilla antes de Navidad; yendo más lejos, y si nos ponemos tontos, hasta la efigie perruna grabada en la cruz de piedra al pie de la tumba de Sparky en el cementerio de mascotas evoca vagamente la capucha de Batman… Bajo esta perspectiva, Frankenweenie no sería sino una especie de retroceso en la obra de un realizador que parece que ahora mismo no sabe exactamente qué hacer y busca refugio en el terreno que mejor conoce: el suyo propio.



Comprendo perfectamente que pueda verse así, pero no puedo estar más en desacuerdo en lo que se refiere a que Frankenweenie-2012 sea una especie de señal inequívoca del agotamiento creativo de su autor (de la misma manera que tampoco me pareció que lo fuera Sombras tenebrosas). Parece como si, de repente, Burton se hubiese convertido en un (otro) Woody Allen, a quien parece que no se le ríen las gracias, o no se le ríen tanto como antaño, como si todo el mundo se hubiese sacado un doctorado sobre él y diese por hecho que son capaces de anticiparse a cualquier cosa que se le ocurra filmar en el futuro. O, dicho de otra manera, que Allen, o Burton, o incluso Clint Eastwood, y en el futuro cualquier director de los que hoy en día están considerados “intocables”, se han vuelto o se volverán previsibles, o predecibles, o que se les va a ver venir a la legua, o que siempre harán más de lo mismo, etc., etc., etc., que diría el rey de Siam. Insisto en que puede verse así y es perfectamente lícito el hacerlo, aunque a mi entender se trata de una simple derivación de ese parecer que busca la originalidad a toda costa, de tal manera que todos los grandes directores, o considerados como tales, parece que siempre tienen que efectuar el triple salto mortal sin red a cada nueva película. Pero también creo que en cine, o en cualesquiera otras artes, no se trata tanto de ir renovando el estilo (que también) como de ir perfeccionando o consolidando el ya existente. Desde este punto de vista, y una vez más salvando las distancias (que, a lo que se ve, no son tan lejanas como suele predicarse), Frankenweenie, versión 2012, vendría a ser dentro de la obra de Burton lo que supusieron las dos versiones de El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1934-1956) en la de Alfred Hitchcock, o el díptico Río Bravo (Rio Bravo, 1959) / El Dorado (ídem, 1966) en la de Howard Hawks. ¿Exagero? En absoluto, porque lo que estoy diciendo no es que Burton esté a la altura de Hitchcock o Hawks, sino que también ha llegado a un punto de su carrera en que su cine se alimenta de su bagaje previo y apenas necesita recurrir a otros referentes que no sean, por un lado, aquellos a los que siempre ha acudido, y por otro, al substrato de su propio cine: el cine “burtoniano”. Dicho de otra manera, a estas alturas el cine de Burton ya no se parece al de nadie y se basta y sobra por sí mismo.



El resultado supone un perfeccionamiento de lo planteado en el primer Frankenweenie –como lo supuso la segunda versión de El hombre que sabía demasiado con respecto a la primera, y, casi, El Dorado con respecto a Río Bravo—, de tal manera que, y gracias en no poca medida a la decisión de convertir el cortometraje original en imagen real en un largometraje de animación stop-motion, Burton se permite expandir generosamente el universo “freak” de la primera versión y enriquecerlo de forma substancial. De este modo, Frankenweenie, versión 2012, se convierte en una gozosa fiesta en la que Burton expone “su universo” sin necesidad alguna de defenderlo ni de justificarlo en modo alguno: cada plano del film le pertenece en exclusiva; y si alguien ve en esto comodidad, yo lo que veo es más bien una personalidad única e intransferible, que a cada instante parece estar diciendo: “yo soy así y esto es lo que a mí me gusta; y a quien no le guste, que no mire…”. Esa, dirán, “arrogancia” propia de cineastas que tanto les da lo que está de moda –Allen, Eastwood, Steven Spielberg, Peter Weir, Werner Herzog…—, y que desatan iras por el mero hecho de querer seguir pareciéndose a sí mismos y no a los demás.



En este sentido, Frankenweenie-2012 no solo es una reafirmación: es un firme paso adelante en el estilo “deconstructivo” del cine de género que Burton ha venido explotando de un tiempo a esta parte, y que ha dado pie a combinaciones genéricas, o si se prefiere, a películas sin género determinado tan desconcertantes como Big Fish (ídem, 2003), Sweeney Todd: El barbero diabólico de la calle Fleet (Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street, 2007) y, sobre todo, la ya mencionada Sombras tenebrosas, acaso la más conseguida dentro de ese carácter “deconstructivo”. El resultado es, en este caso y dentro del cine de animación norteamericano de estos últimos años, una de las películas más “adultas” y menos “infantiles” que se hayan visto (“adulto” e “infantil” es una diferenciación que utilizo aquí y ahora como forma de hablar y para entendernos, no porque esté de acuerdo con ella). Se trata, además, de un film “envenenado”: bajo su apariencia inofensiva esconde un feroz discurso contra la clase media estadounidense, aquí convertida más que nunca en una grotesca comunidad de rarezas, magníficamente representados por personajes / muñecos tan expresivos como el alcalde de la población de Nueva Holanda, quien obliga a su hija, Elsa Van Helsing (sic), a interpretar en público una canción para festejar la grandeza de la localidad con tonalidades casi filo-fascistas (¡); o en particular los “monstruosos” condiscípulos de Victor: la horrenda niña rubia (“Weird Girl”) con ojos de muerto viviente siempre acompañada de un repelente gato llamado no menos repulsivamente… Bigotitos (sic); el antipático niño japonés, Toshiaki; el niño jorobado, Edgar “E.” Gore; o Bob, el chico con aires de Monstruo de Frankenstein… No resulta de extrañar, en este sentido, que a los ojos de esta comunidad vulgar y mediocre como pocas, el nuevo profesor de ciencia del instituto local, el Sr. Rzykruski, se convierta en alguien “raro” y “maldito” por el mero hecho de intentar arrojar la luz del conocimiento entre tanta medianía; tampoco resulta casual que el muñeco que representa a este personaje sea un émulo furioso de Vincent Price, de nuevo la personificación de una elegancia y una cultura propia de tiempos pasados tal y como ya se producía en Eduardo Manostijeras. Dentro de lo que podríamos llamar “el acervo burtoniano”, los sentimientos más genuinos de amor, bondad y pureza vuelven a ser las características de los vínculos que se producen entre Victor, sus padres y su perro Sparky, o sea, entre un niño solitario y diferente al que le gusta el cine (y hacerlo) pero no jugar al béisbol como-todos-los-niños-normales, unos padres que aceptan la diferencia de su hijo por más que en la única ocasión en que intentan que haga cosas-de-niño-normal desencadenarán indirectamente una tragedia (el partido de béisbol que concluye con la muerte de Sparky atropellado por un coche), y un perrito muerto y resucitado que mantiene intacta su ingenuidad y su inocencia pese a su regreso de la muerte convertido en un extraño ser con el cuerpo remendado. Son personales, digamos, “anormales”, que devienen los más “normales” dentro de un contexto de “monstruosidad” generalizada.



Pero, además, Frankenweenie-2012 recupera al Burton más creativo a la hora de narrar en imágenes lo que no es sino un bonito cuento moral sobre el valor de la diferencia, tal es el caso de secuencias tan logradas como la ya mencionada de la muerte de Sparky (resuelta mediante una elegante elipsis), o la del experimento de resurrección del perro modelo James Whale (que tiene la virtud, precisamente, de no cargar las tintas sobre la obviedad de la referencia); el resucitado “pez invisible” cuya siniestra sombra (solo la espina, la cabeza y los dientes) se refleja en la pared del garaje a la luz de una linterna; y una media hora final extraordinaria, en la cual los experimentos eléctricos de resurrección de Edgar (unos “monos de mar” convertidos en una versión renovada de los gremlins), “Weird Girl” (un horrendo cruce entre un murciélago y Bigotitos), Bob (un perro transformado en una especie de momia agusanada) y Toshiaki (una pequeña tortuga vuelta a la vida bajo la forma de una prima hermana de Gamera), dan pie a un brillante encadenado de escenas paroxísticas que alcanzan su clímax –como en Frankenweenie-1984— en un molino en llamas.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/10/cosmopolis-de-david-cronenberg.html
(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2010/04/norman-z-mcleod-y-tim-burton-la-sombra.html

viernes, 26 de octubre de 2012

“COSMÓPOLIS”, DE DAVID CRONENBERG (Telegrama núm. 17)


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No es la primera vez que el canadiense David Cronenberg se atreve a llevar al cine obras literarias de difícil adaptación en imágenes: recuérdese El almuerzo desnudo (Naked Lunch, 1991), Crash (ídem, 1996) y Spider (ídem, 2002), según las respectivas novelas homónimas de William S. Burroughs, J.G. Ballard y Patrick McGrath, M. Butterfly (ídem, 1993), a partir de la pieza teatral de David Henry Hwang, o su anterior Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011), que combina un original escénico de Christopher Hampton y un libro de John Kerr. Cierto: Cronenberg también ha adaptado en estos últimos años un cómic, o como se dice hoy en día, una novela gráfica: Una historia de violencia (A History of Violence, 2005); pero de lo que quiero hablar aquí es de la manera como este cineasta suele abordar las obras literarias ajenas y cómo las transforma en imágenes, y subrayo el adjetivo “literarias”: Una historia de violencia, el cómic, ya era un relato en imágenes pero no literario (el cómic no es literatura, por más que contenga elementos literarios), y en este caso buena parte de los esfuerzos de Cronenberg se concentraron en la consecución de otras imágenes alternativas a las propuestas por los autores del original gráfico, John Wagner y Vince Locke. Cosmópolis (Cosmopolis, 2012), según la novela homónima de Don DeLillo, vendría a ser para mi gusto el exponente más radical de una de las dos tendencias demostradas por este realizador a la hora de abordar obras ajenas: aquéllas de las cuales se apropia sin más, salvo algunos mínimos ajustes necesarios para adaptar el relato literario a las características del relato cinematográfico, y cuyo rasgo más notorio es su casi extremada fidelidad al original; otro ejemplo de adaptación muy fiel residiría en Spider. Pero he mencionado que hay en Cronenberg dos tendencias –a mi entender, insisto— cuando aborda literatura ajena, y he descrito solo una; la otra la formarían el grupo constituido por el resto de películas que he citado –El almuerzo desnudo, M. Butterfly, Crash, Un método peligroso—, y que se caracterizan por partir de originales novelísticos y/ o escénicos que luego son sometidos a una reescritura más profunda de sus contenidos literales.




La pregunta a hacerse sería: ¿por qué Cronenberg se mantiene tan fiel a los contenidos literales de las obras que inspiran Spider y Cosmópolis, y no tanto con las que dan base al resto de sus films aquí mencionados? La diferencia fundamental entre las adaptaciones del primer grupo y las del segundo consistiría en que El almuerzo desnudo, M. Butterfly, Crash y Un método peligroso son, para Cronenberg, el resultado de una apropiación y manipulación a placer, y en virtud de sus propios interesess de obras que le atraen en primera instancia por sus posibilidades de insertar más o menos cómodamente en ellas sus obsesiones más personales e intransferibles; dicho de otro modo, las obras de Burroughs, Henry Hwan, Ballard y Hampton & Kerr son un material de partida de cara a desarrollar a partir de ellas otra cosa; y esa “otra cosa” siempre acaba siendo, indefectiblemente, muy “cronenbergiana”, tal y como puso de manifiesto en su para mí prodigiosa Un método peligroso (1). Eso no ocurre, en cambio, en Spider y sobre todo en Cosmópolis; por el contrario, la actitud de Cronenberg hacia los libros de McGrath y DeLillo es mucho más (como suele decirse) “respetuosa”; y ese respeto ha sido y está siendo fuertemente criticado por lo que tiene de aparente sumisión de Cronenberg hacia esos originales literarios, y más concretamente hacia el de DeLillo, casi como si hubiese tenido miedo de modificarlos demasiado y de apartarse en exceso de sus contenidos literales, llegándose incluso a insinuar que en estos films el cineasta canadiense muestra una actitud acomodaticia hacia dichas novelas. Comprendo que pueda verse e interpretarse así, mas me extraña que un realizador como Cronenberg pueda mostrarse a estas alturas tan cauto, temeroso o escrupuloso ante un material ajeno, o considerarse que está cediendo a un cierto “academicismo” (sambenito que lastró considerablemente la fría recepción que se le dispensó el año pasado a la, vuelvo a insistir, para mí extraordinaria y en absoluto “académica” Un método peligroso; por otro lado, iría siendo hora de que el término “academicismo” fuera perdiendo sus injustas connotaciones negativas, pero de eso ya hablaremos otro día). Mi teoría se inclina más bien a considerar que la fidelidad a los originales literarios demostrada por Cronenberg en Spider –que partía de un guión del propio McGrath— y ahora en Cosmópolis –cuyo guión firma él mismo— se debe a que el autor de Inseparables (Dead Ringers, 1988) no siente la menor necesidad de cambiar nada o casi nada de los libros de McGrath y DeLillo porque se reconoce ampliamente en ellos. Expresado de otra manera, y en resumidas cuentas, si en El almuerzo desnudo, M. Butterfly, Crash y Un método peligroso se producía una apropiación, en Spider y Cosmópolis lo que tiene lugar es un reconocimiento.



Centrándonos en esta última, se entiende perfectamente que Cronenberg “conecte” con la forma, la atmósfera y el tono del complejo libro de DeLillo, que a ratos parece escrito para que Cronenberg lo llevara al cine. Desde este punto de vista, se comprende perfectamente que el director de Videodrome (ídem, 1983) viera en Cosmópolis, la novela, una ocasión óptima para convertirla en un-film-de-David Cronenberg. La identificación entre ambos autores salta a la vista en muchísimos momentos de la película. Así, por ejemplo, en la escena del encuentro sexual entre el joven multimillonario Eric Packer (Robert Pattinson, aquí muy bien) y su amante de mayor edad Didi Fancher (Juliette Binoche), que DeLillo sitúa en una habitación de hotel mientras que Cronenberg la escenifica dentro de la misma limusina con la cual Packer está atravesando muy lentamente una atestada ciudad de Nueva York. O la muy reveladora secuencia de la conversación entre Packer y su analista financiera Jane Melman (Emily Hampshire), también dentro de la limusina, mientras se produce el examen médico de Packer, y más concretamente una exploración proctológica, con la cual se juega perversamente con el diálogo de ambos personajes y el raro “vaivén” al cual es sometido el cuerpo de Packer por las manipulaciones del galeno, proporcionándole así cierto matiz sexual. La sexualidad es, precisamente, uno de los soterrados motores narrativos tanto de la novela de DeLillo como de buena parte de la filmografía de Cronenberg –recordemos Vinieron de dentro de…(Shivers, 1975), Rabia (Rabid, 1977), Cromosoma 3 (The Brood, 1979), La mosca (The Fly, 1986) y eXistenZ (ídem, 1999), así como las ya citadas Videodrome, Inseparables, M. Butterfly, Crash y Un método peligroso—; y en Cosmópolis, libro y film, se insiste sobremanera en la relación existente entre la erótica del sexo y la erótica del poder que confiere la gigantesca fortuna acumulada y alegremente despilfarrada por un Packer para el que ganar dinero y follar, o follar y ganar dinero, son conceptos situados a un mismo nivel. Mas, a pesar de ello, ni el dinero ni el sexo parecen proporcionarle placer a Packer, sino que son formas hedonistas de rellenar una existencia que, fuera de ese dinero y de ese sexo, de los grandes negocios y de las bellas mujeres que se le abren de piernas con rotunda facilidad, no hay absolutamente nada.



Packer es un hombre casado con Elise Shifrin (Sarah Gadon, en la película), una muchacha que le gusta porque reúne en su persona los dos elementos que le erotizan: es una rica heredera, y además está-para-follársela; semejante pragmatismo es la clave que permite comprender la distante relación personal que se da entre ellos. A ello hay que añadir que, por el camino, Packer saque tiempo para tirarse al único miembro femenino de su equipo de guardaespaldas (Kendra Hays: Patricia McKenzie); o la curiosa disparidad sexual que hay entre sus allegados más inmediatos: sus colaboradores son o bien mujeres –la ya mencionada Jane Melman, o su creadora de teorías Vija Kinsky (Samantha Morton)—, o bien hombres situados, en cierto sentido, en los dos extremos de la virilidad, el rudo supervisor de su seguridad personal Torval (Kevin Durand) y el joven y enclenque analista Michael Chin (Philip Nozuka), que al contrario que el anterior no supone competidor, ni sexual ni de ninguna otra clase, a la altura del pretencioso Packer (además del ya mencionado personaje secundario del médico –el Dr. Ingram (Bob Bainborough)— que es su único subalterno autorizado a… meterle la mano por el culo). ¿A alguien le extraña que Packer termine asesinando a Torval, el único que tiene a su lado y que podría hacerle “sombra” en ese sentido, y que lo haga además con un arma de lo más fálica: una enorme pistola que se activa susurrándole el nombre de una mujer…? ¿O que, cerca del final, el protagonista se pegue un tiro en su propia mano, como si estuviese jugando, con tal de sentir algo? En cambio –y curiosamente—, Cronenberg ha prescindido de una de las escenas sexualmente más llamativas de la novela: aquel momento en que Packer se desnuda por completo y participa así, anónimamente, en el rodaje de una escena callejera y nocturna de una película, mezclándose con cientos de figurantes asimismo sin ropa echados por el suelo como si fueran modelos del fotógrafo Spencer Tunick; es allí donde vuelve a encontrarse casualmente con Elise –tanto en la novela como en la película sus encuentros son siempre casuales—, y copula frenéticamente con ella cuando la filmación de la toma ha concluido. Puede que se debiera a que se trataba de una escena demasiado cara de montar y de rodar, o también a que su inclusión rompería el abstracto tono intimista del relato, más claustrofóbico en el caso de Cronenberg, más global y apocalíptico en el de DeLillo.



La acción del Cosmópolis de DeLillo y el de Cronenberg (sin por ello negar la paternidad del primero sobre la obra del segundo) gira en torno a una situación que, de tan simple, resulta absurda: Eric Packer quiere cortase el pelo, y quiere hacerlo en una antigua barbería situada al otro lado de la ciudad; no le sirve cualquier otra, ni que un barbero venga a pelarle en su despacho o en la misma limusina: tiene que ser esa. Por el camino, y además de las conversaciones, encuentros sexuales o ambas cosas con su esposa y sus colaboradores más cercanos, Packer se tropezará con el paso de la comitiva que acompaña al presidente de los Estados Unidos en su visita a la Gran Manzana, el funeral de una adorada estrella del rap cuyos temas son el hilo musical de uno de los dos ascensores de su lujoso apartamento, el ataque de un provocador –André Petrescu (Mathieu Amalric)— que se dedica a lanzar tartas a la cara de políticos y millonarios a modo de protesta (pero, en el fondo, con afán de notoriedad: siempre va acompañado de un equipo de fotógrafos y cámaras destinados a “inmortalizar” sus “hazañas”), así como, ya fuera de su limusina y tras su paso por la barbería, la consumación de la amenaza de alguien que quiere asesinarle y con quien mantendrá el diálogo que cerrará el relato: Benno Levin (Paul Giamatti). Vuelvo a insistir, a poco que se conozca el cine de Cronenberg no resulta de extrañar que el máximo responsable de Cosmópolis: the movie se sienta cómodo con este material tan metafórico como buena parte del sustrato de su filmografía, lo cual le da pie a construir un largometraje denso y hermético, en el cual la mayoría de los encuadres no buscan tanto crear una atmósfera claustrofóbica como lograr, mediante sencillos cortes de montaje, que los personajes que se relacionan con Packer “aparezcan” y “desaparezcan” como por arte de magia: casi nunca les vemos subir o bajar de la limusina, simplemente están ahí, a modo de juego caprichoso con el espacio y el tiempo, acaso sugiriendo –como hace DeLillo— que, para Packer, no hay nada fuera de esa limusina: de ese mundo que se ha creado a su medida. Los abundantes planos del interior de la limusina de Packer, en los cuales Cronenberg apenas disimula los falsos exteriores que se vislumbran por las ventanillas del vehículo –lo que recuerda, salvando las distancias, la secuencia del autobús de Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), de Alfred Hitchcock—, a ratos convierten al coche en una especie de nave espacial que recorre el espacio desolado de un extraño planeta extraterrestre sumido en el caos y la confusión. Asimismo, en la secuencia final del diálogo entre Packer y Levin, hay un momento en que el tabique de una pared divide en dos el encuadre –recordando, ahora, al Ingmar Bergman de Cara a cara al desnudo (Ansikte mot ansikte, 1976)—, de tal manera que ambos hombres parecen estar así en una especie de simbólico confesionario donde dan rienda suelta a sus demonios; igualmente, la sequedad del plano final de Cosmópolis –de nuevo, tomada del no menos seco final del libro de DeLillo— no puede menos que retrotraernos al disparo en la sien de James Woods que cerraba Videodrome. Cosmópolis me parece, en su conjunto, un film interesante aunque también enervante, sobre todo si se ha tenido ocasión de leer el libro: la obsesión de Cronenberg por plasmar casi en cada plano lo escrito por DeLillo acaba erigiéndose en un gigantesco artificio que puede resultar tan fascinante como irritante.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2011/11/conocimiento-carnal-un-metodo-peligroso.html

martes, 23 de octubre de 2012

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” NOVIEMBRE 2012, YA A LA VENTA

El núm. 329 de Imágenes de Actualidad viene, como siempre, rebosante de novedades de elevado interés sobre el mundo del cine. Ocupa la portada la nueva versión de El Llanero Solitario (The Lone Ranger, 2013, Gore Verbinski), llamada a ser uno de los mayores éxitos comerciales del cine para el próximo verano, dentro de la sección Primeras Fotos, la cual también incluye avances de películas como Byzantium (2012), de Neil Jordan; Grandes esperanzas (Great Expectations, 2012), de Mike Newell; Hitchcock (2012), de Sacha Gervasi; y Bullet to the Head (2012), que supone el regreso al cine del veterano Walter Hill.


La actualidad cinematográfica de noviembre está integrada por extensos reportajes dedicados a: La saga Crepúsculo: Amanecer (Parte 2) (The Twilight Saga: Breaking Dawn – Part 2, 2012), de Bill Condon, completada en este caso con una entrevista a su protagonista masculino, Robert Pattinson; Golpe de efecto (Trouble with the Curve, 2012), de Robert Lorenz, protagonizada por Clint Eastwood; La vida de Pi (Life of Pi, 2012), complementada con una entrevista con su realizador, el taiwanés Ang Lee; En la mente del asesino (Alex Cross, 2012), de Rob Cohen; Holy Motors (ídem, 2012), de Leos Carax; Fin (2012), de Jorge Torregrossa; Lola Versus (ídem, 2012), de Daryl Wein; Drácula 3D (ídem, 2012), de Dario Argento; El profesor (Detachment, 2012), de Tony Kaye; En la casa (Dans la maison, 2012), de François Ozon; y El origen de los guardianes (Rise of the Guardians, 2012), de Peter Ramsey. A todo ello hay que añadir un retrato de Jessica Chastain, con motivo del estreno este mismo mes de noviembre de Sin ley, complementado con un avance de una de las más esperadas películas en las que ha intervenido esta actriz, el film de Kathryn Bigelow Zero Dark Thirty (2012); y un extenso reportaje que viene a completar la información proporcionada el mes pasado con motivo del próximo estreno de la nueva entrega de la serie 007, Skyfall, titulado 50 años con James Bond. 124 curiosidades para 24 películas, además de una entrevista con Javier Bardem, quien en Skyfall encarna al villano. Por no hablar de las secciones habituales: Además…, centrada en el resto de estrenos cinematográficos del mes; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

La película que ocupa este mes la sección Cult Movie es un título a tono con la próxima festividad de Halloween: En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), la excelente adaptación llevada a cabo por Neil Jordan de una serie de estupendos relatos de Angela Carter en estrecha colaboración con esta última, y que es “una de las mejores aproximaciones que ha dado el cine fantástico en torno al despertar a la madurez y a la sexualidad en clave de parábola onírica, algo ya propuesto –si bien en formato de relato de vampiros— por producciones tan minoritarias como la checa “Valerie and Her Week of Wonders/Valerie a týden divu” (Jaromil Jires, 1970) o la oscura producción norteamericana de bajo presupuesto “Lemora: A Chil’s Tale of the Supernatural” (Richard Blackburn, 1973), no casualmente planteadas como cuentos de hadas para adultos”.

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viernes, 19 de octubre de 2012

El triunfo de Satanás: “THE LORDS OF SALEM”, DE ROB ZOMBIE



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN MUCHOS IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] El pasado 8 de octubre tuve ocasión de ver en el Festival de Sitges el nuevo largometraje de Rob Zombie, The Lords of Salem (2012), del cual tengo entendido que será distribuido en España por Aurum pero que, salvo error del que suscribe, aún carece de fecha de estreno. Si llega a nuestros cines, será el primer film de su autor que lo hace desde Halloween: El origen del mal (Halloween, 2007), pues como es bien sabido su magnífica secuela, Halloween II (2009), acabó conociendo un vergonzoso estreno en formatos domésticos. No solo eso: será un auténtico milagro, y un sano ejercicio de libertad de expresión y normalización cultural que así lo haga, habida cuenta de que The Lords of Salem es, a mi entender, la propuesta más agresiva y radical de un cineasta que con su corta pero intensa filmografía ha logrado hacerse merecidamente un nombre no ya dentro del cine fantástico, sino me atrevería a decir que incluso dentro del cine en general, en virtud de una obra incómoda e inclasificable (reminiscencias genéricas al fantastique aparte), que destaca por su inconformismo, heterodoxia y personalidad única e indiscutible.



Las primeras escenas de The Lords of Salem son un perfecto aviso de todo lo que vendrá a continuación: tras una primera a modo de introducción, en la que el reverendo Jonathan Hawthorne (Andrew Prine –1—) anota en su diario el procesamiento de diversas mujeres por brujas en el Salem (Massachussetts) del siglo XVII, le sigue una secuencia que se abre con un primer plano de la testuz de un macho cabrío, iluminada a contraluz por las llamas de una hoguera nocturna, y a continuación una sucesión de macabras imágenes de un aquelarre celebrado alrededor de ese mismo fuego por unas grotescas brujas, harapientas, sucias, greñudas y de carnes macilentas, que se dirían arrancadas de las pinturas negras de Francisco de Goya, y presididas por su líder Margaret Morgan (una extraordinaria e irreconocible Meg Foster). El look asimismo grotesco y “feísta” de las imágenes anticipa la tonalidad de un relato fantástico que va a estar dominado en la mayor parte de su metraje por la amenaza latente del regreso de las auténticas brujas de Salem y la culminación de su propósito: facilitar el advenimiento del Anticristo, por mas que nunca se le menciona de esta manera. Desde este punto de vista, The Lords of Salem se inscribe en la corriente de cine fantástico apocalíptico o post-apocalíptico de estos últimos años, con la diferencia de que la apuesta de Zombie se sustenta sobre miedos y terrores ancestrales: sobre la hipotética existencia del Mal entendido como una entidad física y a la vez mental pero siempre palpable. El Mal, como una consecuencia “natural” de la vileza inherente en el ser humano. A fin de cuentas, ¿no son sino humanas las brujas que invocan a Satanás? ¿Y no tiene este otro medio de plantar su semilla en nuestro mundo si no es a través del cuerpo de una mujer? Desde luego que no se trata de un tema “novedoso” u “original”, como bien nos recuerda Zombie citando casi explícitamente La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968, Roman Polanski), pero pocas veces se ha visto con la pragmática carnalidad, la “fisicidad”, con que se plantea aquí.


Tras ese arranque, digamos, goyesco, la acción se sitúa en el Salem de la actualidad. La cámara recorre brevemente, en planos fijos o mediante lentos movimientos de cámara, las calles de una ciudad moderna y gris, húmeda y ligeramente sombría, en la que los colores pálidos contrastan sobremanera con los tonos anaranjados y amarillentos de las primeras escenas de las brujas. Luego, la cámara fija su atención en el apartamento de alquiler donde vive una mujer joven, Heidi Hawthorne (Sheri Moon Zombie), última descendiente directa del reverendo John Hawthorne (ambos apellidados –no por casualidad— como el autor de La letra escarlata, Nathaniel Hawthorne, en una de las muchas sutiles referencias culturales que llenan el relato). Más concretamente, Heidi duerme boca abajo en su cama, y la cámara traza una corta panorámica sobre su espalda, como sugiriendo la importancia que va a tener en el desarrollo del relato el cuerpo de esta mujer. Heidi se despierta tarde (su despertador marca las 2:00 P.M.: las 14 h.), dado que trabaja como pinchadiscos (o, si lo prefieren, DJ) en el programa radiofónico musical y de entrevistas nocturno de una pequeña emisora local, junto a sus compañeros, “los dos Herman”: Herman Jackson (Ken Foree) y Herman Whitey Salvador (Jeffrey “Jeff” Daniel Phillips –2—). La vida cotidiana de la protagonista no tardará en dar un giro en virtud de un par de sucesos extraños. El primero: al salir de su apartamento, Heidi creer ver a alguien (una figura en sombras) en el dintel del apartamento número 5, al final del mismo pasillo donde está el suyo (3); incluso le pregunta a su casera, la Sra. Lacy (Judy Geeson), si lo ha alquilado a alguien, a lo cual esta responde negativamente. Más tarde, y después de un programa en el cual Heidi y los dos Herman han entrevistado al escritor Francis Matthias (Bruce Davison), autor de un libro sobre el procesamiento de las brujas de Salem, alguien deja en la recepción de la emisora un paquete para la protagonista: una caja de madera que contiene un misterioso vinilo, grabado por un grupo que se hace llamar Los Señores de Salem. A solas en su apartamento junto con Herman Whitey, Heidi escucha el disco de Los Señores de Salem: una música repetitiva, enervante, profunda, infernal… Nada más oírla, se siente mareada y a su mente acuden una serie de cortos flashes para ella incomprensibles sobre las brujas de Salem: fragmentos del aquelarre goyesco del principio.


Para Heidi será el inicio de su descenso a los infiernos, marcado bajo el signo del presagio en forma de recurrentes pesadillas y alucinaciones premonitorias, a cual más grotesca y horripilante: la secuencia en la que la joven entra en una pequeña iglesia, se adormece en el banquillo, y (en sueños) un sacerdote la fuerza a practicarle una felación (síc); el momento en que, mientras pasea a su perro, ve o cree ver a un siniestro personaje encapuchado que a su vez pasea un macho cabrío (cuyo “rostro” no es sino una extraña variante de la máscara metálica con la cual la bruja Margaret Morgan fue sometida a suplicio durante su procesamiento, tal y como vemos en uno de los numerosos flashes / flashbacks sobre el pasado de Salem). No tardaremos en intuir que Heidi ha sido elegida para convertirse en la madre terrenal del Anticristo, pero lo interesante no reside en esa revelación (que, como ya hemos apuntado, ha sido abordada anteriormente por el cine fantástico en numerosísimas ocasiones), sino que el proceso satánico que acaba convirtiendo a Heidi en la enésima “novia del Diablo” va acompañado de una transformación de la película entera en una especie de macabro himno sin posibilidad de redención en honor a Satanás, y esa alteración se produce en virtud de un estudiado trabajo de puesta en escena, que va convirtiendo el film primero sutilmente, y luego a base de una serie de singulares excesos figurativos, en una suerte de pesadilla onírica para el espectador, equivalente a la que está sufriendo Heidi.


La radicalidad de la propuesta de The Lords of Salem reside, por tanto, en su carácter de himno satánico que proclama el triunfo del Diablo sobre nuestro mundo y, en consecuencia, el fracaso de Jesucristo. Y lo hace mediante una contundente perversión de los signos cristianos, una blasfema representación de lo que podríamos denominar la anti-iglesia, haciéndolo además renunciando, expresa y coherentemente, a la convención del “final feliz”. He mencionado un primer apunte al respecto, la pesadilla herética de Heidi en la iglesia. Hay más: la inquietante secuencia en la que una poseída Heidi acaba entrando en esa “habitación prohibida” tan querida por todo relato gótico que se precie, el apartamento número 5, en cuyo oscuro interior refulge un crucifijo de neón al cual la muchacha rinde pleitesía; ese momento indescriptible en que Heidi flanquea una vez más el dintel de ese apartamento número 5…, encontrando al otro lado una “imposible” catedral satánica donde el Diablo, un pequeño y grotesco engendro, la aguarda en el altar para inseminarla con sus tentáculos (sic); el encadenado de escenas alucinógenas que supone el punto culminante de la posesión de Heidi, en un variado abanico de profanaciones que incluye a Heidi cabalgando a lomos del macho cabrío, repelentes figuras demoníacas ataviadas como sacerdotes católicos avanzando entre comitivas de hombres y mujeres desnudos tocados con máscaras de cerdo, o acariciando lúbricamente sus penes erectos (¡), y que culmina con esa imagen de Heidi convertida en una especie de “Virgen Puta”: la nueva madre de un nuevo mundo hecho a la medida del Mal (una madre sobre la que, se dice, flota el recuerdo de sus pasados excesos con las drogas y la promiscuidad: una mujer preparada, por tanto, para ser la perfecta “novia del Diablo”).


Resulta indudable la audacia de Rob Zombie, como el más que probable rechazo desde distintos puntos de vista (que irán de los estrictamente religiosos a los cinematográficos) a una propuesta tan extrema como The Lords of Salem. Pero lo mejor de la misma no reside ni se limita a esa valentía (o desvergüenza, según como se mire) a la hora de pervertir los signos del orden religioso establecido y proponer una alternativa satánica al mismo, sino en el rigor con que plantea y resuelve semejante discurso subversivo. Hacía tiempo que no veía una película fantástica en la que la mayoría de sus encuadres parecen construidos para situar al espectador en una dimensión no-real, o si se prefiere, no-realista, de tal manera que incluso aquellos instantes en los que la acción dramática se sitúa dentro del nivel de lo aparentemente cotidiano contienen, de un modo u otro, el germen o el estigma de la amenaza de lo sobrenatural. Me llama la atención, en este sentido, la notabilísima sobriedad de determinadas “apariciones”, que Zombie resuelve en virtud de un simple cambio de plano (por más que incurra, también hay que reconocerlo, en algún que otro convencional “golpe de música” destinado a favorecer el sobresalto del espectador). Pienso, por ejemplo, de qué manera esos planos generales de un Salem húmedo y nocturno, que vemos cuando Heidi va o viene de la emisora de radio, parecen tener su lógica continuidad en los planos del apartamento en penumbra donde la muchacha vive. De este modo, cuando se producen esas “apariciones” a las que me refiero –la bruja desnuda que entrevemos dentro de una habitación frente a la cual pasa Heidi, sin verla, mientras la cámara la sigue en travelling lateral; la misma horrenda hechicera que vemos, en plano general, en un rincón de la cocina de Heidi sin que esta última sea consciente de dicha presencia; el plano que muestra al diminuto Demonio colocándose junto a la cama donde Heidi está durmiendo tras su pesadilla / experiencia extrasensorial e infernal—, Zombie parece sugerir así que el Mal forma parte tan intrínseca de nuestra realidad cotidiana que ni siquiera se presenta desde otro lugar oscuro y profundo: simplemente, está ahí. Basta con echar un vistazo para encontrárnoslo en nuestra propia vivienda. La idea es escalofriante, y el modo en que Zombie la resuelve, también.


The Lords of Salem es un relato que funciona, por tanto, por impregnación; a medida que avanza, hasta las secuencias aparentemente más tranquilas y relajadas se van cubriendo de una capa de insania. Pienso, en este caso, en las relacionadas con la casera de Heidi, la mencionada Sra. Lacy, y sus dos no menos siniestras amigas, Sonny (Dee Wallace) y Megan (Patricia Quinn), las modernas brujas de Salem que –siguiendo un patrón muy similar, hay que reconocerlo, al de los extraños vecinos de La semilla del diablo— van sembrando de amenaza e incertidumbre todos los momentos en los que aparecen: la opresiva escena en la que toman el té con Heidi; la sangrienta resolución de aquélla en la que hacen otro tanto con un Francis Matthias que intenta meter las narices donde no le llaman; ese inquietante plano de la Sra. Lacy, justo al lado de Herman Whitey mientras este, patética y silenciosamente enamorado de Heidi, intenta que la chica le abra la puerta de su apartamento: Zombie no necesita nada, salvo el mencionado plano y la elipsis que se produce a continuación, para sugerirnos con toda certeza cuál habrá sido el trágico destino de Herman. Resulta, asimismo, imprevisible el modo como se llevan a cabo las manifestaciones del Mal, de tal forma que resulta muy estimulante la manera heterodoxa como el realizador juega con las convenciones del fantastique, tomándose libertades que pueden molestar a los puristas del género, tal es el caso de la representación del Diablo (aquí un enano deforme y retorcido que nada tiene que ver con los estereotipos al uso), o el placer de recurrir a imágenes impactantes carentes de toda lógica y raciocinio (esa enorme criatura peluda y de largas uñas que se deja ver por unos instantes en el interior del apartamento número 5).


Por otro lado, y tal y como hemos señalado, Zombie rinde homenaje a sus ilustres antecesores –e, incluso, a ¡Méliès!: véanse las enormes fotografías que decoran el apartamento de Heidi—, pero no hace de ello un recurso de estilo, sino una respetuosa reutilización que no esconde los orígenes de lo que muestra y de cómo lo muestra, pero replanteándolo desde una perspectiva lo más novedosa posible (tal y como ya hizo, sin ir más lejos, en su aproximación al universo de John Carpenter cuando revisó la serie Halloween). Aparte del mencionado guiño a Polanski, hay que señalar una virtuosa secuencia construida de manera idéntica a otra, memorable, del Drácula (Dracula, 1958) de Terence Fisher. Recordemos, en este último, la magnífica subversión de los modos narrativos convencionales dentro del cine fantástico de su época que se producía en la escena en la que veíamos al conde (Christopher Lee) amenazar al pie de una escalera a Mina (Melissa Stribling); Drácula avanza hacia su víctima, la cual retrocede, entrando en su dormitorio; el conde la alcanza, entra en la estancia y cierra la puerta a sus espaldas; en cualquier film fantástico de esa época, la acción se hubiese cortado (pudorosamente) aquí, pero Fisher se atrevía, en el plano siguiente, a colocar la cámara dentro del dormitorio, prolongando la secuencia a fin de que presenciáramos casi todo lo que ocurrirá en esa estancia. En The Lords of Salem, Zombie planifica una escena de una manera prácticamente idéntica: la ya mencionada de la entrada de Heidi en el tenebroso apartamento número 5: la cámara muestra, primero, los movimientos de la muchacha dirigiéndose hacia allí, y cómo la puerta se cierra a sus espaldas tan pronto ha entrado, pero luego se sitúa dentro del apartamento, para recoger lo que se produce allí. Como en las mencionadas apariciones de las brujas en el apartamento de Heidi, en The Lords of Salem tan solo basta con flanquear una puerta para encontrarnos cara a cara con un horror sin límites.


Otro aspecto muy interesante de The Lords of Salem reside en el peso dramático de la música, lo cual enlaza tanto con la trayectoria profesional del realizador al frente de los White Zombie, así como con el teórico papel del rock heavy como “música del Diablo”. ¿Puede verse en el hecho de que Heidi sea, además de una antigua consumidora de estupefacientes, una pinchadiscos en un programa especializado en música rock “fuerte”, otro signo de su inclinación natural hacia lo satánico? El erudito Francis Matthias acabará descubriendo –con la asesoría de su esposa, Alice (Maria Conchita Alonso), que es músico— que la referencia a los Señores de Salem que se encuentra en el misterioso vinilo que ha recibido Heidi forma parte de un antiguo pergamino donde se encuentra dibujado un pequeño pentagrama: unas pocas notas musicales que se repiten de manera constante y que no son sino las mismas que suenan, amenazadoras, en el vinilo, y sobre todo, en la colosal representación casi operística que llevarán a término en el teatro de Salem las nuevas brujas, Lacy, Sonny y Megan, convertidas en maestras de ceremonia de la llegada a nuestro mundo del hijo de Satanás (en lo que puede verse una nueva ironía macabra de Zombie en lo que se refiere a la asociación popular entre rock heavy y satanismo, el viejo aquelarre de las brujas con toscos instrumentos fabricados a mano y el moderno exorcismo de la música metálica). No por casualidad, las nuevas brujas de Salem, y junto a ellas la resucitada Margaret Morgan, anuncian la llegada del Anticristo por medio de un siniestro concierto de “música infernal” que, con malvada intención, Zombie visualiza convirtiendo el enorme escenario del teatro de Salem en una especie de revisión de los efectos luminosos del Steven Spielberg de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977), y a los científicos fascinados de esta última en un ejército de poseídos dispuesto a extender el Nuevo Culto del hijo de Heidi… No puede haber otro final para una película de semejantes características que una (otra) amarga nota de escepticismo: The Lords of Salem concluye con una serie de imágenes en blanco y negro de las calles de la ciudad y los exteriores del teatro acordonados por bomberos y policía, mientras la voz en off de la locutora de un espacio informativo de televisión nos informa que se ha desatado en el auditorio de Salem un pavoroso incendio, y que como consecuencia del mismo ha fallecido todo el público asistente a un concierto de rock que allí se celebraba. Un blanco y negro que, en el contexto de este relato, introduce una paradójica nota de “irrealidad” dentro de un film dominado por una “realidad” de colores alumbrados por el fuego del Infierno.


(1)
En un papel para el cual estaba inicialmente previsto un intérprete habitual del cine fantástico de los años setenta y ochenta, Richard Lynch, conocido por sus características facciones marcadas a fuego y fallecido el pasado 19 de junio, a los 72 años, víctima de un ataque cardíaco.



(2)
Cuyo aspecto físico le convierte aquí en un alter ego casi perfecto de Rob Zombie, con quien ya había trabajado en Halloween II y en L.A. (2010), que Zombie realizó para la serie de televisión C.S.I.: Miami (ídem, 2003- ; episodio 16º de la 8ª temporada).



(3)
El número cinco tiene ciertos significados religiosos. Para el cristianismo, representa el número de heridas que sufrió Jesucristo durante la Pasión. Para el satanismo, es el número de puntas de la estrella usada en las misas negras.


jueves, 11 de octubre de 2012

Desastres: “LO IMPOSIBLE”, DE J.A. BAYONA



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN MUCHOS E IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hoy llega a nuestros cines la película que –con permiso de Las aventuras de Tadeo Jones (Enrique Gato, 2012)— tiene que suponer algo así como “la gran esperanza blanca” del cine español de este año: Lo imposible (2012), de Juan Antonio (J.A.) Bayona, una superproducción con proyección internacional, tal y como lo fueran los films de Alejandro Amenábar Los otros (2001) y Ágora (2009) o el anterior trabajo de Bayona, su ópera prima en el terreno del largometraje El orfanato (2007). Nada hay de intrínsecamente malo ni de apriorísticamente bueno en ello: es un intento tan honesto como cualquier otro de abrir mercados más allá de nuestras fronteras y de demostrar de manera práctica que en España existe el aparato técnico y artístico adecuado para (de vez en cuando) hacer una película a esta escala. Tampoco tengo nada que objetar con respecto a lo que se refiere al tono sentimental elegido para narrar esta historia, se dice, basada-en-hechos-reales, o como subrayan sus mismos títulos de crédito nada más empezar el relato, la verdadera historia de una familia, originalmente española, transformada en otra de lengua inglesa por cuestiones de “internacionalización” del proyecto. La tonalidad sentimental es tan buena como cualquiera otra a la hora de elegir la que se va a aplicar a cualquier film: obedece (o se supone que debería obedecer) a una decisión creativa del responsable o responsables del mismo. Luis Buñuel hablaba peyorativamente de ello describiéndolo como “la infección sentimental” (sic) –lo cual en su caso resultaba paradójico, habida cuenta de que una de sus mejores películas, si no la mejor, es además una de las más emotivas y “sentimentales” que rodó: Los olvidados (1950)—, pero lo cierto es que la historia del cine está llena de grandes cineastas que hicieron maravillas con la tonalidad sentimental –John Ford, Leo McCarey, Frank Capra, Yasuhiro Ozu, incluso el “divertido” (sic) Ernst Lubitsch en Remordimiento (Broken Lullaby, 1932)—, y que el sentimentalismo, expresión despreciada como pocas entre quienes acaso les da demasiado miedo hablar en voz alta de sentimientos y emociones, es por tanto y a nivel estrictamente cinematográfico, cuando no artístico en sentido general, una herramienta de estilo tan válida como el tono radicalmente opuesto.



La película de Bayona me parece, en sus líneas generales, una producción que está muy por debajo de lo que se ha dicho de ella, y por la sencilla razón de que a nivel puramente formal, estricta e intrínsecamente cinematográfico, no ofrece absolutamente nada nuevo. Se está hablando estos días de que nos hallamos ante una película muy bien filmada. Es cierto, lo está, y eso impide que en última instancia Lo imposible acabe siendo la mediocridad absoluta que sería si no fuera por ello. No me estoy refiriendo a otra socorrida cuestión que suele salir a colación en estos casos, la de la famosa originalidad; en cine, en arte, se puede no ser original y a pesar de ello ser capaz de imprimir al material que se aborda una mirada personal. Tampoco es el caso de Lo imposible, un film, volvamos a insistir, bien rodado pero que a la hora de la verdad tanto da que lo haya filmado Bayona como cualquier otro realizador que sepa colocar la cámara, buscar buenos ángulos y sacar el mejor partido posible, desde un punto de vista estrictamente técnico y profesional, a un excelente equipo de colaboradores en materia de fotografía, decoración, edición de imagen y sonido y efectos visuales. Bayona lo demuestra de nuevo (ya lo hizo en El orfanato), pero también lo demuestra regularmente Simon West, pongamos por caso, y no por eso van diciendo de él que es un artista. Entiéndaseme: desde luego que Lo imposible es mejor que Los mercenarios 2 (casi cualquier cosa es mejor que Los mercenarios 2), pero estoy hablando de solvencia a la hora de manejar una gran producción, nada más (ni nada menos: tampoco se trata de negar los méritos intrínsecos del oficio). Hasta aquí, todos (más o menos) estamos de acuerdo. El problema de Lo imposible es cuando se intenta “rascar” debajo de su brillante envoltorio y excelente factura, encontrándonos ante una película que no solo se limita a recurrir a ideas mil veces vistas, sino que asimismo se limita a aplicarlas sin más, con la dedicación del artesano que conoce las reglas de su oficio pero es incapaz de inventarse nuevas reglas o de darle un aire renovado a las viejas.


Dicho rápidamente, Lo imposible es el sólido trabajo de un buen artesano y el producto endeble de alguien que todavía tiene que crecer mucho como cineasta: no caigamos de nuevo en el “síndrome Orson Welles”, y recordemos que estamos hablando de un segundo largometraje. Buena prueba de ello reside en que el film no supera el grave inconveniente que, como advertía Hitchcock, tienen todas las películas que empiezan de una manera demasiado “fuerte”. De ahí que, tras un arranque harto convencional y dentro de la aproximadamente primera media hora de metraje, el clásico prolegómeno visto en docenas de “films de catástrofes” –el viaje de la familia formada por la esposa, Maria (Naomi Watts), o “Maruaia”, si se ve la película en su versión original inglesa; el marido, Henry (Ewan McGregor), el hijo mayor, Lucas (Tom Holland), y los dos “peques”, Thomas (Samuel Joslin) y Simon (Oaklee Pendergast), a Phuket (Tailandia) la víspera del tsunami que arrasó el sudeste asiático y parte de la costa este africana el día de Navidad de 2004—, se produce, como digo, la gran catástrofe que acabamos de mencionar. Pero el problema endémico de semejante planteamiento se hace evidente poco después de esa “gran” secuencia (o mejor, “secuencia grande”): el interés baja enteros y le cuesta mucho remontarlo hasta el ya de por sí discreto nivel de eficacia de la secuencia del tsunami, tan bien rodada como el resto de la película pero a pesar de ello por debajo del visto –frágil memoria— en el extraordinario Más allá de la vida (Hereafter, 2010) de Clint Eastwood, ejemplo perfecto, entre otras muchas cosas, de cómo se puede empezar un film de manera “fuerte” pero ofreciendo a continuación algo de parejo o incluso superior interés (1). Sé que dirán que las comparaciones son odiosas, y cierto es, lo son, pero también muy necesarias para que el contraste favorezca la evolución del pensamiento; y más teniendo en cuenta que, mal que pese, la planificación de las secuencias del tsunami de Bayona e Eastwood se parecen muy mucho, hasta el punto de que hay encuadres prácticamente calcados: no digo ya los planos generales, planos aéreos y panorámicas sobre el cruel avance destructor de las aguas, sino incluso una práctica repetición del plano general de las palmeras desplomándose bajo la fuerza de la corriente, que tanto en Eastwood como en Bayona parecen evocar la aparición del gorila gigante de la primera y mejor versión de King Kong (ídem, 1933, Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper). Otra prueba, en este caso de que buena parte del lanzamiento publicitario de Lo imposible –carteles, tráilers, declaraciones a la prensa— se sustenta sobre la efectividad de la secuencia del tsunami reside en que, en los minutos finales, Bayona la recupera, retomándola y “completándola” mediante la adición de nuevos planos de los efectos del maremoto y el peligro de ahogamiento de Maria, a fin de crear un (fallido) suspense entre la evocación de la catástrofe y el avance en paralelo de la operación quirúrgica destinada a salvar la pierna y también la vida de la mujer.


Evidentemente, Bayona sabe lo que se hace –tanto aquí como en El orfanato lo demuestra con creces—, y es consciente de que su película va por otros derroteros que la de Eastwood. Pero el problema es que, incluso ciñéndose con honradez al esquema dramático del que parte, y una vez “pasado” el tsunami, el aburrimiento termina haciendo un hasta cierto punto previsible acto de aparición: separados de Henry, Thomas y Simon, ignorando siquiera si siguen vivos, Maria y Lucas luchan por sobrevivir en medio de un paraje desolado, que Bayona presenta en vistosos encuadres lo más abiertos posible de cara a impregnar al espectador ante la magnitud de la tragedia, pero el resultado, lejos de ser trágico, deviene más bien monótono y a un paso del torture porn (las terribles heridas en el pecho y la pierna de Maria). No hay más que ver la llamativa ausencia de tensión de momentos que deberían tenerla, como el descubrimiento de un pequeño superviviente (Daniel: Johan Sundberg) por parte de Maria y Lucas, o la penosa ascensión a un árbol por parte de la malherida mujer subiéndose a los hombros de su hijo. El interés remonta un poco a partir del momento en que Maria, Lucas y Daniel son trasladados a un hospital, donde transcurre prácticamente todo el segundo acto del relato, y ese interés se eleva, más que nada, porque “rompe” con la monotonía de las secuencias en exteriores. Pero la descripción de las vicisitudes de Maria y Lucas en el centro hospitalario no contribuye a mejorar el perfil de estos personajes, que siguen siendo tan de una pieza como lo eran al principio y como casi seguirán siéndolo en los minutos finales, y a poco que Bayona y su guionista Sergio G. Sánchez se descuidan, el tedio vuelve a asomar su soñoliento rostro, a pesar de la inserción de acciones en paralelo centradas en el personaje de Henry (quien ha logrado sobrevivir junto con Thomas y Simon) y su búsqueda desesperada del resto de sus seres queridos de hospital en hospital, así como de una (gratuita) secuencia nocturna “poético-relajada” en la que Thomas tiene una simbólica conversación con una vieja superviviente (Geraldine Chaplin) en torno a la luz de las estrellas, muertas pero a la vez vivas, desaparecidas pero aún brillantes.


No es este el único tópico que condimenta la acción de Lo imposible hasta casi tener que decir basta: está la muy convencional descripción inicial de la familia protagonista (él, pegado al móvil porque ni siquiera en vacaciones puede dejar de trabajar; ella, que dejó de hacerlo para cuidar de sus hijos –fue “ascendida”, como comenta, gracioso, el recepcionista del hotel—, pero no por ello se siente menos incapaz laboralmente hablando que él; Lucas, el hijo mayor y casi adolescente, que ejerce de tal protestando cada vez que sus padres le piden que haga algo); el carácter formulario de los diálogos (Maria, por un lado, y Henry, por otro, confesándoles a sus hijos que ellos también tienen miedo); el forzado simbolismo de algunas situaciones (aparte de la secuencia con Geraldine Chaplin antes mencionada, una “bonita” del principio, la de la elevación de los globos de papel en Nochebuena, en la que el de la familia protagonista se separa del resto del grupo de globos lanzados por las personas que no sobrevivirán al terrible día siguiente); o la clásica inserción de personajes como “el misterioso”, otra mujer herida y conmocionada –Simone (Marta Etura)— cuya cama está junto a la de Maria en el hospital y se niega a hablar de lo ocurrido porque tiene “buenas razones” para ello (reservar fuerzas y vivir al máximo para volver a ver a sus seres queridos ni que sea por última vez), o “el egoísta” que, alegando que está “con poca batería”, una de tantas expresiones que se han incorporado al habla mundial a raíz de la incorporación del mal llamado teléfono móvil a nuestra vida cotidiana, se niega a que Henry utilice su celular, y que luego contrasta con otro personaje que, por el contrario, permite que Henry utilice su móvil también “con poca batería” para telefonear a sus familiares en casa e incluso se ofrece a acompañarle en su periplo por los hospitales de la zona. Todo ello para acabar mostrando a una familia que ya empezó unida, a pesar de la adicción al trabajo del padre, el ligero aburrimiento de la madre y los refunfuños del pre-adolescente, y que acaba vapuleada y, como suele decirse, “curada de espantos”, pero más unida que nunca… y prácticamente igual que al principio, por más que, nobleza obliga, la película se cierra con una última pincelada de dolor: la mirada final de Maria, desde la ventanilla del avión que la traslada a ella y a los suyos a Shanghai, hacia el paisaje destruido de la costa tailandesa. Con todo, resulta difícil conmoverse con semejantes personajes, todos unidimensionales, a pesar de la buena labor de sus intérpretes: Naomi Watts y Ewan McGregor, huelga decirlo, están tan bien como siempre; aunque es el joven Tom Holland quien da la sorpresa con una actuación sólida y matizada que lo erige, de facto, en el auténtico protagonista del relato.


Lo imposible no es un bodrio. De hecho, y más allá de la impecable labor de filmación, incluye algunos planos logrados que impiden que el desastre –nunca mejor dicho— sea completo. Señalo el de apertura, ese encuadre aéreo sobre el mar bruscamente interrumpido por el paso rugiente de un avión de pasajeros, que en cierto sentido preconiza de manera brusca pero efectiva la asociación entre el miedo y el océano; los (solamente correctos) indicios de la inminente llegada de la ola gigante al hotel (el corte de electricidad, el enmudecimiento del hilo musical…; el plano subjetivo, imposible, de la playa tomado mar adentro como si fuera el punto de vista amenazador del propio océano); los momentos, primero en el campo y luego en el hospital, en que Lucas da la espalda a su madre porque no puede soportar la visión de sus heridas o sus vómitos; sobre todo uno magnífico, el mejor del film, en el que Lucas mira la pierna de su madre levantando la sábana que la cubre en su lecho en el hospital y luego va corriendo, dentro del mismo plano, a avisar a una enfermera, en el cual Bayona tiene el buen gusto de no incluir el consabido inserto de la extremidad gangrenada de Maria y confía en la mirada del joven Tom Holland para crear intensidad dramática.


Se trata, empero, de destellos de unos pocos minutos, y la película dura 107, créditos incluidos, siendo incapaz de mostrarse más creativa y contentándose con recurrir a toda la batería de recursos típicos del cine hollywoodiense sin imprimir en ellos el menor sello personal, contentándose con repetir una lección bien aprendida. No es que esos recursos sean malos en sí mismos, sino que se limitan a aparecer previsiblemente en el momento que tienen que aparecer, siguiendo las reglas del manual: el plano de Maria mirando, aterrorizada, el avance hacia ella de la ola, la cual se refleja en el cristal que la mujer tiene a sus espaldas; el inevitable plano general combinado con grúa ascendiendo para que la cámara pueda recoger, una vez ya han pasado las olas, el paisaje arrasado que han dejado tras de sí; los encuadres de los tailandeses que atienden a Maria desde el punto de vista subjetivo de esta última; los frecuentes planos generales con grúa o desde helicóptero sobre el hospital, subrayando el hacinamiento, el dolor y el caos que impregnan el ambiente; el plano de Lucas viendo el feliz reencuentro del pequeño Daniel con su padre, estos dos últimos reflejados en el cristal a través del cual Lucas les está mirando con expresión de satisfacción; ese encuadre con “suspense” que pone en relación a Henry y Lucas en el hospital, buscándose el uno al otro sin saberlo; el no menos consabido primer plano combinado con travelling circular de 360º de Lucas buscando a su padre entre la multitud… Si se ha visto un poco de cine, resulta muy difícil no aburrirse e incomprensible el apasionarse ante semejante demostración de aplicación del manual. Por no hablar de otros recursos meramente esteticistas que poco o nada añaden a la entraña dramática del relato, tal es el caso de la ya mencionada secuencia nocturna y “bonita” de los globos de papel –que tenía más fuerza y sentido en una reciente película animada Disney de estúpido título español: Enredados (Rapunzel, 2010, Nathan Greno y Byron Howard)—, la consabida incorporación del vídeo casero en la escena de la apertura de regalos navideños, o los asimismo “bonitos” planos de detalle de Maria (o “Maruaia”) cambiándose de ropa en el dormitorio, acaso a modo de exaltación de la belleza de esa joven mujer a la que, por contraste, luego veremos con el cuerpo cubierto de sangre y magulladuras…


Una última cuestión reside en las a mi entender alucinantes comparaciones que se han hecho entre Bayona y Steven Spielberg, por más que Lo imposible reincida en una temática muy querida y recurrente del autor –este sí— de E.T., el extraterrestre: la supervivencia (2). Uno no puede menos que preguntarse a qué se deben. ¿A la presencia de una, así la llaman, “familia feliz”? ¿A los niños? ¿A determinados movimientos de cámara, en particular los travellings de aproximación a los personajes? ¿Al tono sentimental? ¿A la combinación de espectáculo y emoción? ¿A que Fernando Velázquez imita todo lo que puede los violines de John Williams? ¿A que las carreras de Lucas yendo y viniendo por los pasillos del hospital quizá puedan recordar a las idas y venidas de Christian Bale haciendo recados por el campo de prisioneros de El Imperio del Sol? Es decir, las referencias a la imagen más tópica, convencional y arquetípica, ergo superficial, en torno al creador de A.I. Inteligencia artificial: algo así como un Spielberg para tontos. Argumentos pobres y poco concluyentes que en su mayoría responden a la comodidad o a la mera asunción de frases hechas que parecen extraídas de la promoción misma del film de Bayona, y que no hacen sino confirmar dos cosas: que Spielberg sigue siendo uno de los cineastas más incomprendidos y peor estudiados de la actualidad, y que dichas comparaciones perjudican al director de Lo imposible y le ponen todavía más alto el listón de su futuro tercer largometraje de forma innecesaria: estamos hablando, volvamos a recordar, de alguien que con este lleva solo dos largometrajes de ficción. Tiempo al tiempo.



(2)
Hay, asimismo, un guiño directo a Joseph Conrad, otro amante de la temática del superviviente: la hoja de la novela que está leyendo Maria y que, de manera forzadísima, acaba pegándose en la húmeda cerca de cristal de la piscina que la mujer luego atravesará con su cuerpo al ser empujada por el oleaje.