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miércoles, 26 de septiembre de 2012

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” OCTUBRE 2012, YA A LA VENTA

La esperada nueva película de la serie James Bond 007, Skyfall (ídem, 2012, Sam Mendes), es el tema de portada del núm. 328 de Imágenes de Actualidad. Dentro de la sección Primeras Fotos, esta edición para el mes de octubre avanza una andanada de títulos que serán de actualidad en los próximos meses: Lincoln (ídem, 2012), de Steven Spielberg; Life of Pi (2012), de Ang Lee; The Last Stand (2012), de Kim Jee-woon, con Arnold Schwarzenegger; Jack Reacher (2012), de Christopher McQuarrie, con Tom Cruise; la nueva versión de Carrie (2012) que firma Kimberley Peirce; Jack Ryan (2013), de y con Kenneth Branagh, protagonizada por Chris Pine; y Hansel y Gretel: Cazadores de brujas (Hansel & Gretel: Witch Hunters, 2012), de Tommy Wirkola.


En lo que a los estrenos para octubre propiamente dichos se refiere, destaca la extensa información comentada de la que ya dicen que será la gran producción española con proyección internacional del año: Lo imposible (2012), de J.A. Bayona. El reportaje que se le dedica al film se completa con una entrevista a su protagonista femenina, Naomi Watts. También hay que resaltar los reportajes dedicados a Frankenweenie (ídem, 2012), de Tim Burton, en su nueva incursión en el terreno de la animación stop-motion; Resident Evil: Venganza (Resident Evil: Retribution, 2012), de Paul W.S. Anderson, completado con una entrevista a su heroína, Milla Jovovich; La cabaña del bosque (The Cabin in the Woods, 2011), de Drew Goddard; Venganza: Conexión Estambul (Taken 2, 2012), de Olivier Megaton, acompañado a su vez por un retrato de su protagonista femenina, Maggie Grace; Sinister (ídem, 2012), de Scott Derrickson; Los amos del barrio (The Watch, 2012), de Akiva Schaffer; Bel Ami, historia de un seductor (Bel Ami, 2011), de Declan Donnellan y Nick Ormerod; Cosmópolis (Cosmopolis, 2012), de David Cronenberg; Magic Mike (ídem, 2012), de Steven Soderbergh; El ladrón de palabras (The Words, 2012), de Brian Klugman y Lee Sternthal; Argo (ídem, 2012), de y con Ben Affleck; Hotel Transilvania (Hotel Transylvania, 2012), de Genndy Tartakovsky; Looper (ídem, 2012), de Rian Johnson; y Vacaciones en el infierno (Get the Gringo, 2012), de Adrian Grunberg. El número se completa con información de muchos más estrenos en la sección Además…, y con las secciones de todos los meses: Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

El Cult Movie de este mes está estrechamente relacionado con el estreno de Skyfall y el inminente 50 aniversario de la franquicia cinematográfica dedicada al agente secreto con licencia para matar creado por Ian Fleming. Se trata de uno de los títulos más curiosos de la serie: 007 al servicio secreto de Su Majestad (On Her Majesty’s Secret Service, 1969, Peter Hunt), que como es bien sabido supuso la única incursión del efímero George Lazenby en el personaje, y es una película que “tiene muchas cosas que la hacen bastante diferente del grueso de la serie Bond: una pincelada de autoironía en relación a su carácter de film de relevo de Connery en la famosa escena en la que, al final del prólogo que precede a los títulos de crédito, Bond exclama: «¡Esto nunca le hubiese ocurrido al otro!» (o «...al otro Bond», como recalcaba el doblaje al castellano); en los créditos suena un tema orquestal de John Barry –en una de sus mejores partituras para la serie–, en vez de la canción oficial de la película, «We Have All the Time in the World», compuesta por Barry, con letra del recientemente fallecido Hal David e interpretada por Louis Armstrong, la cual en contra de lo habitual se oye en medio de una secuencia romántica entre Bond y Tracy; en esta ocasión, el agente 007 se enamora sinceramente de una mujer que está a su altura, Tracy Draco, con la que acabará casándose (por más que ello no le impide mantener un par de “flirts” pasajeros en la guarida secreta de Blofeld...); y, contra todo pronóstico, el film concluye trágicamente, con la recién casada Tracy siendo asesinada por Blofeld e Irma Bunt, quienes logran darse a la fuga antes de que el héroe les persiga: recordemos que, al principio de “Solo para sus ojos”, 007/Roger Moore visita la tumba de: “Teresa Bond (1943-1969). Beloved Wife of James Bond. We Have All the Time in the World”.”

También firmo una pequeña crítica de la recientemente estrenada película de terror de Dennis Gansel Somos la noche (Wir sind die nacht, 2010).

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martes, 25 de septiembre de 2012

Formas del melodrama: “THE DEEP BLUE SEA”, DE TERENCE DAVIES



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Una primera singularidad de The Deep Blue Sea (ídem, 2011) reside en la manera como su guionista y realizador, Terence Davies, adaptando aquí la famosa obra de teatro homónima de Terence Rattigan originalmente estrenada en 1952, sigue por un lado las reglas (así se las suele llamar) de lo que se conoce como melodrama clásico, y por otra parte, cómo las subvierte, poniendo de relieve su artificio: su condición de convenciones establecidas por el paso del tiempo y la práctica de las mismas tanto en teatro como en cine. The Deep Blue Sea, acabamos de mencionarlo, adapta una pieza del dramaturgo Terence Rattigan ya llevada al cine tan solo tres años después del estreno del original escénico –The Deep Blue Sea (1955), de Anatole Litvak, protagonizada por Vivien Leigh y Kenneth More, quien había protagonizado el primer montaje teatral junto con Peggy Ashcroft—, en lo que puede verse, de entrada, una nueva muestra del interés de Davies por la adaptación de obras literarias que ha dominado sus últimas y, como suele ser habitual en él, muy dosificadas producciones para la gran pantalla: dejando aparte el documental Of Time and the City (2008), que desconozco, a The Deep Blue Sea la preceden La biblia de neón (The Neon Bible, 1995), según la novela homónima de John Kennedy Toole, y La casa de la alegría (The House of Mirth, 2000), a partir de la obra de Edith Wharton. Nada raro, por otra parte, en un cineasta que ha construido el grueso de su filmografía alrededor de la evocación del pasado y un sentimiento de nostalgia por el mismo que se encuentra bastante cerca del concepto de la saudade: una añoranza de lo pretérito cuya convocatoria por la memoria produce una sensación placentera a quien evoca ese pasado, mezclada con la amarga certeza de que ese tiempo nunca volverá: ese “bien que se padece y mal que se disfruta”, como lo definió Manuel de Melo. A Davies le gusta el pasado, entendido tanto como materia prima dramática de primer orden y como referencia estética para su puesta en escena. Una puesta en escena que, en el caso concreto de The Deep Blue Sea, a ratos bebe a tragos largos del melodrama fílmico à la David Lean, convertido aquí, siquiera en parte, en referente icónico de ese pasado y de ese cine del pasado que Davies recrea y evoca con cariño, cierto, pero también desde una amarga perspectiva contemporánea que pone al desnudo sus mecanismos narrativos y visuales.



La referencia a David Lean desde luego que no solo no es ociosa, sino que además resulta muy explícita: The Deep Blue Sea empieza y termina con sendos planos de la fachada del edificio donde está la pensión en la que se aloja Hester Collyer (una excelente Rachel Weisz) con su amante Freddie Page (Tom Hiddleston); en el plano inicial, la cámara avanza hacia esa fachada hasta encuadrar una de sus ventanas, aquella tras cuyo cristal Hester mira hacia la calle; el plano final, construido a la inversa del anterior, parte de esa misma ventana, y de una Hester de nuevo mirando hacia el exterior, pero la cámara ahora se aleja de ella, recorre brevemente la calle y se detiene a pocos metros de un edificio contiguo que está en ruinas: nos hallamos en el Londres de principios de la década de 1950, cuando todavía eran perceptibles los estragos de los bombardeos de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Si el plano del principio nos ha mostrado a Hester como “enjaulada” dentro de ese edificio, tras esa ventana y todo lo que hay detrás de ese cristal, el plano final es la constatación de su fracaso: la demostración de que sigue estando sola y que todo lo que se ve desde su ventana, desde su punto de vista, no son sino ruinas. Unas imágenes que parecen evocar el desesperado final de Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), la obra maestra de Lean que concluía, asimismo, con la expresión visual del fracaso de su protagonista femenina, Judy Davis, asimismo tras el cristal de la ventana de su vivienda en Londres sobre la cual se abatía una lluvia torrencial. No es, como digo, la única referencia al autor de La barrera del sonido: la escena en la cual Hester baja al ferrocarril suburbano y, desesperada, coquetea con la idea del suicidio, se resuelve sobre la base de un plano bastante cerrado sobre el rostro de Rachel Weisz, sobre el cual se proyectan las luces y las sombras que expresan el paso del tren metropolitano, cuyo estrépito llena en off la pista de sonido: un encuadre que trae de inmediato a la memoria el primer plano de la gran Celia Johnson resistiendo a duras penas el impulso de arrojarse bajo un tren en Breve encuentro (Brief Encounter, 1945); yendo más lejos, recordemos que en el clímax de otro film de Lean, el magnífico The Passionate Friends (1949), su protagonista femenina, Ann Todd, está a punto de suicidarse arrojándose a la vía del metro.


La referencia a Lean va más allá del mero guiño cinéfilo: no es tanto una alusión, como decía, a un “cine del pasado” como el reconocimiento por parte de Davies de una herencia cultural que asume como propia y que recrea con la conciencia de estar haciendo al mismo tiempo un ejercicio de nostalgia y de reconstrucción. Ello explica la aparente frialdad de la puesta en escena de The Deep Blue Sea, que puede ser interpretada fácilmente como una especie de “mirada desapasionada” hacia lo que se está contando, cuando se trata más bien de una mezcla de distancia y minuciosidad, fruto tanto del respeto hacia esa tradición como del deseo de desglosar sus componentes como si estuvieran siendo analizados uno a uno bajo la lente de aumento de un microscopio. El resultado es un melodrama que se caracteriza, como siempre en Davies, por una extraña pero muy equilibrada combinación de belleza estética y belleza intelectual, hasta el punto de que las fronteras entre una y otra nunca están del todo claras (suponiendo, por descontado, que fuese necesario delimitar las mismas).


The Deep Blue Sea arranca con el intento de suicidio de Hester en el apartamento que comparte con Freddie: la mujer ingiere un puñado de pastillas, y a continuación abre la espita de su estufa de gas, acostándose junto a la misma tras haber cerrado herméticamente puerta y ventanas. La minuciosidad de la planificación, que al principio de la secuencia responde a parámetros, digamos, “clásicos” de puesta en escena, se “rompe” a partir del momento en que Davies empieza a usar una serie de planos picado combinados con un lento movimiento circular de la cámara sobre el cuerpo de Hester tumbada en el suelo y a la espera de la muerte para crear, a partir de nuevos planos picado de movimiento circulatorio, una andanada de flashbacks en virtud de los cuales descubrimos, desde ese mismo ángulo de cámara, a Hester haciendo el amor con Freddie en los días en los cuales, se supone, ambos eran felices juntos. Planos que parecen sugerir, por un lado, la trascendencia de los momentos que muestran (posición en picado: mirada de superioridad); y, por otro, la turbulencia de lo que muestran (movimiento circular: algo que da vueltas sin principio ni fin): planos que expresan, en definitiva, que el intento de suicidio de la protagonista y su amor por Freddie están estrechamente relacionados entre sí, hasta el punto de que puede afirmarse que, para Hester, el haber conocido a Freddie fue un poco como empezar a morir (paradójicamente, tras haber creído en un primer momento que conocerle fue, por el contrario, un empezar realmente a vivir).


Puede interpretarse The Deep Blue Sea (por más que esto ya se encuentre sugerido en el original escénico de Rattigan) como la lucha desesperada de una mujer que ansía salir de una especie de “muerte en vida” –su matrimonio con un hombre mucho mayor que ella: el juez Sir William Collyer (Simon Russell Beale)—, y que por culpa de ese intento acaba yendo a parar dentro de otra “muerte en vida” –su adúltera relación amorosa con Freddie—, hasta el punto de no ver otra salida que morir en el sentido literal del término. O como la tragedia de un ser humano desesperado por encontrar al amor perfecto, una combinación ideal entre respeto y sexualidad, sensibilidad y sensualidad, y que no termina de hallarlo ni en su marido (un hombre sensible y educado, pero demasiado viejo para satisfacerla sexualmente) ni en su amante (un joven que colma su sexualidad, pero demasiado corriente para su sensibilidad), los cuales tan solo pueden ofrecerle la mitad de lo que ansía, pero no todo. El conflicto entre lo que Hester quiere y lo que realmente tiene está magníficamente expresado por Davies en esa extraordinaria secuencia en la que vemos a Freddie regresando al apartamento, y encontrándose con Hester de cara a la ventana (siempre esa ventana), dándole la espalda y negándose a mirarle a los ojos; Hester le reprocha a Freddie la escasa sustancia de la vida que comparten, y la única manera que tiene el segundo de conseguir que la primera le preste atención es acariciándola sensualmente y excitarla hasta el punto de que quiera hacer el amor con él: no hay mejor manera de dibujar la naturaleza pragmática de su relación.


The Deep Blue Sea es, además, un melodrama que hace honor al origen de la denominación original de este género, “drama con música”, y lo hace de dos maneras. Una que podríamos llamar implícita, y difícil de describir con exactitud porque es algo que se infiere de la combinación de la sutilidad de los encuadres y la fluidez del ritmo a la vez lento y rápido, minucioso y conciso, que le imprime su muy elaborado montaje, de todo lo cual resulta la singular musicalidad de sus imágenes. En este sentido, The Deep Blue Sea es casi una ópera sin canciones, o dicho de otro modo, una película en la que a los personajes solo les falta cantar. A riesgo incluso de exagerar, ¿acaso no hay algo de implícitamente operístico en las secuencias que hemos descrito, tales como la del intento de suicido de Hester al principio del film o la más posterior en el andén del metro, o las escenas de intimidad sexual de la protagonista y su joven amante, así como todas aquellas en las cuales Hester entra en conflicto con su entorno, representado tanto por su viejo marido y la insoportable madre de este (Barbara Jefford), como en todas las discusiones que mantiene la protagonista en el apartamento con Freddie, incluyendo la triste despedida final de este último? Pero hay otra música en la película, esta ya explícita (se oye), y además diegética (interpretada por los mismos personajes del film). Me refiero a las canciones que Freddie y sus amigos de pub cantan entre inacabables pintas de cerveza, o la melancólica balada que, durante un bombardeo, entona un hombre dentro del túnel del metro (de nuevo el túnel del metro) y que corean todos los presentes, mientras un espléndido travelling lateral recorre el decorado hasta encuadrar a Hester y su marido. Dichas canciones, que por descontado hace pensar de inmediato en Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988), no solo son –que también— un excelente contrapunto que ayuda al dibujo de fondo del ambiente social y costumbrista de la Inglaterra de entre mediados de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta en la cual transcurre el relato (la misma que se mira con malos ojos el adulterio de Hester y su convivencia marital con su amante), sino que además son un contrapunto musical y a la vez poético (¿hay poesía sin música y música sin poesía?) del drama de la protagonista: basta con ver sus miradas de incomodidad a Freddie cuando él la anima a unirse al (vulgar) coro de canciones populares que los clientes del pub entonan bajo los efectos del alcohol; o el carácter tradicional de la balada que los londinenses cantan en la estación de metro para ahuyentar el fantasma del miedo a las bombas de los alemanes: unas tradiciones, una sociedad, un mundo, contra el cual la solitaria Hester se rebela obteniendo, finalmente, una victoria pírrica: adoptando la dura decisión de vivir sola y con la conciencia de que jamás encontrará ese amor perfecto, pero que tampoco tendrá que depender de ningún hombre para vivir su propia vida.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Woody Allen en la Ciudad Eterna: “A ROMA CON AMOR”



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Empezaremos por lo obvio. A Roma con amor (To Rome with Love, 2012) es, a simple vista, un nuevo eslabón de lo que de un tiempo a esta parte ha venido en llamarse «etapa europea» del último cine de Woody Allen, denominación simplona donde las haya que se fundamenta en el hecho de que, con la excepción de Si la cosa funciona (Whatever Works, 2009), los últimos largometrajes de su autor han ubicado su acción en ciudades de Europa como Londres –Match Point (ídem, 2005), Scoop (ídem, 2006), Cassandra’s Dream (El sueño de Cassandra) (Cassandra’s Dream, 2007), Conocerás al hombre de tus sueños (You Will Meet a Tall Dark Stranger, 2010)–, Barcelona –Vicky Cristina Barcelona (ídem, 2008)— y París –Midnight in Paris (ídem, 2011)—, es decir, no solo como si las estancias en Venecia y, de nuevo, París de Todos dicen I Love You (Everyone Says I Love You, 1996) nunca hubiesen existido, sino, lo que es peor, por la mezquina idea de que un cineasta procedente de los capitalistas-e-imperialistas Estados Unidos de América se transforma en alguien de la vieja-culta-y-refinada Europa por el mero hecho de trabajar aquí. Un prejuicio –y recordemos lo que significa esta palabra: idea preconcebida— que ha arraigado con lamentable fortuna en el acervo de un sector de la crítica española que todavía afirma barbaridades como que Allen es el-más-europeo-de-los-cineastas-norteamericanos, siendo así, y concluyendo, que un rápido vistazo a su filmografía nos descubre a un realizador que es y hace un cine estadounidense hasta la médula (o, mejor dicho, neoyorquino hasta la médula –1–), a pesar de sus confesadas influencias de Ingmar Bergman y Federico Fellini, las últimas de las cuales brillan en todo su esplendor en varios momentos de A Roma con amor.


Uno de los aspectos que más se le ha reprochado al Allen de estos últimos años, y que puede que reaparezca en muchos comentarios cuando A Roma con amor llegue a nuestros cines, es su carácter de película «turística». Se dijo, con insistencia digna de mejor causa, de la muy subvalorada Vicky Cristina Barcelona; no se dijo tanto, en cambio, de sus cuatro largometrajes «londinenses» ni del «parisino»; y, si no recuerdo mal, nada se dijo al respecto de Todos dicen I Love You. De repente, parece que Allen se ha convertido en una versión actual del Delmer Daves de sus últimos años para algunos que, sospecho, ya ni siquiera se acuerdan de Delmer Daves. Poca gente parece haber tenido en cuenta que, con la excepción de la mediocre Scoop, el Londres aparentemente «turístico» de Match Point, Cassandra’s Dream y Conocerás al hombre de tus sueños estaba intrínsecamente relacionado con el punto de vista «neyorquino» del cineasta y de los personajes que describe, y lo mismo puede afirmarse de sus recientes miradas sobre la Ciudad Condal (la cual, se diga lo que se diga, apenas ocupaba escasísimos minutos en el conjunto del metraje de Vicky Cristina Barcelona) y sobre la así llamada Ciudad del Amor (que en la no menos despreciada Midnight in Paris cumplía una función icónica a tono con la mirada idealizada que de la capital francesa tenía el personaje encarnado por Owen Wilson).


Allen ama Nueva York. Venecia, Londres, Barcelona, París y Roma le gustan o le pueden gustar en la medida que le interesa su patrimonio artístico o que, simplemente, le divierten sus particularidades. En este sentido, la Roma de su última película es, más que las otras ciudades europeas mencionadas, la Roma «de las películas», contrapuesta al Londres sombrío de sus cuatro films ambientados allí, a la Barcelona que tan poco parecía interesarle de Vicky Cristina Barcelona (y que en A Roma con amor es objeto de una sonora burla a costa de la arquitectura «sexy» (sic) de La Sagrada Familia de Antoni Gaudí), o al París idealizado de Midnight in Paris. Roma entendida como un espacio burlesco que queda definido con gran ironía en esa línea de diálogo que, a pocos minutos de haber empezado el film, le dedica la no por casualidad norteamericana Hayley (Alison Pill) cuando, hablando por teléfono con una amiga, le comenta lo asombrada que está por hallarse «en-una-ciudad-tan-maravillosa» y, encima, de haberse «enamorado-de-un-maravilloso-italiano» (sic). Parece ser que en Italia se le ha reprochado a Allen que haya recurrido a los tópicos habituales para describir a los italianos: lo mismo que se le echó en cara aquí cuando, en Vicky Cristina Barcelona, plantó delante de las narices de los españoles –a mi entender, deliberadamente— un incómodo espejo.


A Roma con amor es una agradable comedia coral muy característica de su autor, en cuanto recupera buena parte de su acervo más conocido, hasta el punto de convertirse, casi, en lo que algunos denominarían «film-catálogo» de sus obsesiones. Tras un plano general de apertura sobre la Ciudad Eterna a los sones del Nel blu dipinto di blu (Volare) de Domenico Modugno (toda una declaración de intenciones), un travelling reencuadra de plano general a plano americano a un guarda urbano –el mismo personaje que cerrará la película desde el balcón de su casa—, el cual detiene su labor de dirigir el tráfico y, mirando a la cámara, se convierte así en el narrador/introductor de una serie de pequeños relatos narrados en paralelo. 1) Una joven estadounidense –la mencionada Hayley— se enamora de un joven abogado romano –Michelangelo (Flavio Parenti)—, y organiza un encuentro de sus padres respectivos y futuros suegros; los progenitores de Hayley –Jerry (Woody Allen) y Phyllis (Judy Davis)— viajan a Roma para conocer a los de Michelangelo; es entonces cuando Jerry descubre, estupefacto, que el padre de su futuro yerno –Giancarlo (el tenor Fabio Armiliato)— es un portentoso cantante de ópera..., pero solo mientras se está duchando (sic). 2) Un estudiante de arquitectura norteamericano –Jack (Jesse Eisenberg)— que vive con su novia –Sally (Greta Gerwig)— conoce casualmente a un reputado arquitecto también estadounidense que está de vacaciones en Roma –John (Alec Baldwin)—, y poco después recibe la visita de una actriz amiga de su novia –Monica (Ellen Page)— por la que empieza a sentir una fuerte atracción. 3) Un gris hombrecillo romano –Leopoldo (Roberto Benigni)— se convierte, de la noche a la mañana, en alguien extremadamente famoso y acosado por los medios de comunicación, sin tener la menor idea del porqué... Y 4) Una pareja de recién casados de provincias –Antonio (Alessandro Tiberi) y Milly (Alessandra Mastronardi)— llegan a Roma para que el marido presente a su joven esposa a sus padres; se produce un extraño equívoco, en virtud del cual Antonio tiene que fingir ante sus padres que la turgente prostituta que se ha colado por error en su habitación del hotel –Anna (Penélope Cruz)— es su esposa, mientras que Milly, perdida por Roma mientras buscaba una peluquería, acaba seducida por una afamada estrella de cine local –Luca Salta (Antonio Albanese)— y en brazos de un ladrón –Riccardo Scamarcio— que se ha colado en la habitación de Salta para atracarle...


Podemos afirmar, con escaso margen de error, que las dos primeras historias son las que se encuentran más cerca del Allen fácilmente reconocible, y no es ajeno a ello el hecho de que se trate, precisamente, de las historias principalmente protagonizadas por personajes de nacionalidad estadounidense. La primera de ellas, acaso la más divertida, permite recuperar al Allen-actor repitiendo su sempiterno personaje de intelectual judío y neoyorquino hipocondríaco (véase la escena de su presentación en el avión), y da pie a una sarcástica mirada sobre el mundo de la ópera –y, de paso, sobre la crítica de arte...– que alcanza sus momentos culminantes en una hilarante representación de la famosa pieza de Ruggero Leoncavallo I Pagliacci. La segunda es, casi, como un viaje en el tiempo, dado que por un lado recupera los delirantes diálogos imaginarios del personaje que cumple la habitual función de personificación del propio Allen –en este caso, Jack— con otro que no se encuentra físicamente presente en la escena, o bien lo está tan solo en la imaginación de su interlocutor –en este otro caso, John—, tal y como ocurría en su famosísima obra de teatro Play It Again, Sam, llevada al cine por Herbert Ross (Sueños de seductor/Play It Again, Sam, 1972); por otra parte, el personaje encarnado aquí por Ellen Page recuerda mucho a los interpretados por Diane Keaton en Annie Hall (ídem, 1977) y Manhattan (ídem, 1979): la referencia verbal que hace Jack respecto a lo atractiva que se ve Monica con la ropa mojada por la lluvia es casi idéntica a la que se oía en Manhattan. El relato protagonizado por Benigni retoma a su vez el humor absurdo y surrealista de los primeros títulos de la carrera de Allen o de Edipo revivido (Oedipus Wrecks), su sketch para el largometraje colectivo Historias de Nueva York (New York Stories, 1989) (2); mientras que la historia en torno a las vivencias por separado de los recién casados y sus respectivos despertares a la madurez por la vía del sexo extraconyugal es poco menos que una nada disimulada mezcla de Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, 1995) –el personaje de la prostituta— con pinceladas del Billy Wilder de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964) –la inversión de roles sociales entre la prostituta y la mujer respetablemente casada—, y al final, un descarado remake del Fellini de El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952).


Si se acepta el artificio de la utilización de la Ciudad Eterna más como un espacio imaginario que realista –en caso contrario, reaparecerán las consabidas acusaciones de «mirada turística»—, A Roma con amor depara un puñado de buenos momentos, por más que en su conjunto no se encuentre entre lo más brillante del siempre irregular Allen. Llama la atención, por ejemplo, el ya mencionado juego onírico que se da en los momentos en los que Jack tiene conversaciones imaginarias con John, como las que tenía el propio Allen con un imaginario Humphrey Bogart en Sueños de seductor, con la gran diferencia de que John es un personaje «real»; John se convierte así en la voz de la conciencia de Jack, quien se siente irresistiblemente atraído por Monica, su cultura y su desparpajo sexual (confiesa haber tenido relaciones con otra mujer, y haber intentado, a base de sexo heterosexual, que un exnovio suyo que era gay se acostumbrase a probar con ella otra cosa...); Allen lo visualiza, como suele hacerlo, con sencillez, separando a Jack y a John en plano/contraplano, por más que en un momento dado esa «coherencia fantástica» se rompa cuando Monica termine interpelando al, se supone, invisible a sus ojos John. Como siempre en el realizador neoyorquino, lo que al final subyace es la caricatura de las debilidades humanas, sostenida como también suele ser habitual en él por la entrega de un espléndido grupo de actores.

Nota final: el presente texto es una versión ampliada e íntegra de la crítica que publiqué en Dirigido por…, núm. 424 (julio-agosto 2012) (3).

(1) ¿Cómo va a arraigar en un país como el nuestro la idea de la personalidad diferenciada de Nueva York con respecto al resto de los Estados Unidos, y apreciar en ello la riqueza cultural de la nación norteamericana, si ni siquiera sabemos respetar las nacionalidades históricas de la península ni ver en ellas un elemento enriquecedor?
(2) Hay, asimismo, ecos de A World of Difference (Ted Post,1960), con guión de Richard Matheson, el famoso episodio de la serie de televisión Dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1965) que se encontraba, asimismo, en la base de El show de Truman (The Truman Show,1998, Peter Weir). Curioso: en Midnight in Paris también podían rastrearse ciertas influencias de la serie creada por Rod Serling; véase mi comentario en el núm. 412 de Dirigido por… (junio 2011).
(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/07/dirigido-por-julio-agosto-2012-ya-la.html

lunes, 17 de septiembre de 2012

“RIDLEY SCOTT: EL IMPERIO DE LA LUZ”, DE JUAN ANDRÉS PEDRERO SANTOS, YA A LA VENTA

Ya se encuentra en librerías Ridley Scott: El imperio de la luz, el libro que el amigo Juan Andrés Pedrero Santos ha dedicado a la obra y la figura del afamado realizador británico, y que publica T&B Editores. Más de 230 páginas dedicadas a analizar la filmografía de este cineasta, desde sus inicios y hasta su más reciente producción, Prometheus, en las cuales Pedrero Santos reivindica el conjunto de la filmografía de este director, viendo en ella un corpus fílmico que va más allá de los inmensos méritos de sus dos películas más reputadas (Alien, el octavo pasajero y Blade Runner, por descontado) y que alcanza a toda su carrera. Una opinión que suscribo, y de la que hablo en el prólogo que he tenido ocasión de escribir para el presente volumen: “si bien es verdad que la irregularidad, incluso la desigualdad, han sido constantes a lo largo de esta filmografía, no es menos cierto que hay en ella blasones que impiden catalogar a Ridley Scott como un simple despachador de productos vistosos de fácil consumo y rápido olvido. Podría entenderse así en el muy hipotético caso de que tan solo se hubiese visto “La teniente O’Neil” (sic), pero está muy claro, y empezando por el ejemplo más obvio de todos, que una obra maestra del cine como “Blade Runner” no se improvisa; que una ópera prima tan interesante como “Los duelistas”, o un segundo largometraje tan magnífico como “Alien, el octavo pasajero”, tampoco; y, entrando ya en un terreno más personal del que suscribe (y que, por descontado, no tiene por qué ser compartido), títulos como “Hannibal”, “Gladiator”, “El reino de los cielos” –sobre todo, en su brillante “director’s cut” de 190 minutos, que prácticamente obliga a hablar de “dos” películas: la que se vio en cines y la que actualmente circula en formatos domésticos— e incluso “Robin Hood”, demuestran que el “caso Ridley Scott” es bastante más complejo”.

lunes, 3 de septiembre de 2012

“DIRIGIDO POR…” SEPTIEMBRE 2012, ESPECIAL 40 ANIVERSARIO, YA A LA VENTA

Dirigido por… alcanza este mes las cuatro décadas de existencia, y lo conmemora en su núm. 425 con un Especial 40 Aniversario: Lo mejor del 72, que se abre con sendos artículos de Edmond Orts, fundador de la revista, y José María Latorre, su coordinador entre 1982 y 2011, y se compone de 20 antologías dedicadas a famosas películas producidas en 1972, es decir, el mismo año de aparición de Dirigido por…, tales como Aguirre, la cólera de Dios, de Werner Herzog (Quim Casas), Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sydney Pollack (Antonio José Navarro), Cabaret, de Bob Fosse (Rafel Miret), Los cuentos de Canterbury, de Pier Paolo Pasolini (Quim Casas), Defensa-Deliverance, de John Boorman (Antonio José Navarro), Fat City, ciudad dorada, de John Huston (Ricardo Aldarondo), Gritos y susurros, de Ingmar Bergman (Ricardo Aldarondo), La huella, de Joseph L. Mankiewicz (Ángel Sala), La huida, de Sam Peckinpah (Tonio L. Alarcón), Ludwig, réquiem por un rey virgen, de Hans-Jürgen Syberberg (Rafel Miret), El otro, de Robert Mulligan (Quim Casas), La primera noche de la quietud, de Valerio Zurlini (Juan Carlos Vizcaíno Martínez), ¿Qué me pasa, doctor?, de Peter Bogdanovich (Juan Carlos Vizcaíno Martínez), ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?, de Billy Wilder (Ramon Freixas & Joan Bassa), Sueños de seductor, de Herbert Ross (Tonio L. Alarcón), El último tango en París, de Bernardo Bertolucci (Ramon Freixas & Joan Bassa) o La venganza de Ulzana, de Robert Aldrich (Ángel Sala).


El número también incluye otros interesantes contenidos de actualidad, tal es el caso de la crítica de Salvajes (Savages, 2012), de Oliver Stone, que es la película que ocupa la portada, a cargo de Ángel Sala; The Deep Blue Sea (ídem, 2011), de Terence Davies, que firma Israel Paredes Badía; Mátalos suavemente (Killing Them Softly, 2012), de Andrew Dominik, diseccionada por Quim Casas; Abraham Lincoln: Cazador de vampiros (Abraham Lincoln: Vampire Hunter, 2012), de Timur Bekmambetov, que escribe Antonio José Navarro, quien también firma la segunda y última parte del estudio dedicado a Christopher Nolan. La sección Flashback comenta el lanzamiento este septiembre en formato doméstico del film de Kim Jee-woon A Bittersweet Life (Dalkomhan insaeng, 2005), que comenta Tonio L. Alarcón, quien asimismo firma la sección Televisión con una aproximación a la serie creada por Aaron Sorkin The Newsroom (ídem, 2012- ). La revista se completa, como viene siendo habitual, con las secciones Pantalla Digital, de José María Latorre; Banda Sonora, de Joan Padrol; y Críticas.

Firmo este mes la extensa crítica que he dedicado al espléndido film de Zhang Yimou Amor bajo el espino blanco (Shan zha shu zhi lian, 2010): “no solo me parece muy interesante el magistral contraste que se produce entre la (aparente) blandura de la historia de amor de los personajes protagonistas y el (durísimo) retrato de la sociedad donde aquélla se enmarca, sino también y por encima de todo la espléndida combinación de delicada poesía que despliega Yimou para narrar lo primero sin que ello chirríe con el tono neutro, directo y sin cortapisas con que muestra lo segundo”.

También firmo tres de las antologías del Especial 40 Aniversario: Lo mejor del 72, la primera de ellas dedicada a la extraordinaria película de Alfred Hitchcock Frenesí. “una de las grandes obras maestras de un cineasta cuya filmografía anda sobrada de ellas, expone con más ferocidad que nunca el punto de vista cruel, descarnado y sin concesiones que Hitchcock tenía sobre la condición humana y su incurable estupidez. Todo ello en el marco de un relato de intriga plagado de humor negro, cinismo y, casi casi, desesperación ante un mundo que solo parece merecer burla y desprecio”.

La segunda, la del no menos soberbio film de Francis Ford Coppola El Padrino: “Francis Ford Coppola, director y co-guionista junto con Mario Puzo a partir de la popular novela homónima de este último (y muy inferior a la extraordinaria película a la que dio pie: recuerdo no haber podido soportar más allá de sus primeras veinte páginas), construye la acción dramática de “El Padrino” convirtiendo cada secuencia en la brillante visualización de gestos y miradas que connotan todo el peso y la densidad de esos ritos y de esa tradición, hasta el punto de lograr una mágica fusión de todos los componentes de los mismos, de manera que lo religioso, lo cotidiano y lo criminal acaban formando parte, por así decirlo, de una misma «liturgia»”.

Finalmente, un comentario de la gran obra de Federico Fellini Roma: “tiene mucho de canto fúnebre a una ciudad que representa un estilo de vida que ahora tan solo forma parte del pasado y que, en consecuencia, revive en pantalla adoptando el formato de la fantasmagoría. Ello «explica» –suponiendo, claro está, que el sensible y sensitivo cine de Fellini necesite «explicaciones», cuando sus imágenes se bastan por sí solas– la exageración caricaturesca de los rasgos de los personajes, las turgentes mujeres fellinianas, los maquillajes y las pelucas”.

Mi contribución a este Dirigido por… tan entrañable se cierra con críticas de menor extensión de Brave (Indomable) (Brave, 2012, Mark Andrews, Brenda Chapman y Steve Purcell), ¡Piratas! (The Pirates! Band of Misfists, 2012, Peter Lord y Jeff Newitt), Shanghai (ídem, 2010, Mikael Hafström) y Los mercenarios 2 (The Expendables 2, 2012, Simon West).

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