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sábado, 24 de abril de 2021

Centenario de LUIS GARCÍA BERLANGA (y II). Miserias de la guerra civil: “LA VAQUILLA”




[NOTA BENE: COINCIDIENDO CON LA PRÓXIMA CELEBRACIÓN DEL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE LUIS GARCÍA BERLANGA, Y CON EL “DOSSIER” QUE POR ESTA MISMA CAUSA LE DEDICA “DIRIGIDO POR…” EN SU NÚMERO DE MAYO DE 2021 (1), INCLUYO EN MI BLOG UN PAR DE COMENTARIOS DE OTRAS TANTAS PELÍCULAS SUYAS, SOBRE LAS CUALES NO HE ESCRITO EN EL MENCIONADO “DOSSIER” Y QUE SON, POR TANTO, UN COMPLEMENTO DEL MISMO: “NOVIO A LA VISTA” (2) Y, AHORA, “LA VAQUILLA”.]



Se ha dicho en infinidad de ocasiones, pero la mayoría de las veces en voz baja: el cine español sigue sin haber hecho su película definitiva sobre la guerra civil. Resulta, asimismo, algo paradójico, habida cuenta de que, precisamente por la misma época que Berlanga realizó La vaquilla (1985), la cinematografía nacional había abordado la temática del conflicto nacional-republicano en numerosas ocasiones; tantas, que en aquel momento se decía, a modo de latiguillo recurrente, que parecía que en el cine español no se sabía hacer otra cosa que películas sobre la guerra civil. Esta afirmación convendría ser matizada, habida cuenta de que la mayoría de esos films abordaban el tema desde perspectivas colaterales, pues en su mayor parte se ambientaban más bien durante la posguerra y dentro de las dos primeras décadas de la dictadura franquista; por ejemplo, y por mencionar una de las más prestigiosas: Demonios en el jardín (1982), del hoy olvidado, acaso excesivamente, Manuel Gutiérrez Aragón.



Pocas películas hubo, vuelvo a insistir, por la época en la cual se hizo La vaquilla, que afrontaran la guerra civil española tal y como ha abordado, sin ir más lejos, la cinematografía norteamericana un género como el bélico, entendido en su acepción más estricta de “cine de combate”; y las pocas, poquísimas que se hicieron, fueron tan mediocres como, por poner otro ejemplo, Memorias del general Escobar (1984), de José Luis Madrid; por no hablar, naturalmente, de títulos no menos desafortunados, tanto da que los firme Ken Loach –Tierra y libertad (1995)– o Vicente Aranda –Libertarias (1996)–: el resultado suele caracterizarse no ya por la pobreza no ya de medios técnicos sino, sobre todo, de ideas, de planteamientos rigurosos y atrevidos, y en especial, por una inquietante cobardía, un consistente miedo a reabrir viejas heridas y antiguas suspicacias, que demuestra fehacientemente que España, no solo en lo que se refiere al cine sino a toda su vida social y cultural, sigue padeciendo las secuelas de esa contienda fratricida: no hay más que echar un vistazo superficial a la actualidad estatal de cada día para darnos cuenta de que, en el fondo, el viejo conflicto de “las dos Españas” sigue palpitando tan siniestramente como el corazón delator de Edgar Allan Poe: como una llamada a la mala conciencia, al odio y al resentimiento. En consecuencia, creo que todavía pasará mucho, mucho tiempo antes de que en España se haga esa hipotética “película definitiva” sobre la guerra civil, cuya existencia necesitaría que a la península entera se le diera la vuelta como a un calcetín, cosa muy difícil en el actual contexto de viejas rencillas latentes y manifestadas en forma de sentencias judiciales y política rancia y/ o mojigata que se miran con suspicacia y falta de respeto las diferentes identidades que conforman esta gastada piel de toro.



Y precisamente alrededor de uno de esos bovinos, más concretamente una vaquilla de largas y puntiagudas astas, se construye el pretexto en torno al cual gira la acción de este film de Berlanga que, con todas sus imperfecciones e irregularidades, y a pesar, me atrevería a decir, de tratarse probablemente de la última película de interés de su autor –ninguno de sus posteriores largometrajes, Moros y cristianos (1987), Todos a las cárcel (1993) y París-Tombuctú (1999), está a la altura de su mejor cine–, se erige, como digo, en una de las más potables aproximaciones que haya hecho el cine español al tema de la guerra civil. Cuando hablo de aproximación no me refiero ni a análisis concienzudo, ni a introspección psicológica, ni a nada por el estilo, habida cuenta de que el cine de Berlanga nunca se caracterizó por sus pretensiones “históricas”, sino que solía tomar como materia prima las miserias del comportamiento humano. El de Berlanga es, en este sentido, un cine “humano”, que no humanista, habida cuenta de que la mirada que solía arrojar el cineasta sobre sus criaturas solía ser cínica, cruel y despiadada. La vaquilla no es una excepción; y, como digo, más que una “reflexión” sobre la guerra civil en particular o incluso sobre la guerra en general, es un fresco panorámico y coral, tan del gusto de su director, en torno a la sempiterna cuestión de la estupidez humana.



Acaso ello explique, en parte, el éxito que cosechó en su momento: según datos de la web del Ministerio de Cultura, la película convocó a más de 1.900.000 espectadores y recaudó en taquilla el equivalente en pesetas de más de 3.100.000 euros actuales, cifras notables teniendo en cuenta la inflación y que estamos hablando de un film español estrenado en salas hace casi cuarenta años. Éxito asimismo también paradójico, puesto que, como es bien sabido, La vaquilla era un viejo proyecto que Berlanga estuvo arrastrando durante treinta años, y que no pudo llevar a cabo hasta mediados de la década de los ochenta por culpa tanto de su coste (fue una de las películas españolas más caras del momento, si no la que más) como, sobre todo, a causa de su enfoque humorístico, imposible de aceptar por la censura franquista. Puede que, en el hipotético caso de que La vaquilla hubiese podido realizarse y estrenarse estando todavía vivo el Generalísimo, su repercusión entre el público español hubiese sido más subversiva; naturalmente, esa posibilidad era terminantemente inaceptable (mal que les pese a algunas voces de hoy en día que siguen empeñándose en afirmar que el franquismo no-fue-para-tanto), de ahí que La vaquilla, estrenada diez años después de la muerte de Francisco Franco, perdía toda o buena parte de esa carga subversiva, erigiéndose en una comedia satírica de la cual permanecía, eso sí, ese sempiterno discurso berlanguiano sobre la estupidez del ser humano. La guerra civil empezaba a quedar muy lejos en el tiempo, y Franco, sorprendentemente, también…



Todo ello no obsta para que, en sí misma considerada, La vaquilla atesore algunos de los mejores momentos del último cine de Berlanga, por más que, en sus líneas generales, se empiece a advertir en ella un exceso de planos largos y planos-secuencia, que su director acabó convirtiendo no ya en su principal sino casi en su único rasgo de estilo desde La escopeta nacional (1978) y hasta el fin de su carrera. Dicho de otra manera, hay momentos en que esa planificación abierta, sostenida sobre el efecto de “montaje interno” inherente al encuadre de larga duración temporal y sin cortes, proporciona momentos excelentes a la hora de mostrar la descripción coral de personajes tan típica de Berlanga; pero hay otros, en cambio, en los cuales esa tendencia al plano largo/ plano-secuencia provoca cierta fatiga y un descenso del interés –algo ya muy notorio en sus otras dos entregas de la, así llamada, “saga de los Leguineche”, Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1983), y que se acentuó en sus últimos trabajos–, lo cual malogra en parte el resultado. Un buen ejemplo de lo afirmado lo tenemos en la secuencia, conceptual y formalmente brillante pero, a la postre, un tanto fallida, por excesivamente obvia, en la que los soldados republicanos y los nacionales se bañan desnudos en el río: los segundos no han advertido que los primeros pertenecen al bando enemigo, y estos no hacen nada por aclarárselo a fin de no ser descubiertos; Berlanga planifica la secuencia abriéndola con un plano general de larga duración, y culmina el mismo, reencuadrando lentamente con zoom hasta detenerse en un plano medio del brigada Castro (Alfredo Landa) y su superior el teniente Broseta (José Sacristán), republicanos, en el cual el primero le comenta al segundo que los hombres, en pelotas, son todos iguales, desapareciendo sus diferencias meramente ideológicas. Una idea bonita, cierto, pero que Berlanga estropea con ese subrayado verbal puesto en boca del personaje.



Ello no impide, insisto, que podamos anotar en el saldo de La vaquilla un puñado de buenos momentos: las primeras escenas en la trinchera de los republicanos, incluyendo la presentación del brigada Castro, resueltas en base a un virtuoso plano-secuencia muy abierto combinado con unos elegantes movimientos de grúa, hacen gala de una solidez cinematográfica que se echa en falta hasta en el cine español de hoy en día (lo cual sugiere, asimismo mal que les pese a otro tipo de agoreros, que nuestra cinematografía ha progresado más bien poco). Los momentos que ilustran los preparativos del plan del brigada Castro y el teniente Broseta para apoderarse de la vaquilla que van a torear en un pueblo cercano situado en el bando de los nacionales, y sobre todo los primeros momentos de la llegada de esos dos militares junto con los soldados que les acompañan en esa misión de saqueo, Mariano (Guillermo Montesinos), que conoce bien ese pueblo por ser oriundo del mismo, Limeño (Santiago Ramos), que dice ser torero y por tanto el indicado para sacrificar la vaquilla, y el cura castrense (Carles Velat), hacen gala, como digo, de una notable agudeza a la hora de describir personajes y perfilar situaciones. La mirada sarcástica sobre la actitud de los militares, y el acento puesto en el lenguaje estúpidamente técnico que emplean (doy fe de ello), se complementa con el convincente dibujo de una situación de supervivencia: a fin de cuentas, lo único que quieren los rivales que se enfrentan en el campo de batalla es comerse la vaquilla: unos, los nacionales, porque la tienen en el corral del pueblo dentro de “su zona”; los otros, los republicanos, porque están hartos de comer “rancho” y quieren hincarle el diente a un poco de carne; todos, por tanto, no son más que personas hambrientas y cansadas de luchar.



De hecho, no hay ninguna escena de combate propiamente dicha en la película: la mayor parte de las veces, vemos que ambos bandos todo lo que hacen es intercambiarse insultos gritándose desde la distancia; y, cuando no, se intercambian tabaco y papel de fumar, dado que los unos tienen lo que les falta a los otros… Tan solo hay un conato de pelea al final, en otra de las mejores secuencias del film: el patético forcejeo por la posesión de la vaquilla, y en medio del campo de batalla, entre Limeño, vestido con traje de luces, y Cartujano (Carlos Tristancho), el torero contratado por los del pueblo, que se salda con la muerte del animal. Es, sin duda alguna, el momento más simbólico del relato: la vaquilla no es sino la representación de esa España dividida cuyos habitantes se disputan hasta la muerte; una idea no muy sutil, cierto, pero de cuya resolución debería haber tomado buena nota el despistado Álex de la Iglesia de Balada triste de trompeta (2010). Lástima que, como digo, algunos episodios situados en los tramos centrales del relato –los esfuerzos de Mariano con tal de volver a ver a su novia Guadalupe (Violeta Cela), ahora liada con un alférez franquista (Juanjo Puigcorbé); o todo el más bien cargante episodio alrededor del secuestro del marqués (Adolfo Marsillach)—, impiden que La vaquilla sea la gran película que pudo haber sido.   

                                       

(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2021/04/elproximo-12-de-junio-se-cumplen-cien.html

(2) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2021/04/centenario-luis-garcia-berlanga-i-el.html

Centenario LUIS GARCÍA BERLANGA (I). El último verano de la infancia: “NOVIO A LA VISTA”



[NOTA BENE: COINCIDIENDO CON LA PRÓXIMA CELEBRACIÓN DEL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE LUIS GARCÍA BERLANGA, Y CON EL “DOSSIER” QUE POR ESTA MISMA CAUSA LE DEDICA “DIRIGIDO POR…” EN SU NÚMERO DE MAYO DE 2021 (1), INCLUYO EN MI BLOG UN PAR DE COMENTARIOS DE OTRAS TANTAS PELÍCULAS SUYAS (2), SOBRE LAS CUALES NO HE ESCRITO EN EL MENCIONADO “DOSSIER” Y QUE SON, POR TANTO, UN COMPLEMENTO DEL MISMO.]



Segundo largometraje en solitario de Luis García Berlanga y tercero de su carrera, tras su debut con Esa pareja feliz (1951), codirigida con Juan Antonio Bardem, y ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1952), resulta obligado empezar un comentario sobre Novio a la vista (realizada en 1953 pero estrenada en 1954, de ahí que este último año sea el que suela aparecer en muchas fichas) con la mención de la presencia en sus créditos de Edgar Neville, uno de los más interesantes realizadores del cine español de los años cuarenta y cincuenta –como bien demuestran La torre de los siete jorobados (1944), La vida en un hilo (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), Nada (1947), El último caballo (1950) o El baile (1959)–, aquí en calidad de autor del relato en el cual se inspira el film y de coautor del guion, firmado por Neville en colaboración con José Luis Colina, Berlanga y Bardem. Salvando, evidentemente, todas las distancias de época, nacionalidad y estilo del mundo, en Novio a la vista se da una singular fusión entre dos cineastas de fuerte personalidad y con una concepción del cine, si no pareja, sí hasta cierto punto similar o con determinados puntos de contacto, de tal manera que esta película (digámoslo ya: estupenda) acaba formando parte del selecto cupo de obras cinematográficas que se erigen en perfectas combinaciones y/ o asociaciones de realizadores que, en un momento dado, comparten idénticas o similares inquietudes: es el caso (vuelvo a insistir: salvando las distancias) de los equipos formados, por ejemplo, por Ernst Lubitsch con Frank Borzage –Deseo (1936), producida por el primero y dirigida por el segundo– y con Otto Preminger –That Lady in Ermine (1948), preparada y empezada por Lubitsch y concluida por Preminger–; o del trabajo en equipo de productores/ guionistas/ realizadores como Martin Scorsese y Paul Schrader –Taxi Driver (1976)–, Francis Ford Coppola y John Milius –Apocalypse Now (1979)–, o George Lucas y Steven Spielberg –la serie Indiana Jones–. Dicho de otro modo: Novio a la vista “es”, comillas bien grandes, un film de Edgar Neville en lo que a construcción narrativa y diseño de personajes se refiere, pero también “es” de Luis García Berlanga en lo que atañe a su puesta en escena, sin que ese choque de personalidades dé pie a un producto carente de armonía.



Novio a la vista arrastra cierta consideración, dentro de la carrera de Berlanga, de obra catalogada, como suele decirse, como de “menor” (que es el consabido eufemismo que suele aplicarse al film o films de un realizador de prestigio que gusta menos, o a veces nada, si se lo compara con otras películas suyas más reputadas). Puede que ello se deba principalmente a la tonalidad de lo que narra, mucho menos feroz de lo que luego serían los posteriores trabajos de Berlanga con el guionista Rafael Azcona, y a simple vista carente incluso de la acidez de ¡Bienvenido, Míster Marshall!, por tratarse de un relato ambientado en la España de 1918 en el cual no cuesta demasiado imaginar que se hallan ecos autobiográficos de Neville, nacido en 1899. También alimenta la fama de “minoridad” de Novio a la vista el hecho de hallarse entre dos de las más significativas películas del Berlanga de la época, la repetidamente citada ¡Bienvenido, Míster Marshall! y la posterior Calabuch (1956). A ello hay que añadir una anécdota que, según y como se mire, pudo haber contribuido significativamente a que Novio a la vista no haya tenido mayor repercusión ni en el momento de su estreno ni en la memoria de los cinéfilos: para interpretar a la joven protagonista femenina del film, Berlanga contaba con dos candidatas, ambas de nacionalidad francesa; la elegida fue Josette Arno, entre otras razones porque una decisión de producción de última hora descartó a la otra seleccionada, la misma que muy poco después se convertiría en una de las mayores estrellas de cine europeas de todos los tiempos. Su nombre: Brigitte Bardot.



Todo ello no obsta para que Novio a la vista sea una más que apreciable película, y en no pocos momentos se revela muy superior a muchas obras posteriores de Berlanga (sobre todo, las muy endebles de sus últimos años). El arranque es excelente: un jovencísimo infante de España, el futuro rey Alfonso XIII, sale escoltado del palacio real y se presenta en una escuela para someterse a un examen oral ante un tribunal de profesores; la pregunta que se le hace al muchacho no es otra que… ¡quienes eran los Borbones!; el chico responde recitando, claro está, el árbol genealógico de su familia, el cual concluye, lógico, con “su papá” (Alfonso XII); gracias a su respuesta, consigue el aprobado… Pero la secuencia no concluye ahí: otro adolescente es examinado por el tribunal: Enrique (Jorge Vico), a quien unos segundos antes de entrar en la sala hemos visto guardarse “chuletas” en los bolsillos en forma de papeles y pañuelos; detalle genial: la lujosa silla en la cual se ha sentado el futuro monarca español es retirada cuando Enrique va a sentarse en ella, poniendo en su lugar una silla corriente…; la pregunta que los profesores le hacen a Enrique gira alrededor del imperio austrohúngaro (una de las más conocidas y difundidas filias de Berlanga); ni que decir tiene que el examen resulta desastroso y que Enrique lo suspende.

 

Tras esta secuencia, y una breve descripción/ presentación de los principales personajes que incluye el perfil de la relación de amistad y afecto que se da entre Enrique y Loli (Josette Arno), una quinceañera que estudia en un colegio de monjas, la acción no tarda en trasladarse a un pueblo de la costa, donde Enrique, Loli, sus amigos y sus respectivas familias veranean en un hotel al borde de la playa. De hecho, todo el prólogo ha tenido lugar durante el último día del curso: los exámenes finales forman parte, en cierto sentido, de una especie de ritual que se da cada año, del mismo modo que, asimismo anualmente, las familias pudientes de Madrid se trasladan a la costa. Pero para los niños y para los adultos, las vacaciones de verano no son lo mismo, por más que la película establezca una serie de irónicos paralelismos al respecto. Para los primeros, el verano es tiempo de juegos y diversión: bañarse en el mar, construir castillos de arena, buscar tesoros imaginarios, hacer travesuras… Para los adultos, es tiempo de reunirse y, también en cierto sentido, “jugar” a otros juegos, mucho menos inocentes, más hipócritas y mezquinos: para ellos, el verano es época de cotillear, de flirtear, de criticar a los demás, de reñir a los niños, de competir por ver quién aparenta mayor riqueza y poder: un juego siniestro de envidias que, no obstante, Berlanga y sus guionistas muestran con acidez, pero sin inquina. A fin de cuentas, los “juegos” de los adultos acaban siendo más patéticos que los juegos de los niños, aspecto este que queda meridianamente claro en la escena en la cual los chicos se disfrazan de adultos y se ponen a parodiarlos delante de sus narices en la terraza del hotel (dando pie, por descontado, a la airada reacción de los adultos que, por unos instantes, se ven a sí mismo grotescamente caricaturizados); o, más adelante, cuando los adultos deciden ir a buscar a los niños que se han escapado del hotel y se han hecho fuertes en las ruinas del castillo, la manera que tiene de organizarse “militarmente” resulta mucho más ridícula que ninguna de las travesuras de sus hijos o sobrinos… Véase, asimismo, el personaje secundario de Renovales (José Luis López Vázquez), un caballero venido a menos pero que no se resigna a aparentar una posición social más acomodada que la que realmente posee, aunque para ello tenga que lucir una cinta negra de luto en su chaqueta cuya finalidad es disimular el desgarrón que tiene en la manga…



De este modo, Novio a la vista acaba siendo una más que interesante digresión sobre el fin de la infancia y el inicio de la madurez, aspecto este último que brilla con particular intensidad en todo lo relativo a la evolución del personaje de Loli. Antes de coger el tren para irse a veranear al hotel con sus tíos, la chica se prueba ante el espejo de su dormitorio su vestido blanco favorito, advirtiendo entonces que le está pequeño; Loli dice que el vestido ha encogido, pero su tía (Julia Caba Alba) la corrige: el vestido no ha encogido, es ella que ha crecido. Novio a la vista describe el proceso de transformación de Loli de niña a mujer, en una evolución que supone una progresiva renuncia a los juegos de su infancia, a su inocencia, seguida de una continuada adopción de las maneras de los adultos. La llegada de Loli al pueblo de la costa es muy bella y, además, muy significativa: Loli baja del tren y, en un mismo plano, la vemos andar por el andén mientras el ferrocarril se pone en marcha; Berlanga sostiene el plano, de tal manera que, cuando el tren desaparece de la estación, detrás suyo aparece el esplendoroso paisaje costero, convirtiéndose así, a los ojos de la joven Loli, en una especie de imagen de ensueño, a tono con su ingenuidad infantil.



Pero, a medida que vaya pasando el tiempo, Loli se verá forzada a vestirse con vestidos de noche y a ponerse incómodos zapatos de tacón “de mujer”, e incluso a bailar y hablar con alguien a quien su familia considera para ella “un buen partido”: Federico (José María Rodero), el heredero de la fortuna de los adinerados Villanueva. Es por eso que la escena final de Novio a la vista acaba siendo de una considerable dureza: después de ese último verano maravilloso, de que Enrique y Loli por fin se hayan atrevido a besarse tímidamente en los labios, de esos últimos instantes de auténtica infancia que ya están dejando paso a las miserias y conveniencias del mundo de los adultos, y tras una épica confrontación entre mayores y pequeños en forma de batalla campal con piñas, trampas y fuegos artificiales, la realidad termina imponiéndose: en ese epílogo, vemos a Loli de nuevo en su casa de Madrid, proclamando alborozada que ese verano ha conocido a “un chico guapísimo” y que está esperando con ansiedad volver a verle muy pronto; afuera, está lloviendo, y Loli escribe con el dedo sobre el cristal húmedo el nombre de su amado… que no es otro que el de “Federico”. Hay en Novio a la vista un profundo conocimiento sobre la conducta humana, además de un gran sentido del cine.     

 


(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2021/04/elproximo-12-de-junio-se-cumplen-cien.html       

(2) La otra es La vaquillahttps://elcineseguntfv.blogspot.com/2021/04/centenario-de-luis-garcia-berlanga-y-ii.html    


“DIRIGIDO POR…” MAYO 2021, a la venta



El próximo 12 de junio se cumplen cien años del nacimiento de un cineasta fundamental dentro de la historia del cine español: Luis García Berlanga. Con tal motivo, DIRIGIDO POR… le dedica su n.º 517, correspondiente al mes de mayo de 2021, haciéndolo protagonista de un completo dossier sobre su figura y toda su obra que ha coordinado Quim Casas. El resto de contenidos, no menos apasionantes, los hallaréis en el sumario adjunto.



Mi contribución de este mes consiste, en primer lugar, en una antología para el mencionado dossier Centenario Luis García Berlanga, precisamente la de mi película favorita de este cineasta: Plácido (1961).



También firmo, dentro de la sección Streaming / TV, el comentario de los tres primeros episodios de la cuarta temporada de la famosa serie El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, 2017- ), de la cual he hablado abundantemente en este blog (y pienso seguir haciéndolo más adelante) (1).



Finalmente, para la sección Cinema Bis, escribo sobre la divertidísima King Kong contra Godzilla (Kingu Kongu tai Gojira, 1962, Ishirô Honda), de la cual, como es bien sabido, acaba de estrenarse con gran éxito una nueva versión: el Godzilla vs. Kong de Adam Wingard, que comenté hace poco en este mismo blog (2).

 


(1) “El cuento de la criada”: una primera aproximación (http://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/05/el-cuento-de-la-criada-una-primera.html) + El cuento de la criada: segunda aproximación (https://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/12/el-cuento-de-la-criada-segunda.html).

(2) La guerra de los titanes: “Godzilla vs. Kong”, de Adam Wingard: https://elcineseguntfv.blogspot.com/2021/04/furia-de-titanes-godzilla-vs-kong-de.html

 

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Entrevista sobre WOODY ALLEN para la revista literaria “Kopek”



Acaba de publicarse online la entrevista en torno a Woody Allen que me hizo el amigo Rubén Benítez Florido para la revista literaria Kopek. Os dejo aquí los enlaces:

 

Tomás Fernández Valentí: “Woody Allen construye personajes que no son de una pieza”:

https://www.revistakopek.com/no-ficcion/entrevistas/tomas-fernandez-valenti-woody-allen/

 

https://www.revistakopek.com/


lunes, 19 de abril de 2021

La guerra de los titanes: “GODZILLA VS. KONG”, de ADAM WINGARD



[ADVERTENCIA: EN EL SIGUIENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTA PELÍCULA.] El arranque de Godzilla vs. Kong (ídem, 2021) es relativamente pintoresco. Esa primera secuencia se abre con una imagen en plano general de Kong, el mítico gorila gigante, tumbado en el suelo, descansando; la imagen tiene algo de extraña y un mucho de ingenua: extraña, porque es el punto de partida de lo que se anuncia (y, de hecho, es): una monster movie rebosante de acción y efectos visuales, repleta de ruido y furia, y que, en cambio, empieza mostrándonos una estampa pacífica y reposada del célebre titán creado por Ernest B. Schoedsack, Merian C. Cooper y Edgar Wallace, que contrasta profundamente con el espectáculo frenético y desatado que vendrá a continuación; e ingenua, porque la misma imagen guarda ecos de la tradición no menos naíf y en ocasiones infantilizada del kaiju-eiga, en la cual se presentaba a los monstruos de una manera clara, directa y sin florituras. Una imagen, por tanto, que nos indica que Godzilla vs. Kong va a ser/ es una película que se encuentra a medio camino entre el blockbuster hollywoodense à la page y la vieja tradición del cine de monstruos gigantes de la cinematografía japonesa. 



La secuencia de apertura se cierra con un golpe de efecto: Kong arranca un árbol, le quita las ramas, convirtiéndolo en una especie de tosca lanza, y lo arroja contra el cielo; la lanza improvisada se clava en un “falso cielo”, en realidad el techo de una proyección virtual que forma parte del gigantesco domo que ahora cubre la totalidad de la Isla Calavera, el hogar de Kong, convirtiéndolo en prisionero de una corporación llamada Monarch, después de que, se dice, un huracán acabara con la mayor parte de la vida de la isla, exceptuando a Kong, a algunos monstruos… y a Jia (Kaylee Hottle), una niña sordomuda, única superviviente de la tribu de indígenas que vivía en el lugar y el único ser humano capaz de establecer una comunicación, mediante signos, con el gorila gigante (en lo que puede verse una variante, en este caso silenciosa, de las Shobijin: las populares gemelas diminutas que, con sus cantos, anunciaban/ acompañaban las apariciones de la mariposa gigante Mothra). Resulta obligado mencionar aquí que Godzilla vs. Kong no es solo un remake o reboot o como lo quieran llamar de King Kong contra Godzilla (Kingu Kongu tai Gojira, 1962, Ishiro Honda) (1), sino también la más reciente entrega (está previsto que haya más) del MonsterVerse: el “universo” de films de monstruos gigantes o titanes que produce Warner Bros., formado hasta la fecha por la nueva e interesante versión de Godzilla (ídem, 2014), de Gareth Edwards (2), y proseguida por la aceptable Kong: La Isla Calavera (Kong: Skull Island, 2017, Jordan Vogt-Roberts) (3) y por Godzilla: Rey de los monstruos (Godzilla: King of the Monster, 2019, Michael Dougherty) (4), una película bastante mejor de lo que se dijo en su momento. Recordemos que Kong: la Isla Calavera transcurría en el año 1973, mientras que Godzilla vs. Kong lo hace en la actualidad, situando su trama justo a continuación de donde acababa Godzilla: Rey de los monstruos, de la cual recupera un par de personajes: la joven Madison Russell (Millie Bobby Brown) y su padre, Mark Russell (Kyle Chandler).



Estos dos mencionados en último lugar son, por otro lado, parte de lo peor de Godzilla vs. Kong, sobre todo Madison, a cargo, como he dicho, de la joven estrella de Stranger Things, que ya está empezando a ponerse pesada con su coyuntural imagen fashion, la cual no hace sino malograr sus buenas prestaciones como actriz. Como digo, toda la subtrama centrada en los personajes de Madison, su amigo el científico “conspiranoico” Bernie Hayes (Brian Tyree Henry) y su condiscípulo nerd Josh (Julian Dennison), y sus pesquisas destinadas a averiguar el porqué de los repentinos y aparentemente injustificados nuevos ataques de Godzilla, y que culminan en el hallazgo de la construcción del Mechagodzilla, es total y absolutamente prescindible: una manera gratuita de quemar minutaje con vistas posiblemente a darle al asunto, horror, un “toque juvenil”, y que caso de haber desaparecido no hubiese perjudicado para nada al film. Al balance de lo negativo hay que añadir que el resto de personajes que pueblan la ficción tampoco aporta nada particularmente relevante: ni la ya citada Jia, destinada a establecer un vínculo humano y sentimental con un Kong que, ante ella, es más bueno que el pan (por si alguien lo dudaba, la escena en la que la niña y el titán se tocan con la punta de sus dedos remite a E.T., el extraterrestre); ni Ilene Andrews, la científica que estudia a Kong y adoptó a Jia tras la muerte de su familia (a pesar de que corra a cargo de la estupenda Rebecca Hall); ni Nathan Lind (Alexander Skarsgard), el científico que posee la clave para resolver el entuerto, presentado con todos y cada uno de los tópicos del “sabio despistado”, y que vive el predecible conato de atracción amorosa hacia Ilene, por más que sea de agradecer que, en este caso, el film no pierda el tiempo en dicha convención; ni los previsibles villanos a cargo de Demián Bichir y Eiza González. Lo mejor de Godzilla vs. Kong hay que hallarlo en otra parte. No en la impersonal puesta en imágenes de Adam Wingard, cineasta curtido en el cine de terror de bajo presupuesto y en el thriller más o menos insano –Una manera horrible de morir (A Horrible Way to Die, 2010), Tú eres el siguiente (You’re Next, 2011), The Guest (ídem, 2014), Blair Witch (ídem, 2016), Death Note (ídem, 2017), sus sketchs para V/H/S 1 & 2 (2012-2013) y The ABCs of Death (2012)–, aquí ascendido a la “Serie A” por la vía del encargo, por más que hay que reconocer, como a continuación veremos, que el hecho de tratarse de un realizador acostumbrado a hacer cine fantástico redunda en los mejores momentos de Godzilla vs. Kong

 


Si por algo se salva la película de la quema es por la brillantez visual de determinadas ideas, imágenes y momentos. Por la recuperación, siquiera parcial, del rol de “villano” de Godzilla, en homenaje a sus orígenes fílmicos en el terreno del kaiju-eiga, por más que dicha villanía acabe justificándose por un giro de guion: el Godzilla rediseñado para el MonsterVerse es tan antipático como inquietante. Por el brillo esporádico de la primera gran secuencia de combate de ambos titanes en alta mar, en la cual, en medio de la habitual orgía de CGI y montaje corto, brotan instantes atractivos como la mano gigante de un Kong sedado y encadenado sobre la cubierta de un carguero acariciando las olas; el instante de “suspense” que se produce cuando, como consecuencia del ataque de Godzilla, el carguero vuelca y se pone boca abajo, cual nuevo Poseidón, amenazando con ahogar a un Kong que sigue encadenado al navío; o la escena posterior en la que, consciente de que esa es la debilidad del gorila gigante, Godzilla está a punto de ahogarlo arrastrándolo hacia el fondo del océano. Por el atractivo bloque de escenas que giran alrededor del descubrimiento y exploración del mundo subterráneo conocido como la Tierra Hueca: un inesperado homenaje a Jules Verne, que siempre se agradece, en el que destacan escenas como la del traslado de un narcotizado Kong por los aires vía helicópteros –que remite a una famosa escena muy similar de King Kong contra Godzilla–; las dudas de Kong ante la entrada del túnel que conduce a la Tierra Hueca, que por su escenario antártico evoca otro famoso kaiju-eiga con el gorila gigante de por medio, King Kong se escapa (Kingu Kongu no gyakushû, 1967, Ishiro Honda); el plano de Kong irrumpiendo en la caverna de sus antepasados, en un encuadre tan abierto que convierte al gigantesco gorila en un ser diminuto; la escena en la que, hacha en mano, Kong se sienta en el trono… Lástima que el rápido montaje de las escenas de acción impida disfrutar como es debido de la mágica escenografía de la Tierra Hueca, o que minimice detalles como la aparición de los grifos, seres mitológicos aquí desaprovechados. Asimismo, no deja de resultar chocante que la película pase absolutamente por encima de una delicada cuestión: los miles de muertos y heridos provocados por el ataque de Godzilla a Pensacola, California, o por el posterior, ya mencionado, que lleva a cabo contra la flota que escolta el transporte de Kong, o la apocalíptica batalla final de Kong contra Godzilla y luego de ambos contra el Mechagodzilla en Hong Kong, en la línea de los films de la franquicia Transformers o de las anteriores entregas del MonsterVerse. ¿Puede entenderse como la adopción del punto de vista de los titanes, criaturas fabulosas que –tal y como ya se apuntaba en Godzilla: Rey de los monstruos– tienen el poder de convertirnos en sus mascotas?
  


(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2021/04/elproximo-12-de-junio-se-cumplen-cien.html   

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2014/05/imagenes-de-actualidad-de-junio-2014-ya.html

(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2017/03/la-isla-de-los-monstruos-kong-la-isla.html

(4) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/07/dirigido-por-julio-agosto-2019-la-venta.html 

lunes, 12 de abril de 2021

El show de Wanda: “BRUJA ESCARLATA Y VISIÓN”



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTA SERIE.] Hay que reconocer que, con independencia de que guste mucho, poco o nada, Bruja Escarlata y Visión (WandaVision, 2021) es una miniserie de televisión de apariencia heterodoxa tratándose, como se trata, de una producción de los Marvel Studios, por más que esa heterodoxia sea, lo adelanto, una mera fachada tras la cual se oculta una producción mucho más convencional de lo que inicialmente promete. No obstante, el efecto sorpresa de, sobre todo, sus dos primeros de sus nueve episodios es eficaz: ahí es nada arrancar una serie protagonizada por los dos superhéroes de los cómics Marvel que prestan sus nombres al título español, Wanda Maximoff, alias la Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen), y la Visión (Paul Bettany), convirtiéndolos en los supuestos protagonistas de una asimismo imaginaria sitcom titulada “Bruja Escarlata y Visión” (o “WandaVision”, en su mucho más preciso título original), y que, al principio de la mayoría de los episodios de la miniserie, cada uno de dichos capítulos adopte la estética y el formato, primero en blanco y negro y luego en color, evocativo de series de distintas décadas a las que se hace nada velados homenajes del estilo de El show de Dick Van Dyke (The Dick Van Dyke Show, 1961-1966), Embrujada (Bewitched, 1964-1972), La tribu de los Brady (The Brady Bunch, 1969-1974), Enredos de familia (Family Ties, 1982-1989), Malcolm (Malcolm in the Middle, 2000-2006) y Modern Family (ídem, 2009-2020), risas “enlatadas” incluidas.



Pese a todo, a poco que se conozca a estos personajes Marvel y, por descontado, se hayan visto los largometrajes que conforman el Marvel Cinematic Universe diseñado por el productor Kevin Feige, respecto a los cuales Bruja Escarlata y Visión viene a erigirse en un nuevo eslabón de ese mismo “universo”, hasta el espectador menos avezado no tardará en darse cuenta de que, a la vista de esos dos primeros episodios, hay algo que no encaja. ¿Qué hacen Wanda y Visión protagonizando una sitcom en blanco y negro y en color, y más si tenemos en cuenta que, recordemos, Visión murió a manos de Thanos en Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, 2018, Anthony y Joe Russo)? Y, a pesar de que hay un par de pequeños momentos en esos dos primeros y jocosos episodios que insinúan que, efectivamente, algo raro está pasando, es a partir del tercer capítulo de la serie, creada por Jac Schaeffer y dirigida en su integridad por el televisivo Matt Shakman, cuando empieza a hacerse evidente algo que se intuye desde el principio: que esos supuestos episodios estilo sitcom no son sino el artificioso disfraz bajo el cual se oculta (no demasiado) una trama que, rápidamente, va abandonando los ropajes de la comedia más o menos heterodoxa de los primeros capítulos y termina abrazando en su capítulo final todas y cada una de las convenciones del cine de superhéroes chez Feige, en lo que se ha visto un cruce à la Marvel de la extraordinaria El show de Truman (The Truman Show, 1998, Peter Weir) con la mediocre Pleasantville (ídem, 1998, Gary Ross).



Desde cierto punto de vista, puede verse Bruja Escarlata y Visión como una miniserie que viene a suplir la inexistencia de un largometraje centrado en dichos personajes, y en particular en el de Wanda, del cual se nos ofrece un arco dramático muy completo, que incluye, en un momento dado, flashbacks de su infancia y juventud junto a su familia, y su reclusión en un internado donde experimentó por primera vez sus superpoderes con la inestimable ayuda de una Gema del Infinito. El resultado es simpático, todo lo más, y se beneficia del buen hacer de sus intérpretes y de la puesta en escena funcional del realizador, quien cumple con corrección con el empeño gracias al respaldo de un presupuesto generoso (25 millones de dólares por episodio) y de un excelente equipo técnico. Pero, en su conjunto, el resultado final es como una pompa de jabón, vistosa por fuera, pero hueca por dentro, que a poco que se intente “rascar” con un mínimo de rigor se revela un producto tan divertido como baladí, solo apto para “iniciados” en el “universo marvelita”.