[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTA SERIE.] Aparte de la
advertencia habitual anti-spoilers, este texto debe incluir,
necesariamente, otra: lo que van a leer a continuación no es ni pretende ser un
análisis completo de todo lo relacionado con la serie de televisión El
cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, 2017- ), coproducción de Hulu y
Metro-Goldwyn-Mayer Television emitida por HBO que adapta la novela homónima de
la escritora canadiense Margaret Atwood originalmente publicada en 1985 (y
editada en España por Salamandra), la cual ya había conocido una adaptación en
formato de largometraje cinematográfico: The Handmaid’s Tale (1990),
coproducción norteamericano-alemana dirigida por Volker Schlöndorff, con guion
de Harold Pinter e interpretación de Natasha Richardson, Faye Dunaway, Aidan
Quinn, Elizabeth McGovern, Victoria Tennant y Robert Duvall, inédita en cines
españoles pero estrenada en formato doméstico con el título de El cuento de
la doncella. Como decía, no hay en las siguientes líneas un ánimo de
exhaustividad, habida cuenta de que se trata de un comentario forzosamente
incompleto, pues parto de la base de que: 1) no he leído la novela de Atwood; y
2) vi El cuento de la doncella con motivo de su primera edición en
España, ¡en VHS!, por RCA-Columbia Pictures, y de eso hace bastantes años, con
lo cual guardo de la misma un borroso recuerdo (la más reciente edición
doméstica española, salvo error del que suscribe, es la de Divisa en DVD de
2008). Por eso anticipo que este texto es, sin el debido cotejo de la serie con
el original literario y con la primera versión audiovisual del mismo,
incompleto. Tiempo habrá para ampliarlo más adelante.
Una
vez vistas las tres temporadas de las que se compone, por ahora, El cuento
de la criada –el estreno de la cuarta está previsto para finales de este
año, y no se descarta la realización de spin-offs que estarían basados,
a su vez, en la continuación literaria de la novela escrita por la misma
Margaret Atwood, The Testaments (2019)–, estoy en condiciones para
hablar, cuanto menos, de la serie en sí misma considerada. Lo primero que me ha
llamado la atención es que, contrariamente a lo que se viene diciendo (y.
también me consta, discutiendo) desde su primera emisión, El cuento de la
criada no me parece, en absoluto, una serie feminista. Llegados a
este punto, cabe preguntarse qué se entiende por una serie, una película o cualquier
otra creación artística feminista. Si entendemos por tales aquellas que,
sencillamente, proclaman la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, El
cuento de la criada sería, a simple vista, una serie feminista. Cómo no se
va a considerar así, desde ese punto de vista tan amplio de miras, una serie
que presenta una terrible distopía en virtud de la cual lo que antaño fueran
los Estados Unidos de América se han convertido en Gilead, una nación regida exclusivamente
por un gobierno de hombres, los comandantes, de características ultracatólicas,
fundamentalistas y ultraconservadoras que, a modo de reacción ante el brusco
descenso de la natalidad a nivel mundial –un poco, salvando las distancias,
como en Hijos de hombres, de P.D. James, llevada al cine en una extraordinaria
película por Alfonso Cuarón–, ha creado una especie de nuevo régimen nazi en el
cual las mujeres tienen prohibida la lectura y el acceso a los cargos públicos
de relevancia, y tan solo pueden ser esposas (las cónyuges de los comandantes),
guardianas (mujeres al servicio del poder que se dedican a instruir a las criadas),
las ya mencionadas criadas (escogidas entre las cada vez más escasas mujeres
fértiles para ser convertidas en reproductoras), marthas (sirvientas de
segundo grado que se ocupan de las labores domésticas) y, en el nivel más
inferior, las mujeres anónimas condenadas a trabajar hasta la muerte en la zona
radiactiva conocida como las Colonias. Así planteado, e insisto de nuevo, a
falta de haber leído la novela de Atwood, lo que se ofrece en esta serie
vendría a ser una variante de las dos obras literarias canónicas del género
distópico: Un mundo feliz, de Aldous Huxley, o incluso de 1984,
de George Orwell.
Pero
¿es El cuento de la criada una serie feminista… o más bien una digresión
sobre lo femenino y lo antifemenino (o lo que se considera como tales)?
Porque lo que en realidad se dirime en el fondo de su planteamiento dramático
no es una reivindicación específicamente feminista sino, por encima de todo,
una reivindicación humanitaria. Y ello es así porque las mujeres que
aparecen retratadas en la serie viviendo bajo el duro yugo de Gilead no es que vean
coartados sus legítimos derechos (entre ellos, los feministas), sino que viven
dentro de un régimen distópico donde la igualdad con los hombres no es que sea
difícil, sino directamente imposible. Los personajes femeninos de El
cuento de la criada son tratados peor que animales, con lo cual desaparece
no ya todo conato de lucha o reivindicación feminista, sino que se entra,
directamente, en una lucha por la supervivencia que convierte a todas
las mujeres, tanto las que están por debajo de la escala social de la
imaginaria nación de Gilead como a las propias esposas de los comandantes, en seres
humanos que luchan cada día, a cada momento, no ya por sus derechos, sino por seguir
vivas, o mejor dicho, para impedir que los hombres las maten. Y, si bien
es verdad que, como se ve constantemente en la serie, también hay hombres de
Gilead que son castigados e incluso condenados a muerte por traidores a la
nación, y sus cadáveres ahorcados “adornan” con frecuencia las calles de las
ciudades, son las mujeres, todas las de la escala social, las que se llevan la
peor parte: si contradicen gravemente a los hombres y a las creencias
monoteístas que sustentan a Gilead, son castigadas mediante técnicas tan
sádicas y atroces –por más que estén inspiradas en la Biblia…, o precisamente gracias
a ello– como amputación de dedos, manos o brazos, ablación de clítoris, extirpación
de ojos, latigazos en las nalgas, golpes y descargas con garrotes eléctricos,
azotes en las plantas de los pies o trabajos forzados en campos inundados de
radiactividad que indefectiblemente acaban con ellas a corto o medio plazo.
También hay ejecuciones públicas, consistentes en ahorcamientos, palizas, lapidaciones
o –como en Lemmy contra Alphaville (Alphaville, 1965, Jean-Luc
Godard)– ahogamientos en una piscina para castigar ofensas como la
lujuria, la herejía o el adulterio.
Desde
este punto de vista, decir que El cuento de la criada es una serie
feminista, entendida en el sentido de promujer o promujeres, o en el sentido de
antihombre o antihombres, con toda la carga ideológica que ello conlleva (antimachista
y/ o antimisógina), es como afirmar, pongamos por caso, que Raíces
(Roots, 1977) era una serie antirracista (o proafroamericana) o que Holocausto
(Holocaust, 1978) era una serie antinazi (o projudía), es decir, una obviedad
que cae por su propio peso; y, en el caso de El cuento de la cridada,
una falsedad, o como mínimo, una facilidad, pues lo que se dirime en el fondo
de la misma no es un auténtico discurso feminista, sino más bien, vuelvo a
insistir, sobre lo femenino y lo antifemenino, o mejor dicho, en torno a la
descripción de un mundo distópico construido alrededor de la represión de lo
femenino: lo que se coarta en Gilead es la feminidad en sí misma considerada,
obligando a todas las mujeres a portar una indumentaria prácticamente monjil
que disimula/ oculta sus curvas, ergo su naturaleza femenina (o,
insistamos, lo que se considera como tal), y a adoptar una actitud
completamente sumisa en el sexo (las mujeres no follan cuando quieren, sino que
son folladas cuando los hombres quieren), con especial punición hacia el
lesbianismo (y, también, claro está, la homosexualidad masculina) bajo la
acusación de “traición a su género” (sic), en beneficio del
establecimiento dictatorial de una sexualidad estricta y obligatoriamente
heterosexual. Por tanto, no hay en esta serie una proclamación de derechos
específicamente feministas (por más que muchas interpretaciones sobre la misma
vayan en esta dirección), sino la exhibición de unas atrocidades perpetradas
sobre las mujeres que van más allá de las diferencias de género y entran de
manera directa en el terreno de lo inhumano. Y esta cuestión de fondo
no se altera por el hecho de que algunas de esas vejaciones adopten la forma
de crueles afrentas asociadas histórica y culturalmente a las mujeres, como la
violación –el tristemente célebre ritual de La Ceremonia, en el que cada comandante
viola a su criada una vez al mes para fecundarla, con la participación expresa
de las esposas, que sujetan a las criadas durante la penetración–, los
matrimonios de las muchachas a edad temprana (alrededor de los 15 años), o la
separación de madres e hijos una vez las criadas han parido y los bebés rebasado
el período de lactancia.
Otro
aspecto que me ha llamado la atención, también relacionado con la polémica sobre
el carácter feminista o no de esta serie, y al mismo tiempo íntimamente
vinculado con sus valores de producción narrativos y estéticos, reside en la
notable ambigüedad que se da en ella entre intenciones y resultados. Para
explicarme mejor, vamos a efectuar un ejercicio de simulación: vamos a
creernos, por un momento, que El cuento de la criada sí es, realmente,
una serie feminista. Partiendo de esta base imaginaria, resulta asombroso el
grado de ferocidad con el que se muestran los abusos contra las mujeres, sobre
todo a partir de su segunda temporada –los 13 episodios del año 2018–, hasta el
punto de que, acaso sin pretenderlo, esa mirada feroz acaba chocando de frente
con las teóricas intenciones profemeninas (o profeministas) y/ o antimachistas
de la producción. Se produce, de este modo, una “espectacularización” de la
violencia sobre las mujeres, que los amigos Elisa McCausland y Diego Salgado
llegan al extremo de compararla, con razón, con el subgénero del torture
porn (en su libro Supernovas. Una historia feminista de la ciencia
ficción audiovisual. Errata naturae. Madrid, 2019, pág. 330), y que
desemboca en un festival inusualmente morboso que hubiese encantado a un
erotómano como Jesús Franco, y que acaba colisionando con las pretensiones de
los responsables de la serie –principalmente su creador, Bruce Miller–, de tal
manera que puede afirmarse, con escaso margen de error, que el tiro acaba
saliéndoles por la culata.
La
ambigüedad, en este sentido, de El cuento de la cridada, sea
intencionada o accidental, no puede menos que hacerme recordar, salvando todas
las distancias del mundo y situándonos en un parámetro ideológico radicalmente
opuesto al pregonado por esta serie, a la actitud ante el pecado de índole sexual
que aparecía en el cine del puritano Cecil B. DeMille, interesantísimo cineasta,
en ocasiones extraordinario, pero cuyo moralismo feroz y dogmático didactismo
católico están fuera de toda duda, o, a estas alturas, deberían estarlo. Con la
excusa de que, antes de condenar el pecado, primero había que mostrárselo al
público, para que aprendiera, algunas de las películas de DeMille, como
la primera versión de Los diez mandamientos (The Ten Commandments,
1923), El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932) o Cleopatra
(ídem, 1934) eran auténticos festivales de lujuria en los cuales trascendía, me
imagino que involuntariamente, cierta inconfesable delectación y/ o fascinación
personal de su director hacia aquello que pretendía condenar (al
Infierno). La diferencia, claro está, reside en que mucho ha llovido, y mucho
ha cambiado el lenguaje audiovisual, desde los tiempos de los sermones de
DeMille, pero, pese a esos cambios –insistamos– formales, lo que se
explica en el fondo de El cuento de la criada viene a ser algo,
si no igual (es imposible que lo sea a estas alturas del siglo XXI), por lo
menos sí bastante parecido a lo que se entiende como nadar y guardar la ropa.
Una
de las razones del éxito de El cuento de la criada, y también una de las
que sustentan su ambigüedad de intenciones y resultados a la que me estoy
refiriendo, reside en su llamativa estética visual. Algo, por otro lado,
bastante característico del grueso de la televisión serial norteamericana
actual, y asimismo de la del resto del mundo, dominada, salvo excepciones, por
la personalidad y/ o el peso de las decisiones de sus “creadores” o showrunners,
quienes desde puestos clave de la producción como el guion y la producción
ejecutiva, y esporádicamente la realización, imprimen un sello estético por
encima de las decisiones que intenten adoptar los directores encargados de
poner en solfa el invento (lo cual no tiene nada de nuevo, pues lo hemos visto
en infinidad de ocasiones a lo largo de la historia del cine desde sus inicios
y hasta nuestros días: véase Kevin Feige, auténtico autor del Marvel Cinematic
Universe con independencia de los realizadores/ capataces a sus órdenes). Si es
de alguien, El cuento de la criada es de Bruce Miller. Y, fuera él o no
a quien se le ocurrió, la serie está dominada, como digo, por una vistosa
concepción estética que se erige en una de sus señas de identidad, habida
cuenta de que le confiere el aire –artificial– de producto de qualité
del cual hace gala.
Tratándose,
como se trata, de un relato con un trasfondo de ciencia ficción, una visión
futurista de la realidad actual, la estética de El cuento de la criada
está enfocada de cara a la visualización de una realidad alternativa, y, por
tanto, irreal. Las escenas en exteriores urbanos están fotografías en tonos
azulados y/ o grisáceos, “a tono”, por tanto, con la triste “realidad” de lo
que muestran, esto es, una dictadura sombría y siniestra en la que no nunca
parece lucir el sol, y cuando lo hace, esa claridad solar ni ilumina ni reconforta
con su calidez. En cambio, y no por casualidad, son mucho más “brillantes” y
“luminosos”, casi a lo Terrence Malick, los abundantes flashbacks que
ilustran el pasado de la principal protagonista de la serie: June Osborne
(Elisabeth Moss), antigua ciudadana norteamericana convertida en la criada
llamada primero Defred –en inglés, Offred, es decir, “de Fred”, por ser propiedad
del comandante Fred Waterford (Joseph Fiennes)–, y más adelante “Dejames” –o sea, Ofjames, “de
James”: del comandante James Lawrence (Bradley Whitford), su posterior dueño–,
por su condición de mujer fértil. Flashbacks que, como digo, muestran la
felicidad perdida de June junto a su pareja, Luke Bankole (O-T. Fagbenie), y su
pequeña hija Hannah (encarnada, en distintas edades, por Raven Riley Dupont, Ayomi
Jonas y Jordana Blake), antes de la llegada de la dictadura de los comandantes
y la transformación de los EE.UU. en Gilead. No hace falta añadir que esa
diferencia de tonalidades entre los “tiempos oscuros actuales” y los “tiempos
luminosos de antaño” es otra obviedad y otra facilidad.
Por
su parte, las escenas en interiores, por regla general las viviendas de los
comandantes, pero también locales no menos turbulentos como el Jezabel’s –el
club privado donde los comandantes, hipócritamente, llevan a sus criadas
vestidas con “ropa sexy” para, al margen de la violación ritualizada de la
Ceremonia, seguir follándoselas cuantas veces quieran y como quieran sin la
presencia “molesta” de sus esposas–, están, como digo, iluminadas en tonos
oscuros y con fugas de luz a medio camino entre el dorado y el sepia. Pero,
como en todo, hay excepciones: por un lado, la aséptica blancura del interior
de los supermercados a donde acuden a comprar las criadas bajo la atenta mirada
de soldados armados; y también, aunque ya sea más previsible, el blanco reluciente
de las escenas que se desarrollan en consultas de médicos y centros
hospitalarios. Ello permite que, por contraste, resalten los elementos de
vestuario que caracterizan de forma maniquea a los personajes representativos
de los distintos estamentos sociales de Gilead. Están, en primer lugar y por
descontado, las criadas, ataviadas con ropas de inspiración puritana de color
rojo que las cubren de pies a cabeza, la cual llevan rematada con una pequeña
cofia blanca sobre la cual colocan un gran tocado asimismo blanco cuando tienen
que salir a la calle, y calzadas con una especie de botas. Ello contrasta
sobremanera con los trajes oscuros que lucen los comandantes, los uniformes
negros de los soldados, los atuendos marrones de las guardianas, la ropa gris de
las marthas, el vestuario azulado, como de institutriz, de las esposas, y las
ropas de color rosa de las niñas (sic).
Nos
hallamos, por tanto, ante un concepto visual que, salvando las distancias,
parece una reformulación de la estética del videoclip que imperó en el cine
comercial estadounidense de la década de los ochenta del pasado siglo y que,
tal y como está planteada y resuelta, se acerca a lo que José María Latorre
definió en su momento como “estética Kubrick de supermercado”. Una
estética que hubiese hecho las delicias de un realizador hoy bastante olvidado,
pero tan característico del cine comercial con pretensiones de autoría, como
fue el británico Alan Parker, especialista en servir producciones
cinematográficas sensacionalistas envueltas en aires fotográficos de qualité:
hay momentos de El cuento de la criada que casi parecen suyos: los
planos generales en los cuales vemos la famosa estatua de Lincoln en Washington
D.C. destrozada, o en particular los que nos muestran el no menos célebre
obelisco en honor a George Washington convertido en una gigantesca cruz, son
dignos de Pink Floyd: El muro (Pink Floyd: The Wall, 1982); o el
demagógico encuadre que, por medio de una colocación estratégica de la actriz
que la interpreta dentro del mismo, June se convierte, simbólicamente en un
ángel (¿de la guarda?, ¿de venganza?) gracias a las enormes alas de mármol de
una estatua erigida a sus espaldas.
A
falta, insisto de nuevo y a riesgo de ponerme pesado, de no haber leído la
novela de Margaret Atwood, hay que reconocer que la serie atesora un puñado de
personajes atractivos precisamente, y por paradójico que suene a estas alturas,
por su ambigüedad, o acaso dicho con más propiedad, por su ambivalencia,
empezando por su principal protagonista. Pese a que, en sus líneas generales,
la serie es una producción bastante coral, en la cual el protagonismo está
repartido entre varios personajes, la principal figura de la misma es la
mencionada June Osborne, también conocida como la criada Defred/ Dejames, no
solo porque es el personaje que lleva la voz cantante en la trama –la mayoría
de los episodios suelen empezar y acabar con alocuciones en off de la
protagonista, por lo general cagándose en la puta madre de los tiránicos
varones de Gilead que abusan de ella y de sus no menos sufridas compañeras–,
sino también porque tiene el mayor desarrollo y el arco emocional más amplio,
por más que, como ahora veremos, no está exento de contradicciones. De hecho,
en más de un episodio, un encuadre recurrente consiste en los primeros planos
en ligero semipicado del rostro de June mirando a la cámara mientras sonríe por
lo bajo, y, por tanto, inquiriendo al espectador con una de sus contundentes
reflexiones en voz over, rompiendo la convención de la “cuarta pared” e
interpelando/ implicando al público en lo que se ha propuesto hacer.
En
cierto sentido, el rostro de la actriz Elisabeth Moss se convierte, a lo largo
de toda la serie, en una especie de barómetro emocional que va marcando el
progresivo hartazgo de su personaje, primero atenazado por el temor al castigo
físico, y luego dominado por un odio visceral hacia el comandante Waterford,
por violarla, hacia la guardiana conocida como tía Lydia (Anne Dowd), por
torturarla, o hacia la esposa del primero, Serena Waterford (Yvonne
Strahovski), por humillarla, y el nacimiento de su determinación de vengarse de
todos ellos y de todo lo que representa Gilead, hasta el punto de convertirse,
casi literalmente, en una versión femenina (que no feminista) de la figura del vigilante.
A ello hay que añadir la sobreactuación de Elisabeth Moss, que con sus
recurrentes expresiones de sufridora indignada acaba haciéndose tan
cargante como en El hombre invisible (The Invisible Man, 2020, Leigh
Whannell). De hecho, hay un empleo abusivo del inserto de primeros planos/
contraplanos de June mostrando su repugnancia a duras penas contenida ante los
abusos que le infligen a ella o a otras compañeras de desdichas, hasta el punto
de resultar inverosímiles algunos de sus desplantes ante sus “superiores” sin
que estos la castiguen, cuando hay en la serie otras criadas que salen peor
paradas que ella por faltas de respeto, en ocasiones, menores a las suyas: es
el caso, sin ir más lejos, de tres amigas suyas: Moira (Samira Wiley), una
lesbiana obligada a mantener una actividad sexual con hombres contraria a sus
inclinaciones naturales, sometiéndola como criada a la Ceremonia, o
prostituyéndola en el Jezabel’s; la también gay Emily (Alexis Bledel), a la que
castigan su desobediencia extirpándole quirúrgicamente el clítoris y mandándola
a hacer trabajos forzados en las Colonias; o la alocada Janine (Madeline
Brewer), penalizada, por díscola, con la pérdida de su ojo derecho.
A
lo largo de las tres temporadas que llevamos de la serie, el personaje de June
desarrolla una compleja personalidad basada, principalmente, en el instinto de
supervivencia, para lo cual ha aprendido a adaptarse a las circunstancias,
fingiendo ante comandantes, guardianas y soldados una sumisión de la cual
carece por completo –es una mujer moderna e instruida que, antes del
desmoronamiento de los EE.UU. y el nacimiento de Gilead, trabajaba en una
editorial–, y convirtiéndose en una astuta estratega con tal de ganarse la
confianza de una posible aliada, la mencionada esposa del comandante Serena
Waterford, haciéndole ver que, como ella, aunque a otro nivel, también es una
mujer oprimida –a esta última llegan al extremo de cortarle un dedo meñique por
el mero hecho de haber pedido permiso al consejo de comandantes, ¡entre ellos
su propio marido!, para que las esposas puedan leer, al menos…, la Biblia–, y así
progresivamente, hasta conseguir, en los últimos capítulos de la tercera
temporada, contactar con la secreta organización rebelde que lucha desde la
clandestinidad contra el poder de Gilead para organizar la fuga de más de
cincuenta niñas y niños al Canadá. Evolución que la lleva a mancharse las
manos hasta extremos tales como asesinar a cuchilladas a un comandante,
George Winslow (Christopher Meloni), y dejar morir a la frágil Eleanor (Julie
Dretzin), la enferma esposa del comandante Lawrence, cuando ambos personajes
interfieren, de un modo u otro, en sus planes; pasando por el intento de
asesinato de Demathew (Ashleigh LaThrop), una criada embarazada y en coma, a la
que detesta desde hace tiempo y por culpa de la cual se ve obligada rezar al
pie de su cama durante más de un mes, lastimándose las rodillas y estando a un
paso de perder la razón; o el asesinato a sangre fría de un soldado durante la
evasión de los niños.
June
no es un personaje de una pieza: a pesar de su odio hacia Gilead, y del amor
que siente hacia su pareja Luke, este en el exilio canadiense, vive un intenso
romance con Nick Blaine (Max Minghella), chófer de los Waterford y, en
realidad, un Ojo, esto es, un agente secreto de Gilead que se dedica a espiar a
sus conciudadanos, pero que, al igual que June, no comparte la monstruosa
ideología de sus jefes. No es casual, en este sentido, que las escenas de sexo
entre June y Nick y la secuencia del parto en solitario de su segunda hija por
parte de la protagonista sean de las más intensas de la serie, habida cuenta de
que vienen a reforzar su discurso supuestamente feminista, y más bien, como
hemos visto, femenino, o, mejor dicho, de sublimación de lo femenino:
las primeras –en particular, las que tienen lugar en el abandonado edificio de
un periódico donde Nick mantiene escondida a June– vienen a ser una exaltación
de la sexualidad femenina, en cuanto es June la que toma la iniciativa
(aquí es ella la que folla cuando quiere y como quiere con el hombre al que le
apetece tirarse), mientras que la segunda es una exaltación de la maternidad,
dado que la protagonista pare sin ayuda de nadie, sin analgésicos y en
condiciones precarias.
En
lo que atañe al resto de personajes, su construcción y desarrollo vienen a ser
una variante del de June. Eso resulta evidente en los casos, por ejemplo, de
las ya mencionadas Moira y Emily, que, como June, se ven obligadas a recurrir
al asesinato antes de huir de Gilead; de hecho, Emily también deja morir a una
mujer, la Sra. O’Conner (Marisa Tomei), una esposa que ha caído en desgracia y
ha sido condenada a trabajos forzados en las Colonias, para castigarla por su
complicidad en las violaciones de las criadas perpetradas por su marido
comandante vía la Ceremonia. El entramado narrativo en forma de flashbacks
nos permite conocer más detalles sobre las vidas de Moira y Emily, e incluso los
de otros dos relevantes personajes femeninos, las asimismo mencionadas Serena
Waterford y la tía Lydia, de tal manera que, gracias a esos saltos en el
tiempo, descubrimos, por ejemplo, que la tía Lydia sufrió un desengaño amoroso
antes de convertirse en la guardiana cruel y despiadada que es ahora (un
personaje unidimensional que se beneficia extraordinariamente de la gran
interpretación que hace del mismo la actriz Anne Dowd, para mi gusto la mejor
del reparto); o, sobre todo, que Serena es una mujer con una capacidad
intelectual muy superior a la de su esposo, hasta el punto de ser una de las diseñadoras
de Gilead, pero acabó cayendo en su propia trampa al verse relegada a un
discreto segundo plano como consecuencia de haber contribuido decisivamente a
crear demasiado bien esa nación donde los hombres son lo único y las
mujeres, nada, ella incluida…
El
problema es que la mayoría de estos personajes –Moira, Emily, la inconsciente y
trastornada criada tuerta Janine, o en el extremo opuesto, la malvada e
intransigente tía Lydia–, más allá del interés de sus caracteres o sus
vivencias personales, no hacen sino reforzar, por apoyo o por contraste, al de
June. Incluso uno de los aspectos más interesantes, la relación de amor/ odio
que se da entre June y Serena, sobre todo a partir del momento en que la
primera se queda embarazada –y no gracias a haber sido inseminada por Fred
Waterford en la Ceremonia, sino tras haberse acostado con Nick bajo la supervisión
de Serena–, da pie a un vaivén dramáticamente muy efectivo, pero narrativamente
poco convincente, habida cuenta de que, de un capítulo a otro, prácticamente de
una secuencia a otra, June y Serena son amigas y enemigas, cómplices y rivales,
complementarias y antagonistas, y eso más en función de los caprichos del guion
que de otra cosa. La buena labor del elenco, en definitiva, es la mejor baza de
una serie que, dejando aparte los oropeles de su apariencia formal, en el fondo
se desliza –y no siempre para bien– hacia lo folletinesco.
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