El protagonista de Acordes y desacuerdos (Sweet and
Lowdown, 1999), Emmet Ray (un extraordinario Sean Penn, en el papel de su
vida), es probablemente uno de los personajes más terribles que hayan salido
nunca de la fértil imaginación de Woody Allen. Ray es un guitarrista de jazz
cuya principal trayectoria profesional, se nos cuenta, tuvo lugar entre los
años veinte y los treinta. Muchos le consideran (entre ellos, ¡él mismo!) el
mejor guitarrista del mundo, después de Django Reinhardt, el único músico al
cual hasta el vanidoso Ray respeta por encima de todo. ¿Vanidoso? Ray no solo
es eso. También es egoísta, egocéntrico, insensible con los demás y, a ratos,
parece que está medio loco: sus aficiones favoritas son mirar pasar los trenes…
y dispararles a las ratas en los vertederos. Pero, a pesar de todo eso y mucho
más, Ray también es un guitarrista genial: un auténtico artista, un virtuoso de
la guitarra cuyo egocentrismo se desvanece únicamente para reconocer la superioridad
de Reinhardt: Ray confiesa que, cuando escucha los discos de Reinhardt, llora;
y de él se explica en más de una ocasión que llegó a desmayarse hasta dos veces
en presencia de Reinhardt, “ese gitano de
París”, como él le llamaba.
Acordes y desacuerdos, que me parece el último film de Allen realmente interesante antes de
entrar en su muy endeble etapa del primer lustro de la década de 2000 –la que
va de Granujas de medio pelo (Small
Time Crooks, 2000) a Melinda y Melinda
(Melinda & Melinda, 2004), hasta su resurrección artística, a todos los
niveles, con la espléndida Match Point (ídem, 2005)–, tiene a grandes
rasgos un par de peculiaridades que la hacen harto atractiva. La primera
consiste en su descarado, pero a pesar de ello interesante, homenaje a una de
las mejores y más famosas películas de su idolatrado Federico Fellini: La Strada
(ídem, 1954). La relación que en Acordes
y desacuerdos mantienen Ray y la joven muda Hattie (una excelente Samantha
Morton) guarda evidentes ecos de la que tenían Zampanò (Anthony Quinn) y la
también muda Gelsomina (Giulietta Masina). Tanto los primeros como los segundos
son gente que vive en el mundo de la farándula, más humilde en el caso de los
protagonistas de la obra maestra de Fellini. Asimismo, el afecto que Hattie
profesa hacia Ray es más sensible, visceral, que racional: la muchacha ama a
Ray y su música con la pasión desmedida e incondicional de alguien que hasta
ese momento se había visto desprovista del amor de un hombre a causa de su
defecto físico y de su escaso atractivo como mujer, tal y como le ocurría a
Gelsomina respecto a Zampanò. Igualmente, Ray trata a Hattie con la misma falta
de respeto y de consideración, usándola para satisfacer sus impulsos sexuales y
sin tener casi ninguna delicadeza con ella, como la manifestada por Zampanò con
Gelsomina. La resolución de Acordes y
desacuerdos es prácticamente idéntica a la de La Strada :
con el paso del tiempo, Ray se dará cuenta, cuando ya es demasiado tarde, que
el único y verdadero amor de su vida ha sido Hattie, y cuando la haya perdido
para siempre, dará rienda suelta a su tristeza y a su desesperación: el momento
en que Ray, destrozado por la pérdida de Hattie (que ha acabado casándose con
otro), hace añicos su guitarra es, en cierto sentido, un equivalente a la
escena final imaginada por Fellini, en la que Zampanò estalla en lágrimas en la
playa poco después de conocer la noticia de la muerte de Gelsomina. Pero, más
allá de estas obvias equivalencias y alguna más que podríamos apuntar, Acordes y desacuerdos se presenta como
una variación, pero no como una mera copia, de La Strada ,
dado que a pesar de esas semejanzas la película de Allen tiene una poderosa
personalidad propia.
La segunda particularidad de Acordes y desacuerdos reside en la
manera como está desarrollado el relato. Allen retoma en cierta medida el
estilo de falso reportaje que ya había adoptado en otras ocasiones, como en la
subvalorada Recuerdos… (Stardust
Memories, 1980) o en Zelig (ídem,
1983), algo que, por cierto, también era muy del gusto de Fellini, para
mostrarnos de esta manera un retrato, por así decirlo, tangencial y distante
del personaje, presentándolo en cierta forma como si fuera un personaje real:
el film se abre con las declaraciones en primer plano de una serie de
personalidades (entre ellas, el propio Allen) dirigiéndose a la cámara y
comentando aspectos de la vida de Emmet Ray; falsas entrevistas que, a lo largo
de la narración, se van insertando en momentos puntuales, a modo de comentarios
en off que van recordando al
espectador que, a fin de cuentas, lo que está viendo es una dramatización de hechos (imaginarios):
que lo que se le está ofreciendo es un relato que puede ser aceptado al pie de
la letra o tomado con escepticismo. Algo que queda muy claro en la brillante
secuencia en la cual Ray espía la infidelidad de su nueva amante, Blanche (Uma
Thurman), con Al Torrio (Anthony LaPaglia), y, de paso, ¡tiene un nuevo
encuentro con su idolatrado Django Reinhardt!, que culmina, cómo no, con un
nuevo desmayo suyo…; la secuencia, narrada y vuelta a narrar hasta tres veces
desde otros tantos puntos de vista consecutivos, pone de relieve en gran medida
el carácter evocativo y fabulador que domina la mayor parte del metraje de Acordes y desacuerdos.
Lo mejor de Acordes y desacuerdos acaba siendo su equilibrio entre, por así
decirlo, distintas “realidades”: la que conforman, por un lado, los personajes
entrevistados que van glosando “objetivamente” la vida y la obra musical de
Emmet Ray; y la que dibuja “subjetivamente” Allen, en cuanto metteur en scène, introduciendo pequeños
detalles y numerosos matices que enriquecen todavía más el substrato de un
relato que oscila, con aparente facilidad, entre lo cómico y lo dramático:
frente a secuencias humorísticas tan logradas como el divertidísimo intento de
Ray de hacer una entrada triunfal en el escenario sentado sobre una media luna
de madera, el momento en que, huyendo del club donde tiene que actuar, Ray va a
parar a la habitación de unos falsificadores (cuyo dinero falso utilizará… ¡para
comprarse un coche!), o la secuencia que ilustra el extraño azar que está a
punto de convertir a Hattie en estrella de cine (sic), hay escenas que
transmiten un no menos conseguido patetismo; en particular, ese excelente
fragmento en el cual Ray y Hattie se reencuentran en el paseo marítimo frente
al mar donde se conocieron y allí el primero descubre que la segunda ha rehecho
su vida, cuya intensidad es muy superior a la de otras incursiones de Allen en
el terreno del melodrama, como Interiores
(Interiors, 1978), September (ídem, 1987)
u Otra mujer (Another Woman, 1988).
la "mudita" se come la película... una gran película que en un nuevo visionado creo que pierde frescura y algo más, pero es un Allen auténtico... saludos
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