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miércoles, 11 de julio de 2018

La pesca de la ballena blanca: “MOBY DICK”, de JOHN HUSTON




Rodada entre dos de sus películas más extrañas, la mediocre La burla del diablo (Beat the Devil, 1953) y la excelente Solo Dios lo sabe (Heaven Knows, Mr. Allison, 1957), no me resulta difícil ver en Moby Dick (ídem, 1956) uno de los mejores trabajos de John Huston, acaso el más perfecto junto con Dublineses (The Dead, 1987), su admirable adaptación del relato de James Joyce Los muertos. Las razones del enorme interés de Moby Dick van más allá de lo obvio, es decir, del hecho de que se trate de una versión de la-maravillosa-novela-de-Herman Melville, pues del mismo modo que, como se ha dicho en infinidad de ocasiones, el film de Huston no apura a fondo toda la riqueza del inmenso original literario, lo cierto es que tampoco lo pretende, pero a pesar de ello consigue a cambio llevar hasta sus últimas consecuencias una inteligente lectura del mismo, fruto de la magnífica labor de adaptación al cine llevada a cabo por el propio Huston  junto con Ray Bradbury.


Haciendo gala de una gran comprensión del libro de Melville, y siendo conscientes de que resultaba materialmente imposible condensar todo su complejísimo contenido en un largometraje de menos de dos horas de duración, Huston y Bradbury se concentraron principalmente en una de las más vistosas lecturas que ofrece la novela, procurando desarrollarla tan a fondo como les fuera posible partiendo, como digo, de las limitaciones (y convenciones) establecidas en torno a un largometraje de Hollywood de alto presupuesto. De este modo, sus esfuerzos se dirigieron a destacar lo que el libro de Melville tiene de simbólica interpretación de la lucha del Hombre contra Dios, de tal manera que Moby Dick, la gigantesca ballena blanca, vendría a ser una representación de la divinidad contra la cual se rebela a su vez un representante de esa humanidad reprimida bajo el yugo de lo divino, el capitán Ahab (Gregory Peck), con la finalidad de destruirla, o lo que es casi lo mismo: con la intención de liberar al Hombre de la tiranía de Dios. Un discurso, digamos, “blasfemo” que asimismo desarrollaría en parte el cineasta checo Milos Forman en su célebre –y discutida– Amadeus (ídem, 1984), a partir de la obra de teatro homónima de Peter Shaffer.


No es casual en este sentido que, por ejemplo, el sermón que pronuncia el padre Mapple (Orson Welles) desde lo alto del púlpito de su iglesia en forma de proa de barco (sic) tenga como tema el temor de Dios, y que además desarrolle esa temática haciendo alusión a la famosa parábola bíblica de Jonás y la ballena: Melville propone –y Huston y Bradbury recogen con fidelidad y admirable capacidad de síntesis– que la lucha del capitán Ahab contra Moby Dick, la ballena que le mutiló, no es sino una representación de la lucha del Hombre contra Dios; que, como explica el padre Mapple en su sermón, obedecer los designios divinos supone para el hombre “desobedecerse a sí mismo”, o dicho de otra manera, que para ser un buen cristiano hay que renunciar a los propios pensamientos y a la propia personalidad; y que, en ocasiones, cumplir los designios de Dios le provoca dolor y sufrimiento al Hombre, dado que este último no está llamado a comprender aquéllos. Por eso mismo, Ahab es el capitán de un barco ballenero que en el pasado fue gravemente herido por Moby Dick, la ballena blanca (o cachalote blanco), quien le arrancó la pierna izquierda (la cual reemplaza con una pieza hecha de mandíbula de ballena), y de la que se quiere vengar por haberle herido –en sus propias palabras– “en cuerpo y alma”: Ahab no acepta el incomprensible dolor que inflige Dios a sus criaturas, ese “temor de Dios”, y en consecuencia, se rebela contra el mismo. Mas lo relevante de esta apasionante interpretación del libro de Melville reside en la brillantísima manera como Huston y Bradbury suplieron plasmarla en el film, y sobre todo por parte del realizador, cómo supo expresarla en imágenes.  


Desde este punto de vista, Moby Dick, versión Huston, es una apasionante digresión sobre la inmutabilidad de la religión que el cineasta visualiza admirablemente llenando el relato de excelentes apuntes en forma de sombríos augurios, tanto da que adopten los modos de la religión cristiana como de otros cultos “paganos”: puede ser tanto el siniestro mal agüero sobre cuál será el destino de Ahab y de su barco ballenero, el Pequod, que pronuncia un extraño personaje con un nombre de resonancias bíblicas, Elías (Royal Dano), ante Ismael (Richard Basehart) y su amigo Queequeg (Friedrich von Ledebur); como el que adopta la forma de la religión más ortodoxa: el sermón de padre Mapple, donde hallamos otro apunte premonitorio: el travelling que recorre las lápidas en la pared de la iglesia que recuerdan los nombres de los marineros muertos en el mar. Asimismo, y ya en el océano, el capitán Ahab implica a su tripulación en la búsqueda y captura de Moby Dick por medio de una especie de ritual pagano libado con ron, convirtiendo su arenga contra la ballena blanca es una especie de comunión blasfema contra Dios. Más adelante, Queequeg ve una premonición de su muerte inminente en los pequeños huesos que utiliza para ver el futuro, y le encarga al carpintero de a bordo que le construya un ataúd a su medida: el mismo que será la tabla de salvación de Ismael, único superviviente de la tragedia del Pequod, y que centra el bellísimo plano que cierra la película. Y, en medio de una violentísima tormenta, Ahab apaga con su mano el verde luminiscente del fuego de San Telmo que ilumina su arpón y cubre los palos mayores de su barco. Asimismo, todas las admirables escenas del acoso a la ballena blanca en alta mar están cargadas de detalles atmosféricos que contribuyen a reforzar el carácter metafórico del relato, tal es el caso de aquello que señala la proximidad de Moby Dick: ese olor a tierra que desprende, “como si hubiera una isla donde hoy hay isla alguna”, o la bandada de gaviotas que siempre escolta al gigantesco cetáceo blanco, que parecen anticipar los extraordinarios “pájaros” de Alfred Hitchcock.  


Si todo esto ya bastaría para considerar a Moby Dick un film admirable, no es ni mucho menos el único mérito de una película que no dudaría en considerar una de las más bellas a la hora de mostrar la vida y el quehacer rutinarios de la marinería, junto con otras dos obras maestras por las cuales, lo confieso, tengo una especial debilidad: El demonio del mar (Down to the Sea in Ships, 1949), de Henry Hathaway, y Master & Commander: Al otro lado del mundo (Master & Commander: The Far Side of the World, 2003), de Peter Weir. Resulta obligado destacar en este sentido el gran trabajo conjunto llevado a cabo por Huston con ese gran director de fotografía que fue Oswald Morris (los no menos notables Freddie Francis y Arthur Ibbetson se ocuparon, respectivamente, de la fotografía de la segunda unidad y de la operación de cámara), confiriéndole al film una pátina de colores como de postal antigua, la cual, combinada con la planificación enfática de un Huston más inspirado que nunca da pie a momentos de una formidable plasticidad. Tal es el caso de la extraordinaria secuencia de la partida del Pequod, con ese conmovedor contrapunto de los rostros de las mujeres llenos de tristeza por la marcha durante tres años, y quizá para nunca volver, de esposos e hijos; o de las escenas del Pequod en un mar en calma chicha, en las cuales Huston contrapone los planos del disco solar, adormeciendo perezosamente a los marineros, con esa onza de oro español ofrecida por Ahab como recompensa a quien aviste primero a Moby Dick y que, clavada en el mástil, se convierte a la luz del sol en otro pequeño y brillante “disco solar” que “abrasa” a los hombres del Pequod bajo el calor bochornoso de la obsesión de su capitán.


Otro aspecto que el Moby Dick de Huston retoma del Moby Dick de Melville reside en su inteligente digresión sobre el punto de vista. Al principio del film, y con gran fidelidad al original literario, vemos a Ismael recorriendo una serie de hermosos paisajes rurales camino del mar, al cual llega siguiendo el cauce de arroyos y ríos que acaban desembocando en el océano. Es entonces cuando el protagonista pronuncia la famosa primera frase de la novela de Melville: “Llamadme Ismael”. Una frase cuya popularidad dentro de la literatura norteamericana sería equivalente al “Ser o no ser” dentro de la británica o al “En un lugar de La Mancha” de la española, y que además introduce en la película una pauta narrativa, en virtud de la cual se nos advierte desde el principio que vamos a asistir a un relato narrado desde el punto de vista subjetivo de un personaje, Ismael, cuya narración over acompaña numerosos momentos de la función: Moby Dick es uno de esos raros films en los que la voz en off está magníficamente dosificada. Llama la atención el cuidado que Huston y Bradbury pusieron a la hora de convertir la obsesión de Ahab es una postura vital, que no vitalista (Moby Dick es, como en Melville, la crónica de un proceso de autodestrucción), algo que queda perfectamente reflejado en la magnífica secuencia del encuentro de Ahab con Boomer (James Robertson Justice), el capitán de otro ballenero que asimismo fue mutilado por Moby Dick: Boomer perdió la mano izquierda, que ahora substituye por la punta de un arpón (ideal, dice, “para abrir barriles de ron”), y que al contrario que Ahab no guarda ningún rencor hacia el cetáceo que le hirió; de lo cual se deduce que el odio de Ahab hacia Moby Dick no solo tiene mucho de rebelión contra Dios, tal y como hemos explicado, sino también de afrenta personal: Ahab siempre se refiere a la herida que la ballena le infligió en cuerpo y alma como “un insulto”. Tampoco faltan apuntes que permiten deducir, como en la novela, que Ahab contagia su obsesión por Moby Dick a su tripulación, desatando así una especie de histeria colectiva en virtud de la cual los miembros del Pequod acaban viendo aquello que Ahab quieren que vea, incluso una gigantesca ballena blanca que quizá no existe sino en la enfebrecida imaginación de Ahab y todos los balleneros; resulta asimismo significativo de ese proceso de alienación al cual Ahab somete a sus hombres el hecho de que incluso el más racional de todos ellos, el segundo de a bordo Starbuck (Leo Genn), acabe al final contagiado de esa misma histeria y conduzca a los marineros a su cargo a morir aplastados por la misma ballena blanca que ha acabado con la vida de Ahab.  

La ambivalencia como estilo: “EL TRUCO FINAL (EL PRESTIGIO)”, de CHRISTOPHER NOLAN



[NOTA PREVIA: AUNQUE DOY POR HECHO QUE, A ESTAS ALTURAS, LA TRAMA DE ESTA PELÍCULA ES SOBRADAMENTE CONOCIDA, ADVIERTO, DADO QUE SE TRATA DE UN FILM NO MUY ALEJADO EN EL TIEMPO, DE QUE EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE DESVELAN ASPECTOS FUNDAMENTALES DE SU ARGUMENTO.]


El truco final (El prestigio) (The Prestige, 2006) adapta la novela El prestigio, de Christopher Priest, publicada entre nosotros por Minotauro. No voy a extenderme sobre esta última, por lo cual, aparte de recomendar su lectura dado que se trata de un libro de gran calidad, me limitaré a señalar algunas de sus chocantes diferencias respecto a la adaptación cinematográfica urdida por Christopher Nolan en estrecha colaboración con su propio hermano, Jonathan Nolan, este último cofirmante del guion. Si, como en mi caso, se tiene ocasión de leer la novela después de haber visto el film, la primera sorpresa que depara su lectura consiste en descubrir que el libro sitúa la acción de sus primeros capítulos en época actual, momento en que un descendiente del mago Alfred Borden (encarnado en la película por Christian Bale) conoce a una descendiente de Robert Angier (Hugh Jackman, en el film), y a partir de ese momento se reconstruye la historia de sus respectivas familias y el odio que las enfrenta a raíz del primer enfrentamiento entre sus respectivos tatarabuelos, el cual se remonta al Londres victoriano, espacio y tiempo en los cuales se desarrolla el grueso de la película. Lo primero que cabe preguntarse es: ¿por qué los hermanos Nolan decidieron no seguir fielmente la excelente novela de Priest y, por el contrario, se atrevieron a darle un nuevo enfoque? Puede haber muchas razones para ello, mas mi teoría particular al respecto es que Nolan veía en el libro de Priest un pretexto para desarrollar otra de sus elaboradas ficciones que juegan con el tiempo, el espacio y el, digamos, desarrollo convencional  de cualquier relato al uso (planteamiento, nudo, desenlace), y quizá quiso jugar con las expectativas de quienes ya conocían la novela, ofreciéndoles a cambio algo diferente: una especie de juego de manos dirigido a los lectores del libro, de tal manera que ni siquiera estos últimos estuviesen seguros de qué terreno estaban pisando, poniéndolos en igualdad de condiciones respecto al espectador del film que desconociese la novela.


El truco final (El prestigio), en sus líneas generales, se encuentra espiritualmente cerca de Memento (ídem, 2000), con la que coincide hasta cierto punto en su anhelo por experimentar con los mecanismos convencionales de la narración cinematográfica. Si en esta última se trataba, explicado rápidamente, de un relato contado “al revés”, cuya narración “arranca” por el final y “concluye” por el principio, de tal manera que cada nueva secuencia es la que precede a la que acabamos de ver, El truco final (El prestigio) opta por una narrativa aparentemente más tradicional cuyo orden lineal, por así decirlo, se va “rompiendo” mediante la inserción de una compleja serie de flashbacks que nos informan sobre el pasado de los personajes y van añadiendo sutiles matices a los hechos narrados “en presente”.


No es de extrañar, en este mismo sentido, que el oficio de magos de los personajes protagonistas y, además, el contexto en el cual se desarrolla el relato (el mundo del teatro de variedades con todo su artificio), redunde en beneficio de una película en la cual prácticamente todas y cada una de sus imágenes tienen un doble sentido o, como mínimo, un sentido oculto o no evidente a simple vista, pero cuya doblez está puesta de manifiesto en todo momento. Salvando las distancias, en El truco final (El prestigio) Christopher Nolan recurre a una técnica similar a la empleada por M. Night Shyamalan, sobre todo en El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999), en virtud de la cual la información necesaria para comprender la entraña del relato está en todo momento a la vista del espectador, por más que no lo parezca en primera instancia. En este sentido, El truco final (El prestigio) es uno de esos films que necesitan de un segundo visionado para terminar de captar todas sus sugerencias, y además tiene la no menos insólita particularidad de que, una vez revisada y con conciencia del “truco final” al cual hace referencia su título español, se revela a los ojos del espectador como una obra sutilmente distinta respecto a la impresión dejada en su primer visionado; de una manera un tanto especial, parece “otra” película.


Más que de ambigüedad (diccionario en mano: cualidad de ambiguo; referido al lenguaje, que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones; referido a una persona, aquélla que, con sus palabras o comportamiento, vela o no define claramente sus actitudes u opiniones), a la hora de hablar de El truco final (El prestigio) resulta más exacto hablar de ambivalencia: condición de lo que se presta a dos interpretaciones opuestas. El truco final (El prestigio) es, por tanto, un film ambivalente; y lo es con independencia de que sus personajes puedan ser o adoptar en determinadas ocasiones comportamientos y actitudes ambiguos. En particular, el de Olivia Wenscombe, la ayudante de mago interpretada por Scarlett Johansson, la cual en un momento del relato juega a cuatro manos con una misma baraja: ha sido inicialmente contratada por Angier para ser, primero, su ayudante, luego su amante y más tarde su espía, fingiendo que la ha despedido para que a continuación la contrate Borden, se gane su confianza y, así, pueda robarle el diario donde tiene anotados todos sus trucos; Olivia deviene también ayudante, amante y espía de Borden, quien sabe desde el primer momento que Angier la ha enviado y acaba entregándole un falso diario; aquella misma ambigüedad vuelve a estar favorecida nuevamente, como ya hemos apuntado, por el contexto teatral, artificioso, que se erige en telón de fondo de la trama.


La ambivalencia de El truco final (El prestigio) se desarrolla, por tanto, en virtud de la fuerza que el realizador extrae de gestos y miradas, de manera que cada uno de ellos sugiere más cosas de las que, en principio, muestra o parece mostrar a simple vista. Los ejemplos abundan, pero nos centraremos sobre todo en dos que resumen en esencia toda la película. Durante uno de los primeros flashbacks, asistimos al nacimiento de la rivalidad entre Angier y Borden, en principio por culpa de un desgraciado accidente: la joven esposa de Angier, Julia (Piper Perabo), llevaba a cabo un número de escapismo dentro de un tanque lleno de agua; Borden insiste en que el número puede mejorarse, y propone atar las muñecas de Julia con un nudo especial, algo que Cutter (Michael Caine), el ingeniero que trabaja para ambos magos, desaconseja, dada la dificultad de desatar dicho nudo bajo el agua; una noche, Julia lleva a cabo su número de escapismo; ella y Borden cruzan, por un segundo, una mirada de conformidad entre ellos (o, mejor dicho, algo que parece una mirada de conformidad) en el momento en que el segundo ata las muñecas de la primera; resultado: Julia no consigue desatarse y, antes de que Cutter rompa el duro cristal del tanque con su hacha, muere ahogada. A partir de ese momento, Angier culpa directamente a Borden de la muerte de su mujer, convencido de que la ató con un nudo imposible de deshacer. Durante el funeral de Julie, Angier interpela a Borden, preguntándole qué clase de nudo hizo, y Borden contesta, convencido: “No lo sé…”. Naturalmente, a simple vista parece que Borden está contestando así tan solo para excusarse; pero, en la práctica, como se descubre al final del film, sabremos que está diciendo la verdad: que no sabe qué nudo le hizo a Julia porque, sencillamente, él no lo hizo… sino su hermano gemelo: su “truco final”.


Yendo más lejos, cuando Angier, cegado por su odio vengativo hacia Borden, se propone descubrir cómo este último lleva a cabo el truco conocido como El Hombre Transportado, se niega a escuchar a Cutter cuando este último le dice que, en su opinión, Borden sencillamente utiliza “un doble”. Dicho de otro modo: cuando Borden contesta a la pregunta de Angier “No lo sé…”, o cuando Cutter afirma que lo que hace Borden es usar “un doble”, dichas respuestas son ambivalentes: van dirigidas tanto a los personajes entre sí como, asimismo, al propio espectador de la película, al cual se le está diciendo de este modo lo que realmente ha ocurrido, por más que ello no sea evidente a simple vista: que el Borden que contesta a Angier quizá no es el mismo que ató las muñecas de Julia (porque hay “otro Borden”), y que Borden quizá usa un doble para su truco del Hombre Transportado (su oculto hermano gemelo). O sea, los personajes están diciendo la verdad sobre lo ocurrido, pero en ese punto del relato el espectador se siente más identificado con Angier, cuya joven y bonita esposa hemos visto morir estúpida y trágicamente, y mucho menos con Borden, quien es presentado como alguien más bien oscuro y antipático que en ocasiones trata a su propia mujer, Sarah (Rebecca Hall), con una rara frialdad. Extraña conducta que, como también se desvela al final del relato, forma parte de su misma ambivalencia: hay ocasiones en las cuales Sarah le reprocha a su marido que, cuando le dice que la quiere, no siempre suena “de verdad”; naturalmente, ello tiene su razón de ser en que su marido no siempre es quien aparenta…



Otro ejemplo de la apasionante ambivalencia del relato reside en su curioso contrapunto más o menos científico. Está, por un lado, el relieve del personaje de Cutter, quien como ingeniero a las órdenes de los magos que le contratan conoce a la perfección sus secretos: él sabe a ciencia cierta, por ejemplo, que el canario que desaparece dentro de la jaula que, aparentemente, se desvanece debajo de un pañuelo, no es el mismo que luego “reaparece” a los ojos del público, sino que en realidad está muerto: aplastado y oculto bajo el doble fondo de la mesa donde reposa la jaula. También resulta atractiva la incorporación al relato del personaje real del científico Nikola Tesla (David Bowie), el cual al principio aparece llevando a cabo experimentos eléctricos inspirados en los auténticos llevados a cabo por el verdadero Tesla para acabar, paradójicamente, construyendo el invento imposible que permitirá a Angier superar el truco del Hombre Transportado de Borden, con funestas consecuencias. Resulta aterradora la conclusión del relato, con Borden siendo ajusticiado en la horca, falsamente acusado del asesinato de Angier, mientras su hermano gemelo (su “truco final”) ajusta las cuentas con este último, matándolo de verdad en un tenebroso decorado donde reposan los efectos directos del odio y la ambición ciega de Angier: los cadáveres de sus propios dobles, creados cada noche por la máquina de Tesla durante su espectáculo de magia, y cuyo cruel destino es morir ahogados –como Julia– dentro de los tanques de agua preparados al efecto. 

El beso desnudo: “UNA LUZ EN EL HAMPA”, de SAMUEL FULLER



Qué extraña, desconcertante y hermosa es esta película de Samuel Fuller, como lo es su título original en inglés, The Naked Kiss (1964), el beso desnudo, el cual hace referencia en términos generales hacia una conducta sexual desviada, o lo que se entiende como tal. Extraña, porque atesora una de las tramas más delirantes de toda la carrera de su autor, en el borde mismo del delirio total y absoluto (en el cual, por cierto, cae en más de una ocasión… pero con magníficos resultados). Hermosa, porque atesora tanta fuerza y belleza, tanta pasión por lo que narra y tanto entusiasmo por cómo lo narra, que se hace perdonar algunos defectos. Los mismos que hacen de ella, también, una obra desconcertante, habida cuenta de que Una luz en el hampa contiene, asimismo, dos de los peores momentos de toda la carrera del cineasta.


El primero es su muy celebrada y a mi entender grotesca secuencia de apertura, muy característica de un realizador amante de empezar sus películas de la manera más impactante posible, pero que aquí se excede por completo: ese famoso momento en que Kelly (Constance Towers), la protagonista del relato, golpea a un hombre que ha intentado propasarse con ella, el cual durante el forcejeo le arranca la peluca que lleva puesta, poniendo al descubierto su cráneo rasurado; luego sabremos que Kelly es prostituta, ese hombre, uno de sus clientes, y la rasuración de su cabeza, consecuencia del maltrato de un proxeneta para el que “trabajaba”; pero si la secuencia, planificada con sentido del impacto, en virtud de una rápida combinación de primeros planos y planos medios muy cerrados de Kelly golpeando al hombre y de este último recibiendo los golpes de la mujer, rebosa energía fílmica…, la misma se estropea por completo cuando el personaje masculino exclama: “¡Estoy borracho!” (sic), a fin de justificar así que la mujer sea capaz de agredirle y arrojarle al suelo como lo hace, pero se trata sin duda alguna de un subrayado burdo y fácil por parte del guion, que malogra la gracia y el vigor de este arranque (sobre todo cuando, más adelante, la propia Kelly acaba dando una explicación de cómo golpeó al cliente, aprovechando que estaba bebido, para cogerle el dinero que le debía por sus “servicios”, ni más ni menos, lo cual sería suficiente para explicar y justificar que la mujer haya podido derribar a ese varón). El otro momento, por suerte más breve y que incluso suele pasar desapercibido, tiene lugar en el burdel que regenta Candy (Virginia Grey); me refiero a uno en el que una de las chicas que “trabaja” para esta última despacha a un cliente de un golpe de kárate, escena burda y ridícula donde las haya que invita a cerrar los ojos…


Sin embargo, a pesar de estos dos pegotes, o quizá precisamente gracias a ellos, por su contraste con el resto del relato, el apasionamiento del cual hacen gala los mejores momentos de Una luz en el hampa acaba dejando un poso imborrable en el espectador. Y eso es así pese al tono extravagante del argumento, como digo, uno de los más delirantes de toda la carrera de Fuller: la historia de una prostituta, la mencionada Kelly, que decide cambiar y dejar atrás la “mala vida”, empezando una nueva existencia bajo la sombra del anonimato en una pequeña localidad, Grantville, donde conseguirá trabajo como auxiliar de enfermería en una escuela para niños discapacitados, e incluso conocerá a un hombre amable y adinerado, J.L. Grant (Michael Dante), a quien le confesará su pasado como “mujer de la vida”, ¡y aún así este querrá casarse con ella!, hasta que ella acabe descubriendo la terrible verdad: que Grant no es sino un degenerado que siente inclinaciones pederastas hacia las niñas (¡), y que la principal razón por la cual quiere casarse con Kelly es porque –en sus propias palabras– ella es “un monstruo” como él… Furiosa ante semejante revelación, Kelly asesinará a Grant de un golpe fortuito, y solo la declaración a última hora de la pequeña de la cual Grant estaba abusando cuando fue sorprendido por Kelly impedirá que esta última sea procesada por asesinato, si bien se verá obligada a abandonar Grantville.


Si, así explicada, la trama de Una luz en el hampa puede invitar al rechazo, es mérito (gran mérito) de Fuller el extraer de la misma el máximo partido a base de pura intensidad fílmica, de una fuerza visual y capacidad de expresión que va mucho más allá de semejante enunciado y eleva la película hasta inesperadas cotas de poesía. La gran baza del film reside en su narración enfocada desde el punto de vista de Kelly, de tal forma que en muchas ocasiones los pensamientos, anhelos y ensoñaciones de la protagonista acaban ocupando el primer término del relato y hacen perfectamente coherente  y comprensible el carácter duro y tierno, pragmático y sensible, de un personaje que se erige fácilmente en la mejor figura femenina de la filmografía de Fuller y en una de las más complejas y matizadas del cine negro norteamericano, por más que ya en el momento de su realización Una luz en el hampa fuera un ejemplo tardío de la época clásica del género (aunque la contrastada fotografía en blanco y negro de Stanley Cortez contribuye a reforzar ese vínculo con el film noir).


Uno de los aspectos más conmovedores de Una luz en el hampa reside en la somera descripción de los esfuerzos de Kelly por dar un giro radical a su existencia, siendo el primer paso guardar las apariencias y fingir que es una persona muy distinta a lo que era: la protagonista llega a Grantville presentándose como la representante de una empresa de bebidas alcohólicas que está viajando para promocionar una nueva marca, en lo que puede verse un irónico apunte sobre la condición personal de Kelly, quien a fin de cuentas en cierto sentido también viene a “venderse” a sí misma. Pero la protagonista no logrará engañar al perspicaz sheriff del pueblo, el capitán Griff (Anthony Eisley), con quien incluso tiene un fugaz encuentro sexual, primer indicio de las dificultades con que se va a encontrar para llevar a cabo ese cambio que tanto desea. Pese a todo, y con la aquiescencia de Griff, quien accede a dejar que se quede en el pueblo y a no revelar a nadie ninguna información sobre su pasado porque quiere darle esa oportunidad de redimirse, Kelly empieza a avanzar en la consecución de ese sueño. Y precisamente como si fuera un sueño muestra Fuller los siguientes pasos de Kelly por Grantville, lo cual da pie a secuencias tan magníficas como la de la llegada de la protagonista a la casa donde una amable anciana viuda le alquila una agradable habitación, en la que la luminosidad de la fotografía proporciona un encanto sensual al decorado y expresa así, indirectamente, el carácter soñador de Kelly; los primeros pasos de la protagonista en el hospital para niños discapacitados, que culminan en una difícil secuencia sentimental en la que, a base de grandes primeros planos, vemos a los amados niños de la planta de la cual se encarga Kelly cantando la tierna canción infantil que ella misma les ha enseñado (y convirtiéndose, de este modo, es una especie de sublime coro de pureza que expresa en voz alta la inocencia oculta, ahora recuperada, que anidaba en el interior de la protagonista); o la secuencia, tan delicada de resolver pero asimismo tan conseguida, en la que una enamorada Kelly se imagina dando un irreal paseo en góndola en compañía de Grant, lo cual supone una indirecta invectiva de Fuller sobre el sentimiento amoroso entendido como un estado que “ciega” a Kelly la fuerte, Kelly la prostituta, que se conmueve cada vez que ve a un bebé en su cuna o en un cochecito, acaso añorando una maternidad que nunca ha conocido y una estabilidad que se le escurre entre los dedos, y que en cierto sentido la convierte en una pariente próxima de la Cabiria de Federico Fellini.



No resulta de extrañar, en este sentido, que, en coherencia con el planteamiento casi onírico de Una luz en el hampa, el momento en que el sueño de Kelly se “rompe”, convirtiéndose en amarga pesadilla, tenga por eso mismo un tono y una resolución igualmente “pesadillescos”. Me estoy refiriendo al que posiblemente sea uno de los mejores momentos no ya del film sino de todo el cine de Fuller: aquél en el que Kelly descubre a Grant abusando de una niña, resuelto con una simplicidad que corre pareja con su genial capacidad de síntesis y de sugerencia. Primero vemos a Kelly entrando feliz en la mansión de Grant (ella le ha contado todo sobre su pasado y ambos ya han anunciado su intención de contraer matrimonio); la casa está en penumbra, iluminada con luces y sombras que le confieren un inesperado y premonitorio tono siniestro al decorado (cortesía, una vez más, del gran Stanley Cortez); de pronto, Fuller monta tres primeros planos, uno de Kelly, mirando con horror a un determinado punto fuera de cuadro; otro de Grant, devolviéndole la mirada con sorpresa y estupor; y un tercero de la niña, con expresión de incomprensión. Se crea de este modo un vínculo entre los tres personajes que dibuja de inmediato la naturaleza turbulenta de la situación. Una muestra brillantísima de una característica siempre presente incluso en las películas menos conseguidas de su autor: su sentido de la experimentación con el montaje.

Los fantasmas del escritor: “BARTON FINK”, de JOEL y ETHAN COEN



Barton Fink (ídem, 1991), cuarto largometraje de Joel y Ethan Coen, situado entre dos de sus películas menos interesantes, la mediocre Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990) –film que, como suele ocurrir en el cine de los Coen, no resiste nada bien una segunda o tercera visión– y la simpática pero insustancial El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994), sigue siendo para el que suscribe una de las mejores películas de sus autores, si no la mejor. Supone en gran medida la culminación y el perfeccionamiento del estilo que habían practicado en sus tres anteriores largometrajes, el interesante Sangre fácil (Blood Simple 1984), el irregular pero divertido Arizona Baby (Raising Arizona, 1987) y ese para mi gusto falso ejercicio de cine negro que es Muerte entre las flores, ya mencionado. De entrada, retoma en parte la época pretérita en la que transcurría esta última, en este caso la década de los treinta, pero por fortuna no hay en Barton Fink el menor asomo de ese humor impostado, de esa ironía cómplice y superficial que a mi entender lastra Muerte entre las flores y que la acaba convirtiendo, más que en un homenaje al cine negro, en su parodia. Por el contrario, recupera y potencia lo mejor de Arizona Baby y sobre todo Sangre fácil, esto es, un sentido impecable de la planificación, su inteligente creación de atmósferas obsesivas y un excelente empleo del sonido. Si a todo ello unimos la gran labor de su reparto (en particular John Turturro, excelente, y John Goodman, sencillamente extraordinario) y la calidad de las aportaciones del equipo técnico-artístico (la fotografía de Roger Deakins, la música de Carter Burwell), no resulta de extrañar que Barton Fink siga resistiendo tan bien el paso del tiempo, hasta el punto de que muy poco de lo que han firmado los Coen desde entonces está a su altura, con la única excepción (y, como siempre, hablo por mí) de Un tipo serio (A Serious Man, 2009).


La atmósfera obsesiva que domina la acción de Barton Fink, situándola en ocasiones en la frontera del cine fantástico, viene marcada en virtud de una inteligente combinación de movimientos de cámara y sonidos ambientales que, paradójicamente, producen un efecto completamente no realista, absolutamente irreal. Al principio del film, la cámara se entretiene en mostrarnos cómo desciende lentamente el mecanismo de la tramoya de un teatro donde el dramaturgo Barton Fink (John Turturro) está estrenando, con éxito, su última obra. Más adelante, otro movimiento de cámara, que hace pensar en el David Lynch de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), recorre la pequeña habitación del hotel donde Barton se encuentra alojado, se dirige hacia el lavabo y se “introduce” por el desagüe; y, cerca del final, otro travelling en medio del baile donde Barton celebra la conclusión de su guion para el estudio de Hollywood que se lo ha encargado con una frenética danza, concluye en el interior de la trompeta de un miembro de la orquesta que está tocando música en vivo. Tanto en un caso como en otro no son movimientos de cámara “lógicos”, destinados a enseñarnos algo en concreto, sino más bien “ilógicos”, subjetivos, en cuanto son más bien un reflejo del turbulento estado mental del protagonista, cuyo cerebro está en ebullición por muchas y muy diferentes razones. Barton, ya lo hemos dicho, es dramaturgo; escribe obras de teatro de temática social, pues está obsesionado con la idea de que el teatro tiene que reflejar los problemas de las personas normales y corrientes y no los de los grandes personajes históricos o de gente de clase acomodada, aristócratas y demás. Sin embargo, su éxito en los escenarios de Nueva York le vale un contrato para trabajar en Hollywood, más concretamente para el estudio, Capitol, que regenta un explosivo magnate típicamente hollywoodiense, Jack Lipnick (Michael Lerner), quien le encarga un trabajo que, en principio, está en las antípodas de las pretensiones artísticas de Barton, un guión para una película de lucha libre protagonizada por Wallace Beery (sic), pero se deja convencer de que su estilo realista es lo que Capitol anda buscando…


Barton tiene una semana para redactar como mínimo una sinopsis del film. Para ello, se encierra en la habitación del hotel que le ha reservado el estudio e intenta ponerse a escribir. Y aquí empiezan sus problemas. Mecanografiadas las primeras líneas, Barton sufre un bloqueo, viéndose incapaz de idear nada. De hecho, desde su llegada al hotel, signos de algo extraño han ido rodeando a Barton: el local es oscuro, solitario a pesar de su inmensidad; lo atiende Chet (Steve Buscemi), un atento pero antipático botones; la atmósfera que se respira en él, en particular las imágenes de sus largos pasillos, hacen pensar en El resplandor (The Shinning, 1980), de Stanley Kubrick, por más que los Coen confesaran que su principal referente al respecto había sido el film de Romand Polanski El quimérico inquilino (Le locataire, 1976).


El mundo de Barton parece desmoronarse a medida que lo hace su confianza en sí mismo, dada su incapacidad para superar su bloqueo creativo: el papel pintado de la pared se despega, desprendiendo de paso pegajosos restos de cola blanca; en la habitación de al lado se oyen extraños ruidos, una mezcla de risas y llantos que resultan ser de Charlie Meadows (John Goodman), el simpático y aparentemente simplón vendedor de seguros que se hospeda a su lado y con el que no tarda en hacer buenas migas. Necesitado de ayuda, contacta con W.P. Mayhew (John Mahoney), un prestigioso novelista que también trabaja en Hollywood como guionista y vive en compañía de su amante Audrey Taylor (Judy Davis), pero el encuentro le descorazona: Mayhew, desengañado con Hollywood, se ha convertido en un alcohólico enfermizo que, en ocasiones, maltrata a Audrey; es más, esta última ha sido, de hecho, la auténtica autora de las dos últimas novelas publicadas por Mayhew (en quienes algunos han querido ver un retrato indirecto de William Faulkner, uno de cuyos primeros trabajos como guionista en Hollywood fue, precisamente… escribiendo películas de lucha para Wallace Beery). Desesperado, Barton llama a Audrey a su habitación de hotel para que le ayude con el guion y termina haciendo el amor con ella, pero aquello será el inicio de la culminación de su pesadilla: a la mañana siguiente, Audrey está muerta, asesinada y metida en un charco de su propia sangre en su lado de la cama; obnubilado, Barton pide ayuda a Charlie, quien se encarga de deshacerse del cadáver; y será entonces, tras esa traumática experiencia, cuando Barton escribirá, de una tacada, el guion.


De este modo, puede verse Barton Fink como una reflexión sobre la creación artística disfrazada bajo los sombríos ropajes de ciertas convenciones del cine de terror, el cine negro y la comedia (de humor negro, por supuesto). Relato en el cual se halla presente un soterrado elemento sexual. Recordemos que una de las primeras cosas que llaman la atención de Barton apenas acaba de entrar en su habitación del hotel es un pequeño cuadro donde aparece una muchacha en bikini vista de espaldas, sentada en la arena de la playa y mirando al mar. La cola, todavía fresca, que se desprende junto con el papel pintado que se despega parece semen. Más adelante, cuando conoce a Audrey, siente una inmediata atracción hacia ella, un pronto deseo de ayudarla que oculta su poco disimulado deseo sexual. De hecho, hay un momento que, tal y como lo planifican los Coen, da pie a una irónica lectura homosexual: la escena en la que, queriendo demostrarle cómo es una llave de lucha libre para su guion, Charlie “invita” a Barton a que le ataque por la espalda…



La película concluye, precisamente, con Barton sentado en la arena de la playa, tras haber sido despedido por Lipnick por haber convertido el guion que le han encargado en un relato metafórico en el que un luchador lucha por encontrarse a sí mismo (sic); delante suyo, se sienta una chica, idéntica a la del pequeño cuadro que había en el hotel. Un final en ocasiones discutido, y que no se limita a ser una mera pirueta visual y narrativa para cerrar la película a modo de círculo, sino que viene a demostrar que, en el fondo, Barton sigue viviendo en su propio mundo, dentro de su propia mente, y que su percepción de la realidad (de esa realidad que, paradójicamente, pretende reflejar fielmente en sus obras) se halla distorsionada para siempre. Ello explica la coherencia del clímax del relato, en ocasiones también muy criticado: el enigmático incendio del hotel que tiene lugar cuando Charlie, en realidad un asesino en serie, se enfrenta a tiros con los dos agentes de policía que han venido a detener a Barton confundiéndole con él; la planificación de la secuencia, abiertamente fantástica, y el diseño visual de ese incendio, que va devorando las paredes del pasillo a medida que Charlie corre por él escopeta en mano, dan a entender que ese fuego no es real, sino imaginario: el Infierno mental dentro del cual se ha sumergido, quizá para siempre, el protagonista del relato.