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lunes, 5 de abril de 2021

La utopía imposible: “LA COSTA DE LOS MOSQUITOS”, de PETER WEIR



Como ya tuve ocasión de explicar en otro lugar (1), una característica apreciable en las películas de Peter Weir inscritas dentro de los márgenes del género fantástico —Los coches que devoraron París, Picnic en Hanging Rock, La última ola y, hasta cierto punto, The Plumber—, pero que también puede aplicarse a la mayoría de sus films catalogados dentro de otros géneros —y suponiendo, claro está, que el cine de Weir en su conjunto pueda realmente constreñirse en los márgenes de género alguno: estamos hablando en líneas muy generales— es, como digo, la idea del choque de distintos conceptos de la realidad. La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast. 1986) no constituye una excepción: el protagonista del relato, Allie Fox (Harrison Ford), es, como los de las cuatro películas de Weir de temática (más o menos) fantástica mencionadas líneas arriba, y también como los del resto de su filmografía, un personaje que tiene algo de soñador, y su sueño consiste, precisamente, en su anhelo irresistible, y en su caso autodestructivo, de querer cambiar la realidad que le rodea.



Tanto da, en este sentido, que esa realidad, entendida paradójicamente de forma no-realista sino como un concepto abstracto que agobia a los personajes de Weir, pueda ser tan variada como la existencia de un pueblo donde sus habitantes subsisten a base de provocar accidentes automovilísticos a los forasteros (Los coches que devoraron París), una montaña que ha “absorbido” misteriosamente a un puñado de jóvenes alumnas de una academia para señoritas de principios del siglo XX (Picnic en Hanging Rock), la existencia de una comunidad aborigen ancestral que vaticina el final de la civilización (La última ola), un fontanero que viene a perturbar la tranquilidad cotidiana de una antropóloga con un exceso de miramientos (The Plumber), la realidad extrema de una guerra mundial (Gallipoli) o de la dictadura militar de la Indonesia de 1965 (El año que vivimos peligrosamente), una comunidad amish que parece subsistir literalmente al margen del mundo (Único testigo), el idealismo de un profesor de literatura que se opone a un sistema educativo rígido y tradicional (El club de los poetas muertos), una burocracia que fuerza a una pareja antitética a vivir bajo un mismo techo fingiendo una relación sentimental (Matrimonio de conveniencia), el trauma de un accidente aéreo que convierte a alguien en un “iluminado” (Sin miedo a la vida), el gigantesco decorado de un espectáculo televisivo (El show de Truman), la obsesión de un capitán de navío de principios del siglo XIX con tal de capturar un barco enemigo (Master & Commander: Al otro lado del mundo), o la de un grupo de prisioneros evadidos de un gulag con tal de huir de la represión (Camino a la libertad).



Acaso la principal diferencia con respecto a los films mencionados reside en que, en La costa de los mosquitos, su protagonista está en guerra no tanto contra la realidad que le envuelve como, sobre todo, contra el concepto que de esa realidad él mismo se ha creado: Allie Fox es otro “iluminado”, un brillante inventor capaz de idear y construir un ingenio que fabrica hielo a partir del fuego (sic), y que detesta el modo de vida de su país, los Estados Unidos, porque en su opinión el capitalismo feroz típico del american way of life ha convertido la nación en algo mediocre y gris (resulta difícil no darle la razón, sobre todo a partir del hecho de que buena parte de sus conclusiones pueden aplicarse a la sociedad capitalista occidental en general). En un arrebato, Allie concibe un quimérico plan, consistente en trasladarse con toda su familia —su esposa, a la que simplemente conoceremos como “mamá” (Helen Mirren), y sus hijos, de mayor a menor Charlie (River Phoenix), Jerry (Jadrien Steele) y las gemelas April y Clover (Hilary y Rebecca Gordon)—, e irse a vivir a Belize, América Central, más concretamente a la zona selvática apodada “la costa de los mosquitos”. Una vez allí, Allie compra la propiedad de un miserable poblacho local, Jerónimo, y se convierte así en el alcalde y principal impulsor de una comunidad que se pretende ideal, libre de todos los defectos de la sociedad capitalista en general y norteamericana en particular, edificada alrededor de una versión corregida y aumentada de la máquina de fabricación de hielo.



El curso del relato se sostiene, como suele ser asimismo habitual en el cine de Weir, en el contraste de pareceres, en la contraposición de distintas “realidades”, en este caso el pragmatismo científico de Allie Fox y el reaccionarismo religioso del reverendo Spellgood (Andre Gregory), quien también se instala en Belize con la intención de crear otra comunidad alrededor, en este caso, de la palabra de Dios. Ni que decir tiene que este último contraste da pie a jugosas interpretaciones relativas al carácter casi “divino” del cual se arroba a sí mismo un progresivamente más obsesionado y al final prácticamente enloquecido Allie Fox, quien se erige en su propio dios y en el de quienes lo rodean en nombre de los para él no menos sacrosantos conceptos de “ciencia” y “progreso”. Pronto no tardará en ser evidente que Allie es, en el fondo, tan fanático e intransigente con quienes no piensan como él como el puritano Spellgood. Pero la lección más amarga para Allie será cuando, justo a las puertas de la muerte (no por casualidad, abatido por un disparo al azar del reverendo), el protagonista tenga un último instante de lucidez y sea consciente de que hay otra realidad que ha acabado venciéndole: la de las fuerzas naturales, inestables y caóticas, contrarias a su concepción de un mundo perfecto y bien delineado.



Pero también están presentes otros contrastes, en este caso situados en la esfera más íntima y familiar de Allie: a medida que el protagonista vaya avanzando en su locura mesiánica, su esposa y sobre todo sus hijos Charlie y Jerry irán trucando el amor y la admiración que sentían hacia su persona por miedo y odio. Desde este punto de vista, y en particular en lo que se refiere al personaje de Charlie, cuya voz en off puntúa distintos momentos del relato (y del cual el malogrado River Phoenix logró aquí una de sus más sensibles interpretaciones de adolescencia), La costa de los mosquitos acaba siendo una aguda introspección de las relaciones entre padres e hijos, y en particular, un duro cuestionamiento de la figura paterna: del mismo modo que, en cierto sentido, Allie se “rebela” contra Dios —y, especialmente, contra el Dios retrógrado y reaccionario que predica el reverendo Spellgood—, también Charlie acaba “rebelándose” contra su dios, ergo su padre, a partir del momento en que se da cuenta de que la conducta de este último no hará otra cosa que arrastrarle a él y al resto de sus seres queridos a la perdición. Cuestionamiento de la figura del padre en particular, y en general del orden social, moral, ético y religioso establecido, que de una manera u otra subyace en muchas otras películas de Weir: el modo de vida alternativo de los habitantes del pueblo de Los coches que devoraron París, los aborígenes de La última ola, los amish de Único testigo, el profesor y los estudiantes de El club de los poetas muertos, el “iluminado” protagonista de Sin miedo a la vida, la “rebelión” final de Truman contra el demiurgo que controla a distancia toda su existencia en El show de Truman



Como siempre en Weir, el peso de La costa de los mosquitos se descarga en los elementos atmosféricos, sensuales y sensitivos, de los cuales el cineasta australiano vuelve a ejercer su pleno dominio, sobre todo a partir del momento en que la acción se traslada a Belize. El sol, el calor, la humedad, la lluvia y la frondosidad de la selva impregnan la mayoría de los encuadres, poniendo de relieve no tanto las dificultades telúricas que tiene que vencer Allie a la hora de hacer realidad su sueño de una utopía a la postre irrealizable, como sobre todo el hecho de que esa naturaleza salvaje e indómita resulta imposible de conquistar. Naturaleza que se manifiesta no solo a través de los fenómenos que la caracterizan —véase, por ejemplo, la magnífica secuencia del huracán—, sino también a través de algo asimismo consubstancial a ese entorno natural: las pasiones de los seres humanos que lo habitan. Un momento crucial al respecto —y, asimismo, brillantemente resuelto— será la llegada a la comunidad de Allie de un grupo de guerrilleros armados, y en particular, el modo como el protagonista se deshace de ellos: encerrándolos, primero, dentro de su máquina de fabricación de hielo, donde se han instalado para pasar la noche; y, a continuación, intentando congelarlos, dándose la inesperada circunstancia de que los disparos desesperados de los guerrilleros atrapados provocan un pavoroso incendio, y con él, la destrucción del poblado entero. Nuevo contraste significativo: el hielo acaba dejando paso al fuego; la “frialdad” racional y matemática de las intenciones de Allie termina siendo devorada por el “fuego” irracional e instintivo de las pasiones humanas.



La costa de los mosquitos
es un film interesante, aunque un tanto irregular, esto último como consecuencia de que, por una vez y sin que sirva de precedente, el “discurso” de fondo de lo que cuenta resulta aquí más evidente de lo habitual en su siempre sutil realizador. Puede atribuirse al hecho de que dicho “discurso” está vehiculado en exceso sobre la esforzada pero un tanto cargante performance de Harrison Ford, en su segundo trabajo a las órdenes de Weir tras la más conseguida Único testigo, y sin duda alguna pieza angular de una producción que, caso de no haber contado con la estrella protagonista de las sagas Star Wars e Indiana Jones, difícilmente se hubiese podido llevar a cabo (por más que ni tan siquiera la presencia de Ford logró impedir que La costa de los mosquitos acabara siendo un fracaso comercial). Esa predominancia que tiene aquí el “discurso” puede deberse también a la novela homónima de Paul Theroux en la que se basa la película, adaptada para la ocasión por Paul Schrader, pero mas nada puedo decir al respecto al no haberla leído. En su libro sobre Weir para Cátedra, Nekane E. Zubiaur apunta a que el film es relativamente más suave que la novela de Theroux, por más que mejora algunos aspectos de la misma (algo que llegó a ser admitido incluso por el propio novelista). La misma Zubiaur señala asimismo que, en esta ocasión, Weir confesó haber “rebajado” considerablemente su estilo más sensual y abstracto en aras de una cierta funcionalidad narrativa, pues consideraba que la trama de la película era ya de por sí lo suficientemente dura como para recargarla, además, con un formalismo visual excesivamente ostentoso. Algo de eso acaba pesando un poco sobre los resultados globales de un film, por lo demás, atípico y arriesgado, y definitivamente personal, donde a pesar de todo hallamos destellos característicos del mejor cine de su autor.

 

(1) En mi artículo Peter Weir: La realidad agazapada, incluido en el volumen colectivo Fantípodas. Una aproximación al cine fantástico australiano y neozelandés (Paidós & Sitges 2002 – Festival Internacional de Cinema de Catalunya, octubre 2002), pp. 55-77.

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