[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Hacía tiempo que no veía una película que desatara tanta (sana) polémica en función principalmente de sus méritos o defectos de puesta en escena. Dicho de otro modo, las mismas virtudes de Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011), o lo que se considera/aprecia/valora como tales, son en la práctica lo mismo que también puede considerarse/apreciarse/valorarse como sus defectos. Pero, al margen de esto último, lo más curioso de este film de la cineasta británica Lynne Ramsay reside, como digo, en que todo aquello que lo hace o puede hacerlo atractivo bajo cierto punto de vista (afirmo ya de entrada que me ha parecido muy interesante) es capaz, en un momento dado, de provocar el efecto inversamente contrario si se contempla desde otro ángulo. Evidentemente, esto ocurre con todas las películas del mundo: su valoración positiva o negativa siempre depende del punto de vista bajo el cual se contempla. En el caso concreto de Tenemos que hablar de Kevin, llama la atención el hecho de que la realizadora haya recurrido a una puesta en escena efectista y a tropos de lenguaje fílmico que en manos de otros cineastas acostumbran a ser valorados negativamente, mientras que, tal y como ella los aplica, consigue más de un logrado efecto expresivo. Me refiero, por descontado, a lo más llamativo del relato: sus “saltos” en el tiempo, que Ramsay –coautora del guión junto con Rory Kinnear— visualiza de un modo abrupto y llamativo que en poco se diferencia de cómo los resuelve un Tony Scott o un Peter Berg. Y, sin embargo, por más que formalmente esos flashbacks sean a simple vista tan vulgares como puedan ser los que se ven en la peor producción hollywoodiense estándar, en el fondo el resultado no es ni mucho menos el mismo. Pero, claro, no lo es según mi punto de vista: bajo el de otros, puede serlo (como, por ejemplo, el del colega Aurélien Le Genissel, que en su comentario de esta película para Dirigido por…, núm. 420 –marzo 2012—, le pone serias pero bien razonadas objeciones).
Un análisis de este film tiene que ser, al menos en mi caso, necesariamente superficial, habida cuenta de que carezco de referentes, o si se prefiere, de “puntos de apoyo” que me permitan una mirada más amplia o con mejor perspectiva, dado que no he leído la novela homónima de Lionel Shriver en el que se basa ni he visto ninguna otra película de la realizadora de Tenemos que hablar de Kevin, en particular la prestigiosa Morvern Callar (2002). La manera como Ramsay resuelve Tenemos que hablar de Kevin se encuentra tan intrínsecamente relacionada con el sentido de lo que cuenta que, con franqueza y vuelvo a insistir, desconociendo esos referentes, me cuesta imaginarme esta película narrada de otra manera que no sea esta. Y no solo me refiero al hecho de que este film incide en un aspecto que, como he admitido en más de una ocasión tanto dentro como fuera de este blog, siempre me ha resultado particularmente atractivo: las formas de representación de la subjetividad. Me refiero, asimismo, a que esa representación de lo subjetivo se encuentra intrínsecamente relacionada con la construcción del propio relato, y dicha relación entre subjetividad y narración está ligada de tal manera que, en el supuesto de no existir y de que Ramsay hubiese optado, por tanto, por un relato que siguiera el orden cronológico de los acontecimientos, el resultado no solo hubiese sido, por descontado, muy diferente, sino que probablemente carecería de interés o por lo menos tendría mucho menos del que tiene ahora. Además, y tal y como apuntaba otro colega a pesar de llevar a cabo, asimismo, una valoración negativa de esta película –Ángel Comas, en su reseña publicada en Imágenes de Actualidad, núm. 323 (abril 2012)—, lo que a la postre termina siendo el núcleo duro de Tenemos que hablar de Kevin no es, ni mucho menos, aquello más aparente: la descripción del proceso paranoico que conduce al joven Kevin –Rock Duer de pequeño, Jasper Newell entre los 6 y los 8 años, Ezra Miller una vez llegado a adolescente— a perpetrar una gratuita matanza de los condiscípulos de su instituto de secundaria que se ponen a tiro de su arco y sus flechas. Lo interesante es el personaje desde cuyo punto de vista transcurre todo el relato: la madre de Kevin, Eva (la excelente Tilda Swinton).
De este modo, lo que a simple vista es la visualización de la rememoración, en tiempo presente, que Eva va llevando a cabo de los hechos de su pasado que acabaron culminando en la perpetración de esa masacre y la destrucción de los demás miembros de su familia más cercana a manos de su hijo mayor Kevin, acaba deviniendo al final un agudo retrato de la propia Eva. Un retrato que, precisamente de tan subjetivo que resulta su planteamiento, está bañado con grandes dosis de ambigüedad: ¿hasta qué punto es Kevin, realmente, ese monstruo sin sentimientos que parece haber venido al mundo con el único objetivo de hacer daño a los demás? ¿Acaso no será una proyección (insistamos de nuevo) subjetiva, y por tanto parcial y errónea, de los temores de su progenitora, una Eva que se quedó embarazada cuando todavía no se sentía preparada para ser madre, traumatizada por un parto (el de Kevin) muy doloroso, y que comprueba, estupefacta, que desde que es un recién nacido y hasta que llega a la pubertad, Kevin es a lo ojos de su padre y esposo de Eva, Franklin (John C. Reilly, no menos excelente), un-buen-hijo, o sencillamente, un-hijo-normal? Hasta para Celia (Ashley Gerasimovich), la pequeña hija de Eva y Franklin nacida años más tarde, y a la cual –de nuevo, desde el punto de vista de la madre— Kevin martiriza, es para Celia un-buen-hermano: un-hermano-normal. Incluso cuando, en el tercio final del relato, se visualiza todo el horror de las acciones homicidas de Kevin, la ambigüedad sigue estando presente: ¿era Kevin ese monstruo que tan solo Eva sabía ver, o ha sido la propia Eva la que ha terminado empujando a Kevin a la locura con su propia, personal e intransferible obsesión por él? Todas esas dudas y ambigüedades se trasladan a la propia planificación, que busca expresar ese cúmulo de subjetividad mediante un estilo basado en el recurso constante a flashbacks, en ocasiones muy breves, y al inserto de primeros planos de detalle carentes, en ocasiones, de la menor funcionalidad narrativa, con la intención de ir construyendo un relato y, al mismo tiempo, dibujar una tonalidad dubitativa y divagante que se corresponda con el flujo mental de esa mujer que ha visto cómo su mundo entero iba desmoronándose día tras día, año tras año, hasta terminar abocada a una soledad tan incomprensible por su falta de comunicación no solo con su hijo, sino también con su marido, su hija pequeña y sus compañeros de trabajo. Un estilo que, a ratos, se impregna de ese carácter de digresión que domina el relato, y que por eso mismo está repleto (literalmente) de pinceladas de color: abundan las referencias al rojo –el arranque, con Eva participando en la “tomatina” de Bunyol (sic); las manchas de pintura arrojadas sobre la fachada de la casa de la protagonista; la luz de los semáforos y de los coches de policía; la sangre que mancha el suelo del instituto…—, impregnando plásticamente la vida y los recuerdos de Eva con una procacidad más cercana a la del Godard de los años sesenta –por ejemplo, el de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965)— que a los rojos de Vincente Minnelli o Nicholas Ray.
Puede ser peor o mejor, más o menos acertada, pero coincidimos en que una película abra un debate en torno a la puesta en escena es fundamental en un sector, el cine, que muchas veces se valora/disfruta como si fuera una suerte de teatro filmado o obra literaria en imágenes.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo en que poco importanta el proceso psicótico del hijo, sino el punto de vista de la madre, también con "fugas psicóticas" brillantemente reflejadas en la subjetivizadora puesta en escena. No, este no es un "retrato de un asesino" más...
Totalmente de acuerdo contigo, Tomás. Creo que ya lo habíamos comentado en alguna ocasión: a mí la película me parece que es la narración subjetiva de los bloqueos mentales que una mujer con la psique destrozada se pone para justificar que, seguramente, fue una madre pésima para su hijo. Y como tal, resulta fascinante.
ResponderEliminarEl libro me parece de lo mejor de los últimos años y hablé de ella en mi blog hace unos meses (http://enladrillovisto.blogspot.com.es/2010/11/la-madre-del-monstruo.html). La película me gusta menos, lo que, por otra parte, es lo normal, pero la interpretación de Tilda Swinton es prodigiosa. Ella si que es un monstruo.
ResponderEliminarQuerido Tomas, yo sólo puedo decirte que me tengo que frotar lo ojos ante tanto talento. Desde el primer plano hasta el encadenado final, con sus virtudes y defectos: estamos ante una obra cinematográfica mayúscula. El cine made in UK lo está bordando con historias y directores que saben del oficio. Dios bendito, qué año… “Shame” S. Mc Queen, “We need to talk about Kevin” L. Ramsay y el broche al tridente de lujo “Tyrannosaur” P. Considine con un Peter Mullan celestial (la recomiendo, si no la han visto). Me lo creo, me convence, me emociona su planteamiento: saben lo que quieren. ¿No da un poco de pena nuestra piel de toro y este cine atolondrado que no sabe a dónde va? Saludos
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