Demasiadas películas interesantes estrenadas en lo que llevamos de año, “demasiadas” ganas de comentarlas todas y, sobre todo, demasiado poco tiempo libre para hacerlo. Solución (a falta de una mejor): llevar a cabo una serie de textos telegráficos, anotando en ellos mis impresiones más inmediatas, con la esperanza de cubrir esos, digamos, “agujeros” de este blog mientras nos vamos poniendo al día, aunque eso suponga hablar de títulos que ya no son de “actualidad”, o por lo menos no de la más reciente.
[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] El plano-secuencia de arranque de The Turin Horse (A Torinói ló, 2011) es uno de los más hermosos que recuerdo haber visto en el cine de estos últimos años, y su belleza reside tanto en su aparente sencillez como en su densísima capacidad de sugerencia. Se trata de un plano general bastante abierto y, al mismo, bastante “cerrado”, en lo que a los contornos del encuadre se refiere, alrededor de la imagen que muestra, la cual consiste en un hombre maduro (Ohlsdorfer: János Derzsi) que conduce un viejo carro de madera tirado por un grueso caballo; la cámara sigue, en travelling lateral de derecha a izquierda, el movimiento en la misma dirección del anciano y su vehículo; la imagen se mantiene así algunos minutos, provocando –en combinación con la contrastada fotografía en blanco y negro de Fred Kelemen, el obsesivo, por repetitivo, tema musical de Mihály Vig, y la brusquedad del entorno climatológico, dominado por un viento imparable— una notabilísima sensación de desazón, de frío, de desamparo. Pero la particularidad de este plano reside en que la composición inicial del mismo se “rompe”, de repente, mediante un elegante y sofisticado reencuadre de la cámara, que convierte ese plano general combinado con travelling lateral en un casi plano medio frontal en ligero contrapicado, de manera que el caballo pasa a ocupar el primer término del encuadre y su dueño el segundo término y sin que por ello la cámara se detenga, desplazándose ahora en travelling asimismo casi frontal. Esta imagen se mantiene, también, durante una buena fracción de tiempo, convirtiéndose así en una llamada de atención hacia el espectador, como advirtiéndole de la importancia que ese animal va a tener en lo que se va a narrar a continuación, y sobre todo, haciéndolo en virtud de la elección de ese reencuadre de la cámara que acaba de otorgar preeminencia al caballo dentro del plano (y, por ende, dentro de la propia película). Pero el plano-secuencia no termina ahí, dado que, al final, la cámara retoma, de nuevo con gran elegancia y considerable virtuosismo, su posición inicial (plano general con travelling lateral de derecha a izquierda), como sugiriendo que, a pesar de la importancia que el caballo va a tener en el devenir de los acontecimientos del film, no es menos cierto que el destino del animal quedará asimismo indisolublemente unido al de su amo. Se trata, en conclusión, de una imagen no solo premonitoria, sino también conclusiva: un plano que prácticamente resume, a modo de prólogo de ejemplar densidad, el sentido principal del relato.
Aproximadamente treinta planos de larga duración –o, si se prefiere, por más que no sea del todo exacto, treinta planos-secuencia— “llenan” poco más o menos –quitando, asimismo, títulos de crédito— los 146 minutos de metraje de The Turin Horse, la película con la que, dicen, el húngaro Béla Tarr se retira del cine, y que consta como codirigida por su esposa Ágnes Hranitzky, la cual ya figuraba en tales funciones en los créditos de Werckmeister harmóniák (2000; DVD: Armonías de Werckmeister), su episodio-prólogo para el film colectivo Visions of Europe (2004) y A London férfi (2007; DVD: El hombre de Londres). El realizador logra conferir aquí, de manera paulatina y minuciosa, una agobiante atmósfera alrededor de los dos personajes protagonistas del relato, Ohlsdorfer y su hija (Erika Bók, también presente en El hombre de Londres), si bien, y en puridad de conceptos, habría que hablar de tres protagonistas incluyendo al caballo de la granja, el cual, como digo, deviene una pieza fundamental de lo narrado: a partir del momento en que el animal se niega a seguir tirando del carro que conduce a Ohlsdorfer al pueblo, e incluso a salir siquiera del cobertizo, Ohlsdorfer y su hija quedan, literalmente, “encerrados” en su granja, rodeados por ese viento incesante, atrapados en su propia soledad, en sus silencios, en sus rutinarios rituales cotidianos –ayudar al padre a vestirse por la mañana y a desnudarse por la noche, salir a buscar agua del pozo, hervir y comerse una patata con sal…—, inmersos en una oscuridad creciente e impenetrable, lo cual confiere a The Turin Horse un ambiente claustrofóbico y abstracto que hace pensar en El ángel exterminador (1962), uno de los mejores trabajos de Luis Buñuel.
Un aspecto particularmente llamativo de la puesta en escena de The Turin Horse reside en la magistral precisión de sus movimientos de cámara y de qué manera están orquestados, en virtud de ese movimiento y de la gestualidad de los intérpretes, los planos de larga duración que componen la película. Me refiero, más concretamente, al hecho de que hay momentos en los cuales los personajes parecen, literalmente, “atrapados” dentro del encuadre, y sus movimientos están, por así decirlo, sujetos al aparente capricho invisible de la cámara que les acompaña doquiera que vayan, como si fueran títeres. Ya he mencionado el hecho de que, a partir del instante en que el caballo de los granjeros se niega a tirar del carro de Ohlsdorfer, empieza el encierro de este último y su hija en su propia casa. En coherencia con esta idea, los planos con cámara móvil casi siempre empiezan desde dentro de la casa –por ejemplo, las escenas en las cuales la hija sale al exterior a sacar agua del pozo— y terminan de nuevo en el interior de la vivienda, como si una especie de fuerza invisible impidiera a los personajes alejarse en demasía del lugar y les obligara a volver al cabo de un escaso lapso de tiempo. Y, efectivamente, cuando parece que por fin se produce un intento serio de “huida” de Ohlsdorfer y su hija en el carro tirado por el caballo, entonces la cámara no sale al exterior, sino que captura ese fuga fallida con el encuadre tomado de nuevo desde el interior de la casa y filmándola a través de la ventana, de manera que parece que la cámara se queda quieta y “espera” a que, indefectiblemente, los personajes regresen a la granja, impedidos de avanzar por culpa del frío y el viento, tal y como así ocurrirá. No resulta de extrañar, en este sentido, que las dos únicas visitas que reciben Ohlsdorfer y su hija sean de personajes cuyas llegadas a la granja están, asimismo, planificadas desde el interior de la vivienda (y sugiriendo, de este modo, que se trata de personajes ajenos al mundo y a la manera de pensar, de sentir y de vivir de Ohlsdorfer y su hija): la visita de Bernhard (Mihály Kormos), un vecino que viene a comprarles aguardiente y que aprovecha para comentarles filosóficamente su sensación de que el mundo se está acabando (encontrándose con la contundente negativa de Ohlsdorfer a su disertación: “eso solo son cojonadas…”); y la irrupción de la familia gitana que viaja en carromato e intenta cogerles agua del pozo: en este último caso, la cámara tampoco se acerca a los intrusos, sino que permanece colocada en la casa, como si “supiera” –tal y como así ocurrirá— que, tan pronto como Ohlsdorfer y su hija hayan ahuyentado a los gitanos, ambos regresarán junto a ella a su simbólica prisión en forma de hogar. Una obra maestra.
Magnífico análisis de una película excepcional que tuve la rara suerte de poder ver en una sala de estreno de Barcelona.
ResponderEliminarEnhorabuena y gracias por esta entrada Tomás.
ResponderEliminarGran película, perfecto trabajo de Béla Tarr, muy muy pesimista. El peso insoportable de la vida, el fin del mundo, el abandono de toda esperanza y afuera, un viento que no cesa, que golpea y lastima la vista. Blanco y negro depurado como en las mejores obras maestras del cine clásico (recientemente también utilizado perfectamente en Ciudad de vida y muerte). Sin embargo, es muy lenta, y tanto la música como las repetidas secuencias de las acciones rutinarias (comer, vestirse, observar el exterior...) pueden llegar a cansar. Este film, es de otra época, pero no futura, sino pasada. La profundidad de su mensaje, la luz, las sombras, el viento, los impasibles personajes, la música y el caballo... la hacen única y penetrante, densa y triste. Excelente film. Por cierto Tomás, ¿de qué forma parte la foto de los ojos del blog? Me entró la curiosidad.. :D
ResponderEliminarBuenos días a todos:
ResponderEliminarRubén y Santiago: la foto de la cabecera del blog es un primer plano de los ojos de Rebecca Romjin en "Femme Fatale", de Brian De Palma.
Saludos, y buena Semana Santa (o buen fin de semana, sea o no santo...).
Great review!!! As with watching good cinema, language is never a barrier when it comes to reading good reviews. For me, Tarr is the epitome of auteristic mastery in the world of cinema. The Turin Horse cannot be deemed an artistic failure. On the contrary, I look up to the movie as Tarr's greatest lagniappe to the world of cinema!!! :)
ResponderEliminarBtw, I had recently written a review of The Turin Horse for my movie blog which can be read at:
http://www.apotpourriofvestiges.com/2012/07/turin-horse-2011-hungarian-master.html
Dear Murtaza:
ResponderEliminarExcuse my poor english. Thank you very much for your beautiful words about my review.
To think who somebody read my blog in the other side of the world, and in spanish language!, it's a pleasure and a great satisfaction for me.
Added the link of your blog to my link's list.
My best wishes.