[NOTA BENE: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UN COMPLEMENTO DEL “DOSSIER” SOBRE
OTTO PREMINGER PUBLICADO EN LOS NÚMS. 408 (1)
y 409 (2) DE “DIRIGIDO POR…”.] Digámoslo de entrada: Saint Joan (1957), film de Otto Preminger inédito en España, aunque
ha sido emitido en alguna ocasión por televisión, y editado en DVD como Santa Juana, me parece una de las
mejores visiones que haya dado el cine en torno a Juana de Orleáns, a la altura
de obras maestras del calibre de La
pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor Dreyer, y Le procés de Jeanne d’Arc (1961), de
Robert Bresson. Ese es un mérito que hay que atribuir en gran medida a la labor
tras la cámara del realizador austriaco afincado en los Estados Unidos Otto
Preminger, gran cineasta tan lamentablemente olvidado hoy en día, a pesar de
contar con una filmografía llena de títulos de extraordinario interés: por
citar algunos a vista de pájaro, Laura,
Ambiciosa, Cara de ángel, Río sin
retorno, Carmen Jones, Anatomía de un asesinato, Tempestad sobre Washington, El cardenal, Primera victoria, El rapto de
Bunny Lake (3) o La
noche deseada. En opinión del que suscribe, Santa Juana se encuentra entre lo más brillante legado por este
director elegante y meticuloso, potente y despiadado, cuya predilección por los
temas “fuertes” y las adaptaciones de obras literarias se amoldaba
perfectamente con una notabilísima tendencia a la experimentación (véase, sin
ir más lejos, Carmen Jones: un film
musical que adapta Carmen, de Bizet,
a la lengua inglesa, en un relato interpretado por un reparto íntegramente de
raza negra y ambientado en la actualidad: ¡para que luego digan que en la época
del Hollywood “clásico” no se hacían experimentos!).
Santa Juana se saldó con un notable fracaso
comercial, a pesar de que su estreno en los Estados Unidos vino precedido de
una campaña publicitaria apoyada en gran medida en su condición de vehículo de
lanzamiento al estrellato de su protagonista femenina, la malograda actriz Jean
Seberg, en su debut en el cine. A pesar de ello, era difícil que Santa Juana triunfara en taquilla, dado
que nos hallamos ante una producción áspera, controvertida y con marchamo
intelectual, que venía a ser una respuesta, entre comillas, “seria” al kolossal hollywoodiense
característico de los años cincuenta, tipo Quo
Vadis?, de Mervyn LeRoy, La túnica
sagrada, de Henry Koster, Los diez
mandamientos, de Cecil B. De Mille, o Ben-Hur,
de William Wyler. El material de partida ya era, de entrada, exigente: una
adaptación de la pieza teatral homónima de George Bernard Shaw, que el célebre
dramaturgo británico había escrito precisamente con la intención de poner en
cuestión la presunta santidad de Juana de Orleáns y que, desde el momento de su
estreno, había sido vista en algunos sectores como una burla abierta hacia el
pueblo francés (sic). Quizá para atemperar hasta cierto punto el cinismo del
original escénico, Preminger encomendó la redacción del guion al no menos
famoso novelista inglés Graham Greene, con la esperanza de que este último,
católico practicante, suavizara el sarcasmo característico de Bernard Shaw.
A pesar de
eso, o quizá precisamente gracias a eso, Santa
Juana acaba siendo una obra ambivalente y llena de insólitos matices, en la
que el descarnado sentido del humor de Bernard Shaw se compagina perfectamente
con el humanismo de Greene. Contando, además, con el concurso de un magnífico
elenco de intérpretes –con la relativa salvedad de Jean Seberg, a cuya Juana le
falta un mayor toque de locura y distancia–, Preminger logró una excelente película,
en la que llama la atención, en primer lugar, el respeto a la estructura
dramática del original teatral: el film transcurre en su práctica totalidad en
interiores, e incluso cuando muestra algunas escenas en exteriores estas tienen
un elevado componente teatral, realzado por el (evidente) recurso a decorados
erigidos en estudio y por el tono frío, un tanto neutro, de la fotografía en
blanco y negro de Georges Perinal. De ahí que algunos de los momentos, digamos,
“culminantes” de la función sean simplificados por Preminger en aras del
intimismo: así, por ejemplo, la resolución elíptica de la secuencia de la
conquista de Orleáns por el ejército que comanda Juana con la ayuda de Dunois
(Richard Todd), o el de la captura de Juana por los ingleses tras la coronación
como rey del Delfín de Francia (Richard Widmark); Preminger “escamotea” al
espectador la espectacularidad de las secuencias de batalla para ofrecer, a
cambio, un relato que se mueve en el terreno de lo reflexivo.
Llaman la
atención otros recursos de puesta en escena que se mueven, asimismo, dentro esa
ambivalencia apuntada líneas arriba. A su llegada al castillo del Delfín, un
soldado intenta abusar de Juana por su condición de mujer, pero cuando va a
hacerlo, tras haber oído una advertencia de labios de la joven, cae al suelo,
muerto: Preminger filma la escena en ligero semipicado, como si la escena estuviera
vista, por así decirlo, desde el punto de
vista de Dios; resultado de todo ello es que, de repente, los soldados y
oficiales escépticos empiezan a creer que, en efecto, Juana es una enviada de
Dios. Pero, a continuación, esa misma idea no tardará en tener su irónica
réplica: cuando Juana se enfrenta con el arzobispo de Rheims (Finlay Currie), su
cara a cara es filmado por Preminger también en semipicado, con la enorme
figura del clérigo ocupando buena parte del encuadre mientras que, casi en
segundo término, una Juana más diminuta que nunca planta cara a quien se
proclama el representante legítimo que Dios en la tierra, ¡y que es el primero
en desconfiar abiertamente de su santidad! Es un buen resumen visual del amargo
discurso que va desarrollando la película a lo largo de su metraje, de tal
manera que la bondad y pureza de espíritu de Juana acaban no teniendo cabida en
un mundo gobernado por personajes tan temibles como el arzobispo, el embajador
inglés Warwick (John Gielgud), el inquisidor Cauchon (Anton Walbrook) –cuyo
nombre, por cierto, suena muy parecido a “cochon”, cerdo en francés–, o el
fanático clérigo Stogumber (Harry Andrews), todos ellos empeñados en acabar con
Juana, en reprimir su “molesta” santidad, que no hace otra cosa que interferir
sus planes mundanos y el orden establecido; las palabras de Juana con las que
se cierra el film, afirmando que el mundo no está preparado para santos,
resultan demoledoras. Santa Juana es
una bella digresión sobre la imposibilidad de la santidad en un mundo corrupto
que mira con escepticismo la bondad y la nobleza, confundiéndolas con estupidez
y mediocridad.
Hola Tomás.
ResponderEliminarVas a hacer un especial Zeffirelli en Dirigido o en tu blog?