Muchos aficionados al cine recordarán
a Tom Tryon, actor norteamericano nacido en Hartford (Connecticut) el 14 de
enero de 1926 y fallecido en Los Ángeles, el 4 de septiembre de 1991, a la edad de 65 años,
víctima de un cáncer de estómago, veinte años después de haberse retirado del
cine. Debutó como intérprete en la televisión a mediados de los años cincuenta
y lo hizo en el cine poco después. Empezó a ganarse cierta notoriedad gracias a
su intervención en títulos tan variopintos como el film de ciencia ficción de
serie B I Married a Monster from Outer
Space (Gene Fowler Jr., 1958) –editado en DVD por L’Atelier 13 como Me casé con un monstruo del espacio exterior,
y a pesar de su risible título, una película mejor de lo que parece–, La historia de Ruth (Henry Koster, 1960)
y la famosa superproducción bélica El día
más largo (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki, 1962); pero sería a
raíz de su elección por el realizador Otto Preminger para que fuera el protagonista
de El cardenal (1963), adaptación de
una novela de Henry Morton Robinson, cuando su carrera alcanzaría un relativo
punto culminante. Y decimos “relativo” porque la pésima relación personal de
Tryon con el tiránico Preminger desanimó notablemente a la joven e incipiente
estrella, quien tras ese film rodó otra importante película con el mismo
director, Primera victoria (1965), si
bien en un papel secundario, y fue espaciando sus posteriores trabajos como
actor, sobre todo para televisión, hasta su retirada definitiva de la profesión
a principios de los setenta.
Como digo, muchos cinéfilos
recordarán a Tom Tryon, el actor, pero quizá no sean tantos quienes recuerden a
Thomas Tryon, el escritor. Puede decirse que en 1971 “moría”, simbólicamente
hablando, el actor Tom Tryon, y “nacía”, asimismo metafóricamente, el escritor
Thomas Tryon, quien ese año publicaba su primera novela, El otro, con un
fulminante éxito de crítica y público. A la misma le seguiría Harvest
Home (1973), que salvo error del que suscribe carece de edición
española, y Lady (1974), esta sí editada en España por Argos Vergara en
1977; hasta 1995, cuatro años después de su muerte, Tryon publicaría más
libros: otras cinco novelas, de nuevo y salvo error inéditas en nuestro país –Wings
of the Morning (1988), The Night of the Moonbow (1989), In
the Fire of Spring (1991), The Adventures of Opal and Cupid (1992)
y Night
Magic (1995)–, y un par de libros de relatos, el también inédito All
That Glitters (1986)
y el que nos interesa destacar aquí: Crowned Heads (1976), editado en
España por Argos Vergara en 1977 con el título de Mitos de cristal y
compuesto a su vez por cuatro novellas
o cuentos largos, mas un relato corto, la primera de aquéllas Fedora
–las otras tres se titulan Lorna, Bobbitt y Willie,
y el cuento que remata el volumen, Tiempos difíciles–, base de la
película de Billy Wilder que aquí evocamos y que es, hasta la fecha, la última
vez que una obra literaria de Tryon ha servido de base para un film. Esto
último ocurrió en otras dos ocasiones: como es notorio, Robert Mulligan adaptó El
otro en su magnífica película homónima de 1972, y Harvest
Home dio pie a una miniserie de televisión que goza de cierta
reputación: The Dark Secret of Harvest
Home (1978), dirigida por Leo Penn (el padre de Sean y Chris Penn), y
protagonizada nada menos que por Bette Davis, Donald Pleasence y una joven
Rosanna Arquette. Cuando Billy Wilder se hizo cargo de
la adaptación de la novella de Tryon,
era perfectamente consciente de que el film, debido a su argumento y a la
presencia de William Holden en el principal papel masculino, iba a evocar
inmediatamente El crepúsculo de los
dioses (1950), mas era algo que le traía sin cuidado. A los numerosos
problemas de producción que sufrió la película –la mala relación de Wilder con
la actriz protagonista, Marthe Keller, el desfase de presupuesto, las
dificultades para lograr un montaje definitivo, lo cual supuso la eliminación
de hasta doce minutos– hubo que añadir, posteriormente, la pésima recepción
crítica, sobre todo en los Estados Unidos, donde fue masacrada con saña. Todo
ello ha contribuido a convertir Fedora
(1978) en una de las obras malditas de su director. Y si bien es verdad que, en
sus líneas generales, se trata de un film fallido, no es menos cierto que
tampoco había para tanto, habida cuenta de que el conjunto no está desprovisto
de interés.
En este sentido, no cuesta ver en Fedora una película que se puede
encuadrar en cierta tendencia, que se hizo patente en otros veteranos
realizadores de una generación cercana a la de Wilder y que también habían
brillado en la época de lo que se conoce como Hollywood Clásico, los cuales en
el ocaso de sus carreras llevaron a cabo sendos “cantos del cine” desde
variadas perspectivas. Dos años antes que Wilder, Vincente Minnelli y Elia
Kazan finiquitaban sus carreras con Nina
(1976) y El último magnate (1976),
respectivamente; y, otros dos después, Nicholas Ray accedía a filmar su propia
agonía, en connivencia con Wim Wenders, en Relámpago
sobre el agua (1980). Eran, asimismo, los años en que otros realizadores
más jóvenes fracasaban estrepitosamente en la taquilla con otras evocaciones de
ese mismo Hollywood Clásico, como James Ivory, con Fiesta salvaje (1975); Peter Bogdanovich, por partida doble, con At Long Last Love (1975) y Nickelodeon. Así empezó Hollywood
(1976); o los británicos John Schlesinger, con Como plaga de langosta (1975), y Ken Russell, con Valentino (1977).
Desde este punto de vista, la
principal diferencia de Fedora con
respecto a los mencionados títulos de Kazan, Ivory, Bogdanovich, Schlesinger y
Russell es que se trata de una evocación del Viejo Hollywood hecha con una
deliberada renuncia al glamour. Puede
que las limitaciones presupuestarias de la película terminaran acentuando este
aspecto de una manera no del todo voluntaria por parte de Wilder, pero a pesar
de ello llama la atención el estilo seco y casi desnudo con el cual el veterano
realizador austríaco hizo frente a un material sobre la decadencia de ese Viejo
Hollywood desde una perspectiva, asimismo, “vieja”: hay momentos en que la
visión que el film ofrece de la decadencia del Hollywood Clásico y, al mismo
tiempo, del propio Wilder acaban siendo indisociables. Hay que señalar, además,
que al contrario que la mayoría de películas citadas anteriormente, Fedora no es una película retro; ni
siquiera lo es en aquellos momentos en los cuales la acción retrocede en el
tiempo para recrear ese Viejo Hollywood Clásico que en ningún momento parece ni
viejo ni clásico, sino exactamente lo que Wilder, creo, pretendía que fuera: más
que una recreación, una mera representación
de un tiempo ya pasado, de algo que no existía ya cuando el realizador hizo
este film.
No es de extrañar, en este sentido,
que Wilder y su guionista habitual, I.A.L. Diamond, alteraran en parte el
argumento de la excelente novella de
Tryon, convirtiendo a su protagonista masculino, Barry Detweiller (Holden), en
un viejo productor de Hollywood que anda detrás de la antigua estrella de la
pantalla Fedora (Marthe Keller) a fin de ofrecerle un guion que podría ser el
fulgurante retorno al cine de esta última y, de paso, una última oportunidad de
oro para Detweiller de remontar su maltrecha carrera en la así llamada Meca del
Cine; un poco, salvando las distancias, lo que le estaba pasando al propio
Wilder, que antes de Fedora había
firmado una película estupenda que, a pesar de ello, había fracasado en
taquilla: Primera plana (1974), esta
sí decididamente cercana al cine retro, o por lo menos mucho más retro que Fedora. Tampoco resulta descabellado ver
en las alteraciones que Wilder y Diamond efectuaron sobre la trama de Tryon
cierto propósito de convertir Fedora
no en el nostálgico monumento al cine del pasado que se pretendió ver en el
momento de su estreno (y que, probablemente por eso mismo, frustró tantas
expectativas en este sentido), sino más bien una especie de “deconstrucción”
casi brechtiana de los mecanismos
narrativos del Viejo Hollywood. Salvando las distancias, Fedora jugaría en la carrera de Wilder el papel que jugó la todavía
tan lamentablemente incomprendida Family
Plot (La trama) (1976) en la de Alfred Hitchcock, no por casualidad también
rodada por esos años, es decir, sendos striptease
estilísticos de sus autores, una exhibición impúdica y al desnudo de los
mecanismos de su propio cine, pero con una gran diferencia: lo que en Hitchcock
fue un denso autoanálisis en profundidad, en el Wilder de Fedora era un honesto pero un tanto desolador reconocimiento
público de que su cine, fuera del contexto en el cual nació, creció y maduró,
ya no daba más de sí.
Esto es lo que convierte a Fedora en una película agónica y un
tanto fantasmagórica, y ese sigue siendo, a pesar de sus imperfecciones, su
punto fuerte: su abrazo, consciente y casi desesperado, de ciertas convenciones
hollywoodienses “clásicas” con la
plena conciencia de que no son sino convenciones. Como decía, Wilder y Diamond
alteraron sobre todo la estructura del relato original de Tryon, en el cual el
protagonista masculino, el citado Barry Detweiler, no es como en el film un
productor de cine, sino un periodista y escritor empeñado en escribir un libro
sobre la retirada estrella de cine Fedora; el Detweiler de Tryon también es,
como el Detweiler de Wilder, un admirador de Fedora, pero mientras que, en la novella, el primero guarda de la segunda
un platónico recuerdo de juventud con motivo de un encuentro casual en un museo
de París, en la película, el joven Detweiler (Stephen Collins) fue un amante de
una noche de la estrella, durante el rodaje de una de las películas de esta
última en la cual él trabajaba como ayudante de dirección. Y, así como Tryon
construye su relato en torno a la narración en primera persona que Detweiler le
hace a una amiga y colega periodista de “la verdad sobre Fedora” poco después
del anuncio de la muerte de esta última, y le explica cómo llegó a deducir por
sí mismo cuál era el secreto de la misteriosa eterna juventud de la estrella,
en cambio Wilder y Diamond desvelan ese secreto a Detweiler, y de paso al
espectador, por medio de subrepticios flashbacks
que arrancan con motivo de la asistencia de Detweiler al funeral de Fedora.
Dicho de otro modo: lo que en Tryon
es una mirada “objetiva” y “periodística”, se convierte para Wilder en un
pretexto para una exhibición de narrativa “clásica”, tal y como se entendía en
el Viejo Hollywood. Ello explica que esos flashbacks
que nos descubren que, en efecto, la auténtica Fedora no es sino la anciana
condesa Sobryanski (Hildegard Knef), y que la “Fedora” misteriosamente joven que
se acaba de suicidar no era sino su hija Antonia, idéntica a ella, son una
especie de simbólico equivalente de lo que, bajo cierto punto de vista, era el
cine del Hollywood Clásico: un maravilloso artificio bajo el cual se hallaba
una gran mentira. Ni que decir tiene que la muerte de Fedora, el mito, equivale
a la muerte de un Hollywood también mítico (o, si se prefiere, mitificado), del
mismo modo que Fedora, el film,
termina adoptando la forma de un cántico fúnebre sobre una determinada manera
de entender el cine y entonado, además, por quien fuera uno de sus máximos
valedores. Es ese punto artificioso que flota en muchos momentos de esta
extraña película, reforzado por una partitura musical tan “clásica” como
excesiva, tan suntuosa como demodé de Miklós Rózsa, o por las no menos
fantasmagóricas apariciones especiales de Henry Fonda y Michael York
interpretándose a sí mismos (“personajes” añadidos por Wilder y Diamond con
respecto al relato de Tryon), lo que otorga –vuelvo a insistir: por encima de
sus imperfecciones y titubeos, que los tiene– un valor especial a esta
melancólica Fedora, auténtico “final”
de la carrera de Billy Wilder a pesar de que, tres años después, filmara otro
fantasmagórico intento de reverdecer laureles en formato de comedia-de-viejos-camaradas,
titulado Aquí un amigo (1981).
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