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sábado, 30 de junio de 2018

El honor de los bereberes: “EL VIENTO Y EL LEÓN”, de JOHN MILIUS



La acción de El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975) se inspira, muy vagamente, en hechos reales. A principios del siglo XX, durante el mandato del presidente norteamericano Theodore Roosevelt, una tribu bereber secuestró a Ion Perdicaris, un ciudadano estadounidense residente en Tánger, coincidiendo con un momento en que Marruecos se hallaba bajo protectorado francés. Aunque el incidente terminó solucionándose por la vía diplomática, John Milius, quien a mediados de los setenta se había forjado un incipiente prestigio como guionista –Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack), El juez de la horca (John Huston), Harry el fuerte (Ted Post)– y acababa de realizar la excelente Dillinger (ídem, 1973), también con guion propio, urdió a partir de esa anécdota histórica un guion original al cual añadió todo tipo de elementos de su invención: convirtió al ciudadano secuestrado en una mujer, Eden Pedecaris, y además madre de dos hijos, e ideó un par de secuencias de batalla para añadirle espectacularidad al relato: el asalto de los marines al palacio del Bajá en Tánger, y el combate final de los soldados norteamericanos y los bereberes contra las tropas alemanas.    


Producida por Columbia Pictures en asociación con Metro-Goldwyn-Mayer, y con un presupuesto de 4 millones de dólares, considerablemente alto para la época, el papel protagonista de El viento y el león, el jefe berebere conocido con el pomposo nombre de Mulay Ahmed Mohammed el-Raisuli, apodado El Magnífico, fue a parar al escocés Sean Connery, una vez considerados y descartados intérpretes como Omar Sharif y Anthony Quinn. El viento y el león sería para Connery el primero del magnífico trío de películas de aventuras que rodó consecutivamente por esa época, y que tanto bien hicieron por su imagen y prestigio como actor, alejándolo de su encarnación de James Bond; las otras dos serían El hombre que pudo reinar (The Man Who Could Be King, 1975), de John Huston (quien, curiosamente, también interviene como intérprete en El viento y el león), y Robin y Marian (Robin and Marian, 1976), de Richard Lester. Por su parte, la actriz estadounidense Candice Bergen asumió el papel de Eden Pedecaris, tras haber sido ofrecido en primer lugar a Faye Dunaway. Brian Keith obtuvo el rol del presidente Teddy Roosevelt y John Huston, ya mencionado, encarnó a su secretario de estado John Hay.


El rodaje tuvo lugar íntegramente en España, en concreto en diversas localizaciones andaluzas como el Cabo de Gata en Almería, La Calahorra en Granada y la Plaza de las Américas de Sevilla. El apasionamiento del realizador le llevó a emplear a una veintena de auténticos marines, así como a numerosos miembros de las fuerzas especiales del ejército español, para las escenas de batalla, alguna de las cuales, como la del final, que requirió por sí sola dos semanas de filmación, resultó particularmente peligrosa, al usarse en ella dinamita… ¡real! Apuntar, a título anecdótico dentro del capítulo interpretativo, que el director de fotografía del film, Billy Williams, asumió el papel secundario pero llamativo de Sir Joseph, el diplomático británico que sacrifica su vida intentando evitar el secuestro de la Sra. Pedecaris y su hijos al inicio del relato; que Terry Leonard, el gran supervisor de especialistas que llevó a cabo la mayoría de las escenas de riesgo con caballos, aparece brevemente en la película como el púgil contra el cual el presidente Roosevelt practica el boxeo; y que el propio Milius se deja ver como el mercader alemán de armas que negocia con el sultán en su palacio. Estrenada en los Estados Unidos en mayo de 1975, El viento y el león no fue un gran éxito de taquilla –y más teniendo en cuenta que ese mismo verano tuvo que vérselas nada menos que con Tiburón (Jaws, 1975), de Steven Spielberg, el primer film de la historia del cine que superó los 100 millones de dólares en taquilla sólo en cines estadounidenses–, pero sirvió para consolidar la posición de su autor en el seno de la industria.      


Resulta fácil catalogar El viento y el león como película épica, dado su sabor aventurero y por lo que tiene de reivindicación, hecha con notables medios técnicos, de cierto sentido del espectáculo made in Hollywood, que en el momento de su realización, mediados de los años setenta, atravesaba una grave crisis de credibilidad, sacudida por los vaivenes de la propia sociedad estadounidense (la guerra de Vietnam, la cultura hippie, el movimiento contestatario) y por los aires de renovación cinematográfica procedentes de determinadas vanguardias, tanto europeas (la Nouvelle Vague francesa, el Free Cinema británico, los Nuevos Cines procedentes de países del Este o latinoamericanos) como también norteamericanas (el New American Cinema, el underground). Pero quizá el calificativo que, a pesar de esas apariencias, mejor le cuadra a El viento y el león es el de película lírica y, más concretamente, de epopeya lírica. Diccionario en mano, y recogiendo una definición para el teatro épico que, creo, también es aplicable al cine épico, este último sería el que, en contraposición al que pretende la identificación del espectador con las emociones de la obra, intenta que cause en aquél reflexiones “distanciadoras” y críticas por medio de una técnica apoyada más en lo narrativo que en lo dramático. En cambio, una obra literaria lírica (o, añado, una obra cinematográfica lírica) sería, también diccionario en mano, aquélla que expresa sentimientos del autor y se propone suscitar en el oyente o lector (o, en este caso, espectador) sentimientos análogos. Y aunque una de las acepciones académicas de epopeya (la que, creo, más se acerca al espíritu de El viento y el león) la describe como un conjunto de hechos gloriosos dignos de ser cantados épicamente, en este caso hablaríamos de un canto lírico, y no épico, y por tanto de epopeya lírica.


¿Y por qué? Porque, a pesar de partir de un substrato histórico descrito con cierto realismo y veracidad (la situación de Marruecos en el año 1905, que a pesar de ser oficialmente un protectorado francés era objeto de intereses alemanes y norteamericanos, tal y como se refleja en el film), El viento y el león no es ni pretende ser una lección de Historia, sino antes al contrario una digresión sobre cómo, en la mayoría de las ocasiones, la Historia con mayúscula aplasta la historia o historias con minúscula de los seres humanos que padecen los caprichos de la primera. Si estuviésemos hablando de Éric Rohmer, algunos mencionarían de inmediato la interesante La inglesa y el duque (L’anglaise et le duc, 2001) como ejemplo de lo afirmado. Pero, amigos, estamos hablando de El viento y el león y de un realizador, John Milius, que no solo carece del marchamo “artístico” que ostenta (o, mejor dicho, se le ha atribuido a) Rohmer, sino que además pasa por ser, ideológicamente hablando, uno de los personajes más “molestos” del cine estadounidense, me atrevería a afirmar, de todas las épocas: un fascista declarado, amante de las armas de fuego, y que con motivo del estreno de su más famosa película, Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982), se atrevió a declarar que, en su opinión, “los gobiernos son para las vacas” y, refiriéndose a Robert E. Howard, padre literario de Conan, añadió: “Estoy de acuerdo con Howard, que prefería la barbarie”. Si a ello añadimos que Milius es autor de una filmografía como director harto irregular, en la que junto a títulos tan interesantes como los ya citados Dillinger o Conan el bárbaro, o también Adiós al rey (Farewell to the King, 1989), hallamos otros tan insuficientes como El gran miércoles (Big Wednesday, 1978), El vuelo del Intruder (Flight of the Intruder, 1991) o sobre todo la nefasta –aunque muy personal– Amanecer rojo (Red Dawn, 1984), comprenderán que Milius sea, en el mejor de los casos, menospreciado.


A pesar de ello, y a falta de haber visto toda su filmografía –en el momento de escribir estas líneas, desconozco su oscura ópera prima The Reversal of Richard Sun (1970), y sus últimos trabajos tras las cámaras para televisión–, El viento y el león no solo me parece su mejor película, sino probablemente una de las últimas obras maestras legadas por el cine norteamericano de los setenta y un film que, en cierto sentido, certifica el final de la etapa “clásica” del cine de aventuras de Hollywood. Concebida como la primera entrega de una proyectada trilogía sobre el presidente Theodore Roosevelt, personaje sobre el cual Milius volvería a reincidir en su serie de televisión Rough Riders (1997), centrada en las hazañas bélicas de Roosevelt en la guerra de Cuba (una etapa que, en principio, también es la que pretende evocar Martin Scorsese en su largo tiempo anunciado proyecto The Rise of Theodore Roosevelt), El viento y el león es, entre otras muchas cosas, una de las películas en las que Milius ha incidido más y mejor en una de sus temáticas favoritas: el contraste entre civilización y barbarie. En este sentido, resulta muy claro para cualquiera que vea el film que, para Milius, el personaje de Muley Ahmed Mohamed el-Raisuli el Magnífico, y todo lo que representa su modo de vida, le resultan infinitamente preferibles al estilo de existencia supuestamente civilizado, en realidad brutal, despiadado y sin alma, representado por los personajes occidentales.


La astucia de Milius reside en que este discurso sobre la (falsa) superioridad de la civilización puesta en contraste con la (supuesta) inferioridad de la barbarie está expuesto a través del proceso de reconocimiento que llevarán a cabo los personajes –y, con ellos, el espectador– de Eden Pedecaris y sus dos hijos, William (Simon Harrison) y Jennifer (Polly Gottesmann). Al principio –en una secuencia de una apabullante brillantez–, los bereberes de el-Raisuli irrumpen salvajemente en la vivienda de Eden Pedecaris en Tánger, asesinando a sus criados y secuestrándola junto a sus hijos; por si las cosas no pintaran lo suficientemente mal, Eden tiene la ocurrencia de reírse de el-Raisuli cuando es desmontado por un caballo encabritado, lo cual provoca que el jefe bereber la abofetee, advirtiéndole: “Soy el-Raisuli. No vuelva a reírse de mí”. Lo que sigue a continuación no parece nada halagüeño ni para Eden ni para sus hijos: los bereber intentan espiar el cuerpo de Eden mientras se cambia de ropa; el-Raisuli ejecuta con sus propias manos a dos de los cuatro hombres que se han atrevido a beber agua de su pozo sin haberse acordado de él en sus oraciones, cortándoles la cabeza con una enorme espada (cuando Eden le reprocha su barbarie, el-Raisuli contesta con una lógica implacable que: “un bárbaro los habría decapitado a los cuatro”); la lengua de un traidor es servida a el-Raisuli en una bandeja de plata, para horror de Eden y excitada curiosidad infantil de William y Jennifer.


Sin embargo, no tardaremos en ver que la acción de las “personas civilizadas” dista mucho de ser mejor que las de los bereberes que, a fin de cuentas, han cometido el secuestro de la Sra. Pedecaris y sus hijos para reivindicar la libertad de Marruecos. Roosevelt, que acaba de ser nombrado presidente provisional por la muerte del anterior mandatario y está preparando las elecciones (que acabó ganando), es mostrado como un personaje extravertido y con un punto novelesco, a medio camino entre lo sublime y lo demente. No deja de resultar chocante que, a pesar de su fama de reaccionario, Milius ponga en boca de este personaje una amarga y desencantada reflexión sobre el pueblo norteamericano; comparando el espíritu estadounidense con el carácter del oso que acaba de cazar, Roosevelt afirma: “[a los americanos] el mundo siempre nos respetará, pero nunca nos amará. Somos demasiado arrogantes, y acaso algo ciegos y temerarios”. No será la última vez que lo haga: basta con ver Adiós al rey, en la que Milius cede la palabra a un cruel oficial del ejército japonés dejándole que intente justificar, por más que sea injustificable, la decisión que le condujo a practicar el canibalismo con sus prisioneros; o, sin ir más lejos, el retrato oscuro y bastante antipático que el mismo film ofrece del general MacArthur.


A medida que Eden Pedecaris y sus hijos van conociendo y aceptando a el-Raisuli y su pueblo, los políticos y militares norteamericanos aprovechan la delicada situación diplomática provocada por el secuestro para tomar el poder en Marruecos, mandando tropas a asaltar el palacio del Bajá de Tánger (Vladek Sheybal), en lo que puede verse un irónico anticipo de la situación del mundo en la actualidad: más de treinta años después de su realización, y a pesar de ser en sus líneas generales pura ficción, El viento y el león parece que esté hablándonos de la guerra ideológico-económica que enfrenta a Oriente y Occidente en estos momentos. Nada, en el fondo, ha cambiado. De ahí que Milius acabe tomando partido por los bereberes, hombres con su propio e insustituible código del honor, que prefieren luchar a espada y cara a cara con el enemigo para poder “mirarse a los ojos” (y no con armas de fuego, que en su opinión es con lo que luchan “los perros”); y que ello esté expuesto a través del proceso de seducción de Eden y sus hijos por esos hombres bárbaros pero fascinantes: la manera en que, al principio del relato, la pequeña Jennifer se acerca sin miedo al jinete bereber que le dice que salga de su escondrijo y suba a su caballo; la admiración que William siente por el-Raisuli; o, en uno de los momentos más bellos del relato, la escena en la que el-Raisuli le confiesa a Eden que, si el gobierno norteamericano no cumple sus exigencias, les dejará marchar con vida: Eden estalla en llanto, al comprobar la nobleza de el-Raisuli, quien exclama, extrañado, con inocencia: “¡El-Raisuli no mata a mujeres y niños!”; gran momento que se sostiene, en buena medida, sobre la gran interpretación de Sean Connery, en uno de sus mejores y más carismáticos roles, y de una excelente Candice Bergen, que quizá nunca ha vuelto a estar mejor.


Son muchos los momentos que hacen espléndida esta película, que el que suscribe, aún con miedo de que le tomen por una especie de José Luis Garci de medio pelo, confiesa tener entre aquellas que, a mediados de los setenta, momento en que empecé a despertar a la vida y, desde luego, al cine, marcaron mi afición, junto con (y cito sin orden de preferencia) La quimera del oro, de Charles Chaplin (en una reposición, claro está), Solaris, de Andrei Tarkovski, Family Plot (La trama), de Alfred Hitchcock, El padrino, de Francis Ford Coppola, o Tiburón, de Steven Spielberg. Pero, más allá de sus excelentes momentos de acción –al secuestro de la Sra. Pedecaris y sus hijos que abre el film habría que añadir el extraordinario rescate de estos últimos por el-Raisuli tras haber caído en manos de unos tuaregs, o la pelea final de los bereberes y los yanquis contra los alemanes que han capturado a el-Raisuli, en parte inspirada en el Sam Peckinpah de Grupo salvaje–, lo que acaba quedando en el recuerdo de El viento y el león son sus formidables apuntes líricos: el travelling que nos descubre por primera vez a el-Raisuli, sentado en el jardín, que en combinación con la evocadora partitura de un inspirado Jerry Goldsmith confiere la adecuada aureola mítica y romántica al personaje; la fascinación de William y Jennifer mientras juegan con un cuchillo bereber; el-Raisuli narrando sus aventuras de juventud, con tono de elegía, a la luz de una hoguera; diversos momentos del combate final, como aquél en que el-Raisuli humilla al oficial alemán que le ha retado… no matándole, el onírico instante en que William, caído en el suelo, ve al ralentí a el-Raisuli arrebatándole el rifle mientras pasa a caballo por su lado; o la secuencia en que Roosevelt, tapándose un ojo (está perdiendo visión en él), y sentado al pie del oso disecado, lee la carta de el-Raisuli, donde le compara con el viento y a sí mismo con un león. Dejo para el final mi momento favorito: de nuevo en medio del último combate, la inolvidable despedida de el-Raisuli a Eden: “Volveremos a vernos, Sra. Pedecaris, cuando los dos seamos como nubes doradas flotando sobre el viento”; el-Raisuli sonríe antes de sumergirse en el fragor del combate, mientras Eden contiene a duras penas el llanto y la música de Jerry Goldsmith certifica la culminación de una bellísima historia de amor imposible.      

jueves, 28 de junio de 2018

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de JULIO-AGOSTO 2018, a la venta




Como en El Corte Inglés, ya es verano en Imágenes de Actualidad, cuyo número 392, correspondiente a los meses de estío, ilustra su portada con uno de los títulos con mayor potencial taquillero de estos días que vienen: Misión: Imposible – Fallout (Mission: Impossible – Fallout, 2018, Christopher McQuarrie), cuyo reportaje se complementa con el artículo Action Yayos.


También aparecen destacados en portada otros grandes estrenos del verano: Ant-Man y la Avispa (Ant-Man and the Wasp, 2018), cuyo reportaje se complementa con las entrevistas a su protagonista masculino, Paul Rudd, y a su director, Peyton Reed, y con el artículo ¡Marvel mía, lo que nos espera!; Los Increíbles 2 (Incredibles 2, 2018), cuyo reportaje se complementa con una entrevista conjunta con su guionista y director, Brad Bird, y con los productores Nicole Grindle y John Walker; Megalodón (The Meg, 2018, Jon Turtletaub); y El rascacielos (Skycraper, 2018, Rawson Marshall Turber). La sección Series TV nos habla de la segunda temporada de GLOW. Y, en la sección Primeras Fotos, hallamos los avances de Dumbo (ídem, 2018, Tim Burton), First Man: El primer hombre (First Man, 2018, Damien Chazelle), Spider-Man: Un nuevo universo (Spider-Man: Into the Spider-Verse, 2018, Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman), y La noche de Halloween (Halloween, 2018, David Gordon Green).


Otros destacados estrenos de este verano son: Ocean’s 8 (ídem, 2018, Gary Ross); The Equalizer 2 (ídem, 2018, Antoine Fuqua); La primera purga: La noche de las bestias (The First Purge, 2018, Gerald McMurray); Vacaciones con mamá (Larguées, 2018, Éloïse Lang); Teen Titans Go! La película (Teen Titans Go! – To the Movies, 2018, Aaron Horvath y Michael Jelenic); Hotel Transilvania 3: Unas vacaciones monstruosas (Hotel Transylvania 3: Summer Vacation, 2018, Genndy Tartakovsky); A la deriva (Adrift, 2018, Baltasar Kormakur); Jojo’s Bizarre Adventure: Diamond Is Unbreakable (JoJo no kimyô na bôken: Daiyamondo wa kudakenai – dai isshô, 2017, Takashi Miike), que se complementa con el artículo Lo más bizarro de JoJo; Blackwood (Down a Dark Hall, 2018, Rodrigo Cortés); Yucatán (2018), que se complementa con una entrevista con su director, Daniel Monzón; Mary Shelley (ídem, 2017, Haifaa Al-Mansour); y La cámara de Claire (La caméra de Claire, 2017, Hong Sang-soo). A ello hay que sumar un acontecimiento: el retorno de dos de los colaboradores más queridos (y, a veces, también más odiados) de la revista, Josep Parera y Álex Faúndez, firmando las secciones Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, respectivamente; y las otras secciones habituales: News; Stars; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Este mes he dedicado el Cult Movie a un famoso clásico de Norman Jewison, ganador del Oscar a la Mejor Película: En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967), “una buena película que se sostiene, principalmente, sobre la magnífica labor de sus intérpretes (por más que el “oscarizado” Rod Steiger se merece una mención especial) y la espléndida labor fotográfica de Haskell Wexler, que contribuye poderosamente a dotar al film de buena parte de su notabilísima atmósfera”.


Cierro mi participación en este número con un par de críticas: las de las correctas Jurassic World: El reino caído (Jurassic World: Fallen Kingdom, 2018, J.A. Bayona) y Los extraños: Cacería nocturna (The Strangers: Prey at Night, 2018, Johannes Roberts).


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sábado, 23 de junio de 2018

Centenario de INGMAR BERGMAN (y 3): “FANNY Y ALEXANDER”



[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL “DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]

Como explicaba Ingmar Bergman en su extraordinario libro de memorias Linterna mágica, en un principio no estaba previsto que Fanny y Alexander (1982) fuera su último trabajo para el cine: “La decisión de colgar la cámara cinematográfica no resultó especialmente dramática y fue surgiendo durante la filmación de “Fanny y Alexander”. (…) Siempre he sufrido de lo que se llama vientre nervioso, una calamidad tan ridícula como humillante. Mis intestinos han saboteado mis esfuerzos con una refinada e inagotable riqueza inventiva. (…) Parecería pues que el demonio interior, ha pesar de todo, ha derrotado mi afición a hacer cine. No es así. Desde hace más de veinte años sufro de insomnio crónico. (…) El agotamiento viene con la vulnerabilidad de la noche, el cambio de las proporciones, el dar vueltas a actuaciones estúpidas y humillantes, el arrepentimiento de maldades irreflexivas o intencionadas. (…) El tercer motivo de mi decisión es el envejecimiento, un fenómeno que ni lamento ni celebro. La solución de los problemas es cada vez más lenta, la concepción de las escenas provoca una mayor preocupación, la toma de decisiones es muy lenta, me siento paralizado por dificultades práctica imprevistas. Con el cansancio aumenta también mi meticulosidad. Cuanto más cansado, más quisquilloso: mis sentidos se aguzan hasta el máximo y veo limitaciones y defectos por todas partes”. Fanny y Alexander fue, oficialmente, su último trabajo para el cine, por más que, oficiosamente, supusiera una nueva y ni mucho menos postrera incursión de su autor en la televisión. Recordemos que Bergman había realizado anteriormente para la mal llamada “pequeña pantalla” telefilms como Herr Sleeman kommer (1957), Venetianskan (1958), Rabies (1958), Oväder (1960), Ett drömspel (1963), Don Juan (1965), El rito (1969) –que conoció estreno en cines fuera de Suecia, entre ellos los de España–, el documental Farö dokument (1970), la famosa miniserie Secretos de un matrimonio (1973) –de la cual llevó a cabo un montaje para cines de 168 minutos–, Misantropen (1974), La flauta mágica (1975) –también exhibida en cines fuera de Suecia–, el también documental Farö-dokument 1979 (1979) y De la vida de las marionetas (1980) –que también conoció estreno cinematográfico–, y tras Fanny Alexander, catorce de sus nada menos que quince largometrajes posteriores –la excepción sería el corto documental Karins ansikte (1984)– fueron para televisión. La película que aquí nos ocupa conoció, asimismo, dos montajes, uno para cines de 188 minutos –que fue el que se alzó con cuatro premios Oscar, los correspondientes a Mejor Película de Habla No Inglesa, Fotografía (Sven Nykvist), Dirección Artística (Anna Asp y Susanne Lingheim) y Vestuario (Marik Vos-Lundh)–, y otro para televisión, de 312 minutos, repartidos en cinco episodios. Bergman siempre consideró que el montaje televisivo era el mejor; no podemos menos que darle la razón, hasta el punto de que el presente comentario se fundamenta precisamente en este montaje.


El testamento cinematográfico de Ingmar Bergman
El cineasta afirmaba haber partido de sus propios recuerdos para elaborar el libreto de Fanny y Alexander, en particular la historia real de su hermana, la escritora Margareta Bergman (1922-2006), y la infancia infeliz que sufrió por culpa de su autoritario padre, un sacerdote luterano. Margareta Bergman sería por tanto la inspiración del personaje de la pequeña Fanny (Pernilla Allwin), si bien esta última acaba siendo una figura relativamente secundaria dentro de la trama, habida cuenta que la mayor parte de la misma está vista desde la perspectiva de su hermano Alexander (Bertil Guve), en cierto sentido el alter ego del propio Bergman. Se dice que la primera intención del cineasta era que el personaje de ficción inspirado en su propia madre, Emelie Ekdahl, corriera a cargo de Liv Ullmann, mientras que el del obispo Vergerus lo interpretaría Max Von Sydow. Pero ninguno de estos dos extraordinarios intérpretes habituales en su filmografía pudo estar presente en este proyecto, como consecuencia de una ajustada agenda laboral en el caso de Ullmann, y como resultado del malentendido que surgió con su representante norteamericano en el caso de Von Sydow, a quien siempre le dolió no haber figurado en la última producción cinematográfica del maestro sueco. Sus personajes corrieron a cargo, respectivamente, de Ewa Fröling y Jan Malmsjö, por más que otros habituales de la filmografía bergmaniana sí que pudieron estar presentes, tal es el caso de Erland Josephson, Harriet Andersson, Gunnar Björnstrand y Jarl Kulle; anotemos, como curiosidad y en roles asimismo secundarios, la presencia en el elenco de futuras figuras del cine sueco que luego han llevado a cabo carreras con proyección internacional, tal es el caso de Pernilla August y de unos muy fugaces Lena Olin y Peter Stormare. Coproducida con Francia y la antigua República Federal Alemana, y con un coste equivalente a unos 6 millones de dólares, Fanny y Alexander fue en su momento la película más cara de la cinematografía sueca. Casi 7 millones de dólares fue su recaudación final solo en cines norteamericanos, con lo que cabe especular con escaso margen de error de que su funcionamiento comercial a nivel internacional fue bastante bueno, teniendo en cuenta sus características; en España, y según la poco fiable base de datos de la web del Ministerio de Cultura, recaudó el equivalente a casi 800.000 euros actuales y convocó a algo más de medio millón de espectadores.  

“Fanny y Alexander”: la serie
El montaje para televisión de Fanny y Alexander se divide en cinco capítulos, “La familia Ekdhal celebra la Navidad” (de una hora y media aproximadamente), “El fantasma”, “El descanso” (ambos de algo más de media hora), “Acontecimientos de verano” (poco menos de una hora) y “Demonios” (cerca de hora y media). [Nota bene: Los títulos de los episodios y sus respectivas duraciones en DVD están tomados de la edición española originalmente editada por Cameo y reeditada por A Contracorriente.]


“Prólogo”.
El primer capítulo o primer acto viene precedido por un Prólogo que, como no podía ser menos tratándose de su autor, es de una admirable densidad. Nos hallamos en la Suecia de principios del siglo XX. El pequeño Alexander juega en uno de los grandes salones de la mansión Ekdhal, dejando volar su imaginación; a partir de esta premisa, Bergman crea un admirable cortometraje de atmósfera fantastique en el cual la mirada infantil, en combinación con la tonalidad mágica de la fotografía (gran trabajo, como siempre, de Sven Nykvist), da pie a imágenes poéticas de tanta belleza como ese instante en el cual Alexander ve o cree ver la estatua de una figura femenina cobrando “vida”, o ese otro, ominoso, en el que la figura de la mismísima Muerte atraviesa la estancia dejándose entrever tras el mobiliario. Se trata, asimismo, de una manera de indicar que vamos a asistir a un relato en el que la belleza de la imaginación desatada, vitalista, de un niño va a tener el contrapunto severo, realista, del final de la existencia.



Primer acto: “La familia Ekdhal celebra la Navidad”.
 “La familia Ekdhal celebra la Navidad” gira, como su título indica, alrededor de la celebración de dicha festividad en el hogar de la familia protagonista. Bergman dibuja con admirable precisión el ritual social de la reunión de los componentes del clan Ekdhal alrededor de la matriarca Helena (Gunn Wallgren). Recuperando en parte el tono aparentemente festivo, pero en el fondo tremendamente amargo, de Sonrisas de una noche de verano (1955), la celebración de la Navidad en la casa de los Ekdhal no tarda en revelar su carácter secreto de conmemoración hipócrita bajo la cual se ocultan no pocos trapos sucios. Los esqueletos escondidos en el armario de los Ekdhal son tan variopintos como el viejo amante judío de la anciana Helena, Isak Jacobi (Erland Josephson); la relación adúltera que el extravertido Gustav (Jarl Kulle) mantiene con la criada Maj (Pernilla August); o la enfermiza relación de amor-odio de Carl (Börje Ahlstedt) y su esposa Alma (Mona Malm), a la que hace tiempo ya que no ama, pero a la que es incapaz de abandonar. Este panorama humano se muestra, en primer lugar, describiendo minuciosamente la (falsa) fachada de felicidad de los personajes, manifestada como digo en una celebración navideña donde los amos comparten mesa con las criadas, todos cantan y bailan formando una rúa que atraviesa los principales salones de la mansión, los niños juegan a sus anchas, y hasta los adultos se comportan temporalmente como niños (escena en la que Carl divierte a sus sobrinos apagando un candelabro… con una ventosidad); pero, a la hora de la verdad, cuando la fiesta termina y de puertas adentro, no tardan en aflorar el dolor y el resentimiento: durante esa misma rúa, el ya envejecido Oscar Ekdhal (Allan Edwall), marido de la mucho más joven Emelie (Ewa Fröling) y padre de Fanny y Alexander, tiene que soltarse del resto del grupo y detenerse a recuperar el aliento sentado en unos escalones, primer signo de su muerte cercana; por su parte, Lydia (Christina Schollin), la esposa de Gustav, no puede reprimir su deseo de abofetear a la insolente criada y amante de su marido, Maj, uno de sus pocos consuelos a la hora de convivir con las infidelidades de su esposo; y, en la soledad de su dormitorio –en una secuencia de una dureza asfixiante–, Carl da rienda suelta a la repugnancia que le provoca Alma, en un nuevo apunte sobre las relaciones de pareja que giran alrededor del asco que una persona siente hacia la otra tan amarga como las apuntadas en Los comulgantes (1963), La hora del lobo (1968) o, naturalmente y para no alargarnos, Secretos de un matrimonio.  


Segundo acto: “El fantasma”.
En el segundo acto, “El fantasma”, se hace hincapié en algo que también aparecía anotado en el primer episodio: la presencia del teatro, motivo visual y dramático recurrente dentro del cine de Bergman a modo de contrapunto de las tragedias cotidianas. En el primer episodio hemos visto a Oscar Ekdhal pronunciando un emotivo discurso de Navidad ante la compañía teatral que dirige Filip Landahl (Gunnar Björnstrand), donde se pone de relieve el amor de aquél por el teatro y por los componentes de la compañía. En este segundo episodio, Oscar sufre un ataque, el mismo que le pondrá a las puertas de la muerte, mientras está ensayando una escena del Hamlet de William Shakespeare donde encarna, paradójicamente, al fantasma: antes de fallecer, el propio Oscar reirá débilmente ante esta ironía. “El fantasma” explora un tema asimismo muy bergmaniano, el del miedo a la muerte y la posibilidad de vida en el más allá –recuérdese la extraordinaria El rostro (1958)–, en esta ocasión a través de los temores del imaginativo Alexander, a quien le aterroriza acercarse al lecho de su padre moribundo, y al que, finalmente, verá o creerla verlo aparecerse en forma de fantasma que deambula tristemente por diversos rincones de la mansión Ekdhal. Un momento llama la atención, dada su elevada intensidad dramática: esa escena en la que, de madrugada, Fanny y Alexander se acercan al salón, atraídos por los alaridos de dolor de su madre mientras vela el ataúd abierto de su difunto marido; la cámara adopta el punto de vista de los niños, mostrando en plano general fijo las puertas correderas de ese salón ligeramente entreabiertas, de manera que vemos a través de ellas el cadáver de Oscar reposando en su ataúd y a la histérica Emelie gritando mientras atraviesa de izquierda a derecha la estancia.


Tercer acto: “El descanso”.
Si en “El fantasma” hemos visto una clara referencia al célebre drama shakespeariano, en el tercer episodio, “El descanso”, la trama de este último parece cobrar vida a partir del momento en que entra en las vidas de Emelie y sus hijos un siniestro personaje: el obispo Edvard Vergerus (Jan Malmsjö). Para desesperación de Alexander, el obispo Vergerus seduce a su madre y la convence para que se case con ella y se venga a vivir junto a sus hijos a la casa que comparte con su madre Blenda Vergerus (Marianne Aminoff), su hermana soltera Henrietta (Kerstin Tidelius) y la enferma y silenciosa tía Emma (Sonya Hedenbratt), en lo que no cuesta nada ver cierta transposición del argumento de Hamlet: a mayor ahondamiento, la propia Emelie le dice a su hijo que no se convierta él en un nuevo Hamlet, a la vista del odio feroz y sin condiciones que siente hacia el obispo y ahora su padrastro, que ha venido a reemplazar el lugar de su progenitor original. La actitud rebelde e inconformista de Alexander ya ha quedado patente en el episodio anterior, cuando le hemos visto junto a su hermana Fanny participando en la comitiva fúnebre de su padre y escupiendo en voz baja tacos y obscenidades, es decir, llevando la contraria a su manera a la pompa y circunstancia de la ceremonia. Una actitud que le llevará a darse de cruces con la brutal intolerancia del obispo Vergerus, con dramáticos resultados: en escenas como aquélla en la cual Alexander se ve obligado a reconocerle al obispo y en presencia de su madre que se ha inventado una historia que ha circulado por su escuela, o en la posterior y más contundente –y ya en el siguiente episodio, “Acontecimientos de verano”– del terrible castigo que  el obispo le inflige por contarle a la criada Justina (Harriet Andersson) otra historia en torno a cómo murieron la primera esposa y las dos hijas del obispo, véase cómo Bergman crea tensión mediante esos primeros planos de la mano del religioso cerca de la cabeza de Alexander, tocándole con el dedo, acariciándole el pelo, sujetándole por la nuca o cerrando con ira su puño, dependiendo del grado de control que pretende ejercer sobre el niño y la resistencia que el pequeño ofrece dentro de sus posibilidades.


Cuarto acto: “Acontecimientos de verano”.
“Acontecimientos de verano” se centra en algo que ya hemos apuntado, la descripción de la claustrofóbica estancia de Emelie y sus hijos en la casa del obispo Vergerus una vez consumada la unión matrimonial de la primera con el último. Del mismo modo que, en “El fantasma”, Bergman ha creado una atmósfera de recogimiento a partir de la muerte del personaje de Oscar Ekdahl, y que se traduce estéticamente en una serie de escenas, las del funeral de este personaje inmediatamente anteriores a la partida de la comitiva fúnebre, en las que el vestuario de riguroso luto de los personajes contrasta con el lujoso decorado de la mansión ricamente adornada –en lo que puede verse una recuperación y al mismo tiempo una depuración de la estética propuesta en su día por el cineasta en Gritos y susurros (1972)–, en “Acontecimientos de verano” la atmósfera es, por el contrario, tensa y asfixiante, sostenida en base al contraste que se produce entre los personajes de Emelie y sus hijos por un lado, y el obispo Vergerus, sus familiares y sus criadas por otro. Ello se traduce en momentos tan magníficos como la llegada de Emelie y los niños a la casa del obispo y su primera cena juntos, cargada de una soterrada electricidad emocional, o tras el ya mencionado momento del castigo que el religioso le inflige a Alexander por su rebeldía, esa inquietante escena onírica –que vuelve a recordar al momento culminante de El rostro– en la que el niño es encerrado en el ático de la casa…, y en su imaginación se le aparecen los fantasmas de las hijas del obispo, reprochándole sus mentiras y aterrorizándole. Ni que decir tiene que, siguiendo esa misma cadena de contrastes, los imperfectos pero vitalistas Ekdahl se revelan aquí unos seres humanos muy preferibles a los rígidos e inhumanos Vergerus.  


Quinto acto: “Demonios”.
El quinto acto o episodio, “Demonios”, que al igual que el primero casi podría considerarse un largometraje independiente por duración y sobre todo por lo compacto de su contenido, si no fuera en este caso por su (lógica) dependencia del resto de la serie a nivel argumental, ahonda todavía más en los elementos fantastiques de “El fantasma” y “Acontecimientos de verano”. Una primera muestra la hallamos en el clímax de la extraordinaria secuencia en la que el judío Isak Jacobi irrumpe en la casa del obispo Vergerus y, con el aparente propósito de comprarle un baúl antiguo a cambio de una fuerte suma, lo que hace es rescatar a los niños, llevándoselos consigo escondidos en ese mueble; sorprendentemente, Jacobi consigue engañar al obispo “creando” a voluntad una especie de imagen mental de Fanny y Alexander en su habitación, cuando en realidad ya están escondidos en el baúl. Esta, nunca mejor dicho, “fuga” onírica, inesperada porque no proviene de la fértil mente infantil de Alexander sino de un personaje adulto, hace explícito lo que Fanny y Alexander tiene, en su conjunto, de implícito canto al poder de la imaginación en circunstancias adversas. Imaginación que se desata a partir del momento en que los niños son escondidos por Jacobi en su propia casa, un lugar laberíntico repleto de hermosos objetos de anticuario en el que cada rincón parece una llamada a lo mágico.


No es de extrañar, en este sentido, que en semejante decorado se produzcan nuevos momentos fantásticos, todos ellos de insuperable calidad: la magnífica secuencia del cuento en hebreo que Jacobi les lee a Fanny y Alexander, cuyo poder evocativo y reflexivo despierta de nuevo la mente del niño (escenas oníricas como la nocturna de Alexander y su madre en el desierto a la luz de las antorchas; o ese momento –estilo El séptimo sello (1957)– de la polvorienta marcha de penitentes encabezada por la criada Justina, cuya herida real en una mano aquí se ha convertido, por obra y gracia de la imaginación de Alexander, en estigmas en ambas manos como los de Cristo); la secuencia nocturna en la que Alexander se pierde por la casa de Jacobi, tras haber salido de su habitación para orinar, y tiene un aterrador encuentro con… ¡Dios!, en realidad un enorme y siniestro títere manejado por el sobrino de Jacobi, Aron (Mats Bergman, hijo del realizador); a renglón seguido, ese momento indescriptible en el cual Aron lleva a Alexander a que vea otra de las raras posesiones de Jacobi: una momia… que todavía mueve débilmente la cabeza; y la extraña escena de Alexander con el ambiguo hermano de Aron, Ismael (la actriz Stina Ekblad), cuyo diálogo con el niño se superpone, en montaje paralelo, con el terrible acontecimiento que pondrá fin a la vida del obispo Vergerus, víctima accidental del fuego del quinqué que ha convertido a la inválida tía Emma en una mortal antorcha humana.


Pero, dejando aparte toda esta admirable parte onírica, “Demonios” ofrece dos secuencias melodramáticamente perfectas: el diálogo a tres bandas de Gustav y Carl Ekdahl con el obispo Vergerus, con los dos primeros intentando convencer al segundo de que tramite el divorcio de Emelie, por más que el obispo, firme en sus convicciones, exige a su vez la devolución de los niños “secuestrados” por Jacobi so pena de acudir a la policía, una secuencia magistral por la precisión de la planificación y la lección de arte dramático que brindan Jarl Kulle, Börje Ahlstedt y Jan Malmsjö; y la secuencia, de resonancias casi shakespearianas, en la cual Emelie suministra al obispo Vergerus un caldo con somníferos destinado a dejarle fuera de combate mientras ella le abandona definitivamente. Posteriormente, resulta lógico que, en la secuencia en la cual Emelie y la abuela Helena escuchan la declaración que efectúa el superintendente de policía Jespersson (Carl Billquist) sobre las circunstancias de la muerte del obispo Vergerus y la tía Emma, Bergman inserte un plano del religioso carbonizado y en agonía tras un primer plano de Emelie, sugiriendo de este modo que la mujer es consciente de que es responsable, siquiera indirectamente, de la muerte de su marido, al que dejó paralizado con sus somníferos y sin posibilidad de huir de las llamas que acabaron con su existencia.


“Epílogo”.
Fanny y Alexander concluye con un bello Epílogo, que se abre sobre la imagen de dos recién nacidas metidas en sus cunas –una de ellas es la hija de la ahora viuda Emelie y su difunto esposo, la otra es la niña que Gustav Ekdahl ha concebido con la criada Maj–, ambas puestas en relación con el resto de la familia, comiendo alrededor de una enorme mesa, por mediación de un movimiento de cámara. Bergman contrapone el exaltado discurso vitalista de Gustav alrededor de esa misma mesa, feliz por el nacimiento de su nueva hija y por haber recuperado para su familia a Emelie, Fanny y Alexander, con la melancolía de las siguientes escenas: los problemas cotidianos de los Ekdhal no han terminado –la criada Maj llora ante Helena y Emelie porque Gustav pretende solucionarle la vida y la de su pequeña “poniéndole” un negocio que a ella no le gusta…–; y, camino de ir a ver a su abuela, Alexander tiene un último encontronazo en un pasillo con el nuevo fantasma que, lamentablemente, se ha incorporado para siempre a su vida: el del obispo Vergerus. En la escena final, Helena le lee a Alexander, apoyado en su regazo, un fragmento de Un ensueño, de August Strindberg, también conocida en castellano como El sueño (1901), y que es la obra de teatro que Emelie quiere que ella y Helena interpreten juntas en el escenario. Antes, cerca del final de “Demonios”, hemos visto al director de la compañía de teatro antaño financiada por Oscar y Emelie Ekdahl, el Sr. Filip Landahl, quejándose amargamente ante un colega por la baja calidad de las obras que, a falta de dinero, se ven obligados a representar con tal de subsistir: “El gusto del público, Sr. Morsing. Ya no quieren oír las canciones de gigantes. Se contentan con oír tararear a los enanos”; ¡una reflexión que, lamentablemente, sigue estando vigente en buena parte del actual mundo de la cultura!



Pero, como decía, Fanny y Alexander concluye con la lectura de un fragmento de Un ensueño / El sueño, de Strindberg, una obra de teatro que no por casualidad gira alrededor de la visita a la Tierra por parte de una hija de Dios que termina desengañada al comprobar por sí misma la mediocridad de la existencia humana. El fragmento que lee Helena dice así: “La mentira y la realidad son una. Todo puede acontecer. Todo es sueño y verdad. El tiempo y el espacio no existen. Y sobre la frágil base de la realidad, la imaginación teje su tela, y diseña nuevas formas, nuevos destinos”. Dejando aparte el hecho de que la cita de Strindberg es un resumen perfecto de buena parte de la entraña de un film que, como este de Bergman, está construido alrededor de las frágiles fronteras que separan la así llamada fantasía de la denominada realidad, ¿acaso no puede verse, también, como una maravillosa definición aplicable por igual al teatro y al cine, dos artes que para el autor de Fanny y Alexander siempre fueron intercambiables?