La acción de El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975) se inspira, muy vagamente,
en hechos reales. A principios del siglo XX, durante el mandato del presidente
norteamericano Theodore Roosevelt, una tribu bereber secuestró a Ion Perdicaris,
un ciudadano estadounidense residente en Tánger, coincidiendo con un momento en
que Marruecos se hallaba bajo protectorado francés. Aunque el incidente terminó
solucionándose por la vía diplomática, John Milius, quien a mediados de los
setenta se había forjado un incipiente prestigio como guionista –Las aventuras de Jeremiah Johnson
(Sydney Pollack), El juez de la horca
(John Huston), Harry el fuerte (Ted
Post)– y acababa de realizar la excelente Dillinger
(ídem, 1973), también con guion propio, urdió a partir de esa anécdota
histórica un guion original al cual añadió todo tipo de elementos de su
invención: convirtió al ciudadano secuestrado en una mujer, Eden Pedecaris, y
además madre de dos hijos, e ideó un par de secuencias de batalla para añadirle
espectacularidad al relato: el asalto de los marines al palacio del Bajá en
Tánger, y el combate final de los soldados norteamericanos y los bereberes contra
las tropas alemanas.
Producida por Columbia Pictures en
asociación con Metro-Goldwyn-Mayer, y con un presupuesto de 4 millones de
dólares, considerablemente alto para la época, el papel protagonista de El viento y el león, el jefe berebere
conocido con el pomposo nombre de Mulay Ahmed Mohammed el-Raisuli, apodado El
Magnífico, fue a parar al escocés Sean Connery, una vez considerados y
descartados intérpretes como Omar Sharif y Anthony Quinn. El viento y el león sería para Connery el primero del magnífico
trío de películas de aventuras que rodó consecutivamente por esa época, y que
tanto bien hicieron por su imagen y prestigio como actor, alejándolo de su
encarnación de James Bond; las otras dos serían El hombre que pudo reinar (The Man Who Could Be King, 1975), de
John Huston (quien, curiosamente, también interviene como intérprete en El viento y el león), y Robin y Marian (Robin and Marian, 1976),
de Richard Lester. Por su parte, la actriz estadounidense Candice Bergen asumió
el papel de Eden Pedecaris, tras haber sido ofrecido en primer lugar a Faye
Dunaway. Brian Keith obtuvo el rol del presidente Teddy Roosevelt y John
Huston, ya mencionado, encarnó a su secretario de estado John Hay.
El rodaje tuvo lugar íntegramente en
España, en concreto en diversas localizaciones andaluzas como el Cabo de Gata
en Almería, La Calahorra
en Granada y la Plaza
de las Américas de Sevilla. El apasionamiento del realizador le llevó a emplear
a una veintena de auténticos marines, así como a numerosos miembros de las
fuerzas especiales del ejército español, para las escenas de batalla, alguna de
las cuales, como la del final, que requirió por sí sola dos semanas de
filmación, resultó particularmente peligrosa, al usarse en ella dinamita…
¡real! Apuntar, a título anecdótico dentro del capítulo interpretativo, que el
director de fotografía del film, Billy Williams, asumió el papel secundario
pero llamativo de Sir Joseph, el diplomático británico que sacrifica su vida
intentando evitar el secuestro de la Sra.
Pedecaris y su hijos al inicio del relato; que Terry Leonard,
el gran supervisor de especialistas que llevó a cabo la mayoría de las escenas
de riesgo con caballos, aparece brevemente en la película como el púgil contra
el cual el presidente Roosevelt practica el boxeo; y que el propio Milius se
deja ver como el mercader alemán de armas que negocia con el sultán en su
palacio. Estrenada en los Estados Unidos en mayo de 1975, El viento y el león no fue un gran éxito de taquilla –y más
teniendo en cuenta que ese mismo verano tuvo que vérselas nada menos que con Tiburón (Jaws, 1975), de Steven
Spielberg, el primer film de la historia del cine que superó los 100 millones
de dólares en taquilla sólo en cines estadounidenses–, pero sirvió para
consolidar la posición de su autor en el seno de la industria.
Resulta fácil catalogar El viento y el león como película épica,
dado su sabor aventurero y por lo que tiene de reivindicación, hecha con
notables medios técnicos, de cierto sentido del espectáculo made in Hollywood, que en el momento de
su realización, mediados de los años setenta, atravesaba una grave crisis de
credibilidad, sacudida por los vaivenes de la propia sociedad estadounidense
(la guerra de Vietnam, la cultura hippie,
el movimiento contestatario) y por los aires de renovación cinematográfica procedentes
de determinadas vanguardias, tanto europeas (la Nouvelle Vague francesa, el
Free Cinema británico, los Nuevos Cines procedentes de países del Este o
latinoamericanos) como también norteamericanas (el New American Cinema, el underground). Pero quizá el calificativo
que, a pesar de esas apariencias, mejor le cuadra a El viento y el león es el de película lírica y, más concretamente,
de epopeya lírica. Diccionario en
mano, y recogiendo una definición para el teatro épico que, creo, también es
aplicable al cine épico, este último sería el que, en contraposición al que
pretende la identificación del espectador con las emociones de la obra, intenta
que cause en aquél reflexiones “distanciadoras” y críticas por medio de una
técnica apoyada más en lo narrativo que en lo dramático. En cambio, una obra
literaria lírica (o, añado, una obra cinematográfica lírica) sería, también
diccionario en mano, aquélla que expresa sentimientos del autor y se propone
suscitar en el oyente o lector (o, en este caso, espectador) sentimientos
análogos. Y aunque una de las acepciones académicas de epopeya (la que, creo,
más se acerca al espíritu de El viento y
el león) la describe como un conjunto de hechos gloriosos dignos de ser
cantados épicamente, en este caso hablaríamos de un canto lírico, y no épico, y
por tanto de epopeya lírica.
¿Y por qué? Porque, a pesar de partir
de un substrato histórico descrito con cierto realismo y veracidad (la
situación de Marruecos en el año 1905, que a pesar de ser oficialmente un
protectorado francés era objeto de intereses alemanes y norteamericanos, tal y
como se refleja en el film), El viento y
el león no es ni pretende ser una lección de Historia, sino antes al
contrario una digresión sobre cómo, en la mayoría de las ocasiones, la Historia con mayúscula
aplasta la historia o historias con minúscula de los seres humanos que padecen
los caprichos de la primera. Si estuviésemos hablando de Éric Rohmer, algunos
mencionarían de inmediato la interesante La
inglesa y el duque (L’anglaise et le duc, 2001) como ejemplo de lo
afirmado. Pero, amigos, estamos hablando de El
viento y el león y de un realizador, John Milius, que no solo carece del
marchamo “artístico” que ostenta (o, mejor dicho, se le ha atribuido a) Rohmer,
sino que además pasa por ser, ideológicamente hablando, uno de los personajes
más “molestos” del cine estadounidense, me atrevería a afirmar, de todas las
épocas: un fascista declarado, amante de las armas de fuego, y que con motivo
del estreno de su más famosa película, Conan
el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982), se atrevió a declarar que, en su
opinión, “los gobiernos son para las
vacas” y, refiriéndose a Robert E. Howard, padre literario de Conan,
añadió: “Estoy de acuerdo con Howard, que
prefería la barbarie”. Si a ello añadimos que Milius es autor de una
filmografía como director harto irregular, en la que junto a títulos tan interesantes
como los ya citados Dillinger o Conan el bárbaro, o también Adiós al rey (Farewell to the King,
1989), hallamos otros tan insuficientes como El gran miércoles (Big Wednesday, 1978), El vuelo del Intruder (Flight of the Intruder, 1991) o sobre todo
la nefasta –aunque muy personal– Amanecer
rojo (Red Dawn, 1984), comprenderán que Milius sea, en el mejor de los
casos, menospreciado.
A pesar de ello, y a falta de haber
visto toda su filmografía –en el momento de escribir estas líneas, desconozco su
oscura ópera prima The Reversal of Richard
Sun (1970), y sus últimos trabajos tras las cámaras para televisión–, El viento y el león no solo me parece su
mejor película, sino probablemente una de las últimas obras maestras legadas
por el cine norteamericano de los setenta y un film que, en cierto sentido,
certifica el final de la etapa “clásica” del cine de aventuras de Hollywood. Concebida
como la primera entrega de una proyectada trilogía sobre el presidente Theodore
Roosevelt, personaje sobre el cual Milius volvería a reincidir en su serie de
televisión Rough Riders (1997),
centrada en las hazañas bélicas de Roosevelt en la guerra de Cuba (una etapa
que, en principio, también es la que pretende evocar Martin Scorsese en su largo
tiempo anunciado proyecto The Rise of
Theodore Roosevelt), El viento y el
león es, entre otras muchas cosas, una de las películas en las que Milius
ha incidido más y mejor en una de sus temáticas favoritas: el contraste entre
civilización y barbarie. En este sentido, resulta muy claro para cualquiera que
vea el film que, para Milius, el personaje de Muley Ahmed Mohamed el-Raisuli el
Magnífico, y todo lo que representa su modo de vida, le resultan infinitamente
preferibles al estilo de existencia supuestamente civilizado, en realidad
brutal, despiadado y sin alma, representado por los personajes occidentales.
La astucia de Milius reside en que
este discurso sobre la (falsa) superioridad de la civilización puesta en
contraste con la (supuesta) inferioridad de la barbarie está expuesto a través
del proceso de reconocimiento que llevarán a cabo los personajes –y, con ellos,
el espectador– de Eden Pedecaris y sus dos hijos, William (Simon Harrison) y
Jennifer (Polly Gottesmann). Al principio –en una secuencia de una apabullante
brillantez–, los bereberes de el-Raisuli irrumpen salvajemente en la vivienda
de Eden Pedecaris en Tánger, asesinando a sus criados y secuestrándola junto a
sus hijos; por si las cosas no pintaran lo suficientemente mal, Eden tiene la
ocurrencia de reírse de el-Raisuli cuando es desmontado por un caballo encabritado,
lo cual provoca que el jefe bereber la abofetee, advirtiéndole: “Soy el-Raisuli. No vuelva a reírse de mí”.
Lo que sigue a continuación no parece nada halagüeño ni para Eden ni para sus
hijos: los bereber intentan espiar el cuerpo de Eden mientras se cambia de ropa;
el-Raisuli ejecuta con sus propias manos a dos de los cuatro hombres que se han
atrevido a beber agua de su pozo sin haberse acordado de él en sus oraciones,
cortándoles la cabeza con una enorme espada (cuando Eden le reprocha su barbarie,
el-Raisuli contesta con una lógica implacable que: “un bárbaro los habría decapitado a los cuatro”); la lengua de un
traidor es servida a el-Raisuli en una bandeja de plata, para horror de Eden y
excitada curiosidad infantil de William y Jennifer.
Sin embargo, no tardaremos en ver que
la acción de las “personas civilizadas” dista mucho de ser mejor que las de los
bereberes que, a fin de cuentas, han cometido el secuestro de la Sra. Pedecaris y sus hijos para
reivindicar la libertad de Marruecos. Roosevelt, que acaba de ser nombrado
presidente provisional por la muerte del anterior mandatario y está preparando
las elecciones (que acabó ganando), es mostrado como un personaje extravertido
y con un punto novelesco, a medio camino entre lo sublime y lo demente. No deja
de resultar chocante que, a pesar de su fama de reaccionario, Milius ponga en
boca de este personaje una amarga y desencantada reflexión sobre el pueblo
norteamericano; comparando el espíritu estadounidense con el carácter del oso
que acaba de cazar, Roosevelt afirma: “[a
los americanos] el mundo siempre nos respetará, pero nunca nos amará. Somos
demasiado arrogantes, y acaso algo ciegos y temerarios”. No será la última
vez que lo haga: basta con ver Adiós al
rey, en la que Milius cede la palabra a un cruel oficial del ejército
japonés dejándole que intente justificar, por más que sea injustificable, la
decisión que le condujo a practicar el canibalismo con sus prisioneros; o, sin
ir más lejos, el retrato oscuro y bastante antipático que el mismo film ofrece
del general MacArthur.
A medida que Eden Pedecaris y sus
hijos van conociendo y aceptando a el-Raisuli y su pueblo, los políticos y
militares norteamericanos aprovechan la delicada situación diplomática
provocada por el secuestro para tomar el poder en Marruecos, mandando tropas a
asaltar el palacio del Bajá de Tánger (Vladek Sheybal), en lo que puede verse
un irónico anticipo de la situación del mundo en la actualidad: más de treinta
años después de su realización, y a pesar de ser en sus líneas generales pura
ficción, El viento y el león parece
que esté hablándonos de la guerra ideológico-económica que enfrenta a Oriente y
Occidente en estos momentos. Nada, en el fondo, ha cambiado. De ahí que Milius
acabe tomando partido por los bereberes, hombres con su propio e insustituible
código del honor, que prefieren luchar a espada y cara a cara con el enemigo
para poder “mirarse a los ojos” (y no
con armas de fuego, que en su opinión es con lo que luchan “los perros”); y que ello esté expuesto a
través del proceso de seducción de Eden y sus hijos por esos hombres bárbaros
pero fascinantes: la manera en que, al principio del relato, la pequeña
Jennifer se acerca sin miedo al jinete bereber que le dice que salga de su
escondrijo y suba a su caballo; la admiración que William siente por
el-Raisuli; o, en uno de los momentos más bellos del relato, la escena en la
que el-Raisuli le confiesa a Eden que, si el gobierno norteamericano no cumple
sus exigencias, les dejará marchar con vida: Eden estalla en llanto, al
comprobar la nobleza de el-Raisuli, quien exclama, extrañado, con inocencia: “¡El-Raisuli no mata a mujeres y niños!”;
gran momento que se sostiene, en buena medida, sobre la gran interpretación de
Sean Connery, en uno de sus mejores y más carismáticos roles, y de una
excelente Candice Bergen, que quizá nunca ha vuelto a estar mejor.
Son muchos los momentos que hacen
espléndida esta película, que el que suscribe, aún con miedo de que le tomen
por una especie de José Luis Garci de medio pelo, confiesa tener entre aquellas
que, a mediados de los setenta, momento en que empecé a despertar a la vida y,
desde luego, al cine, marcaron mi afición, junto con (y cito sin orden de
preferencia) La quimera del oro, de
Charles Chaplin (en una reposición, claro está), Solaris, de Andrei Tarkovski, Family
Plot (La trama), de Alfred Hitchcock, El
padrino, de Francis Ford Coppola, o Tiburón,
de Steven Spielberg. Pero, más allá de sus excelentes momentos de acción –al
secuestro de la Sra. Pedecaris
y sus hijos que abre el film habría que añadir el extraordinario rescate de
estos últimos por el-Raisuli tras haber caído en manos de unos tuaregs, o la
pelea final de los bereberes y los yanquis contra los alemanes que han
capturado a el-Raisuli, en parte inspirada en el Sam Peckinpah de Grupo salvaje–, lo que acaba quedando en
el recuerdo de El viento y el león
son sus formidables apuntes líricos: el travelling
que nos descubre por primera vez a el-Raisuli, sentado en el jardín, que en
combinación con la evocadora partitura de un inspirado Jerry Goldsmith confiere
la adecuada aureola mítica y romántica al personaje; la fascinación de William
y Jennifer mientras juegan con un cuchillo bereber; el-Raisuli narrando sus
aventuras de juventud, con tono de elegía, a la luz de una hoguera; diversos
momentos del combate final, como aquél en que el-Raisuli humilla al oficial
alemán que le ha retado… no matándole, el onírico instante en que William,
caído en el suelo, ve al ralentí a el-Raisuli arrebatándole el rifle mientras
pasa a caballo por su lado; o la secuencia en que Roosevelt, tapándose un ojo
(está perdiendo visión en él), y sentado al pie del oso disecado, lee la carta
de el-Raisuli, donde le compara con el viento y a sí mismo con un león. Dejo
para el final mi momento favorito: de nuevo en medio del último combate, la inolvidable
despedida de el-Raisuli a Eden: “Volveremos
a vernos, Sra. Pedecaris, cuando los dos seamos como nubes doradas flotando
sobre el viento”; el-Raisuli sonríe antes de sumergirse en el fragor del combate,
mientras Eden contiene a duras penas el llanto y la música de Jerry Goldsmith
certifica la culminación de una bellísima historia de amor imposible.