sábado, 30 de junio de 2018

El honor de los bereberes: “EL VIENTO Y EL LEÓN”, de JOHN MILIUS



La acción de El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975) se inspira, muy vagamente, en hechos reales. A principios del siglo XX, durante el mandato del presidente norteamericano Theodore Roosevelt, una tribu bereber secuestró a Ion Perdicaris, un ciudadano estadounidense residente en Tánger, coincidiendo con un momento en que Marruecos se hallaba bajo protectorado francés. Aunque el incidente terminó solucionándose por la vía diplomática, John Milius, quien a mediados de los setenta se había forjado un incipiente prestigio como guionista –Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack), El juez de la horca (John Huston), Harry el fuerte (Ted Post)– y acababa de realizar la excelente Dillinger (ídem, 1973), también con guion propio, urdió a partir de esa anécdota histórica un guion original al cual añadió todo tipo de elementos de su invención: convirtió al ciudadano secuestrado en una mujer, Eden Pedecaris, y además madre de dos hijos, e ideó un par de secuencias de batalla para añadirle espectacularidad al relato: el asalto de los marines al palacio del Bajá en Tánger, y el combate final de los soldados norteamericanos y los bereberes contra las tropas alemanas.    


Producida por Columbia Pictures en asociación con Metro-Goldwyn-Mayer, y con un presupuesto de 4 millones de dólares, considerablemente alto para la época, el papel protagonista de El viento y el león, el jefe berebere conocido con el pomposo nombre de Mulay Ahmed Mohammed el-Raisuli, apodado El Magnífico, fue a parar al escocés Sean Connery, una vez considerados y descartados intérpretes como Omar Sharif y Anthony Quinn. El viento y el león sería para Connery el primero del magnífico trío de películas de aventuras que rodó consecutivamente por esa época, y que tanto bien hicieron por su imagen y prestigio como actor, alejándolo de su encarnación de James Bond; las otras dos serían El hombre que pudo reinar (The Man Who Could Be King, 1975), de John Huston (quien, curiosamente, también interviene como intérprete en El viento y el león), y Robin y Marian (Robin and Marian, 1976), de Richard Lester. Por su parte, la actriz estadounidense Candice Bergen asumió el papel de Eden Pedecaris, tras haber sido ofrecido en primer lugar a Faye Dunaway. Brian Keith obtuvo el rol del presidente Teddy Roosevelt y John Huston, ya mencionado, encarnó a su secretario de estado John Hay.


El rodaje tuvo lugar íntegramente en España, en concreto en diversas localizaciones andaluzas como el Cabo de Gata en Almería, La Calahorra en Granada y la Plaza de las Américas de Sevilla. El apasionamiento del realizador le llevó a emplear a una veintena de auténticos marines, así como a numerosos miembros de las fuerzas especiales del ejército español, para las escenas de batalla, alguna de las cuales, como la del final, que requirió por sí sola dos semanas de filmación, resultó particularmente peligrosa, al usarse en ella dinamita… ¡real! Apuntar, a título anecdótico dentro del capítulo interpretativo, que el director de fotografía del film, Billy Williams, asumió el papel secundario pero llamativo de Sir Joseph, el diplomático británico que sacrifica su vida intentando evitar el secuestro de la Sra. Pedecaris y su hijos al inicio del relato; que Terry Leonard, el gran supervisor de especialistas que llevó a cabo la mayoría de las escenas de riesgo con caballos, aparece brevemente en la película como el púgil contra el cual el presidente Roosevelt practica el boxeo; y que el propio Milius se deja ver como el mercader alemán de armas que negocia con el sultán en su palacio. Estrenada en los Estados Unidos en mayo de 1975, El viento y el león no fue un gran éxito de taquilla –y más teniendo en cuenta que ese mismo verano tuvo que vérselas nada menos que con Tiburón (Jaws, 1975), de Steven Spielberg, el primer film de la historia del cine que superó los 100 millones de dólares en taquilla sólo en cines estadounidenses–, pero sirvió para consolidar la posición de su autor en el seno de la industria.      


Resulta fácil catalogar El viento y el león como película épica, dado su sabor aventurero y por lo que tiene de reivindicación, hecha con notables medios técnicos, de cierto sentido del espectáculo made in Hollywood, que en el momento de su realización, mediados de los años setenta, atravesaba una grave crisis de credibilidad, sacudida por los vaivenes de la propia sociedad estadounidense (la guerra de Vietnam, la cultura hippie, el movimiento contestatario) y por los aires de renovación cinematográfica procedentes de determinadas vanguardias, tanto europeas (la Nouvelle Vague francesa, el Free Cinema británico, los Nuevos Cines procedentes de países del Este o latinoamericanos) como también norteamericanas (el New American Cinema, el underground). Pero quizá el calificativo que, a pesar de esas apariencias, mejor le cuadra a El viento y el león es el de película lírica y, más concretamente, de epopeya lírica. Diccionario en mano, y recogiendo una definición para el teatro épico que, creo, también es aplicable al cine épico, este último sería el que, en contraposición al que pretende la identificación del espectador con las emociones de la obra, intenta que cause en aquél reflexiones “distanciadoras” y críticas por medio de una técnica apoyada más en lo narrativo que en lo dramático. En cambio, una obra literaria lírica (o, añado, una obra cinematográfica lírica) sería, también diccionario en mano, aquélla que expresa sentimientos del autor y se propone suscitar en el oyente o lector (o, en este caso, espectador) sentimientos análogos. Y aunque una de las acepciones académicas de epopeya (la que, creo, más se acerca al espíritu de El viento y el león) la describe como un conjunto de hechos gloriosos dignos de ser cantados épicamente, en este caso hablaríamos de un canto lírico, y no épico, y por tanto de epopeya lírica.


¿Y por qué? Porque, a pesar de partir de un substrato histórico descrito con cierto realismo y veracidad (la situación de Marruecos en el año 1905, que a pesar de ser oficialmente un protectorado francés era objeto de intereses alemanes y norteamericanos, tal y como se refleja en el film), El viento y el león no es ni pretende ser una lección de Historia, sino antes al contrario una digresión sobre cómo, en la mayoría de las ocasiones, la Historia con mayúscula aplasta la historia o historias con minúscula de los seres humanos que padecen los caprichos de la primera. Si estuviésemos hablando de Éric Rohmer, algunos mencionarían de inmediato la interesante La inglesa y el duque (L’anglaise et le duc, 2001) como ejemplo de lo afirmado. Pero, amigos, estamos hablando de El viento y el león y de un realizador, John Milius, que no solo carece del marchamo “artístico” que ostenta (o, mejor dicho, se le ha atribuido a) Rohmer, sino que además pasa por ser, ideológicamente hablando, uno de los personajes más “molestos” del cine estadounidense, me atrevería a afirmar, de todas las épocas: un fascista declarado, amante de las armas de fuego, y que con motivo del estreno de su más famosa película, Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982), se atrevió a declarar que, en su opinión, “los gobiernos son para las vacas” y, refiriéndose a Robert E. Howard, padre literario de Conan, añadió: “Estoy de acuerdo con Howard, que prefería la barbarie”. Si a ello añadimos que Milius es autor de una filmografía como director harto irregular, en la que junto a títulos tan interesantes como los ya citados Dillinger o Conan el bárbaro, o también Adiós al rey (Farewell to the King, 1989), hallamos otros tan insuficientes como El gran miércoles (Big Wednesday, 1978), El vuelo del Intruder (Flight of the Intruder, 1991) o sobre todo la nefasta –aunque muy personal– Amanecer rojo (Red Dawn, 1984), comprenderán que Milius sea, en el mejor de los casos, menospreciado.


A pesar de ello, y a falta de haber visto toda su filmografía –en el momento de escribir estas líneas, desconozco su oscura ópera prima The Reversal of Richard Sun (1970), y sus últimos trabajos tras las cámaras para televisión–, El viento y el león no solo me parece su mejor película, sino probablemente una de las últimas obras maestras legadas por el cine norteamericano de los setenta y un film que, en cierto sentido, certifica el final de la etapa “clásica” del cine de aventuras de Hollywood. Concebida como la primera entrega de una proyectada trilogía sobre el presidente Theodore Roosevelt, personaje sobre el cual Milius volvería a reincidir en su serie de televisión Rough Riders (1997), centrada en las hazañas bélicas de Roosevelt en la guerra de Cuba (una etapa que, en principio, también es la que pretende evocar Martin Scorsese en su largo tiempo anunciado proyecto The Rise of Theodore Roosevelt), El viento y el león es, entre otras muchas cosas, una de las películas en las que Milius ha incidido más y mejor en una de sus temáticas favoritas: el contraste entre civilización y barbarie. En este sentido, resulta muy claro para cualquiera que vea el film que, para Milius, el personaje de Muley Ahmed Mohamed el-Raisuli el Magnífico, y todo lo que representa su modo de vida, le resultan infinitamente preferibles al estilo de existencia supuestamente civilizado, en realidad brutal, despiadado y sin alma, representado por los personajes occidentales.


La astucia de Milius reside en que este discurso sobre la (falsa) superioridad de la civilización puesta en contraste con la (supuesta) inferioridad de la barbarie está expuesto a través del proceso de reconocimiento que llevarán a cabo los personajes –y, con ellos, el espectador– de Eden Pedecaris y sus dos hijos, William (Simon Harrison) y Jennifer (Polly Gottesmann). Al principio –en una secuencia de una apabullante brillantez–, los bereberes de el-Raisuli irrumpen salvajemente en la vivienda de Eden Pedecaris en Tánger, asesinando a sus criados y secuestrándola junto a sus hijos; por si las cosas no pintaran lo suficientemente mal, Eden tiene la ocurrencia de reírse de el-Raisuli cuando es desmontado por un caballo encabritado, lo cual provoca que el jefe bereber la abofetee, advirtiéndole: “Soy el-Raisuli. No vuelva a reírse de mí”. Lo que sigue a continuación no parece nada halagüeño ni para Eden ni para sus hijos: los bereber intentan espiar el cuerpo de Eden mientras se cambia de ropa; el-Raisuli ejecuta con sus propias manos a dos de los cuatro hombres que se han atrevido a beber agua de su pozo sin haberse acordado de él en sus oraciones, cortándoles la cabeza con una enorme espada (cuando Eden le reprocha su barbarie, el-Raisuli contesta con una lógica implacable que: “un bárbaro los habría decapitado a los cuatro”); la lengua de un traidor es servida a el-Raisuli en una bandeja de plata, para horror de Eden y excitada curiosidad infantil de William y Jennifer.


Sin embargo, no tardaremos en ver que la acción de las “personas civilizadas” dista mucho de ser mejor que las de los bereberes que, a fin de cuentas, han cometido el secuestro de la Sra. Pedecaris y sus hijos para reivindicar la libertad de Marruecos. Roosevelt, que acaba de ser nombrado presidente provisional por la muerte del anterior mandatario y está preparando las elecciones (que acabó ganando), es mostrado como un personaje extravertido y con un punto novelesco, a medio camino entre lo sublime y lo demente. No deja de resultar chocante que, a pesar de su fama de reaccionario, Milius ponga en boca de este personaje una amarga y desencantada reflexión sobre el pueblo norteamericano; comparando el espíritu estadounidense con el carácter del oso que acaba de cazar, Roosevelt afirma: “[a los americanos] el mundo siempre nos respetará, pero nunca nos amará. Somos demasiado arrogantes, y acaso algo ciegos y temerarios”. No será la última vez que lo haga: basta con ver Adiós al rey, en la que Milius cede la palabra a un cruel oficial del ejército japonés dejándole que intente justificar, por más que sea injustificable, la decisión que le condujo a practicar el canibalismo con sus prisioneros; o, sin ir más lejos, el retrato oscuro y bastante antipático que el mismo film ofrece del general MacArthur.


A medida que Eden Pedecaris y sus hijos van conociendo y aceptando a el-Raisuli y su pueblo, los políticos y militares norteamericanos aprovechan la delicada situación diplomática provocada por el secuestro para tomar el poder en Marruecos, mandando tropas a asaltar el palacio del Bajá de Tánger (Vladek Sheybal), en lo que puede verse un irónico anticipo de la situación del mundo en la actualidad: más de treinta años después de su realización, y a pesar de ser en sus líneas generales pura ficción, El viento y el león parece que esté hablándonos de la guerra ideológico-económica que enfrenta a Oriente y Occidente en estos momentos. Nada, en el fondo, ha cambiado. De ahí que Milius acabe tomando partido por los bereberes, hombres con su propio e insustituible código del honor, que prefieren luchar a espada y cara a cara con el enemigo para poder “mirarse a los ojos” (y no con armas de fuego, que en su opinión es con lo que luchan “los perros”); y que ello esté expuesto a través del proceso de seducción de Eden y sus hijos por esos hombres bárbaros pero fascinantes: la manera en que, al principio del relato, la pequeña Jennifer se acerca sin miedo al jinete bereber que le dice que salga de su escondrijo y suba a su caballo; la admiración que William siente por el-Raisuli; o, en uno de los momentos más bellos del relato, la escena en la que el-Raisuli le confiesa a Eden que, si el gobierno norteamericano no cumple sus exigencias, les dejará marchar con vida: Eden estalla en llanto, al comprobar la nobleza de el-Raisuli, quien exclama, extrañado, con inocencia: “¡El-Raisuli no mata a mujeres y niños!”; gran momento que se sostiene, en buena medida, sobre la gran interpretación de Sean Connery, en uno de sus mejores y más carismáticos roles, y de una excelente Candice Bergen, que quizá nunca ha vuelto a estar mejor.


Son muchos los momentos que hacen espléndida esta película, que el que suscribe, aún con miedo de que le tomen por una especie de José Luis Garci de medio pelo, confiesa tener entre aquellas que, a mediados de los setenta, momento en que empecé a despertar a la vida y, desde luego, al cine, marcaron mi afición, junto con (y cito sin orden de preferencia) La quimera del oro, de Charles Chaplin (en una reposición, claro está), Solaris, de Andrei Tarkovski, Family Plot (La trama), de Alfred Hitchcock, El padrino, de Francis Ford Coppola, o Tiburón, de Steven Spielberg. Pero, más allá de sus excelentes momentos de acción –al secuestro de la Sra. Pedecaris y sus hijos que abre el film habría que añadir el extraordinario rescate de estos últimos por el-Raisuli tras haber caído en manos de unos tuaregs, o la pelea final de los bereberes y los yanquis contra los alemanes que han capturado a el-Raisuli, en parte inspirada en el Sam Peckinpah de Grupo salvaje–, lo que acaba quedando en el recuerdo de El viento y el león son sus formidables apuntes líricos: el travelling que nos descubre por primera vez a el-Raisuli, sentado en el jardín, que en combinación con la evocadora partitura de un inspirado Jerry Goldsmith confiere la adecuada aureola mítica y romántica al personaje; la fascinación de William y Jennifer mientras juegan con un cuchillo bereber; el-Raisuli narrando sus aventuras de juventud, con tono de elegía, a la luz de una hoguera; diversos momentos del combate final, como aquél en que el-Raisuli humilla al oficial alemán que le ha retado… no matándole, el onírico instante en que William, caído en el suelo, ve al ralentí a el-Raisuli arrebatándole el rifle mientras pasa a caballo por su lado; o la secuencia en que Roosevelt, tapándose un ojo (está perdiendo visión en él), y sentado al pie del oso disecado, lee la carta de el-Raisuli, donde le compara con el viento y a sí mismo con un león. Dejo para el final mi momento favorito: de nuevo en medio del último combate, la inolvidable despedida de el-Raisuli a Eden: “Volveremos a vernos, Sra. Pedecaris, cuando los dos seamos como nubes doradas flotando sobre el viento”; el-Raisuli sonríe antes de sumergirse en el fragor del combate, mientras Eden contiene a duras penas el llanto y la música de Jerry Goldsmith certifica la culminación de una bellísima historia de amor imposible.      

4 comentarios:

  1. No se hacen ya (o quizá no soy capaz de ver) películas como estas. El cine, y el mundo, han cambiado. No me extraña que Milius ya no dirija cine.
    Sobre el resto de la filmografía del realizador de San Luis comparto el aprecio por "Adiós al Rey", con idéntico aliento épico. Y sólo decir sobre la controvertida "Amanecer rojo" que vi recientemente y me pareció una película bastante cruda y cuya temática, la residencia a una invasión militar extranjera, resulta muy actual. Vamos, como "el viento y el león".

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  2. ¡A mí también me gustan mucho esta película y "Adiós al rey"! Lástima que a veces como director Milius no sea tan interesante que como guionista. Y es que a veces dirige sus películas con una desgana que las destroza por completo. Pero en estas dos, igual que en "Conan el bárbaro" se le nota bien implicado en lo que quiere contar, y se nota en el resultado.

    Una pena que debido a su estado de salud y lo poco que pinta hoy día en Hollywood es poco probable que terminemos viendo alguna película suya más. Me conformaría incluso con un montaje más largo de "Gerónimo", que aunque tampoco es precisamente un dechado de virtudes tiene suficiente miga como para echar de menos más escenas. En una época en que hasta las entregas de "50 sombras de Grey" tienen sus versiones "largas" meses después del estreno, me pregunto a quién debieron cabrear Milius y Walter Hill para que no tengamos un BluRay "montaje del director" como es debido.

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  3. Estimado TFV, ¿le importaría darme su opinión, lo más por extenso que sea posible dentro de la brevedad exigida por esta minisección de comentarios, sobre "El hombre que pudo reinar" de John Huston? Le adelanto que posiblemente sea mi película favorita. Gracias por anticipado, y cordiales saludos.

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    1. Pues, a falta de no haberla revisado en mucho tiempo, años, me parece una buena película, de las mejores de John Huston, y con una pareja protagonista (Connery y Michael Caine) insuperable. Pese a todo, mi Huston favorito sigue siendo su versión de "Moby Dick". Saludos cordiales.

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