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Una espectacular imagen promocional de Piratas del Caribe: en mareas misteriosas (Pirates of the Caribbean: On Stranger Tides, 2011, Rob Marshall) acapara la portada del núm. 313 de Imágenes de Actualidad. [Nota bene: ¿no os morís de ganas de ver a Penélope Cruz haciendo de mujer pirata, cual una Jean Peters o una Gianna Maria Canale cualquiera? Es una pregunta retórica…] Mi contribución a este número ha consistido, por una parte, en el Cult Movie de cada mes, dedicado a la famosa película de Joseph L. Mankiewicz Cleopatra (ídem, 1963) como homenaje póstumo a su protagonista femenina, Elizabeth Taylor, y al hilo del anuncio del rodaje de una nueva versión que protagonizará (no es broma…) Angelina Jolie, y que se rumorea que podría dirigir (¡tampoco es broma…!) David Fincher: “Paradójicamente, “Cleopatra” fue concebida como una producción relativamente pequeña, de 2 millones de dólares, por el veterano productor Walter Wanger (1894-1968), quien en 1958 había comprado los derechos para el cine de la novela del italiano Carlo Mario Franzero “The Life and Times of Cleopatra” (1957) con vistas a realizar a partir de la misma una especie de reedición de uno de los viejos éxitos de la Twentieth Century Fox: la versión de “Cleopatra” (J. Gordon Edwards, 1917) protagonizada por Theda Bara. Así se lo propuso al presidente de este estudio, el griego Spyros P. Skouras (1893-1971), quien el 20 de octubre dio luz verde al proyecto, con la actriz británica Joan Collins en el papel protagonista. El film se retrasó, Collins dejó de estar disponible y Wanger empezó a considerar a otras actrices, la primera de ellas Audrey Hepburn, mientras que Skouras se inclinaba por Susan Hayward. Por aquel entonces, Elizabeth Taylor –nacida Elizabeth Rosemond Taylor en Hampstead (Londres) el 27 de febrero de 1932, hija de padres norteamericanos– se hallaba en la cúspide de su carrera –acababa de ser nominada al Oscar por “La gata sobre el tejado de zinc” (Richard Brooks, 1958)– y los directivos de la Fox no dudaron en considerarla la mejor opción. Se afirma que Wanger la telefoneó, y que ella, bromeando, dijo: “Por supuesto, la haré por un millón de dólares” (hay quien dice que estas palabras salieron en realidad de boca del cuarto de sus siete maridos, el cantante y actor Eddie Fisher). Pero la Fox le tomó la palabra y, de este modo, la Taylor se convirtió en la primera estrella de Hollywood a la que se le pagó un millón de dólares por una película”.
También he escrito un par de críticas: una, de un film que me ha parecido más interesante de lo que, por lo general, se ha dicho, y que ha pasado bastante desapercibido en todo el mundo: el polémico Sucker Punch (ídem, 2011), de Zack Snyder; la otra es de una película que, por el contrario, no ha generado polémica alguna, pues asimismo por regla general todo el mundo ha tenido claro por dónde iban –nunca mejor dicho— los (sus) tiros: Invasión a la Tierra (Battle: Los Angeles, 2011, Jonathan Liebesman).
Una vistosa imagen de la celebrada serie de televisión Juego de tronos (Games of Thrones, 2011) ocupa la portada del núm. 37 de Scifiworld. Mi contribución de este mes gira en torno a lo que se conoce como cine steampunk: “La definición “clásica” de lo que se entiende como “steampunk” –suponiendo, claro está, que pueda calificarse como de clásico un concepto cuya “antigüedad” se sitúa entre los veinte y treinta años— es la que abarca toda una amplia gama de la cultura (literatura, cine, cómics, diseño) que sitúa relatos o ambientes propios del siglo XIX pero revistiéndolos de tecnología característica de los siglos XX y XXI. Dicho de otra manera, el “steampunk” puede verse como una rama de la ciencia ficción (subgénero, lo llaman algunos, lo cual no es del todo exacto, como ahora veremos) que vendría a ser lo contrario de lo que en ocasiones se ha definido como “historia del futuro”. (…) En cambio, el “steampunk” parte de una similar especulación de inspiración fanta-científica, pero en vez de mirar hacia un hipotético porvenir de la humanidad, lo que hace es reinventar el pasado y recrearlo desde una perspectiva futurista, de tal manera que “ese” siglo XIX, y preferentemente la Inglaterra victoriana que, por convención, se ha convertido en la base estética referencial del “steampunk”, se erige así en un anticipo directo de nuestro más inmediato tiempo presente. En este sentido, lo que el “steampunk” viene a decirnos, o mejor dicho, a sugerirnos, es que el futuro empezó en el pasado: que lo que estamos viviendo en la actualidad “es” ya, y según como se mire, ese “futuro” con el que habían soñado tantos y tantos autores del género desde las páginas de la literatura o de los cómics y las pantallas del cine”. Un ejemplo sintomático de cine steampunk sería la película de Stephen Norrington que acompaña, a modo de ilustración, estas líneas: La liga de los hombres extraordinarios (The League of Extraordinary Gentlemen, 2003).
[Atención: el presente texto está lleno de numerosos detalles sobre el argumento del film]. Vaya por delante, y que quede bien claro desde el principio, que Cisne negro (Black Swan, 2010) no solo me ha gustado, sino que además, como luego veremos, me parece un film rebosante de sugerencias de toda índole. Hago esta advertencia porque ahora mismo, y a pesar de que esta película de Darren Aronofsky ya lleva bastantes semanas en cartel, sigue funcionado excelentemente entre crítica y público, quienes la han acogido, como suele decirse, con los brazos abiertos (insisto: hay buenas razones para ello), y su magnífica recepción continúa estando “caliente”. A esa acogida hay que añadir, además, un factor de índole sentimental / mitómano que difícilmente puede ser racionalizado, y menos en estos momentos por ser, asimismo, tan reciente: la extraordinaria simpatía, o como mínimo empatía, que ha despertado la oscarizada interpretación de la actriz Natalie Portman, a la cual ahora mismo tampoco hay quien le tosa: estando tan cercano el estreno de Cisne negro, y en consecuencia tan presente en el inconsciente colectivo, la protagonista de El amor y otras cosas imposibles (Love and Other Impossible Pursuits, 2009, Don Roos) –un título estrenado en los Estados Unidos directamente en DVD que ahora ha sido “recuperado” como resultas del tirón del cisne Portman— y Sin compromiso (No Strings Attached, 2011) –una reciente comedia de Ivan Reitman (¿alguien le echaba de menos?) que ha funcionado gracias a esa misma razón— se encuentra en estos momentos en la cúspide de su estima profesional. Quede claro, asimismo, que Natalie Portman me parece una buena actriz y que su labor en Cisne negro, oscarizada o no, lo demuestra. Lo digo porque, como voy a explicar a continuación, sobre este film de Aronofsky y su rutilante protagonista femenina pesa la sombra de la sobrevaloración: con independencia de sus muchos méritos (ya llegaremos a ellos), Cisne negro no me parece la obra maestra del cine que se ha proclamado / se está proclamando estos días, por más que pueda entender que así lo parezca: es una película –y lo digo a su favor— tan directa a la hora de exponer lo que cuenta, que su concreción y contundencia resultan de agradecer en tiempos de mojigata corrección política sobre todo en el contexto del actual cine estadounidense, tan poco dado a abordar temáticas “incómodas” por miedo al castigo en forma de mala aceptación en taquilla, de ahí que reserve estas veleidades a producciones que, como Cisne negro, han costado poco según los parámetros que rigen hoy en Hollywood (13 millones de dólares), reduciendo por tanto las posibilidades de pérdidas económicas en caso de “fracaso” taquillero.
Me resulta muy chocante –por más que, como explicaré más adelante, lo entiendo perfectamente— que apenas se hayan alzado voces comentando un aspecto del film que, con franqueza, salta tanto a la vista que el silencio que se ha levantado alrededor de lo que apuntaré a continuación me resulta harto llamativo. Me refiero al carácter delirante de su guión, que en mi opinión sitúa a la película entera al borde mismo del ridículo (por más que, lo avanzo, nunca cae en él). Contemplando la trama de Cisne negro, como suele decirse, “fríamente”, o si se prefiere adoptando frente a ella una determinada distancia y descontextualizándola del trabajo de realización, lo que cuenta resulta a ratos difícil de tomárselo con un mínimo de seriedad. ¿Exagero? Creo que no; más bien lo que resultan exagerados son los comentarios favorables a este film que ven en él un acerado discurso sobre el arribismo; discurso que, cierto, está muy presente a lo largo de todo el relato, pero que a mi entender carece de sutilidad tal y como está planteado. Dicho de otro modo, y volviendo estrictamente a su guión, lo que cuenta Cisne negro lo plantea y lo plasma a base de brocha gorda. En este sentido, creo que uno de los puntos débiles del guión, e incluso del propio trabajo de puesta en escena, reside en que lo que cuenta resulta a ratos demasiado obvio, por más que pretenda arroparlo de cierta, digamos, “aureola artística” inherente a su condición de relato ambientado, sigamos diciendo, en “ambientes refinados”: el mundo del ballet clásico. Pero, como digo, y al menos tal y como lo plantea el film (estamos hablando de planteamiento: luego hablaremos de resolución), la trama de Cisne negro en ocasiones está peligrosamente cerca de lo risible: ahí es nada la descripción inicial de la principal protagonista, una joven componente del New York City Ballet (Nina Sayers: la Portman, of course) cuya inmadurez y enfermiza dependencia de su madre (Erica Sayers: una Barbara Hershey con aires de bruja), una exbailarina frustrada que, siguiendo el tópico, quiere ver-triunfar-a-su-hija ya que ella-no-pudo-hacerlo porque tuvo que sacrificar-su-carrera para darla a luz y cuidarla, ha convertido a Nina en una niña-mujer cuyo dormitorio está adornado con muñecos de peluche y horribles tonos rosados en cortinas y cama. Para más señas, y por si a alguien no le había quedado lo suficientemente claro que está medio loca, y que su demencia está influyendo gravemente en su hija, Erica dibuja y pinta aterradoras caras “psicóticas” que, en un momento dado, parecen adquirir vida propia cuando Nina las mira. No es lo único que chirría en un relato que, probablemente, en parte busca ese efecto crispado, por más que a veces se le vaya un poco la mano en la consecución de esa tonalidad: a las convencionales presentaciones de Nina y su madre hay que sumar el (a mi entender, fácil) contraste que se establece entre la protagonista, la joven bailarina que está a punto de acceder a la más alta posición de fama y honor de su carrera profesional, y la veterana figura a la que reemplaza por estrictas razones de edad, la exestrella del ballet Beth Macintyre (Winona Ryder) que, pasada la barrera de los 35 años, empieza a resultar “vieja” para seguir siendo la principal figura femenina de la compañía (dicho sea de paso, y en un detalle de casting que me parece de una gran crueldad, el contraste que se establece entre Natalie Portman, convertida gracias a este film en la estrella más rutilante de su generación, y Winona Ryder, la que fuera la musa de esa entelequia conocida como “Generación X”, parece ir más allá de lo casual o lo anecdótico: no resulta difícil imaginarse a Ryder interpretando a Nina Sayers en el hipotético supuesto de que Cisne negro hubiese sido realizada tan solo diez años atrás; más aun si se tiene en cuenta que el personaje encarnado aquí por Ryder, el “juguete roto” que acaba viéndose arrastrado al borde de la locura como consecuencia de haber asumido mal que su tiempo ya ha pasado, parece una sangrante caricatura de la propia actriz, “descabalgada” de la primera línea de Hollywood por circunstancias personales).
No menos efectista resulta la descripción que se nos proporciona de Thomas Leroy (Vincent Cassel), el director artístico del ballet con fama de acostarse con sus prima donnas y que, tras haberse desprendido de Beth en beneficio de Nina porque quiere una nueva cara (una bailarina más joven) para estrenar la nueva temporada del teatro, se propone que aflore en el interior de la protagonista su lado oscuro, su “cisne negro”, a fin de que dé la talla como primera bailarina en la nueva y enérgica representación de El Lago de los Cisnes que está montando; resulta, asimismo, otro tópico sobre el mundo del espectáculo en general la presentación de la figura del creador que “aprieta” a sus artistas con sus duras exigencias y con la finalidad de que den lo mejor de sí mismos; todo ello, a fin de cuentas, en nombre del arte; y resulta, asimismo, casi risible que el método empleado por este demiurgo del ballet consista en excitar la libido de sus primeras bailarinas, mediante constantes insinuaciones eróticas y recomendaciones tan sorprendentes como que, a fin de que Nina “saque” al Cisne Negro del ballet de Tchaivosky de su interior, se masturbe (sic). Algo parecido pasa con el personaje de Lily (Mila Kunis), la compañera de Nina en el ballet y que contrasta, asimismo un tanto exageradamente, con ella: al contrario que Nina, Lily es ruidosa y extravertida, bebe alcohol, toma drogas y tiene una sexualidad a flor de piel, o dicho de otra manera, es la bailarina ideal para interpretar al Cisne Negro, pero al mismo tiempo resulta completamente inadecuada para encarnar la pureza del Cisne Blanco, justo lo contrario que Nina. Otro inconveniente del guión de Cisne negro, si bien este más relativo habida cuenta de que, como luego veremos, está estrechamente vinculado con lo que acaban siendo sus mejores aciertos, reside en el hecho de que el carácter alucinado de Nina resulta tan explícito desde el principio que, a partir del momento en que la trama, aparentemente, “se complica”, ha quedado ya tan meridianamente claro que Nina sufre alucinaciones, que el espectador puede dudar en todo momento del carácter auténtico de aquello que está viendo. Desde el primer instante en que, por ejemplo, Nina regresa de noche al apartamento que comparte con su madre, y ve, o cree ver, a una chica que se cruza con ella en la acera y que no es sino ella misma (su “doble”: una representación de su yo reprimido que reaparecerá, por ejemplo, en el espejo de la sala de ensayos del teatro); o, más adelante, la primera vez que vemos a Nina llevando a cabo una especie de extraña automutilación, arrancándose una tira de piel de su dedo, para descubrir inmediatamente a continuación que todo es producto de su imaginación (vía preceptivo inserto: el dedo está intacto), resulta lícito pensar que todo o casi todo lo que Nina mira y ve es, en realidad, lo que cree estar mirando y viendo; que todo, en definitiva, transcurre en el interior de su mente. Esta es una de las claves del film y la que da pie, vuelvo a insistir, a algunos de sus mejores momentos, por más que resulte, asimismo, un tanto gruesa de exposición y que esté a un paso de devenir algo mecánico y, en consecuencia, previsible.
Hasta ahora hemos estado hablando de planteamientos. Hagámoslo ahora de resolución. Y es aquí donde Cisne negro hace gala de no pocas virtudes, poniendo en evidencia, como pocas películas que se hayan visto últimamente, que lo que confiere sentido cinematográfico a un guión, a cualquier guión, es su tratamiento en imágenes (otro ejemplo recentísimo, y de excepcional brillantez, es la muy compleja y, en estos momentos, menospreciada Sucker Punch, ídem, 2011, con la cual Zack Snyder se confirma como una de las voces más interesantes y personales del actual cine de Hollywood). Si, tal y como está planteada a nivel de guión, y con un tratamiento fílmico más o menos “realista”, el resultado final de Cisne negro hubiese sido probablemente grotesco, hay que reconocer que la manera como Darren Aronofsky la resuelve es lo que le confiere todo su interés. ¿Y cómo lo hace? De todas las opciones posibles, la del realizador de El luchador (The Wrestler, 2008) me parece la más honesta: convirtiendo esta crónica del arribismo en un contexto “elegante” en una suerte de alucinante pesadilla subjetiva, de tal manera que todos sus excesos acaban alcanzando, de un modo u otro, una determinada coherencia. Así, por ejemplo, que a sus veinte y pico de años Nina siga durmiendo en una habitación “de niña” deja de parecer tan ridículo gracias a la aureola enfermiza que rodea semejante situación; juega positivamente, en este mismo sentido, la apariencia física de la actriz Natalie Portman, a la cual estando cerca de sus 30 años no le cuesta nada parecer una suerte de niña-mujer que cuadra perfectamente con la idiosincrasia de su personaje. Que la madre de Nina es una bruja es algo que, en determinados instantes, adquiere una notoria corporeidad: véanse las escenas en las cuales Erica Sayers prácticamente “aparece” a los ojos del espectador, quien la descubre en inesperados contraplanos (escena de la masturbación de Nina en la cama) u oculta en puntos estratégicamente oscuros del encuadre. Incluso el contraste entre Nina y los ya mencionados personajes de Thomas, Lily y Beth, aunque fácil, resulta creíble gracias a esa relativa “exageración” con que son mostrados y teniendo en cuenta, en todo momento, que absolutamente toda la narración transcurre desde el punto de vista subjetivo de Nina: las llamadas a una sexualidad reprimida o cuanto menos adormecida que personifican Thomas y Lily, o esa negra visión sobre su propio futuro que Nina ve, o cree ver, en la destronada Beth (y creo que no es casual, vuelvo a insistir, que ello se construya alrededor del contraste generacional entre las actrices que las interpretan), cobran sentido gracias al tono obsesivo del relato y al carácter un tanto retorcido de los encuadres, en el borde mismo de ciertas convenciones visuales propias del cine de terror, y que a pesar de algún que otro exceso –p.ej., esa brusca “aparición” de una furiosa Beth a espaldas de Nina y corroída por los celos, resuelta a base de barrido de cámara y el consabido “golpe” de música amenazadora—, confieren a Cisne negro una interpretación más atractiva que el evidente dibujo sobre el arribismo que la sostiene: su condición de crónica pesadillesca del despertar a la sexualidad de una virgen.
Llegados a este punto, no hay más remedio que reconocer que Cisne negro tiene no pocas deudas con otro famoso film que giraba en torno al descubrimiento casi esquizofrénico de la sexualidad por parte de una frígida: Repulsión (Repulsion, 1965), de Roman Polanski. Y como se hacía en esta última con Catherine Deneuve, en Cisne negro Darren Aronofsky construye buena parte de su planificación en función de una descarada explotación casi voyeurística de Natalie Portman, a la que la cámara “explora” aquí con un sentido de la carnalidad, más que de la sensualidad, muy a tono con el conflicto emocional del personaje protagonista. Si Nina es una virgen que desde su infancia viene preparando exhaustivamente su cuerpo a fin de alcanzar como bailarina “la perfección”, al mismo tiempo (y por más que no sea consciente de ello) está alimentando la sexualidad de ese cuerpo a la cual, más tarde o más temprano, tiene que dar salida, so pena de enloquecer: vuélvase a recordar aquí a la protagonista de Repulsión. Es ocasiones se ha dicho que una película, cualquier película, es un documental sobre sus intérpretes. Cisne negro tiene, sin duda alguna, un elevado componente de “reportaje” sobre Natalie Portman, presente en todas las escenas y focalizando toda la atención del argumento y de la cámara, hasta el punto de que puede afirmarse, con escaso margen de error, que la trama y el personaje evolucionan al compás de la pauta marcada por el cuerpo de la actriz, convertido así no solo en una pieza más del decorado del film, sino incluso en el principal escenario de la trama: la evolución de Nina Sayers, la ingenua y sexualmente inexperta muchacha dominada por una madre arpía y resentida que la utiliza para vengarse del mundo del ballet / del mundo entero que la rechazó por ser madre soltera, y que acaba sacando al Cisne Negro que oculta bajo su apariencia de Cisne Blanco, está marcada por un progresivo descubrimiento y aceptación de sus limitaciones y condicionamientos humanos: de que su camino a “la perfección” pasa, indefectiblemente, por el dominio de las exigencias naturales de un cuerpo que lleva años sometiendo a la durísima disciplina del ballet y que ahora le pide pasar cuentas atrasadas dando rienda suelta a sus hasta ahora adormecidos impulsos sexuales. En este sentido, e insisto por enésima vez, sin perjuicio de la brillante interpretación de la Portman (y sin olvidar por ello a sus excelentes partenaires: Vincent Cassel y Mila Kunis merecen menciones especiales), ¿cómo no va a estar bien una intérprete a la que se le brinda, como aquí, la oportunidad de erigirse ella misma, corpóreamente, en el vehículo de toda la puesta en escena?
Llama poderosamente la atención cómo Aronofsky ha asumido las lecciones del Polanski de Repulsión, convirtiendo a Natalie Portman, sus gestos, su mirada, su cuerpo entero, en el campo de batalla sobre el cual se dirime todo el conflicto dramático del film. No puede evitarse, por tanto, que la planificación del realizador tenga mucho de “fetichista”, casi me atrevería a decir que de “heterosexual”, pero no se trata de una elección arbitraria o caprichosa: tiene un sentido muy específico. La primera vez que vemos a Nina es en su dormitorio sonrosado y madrugando para irse a trabajar al ballet (dicho sea de paso, lo que el ballet en particular y el arte en general tienen de “trabajo” está muy bien representado); en esa primera escena, Aronofsky pasa de un primer plano de Nina, sentada en la cama, a otro de sus pies desnudos, estirando las articulaciones, preparándose para un combate que se desarrolla, como digo, en el cuerpo de la protagonista. No es casual, en este mismo sentido (se ha mencionado mucho estos días), que en ocasiones Aronofsky emplee subrepticiamente el plano móvil y con la cámara pegada a la espalda, de Nina dirigiéndose a tomar el metro o llegando a la puerta del teatro, prácticamente idénticos a los que usaba en El luchador para mostrar a Mickey Rourke dirigiéndose a algunos de sus combates diarios, bien fuera en el ring o tras el mostrador de una tienda: la vida entendida como lucha, idea que afloraba también en Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000), en forma de lucha contra la drogadicción, y en La fuente de la vida (The Fountain, 2006), en forma de lucha contra la enfermedad y la muerte. También resulta lógico, por tanto, que esa pelea diaria contra su cuerpo / contra sí misma tenga para Nina secuelas físicas: la uña rota de su pie; la piel que parece desprenderse del dedo de su mano; ese extraño sarpullido que aparece en su espalda, con señales de habérselo rascado compulsivamente, y que da pie a la furiosa reacción de su madre recortándole las uñas (primer plano). La sexualidad acaba siendo el motor del relato: Thomas le pregunta a Nina si es virgen, cosa que ella niega sin convicción, y le recomendará que “se toque” (“Vive un poco”, apostilla). Nina intenta masturbarse en su dormitorio, en una secuencia en la cual, deliberadamente, la cámara se recrea con sensualidad en el cuerpo convulsionado de la chica / de la actriz, hasta que, también deliberadamente, se interrumpe con brusquedad esa sensualidad cuando Nina advierte que su adormecida madre está sentada cerca de su cama porque ha estado velándola toda la noche. Luego, y desobedeciendo gravemente a su progenitora, Nina accede a la invitación de Lily y se va con ella a la discoteca, bebe alcohol y flirtea con chicos (es decir: castiga su cuerpo de otra manera), culminando todo ello en una supuesta escena lésbica con Lily en la que, de nuevo, ve o cree ver a su doble practicándole un cunnilingus (¡). Después de un tenebroso ensayo, Nina descubre a Lily en un rincón del teatro, copulando con un bailarín ataviado con un siniestro disfraz de pájaro negro. Y antes de llegar al clímax de la función, veremos cómo Nina ve, o de nuevo cree ver, a la descarada Lily acariciando los genitales de uno de sus compañeros masculinos del ballet, y a un anciano que le hace gestos obscenos en el metro; es decir, continuas llamadas al sexo, al auto-reconocimiento de una parte de sí misma que intenta aflorar constantemente: el Cisne Negro oculto bajo su Cisne Blanco.
La uña del pie de Nina y la erupción en su espalda aparecen manchadas de sangre, obvio símbolo sexual que salpica el desarrollo del relato con frecuencia y a medida que aumenta, incontrolable, el deseo sexual de la protagonista, cuya posterior evolución está marcada por violentas y constantes referencias a la genitalidad y la sangre. Obedeciendo a un impulso, Nina entra en el camerino de la recién destronada Beth y roba su lápiz de labios (rojo), el mismo con el cual se pintará antes de entrar, decidida, en el despacho de Thomas, logrando captar su atención con un apasionado beso de tornillo y un mordisco (más sangre). Luego, alguien pintará con carmín (rojo) en el espejo del cuarto de baño la palabra “PUTA” tan pronto como se difunda la noticia de que Nina será la nueva protagonista de El Lago de los Cisnes. Otro intento de masturbación de Nina tiene lugar en la bañera, mezclado en esta ocasión con una nueva e intensa alucinación: Nina se sumerge en el agua, y sobre la superficie de la misma gotea, imaginariamente, una sangre que parece menstrual, seguida de una nueva imagen, asimismo imaginaria, de sí misma. El blanco de los ojos de Nina aparece cubierto de un intenso rojo sanguíneo, al mismo tiempo que se extrae lo que parece una pluma negra del sarpullido de su espalda, consumando su transformación emocional de Cisne Blanco a Cisne Negro: la pérdida de la inocencia. Nina visita a Beth en el hospital donde está internada, y la enloquecida exestrella del ballet se asesta varias cuchilladas en la cara con una afilada lima de uñas; luego, en el ascensor, Nina descubrirá que es ella la que empuña esa lima manchada de sangre. Las alucinaciones de la protagonista alcanzan sus momentos culminantes en la noche del estreno de El Lago de los Cisnes, cuando, a solas en su camerino y antes de quitarse el maquillaje del Cisne Blanco para ponerse el del Cisne Negro, Nina discute y asesina (o cree asesinar) a Lily, clavándole un fálico trozo de espejo rojo en el vientre. Coherente y consecuentemente con todo ello, la representación de El Lago de los Cisnes visualizará (también imaginariamente) la transformación, literal, de Nina en el Cisne Negro (escena onírica del crecimiento de las alas de plumaje oscuro), y la doble muerte, de Nina y del Cisne Blanco, como consecuencia de este trozo de espejo con el cual se ha “penetrado” a fin de alcanzar la tan ansiada “perfección” como bailarina.
La famosa película de Robert Aldrich El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955) es el principal reclamo del núm. 410 de Dirigido por…, con motivo de la publicación de la primera parte de un estudio dedicado a este cineasta norteamericano que ha escrito el amigo Antonio José Navarro. Mi contribución a este mes se centra en el terreno del dibujo animado, dado que he preparado, y co-escrito con el colega Tonio L. Alarcón, un dossier sobre el actual cine de animación por ordenador estadounidense.
El mismo viene precedido de una crítica conjunta de las dos muestras del género más recientemente estrenadas en cines españoles, la excelente Rango (ídem, 2011, Gore Verbinski) y la mediocre Gnomeo y Julieta (Gnomeo & Juliet, 2011, Kelly Asbury), y se compone, en primer lugar, de un artículo introductorio mío que explica los orígenes del actual boom del dibujo animado por ordenador, seguido de cuatro artículos centrados en el momento actual de los estudios de Hollywood especializados en esta cuestión (Disney, Pixar, DreamWorks…), ocho pequeñas antologías de otras tantas películas que han marcado tendencia, y una entrevista con John Lasseter.
Tonio L. Alarcón firma los artículos dedicados a glosar el estado actual de los estudios Disney y Pixar, mientras que yo me he encargado, por un lado, del artículo sobre DreamWorks: “la política de producción de cine de animación llevada a cabo bajo la supervisión de Jeffrey Katzenberg, primero en el seno del estudio que este último fundó junto con Steven Spielberg y David Geffen, DreamWorks SKG, y que desarrolló entre 1994 y 2004, y luego en DreamWorks Animation Studios desde ese mismo 2004 y hasta el momento actual –si bien esta última empresa ya respondía a esa denominación en 2001, cuando todavía estaba integrada dentro de DreamWorks SKG, y el mismo año que cosechó su primer gran éxito comercial dentro del dibujo animado por ordenador: “Shrek” (ídem, 2001, Andrew Adamson y Vicky Jenson)–, es una política de producción, como digo, nacida del aparente resentimiento de Katzenberg hacia The Walt Disney Company y su primero socio y luego parte integrante Pixar Animation Studios, por no haber conseguido el cargo de presidente de Disney al que creía tener derecho, dada su brillante trayectoria al frente de la división animada de la vieja “major” creada por Walter Elias Disney”.
Por otra parte, bajo el genérico Otros estudios. A la sombra de los grandes, comento brevemente que, “a la vista de los pingües beneficios que las producciones de The Walt Disney Company, solas o en asociación con las Pixar Animation Studios, y de DreamWorks SKG/Animation Studios, el resto de estudios de Hollywood han intentado obtener su parte del pastel del negocio del dibujo animado. Por ahora, ninguna otra “major” ha conseguido alcanzar las cimas comerciales de sus poderosos rivales, por más que algunas de ellas sí que hayan logrado, a nivel artístico, producciones de calidad pareja a lo mejor de Disney y Pixar”.
De las ocho antologías sobre cine de animación made in USA contemporáneo, he escrito cuatro: las correspondientes a Pesadilla antes de Navidad (Nightmare Before Christmas, 1993, Henry Selick), Hormigaz (Antz, 1998, Eric Darnell y Tim Johnson), Shrek (ídem, 2001, Andrew Adamson y Vicky Jenson) y Ratatouille (ídem, 2007, Brad Bird), corriendo las otras cuatro, Toy Story (Juguetes) (Toy Story, 1995, John Lasseter), El gigante de hierro (The Iron Giant, 1999, Brad Bird), Ice Age (La edad de hielo) (Ice Age, 2002, Chris Wedge y Carlos Saldanha) y Beowulf (ídem, 2007, Robert Zemeckis), a cargo de Tonio L. Alarcón.