Avatar, la ya célebre nueva película de James Cameron, ocupa los principales titulares del núm. 297 de Imágenes de Actualidad, la cual dedica a este film un amplio reportaje, una entrevista con el realizador y un retrato de su protagonista masculino, el ascendente Sam Worthington, quien ocupó la portada de la revista el mes pasado gracias a Furia de titanes. Para no ser menos, me he unido a la “fiebre Cameron” nuevamente desatada dedicando el Cult Movie a Titanic, en un texto que, como ya indiqué en este blog, se complementa con los “Apuntes sobre Titanic” que colgué aquí mismo el pasado 3 de noviembre, y a las cuales me remito.
El nuevo film de Spike Jonze, Donde viven los monstruos, ocupa a su vez la portada del número 395 de Dirigido por…, el cual complementa la información sobre este prestigioso realizador norteamericano con un pequeño estudio sobre su obra que incluye el análisis de sus aportaciones al videoclip. El segundo plato fuerte de este número consiste en un dossier dedicado al cine de zombis, elaborado con motivo del próximo estreno de Bienvenidos a Zombieland, y al cual he contribuido con un par de antologías, las dedicadas a La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, y No profanar el sueño de los muertos, de Jorge Grau. Anuncio a bombo y platillo toda una curiosidad para los seguidores de la revista: que José María Latorre ha contribuido a este dossier con un comentario altamente elogioso de Amanecer de los muertos, de Zack Snyder; añado, asimismo, que Latorre también comenta en su sección Pantalla Digital Watchmen, la cual tampoco le desagrada… Por mi parte, mi contribución mensual a la revista se completa con las reseñas dedicadas a The Box, de Richard Kelly, 2012, de Roland Emmerich, Siempre a tu lado. Hachiko, de Lasse Hallström, El baile de la Victoria, de Fernando Trueba, y La saga Crepúsculo: Luna Nueva, de Chris Weitz.
sábado, 28 de noviembre de 2009
viernes, 27 de noviembre de 2009
EL EXTRAÑO CASO DEL DR. LACUESTA Y MR. AMENÁBAR
Propongo aquí una pequeña digresión que, espero, no produzca víctimas mortales, en torno a un par de películas que, probablemente sin pretenderlo y de manera completamente casual, dejan al descubierto dos de los polos o posturas (no son los únicos) entre los cuales bascula o parece bascular buena parte del cine que se realiza en estos momentos en España. Está, por un lado, Ágora (2009), la superproducción de Alejandro Amenábar y, hasta la fecha, campeona de taquilla del así llamado “cine nacional” de este año (alrededor de 20 millones de euros recaudados en el momento de escribir estas líneas), y por el otro, Los condenados (2009), tercer largometraje y primero de ficción de Isaki Lacuesta y, a priori, un film tan minoritario como los que hasta la fecha ha firmado su realizador. A primera vista, no puede haber films más antitéticos entre sí: una producción de 50 millones de euros, hablada en inglés y protagonizada por una actriz de fama mundial, la británica Rachel Weisz, frente a una producción de coste mucho más pequeño, hablada en castellano e interpretada por un reparto mayoritariamente latinoamericano y prácticamente desconocido para lo que se conoce como gran público. Un fresco histórico sobre la figura real de la astrónoma y matemática del siglo IV de nuestra era Hipatia de Alejandría, contrapuesto a un relato de ficción, aunque con cierto contexto histórico de fondo, sobre un pequeño grupo de antiguos opositores a la dictadura que buscan de manera extraoficial el cadáver de un compañero caído en combate. Una operación con grandes ambiciones comerciales y, como suele decirse, proyección internacional (necesaria para cubrir su enorme coste de producción, que difícil o imposiblemente será amortizado sólo en las taquillas españolas por muy bien que le vaya en ellas), enfrentada a un producto que asume de entrada su carácter minoritario y se contenta en primera instancia con atraer a un sector de público predispuesto a aceptar su propuesta.
Dicho rápidamente, Ágora sería una película “comercial”, y Los condenados, una película “de arte”. La primera colmaría las ansias de cierto cine español que quiere ir allende las fronteras y convertirse en una producción con el máximo alcance popular posible, mientras que la segunda colmaría otro tipo de ansiedad, la que busca convertir al cine español en un referente artístico de calidad. Ágora adopta los ropajes de un género bien conocido y repleto de elementos espectaculares que buscan seducir “al gran público”, en este caso el convencionalmente denominado cine histórico (se ha hablado estos días de peplum, e incluso he leído –horror— que Ágora es un film que dignifica el peplum, opinión que no comparto ni en lo que se refiere al género, pues Ágora no me parece un peplum, ni en lo que se refiere a la dignificación, puesto que el peplum no necesita a nadie que lo dignifique). En cambio, Los condenados no busca la complacencia del público, sino su reflexión y su participación intelectual por medio de un relato sin espectacularidad. Son producciones a simple vista en las antípodas la una de la otra. Es posible que en torno a Ágora y Los condenados se repita un debate que suele darse también en torno al cine realizado en los Estados Unidos, y que parte de la vieja idea según la cual deberían hacerse menos películas como Ágora (o, directamente, no hacerse) y en cambio sí deberían hacerse más como Los condenados (o, mejor aún, que todas las que se hicieran fueran como la de Lacuesta), porque el film de Amenábar vendría a representar un cine sin auténticas inquietudes artísticas, o cuanto menos con inquietudes artísticas de segunda fila o puestas en segundo término en beneficio de las puramente espectaculares y de entretenimiento, mientras que el film de Lacuesta supondría una apuesta arriesgada a favor de un cine que prima el arte por encima de cualquier otra consideración. Sería, poco más o menos, el viejo debate en torno al “cine rico” y, por tanto, insustancial y mediocre, y el “cine pobre” que suple su limitación de medios técnicos a base de fuertes dosis de talento. Bajo este punto de vista, Ágora sería una película ajena a la sensibilidad del espectador actual, mientras que Los condenados sería un film cercano a aquélla porque le ofrece una historia protagonizada por personajes con los cuales puede identificarse mucho más y mejor que con otros que vivieron muchos siglos atrás.
Otra variante de este discurso sería que la película de Amenábar es, dada su condición inicial de espectáculo popular, un film “embrutecedor”, mientras que la película de Lacuesta sería, por el contrario, un film “enriquecedor” o, como suele decirse, con algo que decir. Ágora sería el cine (español o no) “a atacar”, mientras que Los condenados sería el cine (español o no) “a defender”. Exactamente lo mismo que suele decirse, y que aunque no se exprese exactamente con estos mismos términos se hace con otros parecidos o que se encuentra como discurso de fondo en la mayoría de comentarios al respecto, cuando se debate la confrontación entre, pongamos por caso, la última superproducción de Jerry Bruckheimer y la enésima sensación del así llamado cine indie estadounidense, por no alargarnos con otros muchos ejemplos de parecida índole relativos al cine europeo (mejor dicho: al cine de tan sólo los países más famosos de Europa: ¡qué poco cine europeo conocemos realmente!) y al cine oriental (el cual, dicho sea de paso, prima sobremanera el cine de espectáculo sobre el cine de autor, por más que de unos años a esta parte se haya pretendido vendernos la falsa imagen de que Asia se compone, cinematográficamente hablando, de una inmensa mayoría de cineastas “profundos”). De este modo, Isaki Lacuesta vendría a ser una representación del lado Dr. Jekyll de una cierta postura del cine español contemporáneo, que se caracteriza por la búsqueda del resultado artístico por encima de cualquier otra consideración, y que se inclina por la experimentación, la abstracción, la reafirmación de una personalidad fílmica propia y diferenciada y ofrece una determinada visión del mundo. Pero, como todos sabemos a estas alturas (o se debería saber), el bienintencionado Dr. Jekyll tenía una Némesis oscura, Mr. Hyde, que aparecía cuando se tomaba una poción secreta. Alejandro Amenábar sería el diabólico Mr. Hyde que corrompe al bueno de Jekyll y le obliga a hacer todo lo que le dicta su mala voluntad, en este caso un cine comercial y popular, de género y espectacular, que en teoría se caracteriza por su desprecio de lo artístico, su simplicidad de formas y de discurso, y su impersonalidad. Amenábar-Hyde vendría a pervertir con sus malas acciones la labor de Lacuesta-Jekyll, convirtiéndose a su vez en “el malo” al que hay que atacar para salvar “al bueno” al que hay que defender.
Ahora bien, ¿todo esto que hemos dicho en sentido figurado, teórico, funciona así en la realidad práctica? ¿Ágora es la película, el cine, que-hay-que-atacar, y Los condenados es la película, el cine, que-hay-que-defender?
Porque, bajo otro punto de vista, Ágora y Los condenados no sólo no están tan lejos entre sí, sino que incluso comparten muchas cosas. Las dos son, cada una a su manera, miradas al pasado hechas desde la perspectiva del presente; ambas giran en torno a personas que, se supone, fueron injustamente asesinadas, víctimas del fanatismo y la intolerancia, Hipatia de Alejandría en el caso del film de Amenábar y Ezequiel, el compañero de fatigas cuya fosa buscan los protagonistas del film de Lacuesta (y recalco la suposición, porque la protagonista de Ágora es un personaje histórico sobre cuya vida y muerte los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo, de ahí que la versión que de la misma ofrecen Amenábar y su coguionista, Mateo Gil, debe considerarse una especie de interpretación sobre la misma; mientras que sobre el personaje de Ezequiel pesan ciertas dudas en torno a su pretendido heroísmo que constituyen una parte esencial del desenlace de Los condenados). Ambos films, como digo, buscan reivindicar la memoria de personas que fueron sacrificadas por una salvaje y retrógrada represión, tanto da en el fondo que una sea real (Hipatia) y la otra imaginaria (Ezequiel); y las dos pretenden arrojar, como digo, sendas reflexiones sobre nuestro presente a partir de ese pasado: el germen del fanatismo religioso y la perniciosa influencia de los integrismos en la política universal en el caso de Ágora, las secuelas de la dictadura y la represión militares en las personas que sobrevivieron a ellas en el de Los condenados. Yendo más lejos, y perdóneseme la siguiente reflexión no del todo cinematográfica, no deja de resultar chocante que tanto Ágora como Los condenados sean en un sentido metafórico, claro está, películas fúnebres en las cuales hay, siquiera en parte, cierta mentalidad de sepulturero o, si se prefiere, de arqueólogo (sobre todo, en este último supuesto, en la de Lacuesta): las dos giran en torno a la exhumación de excelentísimos cadáveres, que diría Francesco Rosi, el de una gran mujer avanzada a su época y el de un hombre que, no por imaginario, no sintetiza menos en su persona la lucha revolucionaria más progresista; una mujer de la cual, se dice, murió por defender la lógica, la ciencia y la razón, y un hombre que, se supone, fue asesinado por defender la libertad y la igualdad entre los seres humanos. Podemos ampliar esa metáfora de la exhumación y decir que, con Ágora, Amenábar saca a la luz no sólo la figura histórica de Hipatia, sino también un concepto del cine-espectáculo ausente del cine español desde hacía muchos años, y en una proporción superior a la del costoso Alatriste (2007) de Agustín Díaz Yanes; mientras que, en Los condenados, la búsqueda y exhumación del cadáver de Ezequiel propuesta por Lacuesta podría interpretarse en el fondo como un intento de devolverle al cine español una profundidad y una gravedad asimismo ausentes en líneas generales en nuestra cinematografía: una densidad que su autor busca, siempre metafóricamente hablando, en las entrañas mismas de la tierra.
Todo lo contrario de lo que hace Amenábar, para el cual esa búsqueda tiene lugar no a ras del suelo, sino desde una perspectiva sideral: algunos de los mejores momentos de su film se producen cuando adopta ese punto de vista cósmico, en consonancia y coherencia con el pensamiento universal de la protagonista, de tal manera que hay numerosas escenas en las cuales la cámara realiza amplios y muy abiertos planos picado sobre las calles de Alejandría, sobre todo en las escenas de lucha, de forma que los sangrientos conflictos que muestra son reducidos, así, a la nada: los problemas y las cuitas de los hombres son una mera insignificancia en comparación con la inmensidad del espacio, el hombre no es más que un insecto que pulula sobre la superficie de uno de tantos entre una inmensidad de planetas colgados en el tapiz universal; y si en algún instante el ser humano es digno de “alcanzar” la inmensidad cósmica que le rodea es a través de un sentimiento noble como el amor y de una expresión artística elevada como la música: véase al respecto esa escena, una de las mejores de la película, en la cual Orestes (Óscar Isaac) dedica una melodía a su amada Hipatia en el teatro y, en un momento dado, la música que brota de su flauta se superpone sobre un nuevo plano general de la superficie de la Tierra. Es el único instante de Ágora en el cual parece insinuarse que el ser humano es ocasionalmente digno de ocupar un lugar, aunque sea modesto, en el infinito. Por su parte, Los condenados también retoma, siquiera en parte, la metáfora de los insectos, aunque lo haga a una escala mucho más modesta; aquí, por medio de la inserción de un par de planos de hormigas que pululan sobre los restos de comida dejados en el suelo o en la mesa por el grupo de arqueólogos, y que hace pensar un poco en los famosos insectos del arranque de Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969, Sam Peckinpah), representativos tanto allí como en Los condenados de la voracidad de la naturaleza, de la crueldad de la vida, de la severidad un mundo que lo devora todo sin piedad –ideas, pensamientos, sentimientos, personas—, reduciéndolo a un montón de huesos. Ágora y Los condenados son búsquedas y/o exploraciones de un pasado que nacen de anhelos, inquietudes e incluso frustraciones del presente.
También me llama la atención, dicho sea sin la menor intención peyorativa ni mucho menos política, la escasa “españolidad” de los dos films: ambos miran hacia épocas y personajes que en principio nada tienen que ver con España, más allá de las posibles connotaciones y/o pretensiones de universalidad que puedan atesorar soterradamente ambas películas. Dicho de otro modo, lo que proponen Ágora y Los condenados podría haber estado ambientado, en un momento dado y respectivamente, en la Iberia romana o en la España contemporánea, y girar por ejemplo en torno a personajes ibérico-romanos con inquietudes parejas o similares a las de Hipatia de Alejandría, o, en su caso, en torno a la exhumación del cadáver de un soldado republicano caído durante la Guerra Civil (de hecho, en el origen de Los condenados se encuentra, tal y como ha explicado Lacuesta estos días, una idea en torno a un documental sobre las fosas comunes donde están enterrados soldados caídos en la batalla del Ebro). Sin embargo, Amenábar y Lacuesta han rehuido, cada uno a su manera, la “españolidad” de sus proyectos, situándolos en tiempos y escenarios alejados de la península y rodándolos el uno en lengua inglesa y con intérpretes de allende nuestras fronteras, y el otro en lengua castellana, cierto, pero con intérpretes de Latinoamérica. Ágora y Los condenados podrían interpretarse, en este sentido, como sendas huidas o fugas del cine español, o mejor dicho, de unas determinadas formas de entender el cine español, más o menos interesantes, más o menos conseguidas (aquí cada cual tendrá su propia opinión), pero coincidentes en su anhelo de ir, cada una a su manera, más allá de determinadas fórmulas preestablecidas en nuestra cinematografía.
En cualquier caso, y con independencia de la valoración que cada cual haga de ambos films, particularmente dudo mucho de que Ágora o Los condenados sean, por así decirlo, “caminos a seguir” dentro del cine español, o por lo menos que sean alternativas que puedan dar frutos a medio o largo plazo. Una superproducción del calibre de la de Amenábar no es algo que pueda hacerse con frecuencia dentro de un tejido industrial como el que ofrece ahora la cinematografía española (y sospecho que al hablar de “tejido industrial” estoy siendo muy generoso…); de hecho, y a pesar de que la película ha funcionado muchísimo mejor de lo que pronosticaban no pocos agoreros (y perdón por el chiste fácil), todavía está por ver si Ágora acabará siendo un producto rentable a corto plazo (puede serlo, dicho ahora en sentido estrictamente crematístico, a medio o largo plazo), habida cuenta de que, a pesar de su excelente funcionamiento en las taquillas nacionales, todavía no se ha cubierto su coste de producción, a la espera de su lanzamiento en el mercado internacional y de su posterior explotación en formatos domésticos. Económicamente hablando –esto es algo que ya he dicho más de una vez, y cada vez que lo hago sé que resulta polémico—, resulta menos arriesgada una inversión relativamente pequeña como la de Los condenados, más fácil o menos difícil de amortizar a corto o medio plazo, e incluso con un margen de beneficios acaso mucho más pequeño pero también mucho más seguro que el de Ágora, por más que sea modesto con el que podría conseguir Ágora si su tirón comercial en ese mercado internacional fuese equiparable al conseguido en el mercado nacional.
Pero, dejando aparte temas monetarios, tampoco creo que Los condenados sea ese supuesto “camino a seguir” por “nuestro” cine (que es “nuestro” en la medida en que, ni que sea en una pequeña proporción, cuenta con alguna que otra ayuda oficial o procedente de entes públicos financiados con nuestros impuestos; dicho sea de paso, si una parte de mi IRPF o de mi IVA ha servido para contratar a Rachel Weisz, la doy por bien empleada…). Sobre todo porque, a la hora de la verdad y mal que pese, el film de Isaki Lacuesta acaba siendo tanto o incluso más tópico que el de Alejandro Amenábar, con el agravante de que, en estos últimos meses y desde su presentación en diversos certámenes cinematográficos, Los condenados ha sido “vendida” (de una forma si no igual, cuanto menos parecida a la de cualquier otra película teóricamente más comercial: todo el cine “se vende”) como una obra artística, sensible, innovadora, creativa y arriesgada, cuando en realidad, y como siempre a mi modesto entender, no es nada o casi nada de todo eso. Ya lo he dicho en otras ocasiones, pero vuelvo a insistir en ello: con todos sus defectos, sus convenciones, sus recursos formularios y su formato narrativo estandarizado, Ágora me parece la película más honesta que ha rodado Amenábar en estos últimos años; es lo que es, y dentro de sus limitaciones funciona a ratos con eficacia y esporádica brillantez; puede que se quede corta en sus pretensiones, pero alcanza unos cuantos objetivos claros y definidos. Cierro aquí el tema Ágora, respecto al cual, insisto, me remito a lo que escribí en el número 296 de Imágenes de Actualidad, y prefiero centrarme en Los condenados.
Los condenados es una película supuestamente artística, o lo que se entiende como tal. Busca apoyarse sobre todo en la sugerencia, reforzar su discurso sobre la imagen, reducir los diálogos a lo esencial, potenciar los gestos y miradas, los reproches y los silencios, en detrimento de las explicaciones. Intenta, lo cual en teoría es muy loable, que el espectador piense. El problema es que, para que el público haga ese esfuerzo, es necesario que el realizador le ofrezca materiales sobre los cuales reflexionar, cosa que no ocurre en Los condenados: parece que cuenta muchas cosas, pero la mayoría de ellas resultan superficiales; hay muchas imágenes supuestamente sugestivas, pero que en realidad expresan poco o nada; se apoya mucho en lo sugerido, efectivamente, pero lo que sugiere es tan pobre y está tan mal esbozado que no va más allá de su enunciado; hay muchos gestos y muchas miradas, pero su pretendido impacto emocional y/o intelectual en el espectador es mínimo. ¿Es, como se ha dicho, una película experimental? Sólo hasta cierto punto: lo más abstracto, en este sentido, sería la descripción del personaje de Martín (Daniel Fanego) y la utilización que el director hace del mismo dentro del contexto del relato. Martín recibe una invitación de su viejo amigo Raúl (Arturo Goetz) para que le acompañe a una excavación supuestamente arqueológica pero cuyo verdadero propósito es localizar el cadáver de su antiguo camarada Ezequiel, asesinado durante la dictadura y cuyo cuerpo fue enterrado en el campo (como explica Raúl: “no estamos autorizados a buscarlo, pero nada nos impide encontrarlo”). Martín acepta la propuesta, de una manera un tanto ambigua: no sabremos exactamente qué es lo que realmente le conduce a hacerlo hasta el tercio final del relato; entonces, descubriremos que Martín no sólo se ha estado callando la localización exacta del lugar donde está enterrado Ezequiel, sino también las circunstancias reales de su asesinato: la verdad es que Ezequiel no murió a manos de los represores, sino de sus propios compañeros, por ser un traidor a la causa. Una vez reveladas estas terribles verdades, que destrozan los ideales de sus viejos camaradas, la función del personaje de Martín ha terminado y, en las escenas finales, literalmente, desaparece: el film se cierra con la búsqueda frustrada de Martín por el campo y en mitad de la noche por parte de sus amigos y compañeros.
¿Los condenados es una película convencional? Rotundamente, sí. Está construida alrededor de ideas tan gastadas como la del reencuentro de antiguos colegas que, tras años y años sin verse, aprovechan la ocasión para dar rienda suelta a añejas rencillas, cuentas que quedaron pendientes, sentimientos no correspondidos o decepciones varias; y del concepto del (fácil) contraste entre las viejas y las nuevas generaciones, aquí patente en el personaje de Pablo (Nazareno Casado), el joven hijo de Vicky (María Fiorentino), quien parece repetir en su persona el antiguo impulso revolucionario de sus progenitores, el deseo juvenil de resolver por la fuerza de las armas las injusticias del mundo sin considerar que con ello contribuye a la continuación de la violencia (resulta penosa y mal contada la aparente fascinación que Pablo siente hacia las armas de fuego, y que da pie a un momento tan demagógico como aquél en el que Martín le quita el rifle a Pablo mientras está practicando la puntería, diciéndole que ya se ha disparado bastante por esa zona; o a esas escenas, redundantes y mal planificadas, en las cuales Pablo mata a una res enferma de un disparo, palpa fascinado la sangre que brota de la herida mortal del animal, y a continuación, cual Poncio Pilatos, se lava la sangre de las manos en el río). Y hay muchas escenas y detalles filmados y montados convencionalmente: el momento en el cual descubrimos imágenes del asesinado Ezequiel por medio del hojeo de un álbum de fotos; los insistentes cruces de miradas, supuestamente “profundos”, entre los personajes; la gratuita secuencia de los chicos bañándose en la alberca, o la posterior en la que Martín y Raúl hacen lo propio bajo la catarata; el típico primer plano del charco pisado por un pie con bota; por no hablar de secuencias tan horribles como la increíble de la conversación de Martín y Andrea (Leonor Manso) sobre los gatos, la de la fiesta nocturna y la borrachera de Raúl, o en particular la de la última cena que congrega a casi todos los principales personajes del relato alrededor de la mesa y bajo un manto de silencio, se supone, “opresivo”…
¿Es una película artística? Sí, lo es; pero en el peor sentido de la expresión… “Artística” como resultado de una impostura, de un previo posicionamiento frío y racional (lo cual explicaría la nula temperatura emocional del relato), de un querer no ser / no narrar como los demás, lo cual en teoría sería meritorio si no se notara tanto: hay movimientos de cámara muy elaborados, pero que no expresan nada; son decorativos, “bonitos”, “quedan bien”…, pero acaban siendo meramente funcionales, de relleno. Así, el travelling que recorre el campo donde los jóvenes colaboradores de Raúl están llevando a cabo el trabajo de excavación, que quizá pretende ser descriptivo pero no consigue ser otra cosa que un mero recurso esteticista (a fin de cuentas, cuando termine la película tampoco sabremos absolutamente nada del resto de componentes del equipo de Raúl, aunque sospecho que no faltará quien hablará entonces de cosas como “mirada distante”, “figuras en un paisaje desolador”, “disolución de la identidad de los personajes en el contexto abstracto del relato”, y majaderías por el estilo; disculpen la franqueza, pero uno empieza a estar un poco harto de que le vendan aire). Véase también el movimiento de cámara que recoge el regreso a casa de esos jóvenes arqueólogos tras finalizar su jornada de trabajo, tomado a través de la barandilla de madera del piso superior de la vivienda y que concluye en el hueco de la escalera por la cual suben, a fin de lograr, asimismo, un mero efecto esteticista; o el plano-secuencia construido en torno a la audición de una canción, en el cual la cámara parte del tocadiscos para ir recorriendo en primer plano los rostros de todos los personajes hasta detenerse, justo cuando termina la melodía, en el de Martín, el personaje intruso, el elemento discordante dentro de este paisaje de figuras silenciosas (algo, además, redundante, habida cuenta de que la condición de Martín como elemento enrarecido ya ha quedado lo suficientemente clara desde el principio). Hay una escena teóricamente interesante, creativa, pero a la postre también inane: ese primer plano fijo de Silvia (Bárbara Lennie), la hija de Andrea y el difunto Ezequiel, en el cual la chica conversa en un bar con Martín, sin contraplanos de este último; en ese largo primer plano, vemos a Silvia hablando e incluso replicando a lo que Martín le está explicando; sin embargo, no oímos la voz de Martín hablándole a Silvia, el diálogo del hombre y el contenido del mismo se deducen a partir de lo que Silvia está diciendo; pero se trata de una idea que el propio realizador destroza: Lacuesta no la lleva hasta sus últimos extremos, dado que en un momento dado la voz de Martín acaba apareciendo en la pista de sonido hacia el final del plano; la labor de la actriz es esforzada, pero insuficiente para aguantar ese primer plano tan prolongado; y la función de dicho plano, si es que tiene alguna (recordemos que nos movemos en el terreno de “lo abstracto”, “lo ambiguo”, “lo volátil”), no es más que la de introducir al personaje de Silvia (cuyo peso en el relato es, asimismo, nulo) y alargar un poco más el misterio que rodea a la actitud callada y expectante de Martín, de cara a la revelación que se producirá en los minutos finales.
Dicho rápidamente, Ágora sería una película “comercial”, y Los condenados, una película “de arte”. La primera colmaría las ansias de cierto cine español que quiere ir allende las fronteras y convertirse en una producción con el máximo alcance popular posible, mientras que la segunda colmaría otro tipo de ansiedad, la que busca convertir al cine español en un referente artístico de calidad. Ágora adopta los ropajes de un género bien conocido y repleto de elementos espectaculares que buscan seducir “al gran público”, en este caso el convencionalmente denominado cine histórico (se ha hablado estos días de peplum, e incluso he leído –horror— que Ágora es un film que dignifica el peplum, opinión que no comparto ni en lo que se refiere al género, pues Ágora no me parece un peplum, ni en lo que se refiere a la dignificación, puesto que el peplum no necesita a nadie que lo dignifique). En cambio, Los condenados no busca la complacencia del público, sino su reflexión y su participación intelectual por medio de un relato sin espectacularidad. Son producciones a simple vista en las antípodas la una de la otra. Es posible que en torno a Ágora y Los condenados se repita un debate que suele darse también en torno al cine realizado en los Estados Unidos, y que parte de la vieja idea según la cual deberían hacerse menos películas como Ágora (o, directamente, no hacerse) y en cambio sí deberían hacerse más como Los condenados (o, mejor aún, que todas las que se hicieran fueran como la de Lacuesta), porque el film de Amenábar vendría a representar un cine sin auténticas inquietudes artísticas, o cuanto menos con inquietudes artísticas de segunda fila o puestas en segundo término en beneficio de las puramente espectaculares y de entretenimiento, mientras que el film de Lacuesta supondría una apuesta arriesgada a favor de un cine que prima el arte por encima de cualquier otra consideración. Sería, poco más o menos, el viejo debate en torno al “cine rico” y, por tanto, insustancial y mediocre, y el “cine pobre” que suple su limitación de medios técnicos a base de fuertes dosis de talento. Bajo este punto de vista, Ágora sería una película ajena a la sensibilidad del espectador actual, mientras que Los condenados sería un film cercano a aquélla porque le ofrece una historia protagonizada por personajes con los cuales puede identificarse mucho más y mejor que con otros que vivieron muchos siglos atrás.
Otra variante de este discurso sería que la película de Amenábar es, dada su condición inicial de espectáculo popular, un film “embrutecedor”, mientras que la película de Lacuesta sería, por el contrario, un film “enriquecedor” o, como suele decirse, con algo que decir. Ágora sería el cine (español o no) “a atacar”, mientras que Los condenados sería el cine (español o no) “a defender”. Exactamente lo mismo que suele decirse, y que aunque no se exprese exactamente con estos mismos términos se hace con otros parecidos o que se encuentra como discurso de fondo en la mayoría de comentarios al respecto, cuando se debate la confrontación entre, pongamos por caso, la última superproducción de Jerry Bruckheimer y la enésima sensación del así llamado cine indie estadounidense, por no alargarnos con otros muchos ejemplos de parecida índole relativos al cine europeo (mejor dicho: al cine de tan sólo los países más famosos de Europa: ¡qué poco cine europeo conocemos realmente!) y al cine oriental (el cual, dicho sea de paso, prima sobremanera el cine de espectáculo sobre el cine de autor, por más que de unos años a esta parte se haya pretendido vendernos la falsa imagen de que Asia se compone, cinematográficamente hablando, de una inmensa mayoría de cineastas “profundos”). De este modo, Isaki Lacuesta vendría a ser una representación del lado Dr. Jekyll de una cierta postura del cine español contemporáneo, que se caracteriza por la búsqueda del resultado artístico por encima de cualquier otra consideración, y que se inclina por la experimentación, la abstracción, la reafirmación de una personalidad fílmica propia y diferenciada y ofrece una determinada visión del mundo. Pero, como todos sabemos a estas alturas (o se debería saber), el bienintencionado Dr. Jekyll tenía una Némesis oscura, Mr. Hyde, que aparecía cuando se tomaba una poción secreta. Alejandro Amenábar sería el diabólico Mr. Hyde que corrompe al bueno de Jekyll y le obliga a hacer todo lo que le dicta su mala voluntad, en este caso un cine comercial y popular, de género y espectacular, que en teoría se caracteriza por su desprecio de lo artístico, su simplicidad de formas y de discurso, y su impersonalidad. Amenábar-Hyde vendría a pervertir con sus malas acciones la labor de Lacuesta-Jekyll, convirtiéndose a su vez en “el malo” al que hay que atacar para salvar “al bueno” al que hay que defender.
Ahora bien, ¿todo esto que hemos dicho en sentido figurado, teórico, funciona así en la realidad práctica? ¿Ágora es la película, el cine, que-hay-que-atacar, y Los condenados es la película, el cine, que-hay-que-defender?
Porque, bajo otro punto de vista, Ágora y Los condenados no sólo no están tan lejos entre sí, sino que incluso comparten muchas cosas. Las dos son, cada una a su manera, miradas al pasado hechas desde la perspectiva del presente; ambas giran en torno a personas que, se supone, fueron injustamente asesinadas, víctimas del fanatismo y la intolerancia, Hipatia de Alejandría en el caso del film de Amenábar y Ezequiel, el compañero de fatigas cuya fosa buscan los protagonistas del film de Lacuesta (y recalco la suposición, porque la protagonista de Ágora es un personaje histórico sobre cuya vida y muerte los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo, de ahí que la versión que de la misma ofrecen Amenábar y su coguionista, Mateo Gil, debe considerarse una especie de interpretación sobre la misma; mientras que sobre el personaje de Ezequiel pesan ciertas dudas en torno a su pretendido heroísmo que constituyen una parte esencial del desenlace de Los condenados). Ambos films, como digo, buscan reivindicar la memoria de personas que fueron sacrificadas por una salvaje y retrógrada represión, tanto da en el fondo que una sea real (Hipatia) y la otra imaginaria (Ezequiel); y las dos pretenden arrojar, como digo, sendas reflexiones sobre nuestro presente a partir de ese pasado: el germen del fanatismo religioso y la perniciosa influencia de los integrismos en la política universal en el caso de Ágora, las secuelas de la dictadura y la represión militares en las personas que sobrevivieron a ellas en el de Los condenados. Yendo más lejos, y perdóneseme la siguiente reflexión no del todo cinematográfica, no deja de resultar chocante que tanto Ágora como Los condenados sean en un sentido metafórico, claro está, películas fúnebres en las cuales hay, siquiera en parte, cierta mentalidad de sepulturero o, si se prefiere, de arqueólogo (sobre todo, en este último supuesto, en la de Lacuesta): las dos giran en torno a la exhumación de excelentísimos cadáveres, que diría Francesco Rosi, el de una gran mujer avanzada a su época y el de un hombre que, no por imaginario, no sintetiza menos en su persona la lucha revolucionaria más progresista; una mujer de la cual, se dice, murió por defender la lógica, la ciencia y la razón, y un hombre que, se supone, fue asesinado por defender la libertad y la igualdad entre los seres humanos. Podemos ampliar esa metáfora de la exhumación y decir que, con Ágora, Amenábar saca a la luz no sólo la figura histórica de Hipatia, sino también un concepto del cine-espectáculo ausente del cine español desde hacía muchos años, y en una proporción superior a la del costoso Alatriste (2007) de Agustín Díaz Yanes; mientras que, en Los condenados, la búsqueda y exhumación del cadáver de Ezequiel propuesta por Lacuesta podría interpretarse en el fondo como un intento de devolverle al cine español una profundidad y una gravedad asimismo ausentes en líneas generales en nuestra cinematografía: una densidad que su autor busca, siempre metafóricamente hablando, en las entrañas mismas de la tierra.
Todo lo contrario de lo que hace Amenábar, para el cual esa búsqueda tiene lugar no a ras del suelo, sino desde una perspectiva sideral: algunos de los mejores momentos de su film se producen cuando adopta ese punto de vista cósmico, en consonancia y coherencia con el pensamiento universal de la protagonista, de tal manera que hay numerosas escenas en las cuales la cámara realiza amplios y muy abiertos planos picado sobre las calles de Alejandría, sobre todo en las escenas de lucha, de forma que los sangrientos conflictos que muestra son reducidos, así, a la nada: los problemas y las cuitas de los hombres son una mera insignificancia en comparación con la inmensidad del espacio, el hombre no es más que un insecto que pulula sobre la superficie de uno de tantos entre una inmensidad de planetas colgados en el tapiz universal; y si en algún instante el ser humano es digno de “alcanzar” la inmensidad cósmica que le rodea es a través de un sentimiento noble como el amor y de una expresión artística elevada como la música: véase al respecto esa escena, una de las mejores de la película, en la cual Orestes (Óscar Isaac) dedica una melodía a su amada Hipatia en el teatro y, en un momento dado, la música que brota de su flauta se superpone sobre un nuevo plano general de la superficie de la Tierra. Es el único instante de Ágora en el cual parece insinuarse que el ser humano es ocasionalmente digno de ocupar un lugar, aunque sea modesto, en el infinito. Por su parte, Los condenados también retoma, siquiera en parte, la metáfora de los insectos, aunque lo haga a una escala mucho más modesta; aquí, por medio de la inserción de un par de planos de hormigas que pululan sobre los restos de comida dejados en el suelo o en la mesa por el grupo de arqueólogos, y que hace pensar un poco en los famosos insectos del arranque de Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969, Sam Peckinpah), representativos tanto allí como en Los condenados de la voracidad de la naturaleza, de la crueldad de la vida, de la severidad un mundo que lo devora todo sin piedad –ideas, pensamientos, sentimientos, personas—, reduciéndolo a un montón de huesos. Ágora y Los condenados son búsquedas y/o exploraciones de un pasado que nacen de anhelos, inquietudes e incluso frustraciones del presente.
También me llama la atención, dicho sea sin la menor intención peyorativa ni mucho menos política, la escasa “españolidad” de los dos films: ambos miran hacia épocas y personajes que en principio nada tienen que ver con España, más allá de las posibles connotaciones y/o pretensiones de universalidad que puedan atesorar soterradamente ambas películas. Dicho de otro modo, lo que proponen Ágora y Los condenados podría haber estado ambientado, en un momento dado y respectivamente, en la Iberia romana o en la España contemporánea, y girar por ejemplo en torno a personajes ibérico-romanos con inquietudes parejas o similares a las de Hipatia de Alejandría, o, en su caso, en torno a la exhumación del cadáver de un soldado republicano caído durante la Guerra Civil (de hecho, en el origen de Los condenados se encuentra, tal y como ha explicado Lacuesta estos días, una idea en torno a un documental sobre las fosas comunes donde están enterrados soldados caídos en la batalla del Ebro). Sin embargo, Amenábar y Lacuesta han rehuido, cada uno a su manera, la “españolidad” de sus proyectos, situándolos en tiempos y escenarios alejados de la península y rodándolos el uno en lengua inglesa y con intérpretes de allende nuestras fronteras, y el otro en lengua castellana, cierto, pero con intérpretes de Latinoamérica. Ágora y Los condenados podrían interpretarse, en este sentido, como sendas huidas o fugas del cine español, o mejor dicho, de unas determinadas formas de entender el cine español, más o menos interesantes, más o menos conseguidas (aquí cada cual tendrá su propia opinión), pero coincidentes en su anhelo de ir, cada una a su manera, más allá de determinadas fórmulas preestablecidas en nuestra cinematografía.
En cualquier caso, y con independencia de la valoración que cada cual haga de ambos films, particularmente dudo mucho de que Ágora o Los condenados sean, por así decirlo, “caminos a seguir” dentro del cine español, o por lo menos que sean alternativas que puedan dar frutos a medio o largo plazo. Una superproducción del calibre de la de Amenábar no es algo que pueda hacerse con frecuencia dentro de un tejido industrial como el que ofrece ahora la cinematografía española (y sospecho que al hablar de “tejido industrial” estoy siendo muy generoso…); de hecho, y a pesar de que la película ha funcionado muchísimo mejor de lo que pronosticaban no pocos agoreros (y perdón por el chiste fácil), todavía está por ver si Ágora acabará siendo un producto rentable a corto plazo (puede serlo, dicho ahora en sentido estrictamente crematístico, a medio o largo plazo), habida cuenta de que, a pesar de su excelente funcionamiento en las taquillas nacionales, todavía no se ha cubierto su coste de producción, a la espera de su lanzamiento en el mercado internacional y de su posterior explotación en formatos domésticos. Económicamente hablando –esto es algo que ya he dicho más de una vez, y cada vez que lo hago sé que resulta polémico—, resulta menos arriesgada una inversión relativamente pequeña como la de Los condenados, más fácil o menos difícil de amortizar a corto o medio plazo, e incluso con un margen de beneficios acaso mucho más pequeño pero también mucho más seguro que el de Ágora, por más que sea modesto con el que podría conseguir Ágora si su tirón comercial en ese mercado internacional fuese equiparable al conseguido en el mercado nacional.
Pero, dejando aparte temas monetarios, tampoco creo que Los condenados sea ese supuesto “camino a seguir” por “nuestro” cine (que es “nuestro” en la medida en que, ni que sea en una pequeña proporción, cuenta con alguna que otra ayuda oficial o procedente de entes públicos financiados con nuestros impuestos; dicho sea de paso, si una parte de mi IRPF o de mi IVA ha servido para contratar a Rachel Weisz, la doy por bien empleada…). Sobre todo porque, a la hora de la verdad y mal que pese, el film de Isaki Lacuesta acaba siendo tanto o incluso más tópico que el de Alejandro Amenábar, con el agravante de que, en estos últimos meses y desde su presentación en diversos certámenes cinematográficos, Los condenados ha sido “vendida” (de una forma si no igual, cuanto menos parecida a la de cualquier otra película teóricamente más comercial: todo el cine “se vende”) como una obra artística, sensible, innovadora, creativa y arriesgada, cuando en realidad, y como siempre a mi modesto entender, no es nada o casi nada de todo eso. Ya lo he dicho en otras ocasiones, pero vuelvo a insistir en ello: con todos sus defectos, sus convenciones, sus recursos formularios y su formato narrativo estandarizado, Ágora me parece la película más honesta que ha rodado Amenábar en estos últimos años; es lo que es, y dentro de sus limitaciones funciona a ratos con eficacia y esporádica brillantez; puede que se quede corta en sus pretensiones, pero alcanza unos cuantos objetivos claros y definidos. Cierro aquí el tema Ágora, respecto al cual, insisto, me remito a lo que escribí en el número 296 de Imágenes de Actualidad, y prefiero centrarme en Los condenados.
Los condenados es una película supuestamente artística, o lo que se entiende como tal. Busca apoyarse sobre todo en la sugerencia, reforzar su discurso sobre la imagen, reducir los diálogos a lo esencial, potenciar los gestos y miradas, los reproches y los silencios, en detrimento de las explicaciones. Intenta, lo cual en teoría es muy loable, que el espectador piense. El problema es que, para que el público haga ese esfuerzo, es necesario que el realizador le ofrezca materiales sobre los cuales reflexionar, cosa que no ocurre en Los condenados: parece que cuenta muchas cosas, pero la mayoría de ellas resultan superficiales; hay muchas imágenes supuestamente sugestivas, pero que en realidad expresan poco o nada; se apoya mucho en lo sugerido, efectivamente, pero lo que sugiere es tan pobre y está tan mal esbozado que no va más allá de su enunciado; hay muchos gestos y muchas miradas, pero su pretendido impacto emocional y/o intelectual en el espectador es mínimo. ¿Es, como se ha dicho, una película experimental? Sólo hasta cierto punto: lo más abstracto, en este sentido, sería la descripción del personaje de Martín (Daniel Fanego) y la utilización que el director hace del mismo dentro del contexto del relato. Martín recibe una invitación de su viejo amigo Raúl (Arturo Goetz) para que le acompañe a una excavación supuestamente arqueológica pero cuyo verdadero propósito es localizar el cadáver de su antiguo camarada Ezequiel, asesinado durante la dictadura y cuyo cuerpo fue enterrado en el campo (como explica Raúl: “no estamos autorizados a buscarlo, pero nada nos impide encontrarlo”). Martín acepta la propuesta, de una manera un tanto ambigua: no sabremos exactamente qué es lo que realmente le conduce a hacerlo hasta el tercio final del relato; entonces, descubriremos que Martín no sólo se ha estado callando la localización exacta del lugar donde está enterrado Ezequiel, sino también las circunstancias reales de su asesinato: la verdad es que Ezequiel no murió a manos de los represores, sino de sus propios compañeros, por ser un traidor a la causa. Una vez reveladas estas terribles verdades, que destrozan los ideales de sus viejos camaradas, la función del personaje de Martín ha terminado y, en las escenas finales, literalmente, desaparece: el film se cierra con la búsqueda frustrada de Martín por el campo y en mitad de la noche por parte de sus amigos y compañeros.
¿Los condenados es una película convencional? Rotundamente, sí. Está construida alrededor de ideas tan gastadas como la del reencuentro de antiguos colegas que, tras años y años sin verse, aprovechan la ocasión para dar rienda suelta a añejas rencillas, cuentas que quedaron pendientes, sentimientos no correspondidos o decepciones varias; y del concepto del (fácil) contraste entre las viejas y las nuevas generaciones, aquí patente en el personaje de Pablo (Nazareno Casado), el joven hijo de Vicky (María Fiorentino), quien parece repetir en su persona el antiguo impulso revolucionario de sus progenitores, el deseo juvenil de resolver por la fuerza de las armas las injusticias del mundo sin considerar que con ello contribuye a la continuación de la violencia (resulta penosa y mal contada la aparente fascinación que Pablo siente hacia las armas de fuego, y que da pie a un momento tan demagógico como aquél en el que Martín le quita el rifle a Pablo mientras está practicando la puntería, diciéndole que ya se ha disparado bastante por esa zona; o a esas escenas, redundantes y mal planificadas, en las cuales Pablo mata a una res enferma de un disparo, palpa fascinado la sangre que brota de la herida mortal del animal, y a continuación, cual Poncio Pilatos, se lava la sangre de las manos en el río). Y hay muchas escenas y detalles filmados y montados convencionalmente: el momento en el cual descubrimos imágenes del asesinado Ezequiel por medio del hojeo de un álbum de fotos; los insistentes cruces de miradas, supuestamente “profundos”, entre los personajes; la gratuita secuencia de los chicos bañándose en la alberca, o la posterior en la que Martín y Raúl hacen lo propio bajo la catarata; el típico primer plano del charco pisado por un pie con bota; por no hablar de secuencias tan horribles como la increíble de la conversación de Martín y Andrea (Leonor Manso) sobre los gatos, la de la fiesta nocturna y la borrachera de Raúl, o en particular la de la última cena que congrega a casi todos los principales personajes del relato alrededor de la mesa y bajo un manto de silencio, se supone, “opresivo”…
¿Es una película artística? Sí, lo es; pero en el peor sentido de la expresión… “Artística” como resultado de una impostura, de un previo posicionamiento frío y racional (lo cual explicaría la nula temperatura emocional del relato), de un querer no ser / no narrar como los demás, lo cual en teoría sería meritorio si no se notara tanto: hay movimientos de cámara muy elaborados, pero que no expresan nada; son decorativos, “bonitos”, “quedan bien”…, pero acaban siendo meramente funcionales, de relleno. Así, el travelling que recorre el campo donde los jóvenes colaboradores de Raúl están llevando a cabo el trabajo de excavación, que quizá pretende ser descriptivo pero no consigue ser otra cosa que un mero recurso esteticista (a fin de cuentas, cuando termine la película tampoco sabremos absolutamente nada del resto de componentes del equipo de Raúl, aunque sospecho que no faltará quien hablará entonces de cosas como “mirada distante”, “figuras en un paisaje desolador”, “disolución de la identidad de los personajes en el contexto abstracto del relato”, y majaderías por el estilo; disculpen la franqueza, pero uno empieza a estar un poco harto de que le vendan aire). Véase también el movimiento de cámara que recoge el regreso a casa de esos jóvenes arqueólogos tras finalizar su jornada de trabajo, tomado a través de la barandilla de madera del piso superior de la vivienda y que concluye en el hueco de la escalera por la cual suben, a fin de lograr, asimismo, un mero efecto esteticista; o el plano-secuencia construido en torno a la audición de una canción, en el cual la cámara parte del tocadiscos para ir recorriendo en primer plano los rostros de todos los personajes hasta detenerse, justo cuando termina la melodía, en el de Martín, el personaje intruso, el elemento discordante dentro de este paisaje de figuras silenciosas (algo, además, redundante, habida cuenta de que la condición de Martín como elemento enrarecido ya ha quedado lo suficientemente clara desde el principio). Hay una escena teóricamente interesante, creativa, pero a la postre también inane: ese primer plano fijo de Silvia (Bárbara Lennie), la hija de Andrea y el difunto Ezequiel, en el cual la chica conversa en un bar con Martín, sin contraplanos de este último; en ese largo primer plano, vemos a Silvia hablando e incluso replicando a lo que Martín le está explicando; sin embargo, no oímos la voz de Martín hablándole a Silvia, el diálogo del hombre y el contenido del mismo se deducen a partir de lo que Silvia está diciendo; pero se trata de una idea que el propio realizador destroza: Lacuesta no la lleva hasta sus últimos extremos, dado que en un momento dado la voz de Martín acaba apareciendo en la pista de sonido hacia el final del plano; la labor de la actriz es esforzada, pero insuficiente para aguantar ese primer plano tan prolongado; y la función de dicho plano, si es que tiene alguna (recordemos que nos movemos en el terreno de “lo abstracto”, “lo ambiguo”, “lo volátil”), no es más que la de introducir al personaje de Silvia (cuyo peso en el relato es, asimismo, nulo) y alargar un poco más el misterio que rodea a la actitud callada y expectante de Martín, de cara a la revelación que se producirá en los minutos finales.
miércoles, 25 de noviembre de 2009
VIEJO, GORDO Y TUERTO: “VALOR DE LEY”
Estos días ha saltado a la palestra la noticia de que Joel y Ethan Coen planean realizar en breve True Grit, esto es, un remake de Valor de ley (True Grit, 1969, Henry Hathaway), o mejor dicho, una nueva versión de la excelente novela homónima de Charles Portis (que en España publicó Bruguera en 1970, coincidiendo con el estreno entre nosotros de la película de Hathaway, dentro de su colección Libro Amigo). En el momento de escribir estas líneas se perfilan, como probables protagonistas de la versión de los Coen, Jeff Bridges (como el sheriff Rooster Cogburn), Matt Damon (como el ranger La Beouf) y Josh Brolin (como el villano Tom Chaney). También se anuncia que este remake será más fiel a la novela de Portis, lo cual puede ser cierto pero que, dicho así, probablemente habrá producido la impresión entre quienes no hayan leído el libro, absolutamente equivocada, de que el film de Hathaway no era fiel al mismo, cuando lo cierto es que lo es en un elevado porcentaje. Pero, en cualquier caso, ya se verá en su momento el resultado de esta nueva versión; lo único que espero de ella es que, como mínimo, los Coen no hagan con el Valor de ley de Henry Hathaway el desastre que perpetraron a partir de El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), de Alexander Mackendrick.
Resulta fácil ver en Valor de ley un western a medio camino entre el tono abstracto ensayado por John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) y la actitud de resistencia ante el cine que se estaba imponiendo en ese momento del Howard Hawks de El Dorado (ídem, 1966). Por un lado, hay en Valor de ley suficientes elementos de abstracción. El primero: su heroína es Mattie Ross (Kim Darby), una chica de 14 años empeñada en vengar la muerte de su padre, Frank Ross (John Pickard), capturando al hombre que lo asesinó, Tom Chaney (Jeff Corey). Mattie cuenta con la ayuda de dos agentes de la ley, el viejo comisario Rooster Cogburn (John Wayne) y el joven ranger de Texas La Boeuf (Glen Campbell), aunque –segundo elemento de abstracción— su colaboración en la captura de Chaney no tiene nada de desinteresada: Cogburn lo hace por los 100 dólares que le va a pagar Mattie y por la tajada que puede sacar de la recompensa que La Boeuf promete compartir con él, dado que este último busca a Chaney por la muerte de un senador tejano. Tercer elemento de abstracción: el contraste de caracteres entre estos tres personajes da pie a no pocas situaciones resueltas con un tono de comedia. Por otro lado, Valor de ley exhibe su condición de western de resistencia en el tono anacrónico de lo que muestra y, sobre todo, de cómo lo muestra: Cogburn es otro representante de “los viejos tiempos” del Far West y del western; la trama gira, como muchos clásicos del género, alrededor de una venganza, y se resuelve con un cruce de disparos entre los representantes del orden establecido y los desperados a los cuales se ha unido Chaney en su huida; y pone una especial atención en la caracterización de personajes, el tratamiento dramático del paisaje y la descripción de un modo de vida que pertenece a ese pasado: una partida de naipes que degenera en un asesinato a sangre fría; la importancia que tenían los caballos; cómo cualquier herida podía suponer la diferencia entre seguir vivo o morir; el detallismo con que está observado todo (alojarse en un hostal, tener siempre a punto las armas, herrar los caballos, darles galletas de maíz porque tienen sal…).
El film arranca de una manera seca y escueta, con Frank Ross despidiéndose de su familia para emprender un viaje de negocios en compañía de su ayudante Tom Chaney, y con su gratuito asesinato a manos de este último. Mattie llega al pueblo para ocuparse del cadáver de su padre, demostrando una madurez y entereza impropias de alguien de 14 años. En el pueblo se celebra la ejecución en la horca de tres hombres, vivida por los habitantes del lugar como si fuera una fiesta (detalle genial: Hathaway recoge en un mismo plano a un grupo de niños, jugando en un columpio mientras, al fondo de la imagen, se alza ominoso el patíbulo). No menos ásperos resultan los personajes que rodean a Mattie: el vendedor de caballos (Strother Martin) al que le revende los potros que compró su padre, la casera que le cobra un precio abusivo por un alojamiento consistente en compartir el lecho con una anciana y una cena a base de “harina y un poco de agua”. Únicamente cuando está a solas en su habitación, Mattie da rienda suelta a sus emociones contenidas y llora. Ello se erige en un espléndido resumen del espíritu de la película, la cual recoge todo el sabor amargo y desencantado del western de la década permitiéndose, durante unos segundos, echar una lágrima por esos tiempos en los que sentimientos y emociones eran más importantes que la violencia.
Pero Valor de ley no es un film lastimoso, sino una obra lúcida y vital que mira de frente a sus personajes, juzgándolos con severidad aun tratándolos, en última instancia, con cariño. Cogburn y Mattie –espléndidamente encarnados por John Wayne y Kim Darby— son las dos caras de una misma moneda: el primero, ese comisario viejo, gordo y tuerto, demasiado mayor para seducir a una chica, asimismo, demasiado joven, alcoholizado y de gatillo fácil, con muchos muertos a sus espaldas y un borroso pasado como ladrón; y la segunda, esa muchacha severa y entusiasta, dura y vengativa, digna heredera de las pioneras del Oeste. Ambos son, de distinta manera, reliquias del pasado unidas en una aventura regada con abruptos estallidos de violencia: hay que apuntar al respecto la extraordinaria secuencia en la cabaña de los forajidos junto al río, que culmina con el crudo momento en que Quincy (Jeremy Slate) y Moon (Dennis Hopper) se dan muerte el uno al otro a cuchillazos, en una clara demostración de la lucidez del veterano Hathaway ante la violencia del cine de la época y de los tiempos en que vivía; o el magnífico enfrentamiento final entre Cogburn y la banda dirigida por Ned Pepper (Robert Duvall), rodado como si fuera un duelo medieval, con Cogburn convertido en una especie de caballero de tiempos remotos. El epílogo del relato es, asimismo, de una excepcional brillantez: Cogburn y Mattie se despiden junto al pequeño cementerio de los Ross, en medio de un paisaje nevado, donde el viejo comisario ya tiene reservado el lugar, junto a Mattie, donde yacerá para siempre; Cogburn monta a caballo y da un salto sobre una valla; entonces, un Hathaway sensible a los nuevos tiempos cierra Valor de ley con un "moderno" plano congelado de la cabriola de Cogburn, en una imagen que tiene el mérito de erigirse en una especie de patético homenaje de despedida a una manera de entender el género del western.
Resulta fácil ver en Valor de ley un western a medio camino entre el tono abstracto ensayado por John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) y la actitud de resistencia ante el cine que se estaba imponiendo en ese momento del Howard Hawks de El Dorado (ídem, 1966). Por un lado, hay en Valor de ley suficientes elementos de abstracción. El primero: su heroína es Mattie Ross (Kim Darby), una chica de 14 años empeñada en vengar la muerte de su padre, Frank Ross (John Pickard), capturando al hombre que lo asesinó, Tom Chaney (Jeff Corey). Mattie cuenta con la ayuda de dos agentes de la ley, el viejo comisario Rooster Cogburn (John Wayne) y el joven ranger de Texas La Boeuf (Glen Campbell), aunque –segundo elemento de abstracción— su colaboración en la captura de Chaney no tiene nada de desinteresada: Cogburn lo hace por los 100 dólares que le va a pagar Mattie y por la tajada que puede sacar de la recompensa que La Boeuf promete compartir con él, dado que este último busca a Chaney por la muerte de un senador tejano. Tercer elemento de abstracción: el contraste de caracteres entre estos tres personajes da pie a no pocas situaciones resueltas con un tono de comedia. Por otro lado, Valor de ley exhibe su condición de western de resistencia en el tono anacrónico de lo que muestra y, sobre todo, de cómo lo muestra: Cogburn es otro representante de “los viejos tiempos” del Far West y del western; la trama gira, como muchos clásicos del género, alrededor de una venganza, y se resuelve con un cruce de disparos entre los representantes del orden establecido y los desperados a los cuales se ha unido Chaney en su huida; y pone una especial atención en la caracterización de personajes, el tratamiento dramático del paisaje y la descripción de un modo de vida que pertenece a ese pasado: una partida de naipes que degenera en un asesinato a sangre fría; la importancia que tenían los caballos; cómo cualquier herida podía suponer la diferencia entre seguir vivo o morir; el detallismo con que está observado todo (alojarse en un hostal, tener siempre a punto las armas, herrar los caballos, darles galletas de maíz porque tienen sal…).
Todo lo apuntado bastaría para considerar Valor de ley un film admirable, si no fuera porque todavía va más allá de esos presupuestos. A pesar de la teórica influencia de las obras maestras de Ford y Hawks de esa misma década, la película no se limita a seguir el camino previamente transitado por esos cineastas (por más que comparta con aquéllos cierto espíritu generacional), ya que su realizador, Henry Hathaway, había dado sobradas muestras de una personalidad propia y diferenciada, de la cual Valor de ley acaba resultando uno de sus mejores exponentes, si no el mejor: cualquiera que conozca un poco la obra de este director no debería sorprenderse ante el carácter experimental de sus mezclas de western con otros géneros –recuérdese Alaska, tierra de oro (North to Alaska, 1960) y su extraña inclinación hacia la comedia; o El póquer de la muerte (5 Card Stud, 1968) y sus sorprendentes ramalazos de relato policíaco—, ni ante el talante inquieto, abierto a nuevas posibilidades de narrar en imágenes, de un cineasta siempre dispuesto a aprender de su trabajo. Hathaway no era un realizador anclado en el pasado, sino alguien consciente de que, durante la década de los sesenta, el cine en general y el western en particular habían cambiado. De ahí que todos sus westerns de esta década, pero sobre todo Valor de ley, sean una fusión entre lo viejo y lo nuevo, el canto del cisne del género y el anuncio de otras maneras de entender el western. Valor de ley acaba erigiéndose en el último gran western clásico, o de una forma “clásica” del mismo, y al mismo tiempo en el primer gran western moderno, o si se prefiere, el primer exponente de una cierta modernidad.
El film arranca de una manera seca y escueta, con Frank Ross despidiéndose de su familia para emprender un viaje de negocios en compañía de su ayudante Tom Chaney, y con su gratuito asesinato a manos de este último. Mattie llega al pueblo para ocuparse del cadáver de su padre, demostrando una madurez y entereza impropias de alguien de 14 años. En el pueblo se celebra la ejecución en la horca de tres hombres, vivida por los habitantes del lugar como si fuera una fiesta (detalle genial: Hathaway recoge en un mismo plano a un grupo de niños, jugando en un columpio mientras, al fondo de la imagen, se alza ominoso el patíbulo). No menos ásperos resultan los personajes que rodean a Mattie: el vendedor de caballos (Strother Martin) al que le revende los potros que compró su padre, la casera que le cobra un precio abusivo por un alojamiento consistente en compartir el lecho con una anciana y una cena a base de “harina y un poco de agua”. Únicamente cuando está a solas en su habitación, Mattie da rienda suelta a sus emociones contenidas y llora. Ello se erige en un espléndido resumen del espíritu de la película, la cual recoge todo el sabor amargo y desencantado del western de la década permitiéndose, durante unos segundos, echar una lágrima por esos tiempos en los que sentimientos y emociones eran más importantes que la violencia.
Pero Valor de ley no es un film lastimoso, sino una obra lúcida y vital que mira de frente a sus personajes, juzgándolos con severidad aun tratándolos, en última instancia, con cariño. Cogburn y Mattie –espléndidamente encarnados por John Wayne y Kim Darby— son las dos caras de una misma moneda: el primero, ese comisario viejo, gordo y tuerto, demasiado mayor para seducir a una chica, asimismo, demasiado joven, alcoholizado y de gatillo fácil, con muchos muertos a sus espaldas y un borroso pasado como ladrón; y la segunda, esa muchacha severa y entusiasta, dura y vengativa, digna heredera de las pioneras del Oeste. Ambos son, de distinta manera, reliquias del pasado unidas en una aventura regada con abruptos estallidos de violencia: hay que apuntar al respecto la extraordinaria secuencia en la cabaña de los forajidos junto al río, que culmina con el crudo momento en que Quincy (Jeremy Slate) y Moon (Dennis Hopper) se dan muerte el uno al otro a cuchillazos, en una clara demostración de la lucidez del veterano Hathaway ante la violencia del cine de la época y de los tiempos en que vivía; o el magnífico enfrentamiento final entre Cogburn y la banda dirigida por Ned Pepper (Robert Duvall), rodado como si fuera un duelo medieval, con Cogburn convertido en una especie de caballero de tiempos remotos. El epílogo del relato es, asimismo, de una excepcional brillantez: Cogburn y Mattie se despiden junto al pequeño cementerio de los Ross, en medio de un paisaje nevado, donde el viejo comisario ya tiene reservado el lugar, junto a Mattie, donde yacerá para siempre; Cogburn monta a caballo y da un salto sobre una valla; entonces, un Hathaway sensible a los nuevos tiempos cierra Valor de ley con un "moderno" plano congelado de la cabriola de Cogburn, en una imagen que tiene el mérito de erigirse en una especie de patético homenaje de despedida a una manera de entender el género del western.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” y “DIRIGIDO POR…” NOVIEMBRE 2009, A LA VENTA
Para este núm. 296 de Imágenes de Actualidad, cuya portada ocupa un avance de la nueva versión de Furia de titanes que ha realizado Louis Leterrier, he dedicado la sección Cult Movie a una película que se encuentra en la inspiración formal de recientes éxitos del cine de terror, tales como [Rec] 1 & 2 o el film de Oren Peli de pronto estreno Paranormal Activity: me refiero, desde luego, a El proyecto de la bruja de Blair, de Eduardo Sánchez y Daniel Myrick. En este número, cargado por cierto de cine fantástico, también he escrito tres reportajes, como yo digo, con “conocimiento de causa”, es decir, comentando las películas de las que se habla tras haber podido verlas en sendos pases previos para la prensa: Pandorum, de Christian Alvart, la ya estrenada Millennium 2: la chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, de Daniel Alfredson, y un pequeño texto con motivo del estreno en España, ¡por fin!, de la obra maestra de Hayao Miyazaki Mi vecino Totoro (1988), con lo cual no son meros textos informativos. También firmo, asimismo, un par de críticas: Ágora, de Alejandro Amenábar, y ¡El soplón!, de Steven Soderbergh; avanzo aquí que estos dos films no me apasionan pero tampoco me parecen despreciables (en particular, el muy comercial a la vez que controvertido trabajo de Amenábar, sobre el cual, como ya indiqué días atrás, pienso volver más adelante en este blog desde cierto punto de vista, y que estos días está recibiendo unos “palos” que a mi entender no se merece, ya que su director se los hubiese merecido por mediocridades como Los otros o Mar adentro que, por el contrario, cosecharon el aplauso general).
Por otro lado, la inminencia del estreno del nuevo Roland Emmerich, 2012, y el anuncio del de la adaptación al cine de la interesante novela de Cormac McCarthy La carretera que ha llevado a cabo John Hillcoat, motivan que Dirigido por… dedique la portada de su núm. 394 a esta última, dentro de un artículo titulado genéricamente El Apocalipsis según el cine USA. Para este número he firmado varias reseñas, algunas de las cuales coinciden con títulos sobre los que también he escrito para el Imágenes… de este mes, tal es el caso de Mi vecino Totoro, de Miyazaki, y de Millennium 2, de Alfredson (mal que me pese, las adaptaciones de Stieg Larsson no dejan de perseguirme: hace pocos meses, hice otro “doblete” con la primera película basada en Larsson); asimismo, firmo las reseñas de la inefable Jennifer’s Body, de Karyn Kusama, la estimable ganadora del último Festival de Sitges, Moon, de Duncan Jones, Edén al oeste, de Costa-Gavras (mejor de lo que parece), y de nada menos que tres películas españolas: A la deriva, de Ventura Pons (con la cual he roto mi “solemne” promesa de no volver a ver un film firmado por este señor…, y me temo que volveré a estar otros veinte años sin hacerlo), Yo, también, de Álvaro Pastor y Antonio Naharro, y Shevernatze, de Pablo Palazón.
martes, 3 de noviembre de 2009
APUNTES SOBRE “TITANIC”
[Nota bene: las siguientes líneas son un complemento de lo que el firmante ha escrito para la revista Imágenes de Actualidad, Sección Cult Movie, correspondiente al número del mes de diciembre de 2009]
El próximo estreno de Avatar (ídem, 2009), el nuevo y muy esperado trabajo de ficción del realizador canadiense James Cameron, me ha llevado estos días a abordar una revisión de la que hasta la fecha es la más famosa y exitosa película de su director, Titanic (ídem, 1997). Estas líneas no pretenden ser otra cosa, tal y como ya he indicado, que unas reflexiones colaterales respecto a lo que he escrito para la sección Cult Movie de la revista Imágenes de Actualidad del próximo mes de diciembre. De esta manera, este blog cumple una función que espero seguir practicando en el futuro, esto es, la de servir de soporte para mis digresiones sobre aquellos temas de los cuales ya haya hablado desde las páginas de Dirigido por…, Imágenes de Actualidad o cualquier otra publicación en la que escriba, hechas con la intención de verter aquí todas aquellas ideas que, dicho coloquialmente, se me hayan quedado “en el tintero” por problemas de espacio o de cualquier otra índole.
Lo primero que querría recalcar respecto a Titanic es que, antes de revisar este film, llevé a cabo una especie de pequeña preparación previa, consistente en volver a ver las dos más conocidas películas anteriores a la de Cameron en torno al mismo tema: la producción norteamericana El hundimiento del Titanic (Titanic, 1953), de Jean Negulesco, y la británica La última noche del Titanic (A Night to Remember, 1958), de Roy Ward Baker. Mi intención –un tanto maliciosa, lo reconozco— era comprobar por mí mismo algo que ya intuí en el momento del estreno del film de Cameron, es decir, las posibles influencias que aquellas dos películas pudieron tener sobre la del director de Avatar. En efecto, esas influencias existen: la famosa historia de amor que centra el film de Cameron, la que viven el pasajero de tercera clase Jack Dawson (Leonardo DiCaprio) y la pasajera de primera clase Rose DeWitt (Kate Winslet), está inspirada en el romance, aquí muy secundario, mostrado por Negulesco en El hundimiento del Titanic entre los personajes encarnados por Audrey Dalton, “la chica rica”, y Robert Wagner, “el chico pobre” (¡este último incluso luce un corte de pelo que recuerda mucho al de DiCaprio!); por su parte, la secuencia del hundimiento del transatlántico, que dura alrededor de una hora en la película de Cameron, bebe de los nada menos que noventa minutos que dedica Baker al mismo suceso en La última noche del Titanic: determinados detalles, como el destrozo de la cocina o ciertos planos inclinados de la popa del barco alzándose trágicamente del agua antes de su naufragio definitivo, reaparecen de un modo muy similar en la versión de Cameron. Pero lo más sorprendente del cotejo con cierta continuidad de las tres películas consiste en comprobar que, a pesar de sus semejanzas, y de las lógicas reincidencias que hay en las tres en determinadas situaciones o clichés que, según parece, sucedieron realmente la noche del naufragio (la banda de música, la anciana dama que se negó a abandonar a su viejo esposo, etc., etc.), a la hora de la verdad las tres son radicalmente distintas, con lo cual es completamente injusto afirmar que Cameron “copiara”. Dicho rápidamente, mientras que El hundimiento del Titanic es un melodrama hollywoodiense en el cual el naufragio es el telón de fondo para la tragedia particular de unos pocos personajes, y que La última noche del Titanic es, por el contrario, una reconstrucción coral, minuciosa y amargamente sarcástica sobre un drama colectivo en el cual salieron a relucir las diferencias de clase social, el Titanic de Cameron es, a pesar de tener pinceladas de todo lo anterior y por encima de cualquier otra consideración, un relato ensoñador y no-realista, en los márgenes mismos del cine fantástico, el género practicado con más asiduidad por su director a lo largo de su carrera.
Esa perspectiva o punto de vista de ensueño queda perfectamente claro desde sus primeros –y bellísimos— primeros minutos. Tras unas breves escenas iniciales en las cuales vemos al Titanic zarpando del puerto de Liverpool en 1912, rodadas con una deliberada estética de cine mundo a semejanza del Federico Fellini de Y la nave va (E la nave va, 1983), la película se traslada a las negras profundidades del Atlántico, cuya oscuridad es rota por las luces de un par de pequeños mini-submarinos que exploran, en la época actual, los restos sumergidos del Titanic. Las imágenes tienen algo de fantasmagórico, como si el célebre barco naufragado fuera una tumba sumergida llena de recuerdos de un pasado lejano que nunca volverá. De hecho, hay momentos en los cuales unas pequeñas cámaras sumergibles y a control remoto exploran el interior del navío –luego sabremos que la intención de dicha expedición, comandada por Brock Lovett (Bill Paxton), es la de encontrar un valiosísimo diamante conocido como el Corazón de la Mar—, y las imágenes que se nos ofrecen tienen algo de melancólico y evocador, incluso de poético (hay un pequeño gran momento al respecto: cuando la cámara recorre los restos de un piano y, de fondo y sutilmente, suenan unas notas sueltas del instrumento).
La perspectiva ensoñadora que domina el relato queda todavía más clara cuando, al poco, las pesquisas de un decepcionado Lovett por no haber encontrado el diamante le conducen a la existencia de una anciana superviviente del naufragio del Titanic llamada Rose y que ahora tiene 100 años (encarnada entonces por Gloria Stuart). Rose se reconoce de inmediato como la joven desnuda y con el Corazón de la Mar como única prenda que aparece en el dibujo que ha sido hallado en la caja fuerte de Cal Hockley (Billy Zane), un adinerado pasajero de primera clase que sobrevivió al naufragio. Incluso en el momento en que la anciana arroja una mirada sobre ese dibujo, sumergido en un recipiente de líquido conservador, Cameron coloca la cámara desde un ángulo, digamos, “imposible”, desde el interior del recipiente, de tal manera que el primer plano de la anciana Rose aparece así distorsionado por el movimiento del líquido, adornando de este modo la mirada de la anciana con una atmósfera irreal y evocadora. A partir de este momento, la trama de Titanic gira en torno a los largos flashbacks que, al hilo de la narración de la anciana Rose, recrean los hechos desde el punto de vista de esta última. Fíjense que hemos dicho “recrean”, no “reconstruyen”, así como “punto de vista”. De este modo, el film es una evocación deformada por el tiempo transcurrido (84 años), y por tanto “embellecida”, llevada a cabo por una anciana centenaria en torno a la historia de amor que vivió, cuando tan sólo tenía 17 años, con un chico de 19 que viajaba en tercera clase. Éste es el punto de vista, o si se prefiere, la perspectiva narrativa adoptada por Cameron desde el principio y que no abandona en ningún momento: la de un relato que no pretende ser ni mucho menos “realista”, sino por el contrario mágico y prácticamente “fantástico”. Por otro lado, esta perspectiva de ensueño es lo que justifica en muchas ocasiones ciertas supuestas “debilidades” o “blanduras” del guion, habida cuenta de que el relato de Rose puede que no se corresponda en ningún momento con lo que ocurrió realmente, sino que todo puede tratarse, sencillamente, de un recuerdo completamente imaginario.
No por casualidad, Rose describe al Titanic como “el buque de los sueños”, y en todo momento el transatlántico es mostrado, efectivamente, como un escenario de otro mundo: casi como un universo propio que se rige por reglas que poco o nada tienen que ver con la realidad, o que, en el contexto de la frágil memoria de una mujer centenaria, son una “realidad” que empieza y termina en sí misma considerada; tanto da, en este sentido, que el Titanic existiera en la realidad empírica y que su tragedia fuera empíricamente auténtica. La película no trata de eso, y el trabajo de realización de Cameron lo deja muy claro en todo momento. Por ejemplo, es mérito del amigo Frederic Soldevila el haber señalado, en su inédito análisis sobre el cine de Cameron, la importancia que tiene la primera vez que la joven Rose mira al Titanic antes de embarcarse en él: la cámara desciende en grúa sobre la muchacha mientras ella baja de un coche y la reencuadra en primer plano en el momento en que alza el rostro, oculto por su enorme y caro sombrero, y recoge esa primera mirada al navío; como apunta Soldevila, a partir de ese instante, de ese “intercambio de miradas” entre el buque y la protagonista femenina (en cierto sentido, el movimiento de grúa equivaldría a una simbólica “mirada imposible” del Titanic sobre Rose), el destino de la muchacha quedará indefectiblemente sellado al del transatlántico. Más aún: se produce en este instante una especie de conexión mágica entre Rose y el Titanic; la voz en off de la anciana Rose explica que, para ella, el navío era como un barco de esclavos que la conducía a una especie de muerte en vida (su ineludible compromiso matrimonial con un hombre, Cal, al que no ama), y que en su interior se agazapaba un grito de rebeldía; Cameron corta entonces a un plano de una de las chimeneas del buque con el silbato sonando a toda potencia, como si se correspondiera metafóricamente con ese “grito interior” de Rose; y el siguiente plano consiste, no por casualidad, en un plano medio de las chimeneas del Titanic que, a través de un calculado reencuadre, se va abriendo hasta abarcar el escenario del interior de la taberna del puerto donde vemos por primera vez al personaje que va a responder, y corresponder, a ese grito de rebeldía de Rose: Jack, quien junto con su amigo Fabrizio (Danny Nucci) conseguirá a última hora un par de pasajes para el transatlántico jugando a las cartas; se crea, de este modo, una asociación y un vínculo Titanic-Rose-Jack.
Pocas secuencias más tarde, el vínculo entre el buque y los personajes protagonistas se refuerza mediante un brillante fragmento que muestra en paralelo a Jack y Fabrizio en la proa del Titanic y la frenética actividad de la sala de máquinas del barco, de tal manera que el entusiasmo juvenil de los muchachos (el célebre momento, parodiado hasta la saciedad, en el cual un eufórico Jack exclama: “¡soy el rey del mundo!”) se contrapone a una minuciosa demostración de la potencia del navío. No será la única vez que Cameron consiga crear así la ilusión de que el Titanic es “casi” un ser vivo, como se verá, por ejemplo, en las secuencias culminantes del naufragio. Hay al respecto un momento en el cual ese aparentemente todopoderoso navío transmite una lograda sensación de patetismo, incluso de indefensión: un marinero arroja un cohete de advertencia y, a continuación, Cameron inserta un magnífico plano general muy abierto del buque, de tal manera que el Titanic parece así un barquito de juguete, y el cohete que explota por encima de su cubierta una insignificante chispa en medio de la negrura de un océano inmenso: la tragedia del Titanic no es nada para una mar gigantesca y cruel. Más adelante, hay otro detalle extraordinario: ese impetuoso travelling en retroceso por el interior de uno de los pasillos que se van inundando aparatosamente, y con tanta fuerza, que el torrente incluso arranca de sus dinteles algunas puertas justo en el momento que el Titanic se precipita fatídicamente hacia las profundidades del Atlántico: ese chorro de agua parece, tal y como está filmado, una herida que “sangra” a borbotones, el último y espectacular estertor de vida de un gigantesco animal fabuloso. También hay apuntes en los cuales la tragedia del desdichado naufragio del buque está vista desde una perspectiva muy lírica: véase la resolución de la muerte del capitán Smith (Bernard Hill), la cual tiene visos de suicidio (el comandante del Titanic, absolutamente anonadado y superado por los acontecimientos, se dirige al puente de mando que se está inundando y allí, de pie y a solas, espera la muerte: los cristales del puente estallan como consecuencia de la presión y el agua entra violentamente); o ese cuerpo de una mujer ahogada, flotando en el salón y bajo la cúpula que la presión del agua asimismo ha destrozado, como si llevara a cabo una especie de surrealista ballet submarino (y que, según Cameron, se inspira en la imagen de Shelley Winters en el fondo del lago de La noche del cazador/ The Night of the Hunter, 1955, Charles Laughton).
El Titanic no es únicamente el escenario donde se desarrolla la historia de amor entre Jack y Rose; un romance, volvamos a recordar, cuya aparente “imposibilidad” o “idealización” se justificaría en base al hecho de ser el producto de la recreación llevada a cabo por la memoria de la anciana centenaria. El Titanic está presente, de manera muy física, en todos y cada uno de los momentos culminantes de la relación de los personajes. Ambos se conocen en el momento en el cual una desesperada Rose se coloca al otro lado de la barandilla de popa y coquetea con la posibilidad de suicidarse, siendo salvada in extremis por Jack; ambos irán a parar a esa misma barandilla cuando el Titanic dé sus últimos coletazos antes de sumergirse bajo las aguas; en este mismo sentido, la frase que Rose le dice a Jack: “Aquí fue donde nos conocimos”, subraya de nuevo la posibilidad, más allá de su aparente ingenuidad, del hecho de que nos hallamos ante la visualización de unos recuerdos asimismo “ingenuos” o “idealizados”; ello justificaría, insistamos de nuevo, la aparente caracterización de algunos personajes secundarios, por ejemplo el a menudo muy criticado de Cal, que en muchas ocasiones suele ser despachado como un mero villano de una pieza cuando lo cierto es que también puede ser visto bajo ese prisma distorsionado de unos recuerdos muy lejanos en el tiempo (por otra parte, aprovecho la ocasión para romper aquí una lanza a favor de la interpretación que del personaje lleva a cabo el subvalorado Billy Zane, en cuya labor se advierte un soterrado e inteligente sarcasmo que se eleva sobre la aparente simplicidad de su personaje: véase, por ejemplo, cómo resuelve el actor una escena tan irónica como aquélla en la cual su personaje consigue subirse a uno de los botes salvavidas haciéndose pasar maliciosamente por el padre de una niña llorosa a la que ha encontrado por casualidad).
Estábamos apuntando el hecho de que el Titanic se encuentra físicamente presente en los principales momentos del romance de Jack y Rose. Resulta ejemplar en este mismo sentido otra famosa secuencia, luego objeto de parodias y burlas de toda índole, en la cual el vínculo entre el navío y los protagonistas es más poderoso que nunca; me refiero, claro está, a la del “vuelo” de Jack y Rose en la proa del Titanic, cuyo carácter onírico queda perfectamente expresado no tanto por la cualidad plástica de la fotografía y el tono distante de la narración en off de la anciana Rose (ese atardecer anaranjado que, como apunta esta última, fue la última vez que el Titanic vio la luz del sol: un presagio del desastre que se avecina), como sobre todo, tal y como apunta de nuevo Frederic Soldevila, el magnífico cierre de la secuencia: esos bellos encadenados que nos trasladan de la proa “recreada” por la mente de Rose a la proa “real” sumergida a casi 4.000 metros de profundidad: una imagen romántica con un final funesto: una imagen “de amor” que se transforma en una imagen “de muerte”. No es de extrañar, siempre en este mismo sentido, que a continuación se produzca la consumación del amor de los protagonistas, de nuevo con el transatlántico como perpetuo telón de fondo e incluso cómplice de ese romance. Así, tras el momento de intimidad en el cual Jack dibuja a Rose desnuda y con el Corazón de la Mar ceñido a su cuello, vemos a la pareja de jóvenes recorrer juguetonamente las dependencias del Titanic; en particular, el descenso de Jack y Rose a la sala de máquinas tiene una cualidad sensual nada despreciable: el calor de las máquinas cuyo fuego alimentan hombres sudorosos se contrapone con el creciente calor sexual de los muchachos; Cameron inserta un par de planos al ralentí, de tal manera que el vaporoso vestido blanco de Rose parece flotar entre la humareda levantada por el carbón que alimenta las máquinas (puede interpretarse ese descenso a las entrañas del Titanic como una especie de simbólico descenso a los infiernos que transforma momentáneamente a Jack y Rose en una suerte de modernos Orfeo y Eurídice, amantes mitológicos cuyo amor se vio asimismo truncado por un destino fatal). La sensualidad reaparece con fuerza en la resolución elíptica del coito de los protagonistas dentro del coche en la bodega de carga del buque: la temperatura sexual de los cuerpos de los amantes dentro de la cabina cerrada del vehículo empaña los cristales del mismo, sobre uno de los cuales se posa de repente la mano de Rose en un gesto de éxtasis; posteriormente, vemos a los amantes abrazados dentro de ese coche y con los cuerpos bañados en sudor.
El próximo estreno de Avatar (ídem, 2009), el nuevo y muy esperado trabajo de ficción del realizador canadiense James Cameron, me ha llevado estos días a abordar una revisión de la que hasta la fecha es la más famosa y exitosa película de su director, Titanic (ídem, 1997). Estas líneas no pretenden ser otra cosa, tal y como ya he indicado, que unas reflexiones colaterales respecto a lo que he escrito para la sección Cult Movie de la revista Imágenes de Actualidad del próximo mes de diciembre. De esta manera, este blog cumple una función que espero seguir practicando en el futuro, esto es, la de servir de soporte para mis digresiones sobre aquellos temas de los cuales ya haya hablado desde las páginas de Dirigido por…, Imágenes de Actualidad o cualquier otra publicación en la que escriba, hechas con la intención de verter aquí todas aquellas ideas que, dicho coloquialmente, se me hayan quedado “en el tintero” por problemas de espacio o de cualquier otra índole.
Lo primero que querría recalcar respecto a Titanic es que, antes de revisar este film, llevé a cabo una especie de pequeña preparación previa, consistente en volver a ver las dos más conocidas películas anteriores a la de Cameron en torno al mismo tema: la producción norteamericana El hundimiento del Titanic (Titanic, 1953), de Jean Negulesco, y la británica La última noche del Titanic (A Night to Remember, 1958), de Roy Ward Baker. Mi intención –un tanto maliciosa, lo reconozco— era comprobar por mí mismo algo que ya intuí en el momento del estreno del film de Cameron, es decir, las posibles influencias que aquellas dos películas pudieron tener sobre la del director de Avatar. En efecto, esas influencias existen: la famosa historia de amor que centra el film de Cameron, la que viven el pasajero de tercera clase Jack Dawson (Leonardo DiCaprio) y la pasajera de primera clase Rose DeWitt (Kate Winslet), está inspirada en el romance, aquí muy secundario, mostrado por Negulesco en El hundimiento del Titanic entre los personajes encarnados por Audrey Dalton, “la chica rica”, y Robert Wagner, “el chico pobre” (¡este último incluso luce un corte de pelo que recuerda mucho al de DiCaprio!); por su parte, la secuencia del hundimiento del transatlántico, que dura alrededor de una hora en la película de Cameron, bebe de los nada menos que noventa minutos que dedica Baker al mismo suceso en La última noche del Titanic: determinados detalles, como el destrozo de la cocina o ciertos planos inclinados de la popa del barco alzándose trágicamente del agua antes de su naufragio definitivo, reaparecen de un modo muy similar en la versión de Cameron. Pero lo más sorprendente del cotejo con cierta continuidad de las tres películas consiste en comprobar que, a pesar de sus semejanzas, y de las lógicas reincidencias que hay en las tres en determinadas situaciones o clichés que, según parece, sucedieron realmente la noche del naufragio (la banda de música, la anciana dama que se negó a abandonar a su viejo esposo, etc., etc.), a la hora de la verdad las tres son radicalmente distintas, con lo cual es completamente injusto afirmar que Cameron “copiara”. Dicho rápidamente, mientras que El hundimiento del Titanic es un melodrama hollywoodiense en el cual el naufragio es el telón de fondo para la tragedia particular de unos pocos personajes, y que La última noche del Titanic es, por el contrario, una reconstrucción coral, minuciosa y amargamente sarcástica sobre un drama colectivo en el cual salieron a relucir las diferencias de clase social, el Titanic de Cameron es, a pesar de tener pinceladas de todo lo anterior y por encima de cualquier otra consideración, un relato ensoñador y no-realista, en los márgenes mismos del cine fantástico, el género practicado con más asiduidad por su director a lo largo de su carrera.
Esa perspectiva o punto de vista de ensueño queda perfectamente claro desde sus primeros –y bellísimos— primeros minutos. Tras unas breves escenas iniciales en las cuales vemos al Titanic zarpando del puerto de Liverpool en 1912, rodadas con una deliberada estética de cine mundo a semejanza del Federico Fellini de Y la nave va (E la nave va, 1983), la película se traslada a las negras profundidades del Atlántico, cuya oscuridad es rota por las luces de un par de pequeños mini-submarinos que exploran, en la época actual, los restos sumergidos del Titanic. Las imágenes tienen algo de fantasmagórico, como si el célebre barco naufragado fuera una tumba sumergida llena de recuerdos de un pasado lejano que nunca volverá. De hecho, hay momentos en los cuales unas pequeñas cámaras sumergibles y a control remoto exploran el interior del navío –luego sabremos que la intención de dicha expedición, comandada por Brock Lovett (Bill Paxton), es la de encontrar un valiosísimo diamante conocido como el Corazón de la Mar—, y las imágenes que se nos ofrecen tienen algo de melancólico y evocador, incluso de poético (hay un pequeño gran momento al respecto: cuando la cámara recorre los restos de un piano y, de fondo y sutilmente, suenan unas notas sueltas del instrumento).
La perspectiva ensoñadora que domina el relato queda todavía más clara cuando, al poco, las pesquisas de un decepcionado Lovett por no haber encontrado el diamante le conducen a la existencia de una anciana superviviente del naufragio del Titanic llamada Rose y que ahora tiene 100 años (encarnada entonces por Gloria Stuart). Rose se reconoce de inmediato como la joven desnuda y con el Corazón de la Mar como única prenda que aparece en el dibujo que ha sido hallado en la caja fuerte de Cal Hockley (Billy Zane), un adinerado pasajero de primera clase que sobrevivió al naufragio. Incluso en el momento en que la anciana arroja una mirada sobre ese dibujo, sumergido en un recipiente de líquido conservador, Cameron coloca la cámara desde un ángulo, digamos, “imposible”, desde el interior del recipiente, de tal manera que el primer plano de la anciana Rose aparece así distorsionado por el movimiento del líquido, adornando de este modo la mirada de la anciana con una atmósfera irreal y evocadora. A partir de este momento, la trama de Titanic gira en torno a los largos flashbacks que, al hilo de la narración de la anciana Rose, recrean los hechos desde el punto de vista de esta última. Fíjense que hemos dicho “recrean”, no “reconstruyen”, así como “punto de vista”. De este modo, el film es una evocación deformada por el tiempo transcurrido (84 años), y por tanto “embellecida”, llevada a cabo por una anciana centenaria en torno a la historia de amor que vivió, cuando tan sólo tenía 17 años, con un chico de 19 que viajaba en tercera clase. Éste es el punto de vista, o si se prefiere, la perspectiva narrativa adoptada por Cameron desde el principio y que no abandona en ningún momento: la de un relato que no pretende ser ni mucho menos “realista”, sino por el contrario mágico y prácticamente “fantástico”. Por otro lado, esta perspectiva de ensueño es lo que justifica en muchas ocasiones ciertas supuestas “debilidades” o “blanduras” del guion, habida cuenta de que el relato de Rose puede que no se corresponda en ningún momento con lo que ocurrió realmente, sino que todo puede tratarse, sencillamente, de un recuerdo completamente imaginario.
No por casualidad, Rose describe al Titanic como “el buque de los sueños”, y en todo momento el transatlántico es mostrado, efectivamente, como un escenario de otro mundo: casi como un universo propio que se rige por reglas que poco o nada tienen que ver con la realidad, o que, en el contexto de la frágil memoria de una mujer centenaria, son una “realidad” que empieza y termina en sí misma considerada; tanto da, en este sentido, que el Titanic existiera en la realidad empírica y que su tragedia fuera empíricamente auténtica. La película no trata de eso, y el trabajo de realización de Cameron lo deja muy claro en todo momento. Por ejemplo, es mérito del amigo Frederic Soldevila el haber señalado, en su inédito análisis sobre el cine de Cameron, la importancia que tiene la primera vez que la joven Rose mira al Titanic antes de embarcarse en él: la cámara desciende en grúa sobre la muchacha mientras ella baja de un coche y la reencuadra en primer plano en el momento en que alza el rostro, oculto por su enorme y caro sombrero, y recoge esa primera mirada al navío; como apunta Soldevila, a partir de ese instante, de ese “intercambio de miradas” entre el buque y la protagonista femenina (en cierto sentido, el movimiento de grúa equivaldría a una simbólica “mirada imposible” del Titanic sobre Rose), el destino de la muchacha quedará indefectiblemente sellado al del transatlántico. Más aún: se produce en este instante una especie de conexión mágica entre Rose y el Titanic; la voz en off de la anciana Rose explica que, para ella, el navío era como un barco de esclavos que la conducía a una especie de muerte en vida (su ineludible compromiso matrimonial con un hombre, Cal, al que no ama), y que en su interior se agazapaba un grito de rebeldía; Cameron corta entonces a un plano de una de las chimeneas del buque con el silbato sonando a toda potencia, como si se correspondiera metafóricamente con ese “grito interior” de Rose; y el siguiente plano consiste, no por casualidad, en un plano medio de las chimeneas del Titanic que, a través de un calculado reencuadre, se va abriendo hasta abarcar el escenario del interior de la taberna del puerto donde vemos por primera vez al personaje que va a responder, y corresponder, a ese grito de rebeldía de Rose: Jack, quien junto con su amigo Fabrizio (Danny Nucci) conseguirá a última hora un par de pasajes para el transatlántico jugando a las cartas; se crea, de este modo, una asociación y un vínculo Titanic-Rose-Jack.
Pocas secuencias más tarde, el vínculo entre el buque y los personajes protagonistas se refuerza mediante un brillante fragmento que muestra en paralelo a Jack y Fabrizio en la proa del Titanic y la frenética actividad de la sala de máquinas del barco, de tal manera que el entusiasmo juvenil de los muchachos (el célebre momento, parodiado hasta la saciedad, en el cual un eufórico Jack exclama: “¡soy el rey del mundo!”) se contrapone a una minuciosa demostración de la potencia del navío. No será la única vez que Cameron consiga crear así la ilusión de que el Titanic es “casi” un ser vivo, como se verá, por ejemplo, en las secuencias culminantes del naufragio. Hay al respecto un momento en el cual ese aparentemente todopoderoso navío transmite una lograda sensación de patetismo, incluso de indefensión: un marinero arroja un cohete de advertencia y, a continuación, Cameron inserta un magnífico plano general muy abierto del buque, de tal manera que el Titanic parece así un barquito de juguete, y el cohete que explota por encima de su cubierta una insignificante chispa en medio de la negrura de un océano inmenso: la tragedia del Titanic no es nada para una mar gigantesca y cruel. Más adelante, hay otro detalle extraordinario: ese impetuoso travelling en retroceso por el interior de uno de los pasillos que se van inundando aparatosamente, y con tanta fuerza, que el torrente incluso arranca de sus dinteles algunas puertas justo en el momento que el Titanic se precipita fatídicamente hacia las profundidades del Atlántico: ese chorro de agua parece, tal y como está filmado, una herida que “sangra” a borbotones, el último y espectacular estertor de vida de un gigantesco animal fabuloso. También hay apuntes en los cuales la tragedia del desdichado naufragio del buque está vista desde una perspectiva muy lírica: véase la resolución de la muerte del capitán Smith (Bernard Hill), la cual tiene visos de suicidio (el comandante del Titanic, absolutamente anonadado y superado por los acontecimientos, se dirige al puente de mando que se está inundando y allí, de pie y a solas, espera la muerte: los cristales del puente estallan como consecuencia de la presión y el agua entra violentamente); o ese cuerpo de una mujer ahogada, flotando en el salón y bajo la cúpula que la presión del agua asimismo ha destrozado, como si llevara a cabo una especie de surrealista ballet submarino (y que, según Cameron, se inspira en la imagen de Shelley Winters en el fondo del lago de La noche del cazador/ The Night of the Hunter, 1955, Charles Laughton).
El Titanic no es únicamente el escenario donde se desarrolla la historia de amor entre Jack y Rose; un romance, volvamos a recordar, cuya aparente “imposibilidad” o “idealización” se justificaría en base al hecho de ser el producto de la recreación llevada a cabo por la memoria de la anciana centenaria. El Titanic está presente, de manera muy física, en todos y cada uno de los momentos culminantes de la relación de los personajes. Ambos se conocen en el momento en el cual una desesperada Rose se coloca al otro lado de la barandilla de popa y coquetea con la posibilidad de suicidarse, siendo salvada in extremis por Jack; ambos irán a parar a esa misma barandilla cuando el Titanic dé sus últimos coletazos antes de sumergirse bajo las aguas; en este mismo sentido, la frase que Rose le dice a Jack: “Aquí fue donde nos conocimos”, subraya de nuevo la posibilidad, más allá de su aparente ingenuidad, del hecho de que nos hallamos ante la visualización de unos recuerdos asimismo “ingenuos” o “idealizados”; ello justificaría, insistamos de nuevo, la aparente caracterización de algunos personajes secundarios, por ejemplo el a menudo muy criticado de Cal, que en muchas ocasiones suele ser despachado como un mero villano de una pieza cuando lo cierto es que también puede ser visto bajo ese prisma distorsionado de unos recuerdos muy lejanos en el tiempo (por otra parte, aprovecho la ocasión para romper aquí una lanza a favor de la interpretación que del personaje lleva a cabo el subvalorado Billy Zane, en cuya labor se advierte un soterrado e inteligente sarcasmo que se eleva sobre la aparente simplicidad de su personaje: véase, por ejemplo, cómo resuelve el actor una escena tan irónica como aquélla en la cual su personaje consigue subirse a uno de los botes salvavidas haciéndose pasar maliciosamente por el padre de una niña llorosa a la que ha encontrado por casualidad).
Estábamos apuntando el hecho de que el Titanic se encuentra físicamente presente en los principales momentos del romance de Jack y Rose. Resulta ejemplar en este mismo sentido otra famosa secuencia, luego objeto de parodias y burlas de toda índole, en la cual el vínculo entre el navío y los protagonistas es más poderoso que nunca; me refiero, claro está, a la del “vuelo” de Jack y Rose en la proa del Titanic, cuyo carácter onírico queda perfectamente expresado no tanto por la cualidad plástica de la fotografía y el tono distante de la narración en off de la anciana Rose (ese atardecer anaranjado que, como apunta esta última, fue la última vez que el Titanic vio la luz del sol: un presagio del desastre que se avecina), como sobre todo, tal y como apunta de nuevo Frederic Soldevila, el magnífico cierre de la secuencia: esos bellos encadenados que nos trasladan de la proa “recreada” por la mente de Rose a la proa “real” sumergida a casi 4.000 metros de profundidad: una imagen romántica con un final funesto: una imagen “de amor” que se transforma en una imagen “de muerte”. No es de extrañar, siempre en este mismo sentido, que a continuación se produzca la consumación del amor de los protagonistas, de nuevo con el transatlántico como perpetuo telón de fondo e incluso cómplice de ese romance. Así, tras el momento de intimidad en el cual Jack dibuja a Rose desnuda y con el Corazón de la Mar ceñido a su cuello, vemos a la pareja de jóvenes recorrer juguetonamente las dependencias del Titanic; en particular, el descenso de Jack y Rose a la sala de máquinas tiene una cualidad sensual nada despreciable: el calor de las máquinas cuyo fuego alimentan hombres sudorosos se contrapone con el creciente calor sexual de los muchachos; Cameron inserta un par de planos al ralentí, de tal manera que el vaporoso vestido blanco de Rose parece flotar entre la humareda levantada por el carbón que alimenta las máquinas (puede interpretarse ese descenso a las entrañas del Titanic como una especie de simbólico descenso a los infiernos que transforma momentáneamente a Jack y Rose en una suerte de modernos Orfeo y Eurídice, amantes mitológicos cuyo amor se vio asimismo truncado por un destino fatal). La sensualidad reaparece con fuerza en la resolución elíptica del coito de los protagonistas dentro del coche en la bodega de carga del buque: la temperatura sexual de los cuerpos de los amantes dentro de la cabina cerrada del vehículo empaña los cristales del mismo, sobre uno de los cuales se posa de repente la mano de Rose en un gesto de éxtasis; posteriormente, vemos a los amantes abrazados dentro de ese coche y con los cuerpos bañados en sudor.
La idea de que los “recuerdos” evocados por la anciana Rose son más irreales que verídicos, el eco lejano pero todavía profundo de un amor adolescente en el marco de una tragedia de colosales proporciones, reaparece en las secuencias finales. La anciana Rose, a bordo del barco que comanda Brock Lovett, se acerca por la noche y en camisón a la popa de este navío y arroja el Corazón de la Mar a las profundidades, devolviéndolo al lugar donde según ella debe estar: el Titanic. El hecho de que la anciana vaya en camisón sugiere asimismo la posibilidad de que nos hallemos nuevamente ante la visualización de una especie de sueño; algo que queda reforzado a continuación, cuando vemos a la anciana en su camarote ¿durmiendo?, ¿soñando?, ¿muriendo? (el hecho de que la cámara detalle las fotos colocadas junto a su mesita de noche, y que ilustran momentos felices de su vida, tiene algo como de recapitulación y cierre de una existencia larga y fructífera). Entonces, el relato concluye con una nueva secuencia onírica que podemos interpretar, asimismo, como otro sueño de la anciana o, si se prefiere, como una simbólica reunión en el más allá de las mil quinientas almas de los que fallecieron en el Titanic, por mediación de otro extraordinario movimiento de cámara que nos conduce a través de los degradados pasillos y cubiertas de un Titanic naufragado que, paulatinamente, vuelve a “la vida”, hasta culminar en el fantasmagórico y concurrido reencuentro de una rejuvenecida Rose con el eternamente joven Jack. Se comparta o no la creencia en la vida ultraterrena, se crea o no en la cualidad de los sueños como reflejo de nuestros anhelos y secretos más profundos, el cierre de Titanic tiene una fuerza que merece ocupar un lugar de honor en el haber de James Cameron.
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