La caja Kovak (2006), de Daniel Monzón.- Recientemente he recuperado, vía DVD, esta película de Daniel Monzón que hasta ahora no había tenido interés en ver: en su momento, reseñé para Dirigido por… su primera película, El corazón del guerrero (1999), que aún reconociendo que era una aportación insólita al cine español contemporáneo no me animó lo suficiente como para ir a ver su segundo largometraje, El robo más grande jamás contado (2002); y, cuando se estrenó La caja Kovak, me dejé influir en exceso por algunos “palos” de crítica que recibió, lo cual, unido a mi antipatía generalizada hacia las producciones financiadas por Julio Fernández –y quede claro que hablo en estrictos términos de valoración artística—, me animó a dejarla pasar de largo. Un error que ahora he tratado de enmendar recuperándola de cara a afrontar el próximo estreno de la nueva propuesta de Monzón, Celda 211 (2009), de la cual todo el mundo que la ha visto cuenta maravillas.
Lo cierto es que, contra todo pronóstico, me lo he pasado francamente bien viendo La caja Kovak, hasta el punto de arrepentirme de no haberla visto en el año de su estreno porque por lo menos hubiese tenido una película española decente que votar en el ranking crítico que publica anualmente Fotogramas (no recuerdo ahora mismo qué voté en el 2006 y, con franqueza, tanto me da). Y es que La caja Kovak reúne todo aquello que, particularmente, suelo echar de menos cada vez que veo un film español de género: una intriga muy entretenida y un trabajo de realización más que correcto y, en ciertos instantes, casi brillante. La trama, urdida por Monzón y Jorge Guerricaechevarría, “engancha”, como suele decirse popularmente: está construida con solidez y desarrollada con destreza, por más que, bien avanzada la proyección, acaso sea el guión lo más endeble de la película, habida cuenta de que hay tantas pistas, tantos cabos sueltos, tantas situaciones cogidas por los pelos, que la intriga y, con ella, el propio film, pierden consistencia, transformándose en una especie de juego de malabares que, cierto es, Monzón sabe sostener más que correctamente con la cámara, pero que acaba oliendo inevitablemente a artificial en exceso, por más que dicho artificio también sea una parte intrínseca del relato (todo, en realidad, es un montaje dentro de un montaje); además, por más que lo intenta (y que, en determinados instantes, lo consigue), el realizador no termina de tener la gracia de un Brian De Palma, cuya presencia flota sutilmente en diversos momentos del relato.
A pesar de ello, y a pesar incluso del gratuito golpe de efecto con que se abre la película, y que hace temer lo peor –esa escena de pesadilla en el avión, en la cual el protagonista masculino, David Norton (Timothy Hutton), cree ver a un pasajero conectado a su ordenador portátil mediante un cordón umbilical (¿un homenaje a David Cronenberg?), y que se remata con el típico “susto” tonto acompañado de un golpe de música—, hay suficientes cosas en La caja Kovak que hacen de ella un título muy agradable de ver, dentro de sus limitaciones. Está, por un lado, el buen hacer de los actores, empezando por el siempre sobrio y ajustadamente expresivo Timothy Hutton, y por Lucía Jiménez, una actriz atractiva y más que voluntariosa que merecería mejor suerte de la que tiene (ella era de lo poco salvable de la aburridísima Silencio roto, Montxo Armendáriz, 2001). Está presente, asimismo, el recurso a ciertos “trucos” narrativos que, a pesar de su carácter de tales, se insertan con elegancia y sin hacerlos demasiado ostentosos; por ejemplo: el momento en que un admirador de David le da el “cambiazo” a la pluma estilográfica con la cual le ha autografiado una de sus novelas. Hay, asimismo, detalles que acreditan la presencia de un director con sensibilidad: así, ese plano de David en el aeropuerto, situado a la izquierda del encuadre, desolado por la misteriosa, inesperada muerte por suicidio de su prometida (Georgia Mackenzie) y a punto de tomar un avión de regreso a los Estados Unidos, mientras que a la derecha del encuadre una joven pareja no para de besarse, mortificando así inocentemente al protagonista. También hay momentos en los cuales Monzón se esfuerza para que la mente del espectador “trabaje” mediante asociaciones de imágenes: véase la escena de David y Silvia (Jiménez) en la plaza, en la cual el primero anima a la segunda a que intente recordar el aspecto físico del hombre que intentó agredirla en la habitación del hotel, haciéndole observar la apariencia de los transeúntes (y un detalle, el hombre que toca el violín, despertará en Silvia el recuerdo de la música que, secuencias atrás, la impulsó en contra de su voluntad a intentar quitarse la vida). Las escenas de acción y los instantes de suspense están, en general, bien rodados: la elipsis que precede al descubrimiento por parte de David del suicidio de su prometida arrojándose por el balcón; el plano picado de Silvia en la ducha, construido de tal manera que, a la izquierda del encuadre (y dejando al margen el me imagino que irresistible impulso cinéfilo de Monzón de hacer un “plano Hitchcock”), vemos cómo empieza a sonar el teléfono móvil de la chica, que tan decisivo será a continuación; ese bonito plano, poco después del anterior, que desciende en grúa desde la ventana de la habitación de Silvia a la terraza de la cafetería del hotel sobre la cual, poco después, la muchacha se arrojará desnuda; la eficaz escena del inducido ataque de histeria de Silvia en el interior del taxi, que la lleva a golpearse frenéticamente contra el cristal que la separa del conductor y, poco después, a estar a punto de morir atropellada en la carretera; la atractiva, por más que rebuscada (o quizá, precisamente, por eso mismo), secuencia culminante en las cuevas… La caja Kovak no se merecía, en definitiva, el escaso aprecio, incluso desprecio (y entono aquí mi propio mea culpa), del cual gozó cuando se estrenó, y puede que la llegada de Celda 211 sirva para reconsiderarla como se merece.
Si la cosa funciona (Whatever Works, 2009), de Woody Allen.- Ante la nueva película de Woody Allen no han tardado en formarse dos posturas: una, la que afirma que ya era hora que su autor regresara a los ambientes neoyorquinos que-tan-bien-conoce, lo cual ha redundado en beneficio de una propuesta de mayor calidad que la de sus cuatro anteriores y controvertidas incursiones en escenarios londinenses y barceloneses; y otra, que insinúa que este simbólico regreso de Allen a sus ambientes “habituales” ha traído consigo una reiteración de ideas y temas ya explotados con anterioridad en sus films rodados en Nueva York. En resumen, que nunca llueve al gusto de todos. La primera opinión me parece tan imbécil, y disculpen la franqueza, que ni siquiera vale la pena replicarla. En cuanto a la segunda, más razonable aun estando parcialmente relacionada con la primera, merece ser matizada.
Creo que en Si la cosa funciona se nota que, como se ha dicho estos días hasta la saciedad, nos hallamos ante un guión que Allen había escrito hacía ya muchos años y que tenía guardado en su cajón porque había algo en él que no acababa de satisfacerle. Una vez vista la película, ello resulta comprensible: el film hace gala de una primera mitad magnífica, sobre todo en lo que se refiere al dibujo de la relación entre el maduro intelectual Boris Yellnikoff (Larry David) y la joven y rústica sureña Melody (Evan Rachel Wood), seguida de una segunda mitad no mala pero sí un poco decepcionante, habida cuenta de que la incorporación de nuevos personajes no enriquece ni mucho menos lo propuesto en aquella primera mitad y termina provocando incluso que la película concluya, demasiado mansamente, con un final feliz no por irónico menos forzado y, sobre todo, menos sarcástico de lo que se pretende, lo cual es una auténtica pena habida cuenta los jugosos apuntes que lo han precedido.
Pero vayamos por partes. La primera mitad del film, insisto, me parece la mejor, no sólo porque presenta, con ferocidad y contundencia, a un personaje –Boris— cuya idiosincrasia llama la atención en estos tiempos de mediocre corrección política, sino porque además lo hace de una manera bastante imaginativa. En cuanto a lo primero, el carácter del personaje, sorprende agradablemente la presencia en pantalla de alguien que, si bien (y está muy claro) es una versión corregida y aumentada de la prototípica figura encarnada por el propio director en sus películas (Allen, huelga decirlo, es un actor de un único personaje), tiene el valor de decir lo que piensa –y, lo que es más importante, de pensar lo que dice, se esté de acuerdo o no—, y de expresarlo de manera directa, clara y cruda. Llama la atención, asimismo, la interpelación directa que Allen lleva a cabo hacia el espectador por medio de este personaje, haciendo que Boris hable directamente a la cámara y se dirija al público; un artificio nada nuevo en el cine de Allen, cierto –recuérdese La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985)—, pero que el realizador tiene la inteligencia de poner en evidencia mediante un divertido juego meta-fílmico: los personajes que acompañan a Boris cuando habla con el público permanecen ajenos a ese diálogo entre el protagonista y el espectador, de tal manera que incluso le preguntan con quién demonios está hablando…
El dibujo de la relación entre Boris y Melody se encuentra, como digo, entre lo más logrado del film: y no sólo, por más que también cuente, gracias a la magnífica interpretación que de ambos realizan Larry David y Evan Rachel Wood (ahora mismo, una de las mejores actrices jóvenes del cine estadounidense), como por el divertido contraste entre el intelectual gruñón, amargado con el mundo y resentido con la vida que es Boris (en una actitud que ya le condujo, explica, a un primer intento de suicidio), y la incultura ingenua, pueblerina y genuinamente conservadora de la cual hace gala la dulce Melody, sino también, y sobre todo, por lo que todas sus escenas juntos tienen de agudo retrato de dos polos opuestos y aparentemente irreconciliables en torno a los cuales parece girar buena parte del mundo actual (lo cual desmiente, dicho sea de paso, que Allen haya perdido de vista la sociedad en la que vive, tal y como se han atrevido a insinuar algunos). Me refiero, en suma, a la oposición generacional entre cultura e incultura que se da entre una generación de personas crecidas a la sombra de una educación que era lo único que podía garantizarles su libertad y desarrollo como individuos y como seres humanos, y otra que ha nacido más libre que la anterior y crecido con el convencimiento de que la cultura y el conocimiento ya no son imprescindibles para vivir plenamente.
Todo esto, excelente en sí mismo considerado, llena con agudeza e inteligencia los aproximadamente primeros 45 minutos de proyección, los cuales a continuación dan paso a una serie de nuevos personajes que, a mi entender, no contribuyen a enriquecer aquel discurso sobre el choque generacional, estropeándolo incluso con salidas de tono excesivamente convencionales. Me explico: está muy bien que la incorporación al relato de los progenitores de Melody, primero su madre, Marietta (Patricia Clarkson), y luego su padre, John (Ed Begley Jr.), venga a “animarlo” de cara a dar pie a nuevas invectivas por parte de Boris contra el conservadurismo más rancio y retrógrado de los Estados Unidos, perfecta aunque un tanto esquemáticamente representado por esos dos personajes (y sin perjuicio, una vez más, de la calidad de sus intérpretes: Ed Begley Jr. y, en particular, una extraordinaria Patricia Clarkson). Lo que ocurre es que el contraste, primero entre Boris y Marietta, y luego entre Boris y John, no hace otra cosa que volver a subrayar las diferencias no ya culturales sino incluso vitales entre los norteamericanos sureños y los cultos y refinados neoyorquinos; y se insiste tanto en ello, que dicho contraste deviene excesivamente simplón, hasta el punto de que la oda de las cualidades de la, cierto, maravillosa ciudad de Nueva York roza el “ombliguismo”. Quizá por ello el propio Allen, acaso consciente de que, a fin de cuentas, está realizando una mera caricatura, resuelve la evolución de los personajes de Marietta y John en base a un par de irónicos golpes de efecto, cuya condición de tales queda asimismo destacada por su recurso a las elipsis narrativas y la voz en off: la reprimida Marietta acabará convertida en una fotógrafa que expone en las mejores galerías de arte fotográfico de Nueva York y conviviendo a la vez con dos hombres, y el no menos ultraconservador John sacará a relucir su latente homosexualidad y terminará formando pareja con un gay recientemente abandonado por su amante al que conoce por casualidad en un bar. Como chistes son buenos, pero tan sólo son eso: chistes. También resulta demasiado tópico que, como era de prever casi desde el principio de la proyección, Melody termine arrinconando su amor por Boris en beneficio de un hombre más joven, apuesto y, sobre todo, intelectualmente a su nivel (Randy: Henry Cavill); y, finalmente, resulta excesivamente forzada la secuencia que cierra la película, con todos los personajes reunidos para celebrar la entrada del Año Nuevo con sus nuevas y respectivas parejas (incluida una para el gruñón Boris), a modo de reflejo sarcástico de las paradojas de la existencia, del sinsentido de una vida, la de los seres humanos, que se encuentra en manos del azar y la suerte. Vuelvo a insistir: Si la cosa funciona no es un mal film; tiene, incluso, momentos espléndidos; pero, sencillamente, no da lo que inicialmente promete, irregularidad que no tiene absolutamente nada de raro en la carrera de un realizador que lleva cuarenta años ofreciendo prácticamente una película al año, por más que todavía haya quien se empeñe en ver en Woody Allen a alguien tocado bajo el signo de la infalibilidad.
El imaginario del doctor Parnassus (The Imaginarium of Doctor Parnassus, 2009), de Terry Gilliam.- Me resulta muy chocante que, gracias a esta película, mucha gente parezca haber “descubierto” no ya a Terry Gilliam, sino, lo más increíble, el sentido mismo de su cine. Que El imaginario del doctor Parnassus es un canto a la fantasía, una oda a la imaginación más febril y desbordada, una contundente réplica a la mediocridad de la así llamada “realidad”, resulta una apreciación exacta de lo que el film propone. La sorpresa, a mi entender, reside en que parece que con esta película Gilliam ha reconciliado con su cine a muchos que hacía años que le habían vuelto la espalda (me refiero, claro está, a gente de la cual puedo hablar con propiedad y conocimiento de causa: críticos de cine españoles), viendo en este film una serie de virtudes (las cuales, ojo, las tiene: es un parecer que comparto) que, no obstante, no tienen absolutamente nada de novedoso en el seno de la carrera de su realizador: el triunfo de la fantasía sobre la realidad es exactamente lo mismo que viene pregonando Gilliam desde el inicio de su carrera como director de cine.
En este punto, uno no puede menos que preguntarse (y, vuelvo a insistir, con independencia del interés de esta película en sí misma considerada): ¿qué tiene El imaginario del doctor Parnassus que no tuvieran La bestia del reino (Jabberwocky, 1977), Los héroes del tiempo (Time Bandits, 1981), Brazil (ídem, 1984), Las aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988), El rey pescador (The Fisher King, 1991), Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1997), El secreto de los hermanos Grimm (The Grimm Brothers, 2005) o Tideland (ídem, 2005)? ¿La presencia estelar del malogrado y, como siempre, excelente Heath Ledger en su trabajo póstumo para el cine? ¿Que, en esta ocasión, el discurso sobre el contraste entre fantasía y realidad esté quizá más marcado que en otras ocasiones? ¿El arrojo demostrado por el cineasta estadounidense para completar un film que partía de un hándicap aparentemente irresoluble, la muerte de su principal protagonista antes de terminar el rodaje, y haciéndolo además por medio de una solución tan lógica a la vez que fantasiosa: que otros tres actores –Johnny Depp, Jude Law, Colin Farrell— completaran las escenas que Ledger ya no pudo hacer mediante el ardid de que su personaje, Tony, cambie de aspecto físico cada vez que atraviesa el espejo mágico del doctor Parnassus (Christopher Plummer), cual Alicia de Lewis Carroll (lo cual resulta, asimismo, coherente con el planteamiento general de la película: acudir a la fantasía y la imaginación para resolver un problema planteado por la cruda realidad)? ¿O es una manera de “premiar” a Gilliam por sus esfuerzos hercúleos para llevar a cabo ese famoso proyecto frustrado sobre Don Quijote que, según parece, va a acometer de nuevo, o para resolver como ha resuelto El imaginario del doctor Parnassus lejos de las injerencias de Hollywood (este nuevo film es una coproducción británico-canadiense), gracias a todo lo cual ha adquirido por fin el estatus de autor-maldito-e-incomprendido (y, por tanto, “defendible”)?
Vuelvo a insistir en que el resultado final de El imaginario del doctor Parnassus es bueno, a ratos espléndido, pero que en puridad de conceptos no ofrece nada que no hubiésemos visto antes en la filmografía de su director. Es casi como si todas sus anteriores películas no contaran, o contaran poco, lo cual sigue asombrándome habida cuenta de que aquéllas ya atesoran muchas de las mejores ideas de su último film: no ya el consabido contraste fantasía-realidad, sino también la parodia de esa misma realidad a la luz de la fantasía (y que da pie a momentos humorísticos que retoman gozosamente el estilo de comicidad practicada por Gilliam con sus viejos colegas de los Monty Python: ahí está el hilarante número musical de los bobbys con minifalda y medias negras, cantando una canción que anima a inscribirse en las filas de la policía inglesa “si te gusta la violencia…”); el cariño puesto en los personajes marginados, tan presente como en El rey pescador y Tideland; un personaje femenino “fuerte” bajo su belleza y/o apariencia de fragilidad, tal es el caso de Valentina (Lily Cole), la hija del doctor Parnassus, heredera de las heroínas encarnadas por Kim Griest en Brazil, una jovencísima Sarah Polley en Las aventuras del Barón Munchausen, Lena Headey en El secreto de los hermanos Grimm o la pequeña Jodelle Ferland en Tideland; y el barroquismo en la composición de los encuadres, de tal manera que la mayoría de los planos, en particular los tomados en interiores, están rodados con el foco muy cerrado, de tal manera que los actores guardan una relación con el decorado y los enseres que los recubren de una manera casi física, claustrofóbica; lo cual, a su vez, busca contrastar con la no menos recargada escenografía de los planos generales, tanto da que sean los que se desarrollan en escenarios, digamos, “realistas” (aquí, las calles de un Londres contemporáneo que todavía conservan su sabor victoriano), como sobre todo aquellos que transcurren en los mundos de fantasía que se encuentran al otro lado del espejo de Parnassus.
No falta, como siempre en Gilliam, la invocación a Federico Fellini: el arranque mismo de la película, con la llegada e instalación del espectáculo del doctor Parnassus (el Imaginario) cerca de un pub londinense lleno de clientes borrachos, que parece evocar la célebre Strada felliniana (¿no hay en las notas musicales de este principio, compuestas por Mychael y Jeff Danna, ciertos ecos de Nino Rota?); incluso cierto espíritu melancólico, muy presente en el cine de Gilliam, que asimismo evoca en parte las maneras fellinianas, y no me refiero únicamente a la presencia de elementos circenses y/o faranduleros, sino también a lo que se refiere al dibujo de ciertos personajes: el peso del pasado que se cierne, como una losa, sobre el personaje del doctor Parnassus (por más que, a diferencia de Fellini, ese pasado sea decididamente fantasioso: Parnassus es un anciano milenario e inmortal como consecuencia de un pacto con el diablo, encarnado aquí bajo la forma humana de un tal Mr. Nick: Tom Waits); el deseo de Valentina de dejar de trabajar en el Imaginario de su padre y vivir su propia vida (unida al hecho, palpable, de la explosión natural de su feminidad: Valentina está a punto de cumplir dieciséis años y su padre la obliga a seguir afirmando que tan sólo tiene doce); el amor no correspondido que siente su compañero de farándula, Anton (Andrew Garfield), hacia Valentina; la concepción misma de los mundos de fantasía que están más allá del espejo de Parnassus, y que vienen a ser una versión exacerbada, ensoñadora en algunos casos, pesadillesca en otros, de los deseos, anhelos secretos y frustraciones (todos ellos, mediocres) de las personas que traspasan el umbral del espejo: el borracho que va a parar a un río de botellas de licor vacías, el niño que juega a destruir las maravillas que se ofrecen ante sus ojos con su consola de videojuegos, la dama que bajo su apariencia de “respetabilidad” da rienda suelta a sus fantasías eróticas con moteles y gondoleros… El imaginario del doctor Parnassus es una buena película, pero no me parece ni de lejos la culminación del cine de Terry Gilliam, por más que se haya convertido en algo así como el buque insignia de su reconocimiento entre sectores de opinión hasta ahora escépticos ante su talento.
Lo cierto es que, contra todo pronóstico, me lo he pasado francamente bien viendo La caja Kovak, hasta el punto de arrepentirme de no haberla visto en el año de su estreno porque por lo menos hubiese tenido una película española decente que votar en el ranking crítico que publica anualmente Fotogramas (no recuerdo ahora mismo qué voté en el 2006 y, con franqueza, tanto me da). Y es que La caja Kovak reúne todo aquello que, particularmente, suelo echar de menos cada vez que veo un film español de género: una intriga muy entretenida y un trabajo de realización más que correcto y, en ciertos instantes, casi brillante. La trama, urdida por Monzón y Jorge Guerricaechevarría, “engancha”, como suele decirse popularmente: está construida con solidez y desarrollada con destreza, por más que, bien avanzada la proyección, acaso sea el guión lo más endeble de la película, habida cuenta de que hay tantas pistas, tantos cabos sueltos, tantas situaciones cogidas por los pelos, que la intriga y, con ella, el propio film, pierden consistencia, transformándose en una especie de juego de malabares que, cierto es, Monzón sabe sostener más que correctamente con la cámara, pero que acaba oliendo inevitablemente a artificial en exceso, por más que dicho artificio también sea una parte intrínseca del relato (todo, en realidad, es un montaje dentro de un montaje); además, por más que lo intenta (y que, en determinados instantes, lo consigue), el realizador no termina de tener la gracia de un Brian De Palma, cuya presencia flota sutilmente en diversos momentos del relato.
A pesar de ello, y a pesar incluso del gratuito golpe de efecto con que se abre la película, y que hace temer lo peor –esa escena de pesadilla en el avión, en la cual el protagonista masculino, David Norton (Timothy Hutton), cree ver a un pasajero conectado a su ordenador portátil mediante un cordón umbilical (¿un homenaje a David Cronenberg?), y que se remata con el típico “susto” tonto acompañado de un golpe de música—, hay suficientes cosas en La caja Kovak que hacen de ella un título muy agradable de ver, dentro de sus limitaciones. Está, por un lado, el buen hacer de los actores, empezando por el siempre sobrio y ajustadamente expresivo Timothy Hutton, y por Lucía Jiménez, una actriz atractiva y más que voluntariosa que merecería mejor suerte de la que tiene (ella era de lo poco salvable de la aburridísima Silencio roto, Montxo Armendáriz, 2001). Está presente, asimismo, el recurso a ciertos “trucos” narrativos que, a pesar de su carácter de tales, se insertan con elegancia y sin hacerlos demasiado ostentosos; por ejemplo: el momento en que un admirador de David le da el “cambiazo” a la pluma estilográfica con la cual le ha autografiado una de sus novelas. Hay, asimismo, detalles que acreditan la presencia de un director con sensibilidad: así, ese plano de David en el aeropuerto, situado a la izquierda del encuadre, desolado por la misteriosa, inesperada muerte por suicidio de su prometida (Georgia Mackenzie) y a punto de tomar un avión de regreso a los Estados Unidos, mientras que a la derecha del encuadre una joven pareja no para de besarse, mortificando así inocentemente al protagonista. También hay momentos en los cuales Monzón se esfuerza para que la mente del espectador “trabaje” mediante asociaciones de imágenes: véase la escena de David y Silvia (Jiménez) en la plaza, en la cual el primero anima a la segunda a que intente recordar el aspecto físico del hombre que intentó agredirla en la habitación del hotel, haciéndole observar la apariencia de los transeúntes (y un detalle, el hombre que toca el violín, despertará en Silvia el recuerdo de la música que, secuencias atrás, la impulsó en contra de su voluntad a intentar quitarse la vida). Las escenas de acción y los instantes de suspense están, en general, bien rodados: la elipsis que precede al descubrimiento por parte de David del suicidio de su prometida arrojándose por el balcón; el plano picado de Silvia en la ducha, construido de tal manera que, a la izquierda del encuadre (y dejando al margen el me imagino que irresistible impulso cinéfilo de Monzón de hacer un “plano Hitchcock”), vemos cómo empieza a sonar el teléfono móvil de la chica, que tan decisivo será a continuación; ese bonito plano, poco después del anterior, que desciende en grúa desde la ventana de la habitación de Silvia a la terraza de la cafetería del hotel sobre la cual, poco después, la muchacha se arrojará desnuda; la eficaz escena del inducido ataque de histeria de Silvia en el interior del taxi, que la lleva a golpearse frenéticamente contra el cristal que la separa del conductor y, poco después, a estar a punto de morir atropellada en la carretera; la atractiva, por más que rebuscada (o quizá, precisamente, por eso mismo), secuencia culminante en las cuevas… La caja Kovak no se merecía, en definitiva, el escaso aprecio, incluso desprecio (y entono aquí mi propio mea culpa), del cual gozó cuando se estrenó, y puede que la llegada de Celda 211 sirva para reconsiderarla como se merece.
Si la cosa funciona (Whatever Works, 2009), de Woody Allen.- Ante la nueva película de Woody Allen no han tardado en formarse dos posturas: una, la que afirma que ya era hora que su autor regresara a los ambientes neoyorquinos que-tan-bien-conoce, lo cual ha redundado en beneficio de una propuesta de mayor calidad que la de sus cuatro anteriores y controvertidas incursiones en escenarios londinenses y barceloneses; y otra, que insinúa que este simbólico regreso de Allen a sus ambientes “habituales” ha traído consigo una reiteración de ideas y temas ya explotados con anterioridad en sus films rodados en Nueva York. En resumen, que nunca llueve al gusto de todos. La primera opinión me parece tan imbécil, y disculpen la franqueza, que ni siquiera vale la pena replicarla. En cuanto a la segunda, más razonable aun estando parcialmente relacionada con la primera, merece ser matizada.
Creo que en Si la cosa funciona se nota que, como se ha dicho estos días hasta la saciedad, nos hallamos ante un guión que Allen había escrito hacía ya muchos años y que tenía guardado en su cajón porque había algo en él que no acababa de satisfacerle. Una vez vista la película, ello resulta comprensible: el film hace gala de una primera mitad magnífica, sobre todo en lo que se refiere al dibujo de la relación entre el maduro intelectual Boris Yellnikoff (Larry David) y la joven y rústica sureña Melody (Evan Rachel Wood), seguida de una segunda mitad no mala pero sí un poco decepcionante, habida cuenta de que la incorporación de nuevos personajes no enriquece ni mucho menos lo propuesto en aquella primera mitad y termina provocando incluso que la película concluya, demasiado mansamente, con un final feliz no por irónico menos forzado y, sobre todo, menos sarcástico de lo que se pretende, lo cual es una auténtica pena habida cuenta los jugosos apuntes que lo han precedido.
Pero vayamos por partes. La primera mitad del film, insisto, me parece la mejor, no sólo porque presenta, con ferocidad y contundencia, a un personaje –Boris— cuya idiosincrasia llama la atención en estos tiempos de mediocre corrección política, sino porque además lo hace de una manera bastante imaginativa. En cuanto a lo primero, el carácter del personaje, sorprende agradablemente la presencia en pantalla de alguien que, si bien (y está muy claro) es una versión corregida y aumentada de la prototípica figura encarnada por el propio director en sus películas (Allen, huelga decirlo, es un actor de un único personaje), tiene el valor de decir lo que piensa –y, lo que es más importante, de pensar lo que dice, se esté de acuerdo o no—, y de expresarlo de manera directa, clara y cruda. Llama la atención, asimismo, la interpelación directa que Allen lleva a cabo hacia el espectador por medio de este personaje, haciendo que Boris hable directamente a la cámara y se dirija al público; un artificio nada nuevo en el cine de Allen, cierto –recuérdese La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985)—, pero que el realizador tiene la inteligencia de poner en evidencia mediante un divertido juego meta-fílmico: los personajes que acompañan a Boris cuando habla con el público permanecen ajenos a ese diálogo entre el protagonista y el espectador, de tal manera que incluso le preguntan con quién demonios está hablando…
El dibujo de la relación entre Boris y Melody se encuentra, como digo, entre lo más logrado del film: y no sólo, por más que también cuente, gracias a la magnífica interpretación que de ambos realizan Larry David y Evan Rachel Wood (ahora mismo, una de las mejores actrices jóvenes del cine estadounidense), como por el divertido contraste entre el intelectual gruñón, amargado con el mundo y resentido con la vida que es Boris (en una actitud que ya le condujo, explica, a un primer intento de suicidio), y la incultura ingenua, pueblerina y genuinamente conservadora de la cual hace gala la dulce Melody, sino también, y sobre todo, por lo que todas sus escenas juntos tienen de agudo retrato de dos polos opuestos y aparentemente irreconciliables en torno a los cuales parece girar buena parte del mundo actual (lo cual desmiente, dicho sea de paso, que Allen haya perdido de vista la sociedad en la que vive, tal y como se han atrevido a insinuar algunos). Me refiero, en suma, a la oposición generacional entre cultura e incultura que se da entre una generación de personas crecidas a la sombra de una educación que era lo único que podía garantizarles su libertad y desarrollo como individuos y como seres humanos, y otra que ha nacido más libre que la anterior y crecido con el convencimiento de que la cultura y el conocimiento ya no son imprescindibles para vivir plenamente.
Todo esto, excelente en sí mismo considerado, llena con agudeza e inteligencia los aproximadamente primeros 45 minutos de proyección, los cuales a continuación dan paso a una serie de nuevos personajes que, a mi entender, no contribuyen a enriquecer aquel discurso sobre el choque generacional, estropeándolo incluso con salidas de tono excesivamente convencionales. Me explico: está muy bien que la incorporación al relato de los progenitores de Melody, primero su madre, Marietta (Patricia Clarkson), y luego su padre, John (Ed Begley Jr.), venga a “animarlo” de cara a dar pie a nuevas invectivas por parte de Boris contra el conservadurismo más rancio y retrógrado de los Estados Unidos, perfecta aunque un tanto esquemáticamente representado por esos dos personajes (y sin perjuicio, una vez más, de la calidad de sus intérpretes: Ed Begley Jr. y, en particular, una extraordinaria Patricia Clarkson). Lo que ocurre es que el contraste, primero entre Boris y Marietta, y luego entre Boris y John, no hace otra cosa que volver a subrayar las diferencias no ya culturales sino incluso vitales entre los norteamericanos sureños y los cultos y refinados neoyorquinos; y se insiste tanto en ello, que dicho contraste deviene excesivamente simplón, hasta el punto de que la oda de las cualidades de la, cierto, maravillosa ciudad de Nueva York roza el “ombliguismo”. Quizá por ello el propio Allen, acaso consciente de que, a fin de cuentas, está realizando una mera caricatura, resuelve la evolución de los personajes de Marietta y John en base a un par de irónicos golpes de efecto, cuya condición de tales queda asimismo destacada por su recurso a las elipsis narrativas y la voz en off: la reprimida Marietta acabará convertida en una fotógrafa que expone en las mejores galerías de arte fotográfico de Nueva York y conviviendo a la vez con dos hombres, y el no menos ultraconservador John sacará a relucir su latente homosexualidad y terminará formando pareja con un gay recientemente abandonado por su amante al que conoce por casualidad en un bar. Como chistes son buenos, pero tan sólo son eso: chistes. También resulta demasiado tópico que, como era de prever casi desde el principio de la proyección, Melody termine arrinconando su amor por Boris en beneficio de un hombre más joven, apuesto y, sobre todo, intelectualmente a su nivel (Randy: Henry Cavill); y, finalmente, resulta excesivamente forzada la secuencia que cierra la película, con todos los personajes reunidos para celebrar la entrada del Año Nuevo con sus nuevas y respectivas parejas (incluida una para el gruñón Boris), a modo de reflejo sarcástico de las paradojas de la existencia, del sinsentido de una vida, la de los seres humanos, que se encuentra en manos del azar y la suerte. Vuelvo a insistir: Si la cosa funciona no es un mal film; tiene, incluso, momentos espléndidos; pero, sencillamente, no da lo que inicialmente promete, irregularidad que no tiene absolutamente nada de raro en la carrera de un realizador que lleva cuarenta años ofreciendo prácticamente una película al año, por más que todavía haya quien se empeñe en ver en Woody Allen a alguien tocado bajo el signo de la infalibilidad.
El imaginario del doctor Parnassus (The Imaginarium of Doctor Parnassus, 2009), de Terry Gilliam.- Me resulta muy chocante que, gracias a esta película, mucha gente parezca haber “descubierto” no ya a Terry Gilliam, sino, lo más increíble, el sentido mismo de su cine. Que El imaginario del doctor Parnassus es un canto a la fantasía, una oda a la imaginación más febril y desbordada, una contundente réplica a la mediocridad de la así llamada “realidad”, resulta una apreciación exacta de lo que el film propone. La sorpresa, a mi entender, reside en que parece que con esta película Gilliam ha reconciliado con su cine a muchos que hacía años que le habían vuelto la espalda (me refiero, claro está, a gente de la cual puedo hablar con propiedad y conocimiento de causa: críticos de cine españoles), viendo en este film una serie de virtudes (las cuales, ojo, las tiene: es un parecer que comparto) que, no obstante, no tienen absolutamente nada de novedoso en el seno de la carrera de su realizador: el triunfo de la fantasía sobre la realidad es exactamente lo mismo que viene pregonando Gilliam desde el inicio de su carrera como director de cine.
En este punto, uno no puede menos que preguntarse (y, vuelvo a insistir, con independencia del interés de esta película en sí misma considerada): ¿qué tiene El imaginario del doctor Parnassus que no tuvieran La bestia del reino (Jabberwocky, 1977), Los héroes del tiempo (Time Bandits, 1981), Brazil (ídem, 1984), Las aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988), El rey pescador (The Fisher King, 1991), Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1997), El secreto de los hermanos Grimm (The Grimm Brothers, 2005) o Tideland (ídem, 2005)? ¿La presencia estelar del malogrado y, como siempre, excelente Heath Ledger en su trabajo póstumo para el cine? ¿Que, en esta ocasión, el discurso sobre el contraste entre fantasía y realidad esté quizá más marcado que en otras ocasiones? ¿El arrojo demostrado por el cineasta estadounidense para completar un film que partía de un hándicap aparentemente irresoluble, la muerte de su principal protagonista antes de terminar el rodaje, y haciéndolo además por medio de una solución tan lógica a la vez que fantasiosa: que otros tres actores –Johnny Depp, Jude Law, Colin Farrell— completaran las escenas que Ledger ya no pudo hacer mediante el ardid de que su personaje, Tony, cambie de aspecto físico cada vez que atraviesa el espejo mágico del doctor Parnassus (Christopher Plummer), cual Alicia de Lewis Carroll (lo cual resulta, asimismo, coherente con el planteamiento general de la película: acudir a la fantasía y la imaginación para resolver un problema planteado por la cruda realidad)? ¿O es una manera de “premiar” a Gilliam por sus esfuerzos hercúleos para llevar a cabo ese famoso proyecto frustrado sobre Don Quijote que, según parece, va a acometer de nuevo, o para resolver como ha resuelto El imaginario del doctor Parnassus lejos de las injerencias de Hollywood (este nuevo film es una coproducción británico-canadiense), gracias a todo lo cual ha adquirido por fin el estatus de autor-maldito-e-incomprendido (y, por tanto, “defendible”)?
Vuelvo a insistir en que el resultado final de El imaginario del doctor Parnassus es bueno, a ratos espléndido, pero que en puridad de conceptos no ofrece nada que no hubiésemos visto antes en la filmografía de su director. Es casi como si todas sus anteriores películas no contaran, o contaran poco, lo cual sigue asombrándome habida cuenta de que aquéllas ya atesoran muchas de las mejores ideas de su último film: no ya el consabido contraste fantasía-realidad, sino también la parodia de esa misma realidad a la luz de la fantasía (y que da pie a momentos humorísticos que retoman gozosamente el estilo de comicidad practicada por Gilliam con sus viejos colegas de los Monty Python: ahí está el hilarante número musical de los bobbys con minifalda y medias negras, cantando una canción que anima a inscribirse en las filas de la policía inglesa “si te gusta la violencia…”); el cariño puesto en los personajes marginados, tan presente como en El rey pescador y Tideland; un personaje femenino “fuerte” bajo su belleza y/o apariencia de fragilidad, tal es el caso de Valentina (Lily Cole), la hija del doctor Parnassus, heredera de las heroínas encarnadas por Kim Griest en Brazil, una jovencísima Sarah Polley en Las aventuras del Barón Munchausen, Lena Headey en El secreto de los hermanos Grimm o la pequeña Jodelle Ferland en Tideland; y el barroquismo en la composición de los encuadres, de tal manera que la mayoría de los planos, en particular los tomados en interiores, están rodados con el foco muy cerrado, de tal manera que los actores guardan una relación con el decorado y los enseres que los recubren de una manera casi física, claustrofóbica; lo cual, a su vez, busca contrastar con la no menos recargada escenografía de los planos generales, tanto da que sean los que se desarrollan en escenarios, digamos, “realistas” (aquí, las calles de un Londres contemporáneo que todavía conservan su sabor victoriano), como sobre todo aquellos que transcurren en los mundos de fantasía que se encuentran al otro lado del espejo de Parnassus.
No falta, como siempre en Gilliam, la invocación a Federico Fellini: el arranque mismo de la película, con la llegada e instalación del espectáculo del doctor Parnassus (el Imaginario) cerca de un pub londinense lleno de clientes borrachos, que parece evocar la célebre Strada felliniana (¿no hay en las notas musicales de este principio, compuestas por Mychael y Jeff Danna, ciertos ecos de Nino Rota?); incluso cierto espíritu melancólico, muy presente en el cine de Gilliam, que asimismo evoca en parte las maneras fellinianas, y no me refiero únicamente a la presencia de elementos circenses y/o faranduleros, sino también a lo que se refiere al dibujo de ciertos personajes: el peso del pasado que se cierne, como una losa, sobre el personaje del doctor Parnassus (por más que, a diferencia de Fellini, ese pasado sea decididamente fantasioso: Parnassus es un anciano milenario e inmortal como consecuencia de un pacto con el diablo, encarnado aquí bajo la forma humana de un tal Mr. Nick: Tom Waits); el deseo de Valentina de dejar de trabajar en el Imaginario de su padre y vivir su propia vida (unida al hecho, palpable, de la explosión natural de su feminidad: Valentina está a punto de cumplir dieciséis años y su padre la obliga a seguir afirmando que tan sólo tiene doce); el amor no correspondido que siente su compañero de farándula, Anton (Andrew Garfield), hacia Valentina; la concepción misma de los mundos de fantasía que están más allá del espejo de Parnassus, y que vienen a ser una versión exacerbada, ensoñadora en algunos casos, pesadillesca en otros, de los deseos, anhelos secretos y frustraciones (todos ellos, mediocres) de las personas que traspasan el umbral del espejo: el borracho que va a parar a un río de botellas de licor vacías, el niño que juega a destruir las maravillas que se ofrecen ante sus ojos con su consola de videojuegos, la dama que bajo su apariencia de “respetabilidad” da rienda suelta a sus fantasías eróticas con moteles y gondoleros… El imaginario del doctor Parnassus es una buena película, pero no me parece ni de lejos la culminación del cine de Terry Gilliam, por más que se haya convertido en algo así como el buque insignia de su reconocimiento entre sectores de opinión hasta ahora escépticos ante su talento.