Invasión a la Tierra (Battle: Los Angeles, 2011, Jonathan Liebesman) ocupa la portada del núm. 312 de Imágenes de Actualidad, para el cual he escrito el Cult Movie de todos los meses, y que intentar estar en sintonía con el estreno, a finales de abril, del Thor (ídem, 2011) de Kenneth Branagh, con otro relato de semidioses y vida eterna de por medio: la popular Los inmortales (Highlander, 1986), protagonizada por Christopher Lambert, Sean Connery y Clancy Brown: “una película más bien modesta que maneja elementos interesantes, por más que acabe sacando un relativo provecho de todos ellos, lo cual se debe en gran medida a la labor de Russell Mulcahy, un realizador cuyos inicios profesionales en el terreno del videoclip se notan mucho aquí, hasta el punto de que la mayor parte del film parece más preocupada en alardear de su vistosa estética fotográfica (cortesía del prestigioso operador británico Gerry Fisher) que en profundizar en algunas ideas llenas de posibilidades. De ahí que en todo momento se tenga la sensación de que la película es un-quiero-y-no-puedo, en el que conceptos atractivos, e incluso algunas bonitas imágenes, se codean con excesiva frecuencia con efectismos varios y una ausencia de rigor en momentos que lo hubiese requerido”.
viernes, 25 de marzo de 2011
miércoles, 23 de marzo de 2011
“SCIFIWORLD” DE ABRIL 2011, YA A LA VENTA
Ya se encuentra disponible el núm. 36 de la revista Scifiworld, para la cual he escrito un artículo que, bajo el genérico Nuevos maestros del horror, quiere llamar la atención sobre la obra de dos novísimos realizadores de cine fantástico, el australiano Andrew Traucki y el británico Christopher Smith, cuyas aportaciones son, hasta la fecha, más que curiosas y bien merecen la atención del aficionado con inquietudes. En el artículo comento cuatro películas, todas ellas inéditas en cines españoles y tan solo una, la primera que mencionaré, estrenada entre nosotros en formato DVD. Los dos primeros títulos son de Traucki: Black Water (2007), este codirigido con David Nerlich, y The Reef (2010); los otros dos son de Smith: Triangle (2009) y Black Death (2010).
Triangle: “Realizada en régimen de coproducción entre el Reino Unido y Australia por el británico Christopher Smith, y protagonizada por la actriz australiana Melissa George, una intérprete que va camino de ser una de las grandes “scream queens” de la actualidad gracias a su notable currículo dentro del cine fantástico (“Dark City”, “La morada del miedo”, “Turistas”, “30 días de oscuridad”), “Triangle” hace gala de dos cualidades nada despreciables hoy en día. La primera, una trama que gira en torno a una alucinante situación límite, pero que Smith, también autor del guión, sabe plantear y, sobre todo, concluir con notable talento; y la segunda, una atmosférica puesta en escena, de tal manera que lo que cuenta no sólo interesa, sino que además resulta fascinante. (…) Resulta incomprensible y vergonzoso que títulos como los citados “Eden Lake”, “The Children” y “Halloween II”, a los cuales no dudaría en añadir este más que interesante “Triangle”, sigan estando escamoteados entre nosotros. Hay veces en que parece que no se trata de un problema de distribución, sino pura y simplemente de buen gusto”.
Black Death: “un relato duro y sombrío, cruel y despiadado como pocos que se hayan visto de este estilo en estos últimos años, en el cual hallamos ecos (positivos) del retrato del oscurantismo religioso medieval del Ingmar Bergman de “El séptimo sello” (Det sjunde inseglet, 1957), mezclados con la visión siniestra y desesperada de una época similar abordada en “El último valle” (The Last Valley, 1971, James Clavell), y que derivan hacia la vertiente más puramente “fantastique” de la trama: una conspiración de hechicería y paganismo combinados que guarda ecos, poco disimulados, de la famosa película de Robin Hardy “The Wicker Man” (1973), por más que tome de su desdichada nueva versión, “Wicker Man” (The Wicker Man, 2006, Neil LaBute), si bien mejorándola notablemente, el protagonismo de una mujer como portaestandarte del culto pagano: la Langiva, tan hermosa como letal, encarnada aquí por Carice van Houten”.
miércoles, 9 de marzo de 2011
NO A LA CENSURA – EN DEFENSA DEL FESTIVAL DE SITGES Y SU DIRECTOR
Estos días ha saltado a la palestra la triste noticia de que la Fiscalía de Barcelona ha abierto diligencias contra mi colega y amigo desde hace veinte años Ángel Sala, director del Festival de Sitges – Festival de Cinema Fantàstic de Catalunya, tras haberse admitido a trámite una denuncia ante el Juzgado de Instrucción nº 8 de Vilanova i la Geltrú (Barcelona), por haber programado en dicho certamen el pasado mes de octubre la película A Serbian Film, de Srdjan Spasojevic, bajo la acusación de difusión ilícita de material pornográfico. Ante esta situación, no puedo menos que expresar mi repugnancia hacia una sociedad que está convirtiendo la “corrección política” y la supuesta protección de la moral y la ética mayoritariamente aceptadas en una forma mal encubierta y nada disimulada de censura. Convencido como estoy de que la libertad de expresión es no ya la base de la democracia, sino la cuna del propio espíritu humano, no puedo menos que añadir mi voz desde este pequeño espacio particular en defensa de Ángel Sala y del Festival de Sitges, y solicitar a todas aquellas personas que así lo deseen que se adhieran a través de Internet al manifiesto No a la censura – En defensa del Festival de Sitges y su director, a través del siguiente enlace:
sábado, 5 de marzo de 2011
PELÍCULAS DEL OSCAR (2). EL REGRESO DE ROOSTER COGBURN: “VALOR DE LEY”, DE JOEL Y ETHAN COEN
[Nota previa: dado que en el presente texto entro en numerosos detalles sobre el argumento de esta película, y como ello me hubiese obligado a ir añadiendo la expresión SPOILER casi en cada línea, recomiendo al lector que todavía no haya visto el film, y desee esperar a verlo, que no lo lea]. Sospechaba que esto podía ocurrir, entre otras razones porque ya se ha dado en ocasiones más distinguidas y con una insistencia digna de mejor causa: por regla general y salvo muy honrosas excepciones, la mayoría de los comentarios que se han vertido estos días entre nosotros en torno a Valor de ley (True Grit, 2010), de Joel y Ethan Coen, han esgrimido la aparente fidelidad de estos últimos a la novela homónima de Charles Portis como coartada para recubrir su versión con una especie de mayor relevancia o legitimidad cultural, y en detrimento del Valor de ley (True Grit, 1969) de Henry Hathaway. Su argumentación es la siguiente: el Valor de ley de los hermanos Coen, dicen (entre ellos, los propios Coen), no es un remake del Valor de ley de Hathaway, sino una nueva versión de la novela de Portis. A ello hay que añadir, y esto es absolutamente cierto y lo comparto por completo, que los Coen no han pretendido en ningún momento imitar y/o copiar el film de Hathaway, sino que, tal y como su película demuestra fehacientemente, la han rodado a su manera (en un alarde de honestidad que les honra, como cuando reconocieron no haberse leído La Odisea, de Homero, para realizar a partir de ella su mediocre O Brother! / O Brother, Where Art Thou?, 2000). Hasta ahí sería perfecto, si no fuera porque muchos de los comentarios leídos u oídos desde que se estrenó el film en España se empeñan en afirmar que sí, que la versión de los Coen es más fiel a la novela de Portis que la de Hathaway y, en consecuencia, más-buena-que-la-de-Hathaway, en virtud de ese –discutible— silogismo según el cual una película, cualquier película, es mejor cuanto más se parece al original literario (novelístico o teatral) que “la inspira”, y que una gran novela o una gran obra de teatro siempre tiene que dar pie, necesariamente, a un gran film, cuando en la práctica eso depende de muchos y muy variados factores, el primero de ellos y el más importante, la calidad del original literario y de la lectura que se hace del mismo.
Lo peor, empero, aflora en el momento en el cual los autores de dichos comentarios empiezan a dar detalles al respecto, revelando la mayoría de las veces la causa de la debilidad de sus argumentos: en primer lugar, que no se han leído la novela de Portis, o si lo han hecho, la han olvidado (su primera edición española, a cargo de Bruguera, colección Libro Amigo, se remonta a 1970, y luce en su portada el cartel de la versión de Hathaway; los interesados tienen una segunda oportunidad de hacerse con ella gracias a la reciente reedición de Random House Mondadori, S.A., Barcelona, 2011, colección Debolsillo núm. 867); y en segundo lugar, asombrosamente, no parecen haber visto, o peor aún tratándose de comentaristas cinematográficos, aparentan haber olvidado la obra maestra de Henry Hathaway. Sé que algunos amigos de este blog consideran que le doy demasiada importancia a las opiniones ajenas. Aclaro que respeto todos los pareceres, pero que ese deber de respetar no es incompatible con el derecho a replicar, y más cuando se están difundiendo conclusiones equivocadas que demuestran el escaso conocimiento de la novela de Portis (lo cual, dicho sea de paso, tampoco es tan grave, habida cuenta de que se han dado casos muchos más flagrantes con adaptaciones al cine de libros, se supone, mucho más famosos: basta recordar buena parte de lo que se dijo cuando se estrenaron Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992) y La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), films que eclipsaron los méritos de las respectivas novelas de Bram Stoker y Edith Wharton en las que se inspiraban en beneficio de la reputación cinéfila de sus realizadores, Francis Ford Coppola y Martin Scorsese). Resulta chocante en este caso que ahora se esté esgrimiendo la fidelidad de los Coen al libro de Portis a modo de coletilla y fácil asidero sobre el cual reivindicar la labor de los hermanos cineastas. Pero lo que más curioso resulta es que la mayoría de las opiniones favorables hacia el nuevo film de los Coen llegan a una serie de conclusiones perfectamente aplicables a la versión de Hathaway. Muchas de dichas conclusiones pueden resumirse en el siguiente párrafo:
Resulta fácil ver en Valor de ley un western a medio camino entre el tono abstracto ensayado por John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) y la actitud de resistencia ante el cine que se estaba imponiendo en esa misma década del Howard Hawks de El Dorado (ídem, 1966). Por un lado, hay en Valor de ley suficientes elementos de abstracción. El primero: su heroína es Mattie Ross, una chica de 14 años empeñada en vengar la muerte de su padre, Frank Ross, capturando al hombre que lo asesinó, Tom Chaney. Mattie cuenta con la ayuda de dos agentes de la ley, el viejo comisario Rooster Cogburn y el joven ranger de Texas La Boeuf, aunque –segundo elemento de abstracción— su colaboración en la captura de Chaney no tiene nada de desinteresada: Cogburn lo hace por los 100 dólares que le va a pagar Mattie y por la tajada que puede sacar de la recompensa que La Boeuf promete compartir con él, dado que busca a Chaney por la muerte de un senador tejano. Tercer elemento de abstracción: el contraste de caracteres entre estos tres personajes da pie a no pocas situaciones resueltas con un tono de comedia. Pero Valor de ley no es un film lastimoso, sino una obra lúcida y vital que mira de frente a sus personajes, juzgándolos con severidad aun tratándolos, en última instancia, con cariño. Cogburn y Mattie son las dos caras de una misma moneda: el primero, ese comisario viejo, gordo y tuerto, demasiado mayor para seducir a una chica, asimismo, demasiado joven, alcoholizado y de gatillo fácil, con muchos muertos a sus espaldas y un borroso pasado como ladrón; y la segunda, esa muchacha severa y entusiasta, dura y vengativa, digna heredera de las pioneras del Oeste. Ambos son, de distinta manera, reliquias del pasado unidas en una aventura regada con abruptos estallidos de violencia: hay que apuntar al respecto la extraordinaria secuencia en la cabaña de los forajidos junto al río; o el magnífico enfrentamiento final entre Cogburn y la banda dirigida por Ned Pepper, rodado como si fuera un duelo medieval, con Cogburn convertido en una especie de caballero de tiempos remotos.
Esto que acabo de transcribir no es un comentario del Valor de ley de los hermanos Coen, sino un resumen de mi crítica del Valor de ley de Henry Hathaway, que el lector puede encontrar reproducida en su integridad en este blog (1).
La conclusión es obvia: quienes afirman que el Valor de ley de los Coen es, cuando no superior, por lo menos distinta del Valor de ley de Henry Hathaway, lo hacen (insisto, aparentemente) sobre la base de la supuesta fidelidad a una novela que, sospecho, o no conocen o no se han leído, y de rebote, sobre la teórica “infidelidad” al libro de la versión de 1969. Tanto lo uno como lo otro es harto discutible. Es verdad que el film de los Coen respeta de la novela la narración desde el punto de vista subjetivo de Mattie Ross, adaptando el relato en primera persona del libro y destaca dicha subjetividad mediante el empleo de la voz en off del personaje; es más, como en la novela, y cosa que, cierto, no se hacía en la película de Hathaway, se respeta asimismo el hecho de que el relato de Mattie se produce muchos años después de los hechos: es la adulta Mattie (Elizabeth Marvel) la que rememora la gran aventura que vivió siendo una Mattie de 14 años (Hailee Steinfeld). Pero resulta que la versión de Hathaway también respetaba, prácticamente al 90%, la narración desde el punto de vista de Mattie (Kim Darby), con la excepción de las primeras secuencias, en las cuales asistíamos a la despedida de Frank Ross (John Pickard) de su familia, y su posterior asesinato a manos de Tom Chaney (Jeff Corey); por tanto, y más allá de esta pequeña “traición” a Portis, y más en la forma que en el fondo, el film de Hathaway también respetaba el punto de vista de Mattie y sin necesidad de recurrir a la voz en off, lo cual resultaba mucho más sutil. Siguiendo con las “traiciones”, por lo demás tampoco substanciales, la apariencia física del comisario Rooster Cogburn no es exactamente la misma que la que proporciona Portis, quien por boca de Mattie no le describe como un viejo, sino más bien como un hombre prematuramente envejecido: “me sentí muy sorprendida cuando un viejo tuerto que se parecía mucho a Grover Cleveland avanzó hacia el sillón y prestó juramento. He dicho “viejo”. Tenía unos cuarenta años”: ni John Wayne ni Jeff Bridges responden a esa descripción. No es menos cierto que los Coen recogen, asimismo con notable fidelidad, el episodio del ahorcamiento de los tres forajidos, que se produce coincidiendo con la llegada de Mattie al pueblo, lo cual da pie a un mordaz episodio de humor negro: de los tres condenados a muerte, dos de ellos son hombres blancos, y el tercero, un piel roja; el primer blanco pronuncia, antes de morir, un atemorizado discurso de arrepentimiento, mientras que el segundo prefiere dedicar en sus últimas palabras a mostrar su desprecio por el mundo que le ha sentenciado a muerte; en lo que se refiere a los dos hombres blancos, los Coen se mantienen fieles a Portis, introduciendo una variante muy de su propia cosecha en lo que hace referencia al piel roja: cuando este se dispone a pronunciar sus último discurso, el verdugo cubre su cabeza con la capucha, dejándole con la palabra en la boca… Hathaway, ciertamente, no mostraba este episodio –los Coen sí, y además lo hacen muy bien—, pero lo suplía con un extraordinario apunte de un grupo de niños jugando cerca del patíbulo donde van a colgar a los condenados: un detalle no ya mordaz, sino terrible, sobre una sociedad que cultiva desde la más tierna infancia el desprecio a los elementos antisociales y la indiferencia ante la muerte de seres humanos que no siguen las reglas sociales establecidas. También es verdad que los Coen recogen casi textualmente del libro de Portis la secuencia final, con una adulta Mattie, que perdió el brazo como consecuencia del veneno de la serpiente que la mordió, viajando hasta un “circo del Far West” donde dos antiguas glorias del Viejo Oeste, los exforajidos Cole Younger (Don Pirl) y Frank James, le informan que Rooster Cogburn, quien formaba parte de su circo, falleció días atrás, y cómo Mattie hace trasladar en tren el ataúd de Cogburn para enterrarle en la finca de su familia. Pero ello tenía su equivalente, en la versión de Hathaway, en la brillante secuencia final en el cementerio familiar de los Ross, donde el viejo comisario tuerto ya tiene reservado un lugar junto a Mattie y los suyos para su descanso eterno, transmitiéndose de este modo, y de una manera asimismo muy sutil, una de las ideas subyacentes del relato ideado por Portis: que Cogburn es el “segundo padre” de la protagonista femenina, el hombre que la ha conducido de la adolescencia a la madurez por la vía de la experiencia de una aventura llena de brutalidad y violencia.
Puede parecer, con todo lo que estoy afirmando, que Valor de ley, versión Coen, me parece una mala película. En absoluto; por el contrario, me parece un buen film y a ratos excelente; y, como remake –y comparto, en este caso, el punto de vista del colega Quim Casas—, absolutamente superior a Ladykillers (The Ladykillers, 2004). Lo único que digo, que no es poco, es que ni es mejor que la versión de Hathaway; ni es correcto afirmar que es más fiel a la novela de Portis que la primera versión porque, además de lo ya explicado, también se “come” algún que otro personaje secundario del libro (por ejemplo, el del policía indio Boots), con lo cual el “porcentaje de fidelidad” de ambas acaba siendo por el estilo; ni me parece justo atribuirle como propios méritos que ya brillaban en la versión de Hathaway (y, antes que en ella, en la estupenda novela de Portis). A ello añado el hecho de que los Coen han introducido con respecto al libro los añadidos que les han parecido convenientes, cosa que a ellos no se les reprocha porque, se afirma, son unos-grandes-creadores, mientras que, me temo, todavía es mucha la gente que piensa que Hathaway no era más que un-artesano-del-viejo-Hollywood (sic). Por otro lado, no pretendo afirmar que sus innovaciones con respecto al original de Portis sean malas; de hecho, un par de ellas dan pie a dos buenos momentos: la secuencia en la cual Cogburn y Mattie se encuentran por el camino a un hombre ahorcado en una altísima rama, y el comisario hace subir a la niña al árbol para que corte la cuerda y arroje el cadáver al suelo para poder verlo de cerca e identificarlo (un momento, además, ilustrativo del duro aprendizaje vital al cual irá siendo sometida Mattie a lo largo del relato); y el encuentro con un extraño trampero y buhonero ataviado con una piel de oso (Ed Corbin), el cual parece salido de Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972, Sydney Pollack), y que introduce una nota pintoresca en torno a la heterodoxa manera de ganarse la vida en la Norteamérica de la época. Otras de esas innovaciones, en cambio, obedecen a ese sentido del humor no siempre apropiado que los Coen suelen introducir en sus ficciones de cara a conseguir determinados efectos de distanciación dramática y/o de distorsión narrativa: que La Beouf (Matt Damon) casi se arranque la lengua de un mordisco durante la escaramuza nocturna contra la banda de Ned Pepper (Barry Pepper), y que como consecuencia de ello se pase el resto del film ceceando, suena más a chiste fácil que otra cosa (¿podemos interpretarlo, asimismo, como una especie de burla “cariñosa” hacia Matt Damon y su habitual encasillamiento en personajes “inteligentes”?); por otro lado, ¿qué decir del penoso personaje secundario del compinche de Pepper que se pasa el rato imitando a animales, y que parece una especie de variante paródica de los “animalescos” mineros que mostraba Sam Peckinpah en Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962)?: por suerte, sale poco.
A pesar de las referencias a Pollack y Peckinpah antes apuntadas, o al hecho de que la primera vez que vemos a La Beouf esté sentado en una silla, sobre dos patas y con las piernas apoyadas en la barandilla del porche –¿evocando, acaso, al Henry Fonda de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946)?—, hay que agradecer que los Coen no hayan convertido su versión de Valor de ley en un mero festival de guiños, ni en una evocación “moderna” en el borde de lo caricaturesco de un género clásico, el western, en la línea de lo que perpetraron con el cine negro a propósito de Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990). Con todos sus defectos, que como hemos visto los tiene, el Valor de ley de los Coen acaba siendo uno de sus mejores trabajos de estos últimos años: sin llegar a la altura de las que me siguen pareciendo sus dos mejores películas, Barton Fink (ídem, 1991) y Un tipo serio (A Serious Man, 2009), hay en “su” Valor de ley unas ganas de contar una buena historia, y además de contarla bien, que elevan el film por encima de todas las disquisiciones en torno a su fidelidad a la novela de Portis o a la versión de Hathaway con que ha sido recibida. Juzgándola en virtud de sus propios méritos, el Valor de ley de los Coen es una de las más dignas aproximaciones al western de esta pasada década y una obra en la cual, a pesar de las salidas de tono que me mencionado (y al parecer “inevitables” en sus autores), la elegancia de la realización acaba siendo su cualidad predominante. Con la de nuevo inestimable colaboración del director de fotografía Roger Deakins, los Coen convierten determinados episodios del itinerario de Mattie en una especie de viaje que alterna, deliberadamente, la luz y las sombras, la verdad y la mentira, lo bueno y lo malo. Anoto al respecto la brillante presentación de Cogburn en la sala del tribunal, donde presta declaración en torno a la última detención que llevó a cabo y en la que, como viene siendo habitual en él, casi todos los sospechosos acabaron muertos en sus manos: la luz que se filtra tras las ventanas, y que ilumina a Cogburn en el estrado donde declara, le confiere al personaje una pátina paradójica: Cogburn es, a la vez, el “iluminado” que busca Mattie para dar caza al asesino de su padre, y al mismo tiempo un hombre oscuro y sombrío, que arrastra un pasado de violencia. Apunto, asimismo, escenas nocturnas, como aquélla en la cual, a la luz de una hoguera, La Beouf lanza amargas insinuaciones sobre ese mismo pasado sanguinario de Cogburn sobre el cual este último no quiere hablar (y que guardan ciertos ecos, hay que reconocerlo, de Sin perdón/ Unforgiven, 1992, Clint Eastwood); o la que ilustra la desesperada carrera de Cogburn a caballo, y finalmente a pie, para salvar la vida de la envenenada Mattie. También se agradece que los Coen resuelvan de manera seca, concisa y fulminante los grandes momentos de violencia –la pelea en la cabaña donde se refugian un par de hombres de la banda de Pepper; el posterior tiroteo nocturno, ya mencionado, entre Cogburn, La Beouf, Pepper y sus acompañantes; el gran duelo “medieval” del final, con el viejo comisario haciendo frente a Pepper y tres hombres más, todos a caballo y cargando los unos contra los otros—, por más que estas secuencias, si bien excelentes, tampoco superan a las rodadas por Hathaway. (1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/11/viejo-gordo-y-tuerto-valor-de-ley.html. (2) http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=69774.
viernes, 4 de marzo de 2011
“DIRIGIDO POR…” MARZO 2011, YA A LA VENTA
Una espectacular imagen de la serie de televisión de Frank Darabont The Walking Dead ocupa el principal espacio de la portada del nuevo número de Dirigido por…, el cual incluye un completo dossier sobre las más llamativas producciones de la actual televisión norteamericana, las cuales han logrado hacerse un merecido hueco en el panorama de la producción audiovisual contemporánea a nivel internacional. Este mes mi contribución se centra en las reseñas de cuatro estrenos recientes: Enredados (Tangled, 2010), de Nathan Greno y Byron Howard; El santuario (Sanctum, 2011), de Alister Grierson; ¿Cómo sabes si…? (How Do You Know, 2010), de James L. Brooks; y The Mechanic (ídem, 2011), de Simon West. También firmo este mes la sección Paralelismos, dedicada a la figura del productor Dino De Laurentiis.
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