Becket (1964)
representa un estilo de película que, en la actualidad y ahora más que nunca,
resulta prácticamente inexistente: una superproducción de Hollywood para
público adulto, o si se prefiere, un film de temática compleja sin renunciar a
las reglas del gran espectáculo hollywoodiense.
Nada hay de malo en ello, más bien al contrario, y sobre todo si ese
espectáculo está, como aquí, puesto al servicio de una trama absorbente y de un
trabajo de realización más que competente, que hace de Becket, vuelvo a insistir, un ejemplo de una manera de entender el
cine ahora más que nunca en declive. Adaptación de una prestigiosa obra de
teatro de Jean Anouilh a cargo del guionista Edward Anhalt (a título anecdótico:
ganador del único premio Óscar, el de Mejor Guion Adaptado, de los doce a los
cuales llegó a aspirar), Becket es un
film cuyo elemento más llamativo (aunque no necesariamente el mejor: el resto
está a su altura) reside en el extraordinario duelo interpretativo de dos
actores en la cima de su talento, Richard Burton y Peter O’Toole, cuya labor es
de entrada un claro incentivo de cara al visionado de una película que, a pesar
de ello y con independencia del placer que proporciona (o debería proporcionar)
semejante alarde de arte dramático, hace gala de no pocas cualidades.
Es de justicia reconocer que, además
de Burton y O’Toole y del texto aportado por Anouilh, Becket se beneficia excepcionalmente de otros muchos elementos de
gran calidad, como son la labor de sus grandes intérpretes de su reparto (John
Gielgud, Gino Cervi, Paolo Stoppa, Donald Wolfit, Martita Hunt, Felix Aylmer) y
de un inmejorable equipo de colaboradores en apartados técnico-artísticos como
Geoffrey Unsworth (fotografía), Laurence Rosenthal (música), John Bryan
(decoración), Margaret Furse (vestuario) y Anne V. Coates (montaje). Es curioso,
pero cuando se habla de Becket suele
dejarse de lado, detrás de todos esos nombres que he mencionado, y acaso como
consecuencia del olvido que arrastra actualmente, el de la persona que,
paradójicamente, se encargó de coordinar el trabajo de todos los anteriores: su
realizador, el británico Peter Glenville, autor de una filmografía corta (únicamente
siete largometrajes) pero interesante en sus líneas generales, en la cual
hallamos títulos tan dignos de ser recordados como El prisionero (1955), Yo y el
coronel (1958) o la adaptación de Tennessee Williams Verano y humo (1961), los cuales junto con Becket bastarían para dedicarle, cuando menos, un recuerdo.
El conflicto dramático de Becket se articula alrededor del
enfrentamiento dialéctico, basado a su vez en hechos históricos, que se produce
entre el rey de Inglaterra Enrique II (O’Toole) y su amigo y consejero Thomas
Becket (Burton), en particular a raíz del momento en el cual el primero decide
investir al segundo, que ya es su Lord Canciller, con el cargo de arzobispo de
Canterbury. Es a partir de este momento cuando se producirá una ruptura sin
remisión entre ambos amigos, fundamentada en la negativa de Becket a plegarse a
los deseos del monarca, que intenta utilizar el alto puesto religioso de su
amigo con finalidades políticas. Pero antes de que tenga lugar ese choque, y
que concluye fatídicamente con la orden dada por el rey de asesinar a su viejo
camarada (de hecho, el film empieza mostrándonos a Enrique visitando la tumba
de Becket, momento a partir del cual el relato desarrolla un largo flashback que abarca toda la película y
que nos pone en antecedentes sobre lo ocurrido con anterioridad), Becket desarrolla previamente y con
minuciosidad el dibujo de la relación entre ambos hombres. Descubrimos así que,
a pesar del cariño y la lealtad que profesa hacia su rey, Becket mira con malos
ojos sus excesos con la bebida y, sobre todo, con las mujeres, a las cuales
trata como una mercancía para tomarla a su gusto, saciarse con ella y a
continuación arrojarla como si fuera un desperdicio: uno de los mejores y más
intensos momentos se produce en la primera mitad del relato, justo cuando
Enrique se encapricha con una joven (Jennifer Hilary), hija de los campesinos
que han dado cobijo al rey y a Becket de la lluvia, y decide poseerla, sin tener
ningún miramiento con sus anfitriones; Enrique aparta la cortina que da acceso
al humilde aposento de la muchacha, y descubre horrorizado que esta ha
preferido quitarse la vida a permitir que el monarca la ultraje a su capricho.
Esta secuencia marca, en cierto
sentido, el tono de un film en el cual, vuelvo a repetir a riesgo de ponerme
pesado, los grandes medios con los cuales fue realizado están puestos al
servicio de lo que se narra. Será a partir de este momento cuando intuiremos
que la relación de amistad que vincula a Becket con el rey es más turbulenta de
lo que pueda parecer a simple vista: que, en cierto modo, Becket es el reverso
positivo de Enrique, aquella persona a la cual este último siempre necesita
tener a su lado para reafirmarse a sí misma; aquella persona cuya opinión
valora más que la de nadie; aquella persona que le recuerda, con su bondad,
sensatez, inteligencia y absoluta lealtad, todo lo bueno que hay en el mundo y
que él, astuto, maquiavélico, retorcido y ladino, no puede permitirse mientras
ciña sobre su cabeza la corona de rey de Inglaterra. Una relación turbulenta en
la cual se intuye, desde luego, cierta atracción homosexual, lo cual también explicaría
la obsesión del monarca por ir saltando de lecho en lecho y de mujer en mujer,
como si necesitara un recordatorio constante de su hombría y virilidad.
En consonancia con semejante
planteamiento dramático, Peter Glenville construye Becket como si fuera una gigantesca representación teatral, en lo
que la película tiene de relato de “exposición de ideas”, pero sin descuidar
por ello elementos estrictamente cinematográficos. De ahí esa utilización de
los excelentes recursos puestos a su disposición, y que se traduce en un
tratamiento visual y plástico de elevada categoría, sobre todo en lo que
concierne a las escenas en interiores: hay momentos en los cuales muchas de las
escenas entre Becket y Enrique que transcurren en la corte de este último
tienen un cariz gótico y siniestro, casi de película de terror, reforzado por
los opresivos decorados, la manera de iluminarlos y el sentido de lo
claustrofóbico exhibido Glenville en su planificación. Por el contrario, el
momento culminante del relato, esto es, el asesinato de Thomas Becket en la catedral
de Canterbury juega con los gigantescos espacios abiertos del interior de un
templo convertido, así, en una especie de suntuoso altar de sacrificios en el
cual el protagonista pierde la vida por mantenerse fiel a sí mismo: es decir, por
haberle llevado la contraria a su amado rey por primera y última vez.