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viernes, 19 de julio de 2019

La conciencia del rey: “BECKET”, de PETER GLENVILLE



Becket (1964) representa un estilo de película que, en la actualidad y ahora más que nunca, resulta prácticamente inexistente: una superproducción de Hollywood para público adulto, o si se prefiere, un film de temática compleja sin renunciar a las reglas del gran espectáculo hollywoodiense. Nada hay de malo en ello, más bien al contrario, y sobre todo si ese espectáculo está, como aquí, puesto al servicio de una trama absorbente y de un trabajo de realización más que competente, que hace de Becket, vuelvo a insistir, un ejemplo de una manera de entender el cine ahora más que nunca en declive. Adaptación de una prestigiosa obra de teatro de Jean Anouilh a cargo del guionista Edward Anhalt (a título anecdótico: ganador del único premio Óscar, el de Mejor Guion Adaptado, de los doce a los cuales llegó a aspirar), Becket es un film cuyo elemento más llamativo (aunque no necesariamente el mejor: el resto está a su altura) reside en el extraordinario duelo interpretativo de dos actores en la cima de su talento, Richard Burton y Peter O’Toole, cuya labor es de entrada un claro incentivo de cara al visionado de una película que, a pesar de ello y con independencia del placer que proporciona (o debería proporcionar) semejante alarde de arte dramático, hace gala de no pocas cualidades.


Es de justicia reconocer que, además de Burton y O’Toole y del texto aportado por Anouilh, Becket se beneficia excepcionalmente de otros muchos elementos de gran calidad, como son la labor de sus grandes intérpretes de su reparto (John Gielgud, Gino Cervi, Paolo Stoppa, Donald Wolfit, Martita Hunt, Felix Aylmer) y de un inmejorable equipo de colaboradores en apartados técnico-artísticos como Geoffrey Unsworth (fotografía), Laurence Rosenthal (música), John Bryan (decoración), Margaret Furse (vestuario) y Anne V. Coates (montaje). Es curioso, pero cuando se habla de Becket suele dejarse de lado, detrás de todos esos nombres que he mencionado, y acaso como consecuencia del olvido que arrastra actualmente, el de la persona que, paradójicamente, se encargó de coordinar el trabajo de todos los anteriores: su realizador, el británico Peter Glenville, autor de una filmografía corta (únicamente siete largometrajes) pero interesante en sus líneas generales, en la cual hallamos títulos tan dignos de ser recordados como El prisionero (1955), Yo y el coronel (1958) o la adaptación de Tennessee Williams Verano y humo (1961), los cuales junto con Becket bastarían para dedicarle, cuando menos, un recuerdo.


El conflicto dramático de Becket se articula alrededor del enfrentamiento dialéctico, basado a su vez en hechos históricos, que se produce entre el rey de Inglaterra Enrique II (O’Toole) y su amigo y consejero Thomas Becket (Burton), en particular a raíz del momento en el cual el primero decide investir al segundo, que ya es su Lord Canciller, con el cargo de arzobispo de Canterbury. Es a partir de este momento cuando se producirá una ruptura sin remisión entre ambos amigos, fundamentada en la negativa de Becket a plegarse a los deseos del monarca, que intenta utilizar el alto puesto religioso de su amigo con finalidades políticas. Pero antes de que tenga lugar ese choque, y que concluye fatídicamente con la orden dada por el rey de asesinar a su viejo camarada (de hecho, el film empieza mostrándonos a Enrique visitando la tumba de Becket, momento a partir del cual el relato desarrolla un largo flashback que abarca toda la película y que nos pone en antecedentes sobre lo ocurrido con anterioridad), Becket desarrolla previamente y con minuciosidad el dibujo de la relación entre ambos hombres. Descubrimos así que, a pesar del cariño y la lealtad que profesa hacia su rey, Becket mira con malos ojos sus excesos con la bebida y, sobre todo, con las mujeres, a las cuales trata como una mercancía para tomarla a su gusto, saciarse con ella y a continuación arrojarla como si fuera un desperdicio: uno de los mejores y más intensos momentos se produce en la primera mitad del relato, justo cuando Enrique se encapricha con una joven (Jennifer Hilary), hija de los campesinos que han dado cobijo al rey y a Becket de la lluvia, y decide poseerla, sin tener ningún miramiento con sus anfitriones; Enrique aparta la cortina que da acceso al humilde aposento de la muchacha, y descubre horrorizado que esta ha preferido quitarse la vida a permitir que el monarca la ultraje a su capricho.


Esta secuencia marca, en cierto sentido, el tono de un film en el cual, vuelvo a repetir a riesgo de ponerme pesado, los grandes medios con los cuales fue realizado están puestos al servicio de lo que se narra. Será a partir de este momento cuando intuiremos que la relación de amistad que vincula a Becket con el rey es más turbulenta de lo que pueda parecer a simple vista: que, en cierto modo, Becket es el reverso positivo de Enrique, aquella persona a la cual este último siempre necesita tener a su lado para reafirmarse a sí misma; aquella persona cuya opinión valora más que la de nadie; aquella persona que le recuerda, con su bondad, sensatez, inteligencia y absoluta lealtad, todo lo bueno que hay en el mundo y que él, astuto, maquiavélico, retorcido y ladino, no puede permitirse mientras ciña sobre su cabeza la corona de rey de Inglaterra. Una relación turbulenta en la cual se intuye, desde luego, cierta atracción homosexual, lo cual también explicaría la obsesión del monarca por ir saltando de lecho en lecho y de mujer en mujer, como si necesitara un recordatorio constante de su hombría y virilidad.



En consonancia con semejante planteamiento dramático, Peter Glenville construye Becket como si fuera una gigantesca representación teatral, en lo que la película tiene de relato de “exposición de ideas”, pero sin descuidar por ello elementos estrictamente cinematográficos. De ahí esa utilización de los excelentes recursos puestos a su disposición, y que se traduce en un tratamiento visual y plástico de elevada categoría, sobre todo en lo que concierne a las escenas en interiores: hay momentos en los cuales muchas de las escenas entre Becket y Enrique que transcurren en la corte de este último tienen un cariz gótico y siniestro, casi de película de terror, reforzado por los opresivos decorados, la manera de iluminarlos y el sentido de lo claustrofóbico exhibido Glenville en su planificación. Por el contrario, el momento culminante del relato, esto es, el asesinato de Thomas Becket en la catedral de Canterbury juega con los gigantescos espacios abiertos del interior de un templo convertido, así, en una especie de suntuoso altar de sacrificios en el cual el protagonista pierde la vida por mantenerse fiel a sí mismo: es decir, por haberle llevado la contraria a su amado rey por primera y última vez.

jueves, 18 de julio de 2019

La temporada final: “JUEGO DE TRONOS” T.8



[ADVERTENCIA:  EN EL PRESENTE TEXTO, QUE ES LA VERSIÓN ÍNTEGRA DE MI COMENTARIO DE ESTA SERIE PUBLICADO EN “DIRIGIDO POR…”, NÚM. 500, JUNIO 2019, SECCIÓN STREAMING / TV (1), SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA.]


Acompañada de unas polémicas tan absurdas como incomprensibles, la octava y última temporada de Juego de tronos (Game of Thrones, 2011-2019) no ha hecho sino reafirmar, con todos sus defectos, pero también con no pocos méritos, el interés de esta serie, cuya popularidad puede enturbiar el aprecio de sus virtudes. Que yo recuerde, no ha habido una última temporada de una serie de televisión que haya levantado tanta polvareda a nivel popular, o por lo menos no la ha habido desde que se emitió el episodio final de Perdidos (Lost, 2004-2010), como lo ha hecho el cierre de Juego de tronos. Una expectativa, todo hay que decirlo, perfectamente prefabricada por sus responsables, los creadores y guionistas principales David Benioff y D.B. Weiss y la cadena HBO, quienes ya empezaron a echar leña al fuego con el anuncio de que esta octava y última temporada no iba a emitirse en 2018, faltando por tanto a la cita anual con los seguidores de la serie establecida desde 2011, sino que lo haría en 2019 a causa de la complejidad de su producción, digna de cualquier película de Hollywood que ya suele consumir un par de años entre preproducción, rodaje y postproducción. Desde entonces y hasta ahora se fue creando un caldo de cultivo entre los fans acérrimos y más impacientes que, llegado por fin el momento de la emisión de la tan esperada temporada final, ha desembocado en un fenómeno con signos de histeria colectiva que, probablemente, habrá sido económicamente muy fructífero para HBO, pero que, desde otra perspectiva, ha desatado una auténtica oleada de insensatez. 


Puede comprenderse, hasta cierto punto, el encariñamiento que algunos espectadores pueden haberse hecho con respecto a ciertos personajes de la serie, digamos, «positivos» (o, como suele decirse vulgarmente, «los buenos»), tal es el caso de Tyrion Lannister (Peter Dinklage), Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) –la principal generadora de controversia de toda esta temporada–, Jon Nieve (Kit Harington) y las hermanas Arya y Sansa Stark (Maisie Williams y Sophie Turner); de la misma manera que podemos aceptar, dentro de esa misma lógica, más emocional que racional, el «odio» hacia los personajes «negativos», «los malos», caso de Cersei Lannister (Lena Headey), su incestuoso hermano y amante Jamie (Nikolaj Coster-Waldau) –a pesar de la evolución «positiva» que ha ido experimentando este personaje desde que empezó a recibir dolorosas lecciones de humildad a raíz de la mutilación de su mano derecha–, o el despiadado nuevo amante de Cersei, Euron Greyjoy (Pilou Asbaek). Siempre y cuando tengamos claro que ese encariñamiento y ese odio hacia personajes de ficción es cuanto menos relativo, y que lo que excede de los márgenes de lo racional tan solo puede calificarse como de infantil e inmaduro.


Desde luego que esta octava temporada no ha sido, ni mucho menos, perfecta (¿alguna de las anteriores lo es?), pero tampoco ha sido, ni de lejos, el desastre pregonado por un fandom sin nada mejor que hacer. Estamos de acuerdo en que algunas de las quejas, si bien exageradas, han sido cuanto menos razonables: los problemas técnicos que dificultaron el visionado del tercer episodio y uno de los más espectaculares, «The Long Night»; o, cierto, el famoso vaso de plástico de café con leche que se «coló» durante unos segundos, pero de manera perfectamente visible, en uno de los planos del cuarto episodio, «The Last of the Starks». Pero la reacción visceral desatada por los episodios quinto y sexto, «The Bells» y «The Iron Throne», motivada por la «revelación» (?) de algo que ya se iba intuyendo a lo largo de las anteriores temporadas, que bajo la aparentemente dulce y ecuánime Daenerys no había sino una reina que poco a poco había ido creciendo en soberbia y actitudes dictatoriales a medida que iba aumentando su poder, y que ha dado pie a iniciativas tan estúpidas como la recogida de un millón de firmas en Change.org para solicitar a HBO que reescriba y cambie el final de la serie, tan solo puede calificarse, vuelvo a repetir, de infantil e inmadura.


Anécdotas aparte, los tres primeros episodios de esta octava temporada se han centrado en el enfrentamiento de los reinos del Norte liderados por Jon Nieve contra el ejército de los Caminantes Blancos comandados por el Rey de la Noche (Vladimir Furdik), mientras que los tres restantes lo han hecho alrededor de la conquista de Desembarco del Rey, sede de gobierno de la despótica Cersei Lannister. Esta temporada, la más corta en número de episodios si bien los cuatro últimos rondan los 80 minutos de duración, ha ofrecido, mal que pese, algunos de los mejores momentos de toda la serie. No es el caso del primer episodio, «Winterfell», dirigido por David Nutter y correcto en sus líneas generales, pero que no deja de ser un capítulo de introducción, o mejor dicho, de transición entre el espléndido séptimo y último capítulo de la séptima temporada –«The Dragon and the Wolf», de Jeremy Podeswa– y esta octava temporada, por más que atesora una imagen memorable: el hallazgo del cadáver de un niño, cuyo cuerpo ha sido colgado en una pared y «adornado» colocando a su alrededor varios brazos humanos cortados.


Mucho mejor es el segundo episodio, «A Knight of the Seven Kingdoms», también realizado por Nutter; lo cual demuestra, por enésima vez, hasta qué punto son decisivos los showrunners en materia de atmósfera y densidad narrativa de las series, por encima de las teóricas aportaciones de los realizadores, por lo general de segunda fila, que se hacen cargo de la puesta en imágenes. Sobre todo, en su segunda mitad, este episodio hace gala, como digo, de atmósfera, admirable, y de densidad, consistente, alrededor de la tensa espera nocturna de los personajes atrincherados en Invernalia mientras aguardan el ataque de los Caminantes Blancos. Sombría premonición de muerte que culmina en dos escenas tan humanas como emotivas: Arya perdiendo la virginidad en brazos de Gendry (Joe Dempsie), por si acaso ambos no llegan a ver la luz del nuevo día; y, sobre todo, el momento en que Jamie Lannister nombra «caballero» a la guerrera Brienne de Tarth (Gwendoline Christie).


El tercer episodio, el ya mencionado «The Long Night», firmado por Miguel Sapochnik, es tan atractivo como irregular, a ratos tan brillante como, en otros, relativamente decepcionante: el ya clásico «episodio de batalla» que en las primeras temporadas corría a cargo de Neil Marshall. No se le puede negar espectacularidad, por encima de la media de cualquier producción televisiva a nivel internacional, ni tampoco algunas hermosas imágenes y buenos momentos de puesta en escena: la carga nocturna de la caballería liderada por el valeroso Jorah Mormont (Iain Glen) contra el ejército de los Caminantes Blancos, y cómo aquélla es literalmente «tragada» por la oscuridad, es digna de aplauso. Pero sus 80 minutos de escenas de batalla, unidos a los ya mencionados problemas de visionado (por más que esto no entrara dentro de la voluntad de sus responsables), culminan con un golpe de efecto de guion cuyo carácter artificioso se nota demasiado: Arya Stark salva el día matando, en el último segundo, al Rey de la Noche, y con él a todo el ejército de los Caminantes Blancos de un plumazo...


Este golpe de efecto pone en evidencia algo que, en líneas generales, se ha hecho patente a lo largo de esta temporada: una cierta sensación de prisa con tal de acabar de una vez una serie que, a priori, poco más podía dar de sí una vez adaptados e incluso rebasados de sobra los libros de la saga literaria de George R.R. Martin en los que se inspiran. Pese a todo, vuelvo a insistir, el cuarto episodio, «The Last of the Starks», de nuevo firmado por Nutter, eleva el nivel de la serie con una segunda mitad excelente, en la cual brillan con luz propia dos grandes secuencias: el ataque con flechas gigantes contra la flota de Daenerys lanzado a traición y con alevosía por Euron Greyjoy, que culmina con la muerte de uno de los dos dragones supervivientes de la popular khaleesi de blancos cabellos; y la tensa pero fallida conversación de paz con Cersei a las puertas de Desembarco del Rey, que concluye fatídicamente con el asesinato a sangre fría de Missandei (Nathalie Emmanuel), la consejera y amiga de Daenerys y compañera sentimental del fiel comandante del ejército de esta última, conocido como «Gusano Gris» (Jacob Anderson).


Las dos secuencias mencionadas y lo que ambas desarrollan se encuentran en la base dramática que justifica la sangrienta venganza de Daenerys, con la complicidad de un no menos vengativo «Gusano Gris», que se encuentra en la base del quinto episodio, «The Bells», realizado por Sapochnik, y que me parece el mejor episodio de esta temporada y uno de los mejores de toda la serie. Nos hallamos de nuevo ante otro «episodio de batalla», otros 80 minutos de escenas de muerte, pero mucho mejor desarrollados que en «The Long Night», y con una intensidad dramática digna de encomio. Los momentos culminantes de la trama, tales como el esperado duelo final de Sandor «El Perro» Clegane (Rory McCann) contra su monstruoso hermano Lord Gregor «La Montaña» (Hafþór Júlíus Björnsson), o el destino final de Cersei y Jamie Lannister, se integran perfectamente dentro de la espectacular y a la vez aterradora visualización –muy «11-S»– de la venganza de Daenerys, a lomos de su ahora único dragón, sobre la ciudad de Desembarco del Rey. Hay, incluso, una buena idea de puesta en escena al principio de este episodio: cuando Tyrion visita a Daenerys en sus aposentos, un plano pone en relación al primero con el relieve de una cabeza de dragón en la pared, sugiriendo de este modo que Tyrion no va a hablar con la reina a la que adoraba, sino con un «dragón» humano que, como pronto veremos, quiere dar rienda suelta a su venganza.


Precisamente una de las más bellas imágenes del sexto episodio, «The Iron Throne», dirigido para la ocasión por Benioff y Weiss, consiste en ese plano en el que, por un momento, las gigantescas alas del dragón, aterrizando varios metros detrás de Daenerys mientras esta se dirige hacia su ejército tras haber arrasado Desembarco del Rey, provoca que, por unos instantes, parezca que es la propia Daenerys la que tiene esas alas de dragón que se diría brotan de su espalda, reafirmando la idea de que la khaleesi ha dejado atrás su humanidad para convertirse, definitivamente, en una especie de mujer-dragón. Aunque menos intenso que el quinto episodio, este sexto se encuentra, en sus líneas generales, a la altura de los mejores momentos de los capítulos segundo y cuarto de esta temporada. El clímax del episodio, y con él de la serie entera, se produce, curiosamente, dentro de su primera mitad: consciente de que su amada Daenerys se ha convertido en un monstruo, Jon Nieve la asesina; y, en otro golpe de efecto de guion, pese a todo más interesante y poético que el de la victoria de Arya Stark sobre el Rey de la Noche en el clímax de «The Long Night», el dragón de Daenerys no acaba con Nieve tras ver que acaba de apuñalar mortalmente a su «madre», como sería lo lógico, sino que funde con su aliento de fuego al auténtico «culpable» de todo lo que ha ocurrido a lo largo de toda la serie, ¡el Trono de Hierro!, antes de cargar con el cadáver de Daenerys y emprender el vuelo. El episodio concluye con una resolución, creo yo, deliberadamente abierta: Bran Stark (Isaac Hempstead Wright) es nombrado por consenso rey de los Siete Reinos, o, mejor dicho, de los Seis Reinos: su hermana Sansa mantendrá la independencia del suyo; mientras que Jon Nieve, condenado al exilio en la Guardia de la Noche por el asesinato de Daenerys, y Arya Stark, dirigiendo una expedición hacia el oeste, «donde acaban los mapas», parten en busca de nuevas aventuras. ¿Llegaremos algún día a verlas? Quién sabe.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/05/n-500-de-dirigido-por-la-venta.html

viernes, 5 de julio de 2019

“DIRIGIDO POR…”, JULIO-AGOSTO 2019, a la venta




Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time… in Hollywood, 2019) es la esperadísima película que ilustra la portada del n.º 501 de Dirigido por… La crítica de este film, escrita por Ángel Sala, se complementa con una entrevista con su realizador, Quentin Tarantino, y con el artículo El nuevo Hollywood de 1968-1969, firmado por Quim Casas.


Publicamos un dossier especial verano que se titula Terror animal, lo ha coordinado un servidor, y dentro del mismo se engloban antologías de películas de variopintos géneros que tienen en común la presencia en sus tramas de animales peligrosos: Doble asesinato en la calle Morgue, de Robert Florey (Juan Carlos Vizcaíno Martínez), El asesino diabólico, de Edward Sutherland (Joaquín Vallet Rodrigo), El libro de la selva, de Zoltan Korda (Héctor G. Barnés), Cuando ruge la marabunta, de Byron Haskin (Quim Casas), La senda de los elefantes, de William Dieterle (Emilio M. Luna), 20.000 leguas de viaje submarino, de Richard Fleischer (Óscar Brox), Track of the Cat, de William A. Wellman (escrita por mí), Moby Dick, de John Huston (Iván Cerdán), Safari en Malasia, de Phil Karlson (Albert Galera), Arma de dos filos, de Samuel Fuller (Ramón Alfonso), Ssssilbido de muerte, de Bernard L. Kowalski (Juan Carlos Vizcaíno Martínez), Tiburón, de Steven Spielberg (Ramón Alfonso), Orca, la ballena asesina, de Michael Anderson (Iván Cerdán), El desafío del búfalo blanco, de J. Lee Thompson (Ángel Sala), El perro, de Antonio Isasi-Isasmendi (Joaquín Vallet Rodrigo), Piraña, de Joe Dante (Joaquín Torán), El enjambre, de Irwin Allen (que firma un servidor), La bestia bajo el asfalto, de Lewis Teague (Quim Casas), Perro blanco, de Samuel Fuller (Joaquín Vallet Rodrigo), Cujo, de Lewis Teague (Ángel Sala), Atracción diabólica, de George A. Romero (también escrita por mí), Aracnofobia, de Frank Marshall (Israel Paredes Badía), Los demonios de la noche, de Stephen Hopkins (Ángel Sala), El desafío, de Lee Tamahori (Israel Paredes Badía), Mandíbulas, de Steve Miner (Tariq Porter), El territorio de la bestia, de Greg McLean (Óscar Brox), El arrecife, de Andrew Traucki (Álvaro Peña), Piraña 3D, de Alexandre Aja (Israel Paredes Badía), Infierno azul, de Jaume Collet Serra (también firmada por un servidor) y A 47 metros, de Johannes Roberts (José Luis Salvador Estébenez).


Otros contenidos son las críticas destacadas de Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die, 2019, Jim Jarmusch) [Quim Casas], El peral salvaje (Ahlat agaci, 2018, Nuri Bilge Ceylan) [Israel Paredes Badía], Godzilla: Rey de los monstruos (Godzilla: King of the Monsters, 2019, Michael Dougherty) [que he escrito yo], El cocinero de los últimos deseos (The Last Recipe: Kirin no shita no kioku, 2017, Yôjirô Takita) [Nicolás Ruiz], Toy Story 4 (ídem, 2019, Josh Cooley) [Quim Casas], Utoya. 22 de julio (Utoya 22. Juli, 2018, Erik Poppe) [Israel Paredes Badía], El emperador de París (L’Empereur de Paris, 2018, Jean-François Richet) [Quim Casas] y Yesterday (ídem, 2019, Danny Boyle) [Israel Paredes Badía]; y el artículo Visiones de Cine, en el cual Quim Casas, Ramón Alfonso y Albert Galera comentan cinco documentales que A Contracorriente irá estrenando a lo largo de este verano: Varda por Agnès (Varda par Agnès, 2019, Agnès Varda y Didier Rouget), An Accidental Studio (ídem, 2019, Bill Jones, Kim Leggatt y Ben Timlett), Entendiendo a Ingmar Bergman (Ingmar Bergman – Vernächtnis Eines Jahrhunertgenis, 2018, Margarethe von Trotta y Felix Moeller), La mirada de Orson Welles (The Eyes of Orson Welles, 2018, Mark Cousins), El gran Buster (The Great Buster, 2018, Peter Bogdanovich) y Buscando la perfección (L’empire de la perfection, 2018, Julien Faraut).


A todo ello hay que añadir las secciones Críticas, con reseñas de otros estrenos en salas del mes; Streaming / TV, con comentarios destacados de la miniserie Chernobyl (ídem, 2019) [Quim Casas], Rolling Thunder Review: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (ídem, 2019, Martin Scorsese) [Quim Casas], la quinta temporada de Black Mirror (ídem, 2019) [que comento yo], y Extremadamente cruel, malvado y perverso (Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile, 2019, Joe Berlinger) [Quim Casas], además de otros comentarios a cargo de Nicolás Ruiz, Joaquín Torán y Tariq Porter; Home Cinema, con comentarios de novedades en formato físico a cargo de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Joaquín Vallet Rodrigo, Ramón Alfonso, Albert Galera y un servidor; Libros, con comentarios de novedades editoriales escritos por Quim Casas, Israel Paredes Badía y Óscar Brox; Banda Sonora, de Joan Padrol; y Cinema Bis, donde comento el film de Hideo Nakata Kaosu / Chaos (2000).


Como ya he avanzado, mi contribución a este número consiste en cuatro antologías para el dossier Terror animal, las dedicadas a Track of the Cat, de William A. Wellman, El enjambre, de Irwin Allen, Atracción diabólica, de George A. Romero, e Infierno azul, de Jaume Collet Serra, de la cual ya hablé extensamente en este mismo blog (1).


A ello hay que añadir mis reseñas de Godzilla: Rey de los monstruos, la quinta temporada de Black Mirror para la sección Streaming / TV, Aladdín (Aladdin, 2019, Guy Ritchie) para la sección Críticas, Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970, Roy Ward Baker) para la sección Home Cinema, y Kaosu / Chaos para la sección Cinema Bis.   



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