[NOTA BENE: COINCIDIENDO CON LA PRÓXIMA CELEBRACIÓN DEL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE LUIS GARCÍA BERLANGA, Y CON EL “DOSSIER” QUE POR ESTA MISMA CAUSA LE DEDICA “DIRIGIDO POR…” EN SU NÚMERO DE MAYO DE 2021 (1), INCLUYO EN MI BLOG UN PAR DE COMENTARIOS DE OTRAS TANTAS PELÍCULAS SUYAS, SOBRE LAS CUALES NO HE ESCRITO EN EL MENCIONADO “DOSSIER” Y QUE SON, POR TANTO, UN COMPLEMENTO DEL MISMO: “NOVIO A LA VISTA” (2) Y, AHORA, “LA VAQUILLA”.]
Se ha dicho en infinidad de ocasiones, pero la mayoría de las veces en voz baja: el cine español sigue sin haber hecho su película definitiva sobre la guerra civil. Resulta, asimismo, algo paradójico, habida cuenta de que, precisamente por la misma época que Berlanga realizó La vaquilla (1985), la cinematografía nacional había abordado la temática del conflicto nacional-republicano en numerosas ocasiones; tantas, que en aquel momento se decía, a modo de latiguillo recurrente, que parecía que en el cine español no se sabía hacer otra cosa que películas sobre la guerra civil. Esta afirmación convendría ser matizada, habida cuenta de que la mayoría de esos films abordaban el tema desde perspectivas colaterales, pues en su mayor parte se ambientaban más bien durante la posguerra y dentro de las dos primeras décadas de la dictadura franquista; por ejemplo, y por mencionar una de las más prestigiosas: Demonios en el jardín (1982), del hoy olvidado, acaso excesivamente, Manuel Gutiérrez Aragón.
Pocas películas hubo, vuelvo a insistir, por la época en la cual se hizo La vaquilla, que afrontaran la guerra civil española tal y como ha abordado, sin ir más lejos, la cinematografía norteamericana un género como el bélico, entendido en su acepción más estricta de “cine de combate”; y las pocas, poquísimas que se hicieron, fueron tan mediocres como, por poner otro ejemplo, Memorias del general Escobar (1984), de José Luis Madrid; por no hablar, naturalmente, de títulos no menos desafortunados, tanto da que los firme Ken Loach –Tierra y libertad (1995)– o Vicente Aranda –Libertarias (1996)–: el resultado suele caracterizarse no ya por la pobreza no ya de medios técnicos sino, sobre todo, de ideas, de planteamientos rigurosos y atrevidos, y en especial, por una inquietante cobardía, un consistente miedo a reabrir viejas heridas y antiguas suspicacias, que demuestra fehacientemente que España, no solo en lo que se refiere al cine sino a toda su vida social y cultural, sigue padeciendo las secuelas de esa contienda fratricida: no hay más que echar un vistazo superficial a la actualidad estatal de cada día para darnos cuenta de que, en el fondo, el viejo conflicto de “las dos Españas” sigue palpitando tan siniestramente como el corazón delator de Edgar Allan Poe: como una llamada a la mala conciencia, al odio y al resentimiento. En consecuencia, creo que todavía pasará mucho, mucho tiempo antes de que en España se haga esa hipotética “película definitiva” sobre la guerra civil, cuya existencia necesitaría que a la península entera se le diera la vuelta como a un calcetín, cosa muy difícil en el actual contexto de viejas rencillas latentes y manifestadas en forma de sentencias judiciales y política rancia y/ o mojigata que se miran con suspicacia y falta de respeto las diferentes identidades que conforman esta gastada piel de toro.
Y precisamente alrededor de uno de esos bovinos, más concretamente una vaquilla de largas y puntiagudas astas, se construye el pretexto en torno al cual gira la acción de este film de Berlanga que, con todas sus imperfecciones e irregularidades, y a pesar, me atrevería a decir, de tratarse probablemente de la última película de interés de su autor –ninguno de sus posteriores largometrajes, Moros y cristianos (1987), Todos a las cárcel (1993) y París-Tombuctú (1999), está a la altura de su mejor cine–, se erige, como digo, en una de las más potables aproximaciones que haya hecho el cine español al tema de la guerra civil. Cuando hablo de aproximación no me refiero ni a análisis concienzudo, ni a introspección psicológica, ni a nada por el estilo, habida cuenta de que el cine de Berlanga nunca se caracterizó por sus pretensiones “históricas”, sino que solía tomar como materia prima las miserias del comportamiento humano. El de Berlanga es, en este sentido, un cine “humano”, que no humanista, habida cuenta de que la mirada que solía arrojar el cineasta sobre sus criaturas solía ser cínica, cruel y despiadada. La vaquilla no es una excepción; y, como digo, más que una “reflexión” sobre la guerra civil en particular o incluso sobre la guerra en general, es un fresco panorámico y coral, tan del gusto de su director, en torno a la sempiterna cuestión de la estupidez humana.
Acaso ello explique, en parte, el éxito que cosechó en su momento: según datos de la web del Ministerio de Cultura, la película convocó a más de 1.900.000 espectadores y recaudó en taquilla el equivalente en pesetas de más de 3.100.000 euros actuales, cifras notables teniendo en cuenta la inflación y que estamos hablando de un film español estrenado en salas hace casi cuarenta años. Éxito asimismo también paradójico, puesto que, como es bien sabido, La vaquilla era un viejo proyecto que Berlanga estuvo arrastrando durante treinta años, y que no pudo llevar a cabo hasta mediados de la década de los ochenta por culpa tanto de su coste (fue una de las películas españolas más caras del momento, si no la que más) como, sobre todo, a causa de su enfoque humorístico, imposible de aceptar por la censura franquista. Puede que, en el hipotético caso de que La vaquilla hubiese podido realizarse y estrenarse estando todavía vivo el Generalísimo, su repercusión entre el público español hubiese sido más subversiva; naturalmente, esa posibilidad era terminantemente inaceptable (mal que les pese a algunas voces de hoy en día que siguen empeñándose en afirmar que el franquismo no-fue-para-tanto), de ahí que La vaquilla, estrenada diez años después de la muerte de Francisco Franco, perdía toda o buena parte de esa carga subversiva, erigiéndose en una comedia satírica de la cual permanecía, eso sí, ese sempiterno discurso berlanguiano sobre la estupidez del ser humano. La guerra civil empezaba a quedar muy lejos en el tiempo, y Franco, sorprendentemente, también…
Todo ello no obsta para que, en sí misma considerada, La vaquilla atesore algunos de los mejores momentos del último cine de Berlanga, por más que, en sus líneas generales, se empiece a advertir en ella un exceso de planos largos y planos-secuencia, que su director acabó convirtiendo no ya en su principal sino casi en su único rasgo de estilo desde La escopeta nacional (1978) y hasta el fin de su carrera. Dicho de otra manera, hay momentos en que esa planificación abierta, sostenida sobre el efecto de “montaje interno” inherente al encuadre de larga duración temporal y sin cortes, proporciona momentos excelentes a la hora de mostrar la descripción coral de personajes tan típica de Berlanga; pero hay otros, en cambio, en los cuales esa tendencia al plano largo/ plano-secuencia provoca cierta fatiga y un descenso del interés –algo ya muy notorio en sus otras dos entregas de la, así llamada, “saga de los Leguineche”, Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1983), y que se acentuó en sus últimos trabajos–, lo cual malogra en parte el resultado. Un buen ejemplo de lo afirmado lo tenemos en la secuencia, conceptual y formalmente brillante pero, a la postre, un tanto fallida, por excesivamente obvia, en la que los soldados republicanos y los nacionales se bañan desnudos en el río: los segundos no han advertido que los primeros pertenecen al bando enemigo, y estos no hacen nada por aclarárselo a fin de no ser descubiertos; Berlanga planifica la secuencia abriéndola con un plano general de larga duración, y culmina el mismo, reencuadrando lentamente con zoom hasta detenerse en un plano medio del brigada Castro (Alfredo Landa) y su superior el teniente Broseta (José Sacristán), republicanos, en el cual el primero le comenta al segundo que los hombres, en pelotas, son todos iguales, desapareciendo sus diferencias meramente ideológicas. Una idea bonita, cierto, pero que Berlanga estropea con ese subrayado verbal puesto en boca del personaje.
De hecho, no hay ninguna escena de combate propiamente dicha en la película: la mayor parte de las veces, vemos que ambos bandos todo lo que hacen es intercambiarse insultos gritándose desde la distancia; y, cuando no, se intercambian tabaco y papel de fumar, dado que los unos tienen lo que les falta a los otros… Tan solo hay un conato de pelea al final, en otra de las mejores secuencias del film: el patético forcejeo por la posesión de la vaquilla, y en medio del campo de batalla, entre Limeño, vestido con traje de luces, y Cartujano (Carlos Tristancho), el torero contratado por los del pueblo, que se salda con la muerte del animal. Es, sin duda alguna, el momento más simbólico del relato: la vaquilla no es sino la representación de esa España dividida cuyos habitantes se disputan hasta la muerte; una idea no muy sutil, cierto, pero de cuya resolución debería haber tomado buena nota el despistado Álex de
(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2021/04/elproximo-12-de-junio-se-cumplen-cien.html