Para Claudia, por todo.
[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] A pesar de que la idea de que Hollywood siempre ha hecho (y
sigue haciendo) un cine estandarizado, uniforme, sin aristas, destinado
únicamente a romper-taquillas y embrutecer-las-mentes está todavía
excesivamente arraigada —y qué les vamos a decir a quienes todavía lo creen a
la vista de “perlas” como La jungla: Un
buen día para morir (A Good Day to Die Hard, 2013, John Moore) o Gangster Squad (Brigada de élite)
(Gangster Squad, 2013, Ruben Fleischer)—, la realidad es que, aunque esa
producción hollywoodiense masificada,
sin personalidad propia ni interés cinematográfico siga siendo la mayoritaria, uno
de los principales focos de creatividad cinematográfica del mundo en la
actualidad continúa hallándose en los Estados Unidos. Y no me refiero
únicamente al así llamado (mal llamado: solo es una etiqueta de mercado) cine
independiente o cine indie, del cual
han surgido en estos últimos años tanto buenos títulos como cortinas de humo
del calibre de Blue Valentine (ídem,
2010, Derek Cianfrance), sino que incluyo determinados “accidentes” cocinados
en Hollywood, con altos presupuestos y repartos encabezados por estrellas de
las que antes tenían, como se decía, “tirón” popular (hoy en día ya no está tan
claro), cuyas características se escapan de los estándares habituales del
cine-franquicia y dan lugar a desconcertantes experimentos que, en ocasiones,
van más lejos que otras películas nacidas con medios y vocación minoritarios.
Sin duda alguna, El atlas de las nubes
(Cloud Atlas, 2012), escrita, producida y dirigida por los norteamericanos Lana
y Andy Wachowski y el alemán Tom Tykwer, es una de esas inesperadas rarezas que
vienen a demostrar, siquiera esporádicamente, que en Hollywood también se experimenta de vez en cuando.
Viajando por el tiempo
El atlas de las nubes es una adaptación
de la novela homónima de David Mitchell, publicada en España por Duomo ediciones
(colección Nefelibata) y también disponible, bajo licencia de la anterior, en
Círculo de Lectores. Obra tan ambiciosa e interesante, como irregular y un
tanto desproporcionada (más o menos, y coherentemente, como lo es el film), la
principal diferencia entre el libro de Mitchell y la película del equipo
Wachowski-Tykwer reside en que, al contrario que esta última, que desarrolla
seis tramas argumentales en paralelo estrechamente conectadas entre sí para
acabar demostrando que en realidad son una sola subdividida, Mitchell las escribe
por orden cronológico pero llega a la misma conclusión siguiendo un curioso
procedimiento narrativo completamente diferente. La novela narra esas seis
tramas cronológicamente: “El diario del Pacífico de Adam Ewing”, escrito en
primera persona por un joven notario estadounidense de mediados del siglo XIX,
apartado durante meses de su hogar para cumplir un encargo profesional en el
Pacífico Sur; “Cartas desde Zedelghem”, que adopta la forma del relato
epistolar en forma de las cartas que el joven y ambicioso compositor británico
Robert Frobisher escribe a su amante Rufus Sixsmith, dándole los detalles de su
estancia en la vivienda situada en Holanda de otro compositor inglés, al
contrario que él viejo pero célebre, Vyvyan Ayrs, a lo largo del año 1931;
“Vidas a medias. El primer informe de Luisa Rey”, una supuesta novela escrita
por una periodista estadounidense de mediados de la década de los setenta, que
por esa época descubrió un complot empresarial destinado a fomentar el consumo
de petróleo mediante la voladura de una central nuclear (y que es el bloque
literariamente más pobre, acaso deliberadamente, de toda la novela, dado que
adopta un estilo en tercera persona del presente de indicativo muy de
best-seller); “El tremendo calvario de Timothy Cavendish”, la narración de
nuevo en primera persona sobre las divertidas peripecias de un editor británico
del año 2012 que, por una serie de asombrosas circunstancias, acaba encerrado
en una residencia geriátrica; “La antífona de Sonmi-451”, relato futurista
ambientado en la imaginaria ciudad de Neo-Seúl (sic), construido a modo de
diálogo que sigue el interrogatorio al cual un representante del poder
establecido en ese mundo del mañana, un Archivista, somete a Sonmi-451, una
joven nacida como clon creado en laboratorio y destinada a trabajar como
camarera en un local de fast-food (el
Papa Song’s), hasta que descubrió el camino de su liberación como esclava; y
“El cruce de Sloosha y toda la pesca”, cuya trama se sitúa todavía más lejos en
el futuro, concretamente en un mundo post-apocalíptico, tal y como lo narra
también en primera persona un humilde pastor de cabras, Zachry, empleando un
curioso “post-lenguaje”, con el cual describe su vida y su relación con
Merónima, representante de una privilegiada clase de supervivientes del
Apocalipsis que todavía conserva buena parte de los conocimientos de los
“Antiguos”. La particularidad del libro, sobre todo comparándola con la
narración en paralelo de todas esas historias que lleva a cabo el film, reside
en que, alrededor de la página 370 de la edición de 600 páginas que yo he
leído, los relatos “retroceden” en el tiempo, de manera que, una vez concluida
la acción de “El cruce de Sloosha y toda la pesca”, vamos recuperando y
concluyendo los relatos anteriores en orden cronológicamente descendiente hasta
regresar y acabar de nuevo en “El diario del Pacífico de Adam Ewing”.
Los hermanos
Wachowski y Tom Tykwer, en inesperada asociación, han tomado la novela de
Mitchell y, en su calidad compartida de guionistas y productores, se han
repartido la dirección de los segmentos temporales del relato —los primeros firman
los que tienen lugar en 1849 (el Pacífico Sur), 2144 (Neo-Seúl) y 2321 (el
mundo post-apocalíptico), y el segundo, los segmentos de 1936 (las cartas de
Robert Frobisher), 1973 (las aventuras de Luisa Rey) y 2012 (las de Timothy
Cavendish)—, pero optando, como ya hemos dicho, por el desarrollo en montaje
paralelo de todas las tramas. Más aún: en una pirueta no menos arriesgada, dada
la confusión a la cual podría dar lugar por más que, a mi entender, logran
solventarlo con éxito, todos los principales intérpretes del relato asumen
distintos personajes, principales o secundarios, dentro de cada una de las
tramas. Siguiendo la cronología establecida por Mitchell pero el calendario
fijado por los Wachowski y Tykwer (que varía un poco el del novelista), y
centrándonos tan solo en sus dos más famosas estrellas protagonistas, vemos por
ejemplo que en “1849”
Tom Hanks encarna al hipócrita Dr. Henry Goose, quien intenta envenenar al
joven Adam Ewing (Jim Sturgess) para robarle, mientras que Halle Berry aparece
fugazmente como una nativa cubierta de tatuajes. En “1936”, Hanks es el ladino
propietario del hotelucho donde está alojado Robert Frobisher (Ben Whishaw) y
al que chantajea a cambio de no denunciarle a la policía, mientras que Berry es
aquí Jocasta, la esposa (de raza blanca…) de Vyvyan Ayrs (Jim Broadbent) y
amante ocasional de Frobisher. Berry es, en cambio, la principal protagonista
de “1973”,
la periodista Luisa Rey, mientras que Hanks asume un rol relativamente
secundario pero relevante, el del científico Isaac Sachs, quien le proporciona
valiosas informaciones sobre el corrupto empresario Lloyd Hooks (Hugh Grant).
En “2012”,
Hanks es Dermot Hoggins, el escritor cuya mortal reacción contra un crítico
literario (sic), Felix Finch (Alistair Petrie), provoca la fortuna, y las
desdichas, del auténtico protagonista de este segmento, Timothy Cavendish (Jim
Broadbent), mientras que Berry se limita a aparecer fugazmente como una
invitada en la misma fiesta donde se produce el incidente entre Hoggins y el
crítico presenciado por Cavendish y el resto de invitados. En “2144”, Hanks hace una fugaz
aparición como… el actor que interpreta a Timothy Cavendish en una hipotética
película que se ha rodado sobre sus peripecias, el mismo film que inspira a la
auténtica protagonista del segmento Sonmi-451 (Doona Bae) y a su malograda
compañera de esclavitud Yoona-939 (Xun Zhou); y Berry es, aquí…, un hombre: el
Dr. Ovid, quien libera a Sonmi-451 de su collar de esclava. En cambio, en “2321”, Hanks y Berry
comparten el protagonismo como el pastor Zachry y Merónima respectivamente,
personajes que centran asimismo tanto el prólogo como sobre todo el epílogo del
film.
El transformismo como estilo
(cinematográfico)
¿Y cuál es el
propósito de este espectacular número de transformismo que acaba siendo la
actuación de unos intérpretes que, como digo, y en no pocas ocasiones bajo una
capa de recargados maquillajes, asumen roles protagonistas o secundarios, y
personajes “positivos” o “negativos” (o considerados como tales), de su mismo
sexo y raza o de sexo y raza completamente distintos a los suyos, en función de
las características, o si se prefiere, las necesidades
dramáticas de cada uno de los segmentos que componen el relato? Se trata de
algo intrínsecamente relacionado, en primer lugar, con la labor de adaptación
del libro de Mitchell llevada a cabo por el equipo Wachowski-Tykwer y su forma
de trasladarlo a imágenes. De la misma manera que la novela de Mitchell juega,
en cada uno de sus seis relatos, con distintos formatos literarios —el género
epistolar, el best-seller, la entrevista, el lenguaje imaginario, la primera y
la tercera persona, lo objetivo y lo subjetivo…—, la película hace otro tanto
con los géneros cinematográficos inherentes al tipo de relato abordado —el de
aventuras (“1849”),
el melodrama romántico (“1936”),
el thriller “de conspiración” (“1973”), la comedia (“2012”) y la ciencia ficción
(“2144”
y “2321”)—,
de lo cual se infiere una interesante digresión sobre el carácter instrumental
y al mismo tiempo creativo tanto de la literatura como del cine entendidos como
“géneros”.
En su novela, Mitchell
va creando vínculos entre los personajes de las seis historias que componen,
insisto, su único relato: el diario de Adam Ewing es leído por Robert
Frobisher, luego compositor del sexteto (también seis) “El atlas de las nubes”,
cuya grabación es descubierta por Luisa Rey, quien también lee las cartas que
Frobisher le escribió a Rufus Sixsmith, el anciano que interesó a Luisa en el
complot de la empresa dirigida por Lloyd Hooks; Timothy Cavendish tiene entre
sus originales para publicar un ejemplar del libro escrito por Luisa a raíz de
sus investigaciones, y en el futuro él será el protagonista de un film sobre
sus propias peripecias que servirá de inspiración a Sonmi, la cual a su vez se
convertirá en el futuro post-apocalíptico en la “diosa” de los humildes habitantes
del Valle donde viven Zachry y su pueblo. Los Wachowski y Tykwer traducen esta
construcción adoptando, como digo, el montaje en paralelo y el recurso a una
serie de imágenes icónicas que contribuyen a darle unidad a las seis tramas que
componen su película: no solo gracias a la prestación de unos intérpretes cuyas
presencias (re)aparecen, de forma evidente o inadvertida, en cada una de las
tramas, recordándonos de este modo que siempre estamos viendo una única
historia, sino también mediante una imagen específica que sirve de nexo de
unión. Es el caso de la pequeña mancha en forma de cometa (también presente en
el libro) que tienen varios personajes en distintas zonas de su cuerpo, y que
vuelve a aparecer (detalle este ausente en la novela) en la cabeza pelada del
ya anciano Zachry justo en la escena final.
Otra pregunta
que salta a la palestra sería el porqué los Wachowski y Tykwer han optado por
el montaje en paralelo de todas las tramas en vez de por el desarrollo
cronológico ideado por Mitchell. Creo que eso se debe, en primer lugar, al
hecho de que lo que funciona bien en el libro, el encadenado de historias que
se “cortan” en los momentos culminantes —Adam Ewing poniéndose gravemente
enfermo, Robert Frobisher ganándose la confianza de Vyvyan Ayrs, Luisa Rey
siendo lanzada al río en el interior de su coche, Timothy Cavendish encerrado
en el geriátrico, Sonmi saboreando sus primeros días de auténtica libertad—, y cuya
lectura es retomada muchas páginas más adelante, son cortes del hilo narrativo que pueden resultar excesivos dentro del formato de un largometraje, por más que
sea, como este, cercano a las tres horas de duración; y si, como afirmo, eso
puede funcionar bien en una novela de 600 páginas, cuyas seis tramas tienen sus
propios “picos” de intensidad, no parecía lo más adecuado para una película
que, cierto es, también tiene sus “picos”, pero que no pierde intensidad a
medida que avanza precisamente porque concentra los “momentos culminantes” de
todas esas tramas en sus portentosos veinte minutos finales. Se trata, vuelvo a
insistir, de una cuestión de intensidad, que no se alcanza por los mismos
medios en literatura que en cine. En segundo lugar, el montaje en paralelo de
las tramas contribuye, junto con la caracterización de los actores y los detalles
específicamente narrativos del guión, a crear la sensación de unidad que
transmite la agrupación simultánea de aquéllas. Los Wachowski y Tykwer (y su
montador, Alexander Berner) van estableciendo sutiles relaciones entre todas
ellas, que van desde la secuencia pre-créditos —el montaje en paralelo que
relaciona al viejo Zachry empezando su relato junto a la hoguera (y conminando
al espectador a que preste atención a lo que va a ver) con el propósito de
Robert Frobisher de suicidarse pegándose un tiro, con Luisa Rey grabando sus
reflexiones en una casete mientras cruza en coche el puente sobre el río, con
Timothy Cavendish empezando a escribir a máquina la historia de su “tremendo
calvario”, y con Sonmi empezando a ser interrogada por el Archivista— y que a
continuación se van desarrollando, y al mismo tiempo, dejándose el paso las
unas a las otras.
Un trabajo en equipo
Llama la
atención, como digo, la notable sensación de unidad que transmite El atlas de las nubes en su conjunto a
pesar de esa aparente dispersión de historias narradas y de géneros
cinematográficos reflejados en pantalla. La clave del éxito de tan desmesurada
empresa, la razón de que funcione a pesar de algunos reparos que se le pueden poner,
reside no tanto en la fe y el apasionamiento con que los Wachowski y Tykwer lo
han abordado sino, sobre todo, en que esa convicción se refleja en no pocos
buenos momentos; en este sentido, hay en El
atlas de las nubes un placer por narrar como hacía tiempo que no veíamos en
el cine de los Wachowski —desde, por lo menos, su primer y muy interesante
largometraje, el hoy bastante olvidado Lazos
ardientes (Bound, 1996)—, acaso una posible influencia, positiva, de Tykwer
en ellos, dado que es un cineasta para el cual, en muchas ocasiones —Winterschläfer (1997; DVD: Soñadores), Corre, Lola, corre (Lola rennt, 1998), El perfume, historia de un asesino (Perfume: The Story of a
Murderer, 2006), The Intenational: Dinero
en la sombra (The International, 2009)—, y entre ellas hay que añadir la
presente, la narración acaba siendo la verdadera protagonista de sus ficciones.
Esto último no significa que Tykwer no haya recibido influencia alguna de sus
socios; antes al contrario, en “1972”
hay al menos un par de planos en los que se refleja el gusto por la imagen
“imposible” característica de los creadores de la saga Matrix: ese momento, magnífico, en el cual Tykwer recoge en un
mismo encuadre a Luisa, a la izquierda del mismo, intentando otear por la mirilla de la puerta de la habitación
del viejo Rufus Sixsmith (encarnado, al igual que en su juventud, por James
D’Arcy), mientras que a la derecha del plano, y al otro lado de la pared y de la puerta, el
sicario Bill Smoke (Hugo Weaving), quien acaba de asesinar a Sixsmith, apunta
con su pistola con silenciador hacia esa misma mirilla (en una imagen que
parece evocar en parte el espléndido travelling
que atravesaba una pared y ponía en relación a las dos amantes femeninas de Lazos ardientes); o, más adelante, el
momento de la caída de Luisa con su coche al río, embestida por el vehículo de
Bill Smoke, recogido en ese plano ralentizado con la cámara en el interior del
coche de la primera desde que salta por los aires hasta que se hunde en el
agua.
Bajo este punto
de vista, puede afirmarse con escaso margen de error que la colaboración entre
los Wachowski y Tykwer parece haber sido tan estrecha (por más que el nombre de
los primeros haya salido a relucir con más fuerza a la hora de promocionar la
película, dada su mayor popularidad), que ha acabado dándose una especie de feedback entre “ambos” bandos (los
Wachowski son, de momento, un “único” realizador). Quizá eso explique que El atlas de las nubes transmita,
asimismo, una sensación de unidad y coherencia a nivel estrictamente de estilo,
como si sus responsables hubiesen pactado (es probable que así haya sido) una
determinada tonalidad. De ahí, como digo, que los segmentos “1936” y “2012” hagan gala de la
calidez y elegancia en la dirección de actores característica del Tykwer de El perfume, o que “1973” recupere en cierta
medida los aires a lo Fritz Lang que caracterizaban a The International, pero desde una perspectiva relativamente más
sobria; por ejemplo, las escenas de acción de “1973” tienen una sequedad
“setentera”, a tono con la época y el cine de la época en la cual está
ambientado el relato (véase la huida de Luisa y Joe Napier / Keith David,
perseguidos a tiros por Bill Smoke), lejos del tono operístico del gran tiroteo
en el museo Guggenheim de Nueva York que era el momento culminante de The International. Eso no impide que
aflore algún toque que parece más bien de los Wachowski, tal es el caso, en “2012”, del burlesco vuelo de
un diente arrancado de un puñetazo y que acaba en el interior de una pinta de
cerveza.
Por su parte,
los Wachowski hacen gala en sus segmentos, también, de una relativa sobriedad,
y sobre todo de una funcionalidad narrativa que apenas se percibía en su
irregular trilogía Matrix o en su
fallida —aunque curiosa— Speed Racer
(ídem, 2008). Se nota que se creen lo que están contando y que les gusta. Salvo
un par de secuencias de “1849”
construidas de manera que aporten espectacularidad al relato —por lo demás, bien
resueltas: la demostración de la pericia como marinero del exesclavo Autua en
lo alto del velamen del barco donde también viaja Adam Ewing; o la pelea final
de ambos contra el Dr. Henry Goose, cuando este intenta consumar sus planes
homicidas—, los Wachowski demuestran que saben conferir densidad en momentos
como el primer cruce de miradas entre Ewing y Autua mientras este último está
siendo cruelmente azotado. Incluso en el segmento que podríamos considerar el
más típicamente Wachowski, el del
Neo-Seúl del año 2144, su planificación resulta menos pirotécnica de lo que era
en los Matrix o en Speed Racer hasta en las escenas de
acción: véase la sobria descripción del esclavista modo de vida de Sonmi-451
mientras trabaja con sus compañeras en el Papa Song’s; la sangrienta conclusión
del intento de fuga de Yoona-939; la
huida de Sonmi-451 de ese mismo local con la ayuda de Hae-Joo Chang (Jim
Sturgess); el aterrador descubrimiento de cuál es el verdadero, y cruento, “destino final” de las exempleadas clonadas del
Papa Song’s; o la triste conclusión de las peripecias de la desventurada clon
bajo el peso de la represión del poder establecido.
Pero donde los
hermanos dan una muy agradable sorpresa es en la resolución de “2321”, la cual hace gala de
una calidez humana, una violencia visceral y un sentido de lo fantastique hasta ahora poco frecuentes
en su cine, al menos con tanta fuerza. Resulta justo señalar, en este sentido,
la secuencia en la que los guerreros Kona y su sanguinario Jefe (¡Hugh Grant!)
asesinan al cuñado de Zachry (Jim Sturgess) y a su sobrino Jonas (Brody
Nicholas Lee) en presencia de aquél, quien aterrorizado y con lágrimas en los
ojos —no lo había dicho aún: Tom Hanks lleva a cabo en El atlas de las nubes algunas de sus mejores interpretaciones de
estos últimos años— permanece inmóvil en su refugio bajo la influencia del
“demoño” Viejo Georgie (Hugo Weaving), que le conmina a no intervenir y salvar
su vida. Apuntar, asimismo, las apariciones de ese mismo “demoño”, cuyo
carácter de producto subjetivo de la
mente y las supersticiones de Zachry está bien expresado mediante el uso de una
planificación “irreal” tan sencilla como eficaz: el Viejo Georgie siempre se
visualiza en encuadres que le ponen en directa relación con Zachry, bien sea
descendiendo una ladera del bosque, ese momento (magnífico) en que aparece
“andando” sobre la pared del precipicio donde Zachry está luchando por sujetar
la cuerda donde está atada Merónima, o los “imposibles” raccords en plano/contraplano en los que acecha alrededor de Zachry
para tentarle con la posibilidad de asesinar a Merónima por blasfemar contra sus creencias
religiosas. A todo ello cabe añadir ese tenebroso momento en que Zachry y
Merónima entran en el antiguo templo dedicado a la memoria de Sonmi —la heroína
de “2144”
convertida en diosa para los habitantes del Valle— y lo encuentran inundado de
cadáveres momificados; o la resolución de la venganza de Zachry contra el Jefe
Kona que ha arrasado su poblado y masacrado a sus gentes y a casi toda su
familia, aprovechándose de que está borracho e indefenso.
Formas genéricas
Lo que subyace
en el fondo de El atlas de las nubes
es el mismo discurso que ya se encuentra presente en la novela homónima de
David Mitchell: la lucha del ser humano a lo largo de la Historia (pasado,
presente y futuro) con tal de alcanzar su libertad, la teoría de la invisible
conexión entre todos los habitantes del planeta en todas las épocas, a modo de
“efecto mariposa” de alcance histórico, y en última instancia, un canto a la
necesidad de esa libertad para poder vivir plenamente la existencia por encima
de diferencias de edad, sexo o condición social (incluso, como en el caso de
Robert Frobisher, decidir quitarse la vida cuando esta ha dejado de tener
sentido para él: el suicidio entendido como acto de libertad y, por más que
suene paradójico, también como acto vital).
La gracia de la forma como lo exponen los Wachowski y Tykwer va hasta cierto
punto más allá de lo enunciado por el novelista, añadiéndole con sus imágenes
una dimensión ausente en el libro, de tal manera que El atlas de las nubes: the movie, con ese carácter de relato
“transformista” que lo caracteriza, sugiere sotto
voce que, del mismo que Tom Hanks o Halle Berry (y, en un momento dado,
también Jim Broadbent y Ben Whishaw) pueden ser, en un momento dado, los
protagonistas de determinados segmentos, y fugaces secundarios en otros
(incluso, rizando el rizo, Hanks puede ser “el bueno” o “el malo” según
convenga), la tragedia del ser humano a lo largo de todas las épocas, pasadas,
presentes o futuras, verosímiles o imaginarias, consiste en jugar un determinado
“papel”, acto o pasivo, “protagonista” o “secundario”, “positivo” o “negativo”,
que nada tiene que ver ni con lo que pudo haber sido en el pasado, ni con lo
que sea en el presente, ni con lo que pueda ser en el futuro; flota, de este
modo, la idea de la reencarnación, más no creo que sea esta el propósito último
del equipo Wachowski-Tykwer, sino más bien el dibujo de un irónico “atlas”
sobre el destino cuyos puntos de referencia son unas mismas caras en las cuales
se refleja la Humanidad
en todo o en parte.
La idea es muy
bella, y está además admirablemente resuelta, por más que, siendo severos, en
ocasiones sus autores la pongan ellos mismos en cuestión haciendo que la
mayoría de los personajes, digamos, “más negativos”, corran a cargo —convencionalmente—
de los mismos actores, de cara a una más fácil identificación para el
espectador, tal es el caso de un Hugh Grant empeñado aquí en destrozar su
imagen “simpática” (el reverendo Horrox de “1849”, el Lloyd Hooks de “1973”, el Denholme Cavendish
de “2012”,
el Seer Rhee de “2144”
y el Jefe Kona de “2321”)
y del siempre excelente Hugo Weaving (el severo esclavista y suegro de Adam
Ewing Haskell Moore de “1849”,
el Bill Smoke de “1973”,
la enfermera Noakes —sic— de “2012”,
el Mephi de “2144”
y el “demoño” Viejo Georgie de “2321”);
pero no es el caso del siempre magnífico Jim Broadbent, cuyos personajes pueden
ser “positivos” (el Timothy Cavendish de “2012”) o “negativos” (el capitán Molyneux de “1849” y el Vyvyan Ayrs de “1936”), ni del excelente Ben
Whishaw, cuyos roles están más teñidos por la ambigüedad, y no solo la sexual,
sino por encima de todo la moral y ética (sobre todo el arribista Robert
Frobisher de “1936”).
Si algo se le puede reprochar a El
atlas de las nubes sería que no lleve más a fondo ese discurso subyacente
sobre las convenciones de los géneros cinematográficos que maneja, y sobre
todo, que no intente ir más allá de los modos visuales con los que
habitualmente se representan en pantalla el cine “de época”, el melodrama, el thriller,
la comedia y la ciencia ficción futurista o post-apocalíptica, pero quizá sería
pedirle demasiado a una película de 100 millones de dólares de presupuesto que,
a lo largo de 172 minutos, juega a “confundir” al espectador con una
superposición de tramas aparentemente desvinculadas entre sí e interpretadas
por los mismos actores en distintos papeles. Aunque, viéndolo desde otra
perspectiva, también es posible que lo que subyace en el fondo de El atlas de las nubes no sea sino una
reflexión sobre los géneros que aparecen expresamente recogidos en su
(apasionante) metraje, poniendo de relieve no tanto su carácter convencional como sobre todo su carácter
instrumental: su condición de
herramientas artísticas. Dicho de otro: que cuando los Wachowski recurren a las
convenciones visuales del relato “de época” o de la ciencia ficción (este
último, uno de sus campos de operaciones habituales hasta la fecha), o cuando
Tykwer hace otro tanto con las del melodrama o el thriller (asimismo, dos de sus terrenos habituales por el momento),
ello parece formar parte del mismo o similar juego “transformista” con los
actores, de tal manera que la película entera se va “disfrazando” de distintos géneros
ante los ojos del espectador, y además lo hace de manera continua y ágil en
virtud del empleo, vuelvo a insistir, del montaje en paralelo. Recordemos
nuevamente que el film empieza con el relato del viejo Zachry a la luz de una
hoguera nocturna y bajo un techo de estrellas, que un poco como el arranque de La niebla (The Fog, 1979), de John
Carpenter, con el anciano marinero encarnado por John Houseman a la luz de otra
hoguera, nos preparaba para introducirnos en un cuento de miedo; la diferencia,
claro está, reside en que Zachry nos propone, nada más empezar, que aceptemos lo que va a ser un relato
mítico: ¿qué es El atlas de las nubes
sino una cosmogonía en torno a imaginarios tiempos futuros elaborada a partir
de un pasado y un presente asimismo imaginarios?