[NOTA PREVIA: Este artículo se publicó originalmente el 6 de noviembre de 2008 en mi
anterior versión de este blog en Blogspot.es.] He de empezar con una
confesión: una de las primeras razones que me han decidido a hacer este blog
sobre cine era la de poder contar con un espacio propio para expresar una
opinión respecto a esta controvertida película de Woody Allen, sobre la cual
han corrido ríos de tinta muy negativos en su mayoría, al menos entre la así
llamada prensa especializada española y sobre todo la catalana, que acaso por
cuestiones de proximidad geográfica quizá se siente con más autoridad que
ninguna otra para opinar tajantemente sobre un film que, cierto es, ha venido
precedido de una campaña publicitaria que de entrada invita al rechazo (apoyo
financiero desde instancias públicas, quejas de realizadores locales
protestando por un supuesto trato de favor hacia Allen a la hora de rodar en la Ciudad Condal , sospechas sobre
el carácter propagandístico y enfocado hacia intereses turísticos del
Ayuntamiento de Barcelona por parte del film, que se ha traducido, dicen, en la
aportación de un millón de euros de las arcas municipales para la financiación
de la película, etc., etc.). No voy a negar nada de todo esto o de cualquier
otra siniestra conspiración que se haya urdido en torno a Vicky Cristina Barcelona porque no estoy en posición de hacerlo y,
como dije el primer día, este blog es parar hablar de cine (sin que eso suponga
negar, por descontado, las implicaciones políticas, sociales, económicas o de
cualquier otra índole que rodean al cinematógrafo en cuanto manifestación
artística relevante).
Hecha esta
introducción, por desgracia muy necesaria en estos tiempos en los cuales, en
materia cinematográfica, se tiende a confundir en demasiadas ocasiones el grano
con la paja, la gimnasia con la magnesia y el tocino con la velocidad, creo que
Vicky Cristina Barcelona, aún estando
lejos de las mejores obras de su autor (que, a mi entender, son Manhattan, Sombras y niebla, Delitos y
faltas y Match Point, esta última
no menos polémica por razones relativamente similares a la del título que aquí
nos ocupa), no se merece en absoluto el varapalo recibido en nuestro país, pues
el film no solo no me parece tan malo sino, por el contrario bastante
interesante, hasta el punto de erigirse en la mejor y más divertida comedia de
su director desde Celebrity (1998).
Disculpen la
franqueza, pero no consigo comprender ni mucho menos compartir las furiosas
opiniones que se han vertido contra esta película, señalando groseramente con
el dedo sus supuestos defectos, pareceres que naturalmente respeto pero que
siendo benevolente solo puedo interpretarlos como el resultado de la
precipitación. El primer gran reproche que se le ha hecho a Vicky Cristina Barcelona reside en su
mirada supuestamente “turística”, y por lo tanto superficial, sobre el
escenario de la Ciudad Condal
donde transcurre el grueso de la acción. Primera estupefacción por mi parte: si
no recuerdo mal, ya antes de su estreno se venía diciendo, e incluso aceptando
con cierta normalidad, que esa supuesta visión turística de Barcelona era (es)
resultado del punto de vista de las protagonistas femeninas, Cristina (Scarlett
Johansson) y Vicky (Rebecca Hall), dos turistas norteamericanas que acuden a la Ciudad Condal durante sus
vacaciones y atraídas por sus tesoros artísticos: las obras de Antoni Gaudí,
las Ramblas, Miró… Pues bien, llega el momento del estreno y toda esa previa
“comprensión” se desvanece por completo. Puede alegarse a favor de los
decepcionados al respecto que todavía no habían visto el film (con lo cual toda
esa argumentación sobre el punto de vista no era sino una mera expectativa: un
prejuicio); pero, incluso habiéndolo visto, me resulta incomprensible que todo
lo que se sepa decir de esta película sea calificarla como “turística”: me
parece una reducción simplista y equivocada, primero porque las escenas en las
cuales vemos a Cristina, Vicky y otros turistas visitando monumentos o espacios
típicos de Barcelona (y de Oviedo, que también “sale”) están reducidas al
mínimo, pues la mayoría de ellas se resuelven mediante insertos de escasos
segundos de duración; y sobre todo, porque ese supuesto contenido “turístico”
es el aspecto más secundario de un film que cuenta muchas otras cosas.
Otra opinión
adversa a Vicky Cristina Barcelona, esta
particularmente polémica y que pone nerviosa a mucha gente, es la que afirma
que Woody Allen no ha sabido “conectar” con la realidad social de la Barcelona actual y, por
ende, de la Cataluña
y la España
actuales, recurriendo a no pocos tópicos sobre el modo de vida en la península
ibérica. La prensa catalana se ha subido por las paredes al comprobar,
horrorizada, que Allen se atreve a reírse de un tema que aquí carece de
connotaciones humorísticas: la identidad catalana; el personaje de Vicky, se
nos dice, está completando sus estudios mediante una tesis sobre “la identidad catalana” (sic); alguien en
la película hace un malicioso comentario verbal al respecto, diciendo poco más
o menos que, cuando haya acabado de estudiar “eso”, Vicky podrá seguir adelante con su vida, entre cuyos planes
más inmediatos figura el contraer matrimonio con su prometido Doug (Chris
Messina). Que alguien se burle de una cuestión que para los catalanes no tiene
nada de graciosa, y lo haga además en una producción cinematográfica de alcance
internacional financiada, para más inri,
en Cataluña mismo, puede sentar mal… siempre y cuando uno se la tome
excesivamente en serio. Porque, y volviendo a la cuestión del punto de vista,
¿acaso no es normal que para unos personajes de nacionalidad norteamericana,
tan ajenos a esa realidad catalana/española, “la identidad catalana” no les
suene más que a una cuestión local que quiere estudiar una chica neoyorquina
por curiosidad, por exotismo, antes de hacer una “buena boda” para luego olvidarse
de ello para siempre? Viéndolo desde otros puntos de vista, y por favor que no
se enfade nadie, ¿no será una manera de decir por parte de Allen, un extranjero
en tierra extraña, que la cuestión de “la identidad catalana” es menos importante de lo que a nosotros
nos parece?, ¿o, sencillamente, que no sabemos reírnos de nosotros mismos (o,
cuanto menos, que no sabe hacerlo la así llamada prensa especializada)?
Todo ello
equivale a no haber entendido el tono caricaturesco, y por tanto irreal, que
domina el relato; y si bien es verdad que Allen se ríe de los tópicos de “lo
español” (y, ¡ay!, también de los de “lo catalán”), no es menos cierto que los
personajes de nacionalidad norteamericana están retratados con no menos ironía
y crueldad. Dejando aparte el hecho de que resulta absurdo exigirle a un
cineasta extranjero que en contadas ocasiones ha visitado nuestro país (donde,
se dice, “se le quiere tanto”) un profundo conocimiento que no se le exige al
resto de la producción cinematográfica nacional (quizá una de las más acríticas
y menos auto-reflexivas del mundo), está muy claro que lo que ofrece Vicky Cristina Barcelona es una
caricatura de España, de Cataluña y de los Estados Unidos (y, por añadidura,
muy divertida). Si alguien se siente ofendido e incomodado por ella quizá sea
porque resulta más dolorosamente acertada de lo que pueda parecer a simple
vista. Allen se pronuncia respecto a España desde el tópico, pero ¿acaso no hay
en el tópico algo de verdad? El tópico, cierto, no es una verdad universal, un
axioma que deba tomarse al pie de la letra ni nada por el estilo; Allen lo
sabe, y por eso mismo adopta ese tono cómico y desprejuiciado. Naturalmente, ni
todos los españoles, ni todos los catalanes, ni los barceloneses, ni los
ovetenses “son” como los personajes de Juan Antonio (Javier Bardem) y María
Elena (Penélope Cruz), extravertidos, temperamentales, amantes del vino y del
sexo, gritones, explosivos, celosos, pasionales… pero negar que no haya un
fondo de realidad en todo ello me parece, honestamente, no conocernos a
nosotros mismos. Con Vicky Cristina
Barcelona, Allen coloca frente al espectador español un espejo deformante que
nos devuelve un reflejo provinciano que no está alejado de una determinada verdad.
He mencionado la
palabra tono. A mi modo de ver, el interés de Vicky Cristina Barcelona y lo que le confiere todo su sentido
reside en la tonalidad adoptada por Allen a la hora de narrarla. Tono que nace
a partir del tratamiento fílmico que el realizador neoyorquino sabe imprimir
con su labor tras la cámara, en una enésima demostración de que una cosa es la
película que se “lee” (o se “escucha”) y otra bien distinta la película que se “mira”
y se “ve”. La tonalidad del film está muy bien marcada desde el principio:
Allen lo abre con un plano general con apertura del iris justo encima del mural
de Miró que adorna la fachada del barcelonés aeropuerto de El Prat, poniendo
dicha imagen en relación con Cristina y Vicky, recién llegadas a territorio
catalán y subiendo sus maletas en un taxi. La voz en off que acompaña al relato, tan criticada y que en absoluto se
limita a expresar lo que ya están mostrando las imágenes (como también se ha
afirmado con insistencia digna de mejor causa), crea una primera atmósfera como
de cuento de hadas, un equivalente del clásico “érase una vez…” que provoca un primer efecto de distanciamiento con
el espectador, abonándole el terreno de cara a una trama no-realista, cínica y
más bien reflexiva. Por añadidura, pueden interpretarse como guiños al cine
mudo el recurso a la apertura y cierre del iris y a la voz en off (que aquí sería un equivalente a los
rótulos), ya presentes en otros títulos de su director con aires de falso
reportaje que asimismo provocaban idéntico efecto de distancia con el
espectador (por ejemplo, Zelig, Acordes y desacuerdos o la antes
mencionada Celebrity).
Como siempre en
el cine de Allen, los personajes de esta película no son aquello que dicen ser,
o mejor dicho, no son lo que aparentan. Tras la (insistamos) tópica imagen de
las dos turistas extranjeras que llegan a Barcelona atraídas por una turística —esta
sí— fascinación por el “sabor local” (recuérdese la primera escena en el aeropuerto),
se esconden dos mujeres llenas de anhelos secretos: Cristina, la joven rubia
que hace turismo por aburrimiento, porque en ese momento no tiene nada mejor
que hacer, y que disfraza con pretensiones “intelectualoides” lo que no es más
que una búsqueda de experiencias marcadas bajo el signo de lo sexual; y Vicky,
la chica morena, estudiosa-y-seria porque nunca se ha planteado la posibilidad
de no ser estudiosa ni seria (esto es, promiscua como su amiga Cristina), y que
está a punto de contraer un matrimonio, casi, de conveniencia (con un prometido
adinerado-y-guapo: un partido que una chica estudiosa-y-seria como ella
no-puede-dejar-escapar).
La irrupción de
Juan Antonio en las vidas de Cristina y Vicky da pie al que probablemente sea
el mejor momento del film: las muchachas se encuentran en una galería de arte
con motivo de la inauguración de una exposición; Allen muestra a las jóvenes en
plano americano; de repente, corta y pasa a plano medio en el momento en que
Vicky mira más allá del encuadre a Juan Antonio (este fuera de campo),
comentándole a Cristina que el hombre que está al otro lado de la sala le ha
llamado la atención y haciendo que su amiga también se vuelva y mire hacia esa misma
dirección; a continuación, en vez de insertar un contraplano de Juan Antonio,
como sería lo usual, lo que hace es volver al plano americano anterior de
Cristina y Vicky y solo después inserta un plano medio en el que vemos por
primera vez a Juan Antonio, apoyado en una columna, con una llamativa camisa
roja y tomando una copa. Esa ruptura de la planificación ortodoxa permite que
el espectador se centre en las miradas de Cristina y Vicky, y en lo que sugiere
ese gesto: de este modo, Juan Antonio aparece
en sus vidas como la respuesta a aquellos anhelos insatisfechos, como el punto
de ruptura que las chicas andan buscando, la una de manera consciente
(Cristina), la otra inconscientemente (Vicky): un pintor “español” y “bohemio”
al que le gustan las mujeres y el vino; que las lleva a Oviedo ¡en avioneta
particular!; con el que escuchan, claro, guitarra española; y que acaba
acostándose con las dos: primero con Cristina, la rubia, la más accesible y
predispuesta, y luego con Vicky, la morena, la más difícil pero en el fondo
también predispuesta.
Ese contraste de
pareceres entre Cristina y Vicky es explotado a fondo por Allen de cara a
conseguir un estudio de personajes mucho más agudo de lo que se ha pregonado
estos días. En la hilarante secuencia posterior en el restaurante, donde Juan
Antonio aborda a las chicas y las invita a viajar a Oviedo, Cristina no tarda
en sentirse atraída por la atrevida verborrea del español (lo cual dice mucho
tanto del personaje de Cristina como del de Juan Antonio), mientras que Vicky,
erigida en voz de la razón, se resiste ante la disparatada proposición de Juan
Antonio: coger una avioneta en plena noche y largarse hacia Oviedo como si tal
cosa. Aparte de la brillantez de los diálogos, tan habitual en Allen (excepto
aquí, dice la opinión mayoritaria), la secuencia del restaurante pone a las claras
el tono de farsa que va a dominar el resto del relato, con lo cual nadie puede
llamarse a engaño. También resulta sintomática de ese mismo tono, y del
excelente dibujo de los personajes, la resolución de las sucesivas seducciones
amorosas de Cristina y Vicky por parte de Juan Antonio. Este visita a Cristina
en su dormitorio pero la chica, ahíta de comida y vino, acaba vomitando,
frustrando ese primer intento (en una clara demostración del carácter visceral
y epidérmico de su relación: todo depende, en resumidas cuentas, de tener o no
el organismo a punto para el sexo). Posteriormente, el segundo y exitoso
intento de Juan Antonio (apostillado brillantemente por la irónica voz en off: “En esta ocasión, Cristina retuvo su comida”) concluye con un gran
primer plano de Juan Antonio y Cristina besándose desnudos en la cama: a fin de
cuentas, es lo que estaban buscando ambos personajes y al final han logrado
alcanzar su objetivo.
En cambio, para
seducir a la menos predispuesta Vicky, Juan Antonio tiene que llevar a cabo una
estrategia más elaborada: primero, la lleva a la granja de su viejo padre en
Oviedo (este último, un progenitor a la altura de su hijo, recuerda a la exmujer
de Juan Antonio, María Elena, del siguiente modo: “Todavía tengo sueños eróticos con ella”); y, más tarde, a un
concierto de guitarra flamenca, tras el cual logrará tirársela en el parque. La
música que, dicen, está aquí tan mal utilizada, juega un papel fundamental; una
escena que ha horrorizado a mucha gente consiste en aquélla en la que Juan
Antonio y Vicky conversan por los alrededores de la granja del padre mientras
suena de fondo una melodía típicamente catalana: “El noi de la mare”; ¿música
catalana para ambientar una escena que transcurre en Oviedo? Vuelvo a insistir:
parece que todo el cine que Allen hubiese realizado anteriormente se haya
olvidado por completo y ya nadie recuerda cómo suele emplear la música el
director de Manhattan a modo de eco
psicológico-musical que expresa el estado de ánimo de los personajes: si se oye
“El noi de la mare” es porque Vicky está absorta en sus propias cavilaciones,
su propio mundo (ella está en España para-estudiar-la-identidad-catalana, se
dice a sí misma, no para-flirtear-con-un-pintor-español); a mayor ahondamiento,
la conversación posterior entre ambos personajes gira en torno a los estudios
sobre Cataluña que Vicky ha venido a realizar. Más tarde, en la secuencia del
concierto nocturno de guitarra española al aire libre, la cámara va trazando
panorámicas que ponen en relación a Juan Antonio y Vicky, dibujándose
sutilmente un proceso de seducción que pasa por el amor, compartido por ambos
personajes, hacia la música. Tras el recital, dicha seducción culmina en el
parque, secuencia que Allen resuelve sobre una serie de primeros planos encadenados
de Juan Antonio y Vicky mirándose, y cerrando la secuencia con una imagen al
ralentí de los dos abrazándose y echándose en el suelo: el tono melifluo de
esos primeros planos/contraplanos encadenados, y el efecto artificial de la
cámara lenta para mostrar ese abrazo de deseo, ponen de relieve la falsedad y
el artificio del momento: la relación entre Juan Antonio y Vicky también es una
falsedad que está destinada a durar lo que dure su coito sobre la hierba. Más
adelante, en sus posteriores reencuentros con Juan Antonio, y en una nueva
utilización dramática de la música, la guitarra española habrá sustituido a la
música catalana en la mente de Vicky.
Un aspecto final que quisiera señalar, frecuentemente citado como otro irresponsable defecto de esta película tan menospreciada e incomprendida (siempre a mi entender, naturalmente), reside en la utilización de sus actores, en particular Scarlett Johansson, Javier Bardem y Penélope Cruz. Se ha dicho hasta la saciedad, y es bien cierto, que ninguno de los tres actúa realmente, sino que se limitan a prestar sus cuerpos a unos personajes que parecen directamente salidos de las respectivas imágenes que proyectan cada uno de ellos. Estoy completamente de acuerdo: Johansson, Bardem y Cruz no interpretan, en el sentido literal de la expresión (o, al menos, no lo parece), sino que actúan en virtud de esos estereotipos que personifican; pero esto último, que a tanta gente le parece un defecto, a mí me parece otra virtud del film. Allen, que ha trabajado con muchos y muy buenos actores a lo largo de su carrera, conoce perfectamente las limitaciones interpretativas de sus intérpretes (que, mal que les pese a sus respectivos admiradores, las tienen). Sin ir más lejos, viendo cómo trataba el realizador a Scarlett Johansson en Match Point (donde ofrecía una jugosa caricatura de la actriz, presentándola como una mediocre intérprete teatral que tan solo sabe llamar la atención por una belleza turgente a un paso del sobrepeso), y viendo cómo la trata aquí, presentándola como una típica chica-rubia-americana tras cuyas pretensiones de artista no hay absolutamente nada consistente (por si fuera poco, se dice de ella que acaba de dirigir un cortometraje… tal y como ha hecho Johansson en la vida real), nadie diría que la actriz es, como se han hartado de afirmar en todos lados, “su musa”.
Sea como fuere,
tanto si Johansson, Bardem y Cruz se han prestado expresamente a ese juego como
si no se han dado cuenta (me inclino, aún a riesgo de equivocarme gravemente,
por esta segunda opción), lo cierto es que el último tercio del relato, que se
centra en la insólita relación à trois
entre Cristina, Juan Antonio y María Elena en la masía del segundo, propone
bajo su chispeante apariencia de comedia de enredo un soterrado y nada
despreciable discurso en torno a las diferencias culturales, del cual salen
triunfadores, con todos sus defectos, Juan Antonio y María Elena, más ruidosos
y temperamentales, pero también más sinceros y apasionados que Cristina en su
manera de entender y vivir el arte, y de los cuales la joven yanqui se
aprovecha a fondo, utilizándolos en su propio beneficio. Resulta sintomática la
escena, divertidísima, en la que María Elena se pone a despotricar contra
Cristina la primera vez que se la encuentra en la masía conviviendo con Juan
Antonio: la temperamental española suelta improperios, naturalmente, en
castellano, y Juan Antonio, por respeto a Cristina, le va diciendo que hable “en inglés... en inglés…”: ¡la presencia
de una sola persona de los todopoderosos Estados Unidos es suficiente para que
los demás bajen la cabeza y se esfuercen en hablar en su mismo idioma para no
ofenderla ni hacer que se sienta incómoda o desplazada! (dicho sea de paso: ¿no
ocurre algo muy parecido en Cataluña con la lengua catalana?; ¿acaso al final resultará
que Allen comprende “la identidad catalana” mejor de lo que se ha pregonado?).
Cristina aprende de Juan Antonio y María Elena pintura y fotografía, se acuesta
con ambos a la vez o por separado, para luego abandonarlos con la misma
inconsciencia e indiferencia con que les conoció: el “¡Niñata de mierda!” que le grita María Elena en la escena en la que
les dice que piensa dejarles está más que justificado.
Vicky Cristina Barcelona no es, a pesar
de todo, una película redonda. Personalmente creo que falla la historia
secundaria protagonizada por la también norteamericana Judy Nash (Patricia
Clarkson) y su romance adúltero con Jay (un fugaz Abel Folk), destinados a
servir de irónico contrapunto a las dudas y temores que asaltan a Vicky cuando,
tras su noche de sexo en la hierba con Juan Antonio, empieza a considerar
seriamente la posibilidad de no casarse con Doug. Hay algún momento resuelto
con torpeza: intentando asesinar a Juan Antonio en un nuevo ataque de celos, a
María Elena se le escapa un tiro que hiere levemente a Vicky en la mano. Y la
fotografía del habitualmente excelente Javier Aguirresarobe carece de la
densidad que siempre le ha caracterizado: al igual que la mayoría de películas
de Allen de estos últimos años, se echa en falta en Vicky Cristina Barcelona una estética más elaborada (lo cual, por
cierto, choca con el supuesto carácter “turístico” del proyecto). Pero, con
todos sus defectos, el film de Woody Allen está lejos de ser un divertimento
frívolo y sin sustancia, erigiéndose en cambio en un relato cargado de mucha
mala leche. Como me comentaba un amigo al salir de la proyección, el cineasta
neoyorquino no se casa con nadie. A lo cual añadiría que en esta ocasión ha
demostrado ser un auténtico cabrón.