[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Una primera singularidad de The Deep Blue Sea (ídem, 2011) reside en la manera como su guionista y realizador, Terence Davies, adaptando aquí la famosa obra de teatro homónima de Terence Rattigan originalmente estrenada en 1952, sigue por un lado las reglas (así se las suele llamar) de lo que se conoce como melodrama clásico, y por otra parte, cómo las subvierte, poniendo de relieve su artificio: su condición de convenciones establecidas por el paso del tiempo y la práctica de las mismas tanto en teatro como en cine. The Deep Blue Sea, acabamos de mencionarlo, adapta una pieza del dramaturgo Terence Rattigan ya llevada al cine tan solo tres años después del estreno del original escénico –The Deep Blue Sea (1955), de Anatole Litvak, protagonizada por Vivien Leigh y Kenneth More, quien había protagonizado el primer montaje teatral junto con Peggy Ashcroft—, en lo que puede verse, de entrada, una nueva muestra del interés de Davies por la adaptación de obras literarias que ha dominado sus últimas y, como suele ser habitual en él, muy dosificadas producciones para la gran pantalla: dejando aparte el documental Of Time and the City (2008), que desconozco, a The Deep Blue Sea la preceden La biblia de neón (The Neon Bible, 1995), según la novela homónima de John Kennedy Toole, y La casa de la alegría (The House of Mirth, 2000), a partir de la obra de Edith Wharton. Nada raro, por otra parte, en un cineasta que ha construido el grueso de su filmografía alrededor de la evocación del pasado y un sentimiento de nostalgia por el mismo que se encuentra bastante cerca del concepto de la saudade: una añoranza de lo pretérito cuya convocatoria por la memoria produce una sensación placentera a quien evoca ese pasado, mezclada con la amarga certeza de que ese tiempo nunca volverá: ese “bien que se padece y mal que se disfruta”, como lo definió Manuel de Melo. A Davies le gusta el pasado, entendido tanto como materia prima dramática de primer orden y como referencia estética para su puesta en escena. Una puesta en escena que, en el caso concreto de The Deep Blue Sea, a ratos bebe a tragos largos del melodrama fílmico à la David Lean, convertido aquí, siquiera en parte, en referente icónico de ese pasado y de ese cine del pasado que Davies recrea y evoca con cariño, cierto, pero también desde una amarga perspectiva contemporánea que pone al desnudo sus mecanismos narrativos y visuales.
La referencia a David Lean desde luego que no solo no es ociosa, sino que además resulta muy explícita: The Deep Blue Sea empieza y termina con sendos planos de la fachada del edificio donde está la pensión en la que se aloja Hester Collyer (una excelente Rachel Weisz) con su amante Freddie Page (Tom Hiddleston); en el plano inicial, la cámara avanza hacia esa fachada hasta encuadrar una de sus ventanas, aquella tras cuyo cristal Hester mira hacia la calle; el plano final, construido a la inversa del anterior, parte de esa misma ventana, y de una Hester de nuevo mirando hacia el exterior, pero la cámara ahora se aleja de ella, recorre brevemente la calle y se detiene a pocos metros de un edificio contiguo que está en ruinas: nos hallamos en el Londres de principios de la década de 1950, cuando todavía eran perceptibles los estragos de los bombardeos de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Si el plano del principio nos ha mostrado a Hester como “enjaulada” dentro de ese edificio, tras esa ventana y todo lo que hay detrás de ese cristal, el plano final es la constatación de su fracaso: la demostración de que sigue estando sola y que todo lo que se ve desde su ventana, desde su punto de vista, no son sino ruinas. Unas imágenes que parecen evocar el desesperado final de Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), la obra maestra de Lean que concluía, asimismo, con la expresión visual del fracaso de su protagonista femenina, Judy Davis, asimismo tras el cristal de la ventana de su vivienda en Londres sobre la cual se abatía una lluvia torrencial. No es, como digo, la única referencia al autor de La barrera del sonido: la escena en la cual Hester baja al ferrocarril suburbano y, desesperada, coquetea con la idea del suicidio, se resuelve sobre la base de un plano bastante cerrado sobre el rostro de Rachel Weisz, sobre el cual se proyectan las luces y las sombras que expresan el paso del tren metropolitano, cuyo estrépito llena en off la pista de sonido: un encuadre que trae de inmediato a la memoria el primer plano de la gran Celia Johnson resistiendo a duras penas el impulso de arrojarse bajo un tren en Breve encuentro (Brief Encounter, 1945); yendo más lejos, recordemos que en el clímax de otro film de Lean, el magnífico The Passionate Friends (1949), su protagonista femenina, Ann Todd, está a punto de suicidarse arrojándose a la vía del metro.
La referencia a Lean va más allá del mero guiño cinéfilo: no es tanto una alusión, como decía, a un “cine del pasado” como el reconocimiento por parte de Davies de una herencia cultural que asume como propia y que recrea con la conciencia de estar haciendo al mismo tiempo un ejercicio de nostalgia y de reconstrucción. Ello explica la aparente frialdad de la puesta en escena de The Deep Blue Sea, que puede ser interpretada fácilmente como una especie de “mirada desapasionada” hacia lo que se está contando, cuando se trata más bien de una mezcla de distancia y minuciosidad, fruto tanto del respeto hacia esa tradición como del deseo de desglosar sus componentes como si estuvieran siendo analizados uno a uno bajo la lente de aumento de un microscopio. El resultado es un melodrama que se caracteriza, como siempre en Davies, por una extraña pero muy equilibrada combinación de belleza estética y belleza intelectual, hasta el punto de que las fronteras entre una y otra nunca están del todo claras (suponiendo, por descontado, que fuese necesario delimitar las mismas).
The Deep Blue Sea arranca con el intento de suicidio de Hester en el apartamento que comparte con Freddie: la mujer ingiere un puñado de pastillas, y a continuación abre la espita de su estufa de gas, acostándose junto a la misma tras haber cerrado herméticamente puerta y ventanas. La minuciosidad de la planificación, que al principio de la secuencia responde a parámetros, digamos, “clásicos” de puesta en escena, se “rompe” a partir del momento en que Davies empieza a usar una serie de planos picado combinados con un lento movimiento circular de la cámara sobre el cuerpo de Hester tumbada en el suelo y a la espera de la muerte para crear, a partir de nuevos planos picado de movimiento circulatorio, una andanada de flashbacks en virtud de los cuales descubrimos, desde ese mismo ángulo de cámara, a Hester haciendo el amor con Freddie en los días en los cuales, se supone, ambos eran felices juntos. Planos que parecen sugerir, por un lado, la trascendencia de los momentos que muestran (posición en picado: mirada de superioridad); y, por otro, la turbulencia de lo que muestran (movimiento circular: algo que da vueltas sin principio ni fin): planos que expresan, en definitiva, que el intento de suicidio de la protagonista y su amor por Freddie están estrechamente relacionados entre sí, hasta el punto de que puede afirmarse que, para Hester, el haber conocido a Freddie fue un poco como empezar a morir (paradójicamente, tras haber creído en un primer momento que conocerle fue, por el contrario, un empezar realmente a vivir).
Puede interpretarse The Deep Blue Sea (por más que esto ya se encuentre sugerido en el original escénico de Rattigan) como la lucha desesperada de una mujer que ansía salir de una especie de “muerte en vida” –su matrimonio con un hombre mucho mayor que ella: el juez Sir William Collyer (Simon Russell Beale)—, y que por culpa de ese intento acaba yendo a parar dentro de otra “muerte en vida” –su adúltera relación amorosa con Freddie—, hasta el punto de no ver otra salida que morir en el sentido literal del término. O como la tragedia de un ser humano desesperado por encontrar al amor perfecto, una combinación ideal entre respeto y sexualidad, sensibilidad y sensualidad, y que no termina de hallarlo ni en su marido (un hombre sensible y educado, pero demasiado viejo para satisfacerla sexualmente) ni en su amante (un joven que colma su sexualidad, pero demasiado corriente para su sensibilidad), los cuales tan solo pueden ofrecerle la mitad de lo que ansía, pero no todo. El conflicto entre lo que Hester quiere y lo que realmente tiene está magníficamente expresado por Davies en esa extraordinaria secuencia en la que vemos a Freddie regresando al apartamento, y encontrándose con Hester de cara a la ventana (siempre esa ventana), dándole la espalda y negándose a mirarle a los ojos; Hester le reprocha a Freddie la escasa sustancia de la vida que comparten, y la única manera que tiene el segundo de conseguir que la primera le preste atención es acariciándola sensualmente y excitarla hasta el punto de que quiera hacer el amor con él: no hay mejor manera de dibujar la naturaleza pragmática de su relación.
The Deep Blue Sea es, además, un melodrama que hace honor al origen de la denominación original de este género, “drama con música”, y lo hace de dos maneras. Una que podríamos llamar implícita, y difícil de describir con exactitud porque es algo que se infiere de la combinación de la sutilidad de los encuadres y la fluidez del ritmo a la vez lento y rápido, minucioso y conciso, que le imprime su muy elaborado montaje, de todo lo cual resulta la singular musicalidad de sus imágenes. En este sentido, The Deep Blue Sea es casi una ópera sin canciones, o dicho de otro modo, una película en la que a los personajes solo les falta cantar. A riesgo incluso de exagerar, ¿acaso no hay algo de implícitamente operístico en las secuencias que hemos descrito, tales como la del intento de suicido de Hester al principio del film o la más posterior en el andén del metro, o las escenas de intimidad sexual de la protagonista y su joven amante, así como todas aquellas en las cuales Hester entra en conflicto con su entorno, representado tanto por su viejo marido y la insoportable madre de este (Barbara Jefford), como en todas las discusiones que mantiene la protagonista en el apartamento con Freddie, incluyendo la triste despedida final de este último? Pero hay otra música en la película, esta ya explícita (se oye), y además diegética (interpretada por los mismos personajes del film). Me refiero a las canciones que Freddie y sus amigos de pub cantan entre inacabables pintas de cerveza, o la melancólica balada que, durante un bombardeo, entona un hombre dentro del túnel del metro (de nuevo el túnel del metro) y que corean todos los presentes, mientras un espléndido travelling lateral recorre el decorado hasta encuadrar a Hester y su marido. Dichas canciones, que por descontado hace pensar de inmediato en Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988), no solo son –que también— un excelente contrapunto que ayuda al dibujo de fondo del ambiente social y costumbrista de la Inglaterra de entre mediados de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta en la cual transcurre el relato (la misma que se mira con malos ojos el adulterio de Hester y su convivencia marital con su amante), sino que además son un contrapunto musical y a la vez poético (¿hay poesía sin música y música sin poesía?) del drama de la protagonista: basta con ver sus miradas de incomodidad a Freddie cuando él la anima a unirse al (vulgar) coro de canciones populares que los clientes del pub entonan bajo los efectos del alcohol; o el carácter tradicional de la balada que los londinenses cantan en la estación de metro para ahuyentar el fantasma del miedo a las bombas de los alemanes: unas tradiciones, una sociedad, un mundo, contra el cual la solitaria Hester se rebela obteniendo, finalmente, una victoria pírrica: adoptando la dura decisión de vivir sola y con la conciencia de que jamás encontrará ese amor perfecto, pero que tampoco tendrá que depender de ningún hombre para vivir su propia vida.