John Carter (ídem, 2012), de Andrew Stanton, ahora mismo una de las mayores incógnitas del mercado cinematográfico de este mes de marzo (¿será un éxito estruendoso o un fracaso espectacular?), es el tema de portada del núm. 322 de Imágenes de Actualidad, el cual incluye también grandes avances de dos films “vampíricos” que tienen en común la presencia de Tim Burton en calidad de director (el primero) y coproductor (el segundo): Dark Shadows (2012) y Abraham Lincoln: Vampire Hunter (2012), de Timur Bekmanbetov. Otros estrenos destacados de este mes de marzo (algunos, también, previstos para finales de este febrero), de los cuales el lector encontrará amplia información, son los de Luces rojas (Red Lights, 2012), de Rodrigo Cortés; [Rec] 3: Génesis (2012), de Paco Plaza; Tan fuerte, tan cerca (Extremely Loud and Incredibly Close, 2011), de Stephen Daldry; Ira de titanes (Wrath of the Titans, 2012), de Jonathan Liebesman; Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn, 2011), de Simon Curtis (además, una entrevista con su protagonista, Michelle Williams); Los idus de marzo (The Ides of March, 2011), de y con George Clooney; Indomable (Haywire, 2011), de Steven Soderbergh; Take Shelter (ídem, 2011), de Jeff Nichols; Tenemos que hablar de Kevin (We Have to Talk About Kevin, 2011), de Lynne Ramsay; Extraterrestre (2011), de Nacho Vigalondo; Contraband (ídem, 2012), de Baltasar Kormákur; e Historias de Shangai (Hai shang chuan qi, 2010), de Jia Zhang-ke, entre otros muchos títulos.
Este mes firmo un Cult Movie dedicado a un film –creo: todo es opinable— francamente divertido: Evasión o victoria (Escape to Victory / Victory, 1981), de John Huston, protagonizado por Sylvester Stallone, Michael Caine, Max von Sydow y Pelé: “Por más que “Evasión o victoria” está lejos de ser una gran película, sus resultados, simples pero eficaces, hacen de ella un agradable trabajo de encargo por encima de otros productos alimenticios que John Huston abordó por esa misma época, caso de “Annie” (1982) o de la especialmente horrible “Phobia” (1980). Sin el menor ánimo por mi parte de ponerme a explicar –cielos– «batallitas», no puedo evitar cierta nostalgia cuando recuerdo la primera vez que vi este film en una sala de estreno de un barrio periférico de Barcelona llena a rebosar –tenía más de 1.000 butacas–, y cómo, cada vez que «los buenos» (los aliados) les marcaban un tanto a «los malos» (los alemanes), el cine entero estallaba de euforia y gritaba: «¡goool...!». Hoy en día, cuesta ver semejante nivel de participación o de implicación por parte de la gente ante una película. Quizás ahora somos más «sofisticados». Quizás”.
Aprovecho esta actualización del blog para anunciar los enlaces a las páginas oficiales en Facebook de Dirigido por… e Imágenes de Actualidad:
Facebook “Dirigido por…”: http://www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: http://www.facebook.com/#!/imagenesdeactualidad
miércoles, 22 de febrero de 2012
martes, 21 de febrero de 2012
“SCIFIWORLD” MARZO 2012, YA A LA VENTA
La recientemente estrenada película de James Watkins La mujer de negro (The Woman in Black, 2012) es el principal tema de portada del núm. 47 de Scifiworld, correspondiente al mes de marzo, así como de un extenso artículo sobre el film, la novela original y otras adaptaciones para teatro y televisión de la misma escrito por Ignasi Juliachs. Destacan, entre sus otros contenidos, un artículo dedicado a la figura de Joe D’Amato, escrito por Manuel Ruiz Galán; un recorrido sobre el “cine apocalíptico”, a cargo de Jordi Ardid; una mirada sobre el film de John Hough Biggles, el viajero del tiempo (Biggles, 1986), aportación de Mike Hodges; una panorámica sobre la obra de Alan Moore, diseccionada por Rafael Ruiz-Dávila; un reportaje sobre el animador stop-motion Lee Hardcastle, escrito por Óscar Pla; dentro de la sección “Ellos también fueron fantásticos”, una evocación del excelente film de Robert Mulligan El otro (The Other, 1971), abordada por Christian Aguilera; y otra de una película no menos espléndida, Henry: retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, 1986), de John McNaughton, escrita por Juan Andrés Pedrero Santos.
Mi contribución de este mes es un artículo que he titulado Los años fantásticos de Disney. La época bizarra del estudio del ratón (1979-1985), período durante el cual esta productora manifestó un particular interés por el cine fantástico, dando pie a títulos como:
El abismo negro (The Black Hole, 1979), de Gary Nelson: “un más que esforzado intento del estudio del ratón por subirse al carro de la revitalización del género de la “space opera” auspiciado por la saga galáctica de George Lucas”.
El dragón del lago de fuego (Dragonslayer, 1981), de Matthew Robbins: “uno de los mejores films de imagen real de Disney y una de las mejores aproximaciones a la temática fantástica de los dragones”.
Tron (ídem, 1982), de Steven Lisberger: “interesa recalcar aquí (…) el considerable nivel de riesgo que Disney corrió a la hora de hacer frente a una idea que, en aquel momento, resultaba tan nueva que parecía, sencillamente, demencial”.
Something Wicked This Way Comes (1983), de Jack Clayton: “fue la mayor víctima de la arriesgada política de producción “disneyana” de la época, lo cual resulta tremendamente lamentable, habida cuenta de que esta adaptación de la novela de Bradbury “La feria de las tinieblas” (…) es la mejor película “maldita” de la historia del estudio”.
Taron y el caldero mágico (The Black Cauldron, 1985), de Ted Berman y Richard Rich: “primer film de dibujos animados de Disney calificado PG-13 (¡increíble, pero cierto!)”.
Oz, un mundo fantástico (Return to Oz, 1985), de Walter Murch: “una visión bastante singular, mucho menos infantilizada y, por el contrario, más terrorífica de lo que se podía esperar de un proyecto de sus características”.
Mi contribución de este mes es un artículo que he titulado Los años fantásticos de Disney. La época bizarra del estudio del ratón (1979-1985), período durante el cual esta productora manifestó un particular interés por el cine fantástico, dando pie a títulos como:
El abismo negro (The Black Hole, 1979), de Gary Nelson: “un más que esforzado intento del estudio del ratón por subirse al carro de la revitalización del género de la “space opera” auspiciado por la saga galáctica de George Lucas”.
El dragón del lago de fuego (Dragonslayer, 1981), de Matthew Robbins: “uno de los mejores films de imagen real de Disney y una de las mejores aproximaciones a la temática fantástica de los dragones”.
Tron (ídem, 1982), de Steven Lisberger: “interesa recalcar aquí (…) el considerable nivel de riesgo que Disney corrió a la hora de hacer frente a una idea que, en aquel momento, resultaba tan nueva que parecía, sencillamente, demencial”.
Something Wicked This Way Comes (1983), de Jack Clayton: “fue la mayor víctima de la arriesgada política de producción “disneyana” de la época, lo cual resulta tremendamente lamentable, habida cuenta de que esta adaptación de la novela de Bradbury “La feria de las tinieblas” (…) es la mejor película “maldita” de la historia del estudio”.
Taron y el caldero mágico (The Black Cauldron, 1985), de Ted Berman y Richard Rich: “primer film de dibujos animados de Disney calificado PG-13 (¡increíble, pero cierto!)”.
Oz, un mundo fantástico (Return to Oz, 1985), de Walter Murch: “una visión bastante singular, mucho menos infantilizada y, por el contrario, más terrorífica de lo que se podía esperar de un proyecto de sus características”.
miércoles, 8 de febrero de 2012
“THE YELLOW SEA” – “LOS DESCENDIENTES”
Demasiado para un hombre solo (I): The Yellow Sea (Hwanghae, 2010), de Na Hong-jin.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] No cuesta demasiado ver en el planteamiento argumental de The Yellow Sea ciertas similitudes con la literatura noir de Patricia Highsmith, y más concretamente con el argumento de su excelente novela El juego de Ripley, base de la magnífica película de Wim Wenders El amigo americano (Der amerikanische freund, 1977) y del meramente correcto film homónimo de Liliana Cavani realizado en 2002. Si Highsmith planteaba la situación de un hombre que sufre una enfermedad terminal, y que a las puertas de la muerte acepta el encargo de asesinar a otro hombre a cambio de una lucrativa suma de dinero que garantizará la subsistencia de su familia tan pronto como él desaparezca de este mundo, Na Hong-jin cuenta la historia de un humilde taxista surcoreano, Gu-nam (Ha Jung-woo), que acepta un similar encargo por parte de un mafioso, Myun (Kim Yun-seok), a cambio de otra fuerte suma de dinero gracias a la cual podrá liquidar una enorme deuda de juego e incluso le quedará algo para, como suele decirse, empezar una nueva vida. Las diferencias con Highsmith estriban, por descontado, tanto en lo que se refiere al contexto étnico en el cual se enmarca la acción –Gu-nam es un chosunjok: un ciudadano chino de origen coreano que vive en la prefectura autónoma china de Yanbian, situada en la frontera de China con Corea del Norte—, como en un apunte que, no obstante, tampoco está tan lejos de lo ofertado por Highsmith: si, en El juego de Ripley, el coprotagonista del relato al cual ha “elegido” Tom Ripley para cometer el crimen vive con su esposa, el de The Yellow Sea hace tiempo que está separado de ella y vive atormentado por su recuerdo –ella marchó a Corea del Sur para trabajar y jamás volvió a tener noticias suyas—, de ahí que Gu-nam acepte la siniestra proposición de Myun no solo para conseguir dinero, sino también para aprovechar los días en los que estará en territorio surcoreano –donde vive su futura víctima: el profesor Kim Seung-hyun (Kwak Byoung-kyu)— a fin de localizar a su mujer y que le dé explicaciones sobre el porqué jamás volvió a contactar con él.
Sobre esta premisa, el realizador Na Hong-jin –de quien todavía tengo pendiente de ver su anterior y reputada The Chaser (Chugyeogja, 2008)— desarrolla, con abundante metraje (157 minutos) pero, por desgracia, también con escasa densidad, un relato a medio camino entre el thriller policíaco y el melodrama fatalista que, más allá de su curioso planteamiento y de algunas ideas dispersadas aquí y allá, y más de guión que de puesta en escena, no supera el teórico atractivo de la propuesta –muy teórico: Patricia Highsmith lo planteaba muchísimo mejor— por culpa de esa dilatación temporal y, vuelvo a insistir, tal exceso de metraje, el cual no parece tener otra función que la de conferirle “cuerpo” y “grandeza”, a una trama que, tal y como está planteada y sobre todo desarrollada, no da ni mucho menos para tanto. The Yellow Sea acaba erigiéndose en un penoso ejemplo de cómo una idea con posibilidades puede malograrse (y aquí se malogra) a base de subrayarla continuamente hasta empobrecerla y de estirarla a capricho hasta agotarla antes de tiempo. No es tanto un problema de que lo que cuenta lo cuente bien o mal –digamos que lo plantea todo bien, pero luego lo desarrolla mal—, sino más bien de que absolutamente todo lo que narra está desarrollado mediante una puesta en escena pretendidamente minuciosa, pero en realidad machacona y sobrecargada hasta el ahogo, que no consigue otra cosa que, vuelvo a insistir, alargar en exceso el metraje, rozando lo gratuito: es el triunfo de la imagen por la imagen y del plano por el plano. Basta con ver, por ejemplo, cómo resuelve Na Hong-jin tanto las escenas que describen aspectos de la vida cotidiana de Gu-nam en el primer tercio del relato –las partidas de mahjong, que siempre pierde, aumentando así sus deudas de juego; la rutina de su trabajo diario con el taxi—, como las que dibujan sus movimientos como emigrante ilegal en Corea del Sur, camino del asesinato que tiene que cometer –el viaje en el carguero; sus primeros pasos por la ciudad; las pesquisas que realiza para averiguar el paradero de su esposa—; en todo momento hay tantos planos, y en particular, tantos cortes de montaje destinados a mostrar una misma cosa (por ejemplo: el realizador necesita hasta tres encuadres seguidos para mostrarnos cómo Gu-nam telefonea desde una cabina a Myun), que acaban por aburrir.
Comprendo que habrá quien diga que esto es “agilidad narrativa” (cosa que no es cierta, pues el relato no avanza más deprisa porque haya más planos dedicados a enseñarnos trivialidades); “ritmo trepidante” (tampoco: el relato no progresa por esa misma razón, es decir, porque cada escena venga cargada de planos falsamente “detallistas”); “planificación minuciosa” (menos todavía: ¿por qué detallar, como hemos dicho antes, cómo se hace una llamada telefónica en tres planos cuando basta con solo uno?; y este procedimiento narrativo se repite de forma constante a lo largo de todo el metraje); o incluso, dirán, como una forma soterrada de expresar la tensión, el nervio, la crispación interna del relato: esto último se podría entender, e incluso aceptar, en aquellos instantes en los que, efectivamente, vemos que la vida de Gu-nam corre peligro, o por poner otro ejemplo, en todos los relacionados con el mafioso Myun y sus violentas actividades delictivas, pero incluso es estos casos concretos el recurso a ese procedimiento narrativo acaba siendo, por eso mismo, monótono. Desde luego que debe entenderse como la elección del realizador, y como tal hay que respetarla, por descontado, pero aún así no tenemos por qué compartirla, y más cuando el resultado se acerca peligrosamente a lo gratuito: tal es el caso, por ejemplo, del torrente de planos empleados para mostrarnos cómo el mafioso surcoreano y rival de Myun (Cho Seong-ha) desfoga su estrés follándose frenéticamente a su amante; puedo entender que haya quien vea en ello una especie de correspondencia y coherencia entre la ansiedad del personaje y la crispación de la planificación, pero creo que se trata, más bien, de una nueva pérdida de tiempo, de las muchas que lastran y malogran esta película de narrativa hipertrofiada y vacua.
Ello no obsta para que no haya en The Yellow Sea algunos aspectos apreciables que impiden que el desastre sea absoluto. Como ocurre, por ejemplo, en uno de los puntos culminantes de la función en su primera mitad, la inesperada escena en la cual Gu-nam se dispone a entrar en el rellano del bloque de apartamentos del profesor Kim con la finalidad de asesinarle, y de repente aparecen ¡otros dos matones!, que se le adelantan con la misma intención…; por más que la sorpresa sea más mérito de guión que de realización, el momento es indiscutiblemente eficaz. Otro aspecto que, desde luego, llama mucho la atención es el empleo recurrente de armas blancas: las puñaladas e incluso los hachazos introducen al espectador en un mundo que, a pesar de estar temporalmente ubicado en época contemporánea, retrotrae a una barbarie y un primitivismo que produce un singular efecto anacrónico. Finalmente, y a modo de paradójica demostración del planteamiento a mi entender equivocado de la puesta en escena, el film gana en soltura narrativa e intensidad dramática cuando recurre al empleo de la elipsis, tal es el caso de algunos vistosos momentos de acción: el fuera de campo utilizado para resolver cómo Myun “despacha” sangrientamente a los matones enviados a su habitación de hotel para asesinarle resulta, de manera contradictoria, tanto la mejor escena de la película como, al mismo tiempo, una diáfana prueba de la fragilidad de su entramado: en ningún instante se tiene la sensación de que haya casa para tanto mueble.
Demasiado para un hombre solo (II): Los descendientes (The Descendants, 2011), de Alexander Payne.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Otra vez me vuelve a pasar. Otra vez “tropiezo” con una de esas películas que gustan-a-todo-el-mundo y que a mí, por las razones que ahora expondré, no termina de convencerme. De nuevo vuelvo a darme de bruces –como no me canso de insistir: sin la menor premeditación por mi parte— con “otro” The Artist u “otro” Drive cuyo prestigio me parece a todas luces desmesurado. Disculpen la franqueza, pero no puedo evitar el pensar que si The Artist es lo-mejor-del-moderno-cine-europeo, o que si Los descendientes y Drive son lo-mejor-del-moderno-cine-estadounidense, el nivel cualitativo está bajo, muy bajo. Ni que decir tiene que respeto la opinión inversamente contraria a la mía y a cualquier persona que la sostenga sinceramente: dejémoslo en que yo tengo otro concepto de esos niveles de calidad, y que los mismos no tienen por qué ser compartidos por nadie si así no se desea, ni más ni menos. Dicho esto, empezaré diciendo que Los descendientes tampoco me parece de lo mejor de su realizador, el norteamericano Alexander Payne: esa distinción creo que se la merece más Entre copas (Sideways, 2004) –por más que sobre la misma ya pesara en su momento la sombra de la sobrevaloración—, dentro del discreto nivel medio del resto de sus más conocidos trabajos tras las cámaras (juzgo los que le visto): Citizen Ruth (ídem, 1996), Election (ídem, 1999), y su sketch para París, je t’aime (Paris, je t’aime, 2006); excluyo de este cupo, expresamente, la fallida A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002). Todos ellos hacen gala, en sus líneas generales, de sugestivos planteamientos a nivel de guión, por más que, también por lo general, su puesta en imágenes diste mucho de ser (con la relativa excepción de Entre copas) particularmente inventiva. Dicho de otra forma: Alexander Payne es más un hombre de ideas que de imágenes, de conceptos que de sensaciones visuales, de concreciones que de abstracciones (y el cine es, por definición, un arte intrínsecamente abstracto…, por más que, viendo ciertas cosas que han hecho con él últimamente fulanos como Tarsem Singh o Guy Ritchie, nadie lo diría).
Payne, que suele hacer sus películas a partir de novelas de otros autores –tal es el caso de Election, A propósito de Schimidt y Entre copas—, por lo que, a falta de haberlas leído, dejo la cuestión de la originalidad de sus ideas o la apropiación/ adaptación de ideas ajenas para una ocasión más propicia y con mayor conocimiento de causa, ha partido, en Los descendientes, de otro libro, original de la escritora hawaiana Kaui Hart Hemmings. Desconociéndolo, no hay más remedio que remitirse a lo que cuenta la propia película, que a grandes rasgos es bastante sencillo (simple, incluso): al principio del relato, una mujer practica esquí acuático; elipsis: la misma mujer yace ahora en la cama de un centro hospitalario, y en estado de coma (se ha golpeado la cabeza mientras esquiaba); ella es Elizabeth (Patricia Hastie), la esposa de Matt King (George Clooney), un acaudalado abogado de Hawai. Al problema familiar relacionado con la salud de su cónyuge, Matt debe añadir la dificultad de tener que enfrentarse a sus dos hijas, la adolescente Alexandra (Shailene Woodley) y la pequeña Scottie (Amara Miller), sin la ayuda de la esposa y faltándole práctica en el manejo de sus descendientes; además, está pendiente de cerrar un carísimo negocio, la venta de unos terrenos al lado del mar de los cuales sus poseedores, él y sus primos, están legalmente obligados a desprenderse antes de siete años, lo cual reportará a toda la familia una inmensa fortuna. Los médicos le dan a Matt una terrible noticia: el coma de Elizabeth es irreversible y su muerte, inevitable, tan pronto se la desconecte de los aparatos que la mantienen artificialmente con vida. Mientras tanto, sus hijas se portan mal, muy mal: la pequeña Scottie ha sido expulsada del colegio por haber insultado a otra niña metiéndose con su (evidente) sobrepeso; y, llegado el momento de tener que hacer frente a la inminencia de la muerte de Elizabeth, Matt va en busca de Alexandra, que está en un internado, y la descubre emborrachándose con una compañera de habitación… La cosa no acaba ahí: tras traerse a Alexandra de vuelta a casa, esta última le descubre un tremendo secreto sobre Elizabeth: que le era infiel y estaba considerando muy seriamente el abandonarle. ¡Demasiado para un hombre solo!
Un hombre enamorado de una mujer que le es infiel. Una mujer infiel que engaña a su marido. Un hombre que no conoce a sus hijas porque se pasa el día trabajando (¿creen que Alexandra dejará pasar la ocasión de recordárselo?: ¡no, señor!). Una niña maleducada que se siente incomprendida. Una adolescente que bebe y folla a destajo como reacción visceral a la hipocresía de los adultos (y que, cuando procede, da sabias lecciones a papá sobre cómo tienen que hacerse las cosas…). Un hombre, por tanto, que creía conocer a su esposa (tampoco), a sus hijas, a su familia, y que ve cómo en un escaso lapso de tiempo todo su mundo se desmorona: añádase al cuadro el descubrimiento de que una pareja de amigos a los que consideraba de confianza sabían de la infidelidad de Elizabeth y nunca se atrevieron a contárselo; que Alexandra sale con un chico, llamado Sid (Nick Krause), que parece descerebrado, y cuya compañía le impone; que –para variar— su suegro, Scott Thorson (Robert Forster), le odia desde siempre porque cree que él, como marido, nunca estuvo a la altura de “su” magnífica Elizabeth; que sus primos tan solo piensan en el mucho dinero que van a sacar de la venta del hermoso trozo de isla hawaiana que poseen, y sin importarles ni la belleza de ese terreno ni el valor sentimental que tiene algo que ha formado parte del patrimonio familiar durante generaciones; y que el amante secreto de su esposa no es sino un tal Brian Speer (Matthew Lillard), cuyo rostro agilipollado “adorna” la publicidad del negocio inmobiliario con el que se gana la vida, también está casado con otra mujer que tampoco conoce a su marido, Julie (Judy Greer), y tiene dos hijos a los cuales, probablemente, tampoco conoce ni comprende y que quizás tampoco le conocen ni le comprenden a él (y que, siguiendo con esta misma dinámica, tarde o temprano le reprocharán asimismo que siempre estuviese fuera de casa, trabajando para mantener su elevado nivel de vida –uno que permite el alquiler de un lujoso bungalow en primera línea de mar—, o bien tirándose a las mujeres de los demás…).
Lo que plantea Los descendientes quiere ser amargo y cínico, una digresión sobre la soledad de un individuo –Matt King— cuyos esquemas vitales, e incluso morales y éticos, se dan la vuelta prácticamente de un día para otro, demostrándole que todo lo ha hecho mal: ha sido un mal esposo, un mal padre, un mal yerno, quizás hasta un mal abogado; y, lo que es peor, él jamás se ha dado cuenta de sus errores, convencido de buena fe de que lo estaba haciendo todo bien, o al menos lo mejor posible. No hay peor descubrimiento que el de uno mismo, algo que se encuentra muy presente en prácticamente todo el cine de Alexander Payne. Todo eso está bien planteado, pero en el caso concreto de Los descendientes se estrella contra la blandura del tratamiento narrativo, la levedad del tono dramático, la ironía insuficiente: hasta la mediocre y redundante A propósito de Schmidt era más dura y amarga que esta tenue reflexión sobre la fragilidad de las relaciones familiares y la capa de respetabilidad –esposa, hijos, trabajo— con las cuales intentamos protegernos de la crueldad del mundo y de la vida, sin ser conscientes de que, en ocasiones, con todo eso estamos cavando nuestra propia sepultura. Puede verse una representación de esto último en el destino de Elizabeth King, una mujer harta de su vida cotidiana/ de su mundo de convenciones preestablecidas, y que en su intento de fuga de todo eso –por la vía del adulterio y de un ansia de una vida plena, o de lo que se entiende como tal, simbolizado en este caso por la práctica del esquí acuático— acaba hallando la muerte: el “mensaje”, en este sentido, es realmente desolador.
El problema, como digo, es que lo que plantea Los descendientes al final está resuelto de una forma excesivamente blanda, incluso tópica y convencional. Salvando las distancias, el film de Alexander Payne “coincide” con el antes comentado The Yellow Sea en el equivocado tratamiento dado por su responsable tras las cámaras, quien en este caso concreto termina diluyendo toda esa acidez, toda esa amargura de fondo, en beneficio de un relato que se deja arrastrar sin esfuerzo por lo estereotipado. Basta con ver, por ejemplo, con qué rapidez la rebelde Alexandra acaba apoyando a su padre tras haberse estado enfrentando con él desde el principio (y, se supone, desde bastante tiempo atrás); puede alegarse, claro está, que la noticia de la confirmación de la próxima muerte de su madre la hace recapacitar y centrarse, pero el cambio es excesivamente brusco y tan solo nos enteramos del mismo por mediación de los diálogos: nunca “lo vemos”, entre otras razones porque la puesta en escena de Payne es aquí tan inexpresiva como la de A propósito de Schmidt. O el melifluo tratamiento de las escenas más dramáticas, tal es el caso del momento en que, con la ayuda de una psicóloga del hospital, Matt y Alexandra informan a Scottie de que su madre va a morir, en el cual la dureza de la situación se amortigua mediante la reducción del audio de los diálogos en combinación con el aumento del de la dulce canción que acapara la banda sonora, con vistas a lograr cierto efecto, digamos, “sensible” (o lacrimógeno, según como se mire). O el esfuerzo que el director y sus coguionistas –a falta de conocer, insisto, la novela original— ponen en mostrar las motivaciones de todos los personajes, de forma que todos y cada uno están, a su manera, “justificados”: ya hemos mencionado a Matt, un hombre bienintencionado pero equivocado, a Alexandra, una adolescente rebelde comme il faut hasta que la tragedia familiar la hace “madurar”, y a Scottie, una niña respondona porque está faltada de afecto. Lo mismo puede decirse del duro suegro de Matt, el cual bajo su capa de dureza no esconde sino un amor profundo y sincero hacia su hija moribunda; del examante de Elizabeth, Brian Speer, quien en el fondo no es más que un pobre desgraciado que no supo entender las ansias de liberación de aquélla; e incluso del joven Sid, que en un momento dado “conecta” con Matt confesándole que vio morir a su padre hace un par de años y que, por tanto, la muerte de un ser querido es algo que no le resulta desconocido. Ese afán de “comprender” a todo el mundo malogra en grado sumo lo que podría haber sido y no es: una (otra) reflexión sobre la estupidez humana y la tragicomedia de la vida. Incluso está muy desaprovechado el telón de fondo hawaiano en el cual se inscribe el relato, cuyo exotismo podría haber servido a modo de contrapunto irónico si se hubiese conectado mejor con el trasfondo de lo narrado: un lugar paradisíaco donde sus habitantes tienen en realidad los mismos miserables problemas de todo el mundo. Casi huelga añadir que Los descendientes concluye con esa misma blandura, esa misma melancolía (forzada: no surge de manera natural), con Matt y sus hijas reconciliándose con Elizabeth antes de que deje este mundo, y tras su fallecimiento y funeral en la playa, “haciendo piña” frente al televisor y compartiendo unos helados, una vez aprendida la correspondiente lección.
Sobre esta premisa, el realizador Na Hong-jin –de quien todavía tengo pendiente de ver su anterior y reputada The Chaser (Chugyeogja, 2008)— desarrolla, con abundante metraje (157 minutos) pero, por desgracia, también con escasa densidad, un relato a medio camino entre el thriller policíaco y el melodrama fatalista que, más allá de su curioso planteamiento y de algunas ideas dispersadas aquí y allá, y más de guión que de puesta en escena, no supera el teórico atractivo de la propuesta –muy teórico: Patricia Highsmith lo planteaba muchísimo mejor— por culpa de esa dilatación temporal y, vuelvo a insistir, tal exceso de metraje, el cual no parece tener otra función que la de conferirle “cuerpo” y “grandeza”, a una trama que, tal y como está planteada y sobre todo desarrollada, no da ni mucho menos para tanto. The Yellow Sea acaba erigiéndose en un penoso ejemplo de cómo una idea con posibilidades puede malograrse (y aquí se malogra) a base de subrayarla continuamente hasta empobrecerla y de estirarla a capricho hasta agotarla antes de tiempo. No es tanto un problema de que lo que cuenta lo cuente bien o mal –digamos que lo plantea todo bien, pero luego lo desarrolla mal—, sino más bien de que absolutamente todo lo que narra está desarrollado mediante una puesta en escena pretendidamente minuciosa, pero en realidad machacona y sobrecargada hasta el ahogo, que no consigue otra cosa que, vuelvo a insistir, alargar en exceso el metraje, rozando lo gratuito: es el triunfo de la imagen por la imagen y del plano por el plano. Basta con ver, por ejemplo, cómo resuelve Na Hong-jin tanto las escenas que describen aspectos de la vida cotidiana de Gu-nam en el primer tercio del relato –las partidas de mahjong, que siempre pierde, aumentando así sus deudas de juego; la rutina de su trabajo diario con el taxi—, como las que dibujan sus movimientos como emigrante ilegal en Corea del Sur, camino del asesinato que tiene que cometer –el viaje en el carguero; sus primeros pasos por la ciudad; las pesquisas que realiza para averiguar el paradero de su esposa—; en todo momento hay tantos planos, y en particular, tantos cortes de montaje destinados a mostrar una misma cosa (por ejemplo: el realizador necesita hasta tres encuadres seguidos para mostrarnos cómo Gu-nam telefonea desde una cabina a Myun), que acaban por aburrir.
Comprendo que habrá quien diga que esto es “agilidad narrativa” (cosa que no es cierta, pues el relato no avanza más deprisa porque haya más planos dedicados a enseñarnos trivialidades); “ritmo trepidante” (tampoco: el relato no progresa por esa misma razón, es decir, porque cada escena venga cargada de planos falsamente “detallistas”); “planificación minuciosa” (menos todavía: ¿por qué detallar, como hemos dicho antes, cómo se hace una llamada telefónica en tres planos cuando basta con solo uno?; y este procedimiento narrativo se repite de forma constante a lo largo de todo el metraje); o incluso, dirán, como una forma soterrada de expresar la tensión, el nervio, la crispación interna del relato: esto último se podría entender, e incluso aceptar, en aquellos instantes en los que, efectivamente, vemos que la vida de Gu-nam corre peligro, o por poner otro ejemplo, en todos los relacionados con el mafioso Myun y sus violentas actividades delictivas, pero incluso es estos casos concretos el recurso a ese procedimiento narrativo acaba siendo, por eso mismo, monótono. Desde luego que debe entenderse como la elección del realizador, y como tal hay que respetarla, por descontado, pero aún así no tenemos por qué compartirla, y más cuando el resultado se acerca peligrosamente a lo gratuito: tal es el caso, por ejemplo, del torrente de planos empleados para mostrarnos cómo el mafioso surcoreano y rival de Myun (Cho Seong-ha) desfoga su estrés follándose frenéticamente a su amante; puedo entender que haya quien vea en ello una especie de correspondencia y coherencia entre la ansiedad del personaje y la crispación de la planificación, pero creo que se trata, más bien, de una nueva pérdida de tiempo, de las muchas que lastran y malogran esta película de narrativa hipertrofiada y vacua.
Ello no obsta para que no haya en The Yellow Sea algunos aspectos apreciables que impiden que el desastre sea absoluto. Como ocurre, por ejemplo, en uno de los puntos culminantes de la función en su primera mitad, la inesperada escena en la cual Gu-nam se dispone a entrar en el rellano del bloque de apartamentos del profesor Kim con la finalidad de asesinarle, y de repente aparecen ¡otros dos matones!, que se le adelantan con la misma intención…; por más que la sorpresa sea más mérito de guión que de realización, el momento es indiscutiblemente eficaz. Otro aspecto que, desde luego, llama mucho la atención es el empleo recurrente de armas blancas: las puñaladas e incluso los hachazos introducen al espectador en un mundo que, a pesar de estar temporalmente ubicado en época contemporánea, retrotrae a una barbarie y un primitivismo que produce un singular efecto anacrónico. Finalmente, y a modo de paradójica demostración del planteamiento a mi entender equivocado de la puesta en escena, el film gana en soltura narrativa e intensidad dramática cuando recurre al empleo de la elipsis, tal es el caso de algunos vistosos momentos de acción: el fuera de campo utilizado para resolver cómo Myun “despacha” sangrientamente a los matones enviados a su habitación de hotel para asesinarle resulta, de manera contradictoria, tanto la mejor escena de la película como, al mismo tiempo, una diáfana prueba de la fragilidad de su entramado: en ningún instante se tiene la sensación de que haya casa para tanto mueble.
Demasiado para un hombre solo (II): Los descendientes (The Descendants, 2011), de Alexander Payne.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Otra vez me vuelve a pasar. Otra vez “tropiezo” con una de esas películas que gustan-a-todo-el-mundo y que a mí, por las razones que ahora expondré, no termina de convencerme. De nuevo vuelvo a darme de bruces –como no me canso de insistir: sin la menor premeditación por mi parte— con “otro” The Artist u “otro” Drive cuyo prestigio me parece a todas luces desmesurado. Disculpen la franqueza, pero no puedo evitar el pensar que si The Artist es lo-mejor-del-moderno-cine-europeo, o que si Los descendientes y Drive son lo-mejor-del-moderno-cine-estadounidense, el nivel cualitativo está bajo, muy bajo. Ni que decir tiene que respeto la opinión inversamente contraria a la mía y a cualquier persona que la sostenga sinceramente: dejémoslo en que yo tengo otro concepto de esos niveles de calidad, y que los mismos no tienen por qué ser compartidos por nadie si así no se desea, ni más ni menos. Dicho esto, empezaré diciendo que Los descendientes tampoco me parece de lo mejor de su realizador, el norteamericano Alexander Payne: esa distinción creo que se la merece más Entre copas (Sideways, 2004) –por más que sobre la misma ya pesara en su momento la sombra de la sobrevaloración—, dentro del discreto nivel medio del resto de sus más conocidos trabajos tras las cámaras (juzgo los que le visto): Citizen Ruth (ídem, 1996), Election (ídem, 1999), y su sketch para París, je t’aime (Paris, je t’aime, 2006); excluyo de este cupo, expresamente, la fallida A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002). Todos ellos hacen gala, en sus líneas generales, de sugestivos planteamientos a nivel de guión, por más que, también por lo general, su puesta en imágenes diste mucho de ser (con la relativa excepción de Entre copas) particularmente inventiva. Dicho de otra forma: Alexander Payne es más un hombre de ideas que de imágenes, de conceptos que de sensaciones visuales, de concreciones que de abstracciones (y el cine es, por definición, un arte intrínsecamente abstracto…, por más que, viendo ciertas cosas que han hecho con él últimamente fulanos como Tarsem Singh o Guy Ritchie, nadie lo diría).
Payne, que suele hacer sus películas a partir de novelas de otros autores –tal es el caso de Election, A propósito de Schimidt y Entre copas—, por lo que, a falta de haberlas leído, dejo la cuestión de la originalidad de sus ideas o la apropiación/ adaptación de ideas ajenas para una ocasión más propicia y con mayor conocimiento de causa, ha partido, en Los descendientes, de otro libro, original de la escritora hawaiana Kaui Hart Hemmings. Desconociéndolo, no hay más remedio que remitirse a lo que cuenta la propia película, que a grandes rasgos es bastante sencillo (simple, incluso): al principio del relato, una mujer practica esquí acuático; elipsis: la misma mujer yace ahora en la cama de un centro hospitalario, y en estado de coma (se ha golpeado la cabeza mientras esquiaba); ella es Elizabeth (Patricia Hastie), la esposa de Matt King (George Clooney), un acaudalado abogado de Hawai. Al problema familiar relacionado con la salud de su cónyuge, Matt debe añadir la dificultad de tener que enfrentarse a sus dos hijas, la adolescente Alexandra (Shailene Woodley) y la pequeña Scottie (Amara Miller), sin la ayuda de la esposa y faltándole práctica en el manejo de sus descendientes; además, está pendiente de cerrar un carísimo negocio, la venta de unos terrenos al lado del mar de los cuales sus poseedores, él y sus primos, están legalmente obligados a desprenderse antes de siete años, lo cual reportará a toda la familia una inmensa fortuna. Los médicos le dan a Matt una terrible noticia: el coma de Elizabeth es irreversible y su muerte, inevitable, tan pronto se la desconecte de los aparatos que la mantienen artificialmente con vida. Mientras tanto, sus hijas se portan mal, muy mal: la pequeña Scottie ha sido expulsada del colegio por haber insultado a otra niña metiéndose con su (evidente) sobrepeso; y, llegado el momento de tener que hacer frente a la inminencia de la muerte de Elizabeth, Matt va en busca de Alexandra, que está en un internado, y la descubre emborrachándose con una compañera de habitación… La cosa no acaba ahí: tras traerse a Alexandra de vuelta a casa, esta última le descubre un tremendo secreto sobre Elizabeth: que le era infiel y estaba considerando muy seriamente el abandonarle. ¡Demasiado para un hombre solo!
Un hombre enamorado de una mujer que le es infiel. Una mujer infiel que engaña a su marido. Un hombre que no conoce a sus hijas porque se pasa el día trabajando (¿creen que Alexandra dejará pasar la ocasión de recordárselo?: ¡no, señor!). Una niña maleducada que se siente incomprendida. Una adolescente que bebe y folla a destajo como reacción visceral a la hipocresía de los adultos (y que, cuando procede, da sabias lecciones a papá sobre cómo tienen que hacerse las cosas…). Un hombre, por tanto, que creía conocer a su esposa (tampoco), a sus hijas, a su familia, y que ve cómo en un escaso lapso de tiempo todo su mundo se desmorona: añádase al cuadro el descubrimiento de que una pareja de amigos a los que consideraba de confianza sabían de la infidelidad de Elizabeth y nunca se atrevieron a contárselo; que Alexandra sale con un chico, llamado Sid (Nick Krause), que parece descerebrado, y cuya compañía le impone; que –para variar— su suegro, Scott Thorson (Robert Forster), le odia desde siempre porque cree que él, como marido, nunca estuvo a la altura de “su” magnífica Elizabeth; que sus primos tan solo piensan en el mucho dinero que van a sacar de la venta del hermoso trozo de isla hawaiana que poseen, y sin importarles ni la belleza de ese terreno ni el valor sentimental que tiene algo que ha formado parte del patrimonio familiar durante generaciones; y que el amante secreto de su esposa no es sino un tal Brian Speer (Matthew Lillard), cuyo rostro agilipollado “adorna” la publicidad del negocio inmobiliario con el que se gana la vida, también está casado con otra mujer que tampoco conoce a su marido, Julie (Judy Greer), y tiene dos hijos a los cuales, probablemente, tampoco conoce ni comprende y que quizás tampoco le conocen ni le comprenden a él (y que, siguiendo con esta misma dinámica, tarde o temprano le reprocharán asimismo que siempre estuviese fuera de casa, trabajando para mantener su elevado nivel de vida –uno que permite el alquiler de un lujoso bungalow en primera línea de mar—, o bien tirándose a las mujeres de los demás…).
Lo que plantea Los descendientes quiere ser amargo y cínico, una digresión sobre la soledad de un individuo –Matt King— cuyos esquemas vitales, e incluso morales y éticos, se dan la vuelta prácticamente de un día para otro, demostrándole que todo lo ha hecho mal: ha sido un mal esposo, un mal padre, un mal yerno, quizás hasta un mal abogado; y, lo que es peor, él jamás se ha dado cuenta de sus errores, convencido de buena fe de que lo estaba haciendo todo bien, o al menos lo mejor posible. No hay peor descubrimiento que el de uno mismo, algo que se encuentra muy presente en prácticamente todo el cine de Alexander Payne. Todo eso está bien planteado, pero en el caso concreto de Los descendientes se estrella contra la blandura del tratamiento narrativo, la levedad del tono dramático, la ironía insuficiente: hasta la mediocre y redundante A propósito de Schmidt era más dura y amarga que esta tenue reflexión sobre la fragilidad de las relaciones familiares y la capa de respetabilidad –esposa, hijos, trabajo— con las cuales intentamos protegernos de la crueldad del mundo y de la vida, sin ser conscientes de que, en ocasiones, con todo eso estamos cavando nuestra propia sepultura. Puede verse una representación de esto último en el destino de Elizabeth King, una mujer harta de su vida cotidiana/ de su mundo de convenciones preestablecidas, y que en su intento de fuga de todo eso –por la vía del adulterio y de un ansia de una vida plena, o de lo que se entiende como tal, simbolizado en este caso por la práctica del esquí acuático— acaba hallando la muerte: el “mensaje”, en este sentido, es realmente desolador.
El problema, como digo, es que lo que plantea Los descendientes al final está resuelto de una forma excesivamente blanda, incluso tópica y convencional. Salvando las distancias, el film de Alexander Payne “coincide” con el antes comentado The Yellow Sea en el equivocado tratamiento dado por su responsable tras las cámaras, quien en este caso concreto termina diluyendo toda esa acidez, toda esa amargura de fondo, en beneficio de un relato que se deja arrastrar sin esfuerzo por lo estereotipado. Basta con ver, por ejemplo, con qué rapidez la rebelde Alexandra acaba apoyando a su padre tras haberse estado enfrentando con él desde el principio (y, se supone, desde bastante tiempo atrás); puede alegarse, claro está, que la noticia de la confirmación de la próxima muerte de su madre la hace recapacitar y centrarse, pero el cambio es excesivamente brusco y tan solo nos enteramos del mismo por mediación de los diálogos: nunca “lo vemos”, entre otras razones porque la puesta en escena de Payne es aquí tan inexpresiva como la de A propósito de Schmidt. O el melifluo tratamiento de las escenas más dramáticas, tal es el caso del momento en que, con la ayuda de una psicóloga del hospital, Matt y Alexandra informan a Scottie de que su madre va a morir, en el cual la dureza de la situación se amortigua mediante la reducción del audio de los diálogos en combinación con el aumento del de la dulce canción que acapara la banda sonora, con vistas a lograr cierto efecto, digamos, “sensible” (o lacrimógeno, según como se mire). O el esfuerzo que el director y sus coguionistas –a falta de conocer, insisto, la novela original— ponen en mostrar las motivaciones de todos los personajes, de forma que todos y cada uno están, a su manera, “justificados”: ya hemos mencionado a Matt, un hombre bienintencionado pero equivocado, a Alexandra, una adolescente rebelde comme il faut hasta que la tragedia familiar la hace “madurar”, y a Scottie, una niña respondona porque está faltada de afecto. Lo mismo puede decirse del duro suegro de Matt, el cual bajo su capa de dureza no esconde sino un amor profundo y sincero hacia su hija moribunda; del examante de Elizabeth, Brian Speer, quien en el fondo no es más que un pobre desgraciado que no supo entender las ansias de liberación de aquélla; e incluso del joven Sid, que en un momento dado “conecta” con Matt confesándole que vio morir a su padre hace un par de años y que, por tanto, la muerte de un ser querido es algo que no le resulta desconocido. Ese afán de “comprender” a todo el mundo malogra en grado sumo lo que podría haber sido y no es: una (otra) reflexión sobre la estupidez humana y la tragicomedia de la vida. Incluso está muy desaprovechado el telón de fondo hawaiano en el cual se inscribe el relato, cuyo exotismo podría haber servido a modo de contrapunto irónico si se hubiese conectado mejor con el trasfondo de lo narrado: un lugar paradisíaco donde sus habitantes tienen en realidad los mismos miserables problemas de todo el mundo. Casi huelga añadir que Los descendientes concluye con esa misma blandura, esa misma melancolía (forzada: no surge de manera natural), con Matt y sus hijas reconciliándose con Elizabeth antes de que deje este mundo, y tras su fallecimiento y funeral en la playa, “haciendo piña” frente al televisor y compartiendo unos helados, una vez aprendida la correspondiente lección.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)