[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA
TRAMA DE ESTOS FILMS.]
Piratas somalíes: Capitán Phillips
(Captain Phillips, 2013), de Paul Greengrass.- No había tenido ocasión hasta hace
muy poco de ver esta película estrenada a primeros de año del muy irregular
Paul Greengrass, cineasta británico bien afincado en Hollywood (y que conste
que no lo digo con envidia) y capaz de obras tan interesantes —por más que,
sorprendentemente, poco o nada apreciadas— como la magnífica Bloody Sunday (Domingo sangriento)
(Bloody Sunday, 2002) o ese film bastante mejor de lo que se dijo en su
momento, Green Zone: Distrito protegido
(Green Zone, 2010) (1), frente a
mediocridades como Extraña petición
(The Theory of Flight, 1998) —¿no la recuerdan?: pues ni falta que les hace—, y
de cosas, en cambio, aplaudidas a rabiar del calibre de United 93 (ídem, 2006), El
mito de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum, 2007), secuelas estas
dos últimas de una película no menos mala, El
caso Bourne (The Bourne Identity, 2002, Doug Liman). Por fortuna, Capitán Phillips está por encima de las
cinco mencionadas en último lugar, aunque el resultado final me parece algo
decepcionante.
Hasta cierto punto, Capitán Phillips viene a ser, dentro de
la obra de Greengrass, una nueva introspección, corregida y aumentada, del
empleo del estereotipo llevada a cabo en Green
Zone: Distrito protegido, con la diferencia, empero, de que en esta última
eso estaba más conseguido. Recordemos que en ella Matt Damon interpretaba (tan
mal como siempre, pero eso ahora no cuenta) a un típico “héroe made in USA” involucrado en una guerra,
si cabe (es una forma de hablar), más “sucia” que la de Vietnam, la de Irak,
con la determinación de desvelar la que seguramente es la excusa política para justificar
una guerra más repugnante llevada a cabo en lo que llevamos de este frenético
siglo XXI: la presunta existencia de armas de destrucción masiva. En ese film
el héroe convencional encarnado por Damon chocaba ferozmente con una realidad
que le sobrepasaba y que ponía al desnudo su condición de estereotipo incapaz
de alterarla substancialmente, en lo que puede verse una enésima demostración
de ese famoso dicho según el cual la realidad siempre supera a la ficción. En Capitán Phillips, Greengrass y el
guionista Billy Ray parten de otro tipo de estereotipos, el representado cada
uno a su manera por Richard Phillips (Tom Hanks), capitán de un carguero que
navega con bandera norteamericana por las costas de África, y Muse (Barkhad
Abdi), líder de un puñado de desnutridos piratas somalíes que, con sorprendente
audacia, abordan el barco comandado por Phillips e intentan, primero, robar el
dinero y mercancía de valor que transporta, y luego secuestran al propio
Phillips con el propósito de pedir un fuerte rescate a cambio de su libertad. Si,
como digo, en Green Zone: Distrito
protegido había una utilización no exenta de cierta ironía del estereotipo
heroico encarnado por Damon, Capitán
Phillips pivota sobre el enfrentamiento, físico pero sobre todo psicológico
entre dos arquetipos humanos: por un lado, el capitán de carguero que, en el
estricto cumplimiento de su deber, intenta evitar el abordaje de los piratas
somalíes, y tras no conseguirlo, que la mercancía y en particular sus hombres
no sufran daño alguno; y por otro, un expescador somalí de aspecto desnutrido
(le apodan, cómo no, “El Flaco”) tras el cual se halla la determinación de
alguien al que la pobreza le ha arrebatado lo seguramente poco que tenía y que,
desesperado y ya sin nada que perder, está dispuesto a arriesgar la propia vida
a cambio de sacar la máxima tajada de su peligrosa aventura.
No es casual, en este sentido, que
antes de “entrar en materia” el film nos muestre en primer lugar a Phillips y a
Muse en su entorno cotidiano antes de llegar al momento de su enfrentamiento:
el primero, despidiéndose de su esposa (Andrea: una fugaz Catherine Keener),
quien antes le lleva al aeropuerto en coche, momento que aprovechan ambos para
hablar de sus hijos y manifestar cuánto les preocupa su futuro (en conversación,
deliberadamente, de actualidad: “nuestros hijos lo tendrán más duro que
nosotros…”); mientras que el segundo, en cambio, es presentado en un escenario
mucho más duro y áspero que el del anterior, un poblado somalí donde la pobreza
se palpa en el ambiente y en el que los hombres se pelean con tal de ser
elegidos por Muse u otros desesperados como él para unirse a sus pandillas,
cuyos miembros, armados con metralletas, se han organizado para convertirse en
piratas y atracar los cargueros que se acercan a sus costas. El contraste es
evidente, cuando no obvio: los “problemas”, entre comillas, de Phillips y su
cónyuge en relación al rendimiento en los estudios de sus hijos y la
incertidumbre de su futuro laboral quedan así reducidos a la nada en
comparación con los Problemas, con mayúscula, de Muse y los que, como él, se
lanzan al mar movidos por el hambre y la miseria. En uno de los momentos
culminantes de ese enfrentamiento psicológico al que me refiero, Phillips le
dice a Muse que un pescador como él no tiene porqué convertirse en un
secuestrador, a lo cual el somalí le replica: “Puede que en América no…”.
El problema de esta película reside
en su descompensación. Si bien intenta mostrarse ecuánime a la hora de
mostrarnos tantos datos sobre Phillips como sobre Muse, en ambos casos el
resultado es estereotipado y superficial. En este sentido, lo mejor reside en
el contraste existente entre los intérpretes elegidos para encarnarles, un sobrio
Tom Hanks que confiere una notable humanidad a su personaje (las
interpretaciones más recientes de este actor me parecen mucho mejores que las
que le dieron la fama en los momentos “culminantes” de su carrera), y el
intérprete no profesional Barkhad Abdi, cuyo aspecto famélico y mirada
soñolienta se bastan por sí solos para conferirle grandes dosis de verdad a su papel. Por otra parte, el
film incurre en otra grave descompensación narrativa a la hora de plantear y
resolver el conflicto dibujado; dejando aparte su duración, un tanto exagerada
para lo más bien poco que cuenta (134 minutos), hay un exceso de escenas
destinadas a glosar con excesiva complacencia el todopoderoso despliegue que la marina estadounidense lleva a cabo
con aparente facilidad en la zona marítima donde ha tenido lugar el abordaje
del carguero de su país y el secuestro de Phillips, con vistas a solucionar uno
y otro. Puede que se tratara de crear otro irónico contraste, la contraposición
entre la nación rica y armada hasta los dientes que es capaz de mover una parte
importante de su contingente marítimo-militar para acudir solícita al rescate
de uno solo de sus ciudadanos, y la angustia de unos somalíes mostrados como
desgraciados que no tienen otra alternativa que no sea dedicarse a la piratería
o morir de inanición, pero el resultado acaba siendo tan ambiguo y, en el
fondo, tan complaciente como a ratos lo era el de la demagógica United 93 (en ocasiones se dice de
Greengrass y de otros realizadores de origen no estadounidense que se
encuentran integrados-en-Hollywood;
él lo está, y mucho). La prueba palpable de esa descompensación reside en sus
escenas finales: los tres somalíes que retienen a Phillips en la lancha
salvavidas con la que han huido del carguero son abatidos a tiros por los
siempre repelentes marines, y su
líder, Muse, es detenido tras haberle engañado para que acudiera a bordo del
buque de la marina para negociar las condiciones de la liberación de Phillips;
este centra, como digo, esas escenas finales, en las cuales le vemos
aterrorizado, cubierto de pies a cabeza por la sangre de sus captores y en
estado de shock, mientras es atendido
por los médicos de a bordo, en una imagen antiheroica, cierto, pero que no
encuentra su compensación / contraposición / contraste con la del detenido
Muse: el sufrimiento del capitán norteamericano se antepone siempre al del pirata
somalí, y con él la concesión al divismo de un, a pesar de todo, excelente Tom
Hanks.
Ello no obsta para que Capitán Phillips sea en su conjunto una
película más agradable de ver que las secuelas de las aventuras del horrible
Jason Bourne perpetradas por Greengrass. Se nota, y mucho, que hay una
moderación del plano corto y la cámara móvil que hasta hace poco eran su marca
de fábrica estilística, aunque eso estaba mejor —vuelvo a insistir— en la
superior Green Zone: Distrito protegido.
Es de justicia anotar que el realizador británico demuestra buena mano para los
momentos de acción, tal es el caso de la secuencia, magnífica, del abordaje de
los piratas somalíes al carguero; que el suspense de todas las escenas
desarrolladas a bordo de ese navío está excelentemente dosificado; y que, a
pesar de que la acción abandona demasiado pronto el carguero, escenario
atractivo dadas sus posibilidades plásticas y escenográficas, para situarse en
el claustrofóbico interior de la lancha de salvamento donde viajan Phillips,
Muse y los tres compinches de este, el film no por ello pierde ni ritmo ni
intensidad, a pesar de que ambos se encuentren perjudicados por la esporádica inserción
de esas “inevitables” y más bien molestas escenas desarrolladas en paralelo a
las de la lancha y centradas en los aguerridos hijos del Tío Sam desplegando,
para tranquilidad del espectador de nacionalidad estadounidense, la imagen de
que la policía del mundo también
reina allende los mares de la lejana, hostil y cada vez más olvidada África.
Hipertexto mutante: X-Men: Días del
futuro pasado (X-Men: Days of Future Past, 2014), de Bryan Singer.- La nueva entrega de la franquicia cinematográfica
de los X-Men vuelve a hacer gala de una tendencia cada vez más consolidada
dentro del cine estadounidense. Me refiero a la influencia del lenguaje de las
series de televisión norteamericanas actuales, en el sentido de que, cada vez
más, las “series” o “sagas” del cine hollywoodiense
están construidas de manera que cada secuela (o si se prefiere, “continuación”,
“parte” o “entrega”) está tan intrínsecamente relacionada con la o las precedentes,
que el desconocimiento de una o varias de estas dificulta sobremanera la
comprensión argumental de la más reciente. Esto no tiene nada de nuevo, por
descontado: la narración fragmentada de una misma trama o hilo argumental se
remonta a la época del serial y no se ha dado solo en la televisión o en la radio,
sino también a nivel literario en el caso del folletín o de cierta literatura
popular “de bolsillo”, así como, por descontado, en los cómics, la materia
prima de la que se nutre el nuevo film de un Bryan Singer felizmente recuperado
(para la franquicia de los X-Men, quiero decir; no para ese buen cine que nunca
ha dejado de practicar: mal que les pese a algunos, Superman Returns (ídem, 2006), Valkiria
(Valkyrie, 2008; ver adenda) y Jack el caza gigantes (Jack the Giant
Slayer, 2013) son buenas películas). Bajo esta perspectiva, en el fondo pocas
cosas hay más “viejas” dentro del cine actual que las ya largo tiempo
consolidadas franquicias de James Bond 007, Star
Wars, Indiana Jones, Harry Potter, Batman, Rambo, Jason Bourne y tantas y
tantas otras: vino añejo en odres nuevos, o todo lo más renovados.
Existe cierto consenso en que en buena
parte del cine de hoy se ha implantado esa manera de narrar en función del
recuperado y en la actualidad plenamente consolidado carácter “serial” de lo
que, para entendernos, conocemos como franquicias (o dicho de otro modo, que hay
una forma de narrar renovada, pues
como hemos apuntado no es del todo nueva). Una cuestión es que esa forma de
narración cinematográfica nos guste a nivel personal y/o particular: la
sempiterna, y bendita, interferencia del gusto. Pero algo muy distinto de lo
anterior es que rechacemos esa narrativa en base a un argumento, en el fondo,
tan frágil y limitado como es el del propio gusto; desde esa perspectiva, y
como experimento, me parece interesante esa adopción que está llevando a cabo
el cine de la narrativa fragmentada en episodios propia de la televisión; adopción,
o quizá mejor dicho, recuperación, si
tenemos en cuenta una vez más, no lo olvidemos, que antes de las series de
televisión o de la misma televisión existió el serial cinematográfico. Desde
este punto de vista, y tomando como ejemplo la franquicia de los X-Men y la
constituida paralelamente a modo de lo que se conoce como spin-off suyo, la de Lobezno, nos hallamos ante una “saga” que, al
menos hasta el momento (y nada parece indicar que más adelante no sea así), se
retroalimenta de sus propios hallazgos y giros de argumento, de manera que X-Men: Días del futuro pasado retoma la
trama de la franquicia en el mismo punto en el cual concluyó X-Men: La decisión final (X-Men: The
Last Stand, 2006, Brett Ratner), por más que esta nueva entrega también viene a
ser, por un lado, un cruce de la línea narrativa abierta en esas tres primeras
películas de la franquicia junto con la explorada en la —horrible palabreja— “precuela”
X-Men: Primera generación (X-Men:
First Class, 2011, Matthew Vaughn), y en lo que se refiere al personaje de
Lobezno (Hugh Jackman), una continuación del hilo argumental abierto en Lobezno inmortal (The Wolverine, 2013, James
Mangold), cuya secuencia final post-créditos, recordemos, ya anunciaba en
cierto sentido X-Men: Días del futuro
pasado mediante una inesperada aparición de los personajes del profesor
Charles Xavier (Patrick Stewart) y Magneto (Ian McKellen) (1). Coda que se da asimismo en el nuevo film mediante la inserción
de una breve y enigmática secuencia tras los títulos de crédito, que viene a
erigirse en una especie de must de la
ya anunciada X-Men: Apocalypse
(2016).
Por tanto, la “ventaja” —si es que se
le puede llamar así— de X-Men: Días del
futuro pasado reside en que, con su carácter de obra que se nutre de otras
obras, contribuye a matizar y/o completar a sus predecesoras, de manera que el
film permite no solo otra profundización en la juventud de los personajes de
Xavier, Magneto y Mística en la línea de la planteada en X-Men: Primera generación (y con el concurso de sus mismos
intérpretes, James McAvoy, Michael Fassbender y Jennifer Lawrence
respectivamente), sino también un nuevo giro final en virtud del cual la trama,
que previamente ha “saltado” del futuro más lejano al pasado más pretérito
(valga la redundancia) de los mutantes, termina regresando al pasado-presente
en el cual se inició la franquicia, con Lobezno reencontrándose nuevamente en la
escuela del profesor Xavier, por la cual se dejan ver —fugazmente— Pícara (Anna
Paquin), Cíclope (James Marsden) y sobre todo su amada difunta, Jean Grey
(Famke Janssen), que atormentaba las pesadillas del mutante de las zarpas en Lobezno inmortal y que de este modo
reaparece “viva” —al igual que el mencionado Cíclope— porque en realidad en
este nuevo plano temporal nunca ha “muerto”. Desde este punto de vista, podría
decirse que la franquicia de los X-Men y otras construidas de similar forma
conforman cada una a su manera una especie de hipertexto (o intertexto,
como prefieren llamarlo algunos), más o menos similar a como lo define el
teórico francés Gérard Genette. El “inconveniente”, como ya he apuntado, reside
en que el carácter “serial” de las actuales franquicias comporta un factor de obligatoriedad, en virtud del cual es,
si no necesario, sí altamente recomendable haber visto previamente X-Men (ídem, 2000, Bryan Singer), X-Men 2 (X2, 2003, Singer), X-Men: La decisión final, X-Men orígenes: Lobezno (X-Men Origins:
Wolverine, 2009, Gavin Hood), X-Men:
Primera generación y Lobezno inmortal
para captar todos los flecos de X-Men:
Días del futuro pasado.
Sea como fuere, y viéndola en sí
misma considerada, esta nueva entrega de la saga mutante me parece, como mínimo,
tan interesante como las dos primeras contribuciones de Singer a la franquicia
o como X-Men: Primera generación,
cuyos méritos a mi entender se debían en no poca medida a la presencia en la
misma de Singer en calidad de coautor del argumento y productor, por más que no
falte quien considere que lo mejor de aquélla y de Días del futuro pasado reside en la presencia e influencia de
Matthew Vaughn como responsable de parte del guión y de la realización de Primera generación y como coguionista de
Días del futuro pasado, aunque esto
último dependerá de la estima que cada cual sienta hacia Vaughn y su anterior
aproximación al así llamado universo de los cómics de superhéroes, Kick-Ass: Listo para machacar (Kick-Ass,
2010), muy escasa en mi caso.
Días del futuro pasado atesora fragmentos memorables, empezando por la excelente secuencia
de la llegada de Lobezno al pasado (años sesenta), despertándose en una
habitación junto a una mujer desnuda y viéndose asaltado por unos mafiosos, en
un fragmento al cual la cálida fotografía de Newton Thomas Sigel confiere una
acertada atmósfera “sesentera” cuyo realismo contrasta con la irrealidad de la
situación que allí se desarrolla, con el mutante de las zarpas mostrando otra
vez su talento para que su cuerpo escupa las balas que acaban de dispararle.
También destaca la particularmente brillante secuencia del rescate del joven
Magneto del interior del edificio del Pentágono a cargo de Lobezno, el joven Xavier,
el joven Bestia (Nicholas Hoult) y Quicksilver (Evan Peters), y por descontado,
los magníficos “planos imposibles” en los cuales vemos al último de los citados
recorriendo una habitación a cámara ultrarrápida y apartando de su trayectoria
las balas de los agentes de seguridad que intentan acribillarles, en una nueva
muestra, corregida y aumentada, de la habilidad demostrada por Singer en X-Men 2 para integrar en unos mismos
encuadres la eficacia narrativa y la espectacularidad de los efectos visuales.
Otro gran momento, en el cual el film alcanza la cota de dramatismo que no
siempre consigue, es aquel en el que un enfurecido Magneto sacude
amenazadoramente la estructura del avión en el que viaja junto con Lobezno,
Xavier y Bestia, manifestando de nuevo el resentimiento que siente hacia una
raza humana que no ha dejado de perseguirle desde que era niño: el crujido del
avión expresa muy bien la medida del odio del personaje. Cabe señalar,
asimismo, la secuencia del intento de asesinato de Bolivar Trask (Peter
Dinklage) a manos de Mística saboteado por Lobezno, Magneto, Xavier y Bestia,
ahora aliados en una causa común, en la cual la inserción de planos con
estética de reportaje televisivo (justificados por la presencia de las cámaras
de televisión) confiere cierto surrealista aire de política-ficción que no
puede menos que hacer recordar, vagamente, a lo logrado por Zack Snyder en su
lectura de Watchmen (ídem, 2009) (2); o el no menos brillante clímax,
con Magneto alzando por los aires un estadio deportivo entero para utilizarlo
como encerrona para Trask, el presidente Nixon (sic) y su equipo de
colaboradores. El único reparo serio que impide que Días del futuro pasado sea la película-X-Men-definitiva que quiere
ser reside, acaso, en cierta frialdad tonal que remonta, empero, en sus
secuencias más “fuertes”, asimismo las más elaboradas y conseguidas.
Adenda: Con motivo de la publicación de mi comentario de X-Men: Días del futuro pasado, aprovecho la ocasión para recuperar un
texto mío dedicado a otro film de Bryan Singer, Valkiria, originalmente publicado en la desaparecida primera
versión de mi blog, en Blogspot.es, el 14 de febrero de 2009.
Una vez más, me ha vuelto a ocurrir:
casi todo el mundo me ha estado lanzando pestes contra la nueva película de
Bryan Singer (que si aburrida, que si no se entiende porqué los conspiradores
quieren asesinar a Hitler, que si hacer un film de suspense con un hecho
histórico que todo el mundo sabe cómo acabó es ridículo, etc., etc.). Una vez
vista, y sin la menor pretensión por mi parte de ir a contracorriente, me ha
parecido una película cuanto menos interesante. Vaya por delante que no creo
que sea un gran film y que le reconozco defectos, entre ellos un exceso de
frialdad expositiva; además, y esto casi siempre suele condicionar el resultado
de una película de sus características, se nota que nos hallamos ante una
producción hecha a mayor honra y gloria de Tom Cruise (por otro lado aquí muy
correcto como actor, si bien una vez más anulado por los excelentes compañeros
de reparto de los que se empeña en rodearse y que le eclipsan con facilidad). A
pesar de todo ello, Valkiria me ha
parecido un encargo asumido por Bryan Singer con honestidad y sentido del
oficio. Más que la descripción de hechos que lleva a cabo el realizador en
torno al famoso intento de golpe de estado contra Adolf Hitler por medio de un
atentado con bomba, conocido como Operación Valkiria —ya presente en films
alemanes como el recientemente editado en DVD Sucedió el 20 de Julio (Es geschach am 20. Juli, 1955), de Georg
Wilhelm Pabst, o el telefilm Stauffenberg
(Jo Baier, 2004), editado en DVD como Operación
Valkiria y emitido por Antena 3 como Valkiria—,
lo que me ha llamado la atención del relato, filmado y resuelto de una manera,
digamos, “clásica” (por otra parte, algo nada raro en un realizador que, a
pesar de su aureola de “moderno”, siempre me ha parecido extrañamente elegante
para los tiempos que corren), es su sentido del detalle.
Explicado a grandes rasgos, Valkiria, versión Bryan Singer, vendría
a ser un pedazo de Historia, objetivo, en medio del cual aparecen “fugas”
subjetivas que se esfuerzan en profundizar —con mejor o peor fortuna— en el
perfil humano de los personajes. Eso justificaría que el “clasicismo” (comillas
bien grandes) de la puesta en escena se vea a ratos perturbado por la inserción
de gestos y miradas que sugieren la existencia de algo soterrado, agazapado
bajo la aparente “lección de Historia” que se nos pretende contar. Hay, en
primer lugar, un curioso juego dramático con el ojo izquierdo de Stauffenberg
(Cruise), el órgano que perderá como consecuencia de sus heridas en combate en
el norte de África: se inserta un primer plano del mismo mientras el
protagonista expresa en su diario su rechazo hacia Hitler; luego, Stauffenberg
tiene una entrevista secreta con Fellgiebel (Eddie Izzard) en los lavabos, a la
cual le ha convocado… mezclando su ojo de cristal con los cubitos de hielo de
su copa (sic); en su primera entrevista con Hitler (David Bamber) para que le
firme la nueva versión de la Operación
Valkiria , Stauffenberg usa ese ojo de cristal; al final,
durante el intento de asesinato en la Guarida del Lobo, cruzará su mirada con la del
dictador sin esa prótesis, con su único ojo sano y el otro cubierto con el
parche (yendo más lejos, la única vez que vemos el ojo mutilado del
protagonista es en un espejo, mientras se está afeitando poco antes de viajar a
la Guarida
del Lobo: Stauffenberg se hace un pequeño corte en el cuello, que mancha de
sangre el de su camisa, lo cual será la excusa para pedir una habitación
privada donde conectar la bomba que lleva en el maletín). Esta clase de
detalles también aparecen en relación a los demás personajes o en determinadas
situaciones, lo cual confiere una lograda fuerza dramática al conjunto: Brandt
(Tom Hollander) depositando con brusquedad sobre la mesa la caja con la botella
de licor (y, dentro, otra bomba) que ha preparado Tresckow (Kenneth Branagh);
Fromm (Tom Wilkinson) desconectando el cable del teléfono en el momento en que
comprende que Stauffenberg y Olbricht (Bill Nighy) le están sugiriendo su
participación en un golpe de estado; en particular, ese gran momento en que
Fromm obliga a Stauffenberg a hacer el saludo nazi y este último lo lleva a
cabo mostrando el muñón en el que termina su brazo derecho… Hay al respecto un
par de apuntes sofisticados: el plano general de la iglesia sin techo
(probablemente, por efecto de un bombardeo aliado) que cierra la secuencia de
la entrevista secreta que ha tenido lugar allí entre Stauffenberg y Tresckow; y
el poético flashback en el cual
Stauffenberg, en el avión que le conduce a la Guarida del Lobo la mañana
del atentado, rememora la despedida de su esposa Nina (Carice van Houten) en la
calle: Singer mantiene el sonido del avión en vuelo, sin música, haciendo así
más íntimo y emotivo el recuerdo del personaje; puede que su reiteración final
sea innecesaria, pero resulta coherente con el tono general del relato.