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jueves, 23 de julio de 2020

La tragedia de “Montaña” Rivera: “RÉQUIEM POR UN CAMPEÓN”, de RALPH NELSON



Réquiem por un campeón (Requiem for a Heavywight, 1962), debut en el cine del neoyorquino Ralph Nelson (1916-1987), es una nueva versión del mismo guion de Rod Serling, el célebre creador de series como Dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964) o Galería nocturna (Night Gallery, 1969-1973), que el propio Nelson ya había realizado para televisión: Requiem for a Heavyweight (1956), perteneciente a la serie Playhouse 90 (1956-1959), y protagonizada por Jack Palance, Keenan Wynn, Kim Hunter y Ed Wynn. Anotemos, a título de curiosidad, la existencia de otra versión televisiva para la BBC de ese mismo guion, asimismo titulada Requiem for a Heavyweight (1957), dirigida por Alvin Rakoff y en cuyo reparto hallamos nada menos que a unos, por aquel entonces, desconocidos Sean Connery y Michael Caine.


Réquiem por un campeón podría inscribirse, fácilmente, entre las más duras visiones del mundo del boxeo que haya proporcionado el cine norteamericano a lo largo de su historia, en la línea, pongamos por caso, de El ídolo de barro (Champion, 1949) o Más dura será la caída (The Harder They Fall, 1956), ambas de Mark Robson; es decir, dentro de lo que suele conocerse como “películas anti boxeo”. No faltan razones para ello, y más teniendo en cuenta que esa mirada sombría hacia este deporte está mostrada, de manera tan brillante como contundente, nada más empezar el film: nos hallamos en los tensos minutos finales de lo que se conoce como “una velada pugilística”, y Nelson nos sumerge en medio de ella mediante una vibrante utilización de la cámara subjetiva, colocando al espectador en el punto de vista de un púgil que se está llevando una monumental paliza a manos nada menos que de Cassius Clay (quien se interpreta a sí mismo), y para desesperación de los dos hombres que le acompañan, su mánager, Maish Rennick (Jackie Gleason), y su entrenador, Army (Mickey Rooney); el combate termina con el KO del boxeador cuyas andanzas seguimos en cámara subjetiva (el KO es la manera “técnica”, elegante, de decir que a alguien le han partido la cara hasta dejarle al borde o sumergido en la pérdida de conocimiento); el entrenador ayuda a su púgil a regresar al vestuario mientras, por el camino, el público le abuchea, reprochándole su derrota (y, en el fondo, que no les haya proporcionado un poco más de “espectáculo”: el KO se ha producido en el séptimo asalto); cuando el boxeador pasa por delante de un espejo, vemos entonces su rostro: el del actor que lo interpreta, Anthony Quinn, y el del personaje, Louis “Montaña” Rivera, convertido en una especie de masa tumefacta y sangrante.


Sin embargo, hay que matizar que, antes de esa excelente exhibición de cámara subjetiva, Réquiem por un campeón se ha iniciado poco antes con otro movimiento de cámara, no menos virtuoso, y en contrapartida más elegante: un travelling lateral que recorre la barra de un bar y nos muestra a un grupo de hombres sentados ante ella, todos ellos mirando el combate de boxeo entre “Montaña” y Cassius Clay que se está emitiendo por televisión: en los rostros de esos hombres, algunos de ellos ya maduros, advertimos las facciones gastadas, esculpidas a golpes, todavía con cicatrices, que delatan su condición de exboxeadores; efectivamente, más avanzado el relato, sabremos que el local donde se hallan es un tugurio al cual suelen acudir púgiles retirados, la mayoría de ellos para ahogar en alcohol su condición de parias de la sociedad: de personas las cuales, una vez pasado su efímero momento de gloria, han desaparecido por completo de la atención pública. Ni que decir tiene que este travelling descriptivo sobre los exboxeadores no es sino una presentación del futuro que le espera al púgil al cual le van a romper la cara en la secuencia en cámara subjetiva que va a venir a continuación. Y, por descontado, luego veremos a “Montaña” Rivera engrosando el cupo de boxeadores retirados y alcoholizados que llenan ese agujero para “juguetes rotos”.


A pesar de que Réquiem por un campeón puede verse como una feroz diatriba contra el boxeo, o por lo menos como un ataque frontal y sin concesiones contra una de sus peores facetas, la que nadie quiere ver dado su carácter desagradable y carente de glamour, la relativa al negro futuro que les espera a esos hombres que, en la mayoría de las ocasiones, no saben hacer otra cosa que boxear, este excelente film de Ralph Nelson –acaso su mejor película– no es tan solo una “película anti boxeo”. Es, también, un espléndido melodrama sobre el fracaso que hubiese hecho las delicias de un John Huston –quien ya abordó un tema parecido en su posterior Fat City (Ciudad dorada) (Fat City, 1972)–, y cuyo poderoso estudio de personajes, situaciones y ambientes elevan el interés de la propuesta por encima, incluso, de ese apasionado discurso anti boxeo, para erigirla en una pieza romántica y trágica hasta la exasperación.


Con el apoyo inestimable de la gran fotografía en blanco y negro de Arthur J. Ornitz y del formidable trabajo interpretativo de Anthony Quinn, Jackie Gleason, Julie Harris y, sobre todo, Mickey Rooney (quien lleva a cabo aquí un complejo y sutilísimo recital de intensos silencios y expresivas miradas en segundo término), Nelson construye Réquiem por un campeón con encuadres de una áspera sobriedad y de gran claridad expositiva, que contrastan deliberadamente con los movimientos de cámara con los que ha abierto el relato y que hemos comentado al principio de estas líneas. Si ese primer travelling sobre los púgiles retirados y bebiendo tiene un siniestro carácter elegíaco, y el movimiento abrupto de la cámara subjetiva hace gala, por el contrario, de su carácter turbulento, el resto del film sorprende, como digo, por su sobriedad narrativa, por más que no falten en ella, como no podía ser de otro modo, momentos de gran intensidad. Llama la atención el poderoso dibujo de la relación de necesidad y dependencia que existe entre los principales personajes: “Montaña” Rivera necesita a Maish, al que idolatra, para que le consiga combates, y Maish necesita a su vez a “Montaña” para ganar dinero; Army es consciente de que Maish se está aprovechando de “Montaña”, al que lleva explotando diecisiete años, y aunque le asquea su conducta sigue a su lado porque siente afecto por “Montaña” y teme dejarle solo con el mánager; en el curso de lo que se conoce como entrevista de trabajo (¿hace falta que añada que es una de las más sofisticadas técnicas de humillación y degradación del ser humano ideadas por la sociedad contemporánea?), “Montaña” conoce a la mujer que se encarga de tramitar su solicitud de empleo, Grace Miller (Julie Harris), una solterona que, aún sin reconocerlo explícitamente (ni falta que hace: Julie Harris lo expresa implícitamente), ve en “Montaña” esa última oportunidad de compañía antes de que la edad la catalogue entre las personas “no deseables”; incluso, en otro ámbito más tenebroso, hasta la mafiosa Ma Greeny (Madame Spivy) necesita a ratas como Maish, que le deben dinero y le proporcionan hombres para explotarlos en degradantes espectáculos de pressing catch como los que monta su socio Perelli (Stanley Adams); hasta “Montaña”, incapaz de seguir boxeando como consecuencia de una grave lesión en su cabeza, abandonado por Grace, manipulado por Maish, forzado por las circunstancias y ante un lloroso Army que ha hecho cuanto ha estado en su mano para ayudarle, acabará aceptando participar en una de esas bochornosas farsas de lucha libre, en uno de los finales más ásperos que haya proporcionado nunca el cine “de” o “sobre” el mundo del boxeo.



El mérito de Réquiem por un campeón, desde luego no pequeño, consiste en que esas relaciones de dependencia de los personajes están dibujadas de tal manera que, a medida que evolucionan, van revelando paulatinamente los matices ocultos de aquéllos. Resulta admirable, en este sentido, la secuencia en la cual Maish se ve acorralado por los matones de Ma Greeny, quien le reclama el dinero que ha perdido apostando a favor de “Montaña” en el combate que acaba de perder contra Clay: Maish es rodeado por los sicarios en el mismo ring donde su púgil acaba de ser vencido, y allí recibe a puñetazos “un aviso” que, sutilmente, Nelson visualiza fuera de campo, de manera que crea un agudo contraste (uno más) entre la violencia institucionalmente aceptada por la sociedad (el boxeo) y la violencia que, de forma secreta, es la que realmente “mueve” los bajos fondos de esa misma sociedad. No menos formidable resulta la gran secuencia en la cual “Montaña” recibe la visita sorpresa de Grace en el bar de los boxeadores, al cual ha acudido para anunciarle que, esa misma noche, tendrá una entrevista con alguien que puede ofrecerle un digno empleo como entrenador de niños en un campamento de verano; en el curso de esta secuencia, se produce un momento de gran fuerza dramática cuando, sentados en un reservado, “Montaña” se entusiasma en exceso cuando le narra a Grace uno de sus viejos combates, hasta el punto de casi asustar a la mujer: es un excelente apunte sobre el carácter de ambos personajes y de las dificultades de su hipotética historia de amor, que Nelson sabe expresar, asimismo sutilmente, mediante el juego escénico dentro del encuadre del espejo situado a espaldas de Grace, sugiriendo de este modo “la doblez” de ambos: que en “Montaña” hay, en efecto, un fondo de bondad e ingenuidad que es el que atrae a la solitaria Grace, pero también uno de brutalidad y excesos con el alcohol; y que buena parte de la atracción que Grace siente por “Montaña” reside en un deseo sexual insatisfecho y un ideal amoroso que tan solo existe en su imaginación: el posterior reencuentro de ambos en el apartamento de “Montaña”, y el conato sexual fallido que se produce allí, es muy significativo.

          Ralph Nelson y Anthony Quinn.   

sábado, 18 de julio de 2020

Caza al asesino: “LOS OJOS DE UN EXTRAÑO”, de KEN WIEDERHORN




Por más que, por regla general y salvo honrosas excepciones, Los ojos de un extraño (Eyes of a Stranger, 1981) suele incluirse dentro del género/ subgénero/ variante genérica del slasher, lo cierto es que, en la práctica, está más cerca del thriller de “suspense” más tradicional, con una mirada que recuerda, por temática y determinados recursos visuales, al Hitchcock de La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) y, vagamente, también al de Psicosis (Psycho, 1960), con toques sacados del cine de Brian de Palma y de lo que se conoce como rape & vengeance. Buena prueba de ello reside en que, si creemos las informaciones de su producción que circulan al respecto, esta pequeña película dirigida por Ken Wiederhorn y distribuida por Warner Bros. se rodó, inicialmente, como ese thriller de “suspense” que, insisto, en el fondo es, y fue como consecuencia de la oleada de exitosos slashers desatada por las franquicias creadas por La noche de Halloween y Viernes 13 que los productores de Los ojos de un extraño decidieron aumentar sobre la marcha sus dosis de violencia y efectos de maquillaje gore (estos últimos a cargo del especialista Tom Savini); trucajes sanguinolentos que, por cierto, luego tuvieron que ser suavizados/ recortados/ eliminados, según los casos, a fin de impedir que el film se estrenara en salas bajo el estigma de la calificación moral “X” (sic), exclusivamente para mayores de edad, y que, por si alguien no lo recuerda, en aquellos tiempos podía condenar a una película al ostracismo.



Ken Wiederhorn, conocido sobre todo por los aficionados al cine fantástico por Shock Waves (1977), que comenté en este mismo blog (1) –fragmentos de la cual aparecen, fugazmente, reproducidos en un monitor de televisión–, y por La divertida noche de los zombies (Return of the Living Dead Part II, 1988) –que no es sino la secuela de El regreso de los muertos vivientes (The Return of the Living Dead, 1985, Dan O’Bannon)–, consiguió con Los ojos de un extraño el film más relativamente interesante de los que he visto con su firma. Sin ser, ni mucho menos, una obra excepcional, atesora numerosos elementos que le confieren una cierta personalidad propia en el contexto del cine de terror norteamericano de entre finales de los años 70 y primeros 80 del pasado siglo, empezando por el hecho de que, a mi entender, ni es un slasher ni, tampoco, un auténtico film de terror, por más que la presencia recurrente de un serial killer en su trama argumental lo empariente, temáticamente, con Norman Bates, Leatherface, Michael Myers, Jason Voorhees y su numerosa descendencia. La trama gira, principalmente (aunque no exclusivamente), alrededor de Jane Harris (Lauren Tewes), una locutora de televisión de Miami que se obsesiona con la idea de descubrir y capturar a un misterioso asesino en serie que se dedica a violar y asesinar a mujeres, aunque algunos hombres también caen, víctimas de su furia homicida, por hallarse en el momento equivocado y en el lugar equivocado.


Uno de los primeros puntos interesantes de Los ojos de un extraño es que, aproximadamente dentro del primer tercio del relato, descubrimos la identidad del asesino: Stanley Herbert (John DiSanti), personaje que casi comparte protagonismo con el de Jane. Naturalmente, en un primer momento podemos pensar que Jane está siguiendo una pista equivocada (es decir, que nos hallamos ante el típico truco de guion para despistar), cuando empieza a sospechar de Stanley por el mero hecho de que no es un hombre agraciado: solitario, gordo, con gruesas gafas de pasta y peinado de una manera que parece que usa bisoñé. Pero, a partir del momento en que, en efecto, le vemos cometiendo nuevos asesinatos, y ya no nos cabe la menor duda de que él es el asesino, el quid de la película deja de ser el saber quién es el asesino, sino el cómo lo van a atrapar. Y, si bien es verdad que la malignidad de la psicopatía homicida de Stanley es incuestionable, no es menos cierto que, en un momento dado, el film se mira con no menos mordacidad la malignidad inherente a la propia Jane, la cual, en su afán de atrapar al criminal, hace gala de un comportamiento a ratos digno de una perturbada aun con la excusa de que, con ello, tan solo pretende capturar a un delincuente y, en el fondo, purgar un hecho traumático de su pasado: Jane vive con su hermana menor Tracy (Jennifer Jason Leigh), una adolescente que se quedó ciega y muda como consecuencia de una terrible experiencia de la infancia de ambas: siendo niñas, Jane (Amy Krug) descuidó la vigilancia de Tracy (Tabbetha Tracey), la cual fue secuestrada y violada, perdiendo la vista y el habla a modo de secuela de dicha agresión; desde entonces, una remordida Jane ha convertido en una obsesión personal la protección de Tracy y la cruzada contra los delincuentes con motivaciones sexuales (véase, por ejemplo, cómo, cuando hace su trabajo como locutora de informativos televisivos en directo, acostumbra a “salirse del guion” ante las cámaras profiriendo agresivas opiniones personales cada vez que en el noticiero se informa sobre los nuevos crímenes del asesino).


Curiosamente, como digo, Los ojos de un extraño se desmarca notablemente del slasher de la época a pesar de que su guion está escrito por Ron Kurz, usando aquí el seudónimo Mark Jackson; lo digo porque Kurz fue guionista no acreditado de la primera entrega de Viernes 13 firmada en 1980 por Sean S. Cunningham y luego intervendría en los libretos de la segunda, tercera y cuarta entregas de la franquicia. Esa descripción en paralelo de las sanguinarias correrías del asesino Stanley y de las pesquisas e intromisiones de la obsesionada Jane con tal de dar con él le proporcionan al relato un trasfondo psicológico algo tosco, si se quiere, pero a pesar de ello sugestivo. Resulta sugerente, como ya he apuntado, que Los ojos de un extraño se detenga en la obsesión de Jane, esforzándose en explicarnos sus motivaciones vía el preceptivo flashback, y que, en cambio, no ofrezca la menor “explicación racional” en torno a las de Stanley para matar, mostrándolo sencillamente como lo que, en el fondo, es: una persona enferma fruto, acaso, de una sociedad enferma, en lo que puede verse, salvando las distancias, un pequeño precedente de los futuros tratamientos de la psicopatía criminal a cargo de David Fincher. De hecho, en las escenas en las cuales Jane acosa telefónicamente a Stanley –las cuales guardan ecos, también salvando las distancias, de lo que planteaba William Castle en Jugando con la muerte (I Saw What You What You Did, 1965)–, se produce una inesperada inversión de estereotipos: la mujer, víctima en potencia del asesino en serie según la convención establecida, incomoda al asesino perturbándolo directamente en la intimidad de su vivienda.


Es una pena que semejante material con posibilidades cayera en las manos de un realizador tan funcional y poco inspirado como Ken Wiederhorn, por más que, pocas dudas caben, el resultado se eleva bastante por encima de la media de su mediocre filmografía. Pese a todo, y a pesar de no pocos momentos resueltos, incluso, con vulgaridad, hay instantes en los cuales la película apunta lo que pudo haber sido de haber contado con un director más personal e implicado en lo que narraba. Hay escenas de asesinato resueltas de manera rutinaria, como por ejemplo la muerte de la bailarina de striptease en la ducha, por más que Wiederhorn tenga al menos la decencia de no hacer del todo evidente el guiño a la mencionada Psicosis y resuelva la escena de forma elíptica. Hay, en contrapartida, secuencias rodadas con cierto vigor y esporádico ingenio: la del asesinato de la chica rubia en su apartamento, precedido del de su novio, que la está esperando mientras ella se cambia de ropa (hay aquí un plano logrado: aquel que muestra la decapitación del novio, sentado en el sofá, y atacado por la espalda por Stanley con un enorme cuchillo de cocina, que vemos reflejada en el cristal de la pecera…, a cuyo interior irá a parar la cabeza cortada del novio); la secuencia del asesinato de la empleada de una oficina que se ha quedado sola y recibe llamadas amenazadoras de Stanley; la de la pareja de amantes que se están sobando dentro del coche, y tienen la mala fortuna de coincidir con el asesino justo cuando este está intentando deshacerse del cadáver de aquella oficinista; y, en particular, el clímax en el apartamento de Jane y Tracy, con Stanley intentado violar y asesinar a esta última, y que atesora otro de los mejores momentos de la función: Tracy, que ha recuperado parte de la vista que perdió de niña como consecuencia de esta nueva agresión sexual (un trauma cura otro trauma), aprovecha un momento en que cree haber dejado a Stanley sin sentido para ver, por primera vez ante un espejo, su cuerpo semidesnudo de mujer joven; dejando aparte la extraña especialización de Jennifer Jason Leigh en personajes de mujeres violadas ya desde estos primeros años de su carrera, la escena se beneficia de la excelente interpretación de la actriz que, con tan solo 20 años, todavía no incurría en sus excesos y tics posteriores, y que no superaría hasta alcanzar su actual madurez como intérprete.


viernes, 17 de julio de 2020

Zombis nazis: “SHOCK WAVES”, de KEN WIEDERHORN



Curioso, muy curioso el género, subgénero o variante genérica de los “zombis nazis” dentro del cine de terror en general y el de temática zombi en particular, por más que, por ahora, el mismo no haya proporcionado títulos particularmente memorables, y eso a pesar de que, andando el tiempo, ha ido forjado una filmografía de cierto peso: sin ánimo de exhaustividad, podemos mencionar Le lac des morts vivants (Jean Rollin [y Julian de Laserna, no acreditado], 1981), La tumba de los muertos vivientes (Jesús Franco, 1982), el díptico de Tommy Wirkola Zombis nazis (Dod sno/ Dead Snow, 2009) & Zombis nazis 2: Red vs. Dead  (Dod sno 2/ Dead Snow 2: Red vs Dead, 2014) o la más reciente Overlord (ídem, 2018, Julius Avery), y, dentro de una línea relativamente similar, Frankenstein’s Army (Richard Raaphorst, 2013). Es una pena que, por lo general, los resultados de esta temática hayan sido malos, habida cuenta de que la misma tiene muchas posibilidades, sobre todo si se conoce, siquiera por encima, la fascinación, real e históricamente comprobada, de Hitler y el nazismo hacia el ocultismo, o los célebres experimentos auspiciados por Josef Stalin para la creación de “súper-soldados” (si bien, en este caso, sin recurrir a cadáveres humanos, sino a la consecución de un “humancé”: un híbrido entre hombre y simio).


Salvo error del que suscribe, un título pionero de la temática de los zombis nazis es Shock Waves, film fechado, ergo estrenado, en 1977, aunque el año que aparece en las copias es 1976, y filmado en 1975; nunca se estrenó en cines españoles –al menos, que yo sepa–, pero se encuentra actualmente editado entre nosotros en Blu-ray como Ondas de choque. La película, rodada con un presupuesto bajísimo incluso para la época (150.000 dólares), supuso el debut en el terreno del largometraje del realizador estadounidense Ken Wiederhorn, cuya posterior trayectoria profesional fue particularmente anodina –destacan en su filmografía, es un decir, títulos como Desmadre en la universidad (King Frat, 1979), Los albóndigas atacan de nuevo (Meatballs Part II, 1984), La divertida noche de los zombies (Return of the Living Dead Part II, 1988) y Torre de cristal (Dark Tower, 1989), film maldito firmado bajo el seudónimo Ken Barnett junto con ¡Freddie Francis!–, por más que podamos salvar un título no exento de interés: Los ojos de un extraño (Eyes of a Stranger, 1981).


Shock Waves se articula alrededor de un largo flashback: el que empieza, al principio de la película, con la secuencia en la que un hombre y su hijo rescatan en su barco de pesca recreativa a Rose (Brooke Adams), una muchacha que se halla a la deriva en un bote, deshidratada, quemada por el sol y en tal estado de shock que es incapaz de articular palabra sobre lo que le ha ocurrido. La voz en off de la misma Rose nos introduce en el flashback, que incluye la práctica totalidad del metraje del film, y que nos describe cómo, junto con otras tres personas –Chuck (Fred Buch) y la pareja formada por Noman (Jack Davidson) y Beverly (D.J. Sidney)–, Rose navegaba en un barato viaje de placer a bordo del viejo yate comandado por el capitán Ben (John Carradine) con la ayuda de su escasa tripulación: Keith (Luke Halpin), el segundo de a bordo, y Dobbs (Don Stout), un cocinero borrachín. Una serie de fenómenos extraños –la inesperada luz anaranjada que cubre la totalidad de la atmósfera diurna, una colisión parcial con un misterioso barco surgido de la nada en medio de la oscuridad de la noche– preceden al naufragio del yate, lo cual obliga a pasajeros y tripulación a abandonarlo y dirigirse a una isla próxima, muy cerca de la cual se encuentra, embarrancado en un arrecife, el barco, o lo que queda de él, que casi les arrolla la noche anterior. La isla, en medio de la cual se erige un hotel de estilo colonial abandonado, va siendo progresivamente invadida por un pequeño ejército de silenciosos muertos vivientes con uniformes de soldados alemanes de la Segunda Guerra Mundial, los mismos que se hallaban a bordo de aquel viejo barco. La clave del asunto la proporciona un viejo comandante de las SS (nada menos de Peter Cushing), quien explica que los zombis nazis no son sino el resultado de un experimento del III Reich destinado a crear un ejército invencible, en este caso, soldados invulnerables que pueden vivir perfectamente bajo del agua.  


Salvando todas las distancias del mundo, Shock Waves no deja de ser una “puesta al día” de viejas convenciones del cine de terror estadounidense (desde la perspectiva, claro está, del momento de su realización, a mediados de los años 70 del pasado siglo). El naufragio de un grupo de personas ociosas y su llegada a una isla llena de misteriosos peligros no deja de ser un planteamiento clásico visto, por ejemplo, en El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932, Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel). Los zombis que caminan debajo del agua hicieron su primera aparición, si no me equivoco, en Zombies of Mora Tau (Edward L. Cahn, 1957), y desde entonces se han dejado ver con relativa frecuencia. Shock Waves coincide, me imagino que casualmente, con el King Kong (ídem, 1976) de John Guillermin/ Dino de Laurentiis, rodado por esa misma época, en la idea de presentar a la protagonista femenina a bordo de un bote tras haber sobrevivido por los pelos a una situación catastrófica. De hecho, y dejando aparte la presencia “icónica” de unos envejecidos Peter Cushing y John Carradine en plena decadencia física (sobre todo el segundo, devorado por la artritis que padecía), el personaje del comandante de las SS encarnado –tan bien como siempre– por el primero de los mencionados no deja de ser una variante de tantos y tantos mad doctors que, indefectiblemente, acabará perdiendo la vida a manos de su diabólica creación.


El agua se convierte, en cierto sentido, en el hilo conductor de la trama. Ya hemos mencionado que el film empieza con el rescate de Rose tras haber estado un tiempo indeterminado a la deriva en alta mar. El flashback que ilustra sus recuerdos sobre lo ocurrido empieza con unos planos de Rose buceando en el mar, por los alrededores del yate donde viaja disfrutando, se supone, de sus vacaciones; la película no proporciona mayores detalles sobre los personajes, hasta el punto de que entendemos que Rose viaja sola, dado que el otro pasajero que también viaja en solitario, Chuck, ni es su pareja ni hay la menor relación de ese tipo entre ellos, insinuándose en cambio, de forma incipiente, una entre Rose y Keith. Más tarde, una serie de planos submarinos de los restos del barco alemán hundido en el fondo del océano nos anticipan (con escasa fortuna) la tenebrosa amenaza que viaja a bordo, aunque la misma no se hace explícita hasta que, en efecto, vemos pasear a los zombis debajo del agua, primero sus piernas calzadas con altas botas militares, luego de cuerpo entero. Precisamente, una de las imágenes más logradas de la película, si no la que más, consiste en ese plano de una charca de agua ondulante sobre la cual se refleja la borrosa silueta de uno de los zombis nazis, uno de los momentos más conseguidos junto con otros esporádicamente atractivos: la ya mencionada secuencia a la luz de un sol anaranjado; el momento en que la bengala disparada por el capitán Ben en medio de la oscuridad de la noche ilumina el barco alemán en el horizonte; o, en particular, la escena final, que transcurre en tiempo presente: Rose, en su cama de hospital, parece anotar en una libreta todos sus recuerdos de la pesadilla que ha vivido…, pero lo que surge de su bolígrafo son unos garabatos incomprensibles, reflejo del trastorno, o de la locura, donde ahora está inmersa.



Por lo demás, Shock Waves es un film tan tosco como parece, tanto a nivel de guion como de realización, ambos en el límite de lo amateur. Los paseos del viejo comandante de las SS por la isla buscando a sus horrendas creaciones antes de perecer a manos de una de ellas parecen, más bien, un recurso para estirar el metraje de la película y garantizar así que alcance una duración estándar. Otro tanto puede afirmarse de determinadas reacciones de los secundarios, como la irritabilidad del personaje de Norman –que hace pensar en el grotesco padre de familia de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968, George A. Romero)–, o el incontrolable ataque de claustrofobia de Chuck, que pone en peligro las vidas de sus compañeros de aventuras: son “rellenos” de guion, y se nota. No faltan a la cita los consabidos planos submarinos en contrapicado debajo de los frágiles botes donde se trasladan los héroes de la función, sugiriendo la presencia oculta de una amenaza oculta bajo el agua, modelo La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, 1954, Jack Arnold) / Tiburón (Jaws, 1975, Steven Spielberg). Por otra parte, todos los asesinatos cometidos por los zombis nazis tienen lugar mediante la técnica del ahogamiento, lo cual provoca una cansina sensación repetitiva que no alivia ni la utilización de la elipsis. Hay una idea interesante, pero desaprovechada: el punto débil de los zombis nazis son sus ojos, lo cual, tan pronto como quedan desprotegidos tras arrancarles las pequeñas gafas negras que portan, provoca su destrucción, de un modo similar al de los vampiros bajo la luz del sol. Dicho sea de paso, y a título de curiosidad, los maquillajes de Shock Waves corren a cargo de Alan Ormsby, rara personalidad menor del cine fantástico norteamericano conocido, principalmente, por su labor como guionista –tiene en su haber un par de curiosidades de Bob Clark: Children Shouldn’t Play with Dead Things (1972) y Dead of Night (1974), esta última particularmente interesante, así como el libreto de El beso de la pantera (Cat People, 1982), por más que este fuera reescrito por su director, Paul Schrader–, y, sobre todo, por haber codirigido –junto con Jeff Gillen– uno de los slashers más logrados de mediados de los 70: Deranged (1974).



sábado, 4 de julio de 2020

“DIRIGIDO POR…”, julio-agosto 2020, disponible online GRATIS




Con la vista puesta en el retorno a nuestra versión tradicional en papel, Dirigido por… ofrece, por cuarto mes consecutivo, una edición online, completamente gratuita, que ha sido elaborada a partir de textos escritos de manera asimismo desinteresada por nuestros colaboradores. Una vez más, reitero mi agradecimiento a todos ellos, por su esfuerzo y dedicación, y a ustedes, los lectores, por su paciencia y fidelidad. A continuación, el sumario y los respectivos enlaces a los contenidos de este número online de julio-agosto de 2020 de Dirigido por…:

Editorial:
“Dirigido por…” en tiempos del coronavirus, 4ª parte, por Tomás Fernández Valentí:


Directores / Estudios:

Aproximación a la obra de Richard Quine, por Juan Carlos Vizcaíno Martínez:

Mikio Naruse: Los roles en los que confinaban a las mujeres japonesas, por Alexander Zárate:


Análisis / En primer plano / Críticas:

Dónde estás, Bernadette, por Israel Paredes Badía:

Color Out of Space, por Eduardo J. Manola:

Mr. Jones, por Israel Paredes Badía:

Regreso a Hope Gap, por Israel Paredes Badía:

Las letras de Jordi, por Tariq Porter:

La profesora de piano, por Alexander Zárate:
https://www.dirigidopor.es/2020/07/18/la-profesora-piano/


Clásicos / El film reencontrado / Flashback / En busca del cine perdido:

Lo que el viento se llevó, por Eduardo J. Manola:

Dersu Uzala. El cazador, por Alexander Zárate:

Los verdugos también mueren, por Quim Casas:


El jeque blanco, por Alexander Zárate:
https://www.dirigidopor.es/2020/07/08/el-jeque-blanco/

Tiburón, por Jordi Ardid:

Gosford Park, por Israel Paredes Badía:

Y supo ser madre (Stella Dallas, 1925), por Juan Carlos Vizcaíno Martínez:

El maniquí, por Alexander Zárate:


Blog / TV / Home Cinema:

Dragged Across Concrete, por Quim Casas:

La Red Avispa, por Tomás Fernández Valentí:

Da 5 Bloods: Hermanos de armas, por Tomás Fernández Valentí:



Once Were Brothers: Robbie Robertson and the Band, por Quim Casas:
https://www.dirigidopor.es/2020/07/01/once-were-brothers-robbie-robertson-and-the-band/


Space Force, por Quim Casas:

La estafa (Bad Education), por Quim Casas:

The Vast of Night, por Elisa McCausland y Diego Salgado:

Snowpiercer: Rompenieves, por Quim Casas:

Las furias, por Elisa McCausland y Diego Salgado:

La cabaña siniestra, por Nicolás Ruiz:

El hombre invisible, por Tomás Fernández Valentí:

Granujas a todo ritmo, por Quim Casas:


La casa de los horrores, por Ramón Alfonso:


Tres lanceros bengalíes, por Eduardo J. Manola:

Génesis, por Israel Paredes Badía:
El doble asesinato en la calle Morgue, por Joaquín Vallet Rodrigo:



El signo de la cruz, por Joaquín Vallet Rodrigo:
https://www.dirigidopor.es/2020/07/08/signo-la-cruz/

Especiales:

Festival Indie & Doc Fest Cine Coreano, por Iván Cerdán Bermúdez:


Libros:


Un lugar en el mundo. El cine latinoamericano del siglo XXI en 50 películas, por Ramón Alfonso:


José Val del Omar en alta frecuencia, por Iván Cerdán Bermúdez:

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